DE LA CECA A LA MECA
(Pillar to Post, 1951)
Clínica Mental Forcett
Delano, Conn.
28 febrero.
Sres. Thompson, Handett & Thompson, abogados. 512 Gable Street
Philadelphia, Pa.
Muy Sres. nuestros:
En respuesta a su demanda, debemos manifestarle que hemos realizado un examen muy completo de nuestro paciente Stephen Dallboy y que asimismo hemos realizado gestiones que establecen su identidad legal fuera de toda duda. Incluimos documentos demostrativos de ello, lo que liquida definitivamente su reclamación a las propiedades de Terence Morton.
Al propio tiempo admitimos que estamos sorprendidos; el estado del paciente ha cambiado de un modo radical desde nuestro último examen, en el que se puso en evidencia que era de mentalidad débil. A decir verdad, a no ser por su obsesión de que es Terence Morton y que lo sostiene razonadamente, podríamos clasificarle como normal. En vista de su obsesión y de las notables afirmaciones en que la funda, nuestro parecer es de que permanezca aquí en observación durante un tiempo para poder tener la oportunidad de destruir esta fantasía de su imaginación, y al mismo tiempo de aclarar algunos puntos que nos intrigan.
Para que puedan comprender la situación con más claridad incluimos una copia de unos escritos del paciente, que les rogamos que tengan a bien estudiar antes de pasar a nuestras observaciones finales.
DECLARACIÓN (de Terence Morton)
Sé perfectamente que esto resulta difícil de creer; de hecho, cuando sucedió, yo mismo no lo creí, suponiendo que sería debido al rápido desmejoramiento que me producían las drogas. Me drogué en grado suficiente para que mi sistema nervioso estuviese deshecho y, sin embargo, lo extraño era que tenía la sensación de que todo era real. A pesar de todo me pareció plausible que sucediese de aquel modo; supongo que Coleridge y De Quincey debían sentir algo parecido.
Una damisela con un dulcémele
Durante un sueño percibí…
A mi parecer la palabra «sueño» es pobre, pues sólo expresa la calidad y no la cantidad. ¿Qué consistencia tuvo aquella visión? ¿Pudo extender la mano y tocar aquella damisela? La oyó cantar, pero, ¿llegó a hablarle? ¿Se sintió como hombre nuevo libre de dolor? Creo que hasta el néctar de los dioses es algo relativo. Habrá quien sueñe con una especie de Hollywood celeste, pero para mí el paraíso consiste en no sentir dolores y en estar entero.
Hacía ya cuatro años que me había herido aquella granada; ¡cuatro años!, nueve operaciones y todavía faltaban algunas, porque a pesar de la carnicería que me habían hecho, todavía no habían conseguido eliminarme los dolores. Y ¿de qué me había servido? No hay duda de que para los médicos era interesante, pero yo me había convertido en un inválido sentado en una silla de ruedas y con sólo media pierna debajo de la manta. ¡Y todavía me dicen: «Ten cuidado con las drogas»! Vaya gracia, si me hubiesen dado cualquier otra cosa que aliviase el dolor quizá lo hubiese tenido, pero si hubiesen dejado de darme drogas, me habría matado… y ellos lo sabían.
No le reprocho a Sally que rompiera nuestro compromiso. Algunos son de la opinión de que debió herirme, pero no fue así una vez que hube sobrepasado el mal trago. Lo que yo le ofrecía antes era un hombre joven y sano… y lo que salió del hospital no lo era ni con mucho. Pobre Sally, la afectó muchísimo. Supongo que si la hubiese presionado hubiera tratado de continuar por una lealtad mal entendida. Pero doy gracias a Dios de no haberlo hecho, pues por lo menos así tengo la conciencia tranquila. Me han dicho que su marido es una buena persona y que el niño es avispado; así es como han de ser las cosas.
Pero a pesar de todo… cuando veo que todas las mujeres que conozco son amables y cariñosas… consolándome como si fuese un perro enfermo… Bueno, qué más da, siempre tengo el recurso de las drogas.
Y entonces, cuando no esperaba más que irme pudriendo lentamente, tuvo lugar este… este… sueño.
Había pasado un día muy malo; tanto la pierna derecha como el pie izquierdo me dolían mucho. Pero la mayor parte de la pierna derecha ya la habían echado a los perros hacía cuatro años, y poco más tarde le siguió el pie izquierdo; por tanto no había remedio. No había tomado mucha cantidad de la droga, porque de vez en cuando todavía se me ocurría la idea de que ganaba en virtud absteniéndome de tomarla cuando tenía ganas. Naturalmente no era así, y todo lo que conseguía era que me aumentase el mal carácter y que lo tuviesen que aguantar los demás; pero de pequeños nos inculcan estas ideas y algún día vuelven a salir a la superficie. Tenía que aguantar hasta las diez si mantenía lo que me había propuesto, y lo conseguí. Durante el último cuarto de hora estuve observando las agujas del reloj que adelantaba con más lentitud que un caracol, y a las diez en punto cogí la botella.
Quizás tomé un poco más de lo corriente, pero en el mismo momento que tomaba la medicina me decía a mí mismo que había sido un estúpido por haber esperado, pues no había conseguido nada. Solamente era una variación en esos juegos de imponerse limitaciones que los niños se inventan para pasar el rato. Para lo que les importaba a los demás, lo mismo daba que estuviese ahito de drogas durante toda mi vida. Me sentía maravillosamente; estaba reclinado de espaldas sintiéndome como si nunca hubiera descansado así anteriormente. El dolor había desaparecido, y con él toda clase de sensación; me parecía que flotaba suavemente de un lado para otro. Me sentía incorpóreo, sin limitaciones y repleto de una ligereza etérea. Supongo que aquella espera debió haberme cansado mucho porque empecé a dormirme antes de que hubiese empezado a disfrutar de verdad de mi estado…
Cuando abrí los ojos tuve frente a mí la visión de aquella damisela. No tenía ningún dulcémele, y desde luego no parecía abisinia, pero sí estaba cantando con mucha suavidad una rara tonadilla que lo mismo podía referirse al Monte Abora, porque no entendí ni una palabra.
Nos encontrábamos en una habitación, pues era una habitación aunque más parecía ser el interior de una burbuja. Todo era de un color verde suave con una iridiscencia nacarada y las paredes se curvaban hacia arriba de tal manera que era imposible decir dónde empezaba el techo. En los costados había dos aberturas en forma de arco; a través de ellas se veían copas de árboles y un trozo de cielo azul. Cerca de una de ellas, la muchacha estaba tocando un instrumento que no llegaba a distinguir. Cuando un momento más tarde miró hacia mí, vio que yo tenía los ojos abiertos, y dando la vuelta dijo algo que sonaba como una pregunta, pero que para mí no tenía ningún significado. Me limité a mirarla, y valía la pena hacerlo: era alta y bien proporcionada, y su cabello castaño estaba sujeto con una cinta. El material de su amplio vestido era diáfano y adornado con multitud de refinados pliegues; me recordaba las versiones prerafaelistas de los clásicos y debía ser ligero como una tela de araña, porque al moverse se arremolinaba y quedaba flotando en el aire. Parecían los ropajes de una escultura griega.
Frunció el ceño al ver que no replicaba, y según me pareció, repitió su pregunta. No hice caso de sus palabras. La verdad es que estaba pensando en dónde me encontraría, si sería aquello una antesala del cielo o algo parecido. No tenía miedo, y ni siquiera estaba sorprendido. Recuerdo que pensé: «Menos mal que ya ha pasado el mal trago», y me extrañé de que el preludio de la eternidad favoreciese a ciertas escuelas de pintura de la época victoriana.
Al ver que no le contestaba, sus ojos se abrieron con asombro y quizás algo de alarma; se acercó a mí y con mucha lentitud me dijo:
—¿No-eres-tú-Hymorell?
Su inglés tenía un acento extraño y en cualquier caso yo no sabía lo que quería decir hymorell, ni si yo lo era o no. Lentamente prosiguió:
—¿No-Hymorell? ¿Alguna-otra-persona?
Al parecer Hymorell era un nombre.
—Soy Terry —le dije—. Terry Morton.
Cerca de donde yo estaba había un bloque de una sustancia verde de aspecto duro sobre el que ella se sentó contemplándome; su cara expresaba incredulidad y sorpresa.
Entonces empecé a descubrirme a mí mismo. Yacía sobre un largo diván y estaba tapado con una especie de cobertor. Hice la experiencia de mover lo que debería ser mi pierna derecha y la cobertura se movió hasta la altura del pie. Tampoco sentía ningún dolor. De pronto, me senté y me palpé ambas piernas e hice una cosa que no había hecho desde hacía muchos años: prorrumpí en llanto.
No me es posible recordar de qué hablamos primero. Supongo que yo estaría demasiado excitado y asombrado para captarlo. Recuerdo que me enteré de su nombre y que me pareció kilométrico: Clytassamine. Ella hablaba en su inglés incierto de acento extranjero, y me extrañé de que a las puertas del Paraíso pudiese haber problemas idiomáticos; pero estaba más preocupado por mí mismo. Tiré de la cobertura y vi que estaba desnudo, lo que ni a ella ni a mí nos preocupó en absoluto. Me quedé contemplándome las piernas y me di cuenta de que no eran las mías, así como tampoco la mano con que las había palpado, pero podía mover los dedos tanto de las manos como de los pies. Pasé los pies sobre el borde del diván y por primera vez en cuatro años pude ponerme en pie…
No voy a entretenerme en dar muchos detalles, pues tengo la desagradable sensación de que lo que diga casi no servirá para nada, igual que las primeras impresiones que experimenta en Nueva York un isleño cualquiera del Pacífico. La mayor parte de las cosas tengo que tomarlas como artículo de fe, de la misma manera que tendría que hacerlo él.
Había una máquina para producir vestidos y Clytassamine la hizo funcionar. Por una ranura de la pared salieron mis nuevas ropas. Eran también amplias y no se veía ni una sola costura; a mí me pareció fino y escurridizo, pero como ella no dio muestras de desagrado, la dejé que me ayudase y en cuanto estuve arreglado me acompañó fuera de la habitación. Fuimos a parar a un gran vestíbulo construido en forma parecida y con la misma sustancia verde. Supongo que si Manhattan se hundiese en el Hudson, la Estación Grand Central se parecería un poco a aquel lugar.
Había allí unas cuantas personas, ninguna de las cuales parecía tener prisa. Sus ropajes eran todos de la misma sustancia y todos muy amplios; pero por lo que se refería al color y la forma, por lo visto todos tenían sus propios gustos. Como todavía no había tenido tiempo de acostumbrarme, todo aquel remolinear de los vestidos me recordaba algo así como un ballet decadente. Nuestras zapatillas no hacían ni el menor ruido en el suelo y apenas había otro sonido que el zumbido de voces tranquilas que en aquella enorme sala se perdían sin producir eco. A un extraño este amortiguamiento del sonido le resultaba deprimente.
Clytassamine me precedió hasta una hilera de asientos dobles colocados junto a una pared y señaló al último de ellos. Me senté en él y ella a mi lado. El asiento se levantó unos diez centímetros del suelo y empezó a deslizarse a través de la habitación; en el centro dimos la vuelta y con el mismo silencio nos encaminamos al gran arco que había en un extremo. Ya en el exterior nos elevamos un poco más hasta llegar a aproximadamente un metro de altura del suelo. De la plataforma desnuda a que estaba sujeta la silla surgió un parabrisas curvo que nos protegía y mientras me preguntaba cómo funcionaría aquello aceleramos hasta unos cuarenta kilómetros por hora, y pasamos suavemente a través de un enorme parque entre los árboles y arbustos dispersos. Supuse que ella controlaba el movimiento de alguna manera, pero no me fue posible averiguar cómo. Tenía que admitir que, excepto en velocidad, era el aparato volador más suave que he conocido, como si fuera una alfombra mágica.
Fue un extraño viaje, y aunque duró más de una hora, en todo aquel tiempo no cruzamos ni vimos un camino, aunque por dos veces percibí senderos que parecían estar en desuso. La región que atravesábamos parecía ser un parque del siglo XVIII sin límites ni campos cultivados o jardines. Contribuían a esta ilusión algunos rebaños de seres semejantes a ciervos que no nos prestaban ninguna atención. Los únicos signos de existencia humana eran unos cuantos edificios grandes que se veían por encima de los árboles, pero no pasamos cerca de ninguno de ellos. El atravesar aquel paisaje me produjo una rara sensación y tardé bastante en acostumbrarme; cada vez que nos acercábamos a un bosquecillo trataba de tirar de una palanca imaginaria para poder sobrepasarlo, pero en apariencia el aparato no funcionaba de esta manera porque siempre lo contorneábamos.
Al cabo de una hora vi en la lejanía un edificio construido sobre una colina lejana. No soy arquitecto y no puedo describirlo, pero no se parecía en nada a lo que yo había visto o imaginado, porque todos los edificios que conozco se basan en alguna figura geométrica y este parecía que hubiera surgido del suelo. Las paredes eran iridiscentes y no se veían ventanas. Estaba rodeado de arbustos e incluso brotaban algunos en la parte superior. Estaba seguro de que era un edificio porque no tenía aspecto natural. Al acercarnos lo fui mirando con más atención y cada vez me asombraba más. Lo que al principio me habían parecido arbustos resultaron ser, incluso los de la parte superior, árboles de gran altura. Aquello era de un tamaño inaudito. Luego, en medio de mi estupefacción, me acordé de mí mismo y sonreí: mis quiméricos sueños se convertían en realidad:
Era un milagro de raro artificio,
Una soleada cúpula de placeres can cavernas de hielo.
Pero cuando llegamos allí, resultó no ser así. Se elevaba ante nosotros como una montaña artificial. Nos deslizamos al interior por una entrada de sesenta metros de ancho y un centenar de metros de altura, llegando a un vestíbulo central de proporciones gigantescas. No había nada que sugiriese lo de «la cúpula de los placeres», aunque gracias a la iridiscencia de sus paredes se tenía la sensación de encontrarse en las «cavernas de hielo». Flotamos por aquel lugar más lentamente como si fuésemos una pluma arrastrada por la brisa. Había algunos hombres y mujeres paseando tranquilamente y algunos asientos deslizándose como el nuestro. Más allá del gran vestíbulo circulamos por pasillos y salas de menos tamaño hasta llegar a una en la que había reunidos una docena de hombres y mujeres que al parecer nos esperaban. El asiento se detuvo allí, descendió a algunos centímetros del suelo, nos levantamos y seguidamente por algún misterioso mecanismo se elevó y se deslizó hasta la pared. Clytassamine habló con el grupo de personas señalándome. Asintieron gravemente mirando en dirección a mí. Me pareció correcto devolverles la inclinación de cabeza y luego actuando ella como intérprete comenzaron a dirigirme una serie de preguntas. Me parece que fue durante aquel interrogatorio que empecé a tener la sensación de que en mi sueño había algo que no iba bien. Querían saber mi nombre, de dónde provenía, qué hacía y cuándo lo hacía, y otras muchas cosas. Mis respuestas hacían que de vez en cuando hiciesen pausas para conferenciar. Todo ello era muy lógico y detallado, y precisamente eso era lo que no me parecía bien. Los sueños, por lo menos los míos, tienen más movimiento. No prosiguen con suavidad sino que más bien pasan de una escena a otra, a saltos, como si un director de escena algo loco ordenase cortes a su albedrío. Pero lo que me sucedía no era así. Estaba perfectamente consciente de lo que ocurría tanto física como mentalmente…
Adelantamos poco debido al defectuoso inglés de Clytassamine, pero fue lo suficiente para que resultasen conferencias más largas y asimismo más complicadas. Finalmente ella dijo:
—Ellos-desean-tú-aprender-idioma. Más-fácil-de-hablar.
—Esto me va a llevar mucho tiempo —le dije, porque no me resultaba familiar ni una sola palabra de las que ellos habían hablado.
—No. Poco-thlana.
No comprendí nada.
—Un-cuarto-de-día —explicó ella.
Primero me dieron algunos alimentos: una caja con objetos que tenían el aspecto de bombones y de buen sabor, pero que no eran dulces.
—Ahora-dormir —dijo Clytassamine señalando a un bloque de aspecto frío y poco confortable.
Me subí a él y descubrí que no tenía nada de frío ni de duro. Me estiré en él preguntándome si con ello acabaría todo y me despertaría en mi propia cama sintiendo dolor en donde deberían estar mis piernas. Pero tardé muy poco en dormirme; quizás en la comida habían puesto algo.
Cuando me desperté todavía estaba allí. Suspendido sobre mí había una especie de dosel metálico de color rosado y que antes no había estado. Era… Voy a intentar dejar de describir las cosas. Francamente sólo comprendía un uno por ciento de lo que veía, de manera que no hubiera servido de nada hacerlo. ¿Qué podría comprender de un teléfono un egipcio de la antigüedad al verlo por primera vez? ¿Qué creerían un romano o un griego que son un avión a chorro o una radio? O bien, sin salirnos de las cosas más sencillas, si viésemos una tableta de chocolate por primera vez, tanto podríamos pensar que sirve para remendar zapatos, encender el fuego o construir edificios, y lo último que se nos ocurriría es que aquel paralelepípedo castaño y duro sería para comer, y al descubrirlo lo más probable es que probásemos también de comer jabón porque su consistencia es parecida y el color más agradable. Esto es lo que me pasaba a mí. Crecemos con una serie de patrones mentales sobre una base adquirida. Al mirar una máquina, casi inconscientemente nos decimos: «¡Ah!, esto funciona con vapor, o gasolina, o electricidad», y partimos de esta base. Pero la mayor parte de lo que yo veía me resultaba fundamentalmente desconocido. No tenía punto de partida y al no saber lo que me podría herir o quemar en cualquier momento, tenía miedo lo mismo que un niño o un aborigen tímido. Naturalmente se me ocurrían multitud de ideas, pero la mayoría no pasaban de eso. Por ejemplo, al despertarme supuse que el dosel era parte de una máquina de enseñanza por hipnotismo como las que, según tenía entendido, se habían tratado de inventar. Lo suponía porque me di cuenta de que ahora podía comprender lo que decía la gente, por lo menos en parte, pero no sabía nada del cómo ni del porqué. Había adquirido una comprensión del lenguaje que ellos hablaban, pero los conceptos que lo respaldaban me eran desconocidos… Sólo sabía lo que podía traducir. La palabra thlana, que había empleado Clytassamine, sabía ahora que era una medida de tiempo, una hora y doce minutos, precisándose veinte thlana para completar un día; dool era electricidad, pero laythal era una palabra que no me decía nada, y tuve que deducir que era una especie de potencia que me era desconocida, de manera que al no tener equivalente no podía traducirla.
Esto contribuyó todavía más a que todo me pareciera un sueño. La carencia absoluta de significado de algunas palabras que continuaban saliendo como las apagadas notas de un organillo cada vez me extrañaba más. A poco mi preocupación debió de hacerse evidente, porque dejaron de preguntarme y le dijeron a Clytassamine que me llevase y se ocupase de mí. Mi mente daba tantas vueltas por los intentos que había hecho para comprender que casi sentí un alivio físico al sentarme nuevamente a su lado, y di un suspiro de descanso cuando el asiento nos llevó flotando de nuevo al aire libre.
Antes de llegar a comprender nada de aquel mundo, me impresionó profundamente la capacidad de adaptación mental que tenía Clytassamine. Me hacía el efecto que debía ser una cosa espantosa el encontrarse de pronto con que una persona a la que se conocía perfectamente se había convertido en un extraño que quizás tuviera reacciones imprevistas. Sin embargo, no demostró ningún temor y sólo ocasionalmente se equivocaba y me llamaba Hymorell.
Comprendí entonces porqué al recuperar el sentido los que se desmayan, por lo general, lo primero que preguntan es: «¿En dónde estoy?» También yo quería saberlo porque sin poderlo relacionar con mi caso no me sentía capaz de volver a pensar con claridad. No había punto de partida. Una vez hubimos regresado a la habitación verde empecé a hacerle preguntas. Ella me miró dudando.
—Deberías descansar. Limítate a descansar y no te preocupes. Ya nos cuidaremos de ti. Si probase de contestarte sólo conseguirías asombrarte más.
Le dije que ya no había nada que pudiese asombrarme.
—He llegado a un punto en que ya no puedo continuar creyendo que esto es un sueño. Si no puedo orientarme un poco, me volveré loco.
Volvió a mirarme atentamente y asintió.
—Muy bien. ¿Por dónde quieres que empiece? ¿Qué es lo que más te interesa?
—Quiero saber dónde estoy, quién soy y cómo ha sucedido este cambio.
—Ya sabes quién eres; me has dicho que eres Terry Morton.
—Pero esto —dije dándome un golpe en el muslo izquierdo—, esto no es Terry Morton.
—Temporalmente, sí —dijo ella—. Era el cuerpo de Hymorell, pero ahora todo lo que constituye el individuo: la mentalidad, personalidad y carácter, es tuyo, y por lo tanto este es el cuerpo de Terry.
—¿E Hymorell? —le pregunté.
—Se ha transferido a lo que era tu cuerpo.
—Entonces ha hecho muy mal negocio —le contesté.
Quedé pensativo y luego añadí:
—Esto no tiene sentido —le dije—, la constitución no es constante, lo sé de cierto. Yo no soy el mismo, que por ejemplo, antes de que me hiriesen. Las diferencias físicas son origen de diferencias mentales. La personalidad depende en gran parte del equilibrio de las glándulas. Las heridas y las drogas me han cambiado, y si me hubiesen cambiado más, tendría ahora una personalidad diferente.
—¿Quién te ha dicho esto? —me preguntó ella.
—Es cuestión de conocimientos científicos y de sentido común —le dije.
—Y vuestros científicos, ¿no creen que hay un factor constante? Seguramente tiene que haber una constante a la que afecten los cambios, y si este factor existe, ¿no será más bien una causa que simplemente un efecto?
—Tal como yo lo entiendo simplemente es una cuestión de fuerzas que se mantienen en equilibrio.
—Entonces, no lo comprendéis —me dijo ella.
—¡Oh! —dije.
Por el momento decidí desistir de continuar con aquella cuestión.
—¿Qué lugar es éste? —le pregunté.
—El edificio se llama Cathalu —dijo.
—No, quiero decir, ¿dónde está? ¿Está en la Tierra? Parece la Tierra, pero nunca he oído hablar de un lugar como este.
—Claro que está en la Tierra —dijo ella—. ¿Dónde iba a estar si no? Lo que pasa es que está en diferente salany.
La miré luchando una vez más contra otra de aquellas palabras incomprensibles. Salany, no tenía ningún significado para mí.
—¿Quieres decir en diferente…? —empecé a decir y luego me detuve contrariado, pues en su lengua al parecer no había una palabra para «tiempo», por lo menos en el sentido que yo quería darle.
—Ya te he dicho que resultaría increíble —me dijo ella—. Piensas de una manera diferente. En términos de las antiguas ideas, a mi modo de entender, tú procedes de un extremo de la raza humana y ahora estás en el otro.
—No puede ser —protesté—. Procedo de veinte millones de años de evolución que me han precedido.
—¡Oh, eso! —dijo ella prescindiendo de aquellos veinte millones de años con un movimiento de la mano.
—Por lo menos —continué casi con desesperación—, podrás decirme cómo he llegado hasta aquí.
—A grandes rasgos, sí. Es un experimento de Hymorell, que ha estado haciendo pruebas durante mucho tiempo —(y de esta manera indirecta me enteré de que había una palabra para designar el transcurso de los días)—, pero la última que ha llevado a cabo ha tenido éxito. Varias veces ha estado a punto de lograrlo, pero la transferencia no llegaba a verificarse del todo. Hasta ahora sus experimentos de más éxito han sido hasta tres generaciones atrás. El…
—¿Qué es lo que has dicho? —le pregunté.
Ella me miró inquisitivamente.
—¿Has dicho que probó de hacerlo hace tres generaciones?
—Eso es —convino.
Me levanté del bloque en que estaba sentado y por las ventanas en forma de arco llegué al exterior. Era un día, tranquilo, soleado y de aspecto normal.
—Me parece que tenías razón, será preferible que descanse —dije.
—Harás muy bien —aprobó ella—. No te atormentes con los cómos y porqués. Después de todo no estarás aquí por mucho tiempo.
—¿Quieres decir que volveré a ser como era?
Ella asintió.
Sentía mi cuerpo bajo aquellos ropajes extraños. Era un buen cuerpo, fuerte, bien conservado, ágil, completo y no sentía dolor en ningún lado…
—No —dije—. No sé en dónde estoy y lo que soy ahora, pero sí sé una cosa, y es que no voy a volver al infierno en que estaba.
Ella me miró con algo de tristeza y moviendo la cabeza lentamente.
Al día siguiente, después de haber comido aquellos caramelos que no eran caramelos y de beber una sustancia lechosa de aroma indefinido, ella me condujo al vestíbulo en donde se encontraban las sillas. Yo me detuve.
—¿No podemos andar? —le dije—. Hace mucho tiempo que no he andado.
—Claro que sí —convino ella y nos encaminamos hacia la entrada.
Le hablaron varias personas y una o dos de ellas lo hicieron conmigo. En sus ojos había curiosidad, pero se comportaban con gran amabilidad como para hacer que un extraño se sintiera cómodo. Era evidente que sabían que yo no era Hymorell, y sin embargo yo no causaba ninguna sensación. En el exterior anduvimos a través de la hierba y encontramos un sendero que nos llevaba a través de arbustos y zarzales. La escena tenía tranquilidad y belleza propias de la Arcadia. Para mí el solo hecho de sentir la tierra bajo mis pies, como si fuese algo de valor incalculable, hacía que todo tuviera la frescura de la primavera. La sangre circulaba por mis venas de una manera hacía mucho tiempo olvidada.
—Dondequiera que esté, este lugar es encantador —dije.
—Sí, es muy agradable —convino ella.
Durante un rato paseamos en silencio y luego mi curiosidad se despertó de nuevo.
—¿Qué es lo que querías decir con lo de «el otro extremo de la raza»? —le pregunté.
—Pues sólo eso. Estamos convencidos de que nos acercamos a nuestro fin, de que acabamos. Estamos casi seguros aunque siempre hay esperanzas.
Yo la miré.
—Nunca he visto a nadie más sano o más bello —dije.
Ella sonrió.
—Este es el mejor cuerpo que he tenido —convino—. Por lo menos así lo creo.
En aquel momento no hice caso de lo que ella quería afirmar.
—¿Entonces lo que sucede es debido a la esterilidad? —le pregunté.
—No. No hay muchos niños, pero esto es más una consecuencia que la causa. Lo que sucede es que hay algo en nosotros que va dejando de perpetuarse, lo que hace que seamos humanos en lugar de simples animales; nosotros los llamamos malukos.
Esta palabra me produjo una impresión de afinidad a espiritualidad, o quizás alma, sin ser ninguna de las dos, naturalmente.
—¿Y en este caso los niños…?
—Casi ninguno los tiene. La mayoría son idiotas —dijo ella—. Si las cosas continúan así, llegará un día en que todos lo serán y habremos terminado.
Medité sobre lo que me había dicho Clytassamine, con la sensación de que estaba soñando de nuevo.
—¿Cuánto tiempo hace que sucede esto? —le pregunté.
—No lo sé. No tenemos idea aritmética del salany, aunque haya una aproximación permétrica.
No quise profundizar más en esto.
—Sin duda habrá documentación histórica —le dije.
—Eso sí. Así es como tanto Hymorell como yo pudimos aprender vuestro idioma. Pero hay unas cuantas lagunas muy grandes. La raza ha estado a punto de destruirse a sí misma por lo menos cinco veces. En los archivos falta la documentación de varios millares de años en diferentes salany.
—¿Y cuánto tardará en acabarse todo? —le pregunté.
—Tampoco lo sabemos. Nuestra tarea consiste en prolongarla lo más posible, porque siempre quedan esperanzas. Puede suceder que los factores de la inteligencia se fortalezcan de nuevo.
—¿Qué quieres decir con lo de «prolongar»? ¿Prolongar vuestras propias vidas?
—Sí, nos transferimos. Cuando un cuerpo empieza a decaer o cuando tiene unos cincuenta años y empieza a perder facultades, escogemos a uno de los idiotas y nos transferimos a su cuerpo. Este —añadió levantando su mano de perfectas formas y mirándola— es mi catorceavo cuerpo. Lo considero muy bello.
Asentí.
—¿Quieres decir que podréis continuar trasfiriéndoos? —le pregunté.
—Oh, sí, siempre que haya cuerpos a los que podamos transferirnos.
—Pero…, pero esto es la inmortalidad.
—No —dijo ella desdeñosamente—, nada de eso. Sólo es prolongación. Pronto o tarde habrá algún accidente, matemáticamente es inevitable. Pudo haber sido hace cien años o puede suceder mañana…
—¿O dentro de mil años? —le sugerí.
—Exactamente, pero un día u otro se producirá.
—Oh —dije, pues aquello para mí casi era la inmortalidad.
Ni por un momento se me ocurrió dudar de que me decía la verdad. Pero esta vez ya estaba preparado para las cosas más inverosímiles. A pesar de todo la idea me sublevaba. Tenía una sensación instintiva de desaprobación, un prejuicio como es lógico, el mismo que hacía que me molestasen las vestiduras suaves y flotantes, y su fácil y despreocupada manera de vivir: en el subconsciente todos somos algo puritanos. No podía evitar la sensación de que el proceso de que ella me había hablado estaba relacionado con el canibalismo de una manera simbólica. Por la expresión de mi cara debió darse cuenta de lo que pensaba, porque explicando, no excusándose, dijo:
—Este cuerpo no le servía para nada a la muchacha que lo tenía. Supongo que ni siquiera estaba verdaderamente conciente de él, era desperdiciado, y en cambio yo lo cuido. Tendré hijos y algunos de ellos serán niños normales y cuando crezcan podrán transferirse. Tienes que tener en cuenta que el sentido de supervivencia siempre existe y que puede suceder algo o que alguien realice un descubrimiento que nos salve entonces a todos, incluso en nuestro estado imperfecto actual.
—Y a la muchacha que tenía este cuerpo, ¿qué le ha sucedido?
—En ella apenas había algunos instintos, y lo que había cambió de lugar conmigo.
—¿A un cuerpo de cincuenta años? ¿Perdiendo treinta años de vida?
—¿Puedes calificarlo de pérdida sabiendo que ella era incapaz de emplearlo?
No le contesté porque de pronto se me ocurrió una idea que me lo hizo comprender todo.
—¡Así es que Hymorell trabajaba en esto! Trataba de extender las transferencias, de ampliar el radio de acción. ¿No es así? ¿Por esto estoy aquí?
Me miró con firmeza.
—Sí —dijo—, por fin ha tenido éxito, esta vez ha sido una transferencia verdadera.
Estuve pensándolo y aunque parezca mentira no me sorprendió, porque supongo que inconscientemente había ido pensándolo hasta darme cuenta, pero había muchos detalles sobre el por qué y cómo me había afectado a mí y le pedí más explicaciones.
—Hymorell quería llegar tan lejos como le fuera posible —me dijo ella—. El límite era el punto en que podía tener la seguridad de reunir las piezas para hacer un instrumento que le permitiese volver aquí. Si iba demasiado lejos, le faltarían algunos metales esenciales que todavía no se conocerían, los instrumentos serían de poca precisión o no habría potencia eléctrica y en este caso quizá tardase años en poder construir el instrumento, si es que podía llegar a hacerlo. Decidió no remontarse a tiempos anteriores a los del conocimiento de la escisión nuclear, pues creía que sería peligroso arriesgarse a retroceder más. Después tuvo que buscar un contacto, tenía que ser un sujeto en el que la integración no fuese buena, es decir, en el que hubiese una lesión que debilitase la trabazón de la personalidad al cuerpo físico. Cuando aquí llevamos a cabo esta operación, podemos preparar al sujeto y resulta fácil, pero él se vio obligado a buscar uno que sirviese. Desgraciadamente, casi todos los que pudo encontrar estaban a punto de morir, pero finalmente te encontró a ti y tuvo que estudiar la consistencia de tus lazos vitales. Estaba intrigado porque fluctuaba mucho.
—¿Sería efecto de las drogas, quizá? —le pregunté.
—Es posible. En cualquier caso pudo establecer el ritmo de la frecuencia de la lesión y probó. Este es el resultado.
—Ya lo comprendo —le dije y me quedé pensativo un rato—. ¿Y cuánto tiempo calculaba que le iba a costar construir un nuevo instrumento para poder volver?
—No podía decirlo. Depende de las facilidades que encuentre para conseguir los materiales.
—Entonces, tardará bastante, supongo. Un inválido sin piernas no resulta un sujeto conveniente desde este punto de vista.
—Pero puede hacerlo —dijo ella.
—No será así si puedo evitarlo —le dije.
Ella denegó con la cabeza y me dijo:
—Una vez te has transferido, ya no puedes tener una integración tan perfecta como la del cuerpo original. Si no puede encontrar otra ocasión, aplicará mayor potencia y lo llevará a cabo cuando estés durmiendo.
—Ya lo veremos —dije.
Después vi el instrumento que había empleado para la transferencia. No era de gran tamaño y a primera vista no era más que una lente llena de líquido montada sobre una caja del tamaño de una máquina de escribir portátil, de la que salían dos asas metálicas pulidas. Sin embargo, en el interior de la caja había un embrollo tal de cables, tubos y extraños componentes que me quedé satisfecho porque calculé que nadie podría montar una cosa como aquella en pocos días ni tampoco en unas cuantas semanas.
La vida siguió su curso a medida que fueron pasando los días. Al principio la placidez que constituía su característica principal era sedante; después hubo períodos en los que deseé enfurecerme y romper algo sólo por divertirme. Clytassamine me llevó de un lado para otro en el gran edificio verde. Hubo conciertos de los que no entendí nada y en los que sólo estuve sentado, aburrido y pensativo, mientras en derredor de mí el auditorio caía en un trance intelectual, encontrando una satisfacción en las raras escalas y extrañas armonías que estaban por completo fuera de mi percepción, En una de las salas había una gran pantalla fluorescente en la que variaban los colores. Al parecer los proyectaban los mismos espectadores de una manera incomprensible. Se notaba que todos excepto yo disfrutaban con ello y de vez en cuando, por razones que me resultaban desconocidas, todos suspiraban o reían al unísono. Sin embargo, algunos de los efectos eran bonitos, y así lo dije, pero por su reacción comprendí que mi observación no era adecuada. Únicamente en las representaciones de obras proyectadas tridimensionalmente pude seguir a ratos la acción y cuando creía comprenderlo me resultaba repulsiva. Clytassamine se molestó por mis comentarios.
—¿Cómo puedes esperar sentir cuando mides el comportamiento civilizado basándose en tabús primitivos? —me dijo secamente.
Me llevó también a un museo. No se parecía en nada a los que yo conocía, pues mayormente era una colección de instrumentos que proyectaban sonidos, imágenes o ambas cosas juntas, seleccionadas según cierto criterio. Vi algunas escenas horribles. Fuimos retrocediendo más y más. Yo quise oír o ver algo de mi propio tiempo, pero ella me dijo:
—Sólo hay sonidos, de tiempos tan remotos no tenemos imágenes.
—Muy bien —le dije—, entonces algo de música.
Accionó los mandos del aparato y en la gran sala resonaron suaves y tristes notas familiares. Al escucharlas me invadió una sensación de vacío y una gran desolación. Acudieron a mi mente recuerdos como si el viejo mundo, no el que acababa de dejar, sino el que había vivido de muchacho, estuviese de pronto en derredor de mí. Me agobió una ola de sentimentalismo, de compasión por mí mismo, y nostalgia por todas las esperanzas y alegrías de la niñez que se habían desvanecido; las lágrimas nublaron mis ojos. No volví a aquel museo. Y la música que había conjurado todo un mundo de recuerdos que ya se había desvanecido, no era una sinfonía de Beethoven ni un concierto de Mozart; debo confesar que era una canción popular de mi tierra, la «The Old Folks at Home…».
—¿Tú no te ocupas en nada? ¿No trabajáis aquí? —le pregunté a Clytassamine.
—Sí, si queremos —me contestó.
—Y ¿qué ocurre con los trabajos que forzosamente hay que hacer?
—¿Qué trabajos? —me preguntó intrigada.
—Pues, cultivar la tierra, producir energía, eliminar los desperdicios, y todas esas cosas.
Ella pareció sorprendida.
—Como es lógico, todo lo hacen las máquinas. No esperarás que lo hagan los hombres. Por Dios, ¿para qué nos serviría la inteligencia en otro caso?
—¿Pero quién se ocupa de las máquinas y de su mantenimiento?
—Ellas mismas, naturalmente. Un mecanismo que no se pueda ocupar de sí mismo, no sería una máquina, sino sólo una especie de herramienta. ¿No es así?
—Ah —dije suponiendo que así debería ser, aunque la idea me resultaba nueva.
—¿Quieres decir —continué— que en tus catorce generaciones, es decir en unos cuatrocientos años, sólo has hecho esto?
—He tenido muchos hijos, y tres de ellos eran completamente normales. De vez en cuando me he dedicado a la investigación eugenésica. Casi todo el mundo lo hace cuando cree que tiene una pista nueva, pero nunca nos lleva a ninguna parte.
—Pero, ¿cómo podéis soportar el ir viviendo así?
—A veces no es fácil, y algunos llegan a suicidarse, pero esto es un crimen, porque siempre hay esperanzas. Además, no es tan monótono como crees. Cada nueva transferencia resulta diferente, y te sientes como si el mundo hubiese cambiado. El espíritu se reanima como las plantas en primavera… Y esas glándulas, de las que tienes una opinión tan alta, no dejan de causar su efecto, porque nunca eres completamente la misma persona con exactamente los mismos gustos. Incluso en el mismo cuerpo el gusto cambia mucho en el transcurso de la vida, e inevitablemente hay una ligera diferencia entre los diversos cuerpos. Pero tú eres la misma persona, tienes tu memoria y sin embargo vuelves a ser joven, tienes esperanza, el mundo te parece más bello y crees que esta vez sabrás vivir mejor… Y entonces te enamoras otra vez tan perdida y locamente como antes. Es maravilloso, igual que si volvieses a nacer. Sólo puedes saber lo que es si has tenido cincuenta años y te encuentras con que vuelves a tener veinte.
—Me lo imagino —dije—. Antes de que me sucediese esto era muchísimo peor que si yo tuviese cincuenta años. Pero enamorarme… hace cuatro años que no me atrevo a pensar en el amor…
—Pero ahora te atreves —dijo ella—, ¿no es así…?
Había muchos detalles de los que quería enterarme.
—¿Qué le sucedió a mi mundo? —le pregunté—. Tal como yo lo veía me parece que íbamos de cabeza a un desastre. Supongo que se destruyó casi por completo en el curso de una gigantesca conflagración mundial.
—No, eso no. Simplemente se extinguió, igual que las demás civilizaciones primitivas. No hubo nada en ello que resultara espectacular.
Yo pensé en mi mundo, con sus complejidades y enredos. El dominio de las distancias y la velocidad, el progreso de la ciencia.
—¡«Simplemente se extinguió»! —repetí—. No acabo de creerlo; no puede haberse «simplemente extinguido», sin más. Tiene que haber habido algo que lo haya destruido.
—Oh, no. Murió por el sistema de gobierno, por el paternalismo. La pasión por el orden es una manifestación del profundo deseo de seguridad. Este anhelo es natural, pero es fatal el llegar a conseguirlo. Existían los medios para producir un mundo estático y se consiguió un mundo estático. Cuando surgió la necesidad de adaptarse de nuevo estaban enredados con el orden; incapaces de adaptarse, murieron en la inercia y el descorazonamiento. Anteriormente ya les había sucedido lo mismo a muchos pueblos primitivos.
Ella no tenía ningún motivo para mentirme, pero me resultaba difícil creerlo.
—Teníamos tantas esperanzas. Todo nos sonreía. Estábamos aprendiendo y a punto de alcanzar los planetas exteriores… —le dije con tristeza.
—Ingeniosos sí que lo erais, como los monos. Pero descuidasteis a vuestros filósofos y esto fue vuestra ruina. Cada nuevo descubrimiento era considerado como un juguete y nunca tuvisteis en cuenta su verdadero valor. Simplemente os limitasteis a incluirlo en vuestro sistema, que ya padecía de arterioesclerosis. También fuisteis un pueblo avaricioso; tomabais los nuevos descubrimientos como si fuesen un vestido nuevo, pero cuando os lo poníais lo llevabais sobre los harapos llenos de parásitos de antes. Necesitabais una buena desinfección.
—Este juicio es demasiado duro y precipitado. Teníamos problemas muy complejos.
—Que en su mayoría se referían a la conservación de las formas y costumbres. Nunca se os ocurrió que en la Naturaleza la vida es crecimiento y que la conservación es accidental… Lo que se conserva en las rocas o entre el hielo sólo es una imagen de la vida, pero siempre considerasteis los tabús locales como si fuesen verdades eternas que valiese la pena de conservar.
De pronto recordé mi situación actual.
—Suponte que yo volviese y les dijese lo que iba a suceder. Esto cambiaría las cosas. ¿No indica eso que es preferible que no regrese?
Ella sonrió.
—¿Crees que te escucharían a ti si no hacen caso de los filósofos, Terry?
—En cualquier caso —dije— es tonto hacer suposiciones, porque me propongo no volver. No me gusta vuestro mundo, pues creo que es decadente y que en muchos aspectos es inmoral, pero por lo menos aquí soy un ser humano completo.
Ella volvió a sonreír.
—¡Qué joven eres, Terry, y qué seguro del bien y del mal!, es enternecedor.
—No tiene nada de enternecedor —le dije con brusquedad—. Tiene que haber normas. ¿Adónde vais a ir a parar sin normas?
—¿Y adónde vas a parar tú, y adónde los árboles, las flores o las mariposas?
—Somos algo más que animales o plantas.
—Pero nuestros juicios no son infalibles. ¿Qué hacéis con los que se oponen a vuestras normas, ir gloriosamente a la guerra?
No proseguí con aquel tema.
—¿Llegamos a alcanzar los otros planetas? —le pregunté.
—No, pero sí lo consiguió la siguiente civilización. Encontraron que Marte era demasiado viejo para nosotros y que Venus era demasiado joven. Soñabais con que el hombre se extendiese por todo el universo. Lo siento, pero esto no ha llegado a ser realidad, aunque posteriormente se volvió a intentar. A este fin educaron especialmente a los hombres, al igual que lo habían hecho con otros propósitos. De hecho llegaron a producir hombres y mujeres muy extraños y de una gran especialización. Eran muy celosos por el orden, incluso más que tu propia gente; pero no querían admitir la suerte, lo que es una gran locura. Cuando llegó su fin fue un desastre… Ni uno solo de los tipos especializados pudo sobrevivir. La población se redujo a unos cuantos centenares de miles de personas que pudieron adaptarse en grado suficiente para volver a empezar.
—¿A consecuencia de esto es como habéis llegado a no creer en el orden ni en las normas?
—Hemos dejado de pensar en la sociedad como si fuese un problema de ingeniería estructural, o en los individuos como componentes que se tengan que ensamblar de acuerdo con un diseño arbitrario.
—¿Y os limitáis a sentaros… y esperar descuidadamente el fin?
—Oh, no. Nos conservamos como materiales para que la suerte tenga oportunidad de presentarse. Al principio, la vida fue un accidente, la supervivencia frecuentemente también lo ha sido. Quizá no haya más accidentes, pero por otra parte también puede haberlos.
—Esto me suena a derrotismo.
—En última instancia tienen que llegar la derrota y el frío. Primeramente al sistema, después a la galaxia y luego el universo entero quedará en silencio. El no admitirlo sería una vanidad estúpida.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Sin embargo, plantamos flores porque son bellas, no porque queramos que vivan siempre.
* * *
No me gustaba aquel mundo. Su misma manera de pensar me resultaba extraña. El esfuerzo para llegar a comprenderlo era constante e inútil. En Clytassamine centraba toda mi comodidad y tranquilidad, por ella prescindí de las barreras que amargamente había erigido en torno a mí durante los últimos años y por esa misma razón me enamoré quizá más profundamente.
En consecuencia, surgía una segunda razón para no dejar que todo sucediese mansamente como Hymorell se había propuesto. Incluso Clytassamine no conseguía que aquel lugar me pareciera el Paraíso, pero había salido del infierno y me proponía permanecer fuera de él. Por esta causa me pasé incontables horas estudiando el aparato de transferencia y aprendiendo todo lo que pude de él. Mis progresos fueron lentos, pero finalmente conseguí tener una idea del funcionamiento.
Sin embargo, no conseguía tranquilizarme. La sensación de lo transitorio me embargaba y empezaron a transcurrir los días con una encorcorante incertidumbre. No había manera de decir si Hymorell tendría éxito en su labor de conseguir todas las piezas que necesitaba. Tenía pesadillas en las que me lo imaginaba sentado en mi sillón de ruedas, trabajando durante todo el rato en aquel aparato que me condenaría de nuevo a aquel cuerpo destrozado. A medida que transcurrían las semanas empezó a afectarme la tensión de nervios y me volví irritable. Llegó un punto en el que temía irme a dormir pensando que me podría despertar en aquel sillón.
También Clytassamine empezó a preocuparse y me hubiera gustado saber el motivo. Sus sentimientos debían ser confusos; no había duda de que sentía cierto afecto por mí, ligeramente maternal y con un aire de responsabilidad. Su verdadera simpatía por mi preocupación por la idea de regresar contrarrestaba su pena por Hymorell, que ahora debía de estar sufriendo lo mismo que yo había padecido. También había que tener en cuenta que mi tensión mental no le hacía ningún bien a mi cuerpo temporal.
Sucedió cuando al cabo de seis meses sin novedad había empezado a concebir esperanzas. No hubo síntomas o premoniciones. Me dormí en la habitación del gran edificio verde y desperté en casa con un dolor rabioso en la pierna que me faltaba.
Todo estaba igual quo antes, hasta tal punto que estiré la mano para alcanzar la botella de la droga.
En cuanto me hube calmado me di cuenta de que allí había algo que no había estado antes. Estaba en la mesa que se encontraba a mi lado y tenía el aspecto de un aparato de radio medio desmontado. Desde luego yo no lo había construido, y a no ser por aquello todo me hubiera parecido un sueño.
Me recosté en la silla inspeccionando aquella masa de cables con todo cuidado. Luego empecé a examinarla de cerca, sin tocar nada. Desde luego era de construcción burda en comparación con la máquina de transferencia que yo había estudiado en el lugar que Clytassamine llamaba Cathalu, pero empecé a percibir semejanzas y darme cuenta de las adaptaciones. Mientras la miraba me quedé dormido. Por el número de horas que dormí, calculé que Hymorell debió haber estado sometiendo a mi cuerpo a un esfuerzo considerable.
Al despertar empecé a pensar profundamente. El vigor y la salud de los que durante algún tiempo había disfrutado me hicieron tomar una firme decisión: no seguiría tal como me encontraba. Había dos maneras de conseguirlo. La primera de ellas siempre había estado a mi disposición y continuaba estándolo. Pero ahora había que tener en cuenta el instrumento de transferencia. No entendía gran cosa de él y dudaba de mi capacidad para reajustado y no tenía deseos de hacerlo. Por lo menos, aunque aquel otro mundo no me gustase, encontraría allí a Clytassamine que me podría ayudar, y por otra parte lo que ya sabía me hizo pensar que al llegar podría encontrar circunstancias aún más desagradables. De manera que lo dejé ajustado para el cuerpo de Hymorell.
La principal dificultad que preveía era que el aparato tenía que seguir allí. El había tenido que dejarlo, pero supongo que nunca llegó a imaginar que yo sería capaz de emplearlo a mi vez. Si yo hacía uso de él me vería obligado a dejarlo allí y él podría usarlo de nuevo. Mi objeto consistía en impedirlo. Sería un poco arriesgado ajustar el aparato para que se destruyese a sí mismo. El proceso, hasta cierto punto, es hipnótico y no tiene nada de instantáneo. La verdad es que sucedería algo muy extraño si se destruyese mientras se estaba efectuando la transmisión. Además, él podría construir otro. Mientras existiese podría construir otro… Esto hizo que la solución fuese bastante sencilla… Cuando hube llevado a cabo mi plan, probé el instrumento en varias ocasiones, pero él estaba bien integrado y consciente de sí mismo. Me di cuenta de que tendría que sorprenderle dormido, como él lo había hecho conmigo; de manera que continué probando con intervalos de cuatro horas.
No sé si él previó mi pensamiento o si sólo tuvo suerte. Hacía un año que había conseguido el veneno y que lo guardaba por si las cosas empeoraban demasiado. Mi primera idea consistió en tragármelo en una cápsula que tardase algún tiempo en disolverse. Pero cuando empecé a pensar en lo que sucedería si algo iba mal y no podía conseguir la transferencia a tiempo, me asusté tanto que abandoné aquel plan. En lugar de ello vertí el veneno en la botella de la droga. Los cristales eran blancos, igual que los de la droga, sólo que un poco más grandes.
Una vez conseguí respuesta por parte del instrumento todo fue mucho más sencillo de lo que esperaba. Agarré las dos asas y concentré toda mi atención en la lente. Me sentía aturdido, la habitación parecía dar vueltas y todo lo veía confuso. Al aclararse me encontraba de nuevo en la habitación verde y Clytassamine estaba a mi lado. Extendí mi mano hacia ella, pero después me contuve porque pude oír que sollozaba silenciosamente. Nunca la había visto llorar.
—¿Qué te pasa, Clya? ¿Qué ocurre? —le pregunté.
Permaneció silenciosa y luego me dijo incrédula:
—¡No… no eres Terry!
—Sí que lo soy. Ya te dije que no quería regresar allí —le aseguré.
Ella contuvo el aliento y ruego empezó a llorar de nuevo, pero de un modo diferente. La rodeé con mis brazos y al cabo de un rato le pregunté:
—¿Clya, qué te pasa, qué es lo que sucede?
Suspiró.
—Es Hymorell. Vuestro mundo le ha hecho algo horrible. Cuando volvió era un hombre arisco y amargado. Continuamente hablaba de dolores y sufrimientos y era cruel.
No me sorprendió gran cosa. No sabían nada o casi nada de las enfermedades o incomodidades físicas. Si un cuerpo llegaba a tener un defecto mínimo, se transfería. Nunca aprendieron a sufrir.
—¿Por qué no te hizo a ti el mismo efecto? —me preguntó.
—Creo que al principio así fue —admití—, pero hay que aprender que esto no sirve de gran cosa.
—Le tenía miedo, era cruel —repitió ella.
* * *
Me mantuve despierto durante cuarenta y ocho horas para asegurarme. Sabía que una de las primeras cosas que necesitaría al despertarse sería la droga, pero no tenía ningún sentido el correr riesgos. Luego me dormí.
Al abrir los ojos volví a estar aquí. No fue un despertar lento. Al instante comprendí que había sospechado de la droga y la había evitado. El instrumento estaba a mi lado, y vi una tenue columna de humo que surgía de él como si hubiesen dejado un cigarrillo encendido. Iba a alcanzar el aparato, pero me contuve. Lo desenchufé y entre los cables descubrí una lata pequeña con una mecha ardiendo. Rápidamente arrojé el artefacto por la ventana. Sin embargo, también él había tenido que permitirse un margen de seguridad: pasó media hora antes de que estallase.
Miré la droga. La necesitaba, pero no me atrevía a tocarla. Me encaminé con el sillón hacia el armario en donde guardaba las reservas, pero cuando cogí la botella empecé a dudar. Parecía la verdadera sustancia, y además intacta, pero, naturalmente, era esencial que lo fuese. Deliberadamente arrojé la botella a la chimenea, rompiéndola, y me dirigí con mi sillón al teléfono. El médico me contestó secamente, pero gracias a Dios vino trayendo con él la sustancia.
Se me ocurrieron varios planes. Por ejemplo, una aguja envenenada colocada estratégicamente en el brazo del sillón. O alguna infección que tardase algunos días en desarrollarse, pero esto era demasiado arriesgado si se tenían en cuenta las posibles demoras Además, tenía que tener en cuenta el problema que también me hizo descartar otras soluciones. Los inválidos no pueden tener secretos. Ya es suficientemente difícil conseguir venenos activos, y cuando esto se ha de hacer encontrando antes una tercera persona dispuesta a quebrantar la ley, se hace prácticamente imposible. Si alguien me ayudaba, posteriormente figuraría como favorecedor de mi suicidio. La misma objeción podía aplicarse a la obtención de unos cuantos cartuchos de dinamita. Pero pude comprar un interruptor de tiempo sin despertar sospechas.
A mi modo de ver era un bonito arreglo. Mi antigua pistola de reglamento apuntaba a la posición exacta en que estaría mi cabeza cuando yo estuviese haciendo funcionar el aparato. Sólo buscando con atención era posible percibir el cañón sobresaliendo de entre los libros de la estantería. Estaba dispuesto para disparar cuando se agarrasen las dos asas del instrumento, pero no hasta que hubiese actuado el interruptor de tiempo. De esta manera yo podía accionar el interruptor y hacer funcionar el instrumento. Dos horas más tarde, como margen de seguridad, el interruptor funcionaría y el arreglo sería mortal. Si probaba y me fallaba el contacto todo lo que tenía que hacer era volver a disponer el interruptor de tiempo.
Esperé tres días, calculando que Hymorell sería tan precavido con el sueño como yo lo había sido, ignorando además si su bomba habría surtido efecto. Volví a probar y tuve éxito, pero tres días más tarde volvía a estar en mi silla.
Hymorell, maldita sea, era demasiado precavido. Debió haber visto el cordón extra que conducía al interruptor y lo había arrancado… Pero también yo descubrí su regalito sorpresa: hubiese fundido el instrumento y probablemente a mí mismo de haberlo tocado sin haberlo desconectado antes. (Esta vez el interruptor era termostático y dispuesto para funcionar en cuanto la habitación se enfriase; muy sencillo.) La pistola y el interruptor de tiempo habían desaparecido y me dediqué a buscarlos por todos los lugares a los que podía llegar en mi sillón de ruedas. No encontré la pistola, pero el interruptor estaba en el armario que había bajo las escaleras. Estaba dispuesto para accionar un pistón fulminante que prendería fuego a una carga de pólvora gris que evidentemente se había extraído de los cartuchos de la pistola; cerca había papeles y trapos aceitosos.
En cuanto me hube asegurado de que no había dispuesto más trampas me dediqué a trabajar para montar otro artilugio de recepción de mi propia invención. Había un tipo de minas que habían empleado los alemanes que no funcionaba hasta que había pasado sobre ella el séptimo camión. La idea no era mala. Pasé un par de días disponiéndola y luego me volví a dedicar al instrumento de transferencia. Ya estaba cansándome del juego, pero parecía ser un duelo que solamente podía terminar si uno de nosotros dos era más listo que el otro. Pero mientras me mantenía despierto durante un par de días y trataba de pensar en lo que me habría preparado si mi último «obsequio» había fallado, tuve una idea que comuniqué a Clytassamine.
—Escucha —le dije—. Supongamos que me transfiero a uno de los idiotas, tal como lo hacéis vosotros. Cuando él vuelva a hacer funcionar el instrumento será este desgraciado el que ocupará mi lugar en la silla. Los dos estaremos aquí y todo quedará solucionado.
Ella denegó con la cabeza.
—Necesitas dormir, Terry. Te estás embarullando. La transferencia se realiza con tu mente, sin que importe el cuerpo que estás usando.
Naturalmente, tenía razón, me había hecho un lío. Al tercer día no tuve más remedio que dormir, ocurriese lo que ocurriese. Dormí durante catorce de sus horas y me desperté en el mismo lugar. Esto era algo grande. No podía creer que hubiese dejado pasar todo aquel tiempo sin hacer alguna prueba, si es que estaba en condición de hacerla. Había justificación para que yo creyese que mi aparatito había surtido efecto esta vez y por fin empecé a encontrarme mejor.
A medida que transcurrían los días aumentaba mi seguridad. Al cabo de unas noches había disminuido mi necesidad de dormir y por fin empecé a sentirme como un ciudadano de este otro mundo y a buscar mi lugar en él. Al disponer de un tiempo ilimitado por delante, no me proponía pasarlo haraganeando de la misma manera que ellos.
—Quizás ahora sólo podamos confiar en la suerte —le dije a Clytassamine—, ¿pero no se os ha ocurrido forzarla?
Ella sonrió, pero a mi parecer con algo de cansancio.
—Sí —admitió—, ya lo sé. También yo sentía de esta manera en mis dos primeras generaciones. ¡Eres tan joven, Terry!
Se quedó mirándome reflexivamente con algo de tristeza.
No puedo decir por qué noté de pronto el cambio. Quizá no fue tan repentino sino que se efectuó lentamente, pero al mirarla me di cuenta que la veía de una manera diferente y me sobrecogió una sensación de frío. Por primera vez vi más allá de sus formas perfectas y adorable juventud. En su interior era vieja, vieja y cansada, tan vieja que estaba completamente fuera de mi alcance. Ella me veía como a un niño y como tal me había tratado. El vigor de mi verdadera juventud la había entretenido; quizá durante algún tiempo le recordé la suya. Ahora estaba cansada del juego y de mí. Lo vi en el mismo momento en que dejé de estar enamorado de ella, en aquel momento en que su encanto se convirtió en una experta falsificación y en todos los gestos se traslucía la práctica y la experiencia. Supe que la juventud y frescura que veía no eran más que disimulo. Debí haberme quedado mirándola durante bastante rato.
—Ya no me quieres —le dije—. He dejado de ser divertido y quieres a Hymorell.
—Sí, Terry —me dijo con suavidad.
Durante un día o dos más pensé en lo que podía hacer. Nunca me había gustado aquel mundo, era caduco y decadente y lo único que me lo había hecho agradable se había desvanecido. Me sentí prisionero, ahogado, abatido por la perspectiva de pasar en él varias vidas. Ahora que parecía improbable un retorno a mis tormentos anteriores no encontraba que mi situación actual fuese mejor. Por primera vez empecé a preguntarme si la finitud de la vida no sería una de sus características más importantes. Me lamenté con desesperación por verme obligado a tener una vida casi eterna.
No hacía falta que me preocupase. No había ningún peligro de que mi existencia prácticamente no tuviese límites. Me fui a dormir sin preocuparme en el gran edificio verde y al despertar me encontré en este lugar.
Todavía no comprendo cómo puede haberlo logrado Hymorell. Supongo que estaba tan cansado como yo del juego que habíamos emprendido y creo que debió construir un instrumento de transferencia corriente como los que usan en su mundo y que lo empleó conjuntamente con el otro para llevar a cabo una especie de transferencia triangular, posiblemente en dos etapas. Suponiendo que la otra parte funcionase tan bien como la mía, Hymorell debió volver a su propio cuerpo y un idiota de esta institución fue transferido a mi silla. Consiguió separarme del instrumento de transferencia.
En cuanto me di cuenta de lo que había sucedido, escribí inmediatamente con el nombre que tengo en este lugar, para saber qué le había pasado a Terry Morton, que dije que era conocido mío. Me enteré de que había muerto. Al parecer se había electrocutado con un aparato experimental de radio. El corto circuito resultante había prendido fuego en la habitación, pero pudieron extinguirlo antes de que se extendiese demasiado. Lo encontraron aproximadamente unas tres horas después de que yo me despertase en este lugar.
Mi situación actual es difícil. Si finjo ser Stephen Dallboy soy un idiota confinado para que lo cuiden; si digo que soy Terry Morton, creen que tengo alucinaciones. Tengo pocas esperanzas de poder reclamar mi propiedad, pero creo que me podré mostrar suficientemente normal para que me suelten.
En conjunto no resultará demasiado mal. Por lo menos ahora tengo todas las partes de un cuerpo bastante pasable y calculo que lo podré emplear con provecho en este mundo, en el que puedo comprender una parte de lo que sucede. De manera que gano más de lo que pierdo.
Sin embargo, soy Terry Morton.
* * *
Como ustedes pueden ver es una alucinación bastante bien hilvanada; pero si no se trata de algo más serio que esto, sin duda dejaremos en libertad al paciente a su debido tiempo.
Sin embargo, creemos que debemos poner en su conocimiento dos o tres hechos que discrepan. Uno de ellos es que aunque en apariencia los dos hombres no se han conocido nunca, Stephen Dallboy conoce con mucho detalle todos los asuntos de Terry Morton. El otro es que cuando se le hizo entrevistarse con dos amigos de Morton, inmediatamente los llamó por su nombre y, para su gran asombro, parecía saberlo todo sobre ellos, pues éstos afirman que no se parece en nada a Terry Morton, exceptuando quizá la manera de hablar. Incluidas hallarán las pruebas de que el paciente es verdaderamente Stephen Dallboy. Si hubiese alguna novedad no cejaremos de comunicársela.
Suyo affmo.,
Jesse K. Johnson
(Director Médico)