UN SOBRE, UN DESTINO
Eran las cuatro de la mañana y Pequela estaba despierta. Acostada en su cama pensaba en su marido. La calidez de un nuevo sentimiento que nunca había experimentado antes la estremeció, mientras una sonrisa iluminaba su rostro al recordar todo lo que había acontecido en su vida en los últimos cuatro años. Esa noche había descubierto que estaba enamorada de Kirk. Todavía no se lo había dicho. Aún estaba bajo el impacto de ese descubrimiento que, aunque para otros podía ser algo normal y sencillo, para ella era toda una revelación, sobre todo teniendo en cuenta cómo se habían desarrollado los hechos hasta ese momento.
A través de la ventana, que se encontraba levemente abierta, llegaban los ecos de algunas voces lejanas y el fresco del sereno de esa noche de verano, tan diferente a la de su Perú natal. Súbitamente, se vio como era algunos años atrás, y se fue dejando llevar, poco a poco, por los recuerdos, que daban vueltas en su mente, en un remolino de emociones e imágenes.
En el año 2000 la vida de Pequela transcurría plácidamente. Trabajaba como recepcionista en la sucursal de la ciudad de Lima de GBCMail, la famosa empresa internacional que distribuía correspondencia en todo el mundo. Día tras día, entraba a la oficina a las nueve de la mañana y, aunque su horario era hasta las cinco de la tarde, permanecía allí la mayoría de las veces hasta las siete, o el tiempo que fuese necesario, según las exigencias de su jefe. Nunca le había interesado demasiado estudiar. Por esa razón, una vez que finalizó la secundaria, consiguió ese trabajo por medio de un aviso que había aparecido en el principal diario limeño. Con veintiocho años de edad como tenía y viviendo con sus padres, el sueldo le parecía más que suficiente. Después de todo, no era nada despreciable, teniendo en cuenta la escasez de trabajo que imperaba en ese momento en su país.
Pequela tenía muchos amigos. Aunque de naturaleza más bien tranquila y poco afecta a las salidas nocturnas, se divertía siempre que podía. Nunca había tenido novio. Conocía a algunos muchachos y varias veces había ido a bailar, pero no había pasado de eso. No parecía interesarle ningún chico en especial. Tampoco se preocupaba por ello. Ya llegaría el amor. No había apuro, se decía a sí misma, y a todo aquel que le preguntara sobre el tema.
En la empresa donde desempeñaba sus tareas trabajaban alrededor de ochenta personas. Pequela no tenía problemas con nadie, Era amable con todos y discreta con las confidencias de los demás. Aunque nunca se comentaba abiertamente, y sólo existían algunos rumores, ella sabía que su jefe, de treinta y ocho años y casado, mantenía una relación amorosa con una de las secretarias de la empresa. Muchas veces desaparecía en horario de trabajo, supuestamente para encontrarse con su amante, aunque para todos estaba en una reunión de trabajo. Esta situación no afectaba en absoluto a Pequela. Eduardo, su jefe, la trataba bien y eso era lo único que a ella le interesaba.
Además de atender el teléfono, el trabajo de Pequela consistía en encargarse de la correspondencia que llegaba a la empresa. Todos los días recibía gran cantidad de sobres que contenían muestras de diversos tipos de mercaderías que enviaban o eran recibidas por las compañías exportadoras e importadoras de su país. Una tarde como tantas otras, cuando estaba a punto de retirarse de la oficina, recibió un sobre cerrado que debía ser enviado a Brasil. Firmó la boleta correspondiente, y dejó el sobre junto a otros que serían despachados a primera hora del día siguiente. Esa acción tan simple cambiaría su destino ¡Y de qué forma! A las seis y cuarto de la tarde se fue a su casa, cenó con sus padres y, como hacía habitualmente, se quedó mirando televisión hasta medianoche.
Al día siguiente, se levantó, se duchó y, sin desayunar, pues ya era muy tarde, salió corriendo a tomar el ómnibus que la llevaría a su trabajo. Durante el viaje de veinte minutos camino a la oficina, se distrajo observando el movimiento de la ciudad que se desplegaba a lo largo de sus calles. Descendió tranquilamente donde siempre lo hacía y, pocos pasos antes de llegar a la empresa, se sorprendió al ver un patrullero parado en la puerta de la misma. Miró su reloj y se apresuró a entrar, ya que eran casi las nueve y cuarto de la mañana. Apenas cruzó la entrada principal, vio junto a su escritorio a dos policías y a un hombre de particular. Se disponía a preguntar a uno de los policías qué era lo que estaba pasando cuando el hombre de civil le dijo:
- Señorita Martínez, queda usted detenida.
Pequela no atinó a pronunciar palabra alguna, mientras los policías la tomaban uno de cada brazo y la conducían hacia la calle rumbo al patrullero. ¿Se trataba acaso de una broma?, se preguntó Pequela. No, no podía ser. No una broma de esa naturaleza.
Ya adentro del automóvil y saliendo un poco de su inicial asombro, atinó a preguntar qué era lo que sucedía; por qué la detenían.
- Ha de tratarse de un error – musitó entre sollozos ante el silencio de los oficiales. – Hablen con mi jefe, el señor Eduardo Leivas. Él les dirá que soy empleada de GBCMail pero que no manejo dinero. Si se trata de algún robo, es imposible que yo tenga algo que ver.
La fría mirada de los hombres fue la única respuesta que obtuvo. Ni los policías que iban en el asiento delantero del patrullero, ni el hombre de traje negro, que se encontraba sentado junto a ella, le contestaron.
Luego de unos minutos, que Pequela no pudo precisar, el auto arribó a la dependencia policial de la zona. Chiquita como era, su metro cincuenta de altura se perdía entre los dos uniformados que nuevamente la conducían del brazo. Pequela lloraba y caminaba entre nubes, protagonista de una pesadilla que no había soñado y que recién comenzaba. Una vez dentro del edificio, la condujeron a la oficina del Comisario donde la obligaron a sentarse en una silla algo desvencijada por el uso. De inmediato, se retiraron los guardianes del orden y quedó a solas con el hombre del terno oscuro. Transcurrieron algunos segundos hasta que la puerta se abrió. Detrás de una gran barriga y un inmenso bigote, Pequela vio entrar a un hombrón de unos cincuenta y cinco años aproximadamente, uniformado y de cara seria. Supuso que sería el comisario. El panzón se sentó y, luego de intercambiar una mirada con el hombre de particular, dijo sarcásticamente:
- ¡Así que aquí tenemos a la “chica de los pequeños envíos”! ¡Con esa cara de inocente, quién lo diría! ¿Te creíste muy lista, no? Hace ya algún tiempo que nos habían avisado que cada semana salía un paquetito de cocaína para Brasil simulando ser una muestra de cereal. Teníamos una idea de quién era que lo enviaba, pero suponíamos que, para que saliera del país sin problemas, a través de un servicio de correo especial, debía de haber un cómplice en la firma donde trabajas. Siendo tú la que recibes los sobres y, según asumimos, la encargada de revisar su contenido antes del envío, eres evidentemente parte del “negocio”. Joven, sin antecedentes y aparentemente inofensiva, constituyes la compinche perfecta para facilitar la salida de la “merca”. Por esa razón, pequeña, quedas detenida como una de las sospechosas en esta cadena de traficantes que hace tiempo estamos buscando.
Pequela no lo podía creer. Entre ahogos, producidos por su incontenible llanto, trató de explicar que ella no tenía nada que ver en ese asunto. Efectivamente, recibía los sobres y era su tarea revisarlos antes de cerrarlos. Sin embargo, su jefe, Eduardo Leivas, le había ordenado que, para facilitar la recepción de las llamadas y la atención al público, los firmara y se los entregara a él, quien personalmente se encargaría de corroborar el contenido de los mismos.
-Llámenlo, por favor- repitió Pequela, con voz entrecortada por las lágrimas. – Él se los explicará mejor – dijo, mientras caía en un triste lamento sin palabras.
El comisario y el hombre de particular se miraron, sonrieron y se hizo un extraño silencio, al cabo del cual el hombre de negro le comentó al comisario, con cierta ironía, que el famoso Eduardo Leivas había partido esa mañana rumbo a Miami. Esa había sido la primera información que le habían suministrado al ingresar a la empresa y preguntar por él.
- No puede ser, no puede ser – repetía Pequela, saliendo de su sopor.
Ella no sabía nada sobre el viaje de su jefe.
- Debe de haber una equivocación. Por favor, llamen a mis padres, mi teléfono es el 33198985. Se trata de una espantosa confusión, un malentendido, un error…
No acabó de decir esto último, cuando se desmayó. Al despertar tuvo la sensación de estar en una sala de hospital. Efectivamente así era. Una enfermera se encontraba sentada a su lado y una mujer policía estaba apostada en la puerta de la habitación, que estaba entreabierta.
- Mamá ¿dónde estás mamá? – preguntó Pequela, a la vez que las últimas escenas de su vida se iban sucediendo en su mente.
La enfermera se incorporó y, acercándose a ella, le contestó en un tono muy dulce que se quedara tranquila, que todo saldría bien.
- Por el momento, sólo trata de descansar. Tus padres han venido a verte pero no les han permitido entrar – añadió.
Las paredes giraban a un ritmo vertiginoso alrededor de Pequela, la mujer policía y la puerta también, todo en una calesita macabra de soledad, miedo e impotencia. Unos instantes después, volvía a perderse entre confusos sueños. Cuando abrió los ojos nuevamente, era otra la cara que la estaba observando. Un hombre enfundado en una túnica blanca y de cara solemne le estaba tomando el pulso. Pequela dirigió su mirada hacia la puerta donde vio, una vez más, a la mujer policía, tal vez la misma de antes, tal vez no. Poco a poco fueron encajando las piezas en el rompecabezas de su cerebro y recordó todo lo sucedido. No sabía si era de día o de noche, no sabía con exactitud dónde estaba. Sus labios se movieron con la intención de formular una pregunta, pero no pudo pronunciar frase alguna. Las palabras no salían de su boca. Sentía su cuerpo caliente y sus pies helados. Temblaba. Oyó que el médico llamaba a la enfermera.
- Traigan un calmante y preparen la sala de operaciones de inmediato. No hay tiempo que perder – le oyó decir antes de que la envolviera un enjambre de voces y rostros.
Se perdió otra vez en etéreas escenas en las que algunos niños jugaban en el parque y ella, también niña, buscaba afanosamente a su mamá. Los sueños se sucedían. La realidad se mezclaba con la fantasía y Pequela ya no sabía en qué día vivía ni dónde estaba. Así permaneció por un lapso de tiempo que no conoció sino hasta haberse recuperado por completo.
Una tarde lluviosa de verano abrió los ojos para encontrarse con la mirada tierna y cariñosa de su padre. Otro sueño, pensó. Sin embargo, esta vez se trataba de la realidad. Junto a él estaba su madre, que le acariciaba la mano, en un gesto de amor entrañable. Luego de unos instantes, oyó como su madre le decía que todo estaba en orden, que debía descansar. El malentendido había sido aclarado. Eduardo Leivas era el responsable de todo lo ocurrido. Evidentemente, alguien lo había alertado de la denuncia y, por ese motivo, había tenido tiempo de huir del país. El muchacho que había traído el sobre a la oficina había confesado todo. Al principio se había negado a hablar, pero finalmente había admitido que Pequela nada tenía que ver en el asunto. Ahora ella estaba libre de cargos y podía volver a su trabajo. Leivas todavía no había sido apresado. Había una orden internacional de captura contra él pero, aparentemente, estaba bien escondido en algún lugar de los Estados Unidos o en alguna otra parte del mundo. Todo eso escuchó de boca de su madre, aunque fue recién al otro día que se enteró que había estado internada durante quince días. Había sufrido un shock. Hubo complicaciones y hasta habían tenido que operarla de urgencia de apendicitis. En ese tiempo había perdido bastante peso. Si bien siempre había sido muy delgada, ahora estaba pesando apenas cuarenta y cinco kilos.
La recuperación de Pequela siguió en su casa. Sus amigos iban a visitarla. Ella los recibía, pero en realidad no tenía demasiadas ganas de ver a nadie. El médico le ordenó reposo. Permaneció un tiempo en la cama, sin embargo su cabeza no tenía descanso. No cesaba de pensar. Había decidido que no volvería a trabajar. Renunció a su empleo y decidió tomarse unas vacaciones hasta resolver qué haría con su vida. Un mes después de haber retornado al hogar, luego de su desagradable experiencia, recibió una carta de Adriana, su entrañable amiga que, dos años atrás, había partido a probar suerte en los Estados Unidos. Adriana vivía en Maryland, donde le estaba yendo bastante bien. Sin pensarlo demasiado, Pequela decidió que ella también intentaría una nueva vida en aquel país. Sentía que debía alejarse de todo lo que pudiera recordarle los momentos vividos últimamente. Habló con sus padres y estos estuvieron de acuerdo con ella. Pequela estaba mejor físicamente pero no recuperaba su peso. Todo lo que comía le caía mal. Por esa razón, sus progenitores pensaron que tal vez un cambio de ambiente era lo que necesitaba su hija para restablecerse totalmente.
Pequela dejó Perú una mañana de otoño. Sus padres y su hermano la despidieron con un sentimiento entremezclado de tristeza y de esperanza. Al subir al avión, Pequela sintió un gran alivio. El futuro se presentaba como un gran misterio. Una incertidumbre muy grande la embargaba con respecto al paso que estaba dando.
En el Aeropuerto de Washington la esperaba su amiga Adriana. Ésta la recibió con alegría y le ofreció que se quedara en su casa por unos días. Pequela aceptó. Los primeros días, mientras Adriana trabajaba, Pequela aprovechaba para recorrer la ciudad. Se sentía libre y maravillada por todo lo nuevo que conocía. Al mismo tiempo, buscaba trabajo. No era fácil ya que tenía una visa de turista. El dinero que había llevado, que no era mucho, ya que Pequela nunca había sido demasiado ahorrativa, se iba poco a poco, a pesar de que sus gastos se reducían solamente a la comida. Fue a varias entrevistas, pero su inglés no era bueno. Además nadie quería contratar a una muchacha sin residencia legal. Un mes y medio después, luego de mucho buscar y desesperarse un poco, el dueño de un pequeño restaurante de comidas mexicanas le ofreció un puesto en la cocina. El sueldo era bajo pero, dada su situación económica, decidió aceptarlo. La mayoría de sus compañeros de tareas eran también mexicanos o personas de origen latino. Allí hizo algunos amigos. Una chica salvadoreña, que trabajaba como mesera, le ofreció compartir el alquiler de su pequeño apartamento. Pequela aceptó ya que consideraba que era un abuso permanecer en el hogar de su amiga, sobre todo considerando que Adriana vivía en el “basement” de una casa, cuyo alquiler compartía con una compañera de trabajo.
Pequela siguió desempeñando tareas en el restaurante durante ocho meses. Allí conoció a Kirk, un norteamericano que proveía de productos enlatados al restaurante. Se hicieron buenos amigos. Kirk tenía cuarenta y cinco años y era soltero, más bien reservado y algo tímido. Atento y respetuoso con ella, acostumbraba invitarla al cine o a cenar todos los fines de semana.
Pasaron cinco meses más, al final de los cuales Pequela decidió buscar otro empleo. Estaba cansada de pelar papas y de lavar frutas y verduras durante horas. Lamentablemente, nada surgía. Un día en que se encontraba especialmente angustiada por su situación, le comentó a Kirk su inquietud. Éste, como única respuesta le dijo:
-Cásate conmigo.
Así de simple. Sin una declaración de amor. Sin que nunca hubiera insinuado de manera alguna sentirse atraído por la chica. Hasta ese momento, Kirk siempre se había comportado como un buen amigo y ella lo veía únicamente como tal. Lo consideraba muy mayor para ella y, en ocasiones, hasta le parecía un poco aburrido. Ante el asombro de Pequela, Kirk le respondió que solamente le hacía ese ofrecimiento para que ella pudiera obtener un nuevo empleo. Casada con él, sería más fácil lograr una buena oportunidad. No le exigía nada, ni siquiera que se fuera a vivir con él. Era un trato puramente comercial, del cual él no obtenía beneficio alguno. Pequela no se detuvo demasiado a pensarlo. Dudó durante unos minutos pero luego le contestó que sí. Kirk le parecía una persona confiable y había demostrado ser un buen amigo. Además, estaba literalmente harta de su trabajo y su jefe era insoportable. Exigía y exigía pero de aumentos de sueldo, nada. Se sentía cansada tanto mental como físicamente. Durante el tiempo que llevaba en Estados Unidos no había logrado recuperar el apetito. Necesitaba ver a un médico, pero las consultas eran caras. Era un lujo que no podía permitirse. Su visa de turista había vencido. Deseaba con todo su corazón ir de visita a su patria, ver a su familia, experimentar un poco de calor de hogar, pero si lo hacía era muy difícil, prácticamente imposible, que consiguiera una nueva visa para regresar a los Estados Unidos. Ella no deseaba establecerse definitivamente en su país, al menos no por el momento. Todavía sentía el sabor amargo de lo que había sucedido en su anterior empleo.
Esa noche llamó a su amiga Adriana y le pidió que fuera testigo de su boda. Adriana se sorprendió mucho. Sabía que Pequela salía a veces con Kirk, pero pensaba que eran solamente amigos. Por otra parte, en muchas oportunidades Pequela le había comentado, ante sus insistentes bromas, que Kirk le parecía un hombre sin atractivo alguno.
La ceremonia de matrimonio fue sencilla. Estaban presentes solamente el oficial que los casó, Adriana y un amigo de Kirk. No hubo festejo. Después de la ceremonia civil fueron simplemente a comer unas hamburguesas. Luego Pequela regresó a su trabajo y Kirk al suyo. De noche, como todos los días, Pequela retorno al apartamento que compartía con su amiga salvadoreña, a quien no le comentó nada de lo acontecido. Kirk, por su lado, había prometido guardar el secreto también. Sólo su amigo, que había oficiado de testigo, sabía de la boda. Una vez casada con Kirk, no fue difícil para Pequela conseguir un empleo mejor. Fue una bendición poder dejar el restaurante y emplearse como cajera en un supermercado. Allí tenía un contacto más directo con la gente. Sus conversaciones bilingües con Kirk le habían ayudado a mejorar su inglés. Se defendía bien con su escaso vocabulario. Después de todo, no tenía que hablar demasiado y el trabajo le gustaba bastante. Fue al médico, quien le recomendó alimentarse mejor y le mandó una cantidad de vitaminas y algunos medicamentos para abrirle el apetito. El sueldo era más alto que el percibía en el restaurante mexicano. De todos modos, no era suficiente como para poder vivir holgadamente. Seguía viendo a Kirk con regularidad pero este último había cambiado. Se mostraba más agresivo con ella. Pequela no le prestaba demasiada atención. Estaba interesada en un muchacho que trabajaba en el supermercado, y que no parecía darse cuenta de los sentimientos que despertaba en la joven peruana. La saludaba, le sonreía amablemente y nada más.
Seis meses después del enlace, los esposos recibieron una comunicación que decía que debían presentarse en una oficina del Estado para regularizar la situación de Pequela, lo que provocó pánico a la flamante esposa.
¿Y si descubrían que el casamiento era una farsa? Eso era algo muy común en los Estados Unidos. Ella lo sabía por gente conocida y por tantas películas que había visto sobre este tema. Le planteó sus temores a Kirk. Éste, parco como siempre, solamente atinó a decirle:
- Ven a vivir conmigo.-
Esta vez Pequela no dio una respuesta inmediata. Deseaba pensarlo mejor. Confiaba en Kirk pero no le había gustado su actitud de los últimos tiempos. Una cosa era que fueran amigos y se vieran de vez en cuando. Otra muy distinta era compartir una casa. Además, había recibido una carta de su hermano donde le decía que deseaba visitarla para probar él también suerte en ese país. Pequela se moría de ganas de ver a alguien de su familia. En unos meses tal vez podría ir a visitarlos, pero no sería factible hasta que no tuviera todos los papeles en regla. Su angustia se veía aumentada debido a que la amistad con su “roomate” salvadoreña se había deteriorado. Pequela le toleraba muchas cosas porque la parte de alquiler que debía pagar era muy baja, y eso le permitía ahorrar más dinero. Muchas veces había pensado en mudarse sola a un apartamento, pero económicamente era imposible. Finalmente, luego de mucho meditarlo, le dijo a Kirk que se trasladaría a su casa, con la condición de que le permitiera pagar un alquiler. La casa era propiedad de Kirk, pero Pequela temía que, si aceptaba el ofrecimiento de aquél, sin pagar su parte, tuviera que hacer algún tipo de concesión que ella no estaba dispuesta a otorgar. Kirk se mostró muy contento cuando Pequela aceptó su propuesta. Al principio, puso objeciones al pago de un alquiler por parte de ella pero luego, viendo que era la única forma de que la muchacha aceptara compartir su casa, no tuvo más remedio que acceder.
La mudanza de Pequela coincidió con la llegada de Enrique, su hermano, lo que contribuyó a que la convivencia entre los esposos fuera más llevadera. Pequela estaba feliz con la visita. En sus horas libres llevaba a Enrique a recorrer diferentes lugares. Se puso al día con las novedades de su país y de su gente y, sobre todo, con las noticias de su familia. Sus padres estaban bien, deseosos también de visitarla. Prometían hacerlo en el correr de los próximos meses, si Kirk permitía que se alojaran con ellos. Kirk seguía mostrándose parco y no permanecía demasiado en la casa. Regresaba tarde de su trabajo. Algunas veces compartía la cena con Pequela y Enrique, otras tantas ni eso. Siempre había sido muy amable con Enrique, pero nunca había querido salir con él y su hermana.
La mamá de Kirk, una señora de más de setenta años, había ido a visitarlos en dos oportunidades. La dama estaba encantada con Pequela. Ella pensaba que su hijo y la chica estaban enamorados y no hacía más que preguntar cuándo vendrían los nietos. Como persona mayor que era, deseaba disfrutar mientras estuviera bien de la nueva familia que su hijo había formado.
Enrique permaneció en Estados Unidos dos meses. No pudo encontrar trabajo y decidió regresar a su país. Al mes de su partida, los padres de Pequela decidieron también visitarla y estuvieron con ella durante unos veinte días. Pequela estaba feliz. Se sentía mejor. El tratamiento médico y su familia habían hecho que recuperara algo de su apetito. Había engordado cinco kilos, lo que, teniendo en cuenta su delgadez, era mucho. Cuando partieron, Pequela se sintió muy triste. La casa parecía vacía sin su presencia. Sus padres sabían cuál era la verdadera situación con Kirk y se habían preocupado un poco. Kirk les había parecido un hombre agradable. Había sido muy correcto con ellos pero en su opinión, y aunque Pequela les había dicho en reiteradas ocasiones que no era así, Kirk estaba enamorado de ella.
-¿Por qué razón sino habría de ser tan condescendiente contigo, hija?-reflexionó su madre.
-Se siente solo, mamá. Al compartir su casa conmigo está más acompañado. Yo no lo molesto en absoluto y además le pago un alquiler- respondió algo molesta Pequela.
Las entrevistas con el oficial del Registro Civil habían salido bien. Nada hizo sospechar al funcionario que se trataba de un matrimonio irreal. La documentación oficial pronto estaría en manos de Pequela, quien comenzó a pensar en la posibilidad de irse a vivir sola. Ya no aguantaba el mal humor de Kirk, ni su marcada indiferencia. Compartían un techo pero ya no más charlas. Ambos trataban de llegar a casa en horarios en que el otro no estuviera, para evitar así roces o conversaciones. Cada uno tenía su dormitorio. Era fácil eludir encuentros cuando no lo deseaban.
Un día en que la situación era ya insostenible, Pequela decidió hablar con Kirk. Le diría que se iba a ir definitivamente de la casa. Ya no toleraba más esa peculiar convivencia. Le agradecería mucho todo lo que él había hecho por ella pero era momento de salvar, aunque fuera, la amistad que había existido en un tiempo entre ellos. Alejarse sería mejor que terminar odiándose.
Esa noche, apenas Kirk llegó a la casa, Pequela le dijo que quería hablar con él. Kirk sonrió.
-Yo también tengo algo que decirte- respondió de inmediato él.
Sin darle tiempo a Pequela de articular palabra, comenzó un breve pero sentido discurso que ella escuchó con indisimulado asombro.
-Estoy enamorado de ti. Siempre lo he estado. Todo lo que hice fue con la esperanza de que te enamoraras de mí. Nunca quise forzar tus sentimientos. Por eso no te había mencionado nada de esto antes. Lamentablemente, me di cuenta de que no compartes lo que yo siento por ti. Si lo deseas, puedes dejar la casa cuando quieras. Siempre seguiré siendo tu amigo, pero creo que será conveniente que no te vea por un tiempo, por lo menos hasta que se alivie mi dolor, y pueda enfrentar esta situación de otro modo.
Pequela se quedó paralizada. A pesar de que la situación había sido obvia para sus padres y también para Adriana, que le había insinuado que Kirk estaba interesado en ella, Pequela siempre se había negado a aceptarlo. Ahora todo estaba claro. Entendía el porqué de sus silencios y su mal humor. Tenía la libertad de irse. Podía empezar una nueva vida. Sin embargo, esa posibilidad no la hacía del todo feliz.
Los días siguientes trabajó como una autómata. Trataba de no pensar demasiado, pero un cúmulo de ideas se mezclaba en su cabeza. Casi no veía a Kirk. Él se cuidaba de llegar a su casa prácticamente de madrugada, cuando ella ya estaba en su cuarto. Pequela lo sentía ir y venir por las diferentes habitaciones del hogar. Ella, por el contrario, no se movía de su dormitorio. No sabía qué hacer ni qué decirle. Comprendió la soledad de ese hombre maduro. Pensó que tal vez el aburrimiento que había percibido en él era el resultado de demasiados años de aislamiento. Nunca le había hablado de amores anteriores, sólo de ocasionales aventuras. No era un hombre buen mozo, tampoco le parecía una persona demasiado interesante. De todos modos, lo consideraba un excelente ser humano. No solamente por la forma como la había tratado a ella, sino porque sabía cómo era con la gente que trabajaba junto a él. Tal vez el hecho de haber sido hijo único y de haber perdido a su padre de pequeño había sido la causa de que se sintiera responsable de su mamá. A pesar de que desde los veintidós no vivía con ella, nunca se había separado ni mental ni emocionalmente de su progenitora. Eso, probablemente, le había impedido formar una pareja.
Con el correr de los días, los sentimientos de Pequela se fueron transformando. Quizás siempre habían estado allí y ella no había sabido interpretarlos. Sentía algo especial hacia Kirk, pero no podía definirlo. Ella nunca se había enamorado, y en sus fantasías románticas nunca se había visto junto a un hombre casi veinte años mayor que ella.
Las dos, las tres, las cuatro de la mañana. Sí, definitivamente estaba enamorada de Kirk. Apenas se levantara, se lo haría saber. Parecía tan claro ahora que tenía la libertad de alejarse de él. Muchas cosas habían sucedido en su vida en los últimos años. Mucho había cambiado también. Ella había cambiado. En esos instantes le parecían muy lejanos los momentos vividos en su ciudad natal, su antigua angustia, su desesperación y decepción. Después de todo, la terrible experiencia sufrida la había llevado hasta donde estaba hoy y le había permitido conocer a Kirk. En ese momento entendió la razón de todo lo acontecido. La confusión de los últimos tiempos se transformó súbitamente en agradecimiento, hecho de amor, paz y comprensión.