5
AL PARECER, a nadie de Waknuk le preocupaba que yo no estuviera a la vista. Sólo cuando me descubrían haraganeando pensaban en tareas que debían hacerse.
La estación era muy buena, pues además de hacer sol llovía lo suficiente, de modo que los granjeros apenas tenían que lamentarse de otra cosa que de la falta de tiempo para recuperar la faena que había interrumpido la invasión. Por otro lado, y con excepción de las ovejas, la media de ofensas producida en los nacimientos de la primavera había sido extraordinariamente baja. Las cosechas próximas eran tan ortodoxas, que el inspector había condenado solamente un campo a la quema, perteneciente a Angus Morton. Hasta en las verduras se daban muy pocas aberraciones, y, como siempre, eran las solanáceas las que proporcionaban un mayor número de ellas. Con todo, la estación parecía que iba a establecer una marca de pureza y las condenas eran tan escasas que incluso mi padre, en una de sus charlas, anunció con agrado, aunque cautamente, que este año Waknuk propinaría casi con seguridad un buen revés a las fuerzas del mal, añadiendo que también era motivo de acción de gracias el que la pena por la importación de los caballos grandes hubiera recaído sobre su dueño y no sobre toda la comunidad.
Al estar, pues, todos tan ocupados, podía escabullirme más temprano y vagabundear junto a Sophie con más amplitud que antes durante aquellos largos días de verano, si bien realizábamos nuestras excursiones con cautela y limitábamos nuestra andadura a caminos poco frecuentados con el fin de evitar encuentros. La crianza de Sophie le había proporcionado una timidez frente a los extraños que era casi instintiva. Poco menos que antes de hacerse visible alguien, ella ya había desaparecido silenciosamente. El único adulto con quien había hecho amistad era Corky, quien estaba al cuidado de la máquina de vapor. Todos los demás eran peligrosos.
Por la parte de arriba del arroyo descubrimos un lugar en donde había bancos de guijas. A mí me gustaba quitarme los zapatos, subirme los pantalones y chapotear en el agua al tiempo que examinaba los remansos y los agujeros. Sophie solía sentarse mientras tanto en una de las grandes y lisas piedras que se inclinaban hacia el agua para observarme desde allí melancólicamente. Más tarde fuimos provistos de dos redecillas que nos había hecho la señora Wender y de un pote para meter las capturas. Un día, mientras yo entraba en el agua para coger las pequeñas criaturas semejantes a camarones que vivían en ella, Sophie trató de sacarlas desde la orilla utilizando la malla como una cuchara. Naturalmente, no tuvo mucho éxito. Al cabo de un rato se dio por vencida y se volvió a sentar mirándome con envidia. Luego se decidió de repente, se quitó un zapato y se contempló el pie con reflexión. Transcurrido un minuto se quitó el otro, se arrolló los pantalones de algodón por encima de las rodillas y se metió en el arroyo. Se detuvo un momento, pensativa, para observarse a través del agua los pies, que descansaban sobre las peladas piedras. La llamé:
—Ven aquí. Hay un montón de ellos.
Riendo de excitación, vino hacia mí. Cuando habíamos cogido lo suficiente, nos sentamos en la piedra lisa para secarnos al sol.
—No son tan horribles, ¿verdad? —dijo, mirándose los pies candorosamente.
—No son nada horribles —repliqué—. A su lado los míos parecen llenos de nudos.
Se lo dije con sinceridad, y a ella le agradaron mis palabras.
Unos cuantos días después volvimos allí de nuevo. Dejamos el pote sobre la piedra lisa, junto a los zapatos, y nos pusimos con ahínco a pescar yendo y viniendo a la piedra sin reparar en otra cosa, hasta que una voz llamó:
—¡Eh, David!
Levanté la vista, sabedor de que Sophie se había puesto rígida detrás de mí.
El chico que me había llamado estaba de pie en la orilla, justamente al lado de la roca en donde estaban nuestras cosas. Yo lo conocía. Era Alan, el hijo de John Ervin, el herrero; tendría unos dos años más que yo. Sin ningún entusiasmo le respondí:
—¡Ah! Hola, Alan.
Me acerqué a la piedra y cogí los zapatos de Sophie.
—¡Cógelos! —le grité, mientras se los arrojaba.
Pudo agarrar uno de ellos en el aire; el otro cayó al agua. No obstante, le dio tiempo a recuperarlo.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Alan.
Le dije que estábamos capturando aquellos bichos parecidos a camarones. Mientras hablaba salí de manera despreocupada del agua y me puse encima de la roca. Nunca me había importado Alan demasiado, y desde luego aquella no era la ocasión más propicia para considerarlo grato.
—Eso no sirve para nada —explicó despectivamente—. Lo que tenéis que coger son peces.
De pronto dirigió su atención hacia Sophie, quien unos metros más arriba y con los zapatos en la mano se acercaba a la orilla.
—¿Quién es ella? —quiso saber Alan.
Demoré la respuesta en tanto me ponía los zapatos. Por su parte Sophie había desaparecido ya entre los arbustos.
—¿Quién es? —repitió—. No la he…
Se había callado de repente. Levanté la vista y observé que había clavado la mirada en algo que había a mi lado. Me volví rápidamente. Sobre la piedra lisa había una huella todavía húmeda de un pie. Una de las veces que Sophie había ido a echar sus capturas en el pote, pisó sin darse cuenta en la piedra. En la señal se apreciaban aún con toda claridad los seis dedos. Propiné una patada al pote. Un chorro de agua y de bichillos en movimiento cayó por la piedra y borró la huella del pie, pero con gran pesar por mi parte tuve que admitir que el mal estaba ya hecho.
—¡Vaya! —dijo Alan con un fulgor en sus ojos que no me agradó—. ¿Quién es?, repito.
—Una amiga mía —repliqué.
—¿Cómo se llama?
No le respondí.
—Bueno —añadió sonriente—. De todos modos, pronto me enteraré.
—Eso no es asunto tuyo —observé.
No me hizo caso. Se había vuelto y miraba hacia el punto por donde había desaparecido Sophie.
Me arrojé de un salto encima de él. Aunque era más corpulento que yo, el ataque lo cogió por sorpresa y ambos caímos al suelo en medio de un remolino de brazos y piernas. Todo cuanto sabía de lucha lo había aprendido en unas cuantas peleas que había librado. Simplemente daba golpes, pero lo hacía con furia. Mi intención era ganar minutos para que Sophie pudiera ponerse los zapatos y ocultarse; como sabía yo por experiencia, si ella disponía de alguna ventaja Alan no la encontraría. Sin embargo, repuesto ya de la primera sorpresa, me lanzó un par de puñetazos a la cara que hicieron que me olvidara de Sophie para concentrarme con todas mis fuerzas en la salvaguardia de mi integridad.
Rodamos de un sitio a otro sobre la hierba. Yo continué golpeando y luchando furiosamente, pero su robustez empezó a imponerse. Comenzó a sentirse más seguro de sí mismo y yo más débil. Con todo, había conseguido algo: le había impedido seguir inmediatamente a Sophie. Poco a poco me fue superando, luego se sentó encima de mí y me aporreó mientras yo me retorcía. Pateé y luché, pero de poco servía eso si con los brazos no podía hacer otra cosa sino levantarlos para protegerme la cabeza. Entonces, de pronto, profirió un grito de angustia y los puñetazos cesaron. Se desplomó pesadamente sobre mí. Me lo quité de encima de un empujón, y cuando me incorporé vi allí a Sophie con una gran piedra en la mano.
—Lo he atizado —comentó orgullosamente, para agregar con algo de asombro—: ¿Crees que está muerto?
De que lo había atizado no cabía duda. Alan permanecía tendido, inmóvil y con el rostro pálido. Y aunque le corría la sangre por la mejilla su respiración era normal, lo que demostraba que no estaba muerto.
—¡Oh, Davie! —exclamó en súbita reacción Sophie, mientras dejaba caer la piedra.
Observamos al herido y luego nos miramos mutuamente. Creo que ambos sentíamos el impulso de hacer algo por él, pero teníamos miedo.
«Nadie debe saberlo nunca. ¡Nadie!», había dicho con particular intensidad la señora Wender. Y ahora este muchacho lo sabía. Estábamos espantados.
Me levanté del todo, tomé de la mano a Sophie y tiré de ella al tiempo que lo urgía:
—Vámonos, pronto.
John Wender escuchó atenta y pacientemente cuando se lo contamos.
—¿Estáis seguros de que lo vio? —preguntó al final—. ¿No sería simplemente que sintió curiosidad porque Sophie era desconocida?
—No —respondí—. Vio la huella del pie. Por eso quiso cogerla.
Asintió lentamente con la cabeza.
—Ya —dijo, y me sorprendió la calma con que habló. Nos miró fijamente a la cara. Sophie tenía los ojos muy abiertos y en ellos se apreciaba una mezcla de alarma y excitación. En los míos debía haber un borde rosado y de ellos nacían algunos churretes que corrían por mi rostro. El señor Wender volvió la cabeza y sostuvo la mirada de su esposa.
—Me temo que ya ha llegado el momento, cariño —observó—. No hay duda.
—¡Ah, Johnny! —exclamó la mujer con la cara pálida y demudada.
—Lo siento, Martie, pero tú sabes que es así. Sabíamos que iba a llegar, antes o después. Gracias a Dios ha sucedido estando yo aquí. ¿Cuánto tardarás en preparar las cosas?
—No mucho, Johnny. En realidad, siempre he tenido todo casi dispuesto.
—Mejor. No nos descuidemos entonces.
Se levantó y rodeó la mesa para acercarse a ella. La cogió en sus brazos, se inclinó y la besó. Había lágrimas en los ojos de la mujer.
—¡Oh, Johnny, cariño! ¿Por qué eres tan bueno conmigo cuando todo lo que te he dado son…?
Él la detuvo con otro beso.
Durante un instante, quedaron mirándose con fijeza; luego, sin pronunciar palabra, se volvieron para observar a Sophie.
La señora Wender volvió de nuevo a su habitual forma de ser. Se dirigió dinámicamente a la alacena, sacó comida y la puso encima de la mesa.
—Lavaos primero, cochinos —nos ordenó—. Después comeos esto. Pero todo.
Mientras me lavaba hice la pregunta que en otras ocasiones había deseado exponer.
—Señora Wender, si el problema está en los dedos de más de Sophie, ¿no podían habérselos cortado cuando era pequeña? No creo que entonces le hubiera dolido mucho y nadie se habría enterado.
—Hubieran quedado las cicatrices, David, y al verlas la gente se habría dado cuenta de su origen. Pero ahora daos prisa y comeos eso.
A continuación se encaminó a la otra habitación. Sophie, con el bocado entre los dientes, me confió en seguida:
—Nos marchamos.
—¿Os marcháis? —repetí sin comprender.
Asintió con la cabeza.
—Mamá me había dicho —explicó— que si alguien lo descubría nos tendríamos que ir. Estuvimos a punto de hacerlo cuando tú viste mi pie.
—Pero… ¿quieres decir ahora mismo? —pregunté consternado—. ¿Y para no volver nunca?
—Sí, creo que así es.
Aunque estaba hambriento, perdí de repente el apetito. Me quedé inmóvil en la silla, con la comida en el plato. Los ruidos de actividad y agitación que se oían en otros sitios de la casa adquirieron una cualidad siniestra. Miré a Sophie al otro lado de la mesa. En mi garganta notaba un nudo imposible de tragar.
—¿A dónde? —pregunté sintiéndome desgraciado.
—No lo sé… —contestó—. Pero muy lejos.
Continuamos sentados. Sophie parloteaba entre bocado y bocado; a mí me resultaba muy difícil tragar por el nudo. De pronto vislumbraba un futuro poco prometedor. Sabía que nada volvería a ser igual otra vez. La desolación de las perspectivas me tenía hundido. Tuve que hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas.
La señora Wender apareció con una serie de bolsas y paquetes. Observé tristemente cómo depositaba todo cerca de la puerta y se marchaba de nuevo. El señor Wender vino de fuera y cogió algunos bultos. La señora Wender volvió a aparecer para llevarse esta vez a Sophie a la otra habitación. En cuanto entró de nuevo el señor Wender para coger más paquetes, lo seguí afuera.
Allí estaban los dos caballos, Spot y Sandy, soportando pacientemente la carga de algunos bultos ya sujetos con correas. Como me sorprendió no ver la carreta, se lo dije al señor Wender.
—Con la carreta tendríamos que ir necesariamente por los caminos más frecuentados —expuso meneando la cabeza—. En cambio, con los caballos cargados puedes transitar por donde quieras.
Mientras lo observaba atar más paquetes, reuní el suficiente valor para pedir:
—Señor Wender, por favor, ¿no podría ir con ustedes?
Dejó lo que estaba haciendo y se volvió para mirarme. Nuestros ojos se encontraron durante unos instantes, luego, con lentitud y pesar, movió negativamente la cabeza. Debió ver las lágrimas que asomaban en mis ojos porque depositó su mano sobre mi hombro y la dejó allí por un buen rato.
—Vamos dentro, Davie —dijo después, dirigiéndose de nuevo hacia la casa.
La señora Wender, que había vuelto al comedor, paseaba la vista en torno suyo por si se le olvidaba algo.
—Quiere venir con nosotros, Martie —le explicó su marido.
Ella se sentó en una banqueta y abrió los brazos hacia mí. Incapaz de hablar, me arrojé en ellos. Por encima de mi cabeza comentó a su esposo:
—¡Ah, Johnny, ese padre horrible! Temo por él.
Al estar tan cerca de ella podía captar mejor sus pensamientos. Se producían con rapidez, pero eran más fáciles de entender que las palabras. Sabía lo que ella sentía, cómo deseaba de veras que pudiera ir con ellos, cómo saltaba, sin examinar las razones, al conocimiento de que yo no podía ni debía ir con ellos. Tuve la respuesta completa antes de que John Wender expusiera en palabras su contestación:
—Ya lo sé, Martie. Pero temo por Sophie… y por ti. Si nos cogieran, nos acusarían de rapto y de encubrimiento…
—Si cogen a Sophie, nada podría empeorar las cosas para mí, Johnny.
—Pero no se trata sólo de eso, cariño. En cuanto se convenzan de que nos hemos marchado de su distrito, perteneceremos a la jurisdicción de otras autoridades y no se preocuparán mucho más por nosotros. Pero si Strorm perdiera a su hijo se oirían los clamores y los gritos por todo el territorio y dudo de que tuviéramos ninguna oportunidad de escapar. Pondrían patrullas por todas partes para buscarnos. No podemos permitirnos que el riesgo para Sophie sea aun mayor, ¿verdad?
La señora Wender se quedó un momento en silencio. Sentía la manera en que ella encajaba las nuevas razones con lo que ya conocía. De pronto su brazo me apretó con fuerza.
—Lo entiendes, ¿verdad, Davie? Si vinieras con nosotros tu padre se pondría tan furioso que tendríamos muchas menos posibilidades de salvar a Sophie. Yo quiero que vengas, pero por Sophie no debemos arriesgarnos. Ten valor, David, te lo ruego. Eres el único amigo que tiene, y puedes ayudarla si tienes valor. Lo tendrás, ¿verdad?
Las palabras sonaban a torpe repetición. Sus pensamientos habían sido mucho más claros y yo ya había aceptado la inevitable decisión. No me atreví a hablar. Me limité a asentir silenciosamente con la cabeza y dejé que me acercara a ella de un modo que mi propia madre jamás me había acercado.
Poco antes del crepúsculo ya estaba toda la carga atada sobre los caballos. Cuando la familia estuvo dispuesta para la partida, el señor Wender me llevó aparte.
—Davie —me dijo de hombre a hombre—, sé cuánto estimas a Sophie. Has cuidado de ella como un héroe, pero ahora hay una cosa más que puedes hacer para ayudarla. ¿Quieres hacerla?
—Sí —respondí—. ¿Qué es, señor Wender?
—Se trata de lo siguiente. Cuando nos hayamos ido, no vuelvas inmediatamente a tu casa. ¿Puedes quedarte aquí hasta mañana por la mañana? Eso nos daría más tiempo para escapar. ¿Lo harás?
—Sí —volví a responder con confianza. Para confirmarlo estrechamos nuestras manos. Aquello me hizo sentir más fuerte y más responsable, lo mismo que experimenté el día en que Sophie se torció el tobillo.
Cuando volvimos, Sophie me alargó la mano con algo oculto dentro.
—Esto es para ti, David —me dijo, poniéndolo entre mis dedos.
Lo miré. Era un mechón de pelo castaño y rizado, atado con una cinta amarilla. Aún seguía contemplándolo cuando ella me puso los brazos alrededor del cuello y me besó con más determinación que juicio. Luego la cogió su padre y la montó sobre el caballo que iba a abrir la marcha.
La señora Wender se inclinó también para besarme.
—Adiós, David querido —dijo mientras me tocaba suavemente el amoratado carrillo. Después, con ojos brillantes, agregó:
—Nunca te olvidaremos.
Al fin se marcharon. John Wender, con la escopeta a la espalda y el brazo izquierdo enlazado con el de su esposa, conducía los caballos. Al llegar al borde del bosque se pararon y se volvieron para mover las manos en señal de despedida. Yo hice lo mismo. Continuaron andando. Lo último que vi de ellos fue el brazo en movimiento de Sophie mientras se iban hundiendo en la oscuridad que había detrás de los árboles.
Cuando llegué a mi casa, el sol estaba ya muy alto y hacía bastante tiempo que los hombres laboraban en los campos. Aunque no había nadie en el patio, como la jaca del inspector se encontraba atada al poste próximo a la puerta, deduje que mi padre estaría dentro de la casa.
Confiaba en haber permanecido fuera el tiempo suficiente. Había sido una mala noche. Al comienzo me sentí muy decidido, pero luego, al oscurecer, aquella resolución mía se debilitó bastante. Nunca antes había pasado una noche en otro sitio que no fuera mi alcoba. En ésta todo me resultaba familiar, mientras que el hogar vacío de los Wender se me había antojado lleno de ruidos misteriosos. No obstante, el hecho de poder encontrar y encender unas cuantas velas, así como avivar el fuego echándole más leña, contribuyó a que el lugar me pareciera un poco menos solitario…, pero sólo un poco menos, porque los ruidos raros continuaron produciéndose, dentro y fuera de la casa.
Durante un buen rato estuve sentado en un taburete, con la espalda pegada a la pared para que nada que pudiera acercarse a mí me pasara desapercibido. Más de una vez noté que me abandonaba el valor. Deseé dolorosamente salir corriendo. Me gusta pensar que fue la palabra dada y el hecho de pensar en la seguridad de Sophie lo que me mantuvo allí; pero recuerdo asimismo muy bien lo negro que estaba el exterior y cuán llenas se hallaban las tinieblas de sonidos y movimientos inexplicables.
Aunque la noche se me presentó al principio repleta de terrores, nada ocurrió realmente. Los ruidos semejantes a cautelosos pasos no correspondieron a nadie que se dejara ver, el tamborileo no preludió nada en absoluto, y lo mismo puede decirse de los ocasionales sonidos de arrastre; si bien eran inexplicables, por lo visto estaban también, afortunadamente, más allá de toda manifestación, e incluso al final, y a pesar de ello, resultó que se me empezaron a cerrar los ojos al balancearme en el taburete. Por eso intenté recuperar el valor y osé moverme con mucho cuidado hasta la cama. A ella me subí, y muy agradecido volví a pegar la espalda en la pared. Durante un tiempo permanecí vigilando las velas y las inquietantes sombras que producían en las esquinas de la habitación, mientras me preguntaba sobre lo que debería hacer cuando hubieran desaparecido, cuando, de repente, se habían ido… y el sol comenzó a brillar…
Aunque había comido un poco de pan como desayuno donde los Wender, al llegar a mi casa me sentí otra vez hambriento. Sin embargo, eso podía esperar. Con la muy escasa esperanza de que nadie hubiera notado mi ausencia, intenté llegar a mi alcoba sin ser visto para luego fingir que me había quedado dormido. Pero no tuve suerte: cuando atravesaba a todo correr el patio, Mary me vio por la ventana de la cocina y me llamó:
—¡Ven aquí en seguida! Todo el mundo te está buscando. ¿Dónde has estado?
Y sin aguardar respuesta, añadió:
—Padre está furioso. Mejor será que te presentes a él antes de que se ponga peor.
Mi padre y el inspector se hallaban en la habitación del frente que apenas usábamos. Por lo visto llegué en un momento crucial. El aspecto del inspector era muy parecido al de siempre, pero mi padre echaba chispas.
—¡Ven aquí! —bramó en cuanto me vio aparecer por el pasillo. Me acerqué a ellos de mala gana.
—¿Dónde has estado? —exigió—. Has pasado fuera toda la noche. ¿Dónde?
No contesté.
Me lanzó media docena de preguntas más, y al no obtener ninguna respuesta por parte mía, su aspecto se tornó más fiero.
—¡Vamos! —me gritó—. La terquedad no te va a ayudar ahora. ¿Quién es esa niña, esa blasfemia, con la que estabas ayer?
Seguí sin replicar. Tenía sus ojos clavados en los míos, y yo nunca le había visto tan encolerizado. Yo estaba muerto de miedo.
Entonces intervino el inspector. Con voz normal y tranquila, me dijo:
—David, tú sabes que el encubrimiento de una blasfemia o el dejar de informar de una aberración humana es un asunto muy, muy serio. La gente va a la cárcel por ello. Todo el mundo tiene la obligación de advertirme de cualquier tipo de ofensa, aunque no estén seguros de que lo sea, para que yo decida sobre el caso. Siempre es importante y desde luego importantísimo si se trata de una blasfemia, y por lo visto en esta ocasión no parece haber ninguna duda, a menos que el joven Ervin se haya equivocado. Porque él dice que esa niña con la que estabas tiene seis dedos en los pies. ¿Es cierto?
—No —contesté.
—Está mintiendo —observó mi padre.
—Ya —replicó el inspector con calma—. Entonces, si no es verdad, no te importará decirnos quién es, ¿no?
Aunque el tono de aquel hombre era razonable, seguí sin responder. En aquellas circunstancias me parecía lo más seguro. Nos miramos mutuamente.
—Te darás cuenta de que es así, ¿no? —agregó persuasivo—. Si eso no es verdad…
—Yo arreglaré esta cuestión —cortó mi padre tajante—. El chico está mintiendo.
Y dirigiéndose a mí, me ordenó:
—Vete a tu alcoba.
Dudé un momento. Sabía muy bien lo que aquella orden significaba, pero tampoco desconocía que mi padre, en su actual estado, lo llevaría a cabo tanto si hablaba como si no. Apreté las mandíbulas y me volví para marcharme. Antes de echar a andar detrás de mí, mi padre cogió un zurriago que había encima de la mesa.
—Eso —dijo secamente el inspector— es mío.
Mi padre pareció no haberlo oído. El inspector se levantó, y con voz dura y amenazadora repitió:
—Le he dicho que ese látigo es mío.
Mi padre se detuvo. Con un gesto de mal genio arrojó el zurriago sobre la mesa. Echó una mirada furiosa al inspector y luego se volvió para seguirme.
No sé dónde estaba mi madre, tuvo miedo de mi padre. Pero fue Mary quien vino a curarme la espalda mientras soltaba pequeños sonidos de consuelo. Cuando me ayudó a meterme en la cama vi que unas cuantas lágrimas rodaban por sus mejillas; luego me dio un poco de caldo con una cuchara. Me esforcé por mostrarme valiente delante de ella, pero al marcharse mi llanto empapó la almohada. Sin embargo, no era tanto el dolor corporal lo que producía mis lágrimas como la amargura, el desprecio a mí mismo y la humillación. Sintiéndome desdichado y miserable, apreté en mi mano la cinta amarilla y el mechón castaño.
—No he podido evitarlo, Sophie —sollocé—. No pude evitarlo.