6
AL ANOCHECER, cuando me hube tranquilizado un poco, noté que Rosalind estaba tratando de hablar conmigo. Algunos de los otros me preguntaban también ansiosos sobre el asunto. Les conté lo de Sophie. Ya no era un secreto para nadie. Sentí que aquello los sobresaltaba. Intenté explicarles que una persona con una aberración —por lo menos con una aberración pequeña— no era la monstruosidad que nos habían dicho, que en realidad era irrelevante, por lo menos en Sophie.
Recibieron mi explicación con muchas dudas. La enseñanza que nos habían dado contradecía su aceptación, si bien tenían la certeza de que cuanto les decía debía ser verdad para mí. Es imposible mentir al hablar con el pensamiento. Mis amigos batallaban con la nueva idea de que una aberración podría no ser repugnante y mala; aunque no con mucho éxito. En aquellas circunstancias no podían servirme de gran consuelo, y no me molesté cuando fueron retirándose uno por uno y supe que se habían quedado dormidos.
Yo también estaba cansado, pero el sueño tardaba en llegar. Permanecí allí tendido, imaginándome a Sophie y a sus padres en su lento caminar hacia el sur en dirección a la dudosa seguridad de los Bordes, y confiando desesperadamente en que se encontraran ya lo bastante lejos como para que no les perjudicara mi traición.
Después, cuando por fin me dormí, tuve muchas pesadillas. Rostros, personas y escenas se movían incesantemente. Una vez más apareció aquel cuadro en el que todos estábamos formando un corro en el patio, mientras mi padre se aprestaba a sacrificar una ofensa que era Sophie; me desperté en aquel momento al escuchar mi propia voz que le gritaba para que se detuviera. Aunque tenía miedo de volverme a dormir, no pude evitarlo, si bien en aquella ocasión fue totalmente distinto. Volví a soñar de nuevo con la gran ciudad junto al mar, con sus casas y sus calles, y con las cosas que volaban por el cielo. Hacía años que no tenía un sueño así, pero las imágenes seguían siendo las mismas y por alguna extraña razón sirvieron para calmarme.
Mi madre apareció por la mañana, pero su gesto era serio y de reproche. Mary fue la única que cuidó de mí, y decretó que aquel día no me levantaría. Tenía que acostarme sobre el vientre y permanecer inmóvil para que la espalda pudiera sanar con mayor celeridad. Acepté sumisamente sus instrucciones porque en efecto me sentía mejor. Me mantuve pues tendido y considerando los preparativos que habría de hacer para escapar en cuanto estuviera fuera de la cama y con fuerzas otra vez. Decidí que sería mucho mejor contar con un caballo, por lo que pasé casi toda la mañana tramando un plan para robar uno y huir con él hacia los Bordes.
El inspector se presentó por la tarde con una bolsa de caramelos. Durante un momento pensé en intentar sonsacarle como por casualidad sobre la verdadera naturaleza del pueblo de los Bordes: al fin y al cabo, como experto en aberraciones, él tenía que saber más que nadie sobre la materia. Pero después de meditarlo un poco, determiné que era una insensatez.
Aunque se mostró simpático y bondadoso conmigo, tenía una misión. Expuso sus preguntas de una manera amistosa. Paladeando uno de sus caramelos, empezó a interrogarme:
—¿Cuánto tiempo hace que conoces a esa chica de los Wender? Por cierto, ¿cómo se llama?
Se lo dije porque creí que eso no empeoraría las cosas.
—¿Y desde cuándo sabes que Sophie tiene una aberración?
—Hace bastante tiempo —admití.
—¿Cuánto más o menos?
—Alrededor de seis meses, creo —repliqué.
El inspector levantó las cejas y se puso muy serio.
—Eso no está nada bien, ¿sabes? —comentó—. Es lo que nosotros denominamos complicidad por encubrimiento. Y tú no ignoras que eso está mal, ¿verdad?
Obligado a bajar la vista por su mirada directa, me meneé incómodo; luego me detuve en seguida al sentir punzadas en la espalda.
—Me pareció que no entraba en la lista de cosas que habían señalado en la iglesia —expliqué—. Además, eran unos dedos pequeñísimos.
El inspector cogió otro caramelo y me pasó la bolsa.
—«… y cada pie tendrá cinco dedos» —citó—. ¿Lo recuerdas?
—Sí —admití sin ninguna alegría.
—Bien. Todas las partes de la Definición tienen la misma importancia, y si un niño no se ajusta a ella entonces no es humano y por consiguiente no tiene alma. No es la imagen de Dios, sino una imitación, y en las imitaciones siempre hay algún error. Sólo Dios crea la perfección, y aunque las aberraciones se asemejen a nosotros en muchos aspectos no pueden ser realmente humanas. Son algo distinto por completo.
Después de reflexionar un instante, respondí:
—Pero Sophie no es realmente distinta…, no en ninguna otra cosa.
—Lo entenderás mejor cuando seas mayor, pero tú conoces la Definición y debías haber comprendido que Sophie es una aberración. ¿Por qué no le hablaste de ella a tu padre, o a mí?
Le conté el sueño en el que mi padre sacrificaba a Sophie como había hecho con una de las ofensas de la granja. El inspector me miró pensativamente durante algunos segundos, luego asintió con la cabeza y dijo:
—Ya. Pero a las blasfemias no se las trata del mismo modo que a las ofensas.
—¿Qué les hacen? —pregunté.
Eludió la respuesta. Por su parte, continuó:
—Tú sabes que tengo la obligación de incluir tu nombre en mi informe. No obstante, como tu padre se ha puesto ya en acción, tal vez pueda omitirlo. Con todo, se trata de un asunto muy serio. El Diablo envía aberraciones entre nosotros para debilitarnos y apartamos de la pureza. A veces es tan astuto que realiza imitaciones casi perfectas, por lo que debemos estar vigilantes e informar en seguida de cualquier error que cometa, no importa lo pequeño que sea. Tendrás eso presente en el futuro, ¿verdad?
Evité su mirada. El inspector era el inspector, y una persona importante. Sin embargo, yo no podía creer que el Diablo hubiera enviado a Sophie, y me resultaba difícil ver que un dedo tan pequeño de cada pie representara tanta diferencia.
—Sophie es mi amiga —observé—. Mi mejor amiga.
El inspector continuó con sus ojos fijos en mí; luego movió la cabeza y suspiró al decir:
—La lealtad es una gran virtud, pero existe una lealtad mal empleada. Algún día comprenderás la importancia de una lealtad mayor. La pureza de la raza…
Se calló al ver que se abría la puerta. Mi padre entró en la habitación.
—Los han cogido; a los tres —explicó al inspector, al tiempo que me lanzaba a mí una mirada de asco.
El inspector se puso inmediatamente de pie y los dos se marcharon juntos. Yo quedé con la vista fija en la puerta cerrada. El sufrimiento del autorreproche me sacudió de tal modo que empecé a temblar. Mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas, me oía gemir. Traté de contenerme, pero fue imposible. Mi dolorida espalda estaba olvidada. La angustia producida por la noticia que había traído mi padre era mucho más dolorosa. El peso que sentía sobre mi pecho me ahogaba.
De pronto se abrió nuevamente la puerta. Volví la cara hacia la pared, mientras oía unos pasos que cruzaban la habitación. Una mano se apoyó en mi hombro, al tiempo que la voz del inspector decía:
—No ha sido culpa tuya, muchacho. Los capturó una patrulla por casualidad, a unos treinta kilómetros de distancia.
Un par de días después le dije a tío Axel:
—Me voy a ir de casa.
Hizo una pausa en el trabajo y se quedó mirando su serrucho pensativamente.
—Yo no haría eso —me advirtió—. No suele salir bien.
Y luego de interrumpirse un momento, continuó:
—Además, ¿adónde irías?
—Eso es lo que quería consultarte —expliqué.
—A cualquier distrito que vayas —observó, moviendo la cabeza—, querrán ver tu certificado de normalidad, y entonces sabrán quién eres y de dónde procedes.
—No en los Bordes —respondí.
—¡Vaya, hombre! —exclamó fijando sus ojos en mí—. No me digas que quieres ir a los Bordes. Pero si no tienen nada allí… ni siquiera bastante comida. La mayoría de sus habitantes están medio muertos de hambre, y es por eso que hacen las incursiones. No, todo el tiempo estarías intentado mantenerte con vida, y serías afortunado si lo consiguieras.
—Pero tiene que haber otros sitios —insistí.
—Sólo si puedes encontrar un barco que te lleve —indicó volviendo a mover la cabeza—. Y aun así… Sé por experiencia que si huyes de una cosa porque no te gusta, tampoco te agrada la que encuentras. Ahora bien, escapar hacia algo es una cuestión distinta; pero ¿hacia dónde quieres ir tú? Hazme caso, éste es un sitio mucho mejor que otros. Por tanto, me opongo a esa idea, Davie. Dentro de unos años, cuando seas un hombre y puedas cuidar de ti mismo, podría ser diferente; pero hasta entonces creo que en muchos sentidos es preferible que permanezcas aquí; y desde luego es mejor eso que dejar que te capturen y te traigan de nuevo a Waknuk.
Había mucha sensatez en eso. Estaba empezando a aprender el significado de la palabra humillación y por el momento no deseaba sufrirla más. Pero en nuestra conversación habíamos dejado sin resolver la cuestión del lugar adonde ir, que por lo visto no era nada fácil. Al parecer, y como preparación, sería aconsejable aprender todo lo que se pudiera sobre el mundo ajeno a Labrador. Pregunté a tío Axel cómo era ese mundo.
—Impío —contestó—. Muy impío.
Era el tipo de oscura respuesta que hubiera dado mi padre. Me disgustó oírla en los labios de tío Axel, y así se lo manifesté. El hizo una mueca burlesca.
—Está bien, Davie, seamos honestos. Si no lo vas a divulgar, te contaré algunas cosas.
—¿Quieres decir que es secreto? —quise saber, desconcertado.
—No exactamente —replicó—. Pero cuando la gente está acostumbrada a creer que una cosa es así y asá, y los predicadores quieren que de ese modo sea creído, entonces es mejor dejarlo como está. Lo que obtienes por perturbar sus ideas son dificultades y desagradecimiento. Los marineros se dieron cuenta en seguida de que eso ocurría en Rigo y desde entonces casi todo lo que tienen que contar se lo comunican a otros marineros. Si el resto de la gente desea pensar que aproximadamente todo lo del exterior son Malas Tierras, no se lo impiden. Eso no altera en nada la realidad, y además contribuye a la paz y a la tranquilidad.
—Mi libro —intervine— dice que todo son Malas Tierras o el mal país de los Bordes.
—Hay otros libros que no dicen eso —comentó—, pero no están mucho a la vista, ni siquiera en Rigo, así que imagínate por estos bosques… Pero ten cuidado, porque tampoco hay que creerse todo lo que digan los marineros. Muchas veces uno no está seguro de que dos de ellos estén hablando del mismo sitio, aunque ellos piensen que sí. Sin embargo, cuando uno ha visto algunas cosas empieza a comprender que el mundo es un lugar mucho más complejo de lo que parece desde Waknuk. ¿Qué dices?, ¿quedará entre nosotros?
Le aseguré que sí.
—De acuerdo. Verás, es así… —comenzó.
Y me explicó que para llegar al resto del mundo hay que navegar río abajo hasta salir al mar. Dicen algunos que no es conveniente seguir recto hacia el este, porque o bien te encuentras con que no hay más que mar y mar, o resulta que se acaba de repente y tienes que navegar por el borde. Pero nadie lo sabe con certeza.
Si se pone rumbo norte y se va bordeando la costa, y se sigue la dirección de ésta primero hacia el oeste y luego hacia el sur, se llega al otro lado de Labrador. Y si se sigue recto hacia el norte se arriba a lugares más fríos en donde hay gran cantidad de islas habitadas únicamente por pájaros y animales marinos.
Dicen que en dirección nordeste hay un país enorme en el que las plantas no son muy aberrantes y en donde los animales y las personas no parecen aberrantes, pero las mujeres son muy altas y vigorosas. Ellas lo gobiernan todo y realizan todo el trabajo. Guardan en jaulas a sus hombres hasta que tienen veinticuatro años, y entonces se los comen. También se comen a los náufragos. No obstante, como por lo visto nadie se ha encontrado con alguien que hubiera escapado de allí, es difícil discernir la forma en que se ha llegado a saber todo eso. Aunque por otra parte, también es verdad que tampoco ha regresado nadie de allí diciendo que no es así.
La única dirección que conozco es la del sur, pues la recorrí en tres ocasiones. Para llegar allí hay que mantener la costa a estribor cuando se sale del río. Al cabo de cuatrocientos kilómetros más o menos se alcanzan los estrechos de Newf. A medida que se van ensanchando los estrechos, se mantiene la distancia con la costa de Newf hasta tocar puerto en Lark para abastecerse de agua fresca… y también de provisiones, si lo permite la gente de Newf. Después se continúa en dirección sudeste por un rato y luego hacia el sur hasta tener de nuevo la costa a la vista por estribor. Al acercarse se descubre que son las Malas Tierras, o por lo menos los malísimos Bordes. Es una tierra de abundantes cultivos, pero si uno navega muy próximo a la orilla se da cuenta de que casi todos son aberrantes. Existen asimismo animales, y a la mayoría de ellos resulta difícil clasificarlos como ofensas en comparación con las especies conocidas.
Después de un día o dos más de navegación se confirma, sin lugar a dudas, que las orillas son de las Malas Tierras. En seguida te encuentras rodeando una gran bahía y llegas adonde no hay quiebras en la costa: todo son Malas Tierras.
Cuando los marineros vieron en la primera ocasión aquellos territorios, se asustaron mucho. Tenían la sensación de que estaban dejando atrás toda la pureza y de que cada vez se alejaban más de Dios, navegando hacia lugares en donde él no podría ayudarlos. Todo el mundo sabe que si uno anda por las Malas Tierras se muere, y ellos no habían esperado nunca verlas tan cerca con sus propios ojos. Pero lo que más les preocupó, y también a la gente a la que se lo contaron al regresar, fue el contemplar la forma en que allí se desarrollaban las cosas que estaban en contra de las leyes divinas de la naturaleza, como si tuvieran derecho a crecer.
Una primera visión chocante, desde luego. Pueden verse gigantescas y deformes espigas de cereales que crecen a mayor altura que los árboles pequeños; enormes saprofitas que se desarrollan sobre las rocas, con sus larguísimas raíces al viento como melenas de pelo; en algunos sitios hay colonias de hongos que a primera vista se tomarían por grandes guijarros blancos; se ven cactos como barriles, pero del tamaño de casas pequeñas, con espinas que miden tres metros de largo. Hay plantas que crecen en lo alto de los acantilados y que lanzan al mar gruesos y verdes brazos de trescientos metros o más de longitud; y uno se pregunta si se trata de una planta terrestre que baja al agua salada, o de una planta marina que de algún modo trepa por las rocas. Existen cientos de cosas raras y apenas hay nada normal… es como una jungla de aberraciones que se continúan durante kilómetros y kilómetros. No parece que haya muchos animales, pero de cuando en cuando se divisa alguno, si bien nadie se atreve a ponerle nombre. Hay gran cantidad de pájaros, aunque se trata sobre todo de pájaros marinos; y una o dos veces se han visto unos objetos muy grandes volando a lo lejos, pero tan remotos, que no ha sido posible distinguir otra cosa sino que el movimiento no parecía ser de pájaros. Es una tierra extraña y mala; y son muchos los hombres que viéndola comprenden en seguida lo que aquí ocurriría si no fuese por las leyes de la pureza y la vigilancia de los inspectores.
Pero aunque es mala, no es la peor.
Más hacia el sur se empiezan a encontrar zonas en donde sólo crecen plantas insignificantes, por otro lado escasas, hasta llegar a vastas extensiones de costa y tierra detrás, cuya longitud es de treinta, cincuenta o setenta kilómetros, y en las que no se cría nada, absolutamente nada.
Toda la orilla del mar está vacía; es negra, áspera y vana. La tierra que hay detrás se asemeja a un enorme desierto de carbón. Los acantilados que hay son de bordes afilados y no existe nada que los haga agradables. Allí el mar no tiene peces, ni rugas, ni siquiera légamo, y cuando un barco navega por aquel sitio se le desprenden del casco los moluscos y la porquería y queda limpio. Tampoco se ven pájaros. Nada, excepto las olas que rompen en las negras playas, se mueve en dicho territorio.
Es un lugar espantoso. Debido al miedo que le tienen, los amos ordenan que sus barcos se mantengan bien alejados de él; y a los marineros, aliviados, no hay que repetirles el mandato.
Sin embargo, y de acuerdo con el relato de la tripulación de un barco cuyo capitán cometió la temeridad de aproximarse a la costa, por lo visto no siempre fue así. Parece ser que estos marineros divisaron grandes ruinas de piedra. Todos ellos convinieron en que eran demasiado regulares para ser naturales, por lo que pensaron en que fuesen los restos de una de las ciudades del Viejo Pueblo. Pero nadie ha vuelto a saber de ellos. La mayoría de los hombres de aquel barco enfermaron y murieron, y como los demás no volvieron a ser los mismos después de aquello, ninguna otra nave se ha arriesgado a acercarse a la citada orilla.
A lo largo de cientos de kilómetros la costa continúa siendo las Malas Tierras con extensiones de terreno negro y muerto; la región es tan dilatada, que los primeros barcos que llegaron hasta allí tuvieron que darse por vencidos y regresar porque sus capitanes pensaron que nunca arribarían a ningún sitio en donde pudieran abastecerse de agua y de provisiones. Cuando volvieron, manifestaron que aquel suelo debía seguir con las mismas características hasta los confines de la tierra.
Al oír aquello los predicadores y los eclesiásticos se congratularon, ya que era eso precisamente lo que ellos enseñaban, y como consecuencia la gente perdió durante un tiempo el interés por la exploración de dicho territorio.
Pero más tarde volvió a reavivarse la curiosidad por el tema, y naves mejor preparadas pusieron de nuevo su rumbo al sur. Un hombre llamado Marther, vigía de una de ellas, escribió en un diario que publicó algo parecido a lo siguiente:
Es como si las Costas Negras fuesen una forma extrema de Malas Tierras. Puesto que cualquier aproximación a ellas resulta casi con seguridad funesta, nada puede afirmarse con certeza aparte de que son totalmente estériles y de que en algunos lugares se ven veladas luces en las noches oscuras.
Sin embargo, como este examen se ha efectuado a distancia, no puede confirmarse el parecer del Partido Eclesiástico Derechista en el sentido de que son la consecuencia de la aberración sin freno. En ninguna parte hay evidencia de que sean una especie de mal sobre la superficie de la tierra destinado a extenderse a todas las regiones impuras. En realidad es lo contrario lo que parece ser más probable. O sea, que así como la Tierra Agreste se está haciendo más tratable y las Malas Tierras van dejando el camino libre al país de los Bordes, las Tierras Malas se están metiendo en las Tierras Negras. Aunque por la distancia no pueden detallarse más las observaciones, como se ha indicado ya otras veces, hay formas de vida en proceso, si bien de lo más profano, que van aposentándose poco a poco en esta espantosa desolación.
Ésa fue una de las partes del diario que causó a Marther mayor número de dificultades con la gente ortodoxa, ya que implica que las aberraciones, lejos de ser una maldición, estaban en camino de conseguir la reintegración, aunque lentamente. Esta y media docena más de herejías llevaron a Marther ante un tribunal, aparte de que dio comienzo un movimiento que pidió la prohibición de las exploraciones.
Sin embargo, en medio de todo el conflicto, un barco llamado Venture, que había sido dado por perdido desde hacía mucho tiempo, arribó a Rigo. Llegaba descabalado y mermado de tripulantes, traía el velamen remendado, las jarcias de la mesana eran provisionales, y su estado deplorable, pero reclamó triunfalmente el honor de ser la primera nave que había llegado a las tierras de más allá de las Costas Negras. Traía consigo una serie de objetos, entre ellos ornamentos de oro, plata y cobre, así como una carga de especias para demostrarlo. No hubo más remedio que aceptar la evidencia, pero sobre las especias se levantó una gran polvareda porque no se sabía si eran aberrantes o el producto de un cultivo puro. Los beatos estrictos se negaron a tocarlas por miedo a que los contaminara; otras personas prefirieron creer que eran del tipo de especias mencionadas en la Biblia. Sea lo que fuere, lo cierto es que como son tan lucrativas los barcos ponen ahora su rumbo al sur para traerlas.
Las tierras de allá abajo están sin civilizar. La mayoría de sus habitantes no tienen ningún sentido del pecado, y por lo mismo no impiden las aberraciones; y en donde sí hay sentido del pecado, resulta que lo confunden. Muchísimos de ellos no se avergüenzan de las mutaciones; y no les preocupa que sus hijos salgan defectuosos siempre que sean lo suficientemente cabales como para vivir y aprender a cuidarse solos. En otros sitios, además, encuentras aberraciones que creen ser normales. Existe una tribu en la que ni los hombres ni las mujeres tienen pelo, y piensan que el cabello es precisamente la marca del mal; y hay otra en la que todos sus miembros tienen el pelo blanco y los ojos pequeños. En una región no te considerarán humano de verdad si no tienes palmeados los dedos de las manos y pies; en otra no se consiente hijos a las mujeres que no tengan varios pechos.
Hay islas en las que sus habitantes son todos rechonchos, mientras que en otras son delgados. Se ha hablado incluso de la existencia de algunas islas en las que viven hombres y mujeres que pasarían por ser verdaderas imágenes si no fuera por una extraña aberración que los ha convertido a todos en negros; no obstante, eso es más fácil de aceptar que el rumor acerca de una raza de aberraciones que ha disminuido hasta llegar a medir únicamente sesenta centímetros de altura, les ha crecido pelo de animales y rabo, y viven en los árboles.
No obstante, aquello es mucho más extraño de lo que parece a primera vista; y después de haberlo visto, casi todo se considera probable.
Por otro lado, todos esos lugares son también muy peligrosos. Los peces y los demás bichos del mar son más grandes y fieros que aquí. Y cuando uno se acerca de verdad a la orilla nunca se sabe cómo lo van a tratar las aberraciones locales; en unos sitios son amistosas; en otros te arrojan dardos envenenados. En una isla te lanzan bombas hechas con pimienta envuelta en hojas, y cuando la pimienta te cae en los ojos, cargan con lanzas. Nunca estás seguro de nada.
A veces, cuando la gente es amistosa, no puedes entender nada de lo que te dicen ni ellos nada de lo que tratas de comunicarles; sin embargo, en muchas otras ocasiones, si te esfuerzas un poco por escuchar te das cuenta de que muchas de sus palabras son semejantes a las nuestras, aunque pronunciadas de modo distinto. Se descubren asimismo cosas extrañas y perturbadoras. Casi todos cuentan con las mismas leyendas del Viejo Pueblo que nosotros, es decir, acerca de la manera en que podían volar, construir ciudades que flotaban sobre el mar, y comunicarse mutuamente aun estando a cientos de kilómetros de distancia, etcétera. Pero lo más preocupante es que la mayoría de ellos —tengan siete dedos, o cuatro brazos, o pelo por todo el cuerpo, o seis pechos, o cualquier otro defecto— piensan que su tipo es el verdadero patrón del Viejo Pueblo y que todo cuanto difiera de él es una aberración.
Al principio esa actitud te parece estúpida, pero cuando empiezas a tropezarte con más y más tipos tan convencidos de su postura como nosotros lo estamos de la nuestra… bueno, comienzas a hacerte algunas preguntas. Por ejemplo está la cuestión de qué certeza real tenemos nosotros sobre la imagen verdadera. Te das cuenta de que la Biblia no dice ni una palabra contraria a la gente que en aquel tiempo era como nosotros, pero por otra parte tampoco da una definición del hombre. No, la Definición procede del Repentances de Nicholson y éste reconoce que está escribiendo varias generaciones después de la Tribulación, por lo que uno no tiene más remedio que preguntarse si él sabía que la suya era la verdadera imagen o si sólo creía que lo era…
Aunque el tío Axel me dijo muchísimas cosas más sobre el sur que recuerdo muy bien, y en un sentido todo era muy interesante, no me había mencionado sin embargo lo que yo deseaba conocer. Por consiguiente se lo pregunté sin ambages:
—Tío Axel, ¿hay allí ciudades?
—¿Ciudades? —repitió—. Bueno, aquí y allá encuentras un pueblo o algo así. Quizá tan grande como Kentak, pero construido de modo diferente.
—No —insistí—. Quiero decir sitios grandes.
Y le describí la ciudad de mi sueño, pero sin hablarle de que lo había soñado.
—No —replicó mirándome asombrado—. Nunca he tenido noticia que existiera ningún lugar así.
—Quizá más lejos, ¿no? —sugerí—. Más allá de donde tú llegaste.
—No se puede ir más lejos —contestó moviendo la cabeza—. A partir de ese punto el mar está lleno de algas. Masas de algas con tallos como cables. Una nave no puede atravesarlas, y si entra en esa zona tiene muchas dificultades para salir.
—¡Ah! —exclamé—. ¿Entonces estás seguro de que no hay ninguna ciudad?
—Por completo —afirmó—. Además, si existiera lo sabríamos.
Me había llevado un chasco. Por lo visto escaparme hacia el sur, contando incluso con poder encontrar un barco que me llevara, sería poco mejor que marcharme a los Bordes. Durante un tiempo había abrigado una esperanza, pero ahora tenía que volver a la idea de que, después de todo, la ciudad de mis sueños debía ser una de las pertenecientes al Viejo Pueblo.
El tío Axel continuó hablándome de las dudas acerca de la verdadera imagen que le habían provocado sus viajes. Habló un buen rato, casi sin parar, hasta que de pronto me preguntó directamente:
—Davie, ¿verdad que comprendes la razón por la que te estoy diciendo todo esto?
En realidad no estaba seguro de comprenderlo. Además, me resistía a admitir el quebranto de la ortodoxia familiar y metódica que me habían inculcado. Eché mano de una frase que había oído muchísimas veces:
—¿Es que has perdido la fe?
Tío Axel pegó un bufido y contrajo el rostro al exclamar:
—¡Palabras de clérigo!
Luego de reflexionar un rato, continuó:
—Te estoy diciendo que el hecho de que mucha gente diga que una cosa es así, no prueba que lo sea. Te estoy diciendo que nadie, pero nadie, sabe realmente cuál es la verdadera imagen. Todos creen saberlo, como nosotros, pero al no poder demostrar nada, quizá ni el Viejo Pueblo siquiera fue la verdadera imagen.
Después volvió a mirarme larga y fijamente antes de agregar:
—Por tanto, ¿cómo puedo yo o nadie asegurar que esta «diferencia» que tú y Rosalind compartís no os aproxima más a vosotros a la verdadera imagen que al resto de la gente? Es posible que el Viejo Pueblo fuera la imagen; de acuerdo, pero una de las cosas que se dicen de ellos es que podían hablar entre sí a grandes distancias. Nosotros no podemos hacerlo; sin embargo, Rosalind y tú sí podéis. Sólo te pido que lo pienses un poco, Davie. Es posible que vosotros dos estéis más cerca de la imagen que nosotros.
Estuve dudando durante casi un minuto. Luego me decidí:
—Pero es que no somos únicamente Rosalind y yo, tío Axel. Hay también otros.
Se quedó helado. Volvió a clavar sus ojos en los míos y repitió:
—¿Otros? ¿Quiénes? ¿Cuántos?
—No sé quiénes son —repliqué moviendo la cabeza—. Quiero decir que no conozco sus nombres. Como los nombres no adquieren ninguna forma en el pensamiento, nunca nos hemos preocupado. Lo único que sabes es quién está pensando, igual que se sabe quién está hablando. Descubrí que uno de ellos era Rosalind por casualidad.
Continuó observándome seriamente, intranquilo.
—¿Cuántos sois? —insistió.
—Ocho —respondí—. Eramos nueve, pero hace aproximadamente un mes uno de ellos se detuvo. Eso es lo que quería preguntarte, tío Axel, ¿crees que alguien lo haya descubierto?… Porque el que se detuvo lo hizo de repente, y nos hemos estado preguntando si alguien se ha enterado…, verás, si alguien se ha dado cuenta de que él… —dejé que él dedujera por sí mismo el final de la frase.
Al poco rato meneó otra vez la cabeza y dijo:
—No creo. Casi con seguridad que lo hubiéramos sabido. Quizá se haya marchado. ¿Vivía cerca de aquí?
—Supongo que sí —contesté—, aunque no lo sé con certeza. No obstante, estoy seguro de que nos hubiera dicho que se iba.
—También os hubiera dicho si creía que lo había descubierto alguien, ¿no? Al ser una suspensión tan repentina, me inclino más a pensar en un accidente de algún tipo. ¿Te gustaría que tratara de averiguarlo?
—Sí, por favor —rogué—. A algunos de nosotros nos ha atemorizado.
—Muy bien —asintió—. Veré lo que puedo hacer. Es un chico, ¿no? Probablemente vive a no mucha distancia de aquí. Hace más o menos un mes. ¿Alguna otra cosa?
Le dije cuanto sabía, que era muy poco. Representaba un alivio pensar en que él intentaría descubrir lo que había ocurrido. Al haber transcurrido un mes sin que nada parecido nos hubiera pasado a los demás, estábamos menos angustiados que al principio, pero desde luego no nos sentíamos tranquilos.
Antes de separarnos volvió a insistir en su anterior advertencia respecto de que no había que olvidar que nadie podía estar seguro de ser la verdadera imagen.
Más tarde supe por qué había hecho tanto hincapié en ello. Comprendí asimismo que a él no le importaba demasiado conocer la identidad de la verdadera imagen. Por otra parte, no puedo decir si actuó o no con prudencia al tratar de prevenir la alarma y el sentimiento de inferioridad que había sentido asomar en nosotros cuando debíamos haber sido mejores conocedores de nuestra personalidad y diferencia. Quizás hubiera sido preferible dejar aquello durante algún tiempo; por otro lado, es posible que redujera la angustia del despertar…
En todo caso, por el momento decidí no marcharme de casa. Las dificultades prácticas parecían enormes.