CAPÍTULO 1

Playa San Juan de Nieva, Castrillón.

A 35km de Oviedo. España.

 

 

Las luces de las hogueras diseminadas por la playa iluminaban la noche, el cielo estaba despejado y el ambiente refrescaba el abrasador calor que sufrieron a lo largo de la semana. Los noticiarios habían dado el día de hoy como el más caluroso de todo el mes de Junio, recordando la manera en la que tuvo que refrescarse, no podía estar más de acuerdo.

Dayhen recorrió con la mirada la concurrida playa. Bikinis, botellas, gritos y risas; la fiesta y la algarabía estaban presentes y resultaban contagiosas. La música llenaba el ambiente y el alcohol no dejaba de correr. Deteniéndose en seco, hundió los zapatos en la arena, evitando por poco ser arrollado por un adolescente que cargaba con una muchacha al hombro en dirección al agua mientras ella emitía absurdos y ensordecedores grititos.

—Se romperá el cuello antes de alcanzar siquiera la orilla —murmuró para sí, dejó escapar un profundo suspiro antes de volver a concentrarse en la cala donde festejaba la gente.

No llevaba ni veinticuatro horas en aquel pueblo costero y ya deseaba volver a la ciudad; la monotonía y lentitud parecían ser el mantra de aquel lugar. Bok y él habían llegado el día anterior. Nada más abandonar el aeropuerto dejó que su compañero se encargase del registro en el hotel; de ese modo podría comenzar con el motivo que los llevó hasta allí. La persona a la que venía a ver trabajaba en el departamento de Arqueología de la Universidad de Oviedo. La petición de tasación y certificación que habían expedido a la corporativa para la que trabajaba, fue vista como una buena oportunidad de ampliar horizontes y de mantener el contacto con la zona norte de España y él fue el afortunado de llevar a cabo aquella tarea. Bok se había auto invitado en el último momento, él aleaba tener una corazonada sobre aquel lugar y, como su rastreador, no tuvo otra opción que aceptar su compañía… aunque no por ello tenía que decir que le gustase. Si por él fuese, lo habría devuelto a Bucarest en el primer avión,  si Meliss no le hubiese cortado los huevos por ello. No dejaba de sorprenderle como una mujer tan menuda y delicada como ella podía ponerse en modo “harpía”, especialmente con cuatro hombres y Bok. Ellos le superaban en altura y corpulencia, pero cada vez que aquellos bonitos labios se abrían y de ellos emergía una voz suave y tranquila, las buenas intenciones se iban a la mierda y terminaban haciendo lo que fuera necesario por esa mujer.

La hermosa y sexy rubia de ojos azules y mirada dulce, no encajaba en absoluto en el enorme sillón de cuero negro del austero despacho. Y sin embargo era la presidenta de Relikviers Corporative y uno de los pocos seres vivos que conocía la verdadera naturaleza de los cuatro hombres que tenía en plantilla.

Sus palabras fueron muy claras. Autentificar el torque que se encontró en las excavaciones asturianas y conseguir la firma de la responsable para la empresa.

La obsesión que ella tenía por los objetos antiguos empezaba a sobrepasar la suya propia, excepto que lo que él buscaba, no tenía precio. Y el premio parecía eludirle una vez más.

Se pasó la mano a través del alborotado pelo castaño oscuro y dejó escapar un profundo suspiro. Aquella misma tarde había visitado la Universidad de Oviedo, allí le informaron en el departamento de Arqueología que la encargada de la excavación, la Dra. Selena Rodríguez estaría a la mañana siguiente en el Museo Arqueológico. La mujer había escogido precisamente esa semana para hacer un imprevisto viaje a la capital.

«Míralo por el lado bueno, ahora podrás echar un vistazo a esa región que mencioné antes. Me da buenas vibraciones, jefe, muy buenas vibraciones».

Si existía alguien capaz de hacer que deseases abrirte las venas o cortarte las orejas después de todo un día en su compañía, ese sería Bok; Pese a todo, era indispensable para ellos cuatro. Esa caja estúpida era su conexión directa con las reliquias. Si había alguna ahí fuera, él era el único que podía rastrearla, aún si estuviese a varios quilómetros de distancia.

El Boksen había sido un regalo de los dioses; en su opinión, se acercaba más a una maldición que no les quedaba más remedio que sufrir. Formado a partir de los restos de poder de las reliquias y vinculado a cada uno de los cuatro elementos, era una especie de brújula para encontrar los antiguos objetos robados. Y en esta ocasión también era responsable de que hubiese viajado treinta y cinco quilómetros en un coche de alquiler y pisase ahora la maldita arena de la playa con unos buenos zapatos. La visión de un montón de adolescentes, entre los que encontró también hombres y mujeres adultos, cachondos y borrachos, revolcándose en la playa o saltando sobre las llamas de las hogueras en la Noche de San Juan, no era precisamente la clase de diversión que le gustaba.

Un ligero escalofrío descendió por su espalda ante el pensamiento del objeto sagrado que nunca dejaba de buscar. La última vez que lo sintió lo suficiente cerca como para reconocerlo, ocurrió cinco años atrás, en los Estados Unidos. En las últimas horas que llevaba recorriendo el pueblo y sus alrededores no había sentido ni el más leve indicio de que estuviese allí. El elemento del fuego al que era afín culebreaba en su interior, lamiéndole la piel, recordándole que no habría piedad para nadie si no liberaba pronto la tensión que lo mantenía retenido. La búsqueda de la reliquia tendría que esperar unas horas más.

—Noche de San Juan y una playa —masculló en voz baja—, eres historia caja estúpida.

Nuevos gritos y vítores llamaron su atención. Un grupo bastante borracho a juzgar por los movimientos inestables y la perpetua lata de cerveza anclada a sus manos, palmeaba la espalda de un hombre, el cual presumiblemente acababa de saltar por encima de la hoguera…

Una práctica estúpida como pocas, pensó y dejó escapar un suspiro.

La música sonaba por doquier, uno de los grupos más cercanos a él reía y brindaban entre risitas mientras dividían su atención entre el descerebrado saltador de hogueras y las cuatro mujeres que contoneaban sus caderas y alzaban los vasos derramando algo de líquido sobre los lujuriosos y curvilíneos cuerpos escasamente vestidos.

Un ligero tirón en la entrepierna le recordó la sequía de sexo que se autoimpuso las últimas semanas. No deseaba una loca psicótica en su cama a punto de clavarle un tenedor en las pelotas por haberla llamado… bueno… cualquier otro nombre de mujer que no fuese el suyo. No es que la culpase por su indignación; en realidad le daba más bien lo mismo. Después de todo no era como si no iniciase sus relaciones con una regla perfectamente clara; Un polvo y eres historia.

La música se detuvo solo para volver a sonar con una nueva canción, los gritos femeninos de satisfacción y alegría se mezclaron con las risas cuando sus compañeros se reunieron con ellas y las arrastraron al cobijo de la oscuridad. No había que ser un genio para saber que tenían en mente.

El fuego crepitaba mientras las llamas se alzaban hacia el cielo nocturno en un modo hipnotizador. El color anaranjado y vibrante en la oscuridad lo atraía como una polilla a la luz, reclamando el elemento primigenio que habitaba en su interior, encendiéndolo incluso más. El fuego siempre llamaba al fuego, lo alimentaba y aumentaba su intensidad hasta llegar a unas cuotas de concentración demasiado altas y peligrosas. Dayhen había vivido en primera persona qué ocurría cuando su poder se descontrolaba; aquellas imágenes estaban grabadas en su alma y no se borraban con nada. Jamás lo harían. Eran un perpetuo recordatorio de lo que no podía permitir que volviese a ocurrir.

«Úsalas y abandónalas. El sexo aplaca el fuego en tu interior, no haces daño a nadie y ambos lo disfrutáis. No lo pienses más, solo hazlo».

Las palabras de Ryshan sonaron en su mente. Ellas se habían convertido en su mantra personal. Úsalas y abandónalas.

Su mirada siguió a la deriva, las llamas crepitaban y se alzaban dejando escapar pequeñas chispas en cuanto sus ojos entraban en contacto con ellas. Su elemento le lamía la piel, deseoso por escapar de su control y salir a jugar. Ajenos a lo que ocurría en su interior, la gente seguía bebiendo y bailando, algunas parejas incluso corrían a chapotear en el agua.

—Maldita sea —masculló y recorrió cada centímetro de la larga playa hasta dónde podía ver en la penumbra de la noche.

La búsqueda de la reliquia tendría que esperar, no haría ningún bien a nadie si seguía reteniendo el fuego de esa manera; él no moriría pero no podía decir lo mismo de la gente a su alrededor.

Cerrando los ojos, se obligó a tomar una profunda bocanada de aire esperando que el frescor de mar y la noche le ayudase a relajarse, cuando volvió a abrirlos la intensidad de las hogueras había disminuido, pero no así el fuego en su interior.

Un nuevo barrido por la playa y la vio.

Desde su posición solo apreció una figura menuda que se mantenía parcialmente en las sombras creadas por la luz de la lumbre. Estaba sentada en una de las muchas rocas diseminadas por la playa. El fuego bailaba a unos metros de dónde se encontraba y iluminando tan solo sus pies y tobillos; Una larga falda de color amarillo cubría todo lo que no estaba entre las sombras. No sabía de qué color era su pelo o sus ojos, si era alta o baja, delgada o rellenita, pero en aquel momento poco importaba. Su cuerpo respondía a ella, su fuego ardía con dolorosa intensidad, deseándola y eso era suficiente para él. Un polvo rápido y podría concentrarse de nuevo en su búsqueda.

Los primeros acordes de un tango empezaron a sonar en el reproductor con grandes altavoces instalados sobre una nevera portátil. Él se acercó lentamente, saboreando el momento y se mantuvo entre las sombras, como un cazador al acecho. Una segunda nevera portátil abierta al lado de la primera, contenía unas cuantas cervezas entre el hielo derretido. Había dos parejas bailando en el charco de luz que creaban las llamas, una de las chicas estiró la mano hacia ella en una muda invitación que rechazó. A juzgar por sus movimientos y las risitas tontas de las mujeres, tenían tanto alcohol encima que dudaba realmente que pudiesen enterarse de algo. Era un milagro que siguiesen en pie. Su mirada volvió a ella, con una lata de cerveza entre las manos, un insulso gorro encasquetado en la cabeza y lo que ahora veía claramente como un liviano vestido de verano en color amarillo, saludaba una vez más a sus compañeros. Su mirada bajó sobre la hoguera, observándola danzar con cadencia hipnótica. Uno de sus pies marcaba el ritmo de la música, seguido por el apenas perceptible movimiento de su cuerpo y un bajo tarareo. El rostro bajo el sombrero y el cuerpo parcialmente oculto entre las sombras le impedían ver más allá de la sensual y cremosa piel bronceada de los hombros y brazos.

El rasgueo de la guitarra y los acordes del violín finalizaron el preludio de la música antes de oír la rasgada voz del cantante que interpretaba el Tango de Roxanne. Él no estaba seguro de que esperaba encontrar en aquella desconocida, pero si algo sabía era que no estaba preparado para la abrasadora ola que lo recorrió cuando ella alzó la mirada en su dirección y un nuevo chasquido del fuego le permitió contemplar brevemente unos bonitos y grandes ojos marrones.

—Bueno, bueno, bueno, parece que todavía existen hombres capaces de dar la cara —murmuró, sus labios estirándose en una sonrisa—. Estaba a punto de decirle a Nessa que la apuesta apestaba, pero ahora… estás aquí.

Él frunció el ceño ante el inusitado recibimiento. Su voz sonaba cálida, sensual incluso, especialmente cuando pronunciaba las palabras en un idioma que claramente no era el suyo. Su acento la delataba.

—Empezaba a pensar que no aparecerías —continuó y frunció los labios. Un mohín que él encontró incomprensiblemente adorable.

Pero lo que más le intrigaba era el hecho de que ella le hablase con tal familiaridad, haciendo referencia a una cita que nunca estableció. ¿Estaría esperando a alguien más?

—¿Qué te hizo pensar algo así? —El tono de su voz bajó ligeramente, su acento mucho más suave que el de ella al dirigirse también en español.

Ella alzó la cabeza un poco más, pero todavía no consiguió verle el rostro. La luz de las llamas creaban sombras a su alrededor.

—Es más de media noche… la playa está llena de gente borracha… o ahogada —declaró abarcando la extensión de la playa con un gesto de la mano que todavía sostenía la lata de cerveza.

Él no pudo evitar esbozar una irónica sonrisa ante el vehemente tono que utilizaba ella.

—¿Y tú a qué grupo perteneces?

Ella se levantó entonces, sus movimientos bastante estables para alguien embriagado. La forma en la que paladeaba las palabras, la lentitud con la que se conducía… era como si estuviese luchando por controlar cada acto.

—Creo que no encajaría en ninguno de los dos —aseguró. Sus pies parecieron elegir aquel momento para entrecruzarse. Un pequeño traspiés que la habría lanzado directa al suelo si él no hubiese reaccionado a tiempo—. Wow… ves… esto es precisamente lo que le dije antes a Nessa, ¿a quién le preocupa un arma cuando tu propia torpeza puede hacer que te rompas el cuello? Buenos reflejos, por cierto.

No sabía si se trataba de torpeza o de la cantidad de alcohol ingerida, pero lo que era innegable era la forma en que su cuerpo reaccionó al de ella. Su cercanía lo encendió como si su elemento hubiese sido alimentado con combustible. Ella encajaba perfectamente contra él. Su figura más pequeña se acoplaba a la suya, el aroma floral que la envolvía estaba entremezclado con el del humo de la hoguera, el olor a salitre de la playa y del alcohol. No era muy alta pero con aquel horrible sombrero de tela encasquetado parecía una muñequita.

—Has bebido un poquito más de la cuenta, ¿no te parece?

La vio negar con la cabeza, mirar la lata de cerveza que tenía todavía en la mano y lanzarla hacia atrás con tan buena puntería que terminó dentro de la nevera portátil.

—¿Te parezco lo suficiente borracha como para poder hacer eso? —sugirió mientras intentaba enderezarse. Sus manos presionaron contra la tela de su camisa. Dayhen no podía verle el rostro a pesar de estar tan cerca, tampoco sabía si tenía el pelo corto o por el contrario lo llevaba recogido dentro del poco favorecedor complemento.

—Pareces lo suficientemente parlanchina para que tenga mis dudas —no pudo evitar responder ante el mohín que escuchó en su voz. Sus manos se ciñeron entonces a su cadera y tomó nota de sus voluptuosas curvas.

La cabeza de la chica cayó hacia atrás y él pudo ver entonces la redondez de sus mejillas y la forma en que sus labios se curvaron en una mueca. Sus ojos permanecían todavía ocultos por la sombra del borde del sombrero

—Solo me he tomado dos cervezas —aseguró con vehemencia—. Esta última ni siquiera llegué a la mitad… La verdad es que no me gusta demasiado su sabor…

Su voz pareció perderse en la noche solo para regresar con un tono más agudo.

—Pues sí que eres alto.

Él no pudo evitar arquear una ceja ante aquella apreciación. No consideraba que con su metro setenta y nueve fuese precisamente alto, su estatura nunca fue algo que lo hubiese molestado o supusiera un inconveniente.

Y ella no era pequeña, la parte superior de su cabeza le llegaba a la barbilla, y estaba descalza, sus pies se hundían en la arena. Un ligero estremecimiento la recorrió entonces.

—¿Frío?

Ella negó con la cabeza y para su sorpresa, se acercó más a él. Sus manos resbalaron sobre la tela de la camiseta de algodón negra que mostraba la chaqueta abierta, los dedos acariciaron tímidamente en su ascenso hacia los hombros mientras se pegaba a él con un suspiro.

—Estás caliente —la oyó farfullar, su cabeza acomodándose bajo su barbilla mientras le rodeaba el cuello con los brazos—, y hueles bien.

Señor, ella sí que olía bien y estaba haciendo estragos en su cuerpo. Dejó que sus manos se deslizaran hacia abajo rodeándola y abarcando sus nalgas, la atrajo hacia él, sus caderas uniéndose íntimamente mientras su pesada erección rozaba el blando y ligeramente redondeado vientre. El fuego crepitaba ahora en su interior, revolviéndose colérico y anhelante por dejar su piel y acariciar la de ella, penetrarla del mismo modo que él deseaba hacerlo.

Wow… vamos un poquito rápido, ¿no? —se rió ella bajando ahora las manos sobre las de él y obligándole a abandonar su posición original.

Él gruñó en voz baja, liberó sus manos de las de ella y de un movimiento le arrancó el sombrero. La mata de cabello castaño que contenía cayó en cascada sobre sus hombros, sus dedos cerrados sobre la barbilla la obligaron a levantar el rostro permitiéndole ver una cara de duende con unos bonitos ojos marrones. No era una belleza, pero resultaba atractiva.

—No lo suficiente rápido para mí, ni en este momento —aseguró acariciándole el labio inferior con el pulgar un segundo antes de sustituirlo por sus labios.

No, no era demasiado rápido para él. Incomprensiblemente la deseaba de esa manera, ahora y con fuerza. Quería arrancarle la ropa, sumergirse entre sus muslos mientras sus piernas se enlazaban alrededor de su cintura. Se encontró salivando por probar los maduros pezones que se adivinaban a través de la tela del vestido, cada fricción de su cuerpo contra el suyo, avivaba el fuego, alimentándolo de forma brutal, encendiéndolo más y más.

Sintió su vacilación durante unos instantes, estremeciéndose cuando penetró la barrera de sus dientes y se sumergió en su boca; la acarició, se embebió de ella, embriagado de su sabor de calor.

Por Odín, que bien sabía.

Una tímida mano empujó suavemente su pecho y él le permitió romper el beso, escuchando una risita manando de su boca.

Um… vaya… eso ha sido… fantástico. —Ella se lamió los labios, su mirada contactó con la de él—. De verdad… que sí… pero… um… quizás debiésemos… no sé… conocernos un poquitín antes, ¿huh?

Él deslizó la mirada sobre el vibrante cuerpo que tenía delante, se lamió los labios y alcanzó su mano para tirar de ella. La alejó de la luz que proyectaba la lumbre y la arrastró a las sombras. Incluso en la madrugada, a pesar de la noche sin luna, el resplandor de las hogueras creaba una agradable penumbra.

—Todo lo que necesitas saber, es que vas a gritar de placer —le dijo al oído, una promesa sensual que estaba dispuesto a cumplir.

 

 

 

Naroa estaba atrapada entre la pared de piedra y el muro humano frente a ella; no podía hacer otra cosa que rendirse. El ardor en su ingle rivalizaba con la lava fundida que fluía por sus venas, su sexo hinchado y húmedo mientras todo el cuerpo vibraba preso de una excitación que no había sentido en sus veintinueve años.

Aquello iba demasiado rápido, su mente se convirtió en papilla desde el momento en que se encontró en sus brazos y la besó… Oh, señor, ese beso la sacudió como si se hubiese aferrado a un cable de alta tensión. Podía sentir el fuego en su lengua, acariciando la suya, inundándola con un enfebrecido calor que pensó que la consumiría por entero. Era incapaz de pensar con claridad, cada vez que su conciencia intentaba emerger, las manos masculinas estaban allí y la ahuyentaban al deslizarse sobre su cuerpo.

Los tirantes del vestido se deslizaron por sus hombros, los lazos cedieron y aquellas ansiosas y firmes manos arrastraron la tela hasta la cintura dónde ya se arremolinaba la falda. Sus pechos se erguían hinchados, los pezones destacando contra la breve tela que los contenía; la húmeda brisa del mar acariciaba su acalorada piel a la par que atenuaba la intensidad que se concentraba entre sus muslos ahora desnudos.

Un pequeño jadeo escapó de entre sus labios cuando sintió sus dedos resbalando en una caricia sobre el pedazo de material del bikini que cubría su sexo. Los lazos que lo mantenían sujeto a su cuerpo se desprendieron y ella se mordió el labio inferior para evitar un quejido.

Ardía, sentía la piel tan caliente que dolía. Todo su interior parecía haberse llenado de fuego, una lava candente que lamía su cuerpo, bañando sus maltratados órganos y le traía una paz y lasitud que solo conocía a través de los chutes de analgésicos que se veía obligada a tomar últimamente. Pero al contrario que las drogas, se sentía bien, su cuerpo parecía rejuvenecer en vez de adormecerse y el agotamiento del trasiego generado por el viaje y la tensión a la que estaba sometida, se evaporaron.

—No lo entiendo, pero me quemas por dentro —musitó ella, lamiéndose los labios con placer.

Ella sintió su respuesta inmediata, su cuerpo se tensó y sus manos la abandonaron inmediatamente. Un breve quejido involuntario abandonó su boca, sus manos estirándose ya para retener las suyas y volver a traerlas sobre su piel.

—No, por favor… es agradable —suspiró al notar una vez más el roce de sus manos sobre la piel—. Es lo más agradable que he sentido en mucho tiempo.

Dayhen frunció el ceño, inadvertidamente había dejado que el fuego entrase en ella, liberándose de una parte de su carga. Algo que si no controlaba podría lastimarla; calcinarla en realidad.

—¿Estás bien? —Necesitaba cerciorarse de que ella seguía bien, que no la hirió por descuido.

Su suspiro fue suficiente respuesta.

—Mejor que bien —aseguró ella. Sus manos ascendieron tímidamente por sus brazos hasta enlazarse tras su cuello—. Sea lo que sea que estás haciendo conmigo, no lo dejes, el fuego aleja el dolor.

 

 

«El fuego aleja el dolor».

Aquellas palabras se colaron sin permiso en su mente y trajeron consigo la suave voz que las había pronunciado por primera vez después de despertar en el hospital. No podía borrar de su memoria la desesperación en los ojos de Ryshan haciéndose eco de la suya propia; él se había puesto a sí mismo en peligro al equilibrar el fuego con su propio elemento. Esa noche había marcado un antes y un después en la vida de Dayhen y de todos los Relikviers.

Un breve quejido lo devolvió al presente y a la mujer que tenía medio desnuda en sus brazos, a la sedosa y caliente piel que encajaba tan bien con la suya propia. Se sentía sediento, el fuego en su interior crecía con arrolladora intensidad extendiéndose alrededor de ambos, atraído por ella.

—Ardes —se encontró murmurando, la braguita del bikini quedó olvidada en el suelo y sus dedos se empapaban con la humedad y calidez del sexo femenino—. Tu cuerpo atrae el fuego… siento como te derrites, como te mojas… aumentas mi necesidad… déjame tenerte.

 

 

Naroa tragó, todo su cuerpo se derretía bajo las expertas caricias de un hombre al que no conocía. Su viaje a Asturias resultó improvisto, en un momento estaba leyendo su correo electrónico y al siguiente entregaba a su mejor amiga los billetes electrónicos de su próximo vuelo. Afortunadamente, Vanessa estaba acostumbrada a sus excentricidades —no era como si ella misma no las tuviese—, y el moverse de un lado a otro sin tiempo para meditarlo siquiera era algo que llevaban un tiempo haciendo. Después de todo, el encontrarse tumbada en la camilla de una sala de urgencias —sin que los médicos pudiesen dar con la causa de su malestar—, era casi tan normal para ellas como el hecho de salir huyendo para evitar la muerte. Su día a día no podía considerarse aburrido, ni siquiera había tiempo para averiguar el significado de esa palabra. Su reloj marcaba los minutos con precisión Suiza, no podía desperdiciarlo porque quizás mañana amanecería muerta.

La vida era demasiado corta para desperdiciarla, no podía darse tal lujo; ya no. Estaba en aquella playa para disfrutar de la noche y de lo que esta le ofreciese, sin ataduras de ningún tipo, pero el inesperado regalo de hombre que se encontraba frente a ella era mucho más de lo que esperaba. Y empezaba a darse cuenta que también mucho más de lo que podía manejar.

Sí, había decidido desmelenarse un poco, pero el alquilar la peluquería para poder cepillarse al peluquero era demasiado.

—Esto empieza a ir demasiado deprisa —valoró en voz alta—. Ya no estoy tan segura de que sea tan buena idea… ¿Por qué no paramos un poco y…?

Su voz se perdió cuando él le mordisqueó un punto entre la oreja y el cuello; sus piernas se convirtieron al instante en gelatina.

—¿Qué… qué estás haciendo… conmigo? —gimió derritiéndose en sus brazos, su cerebro en colapso total—. No… no puedo encontrar ni un solo pensamiento coherente.

Su risa sonó clara y rica en su oído, su aliento le acariciaba la piel mientras una de sus manos ascendía por hombros desnudos una milésima de segundo antes de que la parte superior del vestido, junto con el bikini abandonasen su cuerpo.

—No hay necesidad de pensar en nada, duende, solo déjate llevar.

Su boca succionó con suavidad uno de sus pezones y ella creyó oírlo gemir de placer, como si ese se hubiese convertido en su plato favorito. Las sensaciones eran tan intensas, tan desgarradoras que no estaba segura de poder soportarlo por más tiempo sin hacerse pedazos.

—No… no deberías… hacer… eso —gimió apretando involuntariamente los muslos, encerrando la traviesa mano que la acariciaba entre ellos—, no… no puedo pensar…

Una nueva sonrisa pareció curvar los labios masculinos sobre su pecho, con un suave ¡plop! dejó ir uno de sus pezones para juguetear con el otro entre sus dedos.

—No hay necesidad de pensar, duende —le susurró acariciándole ahora los labios con su cálido aliento—. Limítate a sentir y a disfrutar, tu cuerpo habla por sí solo, deja que se exprese…

Ella jadeó tensándose incluso más, solo para volver a relajarse cuando las caricias de su amante se hicieron más suaves y tiernas.

—Si fuese un hombre decente te haría llegar con los dedos y me alejaría —le susurró rozándose contra ella, presionando su erección confinada en el pantalón contra su abdomen—. Pero te necesito, quiero enterrarme entre tus piernas, poseerte, marcarte… Tu piel me atrae, tu cuerpo reclama el mío y consume mi fuego. Me apaciguas, duende y elevas mi excitación a cuotas inimaginables.

Ella se derritió ante sus palabras, entonces, casi sin darse cuenta de lo que hacía, se encontró preguntando.

—No necesito un hombre decente… —siseó ella y se mordió el labio inferior con desesperación—. No… no lo quiero.

La pregunta pareció sorprenderlo, porque cesó todo movimiento. Entonces se echó a reír, una risa clara, contagiosa y muy sensual.

—¿Y qué es lo que quieres, duende? —preguntó. Ella le sintió retirar la mano de entre sus piernas, su calor la abandonó un instante. El sonido de la cremallera del pantalón resonó como si fuese una sirena de emergencias en su obnubilada mente. Todo su cuerpo se estremeció, pero era incapaz de concretar si lo hacía debido a la excitación o a su alarmada conciencia.

—Esto es una locura —farfulló ella, sus manos puestas ahora sobre el amplio pecho todavía cubierto con la camiseta.

Hubo un ligero chasquido, entonces sintió como él cogía sus manos en una sola de las suyas y antes de que pudiese preguntar qué estaba haciendo, se las llevó por encima de su cabeza, extendiéndola, al tiempo que separaba sus piernas con un ligero taconazo de sus pies. A ella se le escapó el aire ante la inesperada brusquedad, la cual pronto quedó opacada por el calor del cuerpo masculino pegado al suyo, de sus besos rodando por su cuello y de la sensual voz en su oído.

—No serviría de nada, duende —le dijo—. Cuando termine contigo, me iré, no volveremos a vernos.

Aquellas palabras se hundieron con fuerza, pero por más que intentaba hallar una respuesta adecuada, era incapaz de llegar a ella.

—Un hombre directo y sincero —murmuró ella con un profundo suspiro al sentir su boca sobre el hueco de su clavícula—. ¡Qué novedad!

Él no respondió, se limitó a acariciarle uno de los muslos para finalmente tirar de su pierna hacia arriba, sujetándola por debajo de la rodilla mientras se posicionaba en la entrada de su sexo.

—Considéralo Un Sueño de una Noche de Verano —le dijo antes de introducirse lentamente en aquel acogedor calor entre sus piernas.

Naroa perdió cualquier posible réplica al sentirle abriéndose paso. Su sexo la empaló por completo, alojándose en su interior, abriéndola para él. El aire se quedó atascado en sus pulmones, jamás se había sentido tan repleta, tan colmada, todo su cuerpo era un hervidero de sensaciones que se acumulaban allí dónde la llenaba.

Muy lentamente empezó a retirarse, quedando unido a ella solo por la punta de su erección para volver a introducirse de nuevo en una asombrosa y agónica tortura que adoraba.

Pronto sus gemidos corearon los suyos, sus embestidas se hicieron más fuertes, más rápidas. Podía sentir la tela de sus pantalones raspándole los muslos, sus brazos ahora envolviéndola, librando su espalda de la rugosa piedra contra la que la sostenía mientras el placer remontaba cada vez más alto. El fuego la inundaba, llenándola con calor y rabiosa necesidad, amenazando con quebrar su mundo en mil pedazos.

—Déjalo ir, duende —oyó su voz susurrándole en el oído, su calor abrasándola, quemándola; había algo que le resultaba extraño pero era incapaz de concentrarse en ello—. Córrete para mí. Deja que tu cuerpo encuentre la liberación. Ven a mí, solo ven.

Naroa no necesitó nada más para culminar, todo su cuerpo se tensó, estremeciéndose en el orgasmo más demoledor que había tenido en mucho tiempo mientras él seguía penetrándola, cada vez más rápido, aumentando las sensaciones hasta alcanzar su propia culminación.

—¡Cristo! —jadeó ella.

Naroa creyó oírlo reír un instante antes de sentir todo su peso sobre ella durante un momento.

—No metas a tu dios en esto, duende, me gustaría quedarme con el mérito —le oyó decir con cierta jocosidad.

Antes de que ella pudiese responder, lo sintió deslizándose de su interior. Lo siguiente fue el sonido de la cremallera y sus firmes manos volviendo a colocarle el vestido.

—Gracias —le oyó murmurar.

Ella parpadeó, en la oscuridad en la que se encontraban apenas podía ver más que una silueta.

—¿Por qué? —preguntó en apenas un susurro.

Él se limitó a acariciar sus labios con el pulgar un instante antes de resbalar la mano sobre el rostro sin llegar a tocarlo haciendo que ella cayese lánguida en sus brazos.

—Por este regalo, duende —musitó trasladándola de nuevo al lugar en el que había estado previamente sentada, dejándola allí para que sus compañeros la encontrasen.

Dayhen luchó contra la inexplicable urgencia de quedarse a su lado, de verla abrir una vez más los ojos, había algo extraño en ella, algo que atraía y calmaba el elemento del fuego que habitaba en su interior. No sabía quién era, pero no podía negar lo evidente, esa desconocida era la primera mujer que conseguía dominar su fuego por completo sin acabar hecha cenizas.