SUPERVIVENCIA

(Survival, 1952)

Mientras el autobús del espaciopuerto rodaba sin prisas la Milla larga que debían recorrer por campo abierto desde los edificios hasta el ascensor de la nave, mistress Feltham miraba a propósito hacia delante por encima de la hilera de espaldas que tenía ante ella. La nave se erguía en la llanura como una aguja plateada aislada. Cerca de la proa se veía la luz de color azul intenso que indicaba que estaba lista para zarpar. Entre las aletas de cola y alrededor de ellas se veían vehículos enanos y puntitos de personas que se movían con la agitación de los preparativos finales. Mistress Feltham miró intensamente el espectáculo, despreciándolo, y con él a todos los inventos de los hombres, con un odio frío y desesperado.

Seguidamente dejó de mirar a lo lejos y fijó la vista en la espalda de su yerno que estaba delante de ella a un metro de distancia. También la odiaba.

Dio la vuelta dando una rápida ojeada a la cara de su hija que estaba sentada a su lado. Alicia estaba pálida; sus labios estaban firmemente unidos y los ojos miraban al frente fijamente.

Mistres Feltham dudaba y volvió a mirar a la nave del espacio; decidió hacer un último esfuerzo y aprovechando el ruido del autobús dijo:

—Alicia, cariño, todavía no es demasiado tarde, ya lo sabes.

La muchacha no la miró y no dio muestras de haberla oído, excepto que los labios se apretaron con mayor firmeza. Luego habló:

—¡Por favor, mamá!

Sin embargo, una vez había empezado, mistres Feltham tenía que continuar.

—Es por tu propio bien, cariño. Todo lo que tienes que hacer es decir que has cambiado de idea.

Su hija mantuvo su silencio de protesta.

—Nadie te lo echaría en cara —persistió mistres Feltham—. No pensarían mal de ti. Después de todo, todo el mundo sabe que la vida en Marte no es…

—Mamá, por favor, cállate de una vez —la interrumpió Alicia.

La intensidad de su respuesta hizo que su madre se contuviera por un instante, pero le quedaba muy poco tiempo para permitirse el lujo de la dignidad ofendida, así que prosiguió:

—No estás acostumbrada a la clase de vida que tendrás que llevar allá, cariño, es completamente primitiva. No es vida para una mujer. Al fin y al cabo tienes que tener en cuenta que para David sólo es un destino de cinco años. Estoy segura de que si realmente te quiere, preferirá saber que estás segura aquí y esperándole a…

La muchacha la contestó ásperamente:

—Ya hemos hablado de todo ello con anterioridad, mamá, y una vez más te digo que es inútil. Lo he pensado y me he decidido.

Mistres Feltham se quedó silenciosa durante algunos instantes. El autobús se deslizaba por el campo y la nave parecía alzarse cada vez a mayor altura.

—Si tú tuvieses un hijo… —dijo casi para sí misma—, bueno, todos esperamos que cuando llegue el momento los tendrás, entonces empezarías a comprender…

—Me parece que eres tú la que no comprendes —contestó Alicia—. En cualquier caso ya es bastante difícil para mí y todo lo que consigues es que todavía me lo resulte más.

—Cariño, te quiero, soy tu madre. Te he observado de siempre y te conozco, y sé que esta clase de vida no es para ti. Si fueses una chica desenvuelta, quizás, pero no lo eres, cariño, sé que no lo eres.

—Quizás no me conozcas tan bien como te imaginas, mamá.

Mistres Feltham denegó con la cabeza y mantuvo los ojos celosamente fijos en la espalda de su yerno.

—Se te lleva de mi lado —dijo sombríamente.

—No es cierto, mamá. Es que… bueno, que ya no soy una niña. Soy una mujer y tengo que vivir mi propia vida.

—«Adónde tú vayas iré yo…» —citó mistress Feltham reflexivamente—, pero eso ya no tiene validez actualmente, estaba muy bien para las tribus nómadas, pero actualmente las esposas de los soldados, marinos, pilotos, navegantes del espacio…

—No es eso, mamá, no lo comprendes. Tengo que actuar como un adulto y serlo, mamá, es por mí misma…

El autobús se detuvo quedando como un pigmeo junto a la nave que parecía demasiado grande para poder partir. Los pasajeros salieron y se quedaron mirando hacia arriba por los relucientes costados. Míster Feltham abrazó a su hija. Alicia se aferró a él con lágrimas en los ojos y con voz insegura el padre le dijo:

—Adiós, cariño; que tengas mucha suerte.

La dejó y le dio la mano a su yerno.

—Cuídala, David. Para nosotros lo es todo…

—Lo sé; no se preocupe que así lo haré.

Mistres Feltham dio un beso de despedida a su hija y se obligó a darle la mano al yerno.

Una voz llamó desde el ascensor:

—¡Que todos los pasajeros suban a bordo, por favor!

Las puertas del ascensor se cerraron. Míster Feltham evitó mirar a su mujer, le colocó el brazo en derredor de la cintura y la condujo hasta el autobús en silencio.

Cuando, en compañía de otros vehículos recorrían el camino de vuelta hasta el refugio de la estación término, mistres Feltham se frotaba los ojos con el pañuelo y miraba hacia atrás a la nave que permanecía enhiesta, inerte y aparentemente desierta en aquellos momentos. Tomó la mano de su marido.

—Todavía ahora me cuesta creerlo —dijo—. No la hubiera creído capaz de ello. ¿Se te había ocurrido a ti pensar que nuestra pequeña Alicia…? Oh, ¿por qué se habrá tenido que casar con él…? —Su voz terminó en un sollozo.

Su marido le oprimió la mano sin hablarle ni hacer ningún gesto.

—No me hubiera sorprendido tanto de otras chicas —continuó—, pero Alicia siempre ha sido tan tranquila; recuerdo que siempre me preocupaba, quiero decir por si se convertía en una chica tímida de esas tan latosas. ¿Te acuerdas de que los otros niños la llamaban ratoncito?

»¡Y ahora esto! ¡Cinco años en ese sitio tan horrible! No lo va a soportar, Henry. Sé que no podrá, no es de las que pueden hacerlo. ¿Por qué no te opusiste, Henry? A ti te hubiese escuchado, tú lo hubieras conseguido.

Su marido suspiró.

—En algunas ocasiones se pueden dar consejos aunque no te los pidan, Miriam, pero lo que nunca hay que hacer es inmiscuirse en la vida de la gente. Ahora Alicia es una mujer y tiene sus derechos. ¿Quién soy yo para decir lo que le conviene?

—Pero podrías haber impedido que se fueran.

—Quizá sí, pero he preferido no pagar las consecuencias.

Su mujer permaneció en silencio algunos segundos y luego le apretó la mano con más fuerza:

—Henry, Henry. No creo que los volvamos a ver. Lo presiento.

—Vamos, vamos, cariño. Volverán sanos y salvos, ya lo verás.

—No crees lo que me estás diciendo, Henry, sólo lo haces para animarme. ¡Oh!, ¿por qué habrá tenido que ir a ese sitio tan horrible? ¡Es tan joven! Hubiese podido esperar cinco años. ¿Por qué será tan tozuda, tan diferente de mi ratoncito?

Su marido le palmoteó la mano para tranquilizarla.

—Tienes que dejar de pensar en ella como si fuese una niña, Miriam. Ya no lo es; ahora es una mujer, y si todas nuestras mujeres fuesen ratoncitos, pocas esperanzas tendríamos de supervivencia como raza.

* * *

El Oficial de Navegación del Falcón se acercó al capitán.

—La desviación, señor.

El capitán Winters tomó el trozo de papel que le ofrecía.

—Un grado coma tres seis cinco —leyó—. ¡Hum!, no está mal; no está del todo mal si se piensa bien. Otra vez el sector Sudeste. ¿Por qué se producirán todas las desviaciones en el sector Sudeste, míster Carter?

—Quizás lo descubran cuando llevemos más tiempo navegando, señor. Por ahora sólo es una cosa más a tener en cuenta.

—Sin embargo, es raro. Bueno, mejor será que la corrijamos antes de que aumente demasiado.

El capitán sacó de la librería que tenía delante de él un juego de tablas. Las consultó y anotó el resultado.

—Compruébelo, míster Carter.

El navegante comparó las cifras con la tabla y dio su aprobación.

—Bien —dijo el capitán—. ¿Cómo está la nave?

—Casi de costado y con un balanceo muy ligero, señor.

—Usted podrá arreglarlo y yo lo observaré visualmente. Alinee y estabilice. Diez segundos de los laterales de estribor con fuerza dos. Tardará unos treinta minutos y veinte segundos en dar la vuelta, pero ya nos ocuparemos de eso. Luego neutralizaremos con los laterales de babor a potencia dos. ¿De acuerdo?

—Muy bien, señor.

El navegante se sentó en el sillón de control y aseguró el cinturón mientras observaba cuidadosamente los mandos e interruptores.

—Será mejor que los avisemos, porque será una buena sacudida —dijo el capitán.

Conectó el sistema de comunicaciones y tomando el micrófono anunció:

—¡Atención, atención! Vamos a corregir el rumbo. Habrá varios impulsos. Ninguno de ellos será violento, pero hay que asegurar todos los objetos frágiles y les aconsejo que se sienten y empleen los cinturones de seguridad. La operación durará aproximadamente media hora y empezará dentro de cinco minutos. Ya les informaré cuando termine. Esto es todo.

Luego desconectó.

—Si no se les avisa, siempre puede haber algún estúpido que crea que la nave ha chocado con un meteorito —añadió—. Lo más probable es que esa mujer se volviera histérica y nos proporcionase contratiempos. —Continuó divagando por un momento y observó—: En cualquier caso, no sé qué demonios se figura que va a hacer allí. Lo que tendría que hacer una insignificancia como esa es quedarse en su pueblo haciendo calceta en su hogar.

—La hace aquí —observó el oficial de navegación.

—¡Ya lo sé, y piense en lo que eso significa! ¿Qué idea será la que la ha impulsado a ir a Marte? Tendrá una nostalgia tremenda y le dará asco el lugar. Su marido tendría que haber tenido más sentido común. Esto es casi como ser cruel con los niños.

—Quizás no sea culpa de él, señor. Quiero decir que estas personas de tipo tranquilo pueden llegar a ser terriblemente testarudas.

El capitán fijó los ojos especulativamente sobre su oficial.

—Bueno, yo no soy una persona de mucha experiencia, pero sé lo que le diría a mi mujer si a ella se le ocurriese venir conmigo.

—Pero no se puede tener una buena discusión con las de tipo tranquilo, señor. La evitan con delicadeza, y al final hacen lo que les da la realísima gana.

—Pasaré por alto lo que implica la primera parte de su observación, míster Carter, pero ya que usted sabe tanto de las mujeres, ¿me puede decir por qué demonios está aquí si él no la hubiese traído?

—Me parece que es de las abnegadas, señor; normalmente se asustan de su propia sombra, pero tienen una voluntad tremenda cuando se les toca el punto flaco. Es una especie de… bueno, usted ya habrá oído hablar de ovejas que se enfrentan con los leones en defensa de sus cachorros, ¿no?

—Suponiendo que usted quiera decir corderos, las respuestas serían —dijo el capitán—: A, siempre lo he dudado; y B, no tiene ninguno.

—Lo decía solamente para indicar el tipo de mujer que es, señor.

El capitán se rascó la mejilla con un dedo.

—Quizás tenga usted razón, pero sé que si yo llevase a mi mujer a Marte, y Dios no quiera que llegue a suceder, creo que al ser una mujer de más carácter sería un riesgo menor. ¿Cuál es el empleo del marido allá?

—Me parece que tiene que hacerse cargo de las oficinas de una mina, señor.

—¿Horas de oficina, eh? Bien, quizás llegue a resultar, pero continúo siendo de la opinión que la pobre desgraciada tendría que estar en su propia cocina. Pasará la mitad del tiempo con un susto de muerte y el resto sisando para tener más comodidades en casa. —Dio una ojeada al reloj—. Ya han tenido tiempo suficiente de asegurar sus cacharros. Vamos a ello.

Aseguró su propio cinturón de seguridad, inclinó la pantalla que estaba delante de él conectándola al hacerlo y se reclinó hacia atrás contemplando el panorama de estrellas que se movía lentamente por ella.

—¿Todo a punto, míster Carter?

El navegante accionó la llave de la conducción de combustible y colocó la mano sobre un interruptor.

—Listo, señor.

—Bien. Rectifique.

El oficial de navegación dedicó toda su atención a los indicadores que tenía delante y pulsó el interruptor que tenía bajo los dedos. No sucedió nada. Frunció ligeramente el entrecejo y pulsó de nuevo. Continuó sin haber reacción.

—Hágalo de una vez, hombre —dijo el capitán con irritación.

El navegante decidió probar de hacerlo en el otro sentido. Pulsó uno de los interruptores de la mano izquierda y esta vez hubo una reacción inmediata. Toda la nave saltó de pronto de lado con violencia y trepidó. Un crujido fue recorriendo las partes metálicas que estaban en derredor de ellos y se perdió a lo lejos como un eco.

El navegante sólo se pudo mantener en su sitio gracias al cinturón de seguridad y se quedó mirando estúpidamente a las manecillas que giraban delante de él. En la pantalla, las estrellas pasaban a toda velocidad como si fueran cohetes. El capitán contempló la exhibición con un silencio ominoso durante un momento y luego dijo fríamente:

—Cuando haya acabado de divertirse, míster Carter, quizás me hará el favor de enderezar la nave.

El navegante se repuso. Escogió una válvula y la abrió, no sucedió nada. Probó con otra y las manecillas de los instrumentos continuaron girando suavemente. El sudor empezó a aparecer en su frente. Probó otra conducción de combustible y probó de nuevo.

El capitán permanecía echado en la silla contemplando el cielo que pasaba ante él por la pantalla.

—¿Y bien? —dijo con sequedad.

—No, no hay respuesta, señor.

El capitán Winters se quitó el cinturón de seguridad y golpeteó por el suelo con sus suelas magnéticas. Con un movimiento de cabeza le indicó al otro que le dejase el sitio y ocupó su lugar. Comprobó las válvulas de las conducciones de combustible. Pulsó un interruptor. No hubo impulso: las manecillas continuaron girando sin interrupción. Probó otros interruptores, sin conseguir nada. Miró hacia arriba y vio los ojos del navegante fijos en los suyos. Al cabo de un largo silencio, volvió a su propio asiento y accionó un interruptor. En la habitación se oyó una voz:

—… lo voy a saber? Todo lo que te puedo decir es que este cacharro está dando vueltas y que esta no es manera de llevar una condenada nave espacial. Si me preguntas…

—Jevons —interrumpió el capitán.

La voz se calló de repente.

—Diga, señor —dijo en un tono diferente.

—Los laterales no funcionan.

—No, señor —convino la voz.

—Despiértese, hombre. Quiero decir que no funcionarán, que se han estropeado.

—¿Qué? ¿Todos, señor?

—Los únicos que responden son los laterales de babor y no deberían haber dado esa sacudida. Lo mejor será enviar a alguien al exterior y que los mire. No me gusta esta sacudida.

—Muy bien, señor.

El capitán desconectó el comunicador y se inclinó sobre el micrófono general.

—Atención, por favor. Pueden soltarse los cinturones de seguridad y hacer la vida normal. Se retrasa la corrección del rumbo, cuando se reanude se les avisará. Esto es todo.

Capitán y navegante se miraron de nuevo. Sus caras tenían una expresión grave.

El capitán Winters estudió a su auditorio en el que figuraban todos los que estaban a bordo del Falcón. Catorce hombres y una mujer. Seis de los hombres formaban su tripulación; el resto eran pasajeros. Los fue mirando mientras se acomodaban en el pequeño cuarto de estar de la nave. Se hubiera sentido más satisfecho de haber tenido más carga y menos pasajeros, pues como éstos no se ocupaban en nada, siempre estaban causando molestias de una u otra manera. Y además había que tener en cuenta que los que iban a Marte como mineros, exploradores o con cualquier otro oficio no eran precisamente del tipo tranquilo y sumiso.

La mujer hubiera podido, de habérselo propuesto, ser una fuente inagotable de preocupaciones, pero afortunadamente, no había sido así, pues se mostraba tímida y se anulaba a sí misma. Aunque en algunas ocasiones era irritante el verla tan desanimada, era preferible a que hubiera resultado ser una rubia incendiaria que sólo hubiera aumentado sus problemas.

De todas formas, se decía a sí mismo, contemplándola sentada al lado de su marido, no podía ser tan mansa como parecía. Carter debía tener razón cuando hablaba de un impulso férreo que debía tener oculto, pues sin él no hubiese partido de viaje y tampoco aguantaría con tanta tranquilidad. Dio una ojeada a su marido. Las mujeres son unos bichos raros, pensó. Morgan no estaba mal, pero no veía nada en él que hiciese que una mujer se decidiera a emprender un viaje como aquél…

Esperó hasta que todos terminaron de acomodarse y quedaron en silencio. Los miró a todos uno a uno con expresión seria.

—Señora Morgan y señores —empezó—. Les he convocado porque me ha parecido preferible que todos ustedes estén perfectamente enterados de la situación actual.

»El caso es éste. Nuestros tubos laterales han fallado por alguna razón que todavía no hemos averiguado y están inutilizados. En el caso de los laterales de babor, se han quemado y son irreemplazables.

»Por si alguno de ustedes no sabe lo que esto significa, tengo que decirles que la navegación depende precisamente de los tubos laterales. Los tubos principales nos proporcionan el impulso necesario para la partida y después se apagan dejándonos en caída libre. Cualquier desviación que se produzca en el rumbo establecido se corrige por medio de impulsos apropiados de los tubos laterales.

»Estos tubos no se utilizan solamente para corregir el rumbo. Para el aterrizaje, que es infinitamente más complicado que la salida, estos tubos son imprescindibles. Frenamos haciendo que la nave dé la vuelta y controlando la velocidad por medio de los tubos principales. Me parece que no dejarán de darse cuenta de que es una operación muy delicada la de mantener una masa tan grande como la de esta nave en perfecto ajuste con la del eje de caída. Son los tubos laterales los que hacen posible dicho equilibrio. Sin ellos no podemos aterrizar en ninguna parte.

Un pesado silencio siguió durante algunos momentos. Luego una voz preguntó pronunciando despacio las palabras:

—Lo que usted quiere decir, capitán, es que tal como están las cosas no se puede ni corregir el rumbo ni aterrizar, ¿no es así?

El capitán Winters miró al que acababa de hablar. Era un hombre corpulento, que sin ningún esfuerzo por su parte y en apariencia sin intención, parecía tener cierto dominio sobre los demás.

—Esto es exactamente lo que he querido decir —replicó con voz autoritaria.

En la habitación se podía notar la tirantez. En diversos lugares se oyeron respiraciones entrecortadas.

El hombre de la voz lenta asintió con fatalismo. Otro preguntó:

—¿Quiere decir esto que nos estrellaremos en Marte?

—No —respondió el capitán—. Si continuamos con el mismo rumbo de ahora, ligeramente desviado, no alcanzaremos Marte.

—Y entonces iremos a tropezar con los asteroides —sugirió otra voz.

—Esto es lo que sucedería si no le ponemos remedio, pero quizás podamos arreglarnos para corregir el rumbo.

El capitán hizo una pausa consciente de que le dedicaban toda la atención. Después continuó:

—Todos ustedes se habrán dado cuenta ya por lo que se ve por las portas de que vamos dando tumbos. Esto se debe a la explosión de los laterales de babor. Es una manera de viajar nada corriente, pero significa que por medio de un impulso de los tubos principales dado en el momento crítico oportuno, podremos corregir el rumbo aproximadamente como necesitamos.

—¿Y para qué nos va a servir eso si no podemos aterrizar? —quiso saber alguno.

El capitán ignoró la interrupción y prosiguió:

—He estado en contacto por radio tanto con Marte como con la Tierra y les he informado de nuestra situación. Asimismo les he comunicado que me propongo intentar lo único que se puede hacer, que es usar los tubos principales para fijarnos en una órbita en torno a Marte.

—Si tenemos éxito, evitaremos dos peligros, el de salir disparados hacia la parte exterior del sistema y el de estrellarnos en Marte. Creo que tenemos bastantes probabilidades de conseguirlo.

Cuando dejó de hablar percibió la alarma en algunas caras e intensa concentración en otras. Se dio cuenta de que mistress Morgan cogía con fuerza la mano de su marido y que la cara estaba un poco más pálida que lo corriente. Fue el hombre de voz lenta el que rompió el silencio.

—¿Cree usted que tenemos suficientes probabilidades? —repitió interrogándole.

—Así es, y creo también que es nuestra única oportunidad. No voy a tratar de engañarles fingiendo confianza absoluta, la situación es demasiado seria para ello.

—¿Y si conseguimos entrar en esta órbita?

—Tratarán de mantenernos en la pantalla de un radar y enviarnos ayuda en cuanto sea posible.

—¡Hum! —dijo el que preguntaba—. Y usted, capitán ¿qué cree?

—Yo… bueno, me parece que no va a ser fácil. Pero como todos estamos en la misma situación voy a decirles lo que me han comunicado ellos a mí. En el mejor de los casos no podremos esperar que nos den alcance antes de varios meses. La nave tendrá que partir de la Tierra. Los dos planetas han pasado hace mucho por su conjunción, y me temo que la espera será larga.

—¿Podremos… aguantar bastante tiempo en esta situación capitán?

—Según mis cálculos podremos aguantar durante diecisiete o dieciocho semanas.

—¿Será suficiente?

—Tendrá que serlo.

Interrumpió la pausa llena de meditaciones que siguió, continuando con animación.

—No será cómodo ni agradable, pero si todos seguimos en nuestro papel y nos atenemos estrictamente a las medidas necesarias, se puede conseguir. Ahora bien, hay tres cosas esenciales: aire para respirar, afortunadamente no nos tendremos que preocupar por ello, la instalación de regeneración y la existencias de cilindros del cargamento nos durarán por muchísimo tiempo. El agua estará racionada. Un litro diario por persona para todo. Afortunadamente podremos retirar agua de los tanques de combustible, pues en otro caso hubiese sido muchísimo menos. Lo que va a ser motivo de preocupación será la comida.

Volvió a explicar sus proposiciones con paciente claridad Al final añadió:

—Supongo que ahora querrán hacer algunas preguntas, ¿no es así?

Un hombre pequeño con la cara curtida por el sol preguntó:

—¿No hay esperanza de que los tubos laterales vuelvan a funcionar?

El capitán Winters denegó con la cabeza.

—Es despreciable. La sección impulsora de la nave no está construida para que se pueda llegar a ella en el espacio. Naturalmente continuaremos probando, pero aunque pudiéramos reparar los otros, los laterales de babor no se pueden arreglar.

Hizo cuanto pudo para responder a las escasas preguntas que siguieron de acuerdo con un término medio entre el optimismo fácil y la desesperación. La perspectiva no era nada buena, pues antes de que les pudiera llegar auxilio todos iban a necesitar de todo su coraje y voluntad, y entre dieciséis personas alguna sería más débil que las demás.

Volvió a mirar nuevamente a Alicia Morgan y a su marido que continuaba a su lado. No había duda de que su presencia era una posible fuente de preocupaciones. Cuando la situación fuera más comprometida el hombre era probable que tuviera más resistencia, por ella, y asimismo menos escrúpulos.

Como la mujer estaba allí, tendría que compartir las consecuencias igual que los demás. No podía haber privilegios. En caso de aprieto se podían tolerar las heroicidades, pero conceder trato especial a una persona en la larga ordalía que les esperaba sería crear una situación imposible. Si a ella se le hacían concesiones, no tendría más remedio que hacerlas también a otros a causa de la salud o por lo que fuera y sólo Dios sabía qué complicaciones podrían surgir.

Lo único que podía hacer por ella era esperar que tuviera tanta suerte como los demás y viendo los grandes ojos que le miraban desde su pálida cara, reconocía que esto no era gran cosa.

Esperaba que no sería ella la primera en perder el ánimo. Para la moral de los demás sería mucho mejor que no fuese la primera.

No fue la primera. Durante casi tres meses nadie flaqueó.

El Falcón, por medio de descargas cuidadosamente controladas de los tubos principales consiguió colocarse en una órbita respecto a Marte. Después de ello, la tripulación poco pudo hacer. A la distancia de equilibrio se había convertido en un satélite diminuto girando y dando tumbos en su recorrido circular y destinado al parecer de todos a continuar su avance hasta recibir ayuda o quizá para siempre…

A bordo, la complejidad de sus oscilaciones no se podía percibir a menos que deliberadamente se abriese una de las portas; si así se hacía, las locas cabriolas del universo exterior producían un mareo tal que resultaba agradable cerrar la porta para mantener la ilusión de estabilidad interior. Incluso el capitán Winters y el oficial de navegación hacían las observaciones tan rápidamente como podían y sentían un claro alivio cuando desconectaban las raudas constelaciones de la pantalla y se refugiaban en la relatividad.

Para todos sus ocupantes, el Falcón se había convertido en un mundo pequeño e independiente, de espacio definitivamente finito que con el tiempo aún iba pareciendo menor.

Era además un mundo con un nivel de vida muy bajo; una comunidad con mal genio, con enfermos de debilidad, estómagos doloridos y nervios destrozados. Era un grupo en el que todos observaban con sospecha un pelo de diferencia en la ración del vecino y en el que lo poco que comían con tanta avidez no era suficiente para acallar los rumores de sus estómagos. Se acostaban hambrientos y se despertaban voraces.

Hombres que habían partido corpulentos de la Tierra, se habían convertido en flacos y encorvados, con las facciones endurecidas, llenas de planos angulosos y sus colores saludables habían cedido a una palidez gris en la que los ojos brillaban de un modo inhumano. Todos estaban más débiles. Los que estaban peor permanecían echados en las literas, los más afortunados los miraban de vez en cuando con ojos interrogantes, cuya intención no era difícil de averiguar: «¿Por qué continuar desperdiciando comida con este tipo? Parece que de todos modos ya está listo». Pero hasta aquel momento no había nadie que se hubiera decidido a dar aquel paso.

La situación era peor de lo que el capitán Winters había previsto. Había habido mal almacenaje. Las latas de algunas cajas de conserva de carne se habían reventado bajo la presión terrible de otras cajas durante el despegue. En aquellos momentos la masa resultante estaba describiendo una órbita propia en derredor de la nave. Había tenido que tirarlo en secreto porque si los hombres lo hubiesen sabido se lo hubiesen comido muy a gusto con gusanos y todo. Otra de las cajas que figuraban en el inventario había desaparecido, sin que todavía hubiese podido averiguar cómo, pues habían recorrido la nave de cabo a rabo sin encontrar rastros de ella. Una gran parte de las existencias previstas para casos semejantes, eran alimentos deshidratados, para los que no se había decidido a emplear agua en cantidad suficiente, de manera que aunque comestibles no tenían nada de agradable. Su utilidad era la de completar las raciones normales de la nave si el viaje se alargaba algo más de lo previsto, pero no había una gran cantidad. Del cargamento poco había que fuera comestible y, en su mayoría, latas de conservas de lujo. Como resultado tuvo que reducir las raciones para que alcanzasen a las diecisiete semanas. Lo peor del caso era que, incluso así, no durarían tanto.

El primero que falló, lo hizo no por necesidad ni enfermedad, sino por accidente.

Jevons, el primer maquinista, sostenía que la única manera de localizar y reparar el desperfecto de los tubos laterales era la de practicar una entrada en la sección propulsora de la nave. Debido a los tanques adosados a los mamparos que dividían las diferentes secciones, era completamente imposible el hacerlo desde el interior.

Con las herramientas de que disponían se comprobó que era inútil intentar cortar una sección del casco; la temperatura del espacio y la conductividad del casco hacían que todo el calor se disipase sin hacer ni el más mínimo efecto en el duro caparazón. La única manera que se le ocurrió de hacerlo era la de ir cortando en derredor de los tubos laterales de babor que se habían quemado. Era discutible si valía la pena de hacerlo, porque en cualquier caso los otros laterales continuarían desequilibrados por el lado de babor, pero en lo que encontró la oposición más decidida en contra del proyecto fue en cuanto a lo de emplear parte de la preciosa reserva de oxígeno para hacer funcionar el soplete. Tuvo que aceptar la limitación, rehusando sin embargo abandonar el plan.

—Muy bien —dijo ceñudo—. Estamos como ratones en una trampa, pero Bowman y yo no queremos estar sin hacer nada para evitarlo y lo vamos a probar, aunque tengamos que abrirnos camino al interior de la maldita nave con las manos.

El capitán Winters había dado su consentimiento, no porque creyese que pudiera servir de algo, sino porque mantendría a Jevons quieto y a los demás no les perjudicara absolutamente nada. En consecuencia, durante varias semanas Jevons y Bowman se metían en sus trajes espaciales y llevaban a cabo su tarea. Al cabo de un rato ya no se daban cuenta de que el cielo iba dando vueltas en torno de ellos y continuaban serrando y limando con determinación. Su progreso, que al principio había sido lastimosamente lento, a medida que se iban debilitando avanzaba cada vez menos.

Todavía continuaba siendo un misterio lo que había intentado Bowman cuando encontró la muerte, pues no le había dicho nada a Jevons. Todo lo que supieron los demás fue que de pronto se produjo un fuerte bandazo y que las reverberaciones recorrieron todo el casco. Posiblemente era un accidente. Lo más probable era que se hubiese impacientado y que hubiese hecho estallar una carga pequeña para conseguir la abertura.

Por primera vez en varias semanas se abrieron las portas y hubo caras mirando aturdidamente al exterior y sus vertiginosas estrellas. Bowman quedó visible flotando inerte a unos diez o doce metros de separación de la nave. Su traje estaba deshinchado y en el tejido de la manga izquierda se veía un largo desgarrón.

El saber que había un cuerpo flotando alrededor como una luna pequeña no contribuye absolutamente nada a mejorar la moral ya de por sí bastante baja. Si se le empuja continuará dando vueltas a mayor distancia. Algún día quizá llegase a inventarse algo para remediar situaciones semejantes; posiblemente un cohete pequeño sirva para lanzar los pobres restos en su último viaje al infinito. Mientras, y a falta de precedente, el capitán Winters decidió que lo decente era entrar el cadáver a bordo. La instalación de refrigeración se había mantenido en funcionamiento para conservar los escasos restos de comida que quedaban, pero había varias secciones vacías…

Habían pasado un día y una noche por el reloj después del entierro provisional de Bowman cuando el capitán oyó un golpecillo ligero en la puerta del cuarto de control. Secó cuidadosamente lo que acababa de escribir en el diario de navegación y cerró el libro.

—Adelante —dijo.

La puerta se abrió sólo lo suficiente para permitir el paso de Alicia Morgan. Se deslizó dentro y cerró la puerta tras ella. El capitán se sorprendió algo al verla, pues se había mantenido cuidadosamente a retaguardia, pidiendo las escasas cosas que había necesitado por mediación de su marido. Vio que había sufrido los mismos cambios que los demás; como todos estaba macilenta y los ojos le brillaban con ansia. Estaba nerviosa también, tenía los dedos entrelazados como buscando apoyo y fuerzas para decir algo y era evidente que se tenía que forzar para conseguirlo. Le sonrió para animarla.

—Venga y siéntese, mistress Morgan —le invitó con amabilidad.

Ella cruzó la habitación produciendo un ligero ruido con sus suelas magnéticas y se sentó donde el capitán le indicaba, pero inquieta y en el borde de la silla.

Había sido una crueldad hacerla hacer aquel viaje, volvió a pensar el capitán Winters. Por lo menos antes era bastante guapa, pero ya no era ni sombra de lo que fue. Aquel loco de su marido podría haberla dejado en casita bien instalada, donde hubiera llevado una vida rutinaria sin peligros ni alarmas. Le sorprendía que hubiese tenido la resolución y fuerza vital necesarias para sobrevivir a las duras circunstancias de vida en el Falcón hasta aquel momento. Probablemente hubiese sido mejor para ella si se hubiese muerto ya. La habló con tranquilidad, porque estaba inclinada hacia delante como un pájaro a punto de saltar al menor movimiento brusco.

—¿Qué puedo hacer por usted, mistress Morgan?

Alicia se retorció los dedos con desesperación; se los miró, luego levantó la vista, abrió la boca para hablar, pero la cerró de nuevo sin decir nada.

—No es fácil —murmuró excusándose.

Tratando de ayudarla, él le dijo:

—No hay ninguna necesidad de que esté nerviosa, mistress Morgan. ¿Es que alguien la ha estado molestando?

Ella denegó con lo cabeza.

—Oh, no, capitán Winters. No es nada de eso.

—¿De qué se trata entonces?

—Son… son las raciones, capitán. No tengo suficiente comida…

La expresión de preocupación amistosa desapareció de la faz del capitán.

—Tampoco ninguno de nosotros la tiene —le replicó secamente.

—Ya lo sé —se apresuró a contestar—, ya lo sé, pero…

—Pero ¿qué? —le preguntó fríamente.

Ella respiró profundamente.

—Es por lo del hombre que murió ayer, por Bowman. He pensado que si pudiese tener su ración…

Al ver la expresión de la cara del capitán dejó sin terminar la frase.

No hizo nada. Sólo se sentía tan asqueado como daba a entender su cara. De todas las proposiciones desvergonzadas que había llegado a recibir, aquella era la que más le había asombrado. Contempló confundido a la que le había hecho una proposición tan ultrajante. Los ojos de ella se enfrentaron con los suyos, pero por raro que pudiera parecer, con mucha menos timidez que antes. No daba muestras de estar avergonzada.

Tengo que tener más comida —dijo ella con voz tensa.

La ira del capitán Winters aumentó.

—¡De manera que usted se ha figurado que podría tener la ración del hombre que acaba de morir además de la suya propia! Es preferible, joven, que no le diga lo que pienso de su proposición. Pero esto sí lo puede comprender: lo compartimos todo y nuestras porciones son iguales. Lo que significa la muerte de Bowman es que podremos aguantar un poco más con las mismas raciones que hasta ahora; esto y nada más que esto. Y ahora me parece que es preferible que se vaya.

Pero Alicia Morgan no hizo el menor movimiento para irse. Continuó sentada con sus labios apretados y los ojos medio cerrados. A no ser porque las manos le temblaban parecía que estaba tranquila. Incluso en su indignación el capitán sintió sorpresa como si de repente hubiese visto que un perrillo faldero era un gran cazador Alicia dijo con tozudo tesón:

—Hasta hoy no he solicitado ningún privilegio, capitán, y tampoco hoy lo haría si no fuera absolutamente imprescindible. Pero la muerte del hombre nos da cierto margen ahora. Y tengo que tener más comida.

El capitán se contuvo con un esfuerzo.

—La muerte de Bowman no nos concede ningún margen, ni es ninguna ganga. Todo lo que tenemos con ello es un respiro de uno o dos días más en nuestras probabilidades de sobrevivir. ¿Cree usted que los demás no tienen tanta hambre como la que tiene usted? Con toda mi experiencia de villanías…

Ella levantó una delgada mano para interrumpirle. La dureza de sus ojos hizo que el capitán se preguntase por qué la habría juzgado tímida.

—¡Capitán, míreme! —dijo con voz áspera.

El capitán miró. Su expresión de ira cambió seguidamente a la asombro. Un leve rubor apareció en las mejillas de ella.

—Sí —dijo—. ¿Lo ve? Tengo que tener más comida. Mi hijo tiene que tener probabilidades de vida.

El capitán continuó mirándola fijamente como si estuviese hipnotizado. Luego cerró los ojos y se pasó la mano por la frente.

—Dios mío, esto es terrible —murmuró.

Alicia Morgan dijo con seriedad, como si ya hubiese tenido en cuenta este punto:

—No. No tiene nada de terrible si vive mi hijo.

Él la miró impotente, sin decir nada y ella prosiguió:

—No sería robar a nadie, ¿comprende? Bowman ya no necesita sus raciones, pero mi hijo sí. En realidad es muy sencillo…

Miró interrogante al capitán, que no hizo ningún comentario y luego continuó:

—De esta forma no pueden decir que no es limpio. Después de todo, ahora yo soy dos personas en realidad, ¿no es así? Necesito más comida. Si no me la dan sería como si asesinasen a mi hijo. De manera que tengo que tener más comida; mi hijo tiene que vivir.

Cuando Alicia se hubo marchado, el capitán Winters se secó la frente, abrió su escritorio particular y tomó una de las botellas de whisky cuidadosamente estibadas que allí había. Tuvo el control necesario para tomar sólo un trago por el tubo de beber y luego la volvió a colocar en su sitio. El licor le reavivó un poco, pero sus ojos todavía estaban horrorizados y preocupados.

¿No hubiese sido más caritativo, al fin y al cabo, decirle a la mujer que su hijo no tenía ni la menor probabilidad de nacer? Esto hubiera sido honrado, pero el capitán dudaba de que el que había lanzado la frase de que la honradez es la mejor política, supiese gran cosa de la moral de personas en grupo. Si se lo hubiese dicho, no hubiera podido evitar el comunicarle la razón y una vez ella supiese el por qué, le hubiera sido imposible no confiar, aunque sólo fuese en su marido. Y luego sería demasiado tarde.

El capitán abrió el cajón superior y miró la pistola que tenía allí guardada. Siempre quedaba aquello, estaba tentado a cogerla y usarla. No serviría para nada continuar fingiendo; pronto o tarde tendría que llegar a aquello de todas maneras.

Frunció el ceño, dudando. Luego extendió la mano derecha y de un papirotazo la envió flotando al fondo del cajón, fuera de la vista. Después lo cerró. Todavía no…

A pesar de todo, quizá sería mejor que pronto empezase a llevarlo. Hasta aquel momento todos habían acatado su autoridad. No habían pasado de la válvula de escape de los refunfuños. Pero no tardaría en llegar el momento en que tendría que emplear la pistola en los demás o en sí mismo.

Si sospechasen que los boletines que para animarlos fijaba en el tablón de anuncios eran falsificados; si supiesen que la nave de rescate que suponían que ya surcaba el espacio hacia ellos de hecho todavía no había podido abandonar la Tierra, sería el momento en que se empezaría a desencadenar el infierno.

Quizá sería mejor que pronto hubiese una avería en el aparato de radio…

—Se lo ha tomado con calma, ¿eh? —dijo el capitán Winters.

Habló secamente porque se sentía irritado y no por lo que pudiera importar lo que se tardase en aquellos momentos en hacer cosa alguna. El oficial de navegación no dijo nada. Sus botas resonaron en el suelo al acercarse. Una llave y una pulsera de identidad flotaron por el aire en dirección al capitán a un par de centímetros sobre la superficie de la mesa. Extendió la mano para detenerlas.

—Yo… —empezó. Luego le vio la cara al otro—. Dios mío, hombre, ¿qué le pasa?

Sintió un poco de lástima. Había pedido la pulsera de identidad de Bowman para anotarlos en el informe, pero no había ninguna necesidad de haber enviado a Carter por ella. Un hombre que hubiese muerto como Bowman tendría un aspecto lastimoso. Por esta razón lo habían dejado en el traje espacial en lugar de quitárselo. En cualquier caso había tenido la idea de que Carter estaba más endurecido. Sacó una botella, la última.

—Será mejor que beba un trago de esto —le dijo.

El navegante así lo hizo y se cogió la cabeza con las manos. El capitán rescató cuidadosamente la botella de su vuela a media altura y la guardó. Seguidamente, el oficial de navegación dijo sin levantar la cabeza:

—Lo siento, señor.

—No importa, Carter. Es un trabajo desagradable y lo hubiera tenido que hacer yo mismo.

El otro se estremeció ligeramente. Un minuto transcurrió en silencio mientras se reponía. Luego levantó la cabeza y su mirada se encontró con la del capitán.

—No… no era sólo eso, capitán.

Este lo miró extrañado.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó.

Los labios del oficial temblaron. No pronunció bien las palabras y tartamudeó.

—Repóngase. ¿Qué es lo que quiere decir?

El capitán habló con dureza para que el otro se calmase.

Carter levantó un poco la cabeza y los labios dejaron de temblarle.

—No… no —vaciló; luego probó de nuevo, de prisa—. No tiene piernas, señor.

—¿Quién? ¿Qué es esto? ¿Quiere decir que Bowman no tiene piernas?

—S… sí, señor.

—¡Qué tontería! Los dos estábamos presentes cuando lo entraron y tenía piernas como cualquier otro.

—Sí, señor. Entonces las tenía, ¡pero ahora no!

El capitán continuó sentado e inmóvil. Durante algunos segundos no se oyó en la sala de control más sonido que el tic-tac del cronómetro. Luego habló con dificultad, no pudiendo pronunciar más que dos palabras:

—¿Quiere decir…?

—¿Qué otra cosa puede ser, señor?

¡Dios de los cielos! —dijo entrecortadamente el capitán.

Se quedó sentado con ojos en los que se veía el mismo horror que en los de su oficial.

Los dos hombres se movieron en silencio con calcetines encima de las suelas magnéticas. Se detuvieron frente a la puerta de uno de los compartimientos de la cámara frigorífica. Uno de ellos sacó una llave delgada, la introdujo en la cerradura, tanteó con cuidado con las guardas y luego la hizo girar con un ligero sonido. Al abrirse la puerta se oyeron dos disparos de pistola dentro de la cámara. Al hombre que estaba abriendo le flaquearon las rodillas y quedó colgando en el aire.

El otro hombre todavía estaba tras la puerta entreabierta. Sacó rápidamente una pistola del bolsillo y apuntando desde detrás hacia el interior de la nevera apretó dos veces el gatillo.

Una figura en traje espacial salió flotando de la cámara y con vuelo inseguro cruzó la habitación. El otro hombre volvió a disparar cuando pasaba delante de él. La figura con el traje espacial chocó con la pared opuesta, retrocedió ligeramente y quedó colgada allí. Antes de que pudiese dar la vuelta y usar la pistola que tenía en la mano, el otro hombre volvió a disparar de nuevo. La figura se estremeció y volvió a flotar hasta la pared. El hombre continuó apuntando con la pistola, pero el traje espacial continuó oscilando fláccido e inerte.

La puerta por la que habían entrado los hombres se abrió de pronto. En el umbral, el oficial de navegación no dudó y disparó con prontitud contra el otro y continuó disparando…

Cuando hubo descargado la pistola, el hombre que estaba frente a él oscilaba de un modo extraño anclado por las botas; pero aparte de esto no hizo ningún movimiento.

El oficial de navegación apoyó una mano en el dintel. Después, lenta y penosamente avanzó hasta la figura del traje espacial. En el traje había varios desgarrones, abrió el casco y lo apartó.

La cara del capitán tenía un tono algo más gris que el que le podía haber motivado la desnutrición. Abrió los ojos lentamente y susurró:

—Carter, la tarea es suya ahora. ¡Buena suerte!

El oficial de navegación trató de responder, pero de su garganta no salieron palabras sino un borboteo de sangre. Las manos se le relajaron. Por su uniforme se iba extendiendo una mancha oscura. Después su cuerpo quedó colgando negligentemente, oscilando por encima del de su capitán.

—Creí que iban a durar más —dijo el hombrecillo del bigote de color de arena.

El hombre de la voz lenta le miró fijamente.

—¿Ah, sí? ¿Te lo creíste? ¿Y quién te dice a ti que tus cálculos son de fiar?

El más pequeño se echó hacia atrás inquieto y pasó la punta de la lengua por los labios.

—Bueno, teníamos a Bowman. Luego aquellos cuatro y los otros dos que murieron. En total son siete.

—Desde luego, en total siete. ¿Y qué? —preguntó suavemente el hombretón.

No era tan corpulento como antes, pero continuaba teniendo un físico imponente. Bajo la fijeza de su mirada el hombrecillo enflaquecido se encogió un poco más.

—Eh… nada. Quizá había calculado con un poco de optimismo —dijo con timidez.

—Quizá. Te aconsejo que dejes de hacer cálculos y que continúes con el optimismo. ¿Me entiendes?

El hombrecillo se acoquinó.

—Eh… si, supongo que sí.

El hombretón miró en torno del cuarto de estar contando las cabezas.

—Está bien. Vamos a empezar —anunció.

Los demás se quedaron en silencio y le miraron con fascinación e inquietud. Se agitaron, uno o dos se mordisquearon las uñas. El hombretón se inclinó hacia delante y colocó un casco de traje espacial invertido sobre la mesa. Con su tranquilidad habitual dijo:

—Los sacaremos de aquí. Cada uno de nosotros cogerá un papel y lo guardará sin abrirlo hasta que yo lo diga. Sin abrirlo. ¿Entendido?

Todos asintieron mirándole fijamente a la cara.

—Bien. Uno de los trozos de papel del casco está marcado con una cruz. Ray, cuéntalos para que todos estemos seguros de que hay nueve…

—¡Ocho! —dijo Alicia Morgan con voz aguda.

Todas las cabezas se volvieron hacia ella a la vez. Todos tenían expresión de extrañeza, como si hubiesen oído rugir a una paloma. Alicia estaba confusa bajo las miradas de todos ellos, pero estaba erguida y tenía la boca cerrada hasta tal punto que los labios formaban una línea recta. El hombre que se ocupaba de la organización la estudió con cara de asombro.

—Vaya, vaya —dijo lentamente—. ¿De manera que usted no quiere tomar parte en nuestro juego?

—No —dijo Alicia.

—Hasta ahora ha tenido usted su parte como nosotros, pero ahora que hemos llegado a este punto tan lamentable, ¿usted no quiere?

—No —convino Alicia nuevamente.

—¿Apela usted a nuestra caballerosidad, quizá?

—No —dijo Alicia una vez más—. Niego la equidad de lo que usted llama juego. El que coge la cruz muere, ¿no es éste el plan?

—Por voluntad pública —dijo el hombretón—. Es deplorable, desde luego, pero desgraciadamente es necesario.

—Pero si yo la cojo, morirán dos. ¿Cree usted que esto es equitativo? —preguntó Alicia.

Los del grupo quedaron sorprendidos. Alicia esperó.

El hombretón meditaba; por una vez no sabía qué decir.

—Bueno —dijo Alicia—, ¿no es así?

Uno de los otros interrumpió la pausa para observar:

—La cuestión del estadio en que la personalidad, el alma del individuo se forma en la realidad, se puede discutir mucho. Algunos sostienen que hasta que no hay existencia separada…

La voz arrastrada del hombretón le hizo callar:

—Creo que podemos dejar estas discusiones a los teólogos, Sam. Esto es del tipo de Juicio de Salomón. La cuestión es que al parecer mistress Morgan no quiere tomar parte debido a su estado.

—Mi hijo tiene derecho a vivir —dijo Alicia tozudamente.

—Todos tenemos derecho a vivir. Todos queremos vivir —observó alguno.

—¿Por qué no…? —empezó otro.

Pero la voz arrastrada dominó una vez más:

—Muy bien, caballeros. Seamos serios y democráticos. Vamos a pasarlo a votación. La cuestión es ésta: ¿Creen ustedes que lo que alega mistress Morgan es válido o que debe probar suerte con el resto de nosotros? Los que opinen…

—Un momento —dijo Alicia con voz más firme que la que le habían oído cualquiera de los otros—. Antes de que empiecen a votar sobre esto será mejor que me escuchen. Miró en torno suyo para asegurarse de que todos le prestaban atención. Así era, y además estaban asombrados.

—En primer lugar, hay que tener en cuenta que soy mucho más importante que cualquiera de ustedes —les dijo con sencillez—. No, no hace falta que se rían. Lo soy y les diré el por qué.

»Antes de que la radio se estropease…

—Antes de que el capitán la estropease, quiere usted decir —corrigió alguno.

—Bueno, pues antes de que quedase inútil —concedió—, el capitán Winters mantenía contacto regularmente con la Tierra. Les dio noticias nuestras, noticias mías, que era lo que más le interesaba a la prensa. Las mujeres y, especialmente las mujeres en situaciones poco corrientes, somos siempre noticias. Me dijo que todos los titulares hablaban de mí: «JOVEN ESPOSA EN EL COHETE SENTENCIADO A MUERTE», «LA ODISEA DE UNA MUJER EN EL PECIO DEL ESPACIO» y otras por el estilo. Y si no se han olvidado ustedes de cómo son los diarios, pueden imaginarse también el texto: «Encerrados en su tumba en vida en el espacio, en este momento una muchacha y quince hombres dan vueltas sin ninguna esperanza en torno al planeta Marte…».

»Todos ustedes no son más que hombres, armatostes, como la nave; yo soy una mujer y por lo tanto mi situación es romántica, por tanto soy joven, bella, esplendorosa…

Su delgada cara mostró por un momento una amarga sonrisa.

—Soy una heroína.

Hizo una pausa para dejar que la idea les penetrase. Luego prosiguió:

—Era una heroína aún antes de que el capitán Winters les dijese que yo estaba embarazada; pero después de esto me convertí en un fenómeno. Hubo peticiones de entrevistas, yo escribí una y el capitán Winters la retransmitió por mí. Ha habido diálogos con mis padres, amigos y todos los que me conocían. Ahora hay una cantidad enorme de gente que sabe muchas cosas sobre mí y que se interesan por mí. Todavía les interesa más mi hijo, que probablemente será el primero en nacer en una nave espacial…

»¿Empiezan a comprenderlo ahora? Ustedes tienen una bonita historia preparada… Bowman, mi marido, el capitán Winters y los demás trataban heroicamente de reparar los laterales de babor. Hubo una explosión que los envió a todos por el espacio.

»Ustedes pueden salvarse con esto. Pero si no hay trazas de mí ni de mi hijo o de nuestros cuerpos, ¿qué les van a decir entonces? ¿Cómo lo explicarán?

Volvió a mirar a todas las caras una vez más.

—Bueno, ¿qué les van a decir? ¿Que también yo estaba en el exterior reparando los laterales de babor? ¿Que me suicidé arrojándome al espacio con un cohete?

»Piénsenlo bien. La prensa de todo el mundo está esperando tener noticias mías, con toda clase de detalles. Tendrá que ser una historia formidable la que resista a todo eso. Y si no lo resiste, pues bien, en ese caso, el rescate no les habrá servido de gran cosa.

»No tendrán ni sombra de posibilidad de salvarse. Les colgarán, les freirán a todos ustedes, a no ser que antes les linchen…

Cuándo acabó de hablar, la habitación quedó en silencio. La mayoría de las caras mostraban el asombro de hombres atacados con ferocidad por un pequinés, e incapaces de poder hacer un comentario apropiado.

El hombretón se sumió en profunda reflexión durante algunos minutos. Después levantó la vista frotándose su aguzada barbilla pensativamente. Miró a todos los demás sucesivamente y luego fijamente a Alicia. Por un momento la comisura de sus labios se curvó con un rictus.

—Señora —dijo lentamente—, probablemente usted ha sido una gran pérdida para la abogacía.

Dio la vuelta y dijo dirigiéndose a los demás:

—Tendremos que volver a pensar en todo esto antes de nuestra próxima reunión. Pero para ésta, sólo ocho trozos de papel como ha dicho la señora…

* * *

—¡Ahí está la nave! —exclamó el segundo sobre la espalda del capitán.

El capitán se movió con irritación.

—Claro que es la nave. ¿Qué esperaba encontrar dando vueltas por el espacio como una lechuza asustada?

Estudió un rato la pantalla.

—No hay ni una señal. Todos los portillos están tapados.

—¿Cree usted que hay alguna esperanza, capitán?

—¿Al cabo de todo este tiempo? No, Tommy, ni sombra de esperanza. Sólo somos los enterradores.

—¿Cómo vamos a entrar a bordo, capitán?

El capitán observó los giros del Falcón calculando mentalmente.

—No hay ninguna regla, pero me parece que si le podemos echar un cable podremos dominarla con suavidad. Aunque será difícil.

Fue complicado. Cinco veces seguidas, el imán lanzado desde la nave de rescate no llegó a hacer contacto. El sexto intento estuvo mejor calculado. Cuando el imán se aproximaba al Falcón conectaron un momento la corriente, cambió de rumbo y se acercó más a la nave. Cuando casi la tocaba, volvieron a conectar la corriente; se abalanzó hacia el casco y se adhirió a él como una lapa.

Luego siguió el largo trabajo de dominar al Falcón; de mantener la tensión en el cable entre ambas naves, pero no con exceso y de evitar que la nave de rescate también empezase a girar debido a los tirones. El cable se rompió tres veces, pero al cabo de largas horas de diestras maniobras por parte de la nave de rescate, el movimiento del pecio quedó reducido a una torsión lenta. A bordo continuaban sin dar señales de vida. La nave de rescate se acercó un poco.

El capitán, el tercer oficial y el médico se metieron en sus trajes espaciales y salieron al exterior y se dirigieron hacia el cabrestante. El capitán pasó un anillo de cuerda sobre el cable y aseguró ambos extremos a su cinturón. Se agarró al cable con las dos manos y de un salto fue flotando por el espacio. Los demás le siguieron a lo largo del cable guía.

Se reunieron en la escotilla de entrada del Falcón. El tercer oficial cogió una manivela de su maletín, la insertó en una abertura y empezó a dar vueltas hasta que se convenció de que la puerta interior de la esclusa estaba cerrada. Cuando ya no dio más vueltas, la retiró y la fijó en la siguiente abertura para poner en marcha los motores que extraerían el aire de la esclusa, si lo había y si todavía había corriente que accionase las bombas. El capitán aplicó un micrófono al casco y escuchó. Oyó un zumbido y dijo:

—Todo va bien. Están funcionando.

Esperó a que terminase el zumbido.

—Está bien. Abra —ordenó.

El tercer oficial insertó nuevamente la manivela y dio vueltas. La escotilla principal se abrió hacia dentro, mostrando una negra abertura en el casco resplandeciente. Los tres miraron pensativamente a la abertura durante algunos momentos. Con una calma sombría el capitán ordenó:

—Bien. Entremos.

Con cuidado y lentamente los tres se introdujeron en la oscuridad, escuchando.

La voz del tercer oficial murmuró:

—El silencio del cielo estrellado,

el sueño de las colinas solitarias…

Seguidamente la voz del capitán preguntó:

—¿Cómo está el aire, doctor?

El médico miró a sus instrumentos.

—Está bien —dijo con ligera sorpresa—. La presión ha descendido algo, pero eso es todo.

Empezó a aflojar el casco y los otros le imitaron. El capitán hizo una mueca al sacarse el suyo.

—Esto apesta —dijo inquieto—. Vamos a ver.

Los precedió hacia la sala y todos entraron en ella con aprensión.

El cuadro aturdía. Aunque se habían reducido los giros del Falcón, todos los objetos sueltos del interior continuaban describiendo círculos hasta que topaban con un obstáculo sólido y luego rebotaban siguiendo un rumbo nuevo. El resultado era un amasijo de cosas sueltas que se agitaban lentamente de un lado a otro.

—En cualquier caso, aquí no hay nadie —dijo el capitán prácticamente— Doc, ¿cree usted que…?

Se interrumpió al ver la rara expresión del médico y miró hacia donde él miraba. El médico observaba la mezcolanza del lugar aquél. Entre la corriente de libros, latas, cartas de juego, zapatos y otras cosas menudas, su atención estaba fija en un hueso. Era grande, estaba mondo y lirondo y lo habían abierto.

El capitán le llamó la atención.

—¿Qué pasa, Doc?

El médico volvió hacia él los ojos, sin verlo y luego volvió a mirar al oscilante hueso.

—Esto —dijo con voz insegura—, esto es un fémur humano, capitán.

En el largo momento que siguió mientras los tres contemplaban el terrible despojo, se interrumpió el silencio que reinaba en el Falcón. Se oyó una voz débil, insegura, pero muy clara. Los tres se miraron incrédulos uno a otro mientras escuchaban.

Arrorró mi niño

Arrorró mi sol

Arrorró pedazo

De mi corazón.

Alicia estaba sentada de lado en su litera, balanceándose un poco y manteniendo abrazado al niño. Sonreía y le cogió una de las diminutas manos para golpearse con ella la mejilla mientras continuaba:

Este niño lindo se quiere dormir

Yo le haré una cuna en nuestro jardín

Y por cabecera le pondré un jazmín

Para que se duerma este serafín.

La canción se interrumpió bruscamente al oír el sonido de la puerta que se abría. Por un momento miró a las tres figuras que había en la puerta, tan desconcertada como ellos a ella. Su cara era una máscara con duras líneas que se marcaban profundamente desde los puntos en que la piel estaba tensa sobre los huesos. Luego sus ojos fueron adquiriendo expresión, los ojos le brillaron y los labios esbozaron una sombra de sonrisa.

Soltó al niño, que quedó suspendido en el aire riéndose. Deslizó la mano derecha bajo la almohada de la litera y la volvió a saciar empuñando una pistola.

La negra arma parecía mucho más grande en su delgada mano, casi transparente, mientras apuntaba a los hombres que se habían quedado estupefactos en el dintel.

—Mira, nene —dijo—. ¡Mira allí, comida! ¡Una comida magnífica…!