ALGO USADO...  ALGO NUEVO

Por unos segundos mi mirada quedó enceguecida en el resplandor de los brillantes. 

- Tenés que llevar también algo usado -  me había recordado mi amiga Rosario.

El día de mi boda llevaría las caravanas de mi bisabuela paterna.  Las había heredado hacía ya muchísimo tiempo, al igual que su nombre ante Dios el día de mi bautismo.  Descansaban desde entonces en el  interior de mi necessaire rojo, que hacía las veces de disimulada caja fuerte, en el más oscuro rincón del placard de mi dormitorio.   Mi abuela me las había dado varios años atrás. 

Recordé que, desde que las había visto por primera vez, muchos fracasos sentimentales habían tenido lugar en mi vida.  Durante años, había intentado, infructuosamente, descifrar el enigma de mis desamores.  Tenía que haber alguna razón que explicara mi condición de imán irresistible de hombres inmaduros, mujeriegos y poco trabajadores.  Algo debía explicar mi terca incapacidad para dejarlos ir, cuando en mí resonaba la necesidad de un vínculo sano con un hombre de características totalmente opuestas.  Aún sin respuesta, finalmente, parecía que había encontrado al compañero indicado. 

Me llevaba bien con Enrique.  Era atento y amoroso conmigo, había nacido en  la Argentina aunque hacía años que trabajaba en Uruguay.  Sus hijos, fruto de su anterior matrimonio, residían en La Plata con su madre.  Eran niños pequeños, por eso Enrique los visitaba con asiduidad.  Nuestro intenso y apasionado noviazgo, de apenas siete meses, hizo que decidiéramos casarnos a pesar de que hacía tan poco tiempo que nos conocíamos. 

*****

Una semana antes de mi casamiento recordé lo que me había dicho mi amiga sobre llevar algo viejo, algo nuevo, algo prestado y algo azul.  Lo nuevo sería el vestido y lo prestado una pulsera de mi madre.  En la gastada liga, que guardaba desde la boda de mi prima, cumplía con lo azul.   Lo usado serían las caravanas de mi bisabuela.

- Ponete las caravanas para ver el efecto que producen - me sugirió mamá, mientras compartíamos una de las últimas pruebas de mi vestido de encaje marfil.

Me las puse.  A pesar de su luminosidad, apenas tocaron mi piel, una extraña melancolía, aún más profunda de la que sentía desde siempre, tocó mi alma.  Vi con total claridad el rostro dulce de mi bisabuela ya fallecida: sus ojos de cielo despejado me miraron desde algún lugar, mientras mis oídos creyeron escuchar su tímida risita.  Sorprendida por mi extraña visión, me las quité de inmediato.  Algo se recompuso en mí, aunque la desazón no me abandonó.

Esa noche, invadida por una curiosidad nueva, llamé a una tía vieja, la única persona más cercana a mi bisabuela que aún vivía.  Necesitaba saber la historia de amor de mis bisabuelos.  Lo único que conocía era que mi bisabuelo había fallecido el día antes que yo naciera y que yo me llamaba Carmen, como mi bisabuela.

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- Sí, claro, claro.  Te cuento lo que se rumoreaba  cuando yo era pequeña.  Carmen y Julián se casaron en Maracena, España.  No sé bien cómo se conocieron. Él había heredado un establecimiento de productos porcinos que le daba buenas ganancias y le servía para mantener sus vicios de juego y bebida, como también a su esposa, a sus siete hijas y a su hijo varón.  Julián era también bastante mujeriego y poco afecto al trabajo.  Pasados los primeros tres meses de casados, volvió a las andadas.    Con el correr de los años, el juego se tragó a todos sus clientes.  Julián tuvo que hipotecar la casa en que vivía con su familia, así como los demás bienes que poseía.   En una deuda de juego llegó a apostar a su propia esposa.  Perdió.  El ganador, confuso e impactado por su extraño premio, se dirigió a la casa de la familia Barrancos a cobrarse la deuda.  Su espíritu  “timbero”, pero menos ennegrecido que el de Julián, se conmovió profundamente apenas se abrió la puerta de entrada de la humilde residencia.  Allí frente a él, sus ojos se encontraron con la mirada pura de una pequeña mujer que, rodeada de varios niños y con una beba en brazos, le obsequiaba una media sonrisa interrogante.  El hombre no pudo articular palabra.  Se dio media vuelta y partió, con paso lento y sin explicación alguna, compungido por la situación y tremendamente furioso con su contrincante.  Le perdonó la deuda al infame, no por él sino por su familia.  

*****

- Julián no escarmentó.  En busca de dinero fácil, se fue por unos meses a Nueva York.  Con lo que logró juntar, no sabemos bien cómo, pagó los pasajes en barco para toda su familia con la que partió un día rumbo a América. Llegaron a Uruguay en 1928 en busca de una nueva vida.  En Montevideo, Julián fue guarda de tranvía, mozo, peón.  Su decadencia económica no le hizo perder las mañas.  Ni la misteriosa muerte de María, la más joven, linda e inteligente de las hijas del matrimonio, lo hizo madurar a este hombre.  Solo sé que María sufría de crisis nerviosas y que, en una de las tantas internaciones en un psiquiátrico, falleció cuando tenía diecinueve años.   A los ochenta y uno, el corazón inquieto de Julián decidió detenerse.  Como bien sabes, muy pocas horas antes de que el tuyo, que ya latía, irrumpiera en este mundo.

Quedé muda.  No tenía idea de la azarosa vida de esta generación de ancestros.  ¿Mi bisabuela Carmen, que yo recordaba como una viejita de ojos bondadosos, habrá querido decirme algo con sus caravanas?  Sin comentarlo con nadie, contraté un detective. 

Dos días antes de la ceremonia, suspendí la boda.  El sabueso, pagado por mí, viajó a la Argentina.  Allí, no le fue muy difícil descubrir que Enrique mantenía una relación informal con otra mujer.   Bastó seguirlo durante unas horas, en su última visita a su tierra antes de nuestro casamiento, para constatar su doble vida. 

Creyéndose protegido  por la distancia, no dudó en despedirse con un abrazo y un beso apasionados de una pelirroja en la puerta del edificio donde ella residía.  Luego supimos que se trataba de una antigua compañera de trabajo. Me sentí muy dolida por un tiempo largo. 

Poco a poco, la tristeza se fue transformando en calma.  Fue desapareciendo con el correr de los días la melancolía que llevara conmigo desde niña.  El efecto de la historia oculta de mi bisabuela sobre mi psiquis parecía por fin haber desaparecido.  Me sentía diferente,  como si por primera vez fuera realmente yo.   También empezaron a aparecer un nuevo tipo de hombres en mi vida.  No creo que fuera una simple casualidad. 

Totalmente repuesta, un día decidí ponerme nuevamente las caravanas.  Con ellas puestas, fui a comprar el ramo de rosas, las más blancas y las más lindas que encontré, y las llevé a la iglesia donde me bautizaron.  Las consagré a mi bisabuela y a mi abuela, que también se llamaba Carmen y que, como buena hija mayor que tuvo que cuidar de sus hermanos más pequeños, fue la que más sufrió las consecuencias de los desmanes de su padre.  Llevé también una rosa roja para Julián, mi bisabuelo que, en su inconsciencia, había dañado a las personas que más debía amar.  Dejé un pimpollo color té en memoria de María. Nadie enloquece porque sí.  No sé si fue mi imaginación o mi intuición, pero algo me hizo percibirla como otra víctima inocente de este hombre insólito. 

Entendí que, además de tanto dolor escondido, las mujeres de mi familia me habían legado la esencia del alma femenina: amor, compasión y una inquebrantable fortaleza.  Logré por fin hacer las paces con la intrincada trama de mi sagrado linaje.  El delicado perfume del capullo rosa alilado que el florista me había regalado me volvió al presente.  Sin darme cuenta, la bella flor se había deslizado para descansar al pie de las otras, mientras cuatro pares de pupilas cómplices me sonreían, augurándome mi destino siempre anhelado.