2

Los hombres estaban apiñados en el viejo salón como sardinas en una lata. El ambiente era muy ruidoso y apestaba, pero los infieles y los cristianos estaban congeniando más de lo que cabría imaginar. Incluso Wulfweard estaba presente, aunque no le vi hablar con ningún nórdico. Se sentó en un reposapiés a beber aguamiel mientras toqueteaba la cruz de madera que llevaba alrededor del cuello como si aquello pudiera salvaguardarlo de todos los demonios que veía a su alrededor. Alzaba la vista hacia el techo con suspicacia, aparentemente temeroso de que aquella juerga hiciera temblar las viejas vigas y éstas se desplomaran encima de nosotros.
El salón había pertenecido a lord Swefred, pero llevaba seis años enterrado y no tenía hijos. Ahora, las prensas para hacer queso, envueltas en sombras, las mantequeras y los barriles vacíos abarrotaban un extremo mientras que el resto del espacio se utilizaba para reuniones y para disputas comerciales y privadas. Todo el mundo utilizaba el lugar y, por tanto, nadie se planteaba pagar por su mantenimiento. Los hierbajos asomaban por el suelo de tierra compacta. No había colgaduras para mantener el frío a raya, y el entramado de juncos estaba húmedo y medio podrido.
Pero aquella noche el lugar estaba animado. Pensé en la historia de Beowulf, cuando los Geats se reunieron en el gran salón de banquetes sentados en sitiales tachonados de metales preciosos, entre tapices elaborados con hilo de oro que relucían en las paredes mientras los guerreros gloriosos se regocijaban con la fiesta. Tal vez aquel salón también hubiera conocido la gloria con anterioridad, y ahora estos orgullosos guerreros infieles venidos de la otra orilla del mar gris recordaban a las viejas vigas manchadas de hollín su antigua gloria.
Los hombres de Abbotsend no habían querido que sus mujeres se acercaran a nórdicos borrachos de aguamiel, por lo que sus hijos atravesaban el salón con pieles abultadas, llenando copas y repartiendo trozos de la carne de dos cerdos que estaban asando en el hogar. Sigurd le había comprado los cerdos a Oeric el carnicero y observé hambriento cómo la grasa silbaba en las llamas y el delicioso aroma ahogaba el hedor de la madera podrida, la tierra húmeda y el sudor de los hombres. Quienes no conseguían hacerse entender se ponían a gritar pensando que así mejoraría la situación, y otros se reían. El bullicio se prolongó hasta bien entrada la noche mientras yo prestaba mis servicios, dando sentido a las palabras desconocidas para los hombres borrachos. Más tarde, fueron a buscar pieles, cojines y paja y los hombres se acomodaron para dormir. Como el salón no pertenecía a nadie en concreto, los infieles no se habían planteado dejar las armas fuera. Estaban desperdigadas en un extremo del salón: el escudo circular pintado, la lanza y la espada de cada hombre apoyados en la pared detrás de cada uno.
—Nunca había visto tanta cota de malla —dijo Griffin arrastrando las palabras en voz baja.
Era tarde y, a pesar de disponer de camas propias, los hombres de Abbotsend se estaban acomodando para pasar la noche. Algunos ya estaban roncando. Griffin y yo estábamos repantigados en el extremo norte bajo la única ventana del salón, una estrecha hendidura cubierta con una vitela de un lado a otro. La mayoría de las velas se habían agotado y sólo quedaba el hogar de piedra en el centro del salón, que proyectaba su resplandor sobre las figuras cubiertas y dormidas.
—He luchado para el rey Egbert y Beorhtric antes que él, más veces de las que recuerdo, chico. Y te digo que nunca he visto a hombres mejor armados. —Se arrancó un piojo de la barba y lo observó—. Estaremos todos mucho mejor cuando se larguen. —Volvió a mirar a Jarl Sigurd, que hablaba en voz baja con un nórdico anciano de cara redonda y barba espesa.
—Pero el trueque ha ido bien —dije, mientras observaba cómo Griffin chafaba el piojo distraídamente con la uña del pulgar.
Arqueó las cejas.
—Sí, ha ido bien —reconoció. Entonces meneó la cabeza y entornó los ojos—. Burghild quiere dos de esos broches grandes, los de bronce con la incrustación de ámbar.
—¿Y el collar? —pregunté, recordando lo orgulloso que se había sentido por la compra realizada ese mismo día.
—Dice que no sirve de nada tener el collar sin los broches que van a juego —se quejó Griffin. Me miró a la cara y nos echamos a reír, por lo que despertamos a un infiel pelirrojo que soltó un improperio antes de volver a cerrar los ojos.
Entonces debí de quedarme dormido un rato puesto que me despertó el estrépito del cerrojo y el crujido de las bisagras de hierro de la puerta del salón. El murmullo de quienes seguían despiertos se mezclaba con los ronquidos de los hombres y vi entrar al viejo Ealhstan arrastrando los pies; sólo unos cuantos advirtieron su presencia hasta que las bisagras de la puerta emitieron un último quejido chirriante. Ealhstan hizo una mueca. Griffin se despertó sobresaltado y vertió aguamiel de la copa que seguía teniendo en la mano.
—Casi me caigo, chico. ¿Dónde estaba? —preguntó asintiendo en dirección a Ealhstan—. ¿Tallando cruces para los paganos?
Entonces volvió a cerrar los ojos y se golpeó la cabeza contra la pared al dejarla caer. Le quité la copa de la mano con cuidado y la dejé en el suelo, donde no peligrara mientras Ealhstan se abría camino por entre la multitud de hombres que roncaban y se tiraban pedos.
—Iré a buscar la caña al amanecer, viejo —susurré, pensando que Ealhstan había venido a asegurarse de que estaría despierto a tiempo de pescar su desayuno. Pero hizo un gesto para desestimar mis palabras, frunció el ceño y se arrodilló con una mueca de dolor. Cuando se convenció de que Griffin dormía y de que nadie más le observaba, me miró, su rostro enjuto en la penumbra, su pelo cano y ralo resplandeciente bajo la luz de la hoguera—. ¿Qué ocurre? —pregunté, y me selló los labios con uno de sus dedos huesudos. A continuación, me cogió de la mano y me presionó algo en ella. Me miré la palma y vi una rama de helecho. Me encogí de hombros porque no acertaba a entender qué significaba. Ealhstan me indicó que oliera las hojas, así que me froté la ramita entre los dedos y olí. Olía que apestaba, a pescado podrido, y yo sabía que no era un helecho sino cicuta. He visto morir a cerdos y ovejas por comer cicuta; primero se ponen nerviosos, luego se les ralentiza la respiración y las patas y las orejas se les notan frías al tacto. Mueren hinchados y apestando.
Solté las hojas, me escupí en los dedos y me froté las manos en la túnica. Ealhstan hinchó los carrillos y se santiguó.
—¿Wulfweard? —susurré.
Asintió, echó un vistazo a la copa de aguamiel de Griffin y la alzó antes de hacer el gesto de rociar algo en su interior. Sus ojos eran cual ranuras bajo las pobladas cejas blancas. Se dio la vuelta y miró a Sigurd, apoyado contra la pared que daba al oeste junto a su gran escudo circular, casco de hierro y lanza pesada y pérfida.
Tiré a Ealhstan del hombro.
—¿Wulfweard quiere envenenar a Jarl Sigurd? —musité—. ¿Le has visto recogiendo cicuta?
El carpintero se volvió en redondo para mirar a los infieles que estaban al lado y asegurarse de que ninguno nos había oído o entendido. Acto seguido, me miró enfurecido y yo asentí lentamente, para demostrarle que había captado la reprobación.
—Está loco —mascullé.
Ealhstan hizo una mueca para demostrar que estaba de acuerdo conmigo. Luego señaló hacia la puerta del salón, se levantó y me indicó que le siguiera. Procurando no despertar a los hombres que dormían a mi alrededor, me puse en pie y seguí a Ealhstan en silencio al exterior aflojándome el cinturón con tranquilidad como si saliera a hacer mis necesidades.
Era una noche oscura, sin luna. Dos perros se peleaban por un hueso carnoso. A alguien se le había escapado una oca del corral y estaba en el tejado de Siward el herrero, extendiendo las alas y graznando orgullosa. Por lo demás, la aldea dormía. Me pareció ser capaz de oír el romper de las olas en la costa meridional, más allá de las colinas negras. Entonces Ealhstan introdujo la mano en el saquito que llevaba en la cintura y me enseñó una cosa sin apartar la mirada de mí. Entonces vi a Alwunn, la muchacha con la que me había acostado en la fiesta de Pascua. Estaba bajo la penumbra de los aleros, retorciéndose las manos regordetas mientras observaba a Ealhstan. A juzgar por lo enredado que tenía el cabello rubio, supuse que el viejo la había sacado a rastras de la cama, y noté una punzada en el estómago al verla.
—¿Qué sucede, Ealhstan? —pregunté mientras observaba la navaja con la empuñadura de hueso que me había dado. El puño tenía un agujero por el que pasaba una correa de cuero. Ealhstan hizo una seña a Alwunn enfadado, y ella salió de entre las sombras esbozando una débil sonrisa con sus labios carnosos. Carraspeó y miró a Ealhstan de nuevo para conseguir su aprobación. El asintió y emitió un gruñido.
—Hola, Osric —saludó Alwunn con un hilo de voz. Abrió más los ojos y se tocó el pelo, como si estuviera avergonzada. Se lamió una mano y la presionó contra un mechón rebelde, pero de poco le sirvió.
—¿Qué estás haciendo aquí, Alwunn? —pregunté, consciente de cierta calidez en el bajo vientre—. ¿Vas con el camisón?
Ella se movió incómoda y miré a Ealhstan, que se retorcía las manos con impaciencia, con el ceño fruncido.
—La navaja, Osric —dijo Alwunn señalando el cuchillo que tenía en la mano—. Es importante.
—No lo parece —repuse mientras recorría la hoja roma con el pulgar—. Habría que hacer un gran esfuerzo para despellejar a una liebre con esto. —Ealhstan me arrebató el cuchillo y me acercó la empuñadura a la cara. Volví a cogerlo y examiné el puño. En el hueso blanco había dos serpientes que se retorcían y cada una de ellas parecía tragarse la propia cola—. Es un trabajo laborioso —reconocí—. Y pagano. —Ealhstan gruñó. Me encogí de hombros—. No lo entiendo. ¿Por qué me enseñas esto?
—Yo estaba presente cuando te encontraron, Osric —explicó Alwunn con aire casi culpable.
—¿Y bien? —dije. Conocía la historia. Me habían encontrado entre los túmulos de los ancianos al sureste de Abbotsend. Nadie sabía de dónde había salido y yo estaba inconsciente. Cuando me desperté, tenía la mente tan vacía como un barril de aguamiel en un banquete de bodas.
—Te sangraba la cabeza y pensaron que estabas muerto —continuó Alwunn—, pero cuando te dieron la vuelta, tenías los ojos abiertos. Cuando Wulfweard vio... —vaciló y me señaló el ojo rojo de sangre—, soltó una maldición y dijo que Satanás te había puesto la mano encima. —Entonces se santiguó, asustada por sus propias palabras.
—Tuve suerte de que al viejo Ealhstan le hiciera más falta un par de manos extra que los insoportables sermones de Wulfweard —dije, y dediqué una sonrisa al viejo carpintero, que volvió a gruñir.
A Alwunn pareció horrorizarle lo que acababa de decir y se tomó unos instantes para comprobar que seguíamos estando solos. Los dos perros, que tal vez vieran una liebre, salieron disparados hacia la oscuridad de la noche ladrando como locos.
Alwunn adoptó una expresión avergonzada.
—Ealhstan te encontró esta navaja alrededor del cuello —dijo—. La cogió antes de que Wulfweard o los demás la vieran. —Miró a Ealhstan—. Temía lo que pudieran hacerte. Es pagana, Osric —añadió, enfatizando la palabra—, y encima con lo del ojo... —Se encogió de hombros y volvió a mostrarse abochornada, como si se avergonzara de cómo me trataba la gente de Abbotsend pero, al mismo tiempo, comprendiera sus motivos.
—Como he dicho, el viejo necesitaba un aprendiz —declaré observando fijamente la navaja.
—¿Estás seguro de que no recuerdas nada sobre cómo llegaste aquí? —preguntó Alwunn, intentando domeñar de nuevo su cabello rebelde.
Negué con la cabeza.
—Me desperté en casa de Ealhstan, Alwunn. Antes de eso no recuerdo nada. —Alcé la navaja—. ¿Lo has sabido desde el primer día? —Ella asintió—. ¿Lo sabe alguien más?
—¿Por qué, Osric? ¿Crees que podrían tratarte peor? —preguntó con una sonrisa sarcástica. La miré con el ceño fruncido—. No lo sabe nadie más —aseguró. Miró a Ealhstan—. Tengo que irme. Si mi madre se entera de que he salido...
Ealhstan asintió y le tocó el hombro a modo de agradecimiento. Alwunn se despidió con la mirada y se adentró corriendo en la oscuridad de la noche, alzándose el dobladillo del camisón para no manchárselo con el terreno enfangado.
—¿Por qué me lo dices ahora, viejo? —pregunté mientras me sujetaba la navaja al cinturón. Alwunn tenía razón. ¿Qué podían hacerme ahora? Me habían odiado durante dos años pero no me habían importunado porque era el aprendiz de Ealhstan. Ya no seguiría ocultándome tras el viejo.
Ealhstan observó la navaja que llevaba en el cinturón, pero no hizo ademán de cogérmela. Meneó ligeramente la cabeza e hizo la señal de la cruz.
—No sé qué significa todo esto, Ealhstan —reconocí mientras le colocaba una mano en el hombro—, pero gracias.
La oca graznó con fuerza y cuando me volví vi una silueta oscura que se nos acercaba dando grandes zancadas.
—¿Es ése uno de los pájaros de Bertwald? —preguntó Wulfweard, que se santiguó al verme. Llevaba la vestimenta típica de un sacerdote: la túnica blanca de lana hasta los tobillos y la banda de seda verde alrededor del cuello que le caía hasta la espinilla—. Ya le he dicho que tiene que poner otra base en el corral. Si se asustan un poco y hay una ráfaga de aire, las ocas son capaces de salir volando. ¡Las he visto! —Miramos a la oca, que aleteó enfadada—. ¿El demonio de Jarl Sigurd sigue ahí dentro soñando con más maneras de ofender a nuestro Padre y Señor? —preguntó a Ealhstan, dándome la espalda.
El carpintero asintió.
—Hace un rato, Ealhstan, junto a la casa de Cearl —dijo Wulfweard—. Por una mera cuestión de suerte, si bien sin duda debemos creer que la buena suerte no es más que una recompensa de Dios para los virtuosos... —Señaló con uno de sus gruesos dedos y no me hizo falta verle la cara para saber que sonreía con arrogancia—. Pues resulta, Ealhstan, que me he encontrado con una mata de bardana escondida entre las ortigas y las acederas. Supongo que conoces las propiedades de aflojamiento... de la bardana —se frotó el bajo vientre— y el alivio que proporciona la savia de las hojas en caso de picadura de pulga, mordedura de serpiente y cosas así. Pero ¿sabías que el aceite de las raíces, si se frota con él el cuero cabelludo, es de lo más calmante, por no decir que es reconstituyente para el cabello? —Ealhstan gruñó, y Wulfweard le dio un apretón en el hombro—. La paz vaya contigo, amigo. —Entonces el sacerdote se dirigió hacia mí con una mueca que, en la oscuridad, parecía más propia de un animal—. Apártate de mi camino, chico. Tengo que ser testigo de la labor de Dios nuestro Señor. —Dicho esto, empujó la vieja puerta del salón para abrirla, dedicó una sonrisa malvada a Ealhstan y entró.
Ealhstan hizo ademán de marcharse y me hizo un gesto para que le siguiera, pero me quedé ahí debajo del tejado medio podrido. El carpintero emitió un sonido gutural grave y movió el brazo malhumorado.
—¿Vas a dejarle que envenene al jarl? —pregunté, horrorizado—. Ha mentido sobre la bardana. —Olfateé el aroma rancio de la cicuta en los dedos mientras Ealhstan volvía a hacerme un gesto para que me marchara—. No pienso irme —insistí—. No podemos permitirlo. ¡Wulfweard está loco! Tiene la cabeza llena de arañas, Ealhstan.
Aunque el viejo frunció el ceño, no esperé a ver qué hacía, sino que seguí al sacerdote al interior del salón.
Alguien había echado más leña al fuego. Los troncos chisporroteaban y crujían y las llamas volvían a ser altas, lo cual otorgaba un tono dorado al humo especiado que ondeaba por entre los hombres dormidos y los postes lisos que sostenían el tejado. Wulfweard se cernía sobre Jarl Sigurd, que tenía una copa en la mano, y varios hombres se revolvían como si previeran problemas. Wulfweard se dio la vuelta al oír la puerta. Me vio y frunció el labio antes de volverse otra vez hacia el nórdico. Me situé en un lugar junto a la chimenea, y noté el calor en la cara mientras Ealhstan entraba en el salón y se agazapaba junto a Siward el herrero.
—Tu gente va dando trompicones en la oscuridad, Jarl Sigurd —dijo Wulfweard con una voz que raspaba como una espada al desenvainarse—, pero ¿acaso la misión del pastor no es salvar a su rebaño del lobo?
—Vete a la mierda, cura —farfulló Sigurd rascándose la barba rubia—. No he cruzado el mar de Njörd para escucharte. Las palabras te caen de la boca como los excrementos del culo de una cabra. —Algunos nórdicos soltaron tal risotada que despertaron a otros que dormían.
—Vuelve a la casa de tu Cristo Blanco y duerme de rodillas —dijo el guerrero que estaba al lado de Sigurd.
Wulfweard se quedó observando a Sigurd durante unos instantes. Situado junto a la chimenea, advertí que el sacerdote temblaba de ira y que tenía el puño de la otra mano cerrado.
—He venido aquí en son de paz, infiel —masculló Wulfweard—, y espero que aceptes la bendición de Cristo. Mañana te habrás marchado.
—¿El Cristo Blanco está aquí? —preguntó Sigurd, sonriendo y mirando a su alrededor en el salón.
—Nuestro Señor está en todas partes —repuso Wulfweard al tiempo que dedicaba una mirada de advertencia a los ingleses del salón—. Te bendeciría en el nombre de Cristo, Sigurd, y por la mañana te bautizaría y así te libraría de la escoria malvada que sofoca a tu gente.
Entonces me pregunté si Wulfweard había cambiado de parecer o si Ealhstan se había equivocado sobre la cicuta. Tal vez el sacerdote hubiera estado cogiendo bardana para recuperar el cabello perdido.
—¡Lárgate con tus conjuros, sacerdote! —exclamó Sigurd, y sacudió una mano hacia Wulfweard mientras un viejo nórdico con huesos trenzados en el lacio pelo gris se ponía en pie y caminaba hacia el jarl—. ¡O haré que mi godi te convierta las entrañas en gusanos! —El brujo de los infieles sonreía maliciosamente, pero otros norteños se llevaron la mano a las empuñaduras de las lanzas y espadas.
Palpé el cuchillo pagano que llevaba a la cintura y dejé que el pulgar recorriera las siluetas de las bestias que se retorcían en la empuñadura de hueso. Los puños que sobresalían de las vainas que los nórdicos llevaban a la cintura eran similares. Observé a aquellos desconocidos intentando imaginarme con ellos. La mayoría eran rubios y de barba clara, aunque uno tenía el cabello tan negro como yo.
—Veo que todavía no estás preparado para recibir el perdón de Cristo —declaró Wulfweard con una sonrisa forzada—. Bueno, que conste que yo lo he intentado —exclamó, abriendo los brazos—, y quizás haya asestado el primer golpe de la batalla por vuestras almas enfermas. —Le dio la espalda a Sigurd, se quedó quieto y luego se dio la vuelta una vez más para estar de cara al hombre del norte, extendiendo la mano con la que sujetaba la copa de aguamiel—. ¿Querrás por lo menos beber conmigo, Jarl Sigurd? ¿Para demostrar a todos los presentes que reina la paz entre nosotros?
Sigurd frunció los labios y luego encogió sus poderosos hombros.
—Beberé contigo, sacerdote —dijo, y aceptó la copa—, si así me dejas en paz. —Wulfweard bajó la cabeza y dio un paso atrás. Sigurd se acercó la copa a los labios.
—¡No, señor! —grité, acercándome y pasando por encima de un nórdico—. ¡No bebáis! —Con el rabillo del ojo vi que los hombres se iban incorporando.
Wulfweard se volvió y me silbó, su cara regordeta tan llena de odio que pensé que iba a reventar.
—¡Vuelve al infierno, esclavo de Satanás! —gritó con una voz que retumbó en el viejo salón.
—¡Cállate la boca, sacerdote! —exclamó Sigurd mientras se despojaba de unas pieles y se levantaba con aire cansado. Los hombres del salón estaban dividiéndose en grupos de nórdicos e ingleses y más de un infiel cogió su enorme lanza de guerra—. Habla, ojo rojo —ordenó Sigurd, haciéndome una seña para que me acercara con un brazo que resplandecía gracias a los aros dorados de guerrero.
El peso de las miradas de los hombres cayó sobre mí y me atenazó la garganta y me encogió el estómago. De repente los únicos sonidos que me llenaban la cabeza eran el aleteo de las llamas del hogar junto con los latidos de mi corazón. Me aclaré la garganta y me abrí camino entre el gentío hasta situarme delante de Sigurd y Wulfweard.
—El aguamiel está envenenada, señor —dije en el idioma de los hombres del norte.
Sigurd frunció el ceño y se separó rápidamente de la copa.
Y Wulfweard debió de darse cuenta de que había advertido al nórdico porque se santiguó.
—¡Mentira! —gritó—. ¡Cualquier cosa que haya vomitado! ¡Mentiras de una boca infestada por Satanás! ¡Mentiras! —Se encaminó hacia mí y pensé que iba a abatirme.
—¡Pues entonces bebe tú un poco, sacerdote! —gruñó Sigurd en inglés mientras le tendía la copa a Wulfweard—. Compartiremos el aguamiel, pero tú beberás primero.
Wulfweard cerró los ojos y alzó el rostro hacia el viejo tejado, agarrado a la cruz de madera que le colgaba sobre el pecho. Estaba farfullando algo, oraciones, creo.
—¡Bebe! —ordenó Sigurd, y esa sola palabra tenía tal carga amenazante que me costaba imaginar que un hombre la desobedeciera.
—El aguamiel está mezclada con cicuta —dije, mirando a Ealhstan, que hizo un movimiento de cabeza prácticamente imperceptible—. Si os hubierais bebido el aguamiel, os habríais quedado dormido, señor. —Respiré hondo—. Al mediodía habríais sido incapaz de poneros en pie, tendríais las piernas frías al tacto y os orinaríais encima. —No sabía si esta última parte era cierta, pero consideré que impresionaría a un hombre orgulloso como Sigurd. Estaba enfangado hasta el cuello y no veía motivos para intentar salir airoso.
—¿Me habría matado? —preguntó Sigurd perforándome con la mirada como una barrena en la madera.
—Eso creo, señor —dije—, sí. Habríais muerto, y mañana el padre Wulfweard habría declarado que era obra de Dios.
—¡Y ese cerdo hinchado habría gritado que el dios de los cristianos es más poderoso que Odín, el Padre Supremo! —bramó Sigurd mientras se llevaba la mano al pomo de la espada.
Entonces Wulfweard me escupió, introdujo la mano por la manga larga de la túnica y se abalanzó sobre Sigurd. Vi el cuchillo en la mano del sacerdote, pero Sigurd también lo vio y saltó hacia atrás con una rapidez asombrosa, al tiempo que desenvainaba la espada.
—¡Padre! —gritó Wulfweard mientras Sigurd se le acercaba y le clavaba la espada en la cabeza. Al sacerdote se le doblaron las piernas y cayó al suelo convulsionándose, agarrado a la cruz de madera mientras los sesos grises le caían desde el cráneo partido.
Los hombres de Abbotsend maldijeron y escupieron antes de mirar a Griffin en busca de un líder. Y bajo la luz del hogar debieron de intuir la duda en los ojos del guerrero.
—¡Era un siervo de Dios! —gritó Griffin. Los hombres salieron en tropel del salón—. ¡Un sacerdote, Sigurd! —chilló Griffin mirando fijamente al jarl mientras los nórdicos se armaban y los hombres de Abbotsend se internaban en la noche.
Ealhstan se arrodilló junto a Wulfweard y agarré al viejo por el hombro para apartarlo; me costaba creer lo que estaba pasando y me abrí camino hasta la puerta y salí al aire fresco. Al caos. Los nórdicos estaban formando un muro de escudos, el de cada uno superpuesto al del guerrero de su derecha, y la velocidad y eficiencia de sus movimientos resultaban aterradoras. Pero los hombres del pueblo también estaban formando una hilera densa en la penumbra, armados con lanzas y espadas mientras llegaban más hombres de sus casas con escudos y cascos.
—Márchate, Ealhstan —dije cuando el mundo adoptó de repente el tono rojizo del alba—, ahora no se puede evitar. ¡Venga!
Pero Ealhstan negó con la cabeza y se zafó de mí. Cuando volví a sujetarle, me dio un cachete en la mano y masculló algo parecido a un juramento. Entonces los muros de escudos se enfrentaron y la tranquilidad del ambiente quedó truncada por los primeros gruñidos y chillidos. Solté al viejo y vi que Griffin le clavaba la espada a un nórdico en el cuello. «¿Qué he hecho?», grité para mis adentros. Me había pronunciado contra el sacerdote y ahora hombres que conocía morían y tendría las manos manchadas con su sangre. Corrí a buscar el arco de caza de Ealhstan, rezando por clavar una flecha en el corazón oscuro de un infiel antes del final. Abrí la puerta de Ealhstan de par en par y choqué contra la mesa porque estaba a oscuras mientras se me desbocaba el corazón. Volví corriendo hacia el sonido de la lucha sujetando con fuerza el arco, la cuerda y una vaina con flechas. Algunos de nuestros hombres yacían destripados en el barro, sus entrañas viscosas humeantes bajo la tenue luz del alba, pero otros seguían luchando y gemían al verse obligados a pasar por encima de sus amigos muertos. Sigurd fue quien abatió a Griffin. Vi un chorro de sangre brillante en el cabello de Griffin y me horroricé al contemplar con qué facilidad aquellos nórdicos con sus brynjas mataban a hombres sin cota de malla.
Ealhstan señalaba a Griffin y gruñía, arañándome el hombro mientras yo intentaba encordar el arco.
—Lo sé, viejo —dije entre dientes, angustiado, porque Griffin había sido amigo mío. Lancé una flecha, eché la cuerda hacia atrás, contuve el aliento y luego exhalé lentamente—. Maldito infiel —espeté, antes de soltarla.
Un nórdico dio una sacudida violenta cuando la flecha se le clavó en el hombro. Intenté poner otra asta en la cuerda y vi a Siward el herrero tambaleándose hacia atrás, agarrando la lanza que le atravesaba el vientre y gritando. Lancé la flecha pero voló más lejos de la cuenta y, cuando volví a tensar el arco, la cuerda se rompió y me golpeó en el antebrazo. El nórdico al que había alcanzado se me acercó dando grandes zancadas, ajeno a la sangre que le caía por la cota de malla a la altura del hombro. Di un paso adelante e hice girar el arco en su cara, pero agarró la duela y me la arrebató antes de darme un puñetazo en la cara. Desde el barro maloliente vi cómo tumbaba a Ealhstan y le asestaba un puntapié.
Entonces se acabó. Sólo había muerto un nórdico, pero los dieciséis hombres que se habían enfrentado a él yacían en un charco de sangre y los infieles no mostraban ningún tipo de compasión por los que seguían con vida. Aparte de Griffin. Lo arrastraron por la sangre derramada hasta el hombre de la mirada penetrante y el broche con cabeza de lobo: Sigurd.
—Antes de morir, contemplarás a tu pueblo engullido por las llamas —gruñó el jarl mientras señalaba las casas el humo de cuyas chimeneas seguía filtrándose por los tejados como cualquier otro día—, y en la otra vida sabrás que trajiste la muerte a tu pueblo.
—Que el demonio se mee en tu cráneo —acertó a decir Griffin. La piel y el cabello le colgaban horrorosamente desde un lado de la cabeza, y debajo se le veía el hueso roto. La sangre le corría por la cara como los hilos de una telaraña y le iba a parar a la barba corta. Pero su cuerpo se resistía a morir.
«Suplicarás... el perdón... de Cristo el día del juicio final —amenazó con voz seca—. Te lo juro. —Griffin el valiente sonrió al pronunciar tales palabras.
Sigurd se echó a reír.
—Tu dios es débil. Es un dios femenino. Dicen que tiene predilección por los cobardes y las putas. —Los demás infieles hicieron burla y menearon la cabeza mientras pasaban las hojas llenas de sangre por encima de los muertos—. No eres débil, inglés —continuó Sigurd—. Hoy has matado a un gran guerrero. —Echó un vistazo al nórdico muerto al que habían despojado de la cota de malla, de forma que no parecía más fiero que cualquier otro joven de Abbotsend, salvo por las numerosas cicatrices que le surcaban la piel blanca. Sigurd frunció el entrecejo—. ¿Por qué sigues a ese Cristo Blanco, inglés? —preguntó. A Griffin le pesaban los párpados y esperé que muriera. El nórdico se encogió de hombros—. Te entregaré a Odín para que, estando muerto, veas a un verdadero dios. Un dios capaz de hacer que sus enemigos huyan de una batalla para volver avergonzados junto a sus mujeres.
Acto seguido, ordenó a sus hombres que saquearan las casas y no olvidaran buscar entre la ceniza de las chimeneas y en los recipientes de cocina, e incluso en el tejado, por si había tesoros ocultos. Los infieles obedecieron rápidamente, pues temían la llegada del corregidor local y empezaron a transportar sacos con monedas, herramientas, telas, armas y patas curadas de cordero y cerdo por la colina hasta sus barcos. Se oyeron algunos gritos, pero no demasiados. La mayoría de las mujeres habían huido a los bosques y todavía no sabían que sus hombres habían sido masacrados. Había visto cómo mataban al padre de Alwunn, pero sabía que ella y su madre habrían sido suficientemente precavidas como para huir. Pobre Alwunn. Pero yo nunca la había querido y estoy seguro de que ella tampoco a mí.
Me arrodillé junto a Ealhstan, esperando que los infieles se percataran de nosotros porque así nos matarían junto con Griffin. Me pasé el brazo por el labio y observé la sangre brillante, me di cuenta de que ya no temblaba. En cierto modo, la carnicería que había presenciado me había dejado inmune al miedo. Apreté los dientes. Griffin debía de despreciarme por lo que había hecho, pero no me vería acobardado al final.
Los nórdicos reunieron troncos desecados y construyeron una pira sobre la que colocaron al guerrero a quien Griffin había matado. Un hombre cogió una lanza y marcó un círculo en la tierra y arrastró a Griffin hasta él tirándole del pelo ensangrentado. Apenas le quedaba un rescoldo de vida. Los primeros tejados de paja empezaron a arder y la pira del nórdico muerto comenzó a crepitar mientras el viejo guerrero de barba gris con huesos entrelazados en el pelo invocaba a sus dioses con voz baja y áspera. Un cuervo graznó en el viejo fresno; meneó la cabeza de hambre mientras observaba la actividad de los hombres y supe que era el mismo pájaro que había visto el día antes al alba junto a la atalaya que dominaba la playa. Abrió el pico pesado y ahuecó las plumas del cuello para que sobresalieran como púas. Volví la cabeza para mirar a Griffin y el estómago me hizo subir un vómito caliente hasta la garganta.
Ealhstan gimió mientras intentaba ponerse en pie, pero yo le obligué a agacharse.
—Quédate quieto, viejo —susurré. La mitad de la cara se le había hinchado y formaba un moratón púrpura lívido. Olisqueó el aire—. Se está quemando —confirmé, con la mirada demasiado llena de la mutilación de Griffin como para sentirme atraído por las llamas que crepitaban ya con furia—. Le están haciendo algo a Griffin. Es obra del diablo, Ealhstan.
Griffin gemía lastimosamente mientras el espantoso dolor le hacía revivir a pesar del hilo de vida que le quedaba. Ealhstan intentó agarrarme del brazo y luego sacudió los suyos con ojos legañosos y desorbitados.
—El Águila —mascullé, y él me respondió con los ojos fuera de órbita que no fuera tan tonto como para mirar. Que Cristo nos había salvado y que no mirara.
Pero yo miré. Contemplé cómo el viejo godi utilizaba el hacha de mano para descuartizar la espalda de Griffin. Separó a machetazos las costillas de la columna una y otra vez, y mi mundo se llenó de los gritos de un hombre orgulloso. Los dos nórdicos que sujetaban a Griffin recibían las salpicaduras de sangre mientras él se retorcía agonizante. Acto seguido, el godi de los infieles separó la última costilla y dejó al descubierto la carne del interior y sumergió las manos en la sangría y le arrancó los pulmones a Griffin para colocar uno a cada lado de la espalda desmembrada como si fueran alas rojas resplandecientes.
—Le han partido la espalda —le dije al viejo, que se había dado la vuelta. Entonces di una sacudida hacia delante y me entraron arcadas, pero tenía el estómago vacío y sólo noté un dolor seco—. El Águila de Sangre —murmuré, horrorizado al ver con mis propios ojos lo que había oído explicar a los hombres entre susurros. Ealhstan se santiguó y empezó a emitir un gemido grave con la garganta mientras los chillidos de Griffin se tornaban espeluznantes, gorgoteos líquidos perdidos entre el crepitar de la madera, los tejados ardientes y el fragor de las llamas.
El godi se puso de pie y alzó los brazos al cielo.
—¡Odín Padre Supremo! —invocó mientras meneaba la cabeza, de forma que le cascabelearan los huesos del pelo—. ¡Recibe a este guerrero que han matado tus lobos! ¡Que se siente en tu sitial para que el Cristo Blanco no lo tome como esclavo! ¡Odín Errante Lejano! ¡Esta águila es un regalo de Jarl Sigurd, que cabalga sobre las olas y busca la gloria en tu nombre!
Entonces Sigurd me miró fijamente el ojo rojo y agarró el pequeño amuleto de madera colgado de la tira que llevaba al cuello. Era el rostro de un hombre, pero le faltaba un ojo.
—Matad al viejo —ordenó con un gesto de la mano—, pero no al chico. Llevadlo al Serpent.
—Es carpintero, señor —grité en el idioma de los infieles—. ¡No lo matéis! —El nórdico barbudo que había visto por primera vez en la proa del barco con cabeza de dragón me apartó de un empujón y alzó la espada para golpear a Ealhstan—. ¡Es muy diestro! ¡Mirad, señor! —exclamé al tiempo que me sacaba el cuchillo de comer del cinturón para mostrárselo a Sigurd. El guerrero que tenía por encima me arrebató el cuchillo y lo miró con desinterés antes de lanzarlo a los pies de Sigurd. Entonces se volvió hacia Ealhstan e hizo una mueca.
—¡Espera, Olaf! —dijo Sigurd en cuanto examinó el cuchillo. Al igual que la navaja pagana que Ealhstan me había devuelto la noche anterior, éste era corto y sencillo, pero tenía la empuñadura tallada en forma de marsopa. Nunca había visto a una criatura de aquéllas, pero, de niño, Ealhstan había encontrado una que el mar había arrastrado a una playa y había tallado la empuñadura a partir de ese recuerdo, de memoria.
—Es hueso del ciervo rojo, señor —dije con la esperanza de que el hecho de que Sigurd estuviera acariciando la empuñadura blanca indicara que apreciaba la habilidad de su autor.
En realidad había visto a Ealhstan haciendo empuñaduras mucho más elaboradas para quienes estaban dispuestos a pagarlas. De todos modos, el cuchillo era un regalo y lo tenía en gran aprecio. Hasta ese momento no me había percatado de que Ealhstan me lo había dado para sustituir al de los infieles que yo llevaba alrededor del cuello cuando me había encontrado. Tal vez hubiera sido su forma de ayudarme a iniciar una nueva vida con él.
—Es un trabajo de experto —reconoció Sigurd mientras se rascaba la barba. —El hombre llamado Olaf, a quien los noruegos llamaban «tío», abrió la boca para protestar, pero Sigurd se lo impidió levantando la mano—. Ahora hay un banco vacío en los remos, Olaf —dijo, y dirigió la vista al guerrero cuyo cadáver pálido iba ampollándose con saña bajo el abrazo implacable de las llamas. El fuego estaba consumiendo la madera desecada y el pelo del hombre crepitaba y resplandecía por el fuego, despidiendo un humo hediondo—. Tráelos a los dos —ordenó Sigurd, dándome la espalda.
Y así fue como nos arrastraron hacia el mar y los barcos en forma de dragón que esperaban amarrados en la orilla, cargados con el botín sustraído a las gentes de Abbotsend. Los nórdicos ocuparon posiciones y empezaron a remar al unísono, arrastrando el mar bajo los cascos esbeltos hasta alcanzar un ritmo constante. Y yo miré hacia la orilla y respiré el humo amarillo de un pueblo en llamas.