FLOR SILVESTRE

(Wild Flower, 1955)

Miss Fray, no. Felicitas Fray, no.

Que los demás se despierten sobresaltados al oír el despertador, salgan arrastrándose de sus camas, se arranquen de la cara el pegajoso barniz del sueño con una toalla húmeda, busquen impacientes sus trajes, observen la cafetera y el tostador del pan y quieran apresurar todavía más su rápido masticar y beber, sólo para seguir corriendo agitando brazos y piernas con animación mientras continúan su camino. Que esos simples autómatas respondan eficientemente al estímulo del sol naciente, que saluden al nuevo día con paso resuelto, ojos alerta y que partan para dirigirse a sus nuevos asuntos y conquistas más recientes.

Pero Felicitas Fray, no.

El presente formaba parte del ayer y tanto el ayer como el presente constituyen la vida. El hecho de estar vivo no consiste simplemente en que los días pasen como si nada; el estar vivo es algo continuo, que no se repite, algo de lo que uno debería estar consciente durante todo el tiempo, tanto durmiendo como despierto…

Quizá no dure mucho.

Con prisas no se puede saborear y por tanto miss Fray no se inquietó, no comenzó el nuevo día con impaciencias o agitándose. Hacia el amanecer empezó a pasar del sueño profundo a un estado de duermevela, soñando semidespierta y permaneció inmóvil, escuchando el canto de los pájaros, observando cómo se iba iluminando el cielo, consciente del día y de sí misma.

Durante más de una hora permaneció en suspenso bordeando los indefinidos confines del sueño. En algunas ocasiones lo que oía era el verdadero canto de los pájaros, en otras era el recuerdo de voces hablando. Ella disfrutaba tanto de los unos como de las otras y sonreía semidespierta.

Cuando empezó a despertarse del todo, los pájaros casi estaban silenciosos. Habían terminado con los saludos matutinos y se dedicaban a la importante tarea de buscar su sustento. De pronto ella se dio cuenta de que el mundo estaba casi silencioso:

Tuvo una alarmante sensación de irrealidad y contuvo el aliento para poder oír algún sonido convincente. ¿Y si todo se hubiese interrumpido en este momento? Cualquier día podía suceder.

Era posible que en aquel mismo instante en otros lugares del mundo surgieran grandes columnas de humo retorciéndose hacia lo alto como anillos de Medusa e hinchándose en la parte superior como las circunvoluciones cerebrales, pulsantes por una especie de infravida y constituyendo el hito que señalaría el principio del silencio y el fin de todas las cosas.

Hacía ya muchos años que aquellas columnas de humo surgían en su mente cuando estaba descuidada o distraída. Las odiaba y las temía, eran el símbolo triunfante de la Ciencia.

Posiblemente la Ciencia era maravillosa, pero para miss Fray era una maravilla de signo negativo. La Ciencia era la enemiga del mundo que vivía y respiraba; era una formación cristalina entre la áspera roca desnuda que constituía el cerebro, sin sensibilidad, sin conciencia, yerma, y sin embargo era una amenaza activa y extraña a la que ella temía de una manera tan irracional como los animales al fuego. La Ciencia era un gran antibiótico.

En consecuencia, Felicitas escuchaba sintiéndose desgraciada.

Se oyó la llamada de un pájaro y otro que le contestaba. No bastaba.

Continuó escuchando para convencerse.

En el patio de una granja que había a cierta distancia, un tractor tosió varias veces y luego al calentarse el motor funcionó de un modo continuo.

Aliviada al saber que el mundo todavía estaba vivo se relajó y luego, despreciando desagradecida al tractor, lo apartó de su consciencia.

También era una manifestación de la Ciencia y, por tanto, desagradable.

Ella se refugió en sus pensamientos. Resucitó recuerdos almacenados de mágica belleza y palabras de oro. Se deleitó imaginando su propia Arcadia en la que no tenía entrada la Ciencia.

El tractor se hizo oír con más fuerza al dar la vuelta al patio y luego se fue perdiendo en la lejanía al irse alejando sin que Felicitas se percatase.

Tenía mucho tiempo, el suficiente para ir, sin apresurarse, a la escuela por el sendero que atravesaba los campos. El sol iba ascendiendo por los cielos y semejaba un medallón prendido en una inmensa capa azul. Más tarde haría calor, pero ahora se disfrutaba de una frescura que era como el toque de una mano fría. En las hojas y tallos todavía brillaban las gemas del rocío.

Las gotitas de la hierba caían por sus piernas y le mojaban los zapatos de lona blanca; era como si le besasen los pies…

Las vacas que salían de sus establos recién ordeñadas y con las ubres fláccidas, pero que continuaban siendo lentas y pacientes, la miraban con curiosidad indiferente y se volvían para continuar arrancando hierba y proseguir su interminable rumiar.

En lo alto, una alondra trinó para hacer que ella se apartase de su camino.

Un mirlo joven de aspecto hinchado y bien alimentado la miró cautelosamente desde el seto.

La ligera brisa de un vientecillo veraniego le acarició las piernas con dedos de telaraña.

En el cielo se oyó un murmullo, luego un rugido que retumbó en la bóveda, después un sonido estridente sobre su cabeza, un aturdimiento de orejas y de todos los sentidos que no se podía evitar. Era el presente que la asustaba gritando desaforadamente de una manera que resultaba imposible ignorar, por las bocas de sus cohetes de propulsión; era la Ciencia sobre alas.

Felicitas se puso las manos en los oídos y balanceó la cabeza. La injuria pasó a poca altura en las cercanías, las ondas sonoras rebotaron y pasaron.

En cuanto se hubo alejado, Felicitas se destapó los oídos y con lágrimas en los ojos enseñó los puños al chirrido volador de los cohetes y todo lo que representaba, mientras el aire aún se estremecía en torno de ella.

Las vacas continuaban paciendo.

Qué cómodo sería ser una vaca. Sin esperanzas ni lamentaciones; sin tener sentido de la culpabilidad pues sería completamente innecesario. Sin hacer distinciones entre las obras de los hombres deseables e indeseables, pudiendo apartarlos como a las moscas con un movimiento de la cola.

El ladrido y el retumbar murieron en la distancia y la estremecida campiña empezó a reponerse tras él, todavía temblorosa, pero recomponiéndose lentamente.

Llegaría un día en que habría demasiado ruido y sería imposible que se recobrase.

—Insinuaciones de mortalidad —se dijo miss Fray—. Tantas muertes pequeñas antes de que llegue la grande. Qué tonta soy de preocuparme. ¿Por qué me tengo que sentir culpable por otra gente? Yo no soy responsable de todo esto y ni siquiera tengo miedo por mí misma. ¿Por qué tiene que herirme tanto el temor por todo y por todos?

Un tordo cantó entre los espinos que estaban más allá del seto…

Ella se detuvo para escucharlo.

Notas dulces, untuosas.

Continuó andando, consciente de nuevo del fresco céfiro que acariciaba sus mejillas, del sol que brillaba en sus brazos y del rocío que le besaba los pies.

En cuanto Felicitas abrió la puerta, cesaron los murmullos y se hizo el silencio.

Las hileras de caras de rosadas mejillas enmarcadas por cabellos peinados de muy diverso modo se dirigieron hacia ella. Todos los ojos estaban fijos en su cara.

—Buenos días, miss Fray —dijeron al unísono, y luego se hizo nuevamente el silencio absoluto.

Felicitas notaba la expectación que había en el ambiente cuando la miraban. Había algo a lo que ella tendría que responder. Lo buscó con la mirada recorriendo la familiar clase hasta que acertó a ver en su mesa un sencillo vaso de cristal que contenía una flor.

Las hileras de ojos pasaron de ella al pupitre, y luego otra vez a ella.

Andando con lentitud, se sentó en su silla sin dejar de mirar la flor.

Nunca había visto cosa parecida con anterioridad, era incapaz de clasificarla y la estuvo contemplando durante largo rato.

Era más complicada que las sencillas flores del campo y sin embargo sin adulteración. Los colores eran claros, pero no primarios. La forma resultaba agradable sin tener la seriedad de las flores cultivadas. El tono básico de los pétalos era el rosa pálido y oscurecía un poco hacia el borde convirtiéndose en color crema en las puntas. En la base se repetía en salpicaduras el color rosado al principio, reticulado después y finalmente uniforme al irse estrechando el cáliz, pero dividido por blancas trazas de las venas centrales. Quizá recordaba a las orquídeas, pero a ninguna de las que ella había visto vivas o en ilustraciones. Las curvas de los pétalos eran suaves y redondeadas como las del agua en una cascada o de los sauces inclinados bajo el viento. Su consistencia era carnosa.

Felicitas se inclinó mirando el interior de la garganta aterciopelada; sobre pedúnculos verdes, delgados como cabellos se balanceaban los estambres en forma de cuarto creciente ligeramente empolvados por el polen. Aspiró su aroma, algo dulce, algo fuerte y con cierta terrosidad, pero combinados con tal sutileza que convertían en vulgar y banal el arte del perfumista.

Volvió a aspirar el aroma y a mirar en su interior, hipnotizada, incapaz de apartar de ella la vista, acariciándola en su atrevida delicadeza con una compasión dulce o anhelante.

Había olvidado por completo la clase, los ojos que la miraban, lo había olvidado todo excepto la flor en sí.

Un movimiento en alguna parte la hizo salir de su encanto. Levantó los ojos y miró sin prisas a las hileras de caras.

—Muchas gracias —les dijo—; es una flor preciosa… ¿Qué es?

Al parecer, nadie lo sabía.

—¿Quién la ha traído? —preguntó Felicitas.

Una niña de cabeza dorada de la segunda hilera se sonrojó ligeramente.

—La he traído yo, miss Fray.

—Y ¿no sabes lo qué es, Marielle?

—No, miss Fray; la encontré, me gustó y he creído que usted la encontraría bonita —explicó con ligera ansiedad.

Felicitas volvió a mirar a la flor.

—Me gusta mucho, Marielle, es preciosa. Has sido muy amable al pensar en traérmela.

Volvió a deleitarse contemplando la flor algunos segundos más y luego movió el brazo con decisión a la izquierda del pupitre. Con un esfuerzo aparté de ella los ojos y dirigió la mirada a las hileras de caras.

—Algún día —les dijo— os leeré algo de William Blake… «Para ver un mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre»… Pero ahora tenemos que continuar, ya hemos perdido demasiado tiempo. Quiero que copiéis con la mejor letra posible lo que yo vaya escribiendo en la pizarra.

Tomó la tiza y pensó por un momento mirando a la flor. Seguidamente se dirigió a la pizarra y escribió:

«Sus colores y sus formas, para mí fueron entonces una necesidad, una sensación y un amor…».

—¡Marielle! Espera un momento —dijo Felicitas.

La niña se detuvo y volvió atrás mientras las demás continuaban saliendo de la habitación.

—Te agradezco muchísimo que me la hayas traído. ¿Era la única que había?

—Oh, no, miss Fray. Había tres o cuatro matorrales llenos.

—¿Dónde, Marielle? Me gustaría conseguir una raíz si es posible.

—En la granja Hawkes, en la parte alta del campo grande, donde se estrelló el avión —le dijo la niña.

—¿Donde se estrelló el avión? —repitió Felicitas.

—Sí, miss Fray.

Felicitas se sentó lentamente contemplando la flor. La niña esperaba apoyándose ora en un pie ora en el otro.

—¿Puedo marcharme ya, por favor, miss Fray?

—Sí —dijo Felicitas sin mirarla—, sí, claro.

«Donde se estrelló el avión». Hacía ya casi un año de aquello. Fue durante una tarde de verano, cuando reinaba la serenidad y la calma que anuncian la proximidad de la noche: «Ahora el rutilante paisaje se desvanece de la vista y en el aire se impone un silencio majestuoso. Luego, el avión, con su vuelo de zángano, destruyendo la paz. Era como un papel de plata colocado en el cielo donde todavía brillaba el sol. Contra su costumbre Felicitas miró hacia lo alto; trató de ignorar el estruendo y sus prejuicios, porque no se podía negar que el artefacto tenía cierta belleza como si fuese una mariposa de plata. Observó que daba la vuelta y que el sol brillaba en la parte baja de las alas al inclinarse. De pronto había surgido una llamarada rosado-rojiza y la mariposa de plata dejó de existir. Delgadas chapas resplandecientes fueron cayéndose a trozos y desparramándose. El trozo más grande dejaba tras de sí una columna de humo, como una macabra pluma negra.

En sus oídos sonó una gran explosión.

Los trozos relucieron en el cielo al caer retorciéndose, algunos de prisa y otros despacio. El mayor de todos parecía encaminarse directamente hacia ella. Presa de pánico se arrojó gritando al suelo con los brazos sobre la cabeza y orejas, deseando hundirse en la tierra.

Transcurrieron innumerables fracciones de segundo de espera, mientras los despojos de plata bajaban del cielo y Felicitas y todo el mundo que la rodeaba contuvo el aliento.

La tierra se estremeció bajo ella, y luego se oyó el golpe y el chirrido del metal.

Felicitas levantó la mirada, mordiéndose temerosa una mano.

A menos de cien metros de distancia vio el cuerpo plateado como el de un gran pez, aplastado e informe, y en aquel momento florecieron en él los pétalos de las llamas.

Cerca cayó alguna otra cosa.

Volvió a pegarse al suelo.

En el trozo principal algo explotó, los fragmentos de metal pasaron silbando sobre su cabeza y cayeron en derredor.

Seguidamente se arriesgó a levantar nuevamente la cabeza Los restos eran una pira llameante de la que a mayor altura se desprendía una columna de humo negro. En la cara notaba el calor que producía. No se atrevió a permanecer en pie por si alguna otra cosa explotaba y recibía en el cuerpo los cortantes trozos de metal.

Cuando llegaron los equipos de salvamento todavía estaba echada en el suelo llorando, y así la encontraron.

Dijeron que tenía un shock, un shock y miedo. La trataron en este sentido y la enviaron a casa.

Había llorado por la destrucción, por el incendio y el humo, el ruido y la confusión que se había producido y también por la gente que había muerto en el accidente, por la futilidad del mismo, por la estupidez de un mundo que era capaz de hacer aquellas cosas y de continuar haciéndolas, y que continuaría así hasta que las dos submasas críticas se fundieran por última vez.

La tuvieron en cama unos cuantos días con instrucciones de que descansase y se tranquilizase, pero resultaba difícil relajarse cuando las cosas continuaban dando vueltas y más vueltas en su cabeza.

—Oh, Dios —rezaba—, ¿no los vas a detener? El mundo no es suyo para que puedan hacer con él lo que quieran. Es Tu mundo y el mío, el corazón del mundo lo que están destruyendo con su mundo cerebral. Señor, todavía estamos a tiempo, Tú que destruiste su presunción en Babel ¿no volverás a hacerlo de nuevo antes de que sea demasiado tarde?

Felicitas recordaba la plegaria mientras estaba sentada en su pupitre contemplando la bella flor.

Habían vallado el lugar en que se había estrellado el avión y hasta puesto centinelas para mantener alejada a la gente. En el interior, algunos hombres con overoles rondaron una y otra vez, buscando, escuchando y observando los contadores.

Estaban preocupados por el cobalto, según dijeron. Ella se había preguntado la razón. Pero no era el cobalto de los artistas lo que buscaban: los científicos incluso se habían apropiado el azul profundo del mar, y al parecer hasta con eso habían hecho algo mortífero.

Aunque no totalmente mortífero, como miss Simpson que enseñaba ciencias en la Escuela Superior, le había explicado pacientemente. El avión transporta cobalto radiactivado destinado a algún hospital. Al estrellarse, o quizás en la primera explosión, la caja de plomo en la que estaba guardado se abrió desparramándose su peligroso contenido. Era peligroso en extremo y había que recuperarlo.

—¿Cómo es eso? ¿Es peligroso? —quiso saber Felicitas.

Y miss Simpson le dijo algo sobre los efectos de los rayos gamma sobre la materia viva.

* * *

Varias semanas transcurrieron hasta que los hombres de investigación se tranquilizaron por completo y se fueron a otra parte. Dejaron la valla, sin guardar ya, simplemente como una señal que indicase la porción de terreno que no había que cultivar aquel año. La tierra había permanecido inculta y en ella creció, la maleza a su gusto.

Ahora resultaba que del ruido, de la destrucción, del incendio y de las mortíferas radiaciones había nacido aquella flor adorable.

* * *

En la silenciosa habitación, Felicitas continuó mirándola durante largo tiempo… Después levantó la mirada y contemplando los desiertos bancos donde habían estado las hileras de caras dijo para sí misma en alta voz:

—Ya veo, soy débil. He tenido poca fe.

No se sentía inclinada a volver a visitar sola el lugar del accidente y le pidió a Marielle que el sábado la acompañase para enseñarle donde crecían las flores.

Ascendieron por un fresco sendero que recorría los bosques, cruzando un portillo y el campo que había más allá de él. Cuando llegaron al cercado se encontraron con que la valla había caído en varios puntos y que en su interior había un hombre. Llevaba camisa y pantalones azules y estaba ocupado en desembarazarse de un gran cilindro que llevaba a la espalda. Dejó el aparato cuidadosamente en el suelo y sacando un gran pañuelo se secó la cara y el cuello. Al acercarse ellas dio la vuelta e hizo una mueca de bienvenida. Felicitas lo reconoció como al segundo hijo del granjero.

—Es pesado llevar quince o veinte litros a la espalda con el tiempo que hace —dijo excusándose mientras pasaba el pañuelo por los brazos, con lo que el vello dorado que los cubría quedó enhiesto y brillando al sol.

Felicitas miró al suelo. Había cinco o seis matas pequeñas de flores de aquellas que crecían entre las hierbas y los matorrales, una de ellas aplastada bajo el cilindro.

—¡Oh! —dijo Marielle con tristeza—. Has estado matándolas, matando las flores que hemos venido a buscar.

—Coged todas las que queráis —les dijo el hombre—. Pero queríamos algunas raíces, para plantarlas —le dijo Marielle lamentándose. Se volvió hacia Felicitas condolida—: ¡Son unas flores tan bonitas!

—Desde luego que sí —convino el hombre—. Pero esto es lo que pasa: no podemos tener este trozo de terreno enviando semillas al resto. ¿Comprenden?

—Las has envenenado a todas, no ha quedado ni una —exclamó Marielle casi llorando.

El hombre asintió.

—Me parece que están listas aunque todavía tengan buen aspecto… Si me lo hubiesen dicho… pero ahora es demasiado tarde. No es veneno de los de antes, ¿saben? Es algo que afecta a las hormonas aunque no sé lo que es eso. No es que las mate sino que les altera todo el crecimiento y se mueren. Es maravilloso lo que hacen los científicos hoy día. No hay manera de saber qué es lo que van a descubrir a continuación, ¿no le parece?

Felicitas y Marielle recogieron ramilletes de las flores condenadas. Continuaban teniendo la misma belleza delicada e idéntico aroma penetrante. En el portillo Marielle se detuvo y miró con tristeza su ramillete.

—Son tan bonitas —murmuró con lágrimas en los ojos. Felicitas la rodeó con su brazo.

—Son preciosas —convino—. Son preciosas y no vivirán. Pero lo importante es que se hayan producido. Eso es lo que es maravilloso. Algún día… en otro lugar… volverán a crecer…

Un avión a chorro hizo oír de pronto su estridencia cerca de la cumbre de la colina. Marielle se tapó las orejas con las manos. Felicitas se quedó mirando cómo el aparato disminuía de tamaño entre el grito y los rumores del aire que protestaba. Le enseñó a la estela el ramillete que tenía en la mano.

—Esta es tu respuesta —dijo ella—. Vosotros sois grandes y levantáis grandes nubes de humo, pero esto es más grande que vosotros.

Marielle bajó las manos.

—Los odio, los odio a todos —dijo con la mirada puesta en el punto que se perdía en la lejanía.

—Yo también les odio —convino Felicitas—. Pero ahora ya no les tengo miedo. He descubierto un remedio, un elixir:

Es un vino de fuerza eficaz,

mi madre lo hacía con flores silvestres.