Capítulo 6

Rachel estaba tan contenta que iba casi dando brincos por el camino. Como si fuera un regalo de Dios, le habían ofrecido reparar el establo gratis. Y era posible que, más adelante, consiguiera reunir el valor suficiente como para hacerle más preguntas a Mitch sobre si el riel de la polea podría haber dejado que el gancho de cincuenta kilos cayera sobre Sam. Aquello significaría que no aceptaba la voluntad de Dios, como los hermanos creían, pero el deseo de saber la verdad, aunque estuviera prohibida, la estaba reconcomiendo por dentro.

Estaba casi segura de que Eben, como obispo, y los otros dos predicadores de la iglesia le permitirían a Mitch usar las fotografías de su establo si no revelaba dónde estaba situado. Los establos amish de Maplecreek, las casa y los campos, habían salido en fotografías de calendarios, e incluso se habían publicado en libros. Cuando Mitch la había invitado a ver su propia casa, la que él se estaba haciendo con un viejo establo, Rachel le había dicho que si conseguía convencer a Jennie para que la acompañara, iría. Después de todo, tenía que saber si aquel hombre era bueno antes de permitir que se acercara más a su establo.

Rachel comenzó a andar por el campo de calabazas, entre las lianas enredadas, que se extendía hasta el patio delantero de la casa de Jennie, y que iba paralelo a un campo de maíz más grande. Decidió caminar hacia el maíz, porque le resultaría más fácil avanzar entre las filas anchas del campo. Aquella cosecha casi estaba lista para la recogida. Las mazorcas estaban muy gruesas, y los tallos y las hojas estaban secos y crujientes.

De repente, tuvo la sensación de que las espigas se la tragaban y se puso nerviosa. Comenzó a andar más rápidamente, y la capota se le fue cayendo de la cabeza hasta el hombro. Cuando era niña, le encantaba correr entre el maíz hacia casa. Sin embargo, en aquel campo la cosecha era casi medio metro más alta que ella, y no le permitía ver nada más allá de las plantas.

Rachel caminó por un surco recto hasta que el camino se torció para rodear el contorno de la leñera. Entonces ella comenzó a caminar incluso más deprisa, y después se detuvo, sin aliento. Había oído algo tras ella, en el campo, algo que no era el viento. Había alguien más caminando entre el maíz, no en aquel surco, pero sí muy cerca. Era algo grande. Quizá un ciervo. Pero, normalmente, si un ciervo olisqueaba a una persona, no se acercaría, y mucho menos haciendo ruido.

Asustada, Rachel echó a correr, intentando encoger los hombros para que las hojas no se le engancharan en el vestido. Las mazorcas le golpeaban al pasar, como si quisieran hacerla retroceder. Jadeando, intentando no prestarle atención al dolor que sentía en el costado, siguió corriendo. Pese a que el día había comenzado soleado, en aquellos momentos, el cielo estaba cada vez más oscuro. Incluso por encima del sonido de su respiración entrecortada, Rachel notó, por el ruido que hacía su perseguidor, que se estaba acercando más y más a ella. ¿Estaba en aquel mismo surco, o en el siguiente? Estaba muy cerca, y sin embargo, ella no podía ver nada. Pensó en gritar, por si acaso era un cazador que pensaba que ella era un ciervo asustado, pero tenía los pulmones a punto de estallar. Y no quería que él, aquella bestia invisible, la encontrara.

De repente tuvo una idea salvaje. Más de una vez, Sam la había perseguido por los campos de maíz de sus familias, cuando la estaba cortejando. Cuando la atrapaba, la besaba, pero en aquel momento, el campo estaba susurrando, gritando… «Daadi está enfadado contigo, Mamm, porque estás haciendo su trabajo. Está enfadado contigo, Mamm, enfadado…».

Jadeando, Rachel consiguió salir del campo de maíz y se encontró en el patio de la casa de Jennie. Nunca había estado tan feliz de ver aquella casa, aunque allí había un coche extraño, que significaba que su amiga tenía visita. Corrió a esconderse tras el garaje, y asomó la cabeza por la esquina para ver quién más salía de entre el maíz que crujía a causa del viento.

Pero aquéllos fueron los únicos sonidos que oyó. Nadie salió como expelido del maíz, igual que había salido ella. Nadie en absoluto.

Rachel se apoyó contra el muro trasero de la casa de Jennie y se cubrió la cara con las manos. Ella lo había oído. No se lo había imaginado. Aunque en realidad, podría haber sido una broma pesada de alguien, o sólo un ciervo, y ella había huido como si la estuviera persiguiendo el mismo demonio.

Lentamente, Rachel recuperó el aliento. Se colocó la cofia y se puso de nuevo la capota, que le colgaba del cuello. Entonces, se sobresaltó al oír un ruido tras ella. Jennie había abierto la puerta trasera y había salido.

—¿Qué estás haciendo ahí? —le preguntó—. ¿Estás bien? Parece que has visto un fantasma.

Rachel quiso decirle lo que había ocurrido, pero los gemelos salieron corriendo de la casa hacia ella, y ella se agachó para abrazarlos.

—Es que he venido corriendo para que no me alcanzara la tormenta —pudo decir por fin—. No tenía aliento.

—Ya está llegando. Yo te llevaré a casa más tarde —le dijo Jennie, haciéndole un gesto para que entrara en la casa.

—Será mejor que nos vayamos ya —protestó Rachel—. Además, he visto que tienes compañía.

—La compañía —replicó Jennie, sonriendo—, no es sólo para mí, sino para ti también. Vamos, entra.

—Rachel, te presento a Linc McGowan, el amigo del que te he hablado —dijo Jennie, señalando cortésmente a un hombre elegante que se levantaba del sofá de la sala de estar.

No tenía ni una de sus prematuras canas fuera de lugar, y sus pantalones, camisa de punto y chaqueta de color gris perla iban a juego con su pelo, incluso con sus ojos plateados. Iba tan perfectamente arreglado que Rachel, que había crecido escuchando que era pecado de orgullo preocuparse por la apariencia, se dio cuenta de que ella debía de parecer algo que el gato había arrastrado de la calle.

—Me alegro mucho de conocerla —dijo Linc con un ligero asentimiento.

Era evidente que sabía que no debía intentar estrecharle la mano a una mujer amish, y aquello estaba bien, pensó Rachel. Parecía un poco chapado a la antigua, y eso también la complació. Incluso su tono de voz era suave y controlado, tal y como se les enseñaba a los amish que debían hablar.

Linc le indicó que se sentara y Rachel se dio cuenta de que Jennie se había llevado a los niños a la cocina, seguramente, para que ella tuviera la oportunidad de hablar con aquel hombre sin quedarse realmente a solas con él. De aquel modo, podría concentrarse en lo que él tuviera que decirle.

—Jennie me ha comentado que está pensando en solicitar que se registre su establo como bien artístico —dijo Linc. Tiró hacia arriba ligeramente de cada pernera del pantalón antes de sentarse, seguramente para que no se le arrugaran—. Me parece una estupenda idea, y estaré encantado de servirle de guía durante el proceso, señora Mast.

—Aún no lo he decidido, porque estoy pensando en hacer algunas reparaciones básicas —le explicó ella—. Por eso Jennie pensó que yo debería estar protegida de alguien que pudiera querer cambiar demasiado el establo. Pero aún pienso que registrarlo puede ser una buena idea, así que le agradezco su consejo y su información —añadió. Estaba sentada al otro extremo del sofá, casi al borde, pero de cara a su interlocutor—. Supongo que le gustaría verlo primero.

—En realidad, llevo observando su establo durante años. Bueno, es una exageración —se corrigió él rápidamente, y se encogió de hombros—. He pasado junto a él en coche frecuentemente, y antes de que usted fuera su propietaria estuve varias veces en el interior.

—Cuando era de la familia Bricker.

—Exacto. Su establo tiene una historia larga y venerable —continuó él, que evidentemente estaba disfrutando del hecho de ser el centro de la atención—. Yo he dedicado mi vida a estudiar la historia de Ohio, y nuestros establos son una gran parte de ella, como grandes álbumes de familia, si uno sabe cómo leerlos bien. Ahora estoy en periodo sabático para escribir, pero yo siempre les digo a mis alumnos que no fueron los aventureros y los exploradores los que dominaron Norteamérica, sino los granjeros con sus establos junto a los huertos y las plantaciones.

Rachel esperó a ver si continuaba, pero cuando él la miró esperando su aprobación, dijo:

—Estoy segura de que es usted un estupendo profesor. Y me gustaría escuchar lo que tiene que decirme sobre el establo, para poder explicárselo a los líderes de mi Iglesia —añadió, intentando encauzar la conversación—. Así que si pudiera explicarme las ventajas y desventajas….

Entonces, él la sorprendió. Se inclinó hacia delante y susurró:

—En realidad, me gustaría visitar el granero, para poder rellenar los formularios de la solicitud. Pero tengo que decirle que no sólo estoy entusiasmado por ayudarla a conservar su magnífico establo. Llevo años intentando conseguir una cita con Jennie Morgan, así que espero que no le importe que intente involucrarla en esto a ella también. Me sentí halagado cuando me lo pidió.

En aquel momento, Rachel comenzó a sentirse más cómoda con él. Las mujeres amish eran eternas casamenteras, y a ella siempre le había preocupado que Jennie estuviera tan sola. Alguien le había dicho que todavía estaba enamorada de su ex marido, pero Rachel notaba que había algún motivo más en aquella soledad.

—Deje que le invite a usted y a Jennie a comer mañana, y después podremos visitar el granero —le propuso Rachel, sonriéndole con complicidad—. Diré que fue idea mía, porque lo ha sido.

—Entonces, ya le debo cualquier ayuda que pueda prestarle —dijo Linc, y estiró el brazo para tomar un maletín de cuero que estaba junto al sofá—. Ahora, permítame que le explique unas cuantas cosas, y después puede preguntarle a Jennie por la comida de mañana.

Al día siguiente, Rachel terminó invitando también a Mitch a comer. Él paró por la granja para llevarle un contrato de acuerdo para que ella lo leyera y, si quería, lo firmara con él. Había estado lloviendo durante horas, e invitarlo era una cuestión de hospitalidad. Rachel vio cómo olisqueaba el aroma de la comida y volvía la cabeza en dirección al sonido de las voces de sus invitados.

—Le agradezco que lo haya escrito todo —le dijo Rachel en la puerta—, pero yo no creo en firmar acuerdos. Mi palabra, la palabra amish, es válida.

—Lo creo —dijo él, un poco molesto, o quizá avergonzado—. Sólo quería que usted entendiera con claridad lo que yo le he propuesto.

Sus miradas se encontraron y ella asintió.

—Entonces, entre y siéntese a comer mientras se seca. Puede conocer a alguien que ha venido a echarle un vistazo al establo.

Rachel se dio cuenta de que había despertado la curiosidad de Mitch cuando él entraba en la cocina con ella.

—Mitch Randall, le presento a Lincoln McGowan —dijo ella—. Y a mi amiga, Jennie Morgan. Los niños son sus nietos, Jeff y Mike, y mis hijos, Andy sentado a la derecha y Aaron a la izquierda.

—Como dos gotas de agua, de eso no hay duda —dijo Linc, mientras se adelantaba para estrecharle la mano a Mitch—. Su nombre me resulta familiar —le dijo—. Yo fui profesor en el instituto de Clearview durante años, y también en varias universidades del estado. En la actualidad estoy en periodo sabático de mi trabajo en la Ohio Southern University, y colaboro con el Departamento de Conservación Histórica de Ohio.

—Los departamentos gubernamentales, locales o nacionales, no son el sitio donde nos hemos conocido —respondió Mitch en un tono de voz frío—. A menos que yo estuviera allí demandándolos o protestando. He leído sus artículos en los periódicos locales. Recuerdo sobre todo uno de no hace mucho, en el que decía que el tipo de trabajo de conservación que yo hago es desfigurar el pasado y traicionar el presente —Mitch se cruzó de brazos y arqueó las cejas en un gesto de desafío—. Y usted mencionó mi nombre en el artículo, así que quizá por eso le resulte familiar.

«Oh, oh», pensó Rachel.

—Ah, tiene razón —respondió Linc mientras se sentaba de nuevo—. No es nada personal. Los derechos derivados de la Primera Enmienda, ya sabe.

—¿El hecho de utilizar nombres no lo convierte en algo personal? —replicó Mitch.

Rachel intervino.

—Los norteamericanos son buenos en muchas cosas, incluido el hecho de no estar de acuerdo en algo. Pero también son capaces de sentarse a compartir el pan.

Rachel le lanzó a Jennie una mirada de exasperación cuando los dos hombres continuaron lanzándose miradas asesinas. Jennie la incomodó al articular con los labios mientras señalaba a Mitch con la cabeza:

—Guapísimo pero peligroso.

—Al menos, los dos nos preocupamos de conservar este establo —admitió Mitch.

—Aunque veamos las cosas desde un punto de vista completamente distinto —insistió Linc—. Deshacer un establo antiguo y cambiarlo de ubicación destruye la autenticidad de su carácter.

—¿De veras? —contraatacó Mitch, separando la silla de la mesa—. Supongo que podríamos tener una conversación personal sobre el carácter. Dejar un establo en manos de gente que lo valora es mejor que moverlo para construir una carretera o un centro comercial, o dejarlo a merced de los vándalos, o permitir que se venga abajo enterrado en papeleo académico o burocrático.

—Bueno —interrumpió Jennie—. Lo que ustedes dos tienen en común es una magnífica comida amish, si conseguimos comenzar a comer antes de que se enfríe. No es demasiado —dijo con una carcajada, mientras señalaba la mesa—. Sólo sopa de alubias, carne asada, rollitos de col rellenos, pan casero, ensalada caliente de patatas, compota de manzana y natillas. ¿Alguien se pregunta por qué me encanta ser amiga de Rachel Mast?

—¿Porque hace comida rica? —preguntó Andy.

Gracias a Dios, todo el mundo se rió mientras Mitch se sentaba y abría su servilleta.

—Ésa es la silla de Daadi —dijo Aaron.

Silencio. Rachel sintió que le ardía la cara. Tenía ganas de patearse a sí misma por no haber sentado a nadie más allí desde que había muerto Sam, pero no se había presentado la ocasión.

—Sí —dijo Rachel—. Era la silla de Daadi, pero él estaría muy contento de tener la visita del señor Randall, junto con Jennie y con el señor McGowan. Bueno, todo el mundo a rezar para pedir la paz en el mundo y en esta mesa, y después todos los presentes a servirse.

—Me disculpo por mi papel en el pequeño levantamiento que ha habido hoy —le dijo Mitch a Rachel mientras ella lo acompañaba hacia la puerta trasera después de comer.

Había dejado de llover, así que él se imaginó que ya no había motivo para que no se marchara. Ya había visto a Linc McGowan tomar su maletín y los formularios por triplicado y marcharse al establo a ser el gran hombre. Jennie había mandado a los cuatro niños a jugar al patio y estaba recogiendo la mesa. Había resultado que era la madre de Kent Morgan, el hombre que llevaba el almacén de maderas del pueblo al que él iba asiduamente. Lo cual significaba que Jennie era también la madre de aquella adolescente que había desaparecido diez años antes.

—Es que —siguió explicando Mitch, contento de poder hablar a solas un momento con Rachel— estoy completamente dedicado a lo que hago, y me pongo a la defensiva.

—Lo entiendo, créame —respondió ella con aquella expresión tan franca.

Sin embargo, se le había ocurrido que en realidad estaba celoso del hombre del establo. Rachel podría decidir confiar en McGowan en vez de en él. Pero no. El pensar aquello lo conduciría inevitablemente a pensar por qué estaba tan interesado en ella como en su granero, y pensar en aquello sólo le traería complicaciones, y grandes, teniendo en cuenta que ella era una viuda amish con dos niños pequeños. No le haría ningún bien implicarse personalmente con una mujer como aquélla.

—Sus niños son estupendos, y la comida estaba deliciosa —continuó—. No había vuelto a comer una comida casera de verdad desde que mi abuela cocinaba. Sé que no la ha preparado para mí, pero me honra que me invitara.

—Algún día prepararé una para usted —dijo Rachel, y después se mordió el labio inferior como si lamentara haber sido tan sincera.

Sin embargo, Mitch notó que el estómago le daba un vuelco por lo que ella había dicho.

—Y algún día —respondió él—, yo la llevaré a ver el lago Erie.

Rachel se rió, y se le iluminó el rostro. Sólo llevaba la cofia blanca almidonada, y sin aquella capota oscura, estaba muy natural y muy guapa. Sólo alguien con unos rasgos tan equilibrados y bellos podría permitirse llevar el pelo con raya en medio y recogido hacia atrás. Aquel rostro había hecho que él pusiera en marcha miles de reparaciones en el establo, reparaciones para las que no tenía tiempo ni dinero.

—Bueno —dijo ella, observando cómo jugaban los niños. Después lo miró de nuevo—. Será mejor que vaya a ver lo que tiene que decir el señor McGowan sobre el registro del granero. Después tendré que pedirle permiso a mi Iglesia, para ver si autorizan sus reparaciones.

—Escucha, Rachel… Escuche, señora Mast —dijo él—. No se tome demasiado en serio lo que le diga Linc McGowan, ¿de acuerdo? Él piensa que tiene respuestas para todo.

—Mmmm… —murmuró ella—. Entonces tendré que leer sus artículos. Me vendrían bien respuestas para muchas cosas en este momento.

—Si puedo ayudarla, llám… —él sonrió y se pasó la mano por el pelo—. Iba a sugerirle que me llamara, pero será mejor que me pase por aquí mañana. Ahora voy a hablar con el hijo de Jennie al almacén de maderas, para pedirle un presupuesto por los materiales que necesitaremos para el establo, por si acaso usted me da luz verde. Ya sabe, su consentimiento.

—No tiene que traducirme las cosas. Linc ha dicho que los amish todavía hablamos el idioma de Lutero, pero yo también hablo inglés correctamente.

—Bien —respondió Mitch, mirándola a los ojos—, porque eso significa que estamos empezando a hablar el mismo idioma —añadió, y se obligó a darse la vuelta y caminar hacia su furgoneta.

—¡Al menos, con respecto a reparar graneros! —le dijo ella.

Aunque a Mitch le habría gustado darse la vuelta, se limitó a sonreír y siguió caminando.