12

DESPUÉS DE LA DISCUSIÓN y de los consejos de Michael, la amenaza de que nos descubrieran me pareció más real e inminente de lo que yo había creído al hablar con tío Axel. Me hizo ver claramente que algún día tendríamos que afrontar quizá la situación temida, y que la alarma no iba a sonar y a desvanecerse por las buenas, dejándonos intactos. Yo sabía que a lo largo del último año, más o menos, Michael había padecido una incesante ansiedad, como si hubiera vivido la sensación de agotamiento del tiempo, y yo ahora experimentaba lo mismo. Aquella noche, antes de irme a la cama, llegué incluso a realizar algunos preparativos por si acaso: puse a mano un arco y un par de docenas de flechas, así como una talega en la que previamente había metido unos cuantos panes y un queso. Por otro lado, decidí que al día siguiente haría un paquete con ropas, botas y otras cosas que podrían serme útiles, y que lo escondería todo en algún sitio seco y adecuado en el exterior. También precisaría vestidos para Petra, algunas mantas y una vasija para llevar agua potable, sin olvidar el yesquero…

Todavía estaba haciendo una lista mental del equipo conveniente, cuando me quedé dormido…

No habrían transcurrido más de tres horas o así, cuando me despertó el ruido que hacía el picaporte de mi puerta al ceder. Aunque no había luna, la luz de las estrellas bastaba para revelar a una pequeña figura en camisón blanco que estaba en la entrada.

—David —me murmuró—. Rosalind…

Pero no era necesario decirme nada. Rosalind ya se había hecho notar, con urgencia.

—David —me decía—, tenemos que huir en seguida… tan pronto puedas. Han atrapado a Sally y Katherine…

—Vosotros dos, daos prisa —intervino Michael—; aprovechad el tiempo. Si saben lo suficiente de nosotros, habrán enviado ya una partida para que también os capturen… antes de que recibáis ningún aviso. Hará unos diez minutos que cogieron a Sally y Katherine casi simultáneamente. Así que poneos en marcha, ¡rápido!

—Nos veremos debajo del molino —me dijo Rosalind—. ¡Date prisa!

A Petra le ordené con palabras:

—Vístete en seguida. Ponte pantalones. Y no hagas ruido.

Probablemente, no había entendido en detalle los conceptos pensados que nos habíamos transmitido los demás, pero sí que habría captado la urgencia. Se limitó a asentir con la cabeza y a deslizarse por el oscuro pasillo.

Cogí mis ropas e hice un rollo con las mantas de la cama. Anduve a tientas por la habitación hasta que encontré el arco, las flechas y la talega de la comida. Luego me dirigí a la puerta.

Petra estaba ya casi vestida. Saqué algunas ropas de su armario y las até junto con las mantas.

—No te pongas aún los zapatos —musité—. Llévalos en las manos y anda de puntillas, como los gatos.

Una vez en el patio, dejé en el suelo el rollo de ropa y la talega mientras nos calzábamos. Petra empezó a hablar, pero yo me llevé el dedo a los labios y le transmití el concepto pensado de Sheba, la yegua negra. Asintió con la cabeza y ambos, de puntillas, atravesamos el patio camino de las caballerizas. Acababa de abrir la puerta del establo cuando capté un sonido distante y me detuve para escuchar.

—Caballos —murmuró Petra.

En efecto, eran caballos. Varios conjuntos de cascos y, débilmente, el retintín de los bocados.

No había tiempo para buscar la silla y la brida de Sheba. La sacamos por el ronzal y la montamos rápidamente. Como lo que yo llevaba no dejaba sitio a Petra delante de mí, ella se puso detrás y se agarró de mi cintura.

Silenciosamente salimos del patio por el extremo más apartado y comenzamos a descender hacia la orilla del río mientras que cada vez oíamos acercarse más a la casa el sonido de los cascos en movimiento.

—¿Has salido ya? —pregunté a Rosalind, al tiempo que le hacía saber lo que nos había pasado.

—Hace diez minutos que os espero —me replicó con tono de censura—. Yo ya lo tenía todo dispuesto. Todos nosotros hemos estado intentando establecer contacto con vosotros. Menos mal que Petra estaba despierta.

Petra captó el pensamiento e intervino excitadamente para que le dijeran lo que estaba ocurriendo. Fue como una lluvia de chispazos.

—Con suavidad, guapa, con suavidad —protestó Rosalind—. Pronto te lo contaremos todo.

Hizo una pausa para recuperarse antes de añadir:

—¿Sally?… ¿Katherine?…

Las dos respondieron a la vez.

—Nos llevan al inspector. Somos inocentes y estamos asombradas… ¿Es eso lo mejor?

Michael y Rosalind convinieron que sí.

—Creemos —continuó Sally— que es preferible cerrar nuestras mentes a vosotros. El desconocimiento real de lo que está sucediendo hará más fácil nuestra actuación como personas normales. Por tanto, no intentéis poneros en contacto con nosotras, ninguno.

—Muy bien —asintió Rosalind—, pero nosotros sí que estaremos abiertos a vuestras posibles comunicaciones.

Inmediatamente pasó a dedicarme sus pensamientos para decirme:

—Vamos, David. Ya hay luces encendidas arriba en la granja.

—De acuerdo —le respondí—, ya vamos. De todos modos, van a tardar algún tiempo en descubrir en la oscuridad el camino que hemos tomado.

—Por el calor del establo —indicó— sabrán que no habéis podido alejaros mucho todavía.

Miré hacia atrás. Arriba, en la casa, divisé una luz en una ventana y un farol que oscilaba en la mano de alguien. La voz de un hombre llamando llegó hasta nosotros lánguidamente. Nos encontrábamos ahora en la orilla del río y podía exigir a Sheba que fuera al trote. Mantuvimos esa marcha a lo largo de un kilómetro más o menos hasta llegar al vado, y luego volvimos a cogerla durante unos cuatrocientos metros, cuando ya estábamos cerca del molino. Al aproximarnos a éste se me antojó que sería prudente llevar al animal al paso, no fuera que alguien se hallara despierto. Detrás de la valla oímos a un perro encadenado, pero no ladró. En seguida capté la sensación de alivio de Rosalind que procedía de un poco más allá.

Trotamos de nuevo, y unos segundos más tarde noté un movimiento debajo de los árboles del camino. Dirigí hacia allí la yegua y me encontré a Rosalind esperándonos…, y no sólo a ella, sino también a los dos caballos gigantes de su padre. Las enormes criaturas se elevaban por encima de nosotros, y de cada uno de sus flancos colgaba un gran cuévano. Rosalind, montada en uno de ellos, llevaba consigo el arco y las flechas.

Cuando me aproximé a ella, se inclinó para ver lo que traía.

—Dame las mantas —me pidió agachándose—. ¿Qué hay en el saco?

Se lo dije.

—¿Quieres decir que eso es todo lo que traes? —observó con reprobación.

—Hubo que correr —le expliqué.

Colocó las mantas como colchón entre los dos cuévanos. Alcé a Petra en brazos hasta que llegó a las manos de Rosalind. Después de darle ambos un empujón, la niña pudo trepar y encaramarse encima de las mantas.

—Será mejor que viajemos juntos —indicó Rosalind—. Te he dejado sitio en el otro cuévano. Desde él podrás disparar incluso con la mano izquierda. —Luego me echó una especie de escala de cuerda en miniatura que dejó colgando del costado izquierdo del caballo gigante.

Me deslicé del lomo de Sheba, le di la vuelta con el fin de que se dirigiera hacia casa, y le pegué un azote en la grupa para que se marchara; inmediatamente subí por la escalera hasta el cuévano. En cuanto saqué el pie del último peldaño, Rosalind recogió el aparejo y lo envolvió para guardarlo. Movió las riendas, y antes de encontrarme yo acomodado en la cesta estábamos en camino llevando detrás al segundo caballo.

Después de ir al trote durante un buen rato, dejamos la senda para coger un arroyo. Cuando alcanzamos el punto de unión con otra corriente más pequeña, seguimos ésta corriente arriba. Al poco tiempo la dejamos también y cruzamos un terreno pantanoso hasta llegar a otro arroyo. Anduvimos por su lecho a lo largo de un kilómetro o más, y luego giramos hacia otra extensión de suelo desigual y cenagoso que se iba afirmando poco a poco y terminaba por convertirse en piedras donde sonaban los cascos de los animales. Al tomar éstos un camino sinuoso entre rocas, aflojamos la marcha. Comprendí entonces que Rosalind había planeado con cuidado la ocultación de nuestras huellas. Por lo visto proyecté sin saberlo el pensamiento, porque en tono de mal genio me dijo:

—Es una lástima que no pensaras un poquito más y durmieras un poquito menos.

—Dispuse sólo algunas cosas —protesté— porque no parecía ser tan apremiante la situación. Hoy pensaba prepararlo todo.

—Y por eso cuando yo traté de consultarte sobre ello estabas ya durmiendo como un tronco. Mi madre y yo nos pasamos dos horas enteras metiendo paquetes en estos cuévanos y poniendo las sillas a mano por si se presentaba una situación de emergencia, en tanto que tú no te ocupabas más que de dormir y dormir.

—¿Tu madre? —pregunté desconcertado—. ¿Es que lo sabe?

—Sabe algo desde hace tiempo, y supongo que otras cosas las habrá adivinado. Ignoro lo que conoce, porque nunca me habló del asunto. Creo que pensaba que mientras no tuviera que admitirlo con palabras, podríamos ir tirando. Cuando le dije esta noche que consideraba muy probable la necesidad de marcharme, se echó a llorar…, pero en realidad no se sorprendió; ni siquiera trató de discutir mi decisión ni de disuadirme. Tengo la impresión de que, en su mente, había llegado al convencimiento de que un día sería preciso ayudarme, y al llegar ese momento, lo ha hecho.

Reflexioné sobre aquella actitud. A mí me resultaba imposible imaginar a mi madre haciendo algo parecido por Petra. No obstante, recordé que había llorado cuando echaron a tía Harriet. Y que tía Harriet había estado muy dispuesta a quebrantar las leyes de la pureza. Lo mismo podía decirse de la madre de Sophie. Uno no tenía más remedio que preguntarse sobre el número de madres que habrían cerrado los ojos a todo aquello que realmente no infringiera la Definición de la verdadera imagen, o que, aun infringiéndola, mientras existiera la posibilidad de continuar engañando al inspector… Me pregunté asimismo si mi madre, en secreto, estaría contenta o apesadumbrada por haberme llevado a Petra…

Proseguimos por la ruta incierta que Rosalind había escogido para no dejar rastro. Nos encontramos con más sitios pedregosos y más corrientes de agua hasta que finalmente dirigimos a los caballos por una loma arriba para meternos en el bosque. No pasó mucho tiempo sin que descubriéramos un camino que seguía la dirección sudoeste. Como tampoco allí queríamos correr el riesgo de dejar las huellas de los grandes caballos, mantuvimos una marcha paralela con la senda hasta que el cielo empezó a tornarse gris. Luego penetramos todavía más en el bosque hasta que llegamos a un claro en donde había hierba para los animales. Después de enlazarlos los dejamos pacer.

Cuando terminamos de hacer una comida a base de pan y queso, Rosalind me indicó:

—Puesto que tú has dormido tan bien antes, haz la primera guardia.

Ella y Petra se arrebujaron cómodamente en las mantas y se durmieron en seguida.

Por mi parte me senté con el arco sobre las rodillas y media docena de flechas en el suelo, pero al alcance de la mano. No se oía nada sino el canto de los pájaros, ruidos ocasionados por algún pequeño animal que otro, y el constante mascar de los caballos. El sol empezaba a mostrarse por entre las ramas más delgadas y comenzaba a sentirse más calor. De vez en cuando me levantaba para darme una vuelta en silencio por los límites del claro, llevando siempre colocada una flecha en la cuerda. No descubrí nada, pero de esa forma pude mantenerme despierto. Al cabo de un par de horas Michael estableció contacto:

—¿Dónde estáis ahora?

Se lo expliqué lo mejor que supe.

—¿Y hacia dónde vais? —insistió.

—En dirección sudoeste —repliqué—. Habíamos pensado marchar de noche y dormir por el día.

Aunque aprobó la idea, me advirtió:

—Lo malo de esta situación es que con el terror que les ha ocasionado la presencia de espías procedentes de los Bordes tendrán un montón de patrullas por los alrededores. No sé si Rosalind ha sido sensata llevándose esos grandes caballos… como los vean, o descubran siquiera una huella de uno de sus cascos, la alarma se propagará como un fuego incontenible.

—Los caballos corrientes pueden alcanzar su misma velocidad si se esfuerzan más —reconocí—, pero desde luego no tienen igual resistencia.

—Es posible que os haga falta eso. Francamente, David, vais a precisar también de todo vuestro ingenio. Quieren castigaros ejemplarmente. Por lo visto han descubierto sobre vosotros mucho más de lo que creíamos, aunque todavía no han pensado en Mark, Rachel o en mí. Pero están realmente preocupados. Van a enviar cuadrillas de civiles armados en vuestra busca. Yo me voy a ofrecer voluntario para una de ellas en seguida. Así podré colocar en alguna parte un aviso en el que diga que habéis sido vistos hacia el sudeste. Y cuando comprueben que ha sido un error, entonces Mark hará lo mismo para dirigirlos hacia el noroeste.

Hizo una breve pausa antes de continuar:

—Si os descubre alguien, impedidle como sea que escape con la noticia. Pero no disparéis. Han dado la orden de que no se utilicen las armas si no es necesario, y por consiguiente investigarán todos los tiros que se produzcan.

—Está bien —convine—, pero no tenemos ningún arma de fuego.

—Mejor. Así no tendrás la tentación de usarla…, pero ellos desconocen esa circunstancia.

Deliberadamente había decidido no tomar ningún arma de fuego, en parte por el ruido, pero sobre todo porque se cargaban con lentitud, eran muy pesadas, y si no se contaba con bastante pólvora, inútiles. Las flechas no tenían el mismo alcance, pero eran silenciosas, aparte de que uno podía disparar una docena o más de ellas en el tiempo que tardaba un hombre en volver a cargar una escopeta.

Mark intervino en aquel instante:

—Ya os he oído. Dispondré de un rumor en dirección noroeste para cuando sea preciso.

—De acuerdo, pero no lo sueltes hasta que te diga. Supongo que Rosalind está ahora durmiendo, ¿no? Cuando despierte, comunícale que se ponga en contacto conmigo, ¿vale?

Le contesté que sí, y cada cual cesó de transmitir por un rato. Yo continué haciendo mi guardia a lo largo de otras dos horas, y luego desperté a Rosalind para que hiciera la suya. Petra ni se movió. Me acosté a su lado, y al cabo de un par de minutos me quedé dormido.

Quizá mi sueño fuese ligero, o a lo mejor una coincidencia, pero lo cierto es que me desperté en el preciso momento en que Rosalind proyectaba un pensamiento angustioso.

—Lo he matado, Michael —decía—. Está completamente muerto…

Después transmitió un concepto pensado de pánico y caos.

—No te asustes, Rosalind —respondía Michael—. Has tenido que hacerlo. Esto es la guerra entre nuestra especie y la de ellos. Nosotros no la empezamos… y tenemos el mismo derecho que ellos a la existencia. No debes espantarte, Rosalind, querida: te has visto obligada a hacerlo.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, sentándome.

O me ignoraron, o estaban demasiado ocupados para notar mi presencia.

Miré a mi alrededor. Petra, dormida todavía, seguía junto a mí; los grandes caballos, imperturbables, seguían comiendo hierba. Michael intervino de nuevo:

—Escóndelo, Rosalind. Intenta descubrir un hueco y tápalo con hojas. —Se produjo una pausa. Luego Rosalind, vencido el pánico, aunque con profunda angustia, estuvo de acuerdo.

Me puse de pie, cogí mi arco y anduve a través del claro en la dirección en que estaba ella. Cuando llegué al borde de los árboles me di cuenta de que había dejado sin protección a Petra, por lo que no avancé más.

De pronto Rosalind apareció por entre los arbustos. Caminaba lentamente, y sobre la marcha iba limpiando una flecha con un puñado de hojas.

—¿Qué ha pasado? —repetí.

Sin embargo pareció perder de nuevo el control sobre sus conceptos pensados, porque éstos los confundían y deformaban sus emociones. Al aproximarse utilizó palabras:

—Era un hombre. Había encontrado las huellas de los caballos. Lo vi acercarse. Michael ha dicho… ¡Oh! Yo no quería hacerlo, David, ¿pero cómo actuar de otro modo?…

Tenía los ojos anegados en lágrimas. La rodeé con mis brazos y dejé que llorara sobre mi hombro. Poco podía hacer yo para consolarla. En realidad nada, salvo asegurarle, como Michael, que su acción había sido absolutamente necesaria.

Al cabo de un rato regresamos lentamente hacia el sitio de acampada. Luego de sentarla junto a la durmiente Petra, se me ocurrió preguntar:

—¿Y su caballo, Rosalind? ¿Se fue?

—No lo sé. Supongo que tendría uno, pero cuando yo lo vi venía siguiendo nuestro rastro a pie.

Pensé que lo mejor sería recorrer parte del camino que habíamos hecho hasta entonces y echar una ojeada por si descubría algún caballo trabado por allí. Anduve cerca de un kilómetro, pero no encontré ningún caballo ni tampoco huellas recientes de otros cascos aparte de los de nuestros grandes animales. Cuando volví, Petra estaba despierta y hablaba con Rosalind.

El día siguió su curso. No recibimos tampoco ninguna nueva comunicación de Michael o de los demás. A pesar de lo sucedido, parecía preferible permanecer donde estábamos y no reanudar la marcha a la luz del día por riesgo de que nos vieran. Así pues, seguimos esperando.

Luego, por la tarde, ocurrió algo de repente.

No era un concepto pensado; no tenía forma real; se trataba de angustia pura, como un grito de agonía. Petra resopló y se arrojó gimiendo en los brazos de Rosalind. El impacto era tan agudo que causaba dolor. Rosalind y yo nos miramos fijamente, con los ojos dilatados. Mis manos temblaban. Sin embargo el choque era tan informe que ninguno de nosotros podía decir de quién venía.

Se produjo después un revoltillo de dolor y vergüenza, superado en seguida por una desolación desesperada entre la que se distinguían formas características que sin dudarlo reconocimos como procedentes de Katherine. Rosalind me cogió la mano y la apretó fuertemente. Así lo soportamos, mientras cedía la violencia y menguaba la presión.

De pronto, con interrupciones, intervino Sally con acometidas de amor y simpatía hacia Katherine, así como de angustia para el resto del grupo.

—Han destrozado a Katherine. La han destrozado… ¡Ah, Katherine, cariño!… Vosotros no la censuréis, ninguno. Os lo pido por favor, no la censuréis. La están torturando. Podría haberle ocurrido a cualquiera de nosotros. Ahora mismo está inconsciente. No puede oírnos… ¡Ah, Katherine, cariño!…

Sus pensamientos se desvanecieron en informe congoja.

Luego estableció contacto Michael, primero sin firmeza, pero después de la manera más dura y rígida que jamás había yo captado:

Es la guerra. Algún día los mataré por lo que han hecho a Katherine.

Durante una hora o más no volvimos a recibir ninguna otra comunicación. Rosalind y yo hicimos cuanto pudimos para calmar y dar confianza a Petra, si bien sin gran convencimiento. La niña entendía poco de lo que había pasado entre nosotros, pero sí que había notado la intensidad y que ésta nos había asustado.

Luego volvimos a recibir a Sally; con torpeza, infelicidad, esforzándose:

—Katherine lo ha admitido; ha confesado. Yo lo he confirmado. Al final me hubieran forzado a mí también. Yo…

La sentimos vacilar, sin resolución. Continuó:

—… Yo no hubiera podido soportarlo. No esos hierros al rojo; además para nada, porque ella ya lo había contado todo. No hubiera podido… Perdonadme los demás…, perdonadnos a las dos…

Volvió a interrumpirse de nuevo. Michael, vacilante también y ansioso, medió otra vez:

—Sally, cariño, claro que no os censuramos… a ninguna de las dos. Lo comprendemos. Pero debemos saber lo que habéis contado. Cuánto conocen…

—Saben lo de los conceptos pensados… y de David y Rosalind. Estaban casi seguros de ello, pero quisieron que se lo confirmáramos.

—¿De Petra también?

—Sí… ¡Ah, ah, ah!

Fue presa de un arrebato informe de remordimiento, antes de añadir:

—Nos obligaron…, pobre Petra…, pero en realidad ya lo sabían. Por esa única causa tenían que habérsela llevado David y Rosalind. No podíamos ocultarlo con mentiras.

—¿De alguien más?

—No. Les hemos informado de que no hay nadie más. Pienso que se lo han creído. Siguen haciéndonos preguntas, pues tratan de entenderlo mejor. Quieren saber cómo hacemos los conceptos pensados y cuál es el alcance. Les estoy mintiendo. Les he dicho que no más de nueve kilómetros, e intento que se crean que a más distancia es muy difícil interpretar los conceptos pensados… Katherine ha recuperado un poco la conciencia, pero sigue sin poder comunicarse con vosotros. Sin embargo, continúan haciéndonos preguntas a las dos, sin parar… Si pudierais ver lo que le han hecho… ¡Ah, Katherine, cariño!… Sus pies, Michael… ¡Ah, pobres pies!…

Las imágenes de Sally fueron obnubiladas por la angustia y luego desaparecieron.

Nadie más intervino. Creo que estábamos todos heridos y conmovidos muy profundamente. Las palabras tienen que escogerse y después interpretarse; pero los conceptos pensados se sienten, y dentro de uno…

El sol se estaba poniendo, y empezábamos ya a recoger nuestras cosas, cuando Michael se puso de nuevo en contacto:

—Escuchadme —nos dijo—. Se lo están tomando verdaderamente en serio. Los tenemos alarmadísimos. Por lo general, si una aberración logra escaparse del distrito la dejan marchar. Como nadie puede instalarse en ningún sitio sin pruebas de identidad o sin sufrir un exhaustivo examen por parte del inspector local, el que huye está condenado prácticamente a terminar en los Bordes. Pero lo que los tiene tan intranquilos de nosotros es que no exteriorizamos nada. Hemos estado viviendo con ellos casi veinte años y nunca sospecharon nada. En cualquier lugar podríamos pasar por personas normales. Por eso han colocado edictos con la descripción de vosotros tres, en los que se os declara oficialmente aberraciones. Eso significa que no sois humanos, y en consecuencia no tenéis derecho a ninguno de los privilegios o auxilios de la sociedad humana. Todo aquel que os socorra de algún modo, está cometiendo un acto criminal; y cualquiera que, sabiéndolo, oculte vuestro paradero, está asimismo expuesto al castigo.

Casi sin darse respiro, continuó:

—Estáis efectivamente fuera de la ley. Quien os mate no será sancionado. Dan una pequeña recompensa si se informa de vuestra muerte y ésta se confirma; pero hay un premio mucho mayor para el que os entregue vivos.

Se hizo un silencio mientras reflexionábamos sobre la situación. Rosalind fue quien mostró las primeras dudas.

—No lo comprendo… ¿Y si les prometiéramos marcharnos para no volver?…

—Nos temen. Quieren capturamos para saber más de nosotros…, de ahí la gran recompensa. Ya no es sólo cuestión de ser o no ser la verdadera imagen, aunque así desean presentarlo. Consideran que podríamos convertirnos en un auténtico peligro para ellos. Imaginad que fuésemos muchos más que ellos, gentes capaces de pensar, planear y coordinar juntos sin necesidad de toda esa maquinaria de palabras y mensajes: los superaríamos siempre. Y esa idea no les hace ninguna gracia; y por eso quieren machacarnos antes de que pueda haber más como nosotros. Para ellos es cuestión de supervivencia… y quizá tengan razón, ya lo sabéis.

—¿Van a matar a Sally y Katherine?

La imprudente pregunta se le había escapado a Rosalind. Esperamos a que cualquiera de las dos aludidas respondiera. Pero no hubo contestación. No podíamos saber lo que eso significaba: hubieran vuelto a cerrar meramente sus mentes, o a lo mejor estaban durmiendo por el cansancio, o quizás estuvieran ya muertas… Michael no creía en esta última posibilidad.

—No hay apenas razón para eso cuando las tienen seguras en sus manos, aparte de que tales ejecuciones darían lugar muy probablemente a una masiva conmoción perjudicial para ellos. Una cosa es declarar no humano a un recién nacido por defectos físicos, y otra muy distinta y más delicada ésta. Para aquellos que han conocido a Sally y Katherine durante años no va a ser nada fácil aceptar por las buenas el veredicto de que no son humanas. Si las mataran, muchísima gente sentiría inquietud e incertidumbre por las autoridades… como ocurre cuando se aplica una ley retrospectiva.

—¡Pero a nosotros sí que nos pueden matar con toda tranquilidad! —comentó con algo de amargura Rosalind.

—A vosotros no os han capturado todavía, y tampoco os encontráis entre gente que os conoce. Para los extraños no sois más que unos no humanos que huyen.

No se podía añadir gran cosa a todo lo hablado. Michael nos preguntó:

—¿Qué dirección vais a tomar esta noche?

—Seguiremos hacia el sudoeste —repliqué yo—. Habíamos pensado en procurarnos un refugio en Tierra Agreste, pero ahora que cualquier cazador tiene autorización para matarnos creo que debemos continuar hasta los Bordes.

—Es preferible, sí. Conque permanecierais allí escondidos un poco de tiempo, pienso que nosotros podríamos intentar salvar vuestras cabezas. Trataré de inventarme algo. Mañana salgo con una patrulla de búsqueda que marcha hacia el sudeste. Ya os haré saber lo que pasa. Entre tanto, si alguien os sale al paso aseguraos de que disparáis primero.

Ahí interrumpimos el contacto. Rosalind acabó de empaquetar las cosas y dispusimos los aparejos de modo que los cuévanos resultaran ahora más cómodos de lo que habían sido la noche anterior. Luego trepamos a ellos, yo en el de la izquierda otra vez y Petra y Rosalind juntas en el de la derecha. Rosalind se agachó para pegarle un golpe en el flanco al caballo, y al instante empezamos a avanzar pesadamente de nuevo. Petra, que contra su costumbre había permanecido muy sumisa durante el empaquetado, estalló de pronto en llanto y nos transmitió su angustia.

De lo que nos dijo entre sollozos pudimos inferir que no quería ir a los Bordes, desde luego debido a que su mente se hallaba sobrecargada de tenebrosos pensamientos acerca de la vieja Maggie, de Jack el Peludo y su familia, y de otras sórdidas figuras que, le habían asegurado, acechaban por aquellas regiones.

Nos habría costado menos apaciguarla si no nos hubiera quedado a nosotros también un residuo de aprensiones infantiles, o si hubiéramos sido capaces de avanzarle una idea real de la región que se opusiera a la siniestra reputación que ésta tenía. Pero en aquel momento nosotros, como la mayoría de la gente, conocíamos bien poco de los Bordes, y en consecuencia tuvimos que sufrir de nuevo la angustia de mi hermana. Evidentemente era menos intensa que las ocasiones anteriores, y la experiencia nos había enseñado a parapetarnos mejor contra una situación así; sin embargo, el efecto era agotador. Transcurrió una buena media hora antes de que Rosalind pudiera suavizar el fastidioso estruendo. Cuando lo consiguió, intervinieron los otros ansiosos; Michael, inquisitivo, preguntó irritado:

—¿Qué ocurre ahora?

Se lo explicamos.

Michael abandonó la irritación y dirigió la atención a Petra. Empezó a decirle con lentas y claras imágenes pensadas que los Bordes no eran en realidad el espantoso lugar que pretendía la gente. La mayoría de los hombres y las mujeres que allí vivían eran únicamente desgraciados e infelices. Su desdicha consistía en que, con frecuencia siendo recién nacidos, habían sido sacados a la fuerza de sus casas, y algunos otros mayores se habían visto obligados a huir de sus hogares simplemente porque no eran como las demás personas; tenían que vivir en los Bordes porque no existía ningún otro lugar en donde los dejaran en paz. Es cierto que unos cuantos de esos individuos parecían ser raros y hasta cómicos, pero ellos no podían remediarlo. Era algo que había que lamentar, no temer. Si nosotros hubiéramos contado con dedos u oídos de más, nos hubieran enviado a los Bordes… y eso a pesar de que por dentro siguiéramos siendo los mismos. El aspecto de las personas no importaba en realidad gran cosa, ya que uno se acostumbraba pronto a él, aparte de…

En aquel momento lo interrumpió Petra para saber:

—¿Quién es el otro?

—¿Qué otro? —preguntó Michael—. ¿A quién te refieres?

—A ese que está mezclando sus imágenes pensadas con las tuyas —replicó mi hermana.

Hubo una pausa. Yo me abrí al máximo, pero no pude detectar ningún concepto pensado. En aquel instante Michael, Mark y Rachel dijeron casi al unísono:

—Yo no capto nada. Debe ser…

Petra produjo una poderosísima señal. En palabras hubiera sido equivalente a un nervioso: «¡Callaos!». Luego de apaciguarnos, nos pusimos a esperar.

Paseé mi vista por el otro cuévano. Rosalind, con uno de sus brazos rodeando a Petra, la observaba atentamente. Mi hermana tenía los ojos cerrados, como si estuviera concentrándose en la audición. Al poco rato notamos que se relajaba un poco.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Rosalind.

Petra abrió los ojos. Su respuesta era desconcertante y no muy coherente.

—Alguien que me interroga, una mujer. Creo que se halla lejos, muy lejos, a muchísima distancia de aquí. Dice que ha captado mis anteriores pensamientos de temor. Quiere saber quién soy y dónde me encuentro. ¿Se lo digo?

Por un instante sentimos renacer la cautela. Entonces Michael, alarmado, quiso saber si dábamos nuestra aprobación. Contestamos que sí.

—De acuerdo, Petra —convino—. Adelante, díselo.

—Pero tendré que elevar el tono —nos advirtió—. Ya os he mencionado que está muy lejos de aquí.

Sucedió como nos había advertido. Si hubiera establecido la comunicación mientras teníamos las mentes completamente abiertas, las habría abrasado. Por mi parte cerré la mía y traté de concentrar la atención en el viaje que íbamos a realizar. Representó una ayuda, pero de ningún modo fue una defensa impenetrable. Como cabía esperar de la edad de Petra, las imágenes eran sencillas, pero así y todo me llegaron con una violencia y brillantez que me ocasionaron ofuscación y aturdimiento.

Michael soltó el equivalente a un «¡Puf!» cuando Petra redujo la intensidad del contacto, exclamación a la que la niña replicó con un «¡Cállate!» parejo al anterior. Se produjo una pausa, y después otro breve intermedio deslumbrante. Al desvanecerse, Michael quiso saber:

—¿Dónde está?

—Por allí —respondió Petra.

—Por amor del cielo…

—Está señalando al sudoeste —le expliqué.

—¿Le has preguntado el nombre del sitio donde está, guapa? —medió Rosalind.

—Sí —contestó mi hermana con palabras y poca claridad—, pero no ha significado nada para mí; lo único que he entendido es que consta de dos partes y de mucha agua. Por otro lado, ella tampoco ha comprendido dónde estoy yo.

—Dile que te lo describa en forma de letras —sugirió Rosalind.

—Pero yo no sé leer las letras —objetó Petra sollozante.

—¡Oh, querida, qué torpeza la mía! —exclamó Rosalind—. Vamos a hacer una cosa. Yo te doy una por una las formas de las letras, y tú se las transmites a ella con el pensamiento. ¿Qué te parece?

Petra, vacilante, estuvo de acuerdo en probar.

—Bien —comentó Rosalind—. ¡Atentos todos! Establecemos contacto de nuevo.

Formó una L, que Petra reprodujo con fuerza devastadora. Rosalind continuó con una A, y así hasta completar la palabra. Petra nos informó:

—Ella lo entiende, pero no sabe dónde está Labrador. Dice que intentará descubrirlo. Ha querido enviarnos la descripción de sus letras, pero le he contestado que no va a resultar.

—Claro que va a resultar, guapa. Tú las recibes de ella y luego nos las muestras a nosotros… sólo que con suavidad, para que podamos leerlas.

En seguida recibimos la primera. Era una Z. Nos sentimos chasqueados.

—¿Qué sitio puede ser ése? —preguntaron a una todos.

—Ha debido equivocarse —decidió Michael—. Tiene que ser una S.

—No es una S —replicó Petra llorosa—. Es una Z.

—No te preocupes —la tranquilizó Rosalind—. Tú sigue.

Quedó completado el resto de la palabra.

—Bueno, las demás letras son adecuadas —admitió Michael—. Tiene que ser Sealand (Tierra del Mar)…

—No es una S —repitió obstinadamente Petra—. Es una Z.

—Pero, guapa, con Z no significa nada. Sin embargo, Sealand quiere decir sin duda una tierra en el mar.

—Si eso os sirve de algo… —dudé—. Según mi tío Axel, hay mucho más mar de lo que nadie piensa.

En aquel momento, la conversación de tono indignado que Petra reanudó con la desconocida lo eclipsó todo. Al final anunció triunfalmente:

Es una Z. Dice que es distinta de la S, que suena como el zumbido de una abeja.

—De acuerdo —concilio Michael—. Pero pregúntale si hay mucho mar.

Mi hermana no tardó mucho en contestar:

—Sí. Tiene dos partes de tierra con grandes cantidades de agua a su alrededor. Desde donde está ella puedes ver el sol brillando sobre el mar a lo largo de kilómetros y kilómetros, y todo es azul…

—¿En plena noche? —observó Michael—. Está loca.

—Es que donde está ella no es de noche —replicó Petra—. Me lo ha mostrado. Se trata de un lugar con muchas, muchísimas casas diferentes de las de Waknuk, pues son bastante más grandes. Y por las carreteras circulan un montón de carruajes muy divertidos, sin caballos, y por el aire hay unos objetos con cosas muy curiosas encima…

Sentí como una sacudida al reconocer, en lo que describía, el cuadro de mis sueños infantiles que casi había olvidado. Intervine para repetir la descripción con más claridad que Petra: un objeto en forma de pez, todo blanco y brillante.

—Sí, eso es —asintió mi hermana.

—Hay algo muy raro en todo esto —medió Michael—. David, ¿cómo demonios sabías tú…?

No lo dejé terminar.

—Permite que Petra obtenga ahora todo lo que pueda —le sugerí—. Ya hablaremos de lo otro después.

Nuevamente hicimos cuanto nos fue posible para levantar una barrera entre nosotros y el aparente intercambio unilateral que mi hermana dirigía excitadísima.

Avanzamos lentamente a través del bosque. La misma preocupación que sentíamos por no dejar huellas en caminos y veredas nos impedía progresar de modo ostensible. Además de llevar los arcos dispuestos para su utilización inmediata, teníamos que ir con cuidado a fin de que no fueran arrancados de nuestras manos y agacharnos mucho para no tropezar con las ramas colgantes. Aunque el riesgo de encontrarnos alguna partida no era excesivo, sí que había posibilidades de que nos saliera al paso alguna alimaña. Por fortuna, las veces que vimos estos animales fueron siempre en huida. Quizá los amedrentara el tamaño de los caballos gigantes; pensamos que si era así, contábamos al menos con una ventaja frente a la reconocible huella que íbamos dejando.

En aquella zona no son muy largas las noches de verano. Marchábamos sin parar hasta que empezaba a amanecer, y luego buscábamos algún claro para descansar. De haber desensillado las caballerías, hubiéramos corrido un gran riesgo; para levantar las pesadísimas sillas y cuévanos hubiéramos tenido necesidad de utilizar una especie de polea colgada de una rama, lo que hubiera eliminado cualquier probabilidad de una rápida escapada. Nos limitábamos, pues, a enlazar los caballos como anteriormente.

Mientras comíamos hablé a Petra de las cosas que le había mostrado su amiga. Cuanto más me contaba, más me excitaba yo. Todo era casi idéntico a lo que yo había visto en mis sueños de pequeño. El conocimiento de que aquel sitio existía de verdad representó como una súbita inspiración, ya que eso suponía que mis sueños no habían sido simplemente sobre el Viejo Pueblo, sino que ahora eran una realidad y estaban en alguna parte del mundo. Sin embargo, como Petra estaba cansada no quise interrogarla con la intensidad que yo hubiera deseado, y dejé que ella y Rosalind se acostaran.

Acababa prácticamente de salir el sol, cuando Michael se puso en contacto de modo agitado.

—Han descubierto vuestro rastro, David. El perro de aquel hombre que mató Rosalind ha encontrado su cuerpo, y van tras las huellas de los grandes caballos. Nuestra cuadrilla se dirige ahora hacia el sudoeste para participar en la caza. Mejor será que aligeréis. ¿Dónde estáis?

Todo cuanto pude decirle fue que calculábamos estar a pocos kilómetros de Tierra Agreste.

—Entonces poneos en marcha —me aconsejó—. Cuanto más tardéis, más tiempo tendrán para adelantar una partida que os corte el paso.

Me pareció un buen consejo. Desperté a Rosalind y le expliqué la situación. Diez minutos después estábamos de nuevo en camino, con Petra todavía medio dormida. Cogimos más velocidad que cuando teníamos que ir ocultos, echamos por la primera senda que encontramos hacia el sur y urgimos a los caballos para que alcanzaran un pesado trote.

El camino serpenteaba de acuerdo con las irregularidades del terreno, pero su rumbo general era exacto. Después de continuar por él a lo largo de casi veinte kilómetros sin tropezarnos con ningún obstáculo, al doblar una curva nos dimos de cara con un jinete que se hallaba a unos cincuenta metros de nosotros.