7

 

El cielo y el infierno de los cristianos debieron de saturarse con las almas inglesas desgarradas de cuerpos atormentados por el dolor; y las doncellas siniestras de Odín debieron de agacharse por el peso de los héroes guerreros, que ascendieron al gran salón de los difuntos. Pero dos pitidos agudos de un cuerno inglés hicieron estremecer el muro de escudos de Ealdred y, como un solo hombre, dio un paso atrás y dejó a los muertos desmembrados en el centro.
—¡Cobardes! —gritó Olaf enfurecido todavía, con la barba llena de saliva y los ojos desorbitados—. ¡Cobardes, hijos déla gran puta! ¡Pelead conmigo! ¡Pelead conmigo!
Entonces el muro inglés se rajó por la mitad y dejó un pasaje por el que surgió una silueta. Era Ealdred, con el brazo con el que manejaba la espada cubierto por una venda ensangrentada pero, por lo demás, firme y con expresión adusta.
—¡Basta! —gritó sin hacer caso de Olaf y perforando con la mirada a Sigurd—. ¡Acabemos con esta locura! ¡No somos animales! —Su fornido guardaespaldas le acompañaba. El hombre parecía ávido de muerte, como si deseara vengar el daño hecho a su señor y demostrar su valía si alguien que viera la sangre de Ealdred la ponía en duda—. Sigurd, esto no es lo que se supone que tenía que pasar entre nosotros. ¿Dónde radica el honor de la muerte sin sentido?
—Tú careces de honor, inglés —espetó Sigurd. Escupió en el suelo—. No comprendes esa palabra.
Entonces a Ealdred le tembló el largo bigote, pero hizo un ligero asentimiento y le enseñó la palma a Sigurd.
—Los hombres que os atacaron en mi salón serán castigados —declaró—. Como sabes, no es tarea fácil controlar a los guerreros. —Hizo una mueca de dolor—. Tienen el corazón como antorchas encendidas, pero son cortos de entendederas. Recibirán un castigo.
Pero Sigurd, que seguía sujetando la espada resbaladiza por culpa de la sangre, apuntó con la hoja a un cadáver inglés.
—¡Ya me he encargado yo de eso, perro! —chilló, y dio la impresión de que Ealdred volvía a estremecerse.
—Se habían reunido por precaución, Sigurd —dijo—, pero mamamos el odio hacia vuestra gente de los pechos de nuestras madres. Nuestros sacerdotes alientan ese odio y se va incrementando. —Miró hacia el cielo—. Por mi parte, me planteo la incongruencia de un Dios pacífico que nos ordena matar a otros hombres, aunque sean impíos. —Entonces se acarició el bigote rubio—. Podríamos plantearnos hasta qué punto es la voluntad de Dios o la nuestra.
Pero Sigurd no tenía paciencia para las cavilaciones del conde. Alzó el maltrecho escudo y dio un paso adelante con actitud violenta. El guardaespaldas de Ealdred también avanzó, pero su señor le murmuró algo y el hombre retrocedió a regañadientes. Los ingleses esperaban en la penumbra, haciendo oídos sordos a los insultos que les lanzaban los hombres de Sigurd, con expresión ansiosa o temerosa.
—El hecho de que te creas que no era mi intención atacarte me trae sin cuidado, infiel —espetó Ealdred, dejando de lado la diplomacia mientras las sombras le afilaban el rostro enjuto—, pero, por la cuenta que te trae y por la de aquellos que te llaman señor, no seas tonto. Conozco las ambiciones vacuas de vuestros siniestros corazones. El ansia de fama consume a tu pueblo, Sigurd, os distorsiona la visión y os conduce a la locura, a la muerte y a la destrucción para protagonizar historias. —El conde desplegó una sonrisa hueca, pero sus hombres permanecieron con los labios apretados, aguardando la batalla—. No te confundas, Sigurd, aquí moriréis todos —estiró el brazo sano—, en esta tierra cristiana. Y vuestras muertes no os habrán procurado nada del renombre que ansiáis.
—¡Llevaremos nuestra fama al salón del Errante Lejano, donde nuestros padres conocerán nuestras caras y volverán a beber con nosotros! —gritó Sigurd—. ¡Hacia Valhalla! —rugió en nórdico, lo cual provocó la aclamación de sus hombres.
Pero Ealdred meneó la cabeza lentamente y ese pequeño gesto entrañó un poder enorme, quizá suficiente para que incluso Sigurd dudara de sus palabras. En esos momentos temí por Ealdred, porque me di cuenta de que poseía una mente aguda, suficientemente aguda para influir en los hombres, porque ¿cómo si no había conseguido que tantos arremetieran contra el muro de escudos de Sigurd, su skjaldborg?
—Sigurd, tus hombres son leales, se ve a la legua. Son valerosos y tienen talento para la guerra. —Hizo una mueca—. Nuestras viudas darán fe de ello. —Asintió en dirección a Olaf y Svein el Rojo—. Te seguirán a la tumba y te elogio por ellos. Pero puedes darles algo más que dos metros de suelo inglés. Escucha mi propuesta. —Entonces levantó los dos brazos—. Si mis palabras caen en saco roto, si mi ofrecimiento apesta a mierda de cerdo... —se encogió de hombros— nos matamos el uno al otro y nos reunimos con nuestros padres.
—¡Que te den! —gritó Olaf. Otros nórdicos se hicieron eco del comentario.
Pero Sigurd era jarl. Y un jarl desea algo más para sus hombres que un agujero en el barro infestado de gusanos de la tierra de su enemigo.
—Habla, inglés —ordenó Sigurd como si Ealdred fuera su esclavo, y éste, porque era astuto como un zorro y sabía que la rueda de la fortuna había girado para darle la ventaja, inclinó la cabeza obedientemente y dio otro paso hacia delante.
—Te has encontrado con una oportunidad única, Sigurd. Supongo que habrás robado muchas bagatelas pasables a los cristianos que no pudieron defenderse, pero no son nada comparado con lo que ganarás si cumples la voluntad del rey.
Sigurd señaló al conde.
—Vosotros los cristianos sois tontos —dijo—. Lo sabemos desde hace cientos de años. Construís las iglesias junto al mar y las llenáis de oro y plata. ¿Quién las vigila? ¡Los esclavos de Cristo! Hombres con falda, frágiles como una anciana. Vuestro dios os hace débiles, Ealdred. —Sigurd hizo un gesto hacia sus guerreros—. No le tememos. Cogemos lo que queremos.
Ealdred retorció la boca bajo el bigote y su guardaespaldas bajó la mano hasta la empuñadura de la espada.
—Tranquilo, Mauger —farfulló Ealdred—. No quiero que estropees la fama de Sigurd el Afortunado.
—Me gustaría que lo probara —le desafió Sigurd mirando fijamente a Mauger.
«Menuda pelea sería», pensé.
—¡Egfrith! —llamó Ealdred sin apartar la mirada de Sigurd. No hubo respuesta entre la masa de guerreros ingleses, cuyos cascos estaban iluminados por los portadores de antorchas de detrás, aunque el rostro seguía en la penumbra—. Venid, venid, Padre, no seáis tímido. Venid a cegar a Sigurd con vuestra piedad.
Los ingleses se pusieron a murmurar y de entre la oscuridad apareció un monje con un hábito oscuro arrastrando los pies. Era bajito, sobre todo entre los guerreros al servicio del conde, y su calvicie reflejó la luz de la luna cuando se separó de la multitud. Se agarraba ambas manos dentro de las largas mangas del hábito e iba descalzo. Por encima de las orejas le asomaban unos mechones de pelo y tenía la nariz larga y aguileña entre unos ojos muy juntos. El hombre parecía una comadreja. Alzó la vista hacia Sigurd con ojos entrecerrados como si le doliera abrirlos y olfateó sin disimulo.
—Por lo menos esta criatura no se oculta detrás de palabras corruptas, Ealdred —afirmó Sigurd, asintiendo hacia el monje. Envainó la espada para demostrar que no temía la magia del Cristo Blanco—. Este esclavo de Cristo lleva su temor como si fuera una capa. Mira el odio que transmiten sus ojos pequeños —espetó—. Son como el agujero que deja una meada en la nieve.
—El padre Egfrith es un hombre de Dios —explicó Ealdred— y a sus ojos eres una abominación, un infiel igual que los galeses que nos dan zarpazos en el oeste. Esos agujeros de meada te ven exclusivamente como un animal salvaje. —Sonrió—. Aunque lo curioso de Egfrith es que está convencido de tener ánimos para mostrarte lo equivocadas que están tus costumbres, ¿verdad, padre? ¿Estáis tentado de sacar el crucifijo y arrancar al diablo del corazón siniestro de Sigurd?
—La maldad es una mancha para el alma, lord Ealdred, y al alma, una vez manchada, no se le puede sacar brillo como a los tachones de un escudo —repuso el padre Egfrith con voz nasal. Entonces frunció el ceño, como si su mente estuviera tirando de un recuerdo lejano—. Bueno, a veces puede haber salvación —musitó antes de observar de nuevo a Sigurd—. Pero para esta bestia no hay redención posible.
—Venga ya, padre, ¿dónde está vuestra determinación? —preguntó Ealdred—. Hasta a un oso se le puede enseñar a bailar. Todos os hemos oído decirlo en vuestros sermones soporíferos.
—No a todos los osos —interrumpió Sigurd con una mueca—. Deberías escuchar al hombrecillo, Ealdred. Algunos osos sólo saben matar.
El padre Egfrith correteó hasta Sigurd, con expresión encolerizada en su rostro estrecho.
—Quizá no tenga las extremidades de un roble, infiel —empezó a decir. La cabeza le llegaba al pecho de Sigurd—, pero te advierto que Dios nuestro Señor me proporciona una fuerza que no eres capaz de comprender. —Miró a Sigurd de hito en hito y pensé que el nórdico iba a partirlo en dos. Pero Sigurd soltó una carcajada y me agarró del hombro para que me situara por delante del skjaldborg.
—Raven, ahora sí que estoy convencido de que eres hijo del Padre Supremo. Es imposible que seas de estas tierras. ¡No me lo creo!
Detrás de nosotros, algunos nórdicos se reían del monje que hacía frente a su jarl, pero otros mantenían una expresión adusta, en espera de que se reanudara la matanza.
El monje se inclinó hacia delante y me observó por entre la oscuridad.
—¿Tienes el ojo morado? —preguntó. Estaba pálido y tenía los dientes amarillos como los de una rata.
—Rojo, padre —respondí, tocándome el ojo—. Es un coágulo de sangre. —Sonreí al ver su cara de asco.
—¡Que los cielos nos ayuden! —exclamó Egfrith, marcando una cruz en el aire—. Espero que sepáis lo que estáis haciendo, lord Ealdred —declaró mientras se daba la vuelta y blandía un dedo al conde a modo de advertencia—. El Todopoderoso lo ve todo. Este hombre no se puede domesticar. Satanás no soporta los grilletes.
El enorme guerrero situado a la izquierda de Ealdred estaba inquieto como si le aburriera la situación.
—Venga ya, monje —gruñó—, u os martirizaré y entregaré vuestros huesos a los infieles para que los echen en el caldo.
—Paciencia, Mauger —le calmó Ealdred mientras el padre Egfrith se estremecía y cerraba los ojos como si quisiera tomar una decisión. Algunos ingleses empezaron a mofarse de los nórdicos, mientras otros coreaban «¡Fuera, fuera, fuera!». Pero Ealdred levantó una mano y los hombres se callaron.
—Hacedlo, monje —gruñó Mauger—. No tenemos toda la noche. Los hombres quieren saber si hay que matar más o no.
El padre Egfrith abrió los ojos, carraspeó y se inclinó hacia delante de forma que me di cuenta de que el aliento le olía a aguamiel.
—Hay un libro —empezó a decir con una voz que más bien parecía un susurro—, un libro muy valioso.
—¡Un libro! —exclamó Sigurd.
—¡Chitón! —Egfrith acercó un dedo a los labios de Sigurd, quien se echó hacia atrás, desconcertado. El monje se volvió en redondo—. Esto es un error, lord Ealdred. Este hombre vive fuera de la sombra de Dios. Es imposible. ¡Que el cielo y todos los santos nos protejan!
—¡Cuidado, monje! —espetó Ealdred—. Hemos llegado a un acuerdo, ¿recordáis?
—Pero yo no sabía... —empezó a decir el monje. Ealdred lo silenció con una mirada que prometía dolor.
—Ahora no podéis escabulliros, Egfrith. No si valoráis los favores de mi primo el rey —afirmó Ealdred con una sonrisa forzada—. ¿Qué tal va el nuevo dormitorio? Supongo que mi primo pronto os hará una visita para ver con sus propios ojos cómo gastan su dinero los siervos de Dios. —Se dirigió a Mauger—. Con lo importante que es mejorar nuestros monasterios, ¿verdad, Mauger? —El guerrero corpulento se limitó a gruñir—. Los monasterios son la sal que conserva a la sociedad —le dijo a Sigurd como si fuese algo tan obvio como que el océano tiene agua. Se encogió de hombros—. Por lo menos eso es lo que siempre he creído. ¿Estás de acuerdo, Mauger?
El guerrero escupió.
—Sé poco de esas cosas, señor —respondió—, pero he oído decir que esos monasterios están repletos de hombres que retozan en las camas de los demás.
Egfrith dejó caer los hombros estrechos en actitud de derrota. Asintió lentamente y se dio la vuelta para estar de cara a Sigurd.
—Ese libro es muy valioso —dijo con ojos resplandecientes en la luz de las antorchas—, más hermoso que cualquier otro libro en esta tierra siniestra. Es un objeto que tiene un poder extraño, Sigurd.
De repente vi que a Sigurd se le iluminaba la mirada.
—¿Es un libro de conjuros? —preguntó, picado por la curiosidad.
Egfrith se santiguó y Sigurd se estremeció ligeramente.
—Es un libro de oraciones, infiel. Y, como he dicho, es poderoso. —A Egfrith pareció emocionarle la reacción de Sigurd—. Es un libro de los cuatro evangelios que nuestro querido san Jerónimo copió directamente de las palabras de los santos apóstoles. —Egfrith cerró los ojos unos instantes como si estuviera saboreando sus palabras—. Nunca ha habido un objeto tan preciado en esta tierra.
—Enséñame ese libro, monje —exigió Sigurd estirando el brazo como si esperara que el padre Egfrith se lo diera.
—¡Yo no lo tengo, imbécil! —espetó Egfrith—. Por las barbas de san Pedro, ya me gustaría a mí. Pero...
—Pero sabemos quién lo tiene —interrumpió Ealdred. Dio un paso hacia nosotros acompañado de Mauger. El conde ladeó la cabeza—. Desafortunadamente, los desgraciados de los irlandeses, que no distinguirían un tesoro sagrado aunque el buen Dios grabara su nombre en él y lo empapara de fuego divino, han permitido que vaya a parar a manos de ese cerdo ignorante que es Coenwulf.
—Coenwulf es el rey de Mercia, señor —expliqué a Sigurd. Ya en aquella época, los reinos de Wessex y Mercia eran enemigos acérrimos y, aunque el último rey de Wessex, Beorhtric, se había aliado con el rey Offa de Mercia, el nuevo rey Egbert deseaba que Wessex fuera un reino independiente.
—Ahora la niebla empieza a disiparse —dijo Sigurd con una sonrisa lobuna—. Qué dulce es el poder, ¿verdad? En mi tierra natal, todo aquel que posee un drakar se cree con derecho a ser rey.
—¿Y tú, Sigurd, hijo de Harald? ¿Te crees un rey? —preguntó Ealdred. Los pómulos le proyectaban unas sombras afiladas sobre el bigote lacio—. Has traído dos drakars a nuestras costas. —Levantó una mano—. Te doy mi palabra de que están a salvo. Ordené que no los dañaran con la esperanza de que llegáramos a un acuerdo.
Sigurd hizo una mueca ante la alusión del riesgo que corrían el Serpent y el Fjord-Elk antes de menear la cabeza.
—No le toca a un hombre decidir si es rey. Los hombres que le rodean son quienes lo deciden. —Se quitó el casco y se pasó la mano por la melena—. Pero un hombre debería pensarse bien a qué aspira. En mi país, los reyes no viven mucho tiempo. Yo incluso he matado a uno.
—Debió de morir del pestazo —musitó Egfrith, olisqueando sin disimulo—. Tripas de pescado, si mi pobre nariz no me engaña. —Vi cómo la arrugaba.
—El rey Coenwulf tiene el libro. El rey Egbert quiere el libro. Ése es el meollo de la cuestión —dijo Ealdred—. Lo que no resulta tan sencillo es saber cómo va a conseguir tal objeto nuestro bueno y piadoso rey. Si fuera por Mauger, aquí presente, desfilaríamos hasta la fortaleza de Coenwulf, nos apropiaríamos del libro de evangelios cargándonos a todo aquel que se interpusiera en nuestro camino, nos daríamos un festín con el ganado del rey y regresaríamos a Wessex a tiempo para desayunar. —Lanzó una mirada a Mauger, que se limitó a encoger sus enormes hombros cubiertos con la cota de malla—. Pero la vida nunca es tan sencilla como le gustaría a un guerrero —continuó, dirigiéndose de nuevo a Sigurd—. La supuesta paz entre el reino de Coenwulf y el nuestro es tan frágil como el ala de un pájaro. Si presionas en el punto equivocado, entonces... —Alzó las manos y partió un hueso imaginario—. No queremos la guerra, Sigurd. Por lo menos no todavía. —Lanzó una mirada furtiva a Mauger, que pareció esbozar una sonrisa.
Miré a Jarl Sigurd y advertí claramente lo sorprendido que estaba bajo la gran barba rubia.
—¿Quieres que me presente en el pabellón de ese tal rey Coenwulf y le quite el libro? —preguntó.
—Eres un ladrón —afirmó Ealdred sin reparos—. Tú y tus hombres no estaríais en tierra inglesa si no ansiarais saquear. El padre Egfrith me asegura que ésa es la naturaleza de vuestro pueblo desde el momento en que asomáis la cabeza al mundo y hasta el día en que caéis en el pozo de Satanás.
—¿Por qué no envías a tu perro? —Sigurd señaló a Mauger, que estiraba los músculos del grueso cuello—. O a cualquiera de esos mocosos —añadió, señalando los rostros barbudos con expresión ansiosa que estaban a oscuras a veinte pasos por detrás del lord inglés.
Ealdred suspiró.
—Porque son cristianos, Sigurd —respondió en voz demasiado baja para que le oyeran sus hombres—, hasta Mauger lo es, por extraño que te parezca, y los cristianos saben el valor de tal libro. El valor espiritual —añadió rápidamente levantando un dedo—. Estar en posesión de un tesoro tan sagrado podría hacer que incluso un cristiano honesto cayera en la tentación de traicionar cualquier juramento previo que me hubiera hecho. Temo que se quedara con el libro de los evangelios presionado junto al corazón y se esfumara como la neblina matutina para pasar el resto de sus días como un ermitaño en alguna lengua de tierra cubierta de cagadas de gaviotas en el mar grisáceo.
El padre Egfrith asintió con solemnidad.
—Para un creyente, el libro es más valioso que la vida misma —dijo. Quedó claro que se estaba refiriendo a sí mismo.
—Como no puedo confiar en que lo haga un cristiano, tengo que buscar en otro sitio —dijo Ealdred, que miró fijamente a Sigurd como si supiera que estaba asumiendo un gran riesgo—. Tú, Sigurd, eres un infiel. El libro no significa nada para ti. No comprendes su poder. Por Cristo, apuesto a que ni siquiera sabes leer. —Sigurd se rascó la barba y Mauger gruñó como dando a entender que leer era una pérdida de tiempo reservada a los debiluchos—. Pero sé que entiendes de plata, Sigurd —continuó Ealdred—, sobre eso estás muy instruido. Te pagaremos por el libro con plata. —Los labios del conde formaron una línea fina porque preveía lo que el nórdico diría a continuación.
—¿Cuánta plata, inglés? —preguntó Sigurd.
—La suficiente para comprarte un reino y los hombres para que te coronen rey —repuso Ealdred con unos ojos como lascas de un carámbano roto.
Sigurd se rascó la barba.
—Hablaré con mis hombres —contestó mientras se quitaba el casco. Olaf, que estaba detrás de él, seguía enfurecido, sujetaba la espada con fuerza y tenía el escudo levantado—. Quizá prefieran seguir navegando en dirección norte por la costa este y encontrar más casas de piedra llenas de oro y gusanos rastreros como él —añadió, asintiendo hacia Egfrith.
Ealdred meneó la cabeza lentamente.
—No os vais a marchar de aquí en vuestros barcos, Sigurd. Mi rey me cortaría la cabeza si os dejara zarpar para matar y saquear las casas de Dios.
Sigurd desenvainó la espada, el chirrido del acero hendió la noche. Yo también desenvainé la mía y retrocedí justo cuando Mauger alzaba su espada y se colocaba entre su señor y Sigurd. Algunos ingleses pidieron sangre a gritos y, detrás de mí, los nórdicos empezaron a golpear las espadas contra el dorso de los escudos.
Sigurd contrajo el rostro preso de indecisión, y Ealdred, que no había desenvainado la espada, levantó los brazos como si estuviera sopesando dos objetos.
—Veamos, Sigurd, ¿adonde nos lleva todo esto? Luchas y pierdes los barcos y la vida, o te haces más rico de lo que jamás soñaste. He oído decir que vuestra raza se generó a partir de una zorra irlandesa pelirroja y un jabalí de colmillos afilados, lo cual explica vuestra irascibilidad y lentitud de mente. —Se colocó con osadía delante de Mauger y levantó el brazo herido para contener al guerrero—. Pero no creo que ningún hombre rechazara mi oferta.
—Venga, nórdico —dijo Mauger moviendo los labios y haciéndole una seña con la mano libre a Sigurd, que frunció los labios mientras sus hombres vociferaban que abatirían a los ingleses. El golpeteo rítmico de las espadas en los escudos ganó en intensidad y pensé que la noche acabaría siendo un baño de sangre y que moriría. El brazo me empezó a temblar otra vez a medida que me embargaba la turbación de la batalla.
Pero entonces Sigurd envainó lentamente la espada y el golpeteo y los abucheos remitieron. Se volvió y me miró de hito en hito con sus ojos fieros.
—No nos ha llegado la hora, Raven —aseveró—. Hasta que no seamos dignos de ser recordados, las doncellas siniestras de Odín no nos llevarán a Asgard.
A continuación, dio la espalda a los ingleses, para demostrar que no les temía, y alzó la mano hacia el cielo, en el que ya amanecía, para que la vieran todos sus guerreros.
—¡Vamos a llenar la panza del Serpent con plata inglesa! —bramó. El aliento se le transformó en vaho y sus hombres lanzaron vítores.
Seguidos por los ingleses, regresamos a la playa y vimos que Glum y sus hombres habían salvado los barcos de la lluvia de fuego. Permanecían colocados en formación de combate, fatigados y pálidos como el sol que se había ido separando del horizonte por el este. Los esquifes ingleses seguían cabeceando sobre las olas, sus hombres estaban fuera del alcance de Glum pero suficientemente cerca de los drakars para amenazarlos de nuevo con fuego surgido de las brasas que mantenían a bordo en recipientes de barro. Pero no se había producido una verdadera batalla, porque los ingleses tenían escasos lanceros preparados para enzarzarse con los espadachines del norte con cota de malla. De todos modos, Glum y los demás sintieron un gran alivio al ver que nos acercábamos con Sigurd y Olaf en cabeza. Los hombres de Ealdred prepararon las lanzas, flechas, hachas y espadas por si les atacábamos y entonces, a la luz del día, vimos que eran más numerosos de lo que nos había parecido de noche. No todos eran guerreros, muchos eran granjeros y artesanos que portaban las herramientas de sus respectivos oficios como armas improvisadas, pero un hombre fornido puede matar a un hombre incluso con una guadaña. Sigurd ya había perdido a hombres valiosos y no deseaba perder a ninguno más.
Aunque casi esperábamos que los ingleses nos atacaran en cualquier momento, no fue así y, por tanto, los amigos se saludaron con aspecto cansado y relataron lo que les había sucedido. El sol se elevó todavía más y nos calentó el cuerpo rígido. Ealdred nos dio tiempo y espacio para ocuparnos de nuestros muertos. Aparte de Eric el Canoso, tres hombres más habían resultado muertos en la pelea que había tenido lugar fuera del salón, por lo que quienes nunca volverían a ocupar su lugar a los remos del Serpent sumaban un total de once: Sigtrygg, Njal, Oleg, Eyjolf, Gunnlaug, Northri, Thorkel, Thobergur, Eysteinn, Ivar el Alto con la buena vista, y Eric, hijo de Olaf. Los envolvimos en sus capas y los condujimos por un camino de cabras hasta un afloramiento con vistas a una cala resguardada. Amarramos una roca a cada cadáver para bajarlo hasta el lecho marino, dado que no había tiempo de quemar los cuerpos, y Sigurd prefería que se pudrieran en agua de mar que en tierra cristiana.
—Njörd, el señor del mar, se los llevará —dijo— a sentarse en Valhalla con sus antepasados.
Entonces los paganos guardaron silencio, despojados de las risas que solían seguirles como gaviotas tras un esquife de pesca. He experimentado el desgarro interior que produce la muerte de un amigo. Observé a los nórdicos transportando los cadáveres de hombres a quienes conocían desde su niñez, con los que habían jugado en los mismos árboles y escuchado en la puerta del salón de actos las historias sobre batallas y monstruos marinos y muchachas de tierras extrañas en boca de sus padres borrachos. Vi a Olaf llevar a su hijo muerto en brazos igual que habría hecho cuando Eric era un bebé. Antes de que lo envolviera con la capa, el rostro del joven noruego tenía un aspecto tranquilo, blanco como su pelo. Tras la poblada barba, su padre presentaba un aspecto demacrado. Y lloroso.
Al acabar, Sigurd se echó al hombro el enorme escudo y agarró la lanza de fresno. Los hombres lo interpretaron como que debían prepararse y enseguida estuvieron listos para ir en busca del libro de evangelios de san Jerónimo. Glum había sugerido que navegáramos costa este arriba y nos dirigiéramos hacia el interior a lo largo del río Támesis hasta llegar a Mercia, pero Ealdred y sus hombres se habían mofado de la idea.
—Cumpliré nuestro acuerdo, Ealdred, tienes mi palabra por la espada de mi padre —dijo Sigurd, ofendido por la burla.
—Tu palabra me importa un comino, pagano —espetó Ealdred—, pero sé lo que tus drakars significan para ti. Si no vas hasta la tierra de Coenwulf, la marea se los llevará convertidos en ceniza.
Sigurd hizo una mueca, la barba tupida le temblaba, y noté cómo la ira se apoderaba de él como el calor de un hogar. Durante unos instantes esperé que matara a Ealdred. Se volvió hacia sus hombres, miró fijamente a Svein el Rojo, al Negro Floki y a Olaf, que estaba impertérrito, antes de asentir.
—Los jarls deben ser generosos —declaró, dirigiéndose a su Hermandad— y ningún jarl ha navegado jamás con hombres mejores. Es justo que vuestros arcones de viaje estén repletos de plata real, y las reservas de un rey son tan buenas como cualquier otra. —Entonces se dirigió a Ealdred, que tenía la mano izquierda apoyada en la empuñadura lobulada de su espada—. ¿Un libro a cambio de aprovisionarnos de tesoros? —Se echó a reír meneando la cabeza dorada—. Nunca comprenderé a los ingleses.
Y así, aunque en realidad no tuviéramos muchas más opciones, Jarl Sigurd dio a entender que jugábamos con ventaja y que teníamos mucho más que ganar que los ingleses. En el rostro del nórdico no había atisbo de vergüenza cuando explicó el plan a sus hombres y les llenó la cabeza de imágenes de plata. Entonces nos preparamos para marchar hacia el norte a pie en dirección al reino de Mercia y el libro de evangelios que nos haría ricos.
Un grupo de guerreros ingleses treparon a los drakars, antorchas encendidas en mano, y Knut les llamó de todo por llevar fuego a las cuadernas desecadas calafateadas con cuerdas embreadas. El Serpent ya tenía marcas de quemaduras. Pero poco podían hacer entonces los nórdicos salvo despreciar a quienes amenazaban al Serpent y el Fjord-Elk, y volvimos a ponernos de mal humor cuando nos disponíamos a marcharnos. El grueso principal de la fuerza del conde Ealdred se había retirado por la ladera de la colina empinada hasta el terreno elevado para reducir el riesgo de que se produjese una pelea, puesto que todavía nos temían y su muro de lanzas parecía una empalizada, los tachones de los escudos y los extremos de las lanzas resplandecían bajo la luz de la tarde. Les estaba observando cuando oí que el Negro Floki maldecía.
—¡Por las tetas de Frigg! ¿Qué coño está haciendo el esclavo de Cristo? —preguntó, asintiendo hacia el padre Egfrith.
El monje se estaba escupiendo en la mano abocinada y mojaba un cuchillo en ella.
—Me parece que se está afeitando la cara —dijo Olaf, que observaba anonadado.
Floki se tocó la barba y luego la empuñadura de la espada para conjurar la buena suerte.
—¿Y por qué a un hombre le da por llevar faldas de mujer? —preguntó, contrayendo el rostro bajo la barba negra—. Somos espadachines del norte, ¡Tío! ¿Y vamos a viajar con eso?
—Si va a hacernos ricos, por mí como si lleva un pañuelo de seda en la cabeza y tiene un par de tetas —replicó Olaf, dando una palmada a Floki en el hombro—. ¿Has visto alguna vez un libro cristiano? —Floki negó con la cabeza, desconcertado—. Pues él sí —reconoció Olaf señalando a Egfrith—, y por eso Ealdred le envía para que nos acompañe.
Bjorn golpeó la tierra con el extremo de la lanza.
—Tío, ¿por qué no volvemos sobre nuestros pasos esta noche cuando oscurezca? Podríamos cargarnos a estos cabrones y proseguir nuestro camino.
Olaf negó con la cabeza.
—Menos mal que no eres nuestro jarl, Bjorn.
Bjorn se encogió de hombros y miró al Negro Floki, que hizo una mueca.
—Tendrán hombres y putas antorchas en los cascos hasta mucho después de que nos hayamos marchado, Bjorn —dijo descontento—. Prefiero luchar contra cada inglés que me encuentre entre aquí y el mar del norte antes que ver el Serpent y el Fjord-Elk reducidos a cenizas.
—Tiene razón, chico —reconoció Olaf con voz queda, y Bjorn asintió, más apaciguado.
Olaf se dio la vuelta y continuó dando órdenes a gritos a los nórdicos. El y Glum se habían encargado de que los drakars quedaran bien amarrados, y las pequeñas bodegas, estancas, y ahora estaba distribuyendo las provisiones de comida y agua para el viaje. Olaf resultaba una presencia imperiosa mientras comprobaba que los hombres llevaban las piedras de afilar y los pertrechos de guerra, aparte de asegurarse de que su aspecto se parecía más al de los dioses de la guerra que al de los hombres mortales, con la cota de malla reluciente y las cuchillas afiladas al máximo.
—Ha enterrado su tristeza en lo más hondo —dijo Svein el Rojo asintiendo hacia Olaf, que ahora reñía a Kon por no haberse quitado la sangre coagulada de la barba con un peine. Svein colocó un saco de piezas de carne curada sobre el lomo de un poni robusto, uno de los tres que Ealdred les había proporcionado—. La entierra igual que el tejo cava sus raíces en la profundidad de la tierra.
—Cualquiera diría que Floki es quien ha perdido un hijo —comenté mientras colgaba al cuello del poni dos docenas de bacalaos secos, atados por las branquias. El nórdico moreno seguía farfullando para sus adentros mientras se preparaba la brynja, las correas y el enorme escudo circular—. Es más desgraciado que un monje que ayuna en una fiesta de guardar. —El corte que tenía en la canilla hacía que el dolor me irradiara por toda la pierna. Pronto necesitaría vendarlo con tela limpia.
Svein se echó a reír.
—¡Ah, hay más posibilidades de que estos peces salten al mar y vuelvan nadando al fiordo de Hardanger que de sacarle una sonrisa a Floki! —exclamó, frotándose las lumbares y encogiéndose—. ¡Por las pelotas de Thor, hay que ver lo rígido que estoy! Creo que esta caminata nos irá bien.
—Olvídate de caminar, Svein —dijo Bjarni. Dio un golpe a la empuñadura de la espada que llevaba a la cadera—, tendremos que bailar cuando el resto de Wessex se entere de que somos nórdicos. ¿Hasta dónde te crees que vamos a llegar? ¿Crees que alcanzaremos siquiera a oler Mercia?
Me pareció que Bjarni tenía razón. Nunca podríamos hacernos pasar por hombres de Wessex o de Mercia. A lo máximo que podíamos aspirar era a que no se reuniera ningún fyrd3 inglés con el poderío suficiente para enfrentarse a nosotros. Me di cuenta de que Olaf también lo sabía, motivo por el que quería que presentáramos un aspecto tan aguerrido. Albergaba la esperanza de que todo aquel que nos viera se quedara paralizado por el miedo o echara a correr.
Cogimos todas las armas de los drakars, de forma que cada hombre llevaba un hacha larga o corta, normalmente atada a la espalda, una lanza, un cuchillo largo y una espada. Varios llevaban arcos, y todos iban tocados con cascos de acero, gambesones de cuero bajo las brynjas de cota de malla, grandes escudos circulares y botas de cuero robustas. El escudo de Bjarni portaba la representación de un dragón verde rugiendo que se retorcía sobre un fondo rojo, y él no era el único que llevaba una bestia fiera pintada. Sigurd dijo que lo había hecho bien durante la pelea e incluso me dio un golpe cariñoso en la espalda al relatar cómo había hecho sonar el cuerno de guerra para hacer pensar a Ealdred que Glum y los demás iban a sembrar muertes a diestro y siniestro. Como recompensa, me dijo que podía quedarme con las armas de Njal. También me dijo que había demostrado ser digno de la espada que me había entregado en la playa. Ningún otro hombre puso en entredicho tal regalo y, por tanto, palpé el asa forrada de cuero y la suave empuñadura de hierro de la espada casi sin creerme que había pasado a ser el propietario de tales objetos.
—No es una espada bonita como otras, pero la calidad de la hoja y el brazo que la maneja es lo que importa —declaró Sigurd. Veía el orgullo que me proporcionaban las armas y asintió, satisfecho con mi aspecto—. Las espadas son como las mujeres, Raven. Si cuidas de ellas, ellas te cuidan a ti. Al cabo de un tiempo, ya no te acuerdas de qué aspecto tienen, pero su valor permanece.
—Gracias, señor —respondí en tono sombrío.
Sigurd asintió. Enseguida se situó entre sus hombres para infundirles ánimos y alabar su valentía. Contemplé la manada de lobos de Sigurd y me estremecí. Estábamos sin nuestros barcos y en terreno enemigo, pero presentábamos un aspecto suficientemente espantoso como para helarle la sangre a cualquiera. Éramos más de cuarenta hombres armados y con cota de malla. Éramos la viva imagen de la muerte.
El padre Egfrith iba arrastrando los pies, frotándose la calva y haciendo una mueca de dolor.
—En esta misión me dejaréis hablar a mí —dijo con ojos parpadeantes y mirándome el ojo rojo al hablar—, puesto que mi inspiración en esta tarea proviene de una autoridad mayor incluso que nuestro rey. —Svein el Rojo eructó sonoramente y bajó la mirada hacia el monje con cierta expresión divertida, pero Egfrith señaló con un dedo al gigante y pensé que, una de dos, o era más valiente de lo que parecía o era un imbécil redomado—. Y si tenéis algún sentido del honor —advirtió—, mantendréis la promesa que le hicisteis al conde Ealdred. Ningún hombre, mujer o niño de Wessex debe sufrir ningún daño. —Svein fingió terror, se persignó en actitud burlona y se marchó riendo.
—¿Veis a ese hombre, padre? —pregunté señalando a Asgot, que estaba sentado aparte de los demás, lanzando las piedras de las runas—. Le he visto arrancándole los pulmones a un inglés que derrotaron en una batalla. El hombre todavía estaba vivo cuando le colocaron los pulmones en la espalda.
Me parece que Egfrith no me creyó.
—¿Qué tipo de bestia cometería tal atrocidad? —preguntó, olfateando—. ¿Por qué lo hicieron?
Me encogí de hombros.
—Lo hicieron porque respetaban la valentía del hombre. Y deseaban honrar a Odín. —Sonreí. Egfrith se había santiguado en dirección a Asgot—. Yo en vuestro lugar, padre —dije—, estaría más preocupado de que Ealdred cumpla su palabra y le devuelva los barcos a Sigurd cuando regresemos. Si no lo hace, Wessex sabrá lo que es el terror.
Dio la impresión de que Egfrith se lo planteaba durante unos instantes.
—Nada de pillajes —dijo parpadeando con ojos estrábicos— y, Dios no lo quiera, nada de violaciones.
—Nadie osaría, padre. No estando vos por aquí —dije.
Egfrith frunció el ceño porque sabía que le estaba tomando el pelo. Ulf pasó de largo y le ladró al monje en la oreja. Saltó como un pez en el anzuelo. Ulf se echó a reír, y el monje se sonrojó de ira.
—¡Déjalo en paz, nórdico! —gritó alguien. Cuando me di la vuelta, vi a Mauger al pie del sendero que bajaba desde el despeñadero.
—¡Mauger! ¡Has vuelto! —exclamó Egfrith tendiéndole los brazos y lanzándome una mirada triunfante—. Por Dios, Mauger, comparado con estos bestias, tienes los modales del mismísimo san Cuthberto —dijo.
—Venga, padre —dijo el guerrero grandullón. Sujetó a Egfrith por un hombro huesudo—. No me digas que estos tíos ya están haciendo que te mees en los faldones.
—¡Por supuesto que no! —replicó Egfrith, hinchando el pecho como un petirrojo—. Es que me ha sorprendido verte, eso es todo. Es raro que Ealdred te deje suelto. Pensé que me había dejado solo con los paganos, un cordero entre los lobos —dijo. Miró ansioso el bullicio que le rodeaba—. Y además hay que pensar en los galeses.
—Los galeses no se acercarán a esta panda, padre —repuso Mauger con un gruñido.
—Pido a Dios que tengas razón, Mauger —reconoció Egfrith. Entonces se puso un poco más erguido—. Por supuesto, está la rectitud divina de nuestra búsqueda para alentarme el espíritu, para darme fuerza de voluntad, por así decirlo, pero aparte de todo esto consideraré este asunto como una penitencia, porque ni siquiera alguien como yo está libre de pecado. A veces hay que limpiar el alma. —Hizo una mueca de dolor por lo fuerte que lo agarraba Mauger—. Dicho esto, me alegro de que haya otro cristiano entre nosotros. —Pareció querer encontrarse con la mirada de Mauger, como si esperara que el hombretón confirmara su devoción a la fe.
—No soy ningún cordero, padre —reconoció Mauger mientras retorcía un grueso aro de plata que llevaba en el brazo de forma que la parte más ornamentada quedara a la vista. Los dos brazos enormes, atravesados por cicatrices blancas entre los tatuajes, se le abombaban por la presión de los doce aros de guerrero que llevaba. Quedaba claro que se enorgullecía de ellos.
—¿Vienes con nosotros? —preguntó Egfrith con cierto temor repentino. Mauger asintió—. ¿Alguna vez te has planteado hacer penitencia, Mauger? Un hombre como tú, pues... debes de estar sofocado por tu pecado.
Mauger se encogió de hombros.
—Lord Ealdred se ha vuelto blando —farfulló—, y yo voy con vosotros, pero puedes guardarte la penitencia. Estoy aquí para impedir que hagas que la ira de Dios caiga sobre la cabeza de los paganos antes de que hayan cumplido con su misión.
—Por supuesto —dijo el monje asintiendo con fuerza—. Menos mal, Mauger, menos mal. La justicia del Señor posee la fuerza arrasadora de un vendaval y aquel que goce del poder de invocarla debe poseer sabiduría en igual medida.
—Y un cojón —espetó Mauger con una sonrisa que dejó al descubierto la dentadura ennegrecida. Sujetó a Egfrith por el hombro y me miró—. Tú y yo sabemos que estoy aquí para limpiarte el culo y asegurarme de que estos demonios no te cortan el pescuezo a las tantas de la noche. —Egfrith empalideció al escuchar tal posibilidad—. No te preocupes, monje —dijo guiñándome un ojo mientras yo sujetaba un odre en el que Svein el Rojo vertía agua desde un barril—. No permitiré que los bárbaros te pongan una sucia mano en el culo blanco como la cuajada que tienes.
Egfrith se volvió y dedicó una sonrisa de superioridad a Svein el Rojo. Mauger parecía un guerrero extraordinario y estaba claro que Egfrith confiaba en la potencia del hombre. Pero Svein iba con cuidado para no derramar el líquido y no alzó la mirada de lo que tenía entre manos.
El sol todavía tenía que ascender a su trono cuando echamos nuestro último vistazo al Serpent y al Fjord-Elk, posados majestuosamente sobre el mar en calma. Había bajamar y las cuerdas de amarre estaban tan tensas que en una de ellas había una gaviota blanca acicalándose. A medida que las pequeñas olas lamían la orilla, tuve la impresión de que esos barcos, aquellos dragones orgullosos y elegantes, ansiaban liberarse; como si ansiaran estar en mar abierto lejos de aquella costa extranjera y sus hombres, que amenazaban con incendiar sus cuadernas.
—Mi padre se mearía en la pira si me viera dándoles la espalda —se quejó Kon, y se colgó el escudo circular a la espalda mientras ascendíamos por la ladera rocosa que nos alejaba de la playa.
—No lo dudes, Kon —intervino Olaf—, pero ¿quién ha oído hablar de tu padre alguna vez, eh, chaval? Su nombre nunca ha llegado a mis oídos. A los hombres no se les recuerda por haber seguido el camino más seguro. Así sólo envejecen. —Olaf gruñó mientras trepaba por el sendero empinado, agarrándose a matas de hierba áspera. Yo trepaba delante de Ealhstan y le ayudaba cuando podía—. Tienes que impulsarte, Kon —continuó Olaf—. Sigurd te hará un hombre.
—O un cadáver —añadió Bjorn con una sonrisa maliciosa.
Ahora éramos cuarenta y siete, incluyendo a Egfrith y a Mauger, y atajamos como lobos tras el rastro de una presa. Las cotas de malla tintineaban, los escudos golpeaban contra los bastones de las hachas y las botas pisoteaban. Y el pobre viejo Ealhstan tenía que seguir el ritmo. Los ingleses que bordeaban la cresta retrocedieron unos cien pasos para permitirnos pasar sin correr el riesgo de que nos lanzaran un insulto que acabara provocando una pelea. Pero les veía sujetar las armas y escudos con la misma fuerza con la que sus rostros contenían el odio que sentían hacia nosotros cuando nos desviamos hacia el norte en dirección a un valle boscoso situado al oeste del asentamiento más cercano. Mauger le había asegurado a Sigurd que los árboles nos ocultarían y que, con un poco de suerte, nadie del pueblo sabría que pasábamos por allí. Dijo que lord Ealdred no toleraría la muerte de algún idiota envalentonado cuya familia preguntaría entonces por qué su conde había permitido que unos paganos forasteros recorrieran la región a sus anchas.
—No eran tantos —dijo Svein. Escupió hacia los ingleses que estaban a lo lejos—. Teníamos que haber humedecido las espadas.
—Anoche había más, pareces un buey descerebrado —replicó el Negro Floki con la lanza entre las manos. No era un hombre fornido como muchos otros, pero estaba bien musculoso y fibroso y se movía con una seguridad que le hacía parecer incluso más letal—. Ealdred y los hombres de su entorno salieron disparados hacia el este al amanecer —añadió—. Parece ser que algunos ingleses se mearon en los calzones al ver un drakar junto a la costa en un lugar llamado Selsey. Daneses, supongo. —Señaló a Olaf, que iba caminando por delante con Mauger y el padre Egfrith—. El viejo Tío ha oído que Mauger se lo contaba al monje.
—Me he dado cuenta de que tú y Tío os acurrucabais contra los cristianos, Floki —contraatacó Svein con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Echas de menos a tu mujer, pequeño?
—Ese cabrón calvo y amante de Cristo es más guapo que tú, saco de mierda pelirrojo —gruñó Floki—. Además, alguien debería vigilarles. Antes me fiaría de un danés. Los cristianos no tienen honor.
—Los ingleses creen que vosotros sois daneses —dije—. Creen que todos los paganos son daneses. —Y era cierto, porque habíamos oído hablar de daneses que saqueaban la costa este pero nunca de hombres del norte.
—Cabrones ingleses —espetó Floki.
Los demás hombres también tenían la cara larga, puesto que sabían que Floki hacía bien en mostrarse precavido y temían no volver a ver sus drakars.
Sigurd fue el único nórdico al que no vi volviéndose una última vez hacia el romper de las olas, amortiguado ahora por el despeñadero cubierto de hierba. Con la espalda muy recta y la cabeza bien alta, marcaba el paso como si el futuro le tentara con promesas de gloria. Le seguimos, revitalizados por la determinación de nuestro jarl y nuestras buenas armas, que traqueteaban rítmicamente. Njal había tenido la misma estatura que yo, pero yo tenía que llevar un jubón de pieles debajo de su brynja hasta la rodilla para llenarla igual que los músculos abultados de Njal. Tenía calor. Los primeros insectos del verano zumbaban como locos, pasaban a tal velocidad que era imposible captarlos con el ojo humano y el sol empezaba a dar pistas del calor que pronto se apoderaría de una tierra que se había despojado de las ligaduras del invierno. Yo sudaba como un buey en el yugo.
Ahora que Egfrith caminaba al lado de Mauger, que llevaba los brazos desnudos cubiertos de tatuajes oscuros de rostros que rugían y los aros de guerrero de plata que titilaban bajo la luz del sol, parecía un poco más alto. El monje incluso empezó a cantar un salmo con una voz sorprendentemente fuerte, pero el Negro Floki sacó el cuchillo largo y le amenazó gesticulando con cortarle la lengua y comérsela. Cuando Egfrith agarró a Mauger para que le ofreciera protección, el guerrero inglés se lo quitó de encima y le advirtió que él mismo le cortaría la lengua insultante si no se callaba.
—Cantas como una zorra apaleada, padre —dijo, y Egfrith, que pareció profundamente ofendido por el insulto, caminó a partir de entonces enfurruñado y en silencio, lo cual todos agradecimos.

 

 

 

No resultó fácil dejar atrás la ancha y vigorizante libertad que otorga el mar y todas sus promesas. Para aquellos nórdicos, el mar era un camino perpetuo hacia el lugar que les apeteciera. No tenía límites ni restricciones; interminable. Pero ahora estaba detrás de nosotros, presente sólo en nuestros recuerdos a medida que avanzábamos tierra adentro. No obstante, noté que me embargaba una curiosa sensación de paz cuando estábamos entre los árboles de la periferia del bosque. La sensación se intensificó a medida que nos internábamos en él. Roble y olmo, haya, carpe, espino y fresno negaban la luz a la tierra musgosa y con olor a húmedo, y las ramas retorcidas de los árboles ancianos se unían por encima de nosotros como si estuvieran intercambiando noticias del mundo que había más allá. Las imágenes, los olores y el áspero parloteo de los pinzones me remontaron a los días que había pasado solo en un bosque como aquél, cortando madera para el viejo Ealhstan hasta notar un dolor cálido en la espalda y tener las manos en carne viva. Mientras andaba, mi mente rebuscó en los únicos recuerdos que tenía, cual raíces ávidas de agua, y aunque me producía cierto bienestar aparecer en ellos, lo que recordaba era que estaba solo, por lo que ese bienestar también me producía dolor. Porque el pasado estaba muerto para mí ahora que conocía la emoción del mar, el fragor de la batalla y el compañerismo de los guerreros.
—Aquí hay espíritus, Raven —afirmó Bjarni entornando los ojos hacia la cúpula frondosa—. ¿Los notas? —Entramos en un claro por el que se filtraba el sol, que moteó a los hombres con franjas de luz dorada.
—Sí, los noto, Bjarni —respondí—. Todos los notamos.
—Estos espíritus nos están observando, hermano —dijo Bjorn, pasando la mano por el musgo oscuro que ascendía sigilosamente por el tocón de un árbol anciano—. Pero permanecen ocultos. En el bosque están a salvo. A salvo de los cristianos que los desterrarían a algún lugar oscuro, espantoso y hediondo. —Hizo un gesto hacia el padre Egfrith, más adelantado—. No te dejes engañar por su cuerpo enclenque. —Hizo una mueca—. Los de su calaña son capaces de matar espíritus.
—Por una vez los jóvenes hablan con sabiduría —intervino el viejo Asgot con palabras cortantes y crispadas, las primeras que pronunciaba desde hacía horas—. Esta tierra está plagada de enfermedades. Los seguidores de Cristo han dado la espalda a las viejas costumbres y los espíritus les odian por ello. —Hizo un gesto con el brazo—. Debemos ir con cuidado —advirtió—. Las sombras de este lugar no deben confundirnos con los cristianos.
—¿Cómo les decimos quiénes somos, viejo? —preguntó Bjorn—. ¿Cantamos una canción antigua?
—No es suficiente, Bjorn —masculló Asgot—. No es suficiente.
—Un sacrificio —dijo el Negro Floki con rotundidad, y frunció el labio superior con ira—. Deberíamos sacrificar al monje. —Volví a mirar al viejo Asgot, que ahora sonreía como un niño.
—No hace falta desafilar la espada, Floki —dije. Esperé no traicionar con la mirada el temor que me retorcía las entrañas al recordar la matanza de Griffin—. Los espíritus no están ciegos, son antiguos y sabios.
—¿Tú qué sabes de sombras, chaval? —preguntó Asgot. El hombre me odiaba.
—Sé que hay más posibilidades de que confundan a Floki con un corderito manso que con un cristiano —declaré.
A Floki le hizo gracia, y los demás mostraron que estaban de acuerdo con un gruñido. Esperé que la brisa con olor a musgo se llevara sus ideas de ofrenda sangrienta.
Al internarnos en el bosque nos encontramos con huellas de animales, el terreno embarrado alisado por tejones, zorros, comadrejas y liebres, aunque nunca llegamos a verlos. Esperé que un nórdico abatiera un ciervo con el arco, pero era una esperanza vana, dado que éramos cuarenta y siete hombres y nuestro paso por aquella quietud antigua debía de asemejarse a un trueno. Los únicos animales que vimos fueron pájaros e insectos, aunque siempre existía la posibilidad de que un jabalí nos embistiera desde la maleza y dejara reducidos a astillas los huesos de la pierna de alguno. Sé de buena tinta que esas bestias se toman tan en serio lo de buscar comida que, si se asustan, son capaces de huir de un cazador y acabar empalándose en la lanza de otro hombre.
Seguíamos en el corazón del bosque cuando el ambiente refrescó y la creciente oscuridad hizo que fuera peligroso continuar. El viejo Ealhstan estaba pálido, cansado y respiraba con dificultad. Le vi frotándose la cadera, que solía dolerle, y por eso le di una rama de fresno recta para apoyarse. Pero Sigurd no quería arriesgarse a que uno de sus hombres se torciera un tobillo con una raíz que estuviera desenterrada o se golpeara la cabeza con una rama baja, y anunció que pasaríamos la noche en la orilla musgosa de un arroyo casi seco. No era todavía la época de las moscas mordedoras que forman nubes marrones en tales lugares y, por tanto, era un buen sitio para descansar. Pero no fuimos los únicos en pensarlo. Quedaba claro que los animales venían a beber al arroyo y los ciervos mordisqueaban la corteza de los troncos cercanos, de manera que brillaban suavemente en la penumbra. Un enorme fresno caído yacía como un gigante dormido, rodeado de árboles más jóvenes y esbeltos que intentaban alcanzar la luz dejada por el árbol muerto. Arrancado de la tierra, las enormes bolas de raíces quedaban suspendidas a unos seis metros y parecían el pelo lanudo de un gigante. El tronco nos cobijaría, mientras que una roca enorme situada a unos diez pasos nos ofrecería el resguardo suficiente para encender una hoguera y hacer que el calor rebotara hacia nosotros mientras dormíamos.
El fuego crepitaba e iba soltando estallidos airados cuando Asgot empezó a cortar una tira de corteza ancha como su brazo del fresno caído. Observé al godi desde una distancia prudente. Ealhstan me vio mirando y me dio un bofetón en la cara para romper la magia del momento.
—Es que tengo curiosidad, Ealhstan —dije, frotándome la mejilla. Pero el viejo carpintero se santiguó y señaló la espada nórdica que estaba a mi lado. Meneó la cabeza; las puntas de su pelo ralo flotaron en la brisa—. Un hombre debe saber usar una espada —añadí—, así protege aquello que quiere. —Recordé a la gordita y sonrojada Alwunn de Abbotsend y me pregunté si la había querido. Me pareció que no. Entonces volví a mirar a Asgot, pero Ealhstan me tiró del hombro y me señaló la cara. A continuación alzó la mirada hacia las ramas frondosas que teníamos encima y fingió escupir. Sabía que lo que quería decir era que adoptar las costumbres de los nórdicos era como escupirle a Cristo a la cara—. No quiero dedicarme a hacer tazas, viejo —le contesté tajantemente, medio arrepintiéndome de las palabras aunque fueran ciertas.
Ealhstan me señaló las manos e hizo una mueca desdeñosa como si quisiera decir que, de todos modos, no tenía la maña necesaria para ser carpintero. Entonces me dio la espalda y se tumbó. Descansamos en silencio hasta que la quietud se tornó excesivamente pesada y dejé la calidez en aumento del fuego para ver qué estaba haciendo Asgot.
—¿Qué vas a hacer con eso, Asgot? —pregunté. Se sostuvo la gruesa tira de corteza frente a la cara, la olió y frotó un dedo por la superficie—. ¿Asgot? —repetí. No me gustaba estar tan cerca del godi, pero me sentía ansioso por saber qué tipo de magia pagana estaba practicando.
No apartó la vista de la tira de corteza.
—Este árbol ha vivido miles de años, muchacho. Tal vez desde el principio de los tiempos, y todavía no ha muerto. En cualquier caso, no del todo. Igual que necesita muchas vidas de hombre para crecer, necesita otras tantas para morir. —Alzó la corteza como si fuera tan valiosa como un lingote de plata—. Este árbol ha visto muchas cosas. Tiene secretos, Raven —hizo hincapié en el nombre con tono despreciativo—, y se los susurrará a quien esté dispuesto a escucharlos.
Se dio la vuelta, y entonces le agarré del hombro y dio un respingo al notar el contacto.
—¿Me enseñarás, Asgot? —pregunté, embelesado. Había oído hablar del saber popular de las runas, pero ¿quién lo ha visto con sus propios ojos? Asgot entrecerró los ojos grises con expresión suspicaz y arrugó las facciones como si yo apestara. Acto seguido, miró a Sigurd, que se reía a mandíbula batiente porque una chispa había saltado de las llamas y le había chamuscado la barba al Negro Floki.
—A Sigurd le caes bien, Raven —musitó—, y aunque tiene defectos, pues es arrogante y temerario, tiene visión de futuro. Eso no lo niego. Y respeta a los dioses. —Frunció el ceño—. Casi siempre. —Entonces le relampaguearon los ojos y la boca del godi se contrajo en el interior de la barba gris—. Sí, te enseñaré —afirmó—. Dentro de poco.

 

 

 

Viajamos hacia el norte día tras día y apenas nos cruzamos con un alma viviente a medida que nos internábamos en Wessex. Cierto desasosiego se estaba apoderando de la hermandad y acabé comprendiendo por qué. Los nórdicos se estaban aventurando cada vez más en un terreno que les resultaba desconocido. Era una tierra de devotos de Cristo, de hombres que les despreciaban. Y encima ya no olían el mar.
—Estar tan lejos de nuestros barcos es un mal presagio —dijo Einar el Feo. Era un hombre con la nariz chata y un labio destrozado, y siempre que me miraba sabía que me veía muerto bajo su espada de puño ancho.
—Y todavía vamos más lejos —se quejó Glum, alzando la vista hacia la cúpula de árboles frondosos y el cielo azul que se extendía por encima—. De esto no puede salir nada bueno, Einar. Sólo a un imbécil se le ocurre tentar a las nornas. Juro que oigo cómo tejen con los dedos un motivo sangriento y oscuro para nosotros.
Sabía que por lo menos había dos o tres hombres del Fjord-Elk que estaban de acuerdo con su capitán. Einar el Feo soltó un sonoro eructo.
—Raven y el viejo sin lengua nos han traído mala suerte —declaró, señalándome por encima del hombro.
—¿De qué tienes miedo, Einar? —le desafió Bjarni—. Mira a tu alrededor, hombre. Esta tierra es buena y abundante. Algún día mandaremos aquí a nuestros hijos, ¿verdad, Bjorn? —Dio una palmada a su hermano en el hombro—. Ararán la tierra y engordarán a base de cerdo y aguamiel.
—Hermano, les quitarán los pastos a los ingleses y vivirán como reyes —repuso Bjorn. Dio una patada a la sombrilla de una seta blanca de tallo largo—, y eso porque aceptamos plata inglesa y empapamos la tierra con sangre inglesa.
—Sois demasiado bobos como para daros cuenta de cuándo se os ha acabado la suerte —replicó Einar entristecido, volcando una taza imaginaria—. Los hombres siempre lucharán por tierras como ésta, aunque se la arrebatéis. Los ingleses debieron de ganarla una vez. Los campesinos no son dueños de suelo fértil durante demasiado tiempo, a no ser que sean tan diestros con la espada como con el arado. Recuérdalo, Bjorn. Las espadas de tus hijos nunca estarán secas.
—Eres como una mujer fea y quejica, Einar —sentenció Bjarni.
Einar hizo una mueca y el labio raro se le puso de color blanco bajo la nariz chata.
—Di lo que quieras, pero tú serás el próximo en yacer rígido y desangrado como los demás. Como el joven Eric con el culo lleno de flechas. —Lanzó una mirada rápida a Olaf y pareció animarle el hecho de que no le hubiera oído—. ¡Por las pelotas de Thor, Bjarni —soltó—, el inglés canijo te clavó una flecha y le dejaste vivir! —Me encogí de hombros en un gesto incómodo hacia Bjarni, que enarcó las cejas como si se hubiera sorprendido a sí mismo por no matarme—. Y con respecto a ese viejo cabrón de boca seca —continuó Einar, señalando a Ealhstan—, nos sigue como un perro perdido que mendiga sobras.
—El chico es más nórdico que tú, Einar —declaró Bjarni. Me guiñó un ojo con expresión traviesa.
Entonces el rostro de Einar se encendió de ira.
—Einar es un hijo de puta bien feo —añadió Glum—, pero tiene razón. Deberíamos hacer lo que se nos da bien y dejar la compasión para los seguidores del Cristo Blanco. ¿Sabéis que les dicen que tienen que amar a sus enemigos? —Sujetó con fuerza el pomo de la espada y creo que temía incluso esas palabras—. La compasión es lo mismo que la debilidad.
—Asintió—. Y Odín, el Padre Supremo, desprecia la debilidad.
—También desprecia a los cobardes —gruñó Svein el Rojo— y a los hombres que no honran a su jarl.
La insinuación estaba clara y Einar y Glum tuvieron la sensatez suficiente de morderse la lengua, puesto que Svein estaba más dispuesto a enfrentarse a diez guerreros con las manos que a traicionar su voto de lealtad. Y su voto, al igual que los demás hombres de la Hermandad, pertenecía a Sigurd.
Aquella noche, tras acampar, cogí la pequeña navaja que Ealhstan me había encontrado alrededor del cuello y la giré en mis manos, como solía hacer, con la esperanza de que el hecho de tocarla encendiera alguna chispa en mi cabeza que me hiciera recuperar la memoria. Pero las dos serpientes entrelazadas talladas en el mango de hueso blanco guardaban silencio, sus secretos ocultos como las provisiones de un dragón.
—Se supone que los hombres no piensan tanto, Raven —dijo Bjorn. Me hizo una seña para que me levantara con una lanza de fresno en cada mano. Apenas me había puesto en pie cuando me arrojó una de las lanzas y me dedicó una gran sonrisa radiante—. Aprovechemos el tiempo de un modo mejor.
Y así fue como aquella noche empezó mi aprendizaje. Bjarni y Bjorn me enseñaron a matar con espada y lanza. La noche siguiente me enseñaron a emplear el escudo circular y la tercera noche me demostraron que el escudo no era sólo para defenderse, sino que servía también para atacar, para hacer picadillo el rostro de un hombre. Me hicieron trabajar duro, obligándome a repetir cada movimiento al tiempo que introducían técnicas nuevas que me ponían a prueba sin contemplaciones.
Por mi parte, descubrí que, cuantos más cortes y moratones tenía, mejor se me daba evitarlos la vez siguiente. Las técnicas que al comienzo me habían hecho sentir patoso se iban tornando instintivas. Los movimientos empezaron a fluir uno detrás de otro, los pies se me movían de forma armoniosa con el tronco mientras agitaban el suelo del bosque. Busqué aberturas en las defensas de los nórdicos, desesperado por dar golpes certeros que vengaran mis dolores.
Al comienzo luchamos con las espadas envueltas en una tela, pero incluso así corríamos el riesgo de romper huesos e incluso las hojas, por lo que Bjarni hizo que Ealhstan fabricara unas armas para practicar con madera de fresno y, como eran ligeras, le pedí prestados a Svein el Rojo varios aros de guerrero de plata para añadir peso a mis estocadas y desviar el escudo cuando hiciera falta. Reconozco que durante estos combates dejé volar la imaginación al máximo y, en aquellas ensoñaciones, los aros de guerrero eran míos. Al final, cuando conseguí dominar los movimientos básicos, los demás nórdicos se interesaron por las luchas y cada noche me enfrentaba a quien quisiera pelear y me machacaban. En aquellos primeros días nunca resulté vencedor.