Capítulo Ocho
Esa noche, Leroy, muy ocupado en enseñar orgullosamente su increíble yate, no les hizo caso, cosa que alegró mucho a Ryan. Jaci y él se quedaron en la popa de la embarcación, donde había menos gente y vieron ponerse el sol.
El crepúsculo era un momento mágico, pensó Ryan apoyándose en la barandilla con una botella de cerveza en la mano. Miró a Jaci, que estaba a su lado. Llevaba un precioso vestido de tonos verdes que estaba deseando quitarle. Por las noches, se consumía pensando y soñando, despierto y dormido, con ella. Seguía deseándola. Nunca había deseado a nadie así.
Se frotó la nuca mientras el yate se alejaba del puerto.
Esa mañana, en su despacho, había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad para dejar que ella se levantara de su regazo y volviera al trabajo. Su multimillonario trato corría peligro, la carrera de Jaci estaba amenazada, y lo único en lo que pensaba era en cuándo podría llevársela a la cama.
A pesar de desearla tanto como seguir respirando, también quería volver a ser la persona sin problemas que había sido antes de que Jaci entrara de golpe en su vida. Pero ella despertaba en él sentimientos no deseados. Le hacía recordar cómo había sido su vida antes de la muerte de Ben. Por aquel entonces era feliz y estaba seguro de que todo estaba bien. Había aceptado que su padre era lo que era; su mejor amigo era su hermano; y se iba a casar con la mujer más hermosa del planeta. Comenzaba a paladear el éxito.
Y una noche, todo se esfumó. Sin previo aviso. Y aprendió que nada duraba eternamente.
Ryan volvió a mirar a Jaci.
–¿Así que látigos y cadenas? –era mucho más fácil hablar de los fracasos de ella que de los suyos.
Jaci lo miró durante unos segundos sin comprender. Cuando lo hizo, su rostro adoptó una expresión compungida.
–No estoy segura de las cadenas, pero sí le gustaban los látigos.
Ryan le puso la mano en la espalda. Ella trató de sonreír sin conseguirlo. Él le indicó con la cabeza un banco cercano y se dirigieron a él.
Se sentaron. Ryan dijo:
–Cuéntamelo.
–Me impresionó él, y supongo que la idea de que ese político en alza quisiera estar conmigo. Es carismático, encantador y muy inteligente.
–¿Lo amabas?
Jaci tardó en contestar.
–Amaba que me dijera que me amaba, que todos parecieran adorarle y, por extensión, me adoraran, incluyendo mi familia.
Ryan llevaba mucho tiempo sin relacionarse con la familia de Jaci, pero pensaba que, aunque individualmente eran estupendos, juntos eran una fuerza de la naturaleza y bastante insoportables.
–Mi familia lo adoraba –prosiguió ella–. Era tan inteligente y resuelto como ellos, y el índice de aprobación con respecto a mí se disparó cuando lo llevé a casa, y se elevó aún más cuando accedí a casarme con él.
Las cosas que hacemos para lograr la aprobación de los padres, pensó Ryan.
–Pero no era el príncipe azul que creías.
Jaci se encogió de hombros.
–Nos prometimos y la prensa se volvió loca. Él ya era uno de sus personajes favoritos antes de nuestro compromiso sensacionalista, pero, como también tenía cada vez más poder político, se convirtió en el centro de atención. Y lo vigilaban.
Ryan frunció el ceño.
–¿La prensa?
–Sí, y su obstinación tuvo éxito –afirmó ella con vergüenza y dolor–. Lo fotografiaron en un club hablando con una rubia brasileña y parecían muy acaramelados. Las fotos eran inadecuadas, pero podían tener una explicación.
Jaci se apartó el flequillo de los ojos y suspiró.
–Dos semanas después de su publicación, yo estaba en su piso esperando a que llegara. Había preparado una cena romántica. Él se retrasaba, por lo que decidí dedicarme a los preparativos de la boda mientras lo esperaba. Necesitaba ponerme en contacto con una banda para que tocara en el banquete y sabía que Clive tenía la dirección en su lista de contactos, por lo que abrí su correo electrónico.
Ryan, sabiendo lo que venía, soltó una maldición.
–Había dieciséis correos no leídos de una mujer, y cada uno tenía cuatro fotos adjuntas explícitas.
Ryan hizo una mueca.
–Sabía que aquello podía descubrirse, así que me enfrenté a Clive. Acordamos romper nuestra relación lo más discretamente posible. Antes de que pudiéramos hacerlo, se publicó que Clive veía a una dominatrix, y la bomba estalló.
–Uf.
–Por suerte, un mes después, un productor loco me propuso trabajar de guionista en Nueva York, y me aferré a esa oportunidad de huir del infierno,
–¿Y no dijiste a tu familia que tenías trabajo?
–No me hubieran hecho caso y, si me lo hubieran hecho, no me habrían tomado en serio. Creen que escribir es un juego para mí mientras encuentro lo que de verdad voy a hacer el resto de mi vida.
Ryan oyó los acordes de una balada que la banda tocaba en la cubierta superior y tiró de Jaci para levantarla y ponerse a bailar. Por fin estaba en sus brazos. Frotó la barbilla contra su cabello e inclinó la cabeza para situar la boca a la altura de su oído. Pensó en decirle lo mucho que sentía que la hubieran causado tanto dolor, pero se limitó a ponerle las manos en la espalda y atraerla hacia sí.
–Para ser unos intelectuales, tus familiares se comportan como unos idiotas con respecto a ti.
–Es lo más bonito que me has dicho en la vida.
Era evidente que iba a tener que esforzarse más, pensó él mientras la apretaba contra sí y seguían bailando.
Leroy no se había acercado a ellos en toda la noche, pensó Jaci mientras volvían de la fiesta en taxi. No sabía si eso era bueno o malo.
Lanzó un suspiro de frustración.
–El aspecto financiero de hacer una película me produce dolor de cabeza.
–Tengo dos semanas para decidir si voy a continuar con el proyecto –apuntó Ryan.
¿Solo dos semanas? ¿De dónde iba a sacar alguien tanto dinero en ese tiempo?
Era culpa de ella: si no lo hubiera besado en aquel vestíbulo, si no hubiera ido a aquella estúpida fiesta, si no se hubiera mudado a Nueva York… Ryan no se merecía todo aquello.
–Lo siento mucho. Es culpa mía.
Ryan no le respondió, por lo que su sentimiento de culpa se incrementó. Pensó en volver a disculparse, pero eso no iba a cambiar nada. El pasado no se podía reescribir.
Vio por el rabillo del ojo que él sacaba el móvil del bolsillo de la chaqueta y leía un mensaje. Ryan esbozó una sonrisa y, después, la miró.
–Tu hermano me regaña por haberme acostado contigo.
A Jaci se le contrajo el estómago.
–¿Cree que nos estamos acostando?
–Sí. Y si miras tu móvil, probablemente habrá un par de mensajes del resto de tu familia –le puso la mano en el muslo y ella contuvo la respiración–. Priscilla es una bocazas.
Jaci sacó el móvil y gimió al ver que había cinco llamadas perdidas y numerosos mensajes del grupo de chat de la familia.
Meredith: «Tienes que darme una explicación, bonita».
Priscilla: «¿Escritora de guiones? ¿Desde cuándo? ¿Por qué no me lo habías dicho?».
Ryan se acercó a ella y movió el teléfono para poder ver la pantalla.
Neil: «Ryan, esperaba que te tomaras un café con ella, no que tuvierais una aventura».
Meredith: «Hay que reconocer que cualquiera es mejor que aquel subnormal, pero creo que no debieras iniciar una relación tan pronto».
Archie: «¿Ryan? ¿Quién diablos es Ryan?».
Neil: «Mi amigo americano de la universidad, papá».
Jaci se frotó las sienes. Le dolía aún más la cabeza. Miró a Ryan y se encogió de hombros.
–¿Qué vas a decirles? –preguntó él.
–Lo mismo que le contaste a mi madre: que es una relación fingida que no va ningún sitio. La verdad –respondió ella al tiempo que volvía la cabeza para mirar por la ventanilla.
Él la tomó de la barbilla y la giró hacia sí. Ella ahogó un suspiro al contemplar sus preciosos ojos y agarró con fuerza el móvil para no meterle los dedos en el cabello y acariciarle el cuello y los hombros. Deseaba besarlo, sentarse en su regazo…
Ryan le miró la boca y le apretó la barbilla. Ella se dio cuenta de que se estaba conteniendo para no besarla. Nunca se había sentido tan deseada. Ningún hombre la había mirado como Ryan lo hacía en ese momento.
–Tu familia cree que nos acostamos juntos –dijo él mientras le acariciaba el labio inferior con el pulgar. Me importa un pito lo que crea tu familia, pero…no tenemos que explicar ni justificar esto.
–¿A qué te refieres? –preguntó ella, confusa.
–Te deseo. Me da igual que trabajes para mí, me da igual la película y todo lo demás. Tu eres lo único que quiero. Ven conmigo a casa. Sé mía mientras dure esta locura.
Ser suya. Solo dos palabras, pero tan poderosas… ¿Cómo iba a ser sensata y a resistirse? No era un ángel ni una santa. Él la deseaba y ella lo deseaba con desesperación. Ambos eran solteros, y aquello era un asunto de sexo, pasión y deseo. No intervenía el amor. Y no hacían daño a nadie.
Si te enamoras, sufrirás, se dijo.
Pues no me enamoraré.
Pero una parte de ella dudaba de esa negación.
–No me canso de ti –murmuró él antes de besarla e introducirle la lengua entre los labios entreabiertos.
Todas las dudas de ella desaparecieron ante la pasión de su lengua y su boca. Y lo siguió a aquel lugar mágico donde el tiempo se detenía.
Cuando la acariciaba, se sentía viva, poderosa y conectada con el universo. Cuando lo besaba, se sentía segura de sí misma y deseada. Era la mejor versión de sí misma. Ryan separó la boca de la de ella y le besó el pómulo, la mandíbula y el cuello, hasta llegar a la clavícula.
–Tenemos que dejar de hacer esto en los taxis –murmuró él.
–Tenemos que dejar de hacer esto, y punto –respondió ella en tono cortante.
–Me temo que eso no va a suceder, cariño –dijo él al tiempo que le rozaba los senos con los dedos y se separaba de ella de mala gana.
Habían llegado a su piso.
–Sube conmigo, por favor.
¿Cómo resistirse al ruego que expresaban sus ojos? ¿Creía él que era lo bastante fuerte como para negarse, lo bastante sensata como para alejarse de aquella situación? De ninguna manera. El cerebro le decía que debía quedarse en el taxi y que el taxista la llevara a casa, pero le abrumaba la necesidad de acercarse a él, de sentir cada centímetro de su piel. Deseaba a Ryan, lo necesitaba.
Le daba igual lo que sucediera al día siguiente. La noche era suya. Él era suyo.
Jaci abrió la puerta, se bajó y le tendió la mano.
–Llévame a la cama, Ryan.
A Ryan le gustaban las mujeres; sus curvas, la suavidad de su piel, los delicados sonidos que emitían cuando sus caricias les proporcionaban placer…
Sí, le gustaban las mujeres, pero adoraba a Jaci, pensó mientras le bajaba las braguitas. Por fin desnuda. Él seguía vestido, y le gustó el contraste. Tiró la prenda de encaje al suelo y se sentó en la cama mientras acariciaba el largo muslo de Jaci y observaba que los pezones se le endurecían al mirárselos.
Ninguna mujer de las que había conocido reaccionaba a su mirada como si fuera una caricia. Nunca había sentido la imperiosa necesidad de acariciar a ninguna como la experimentaba con ella.
Era aterrador y maravilloso a la vez.
–¿En qué piensas? –le preguntó ella en voz baja.
A Ryan le solía disgustar esa pregunta, ya que le parecía que invadía su intimidad, pero viniendo de ella no le importó.
–En que eres perfecta y en que estoy desesperado por acariciarte y saborearte.
Ryan se sorprendió al percibir que le temblaba la voz. Se dijo que solo se trataba de sexo, que estaba imaginando más de lo que realmente había.
Jaci lo miraba con los ojos llenos de deseo. Y de confianza. Él podía hacer lo que quisiera, sugerir cualquier cosa, y ella probablemente accedería.
Jaci se sentó a su lado y lo besó en los labios. Él le puso la mano en la nuca para sujetarle la cabeza mientras ellas le desabotonaba la camisa y hacía saltar un par de botones con las prisas. Luego se la abrió y le acarició el pecho y los pezones antes de descender hasta la cinturilla de los pantalones.
–Te quiero desnudo –dijo mientras tiraba de ellos.
Él recurrió a toda su fuerza de voluntad para resistirse, pues quería explorar el cuerpo de ella con las manos y la lengua, besar sus rincones secretos y hacerla gritar al menos dos veces antes de penetrarla.
Se quitó la camisa, los calcetines y los zapatos, pero se dejó los calzoncillos puestos, ya que descubrir y complacer a Jaci era más importante que un orgasmo rápido. Le agarró la mano y se la retiró de su sexo. Le asió la otra mano, se las colocó detrás de la espalda y se las sujetó mientras se metía un pezón en la boca. Jaci gimió y arqueó la espalda.
Él le soltó las manos, la empujó hacia atrás y se dedico a lamerle y chuparle los pezones.
Se dio cuenta, levemente asombrado, de que podía hacerla alcanzar el clímax simplemente con eso. Pero quería más de ella. Dejó sus senos y fue descendiendo con la boca por sus costillas y su estómago, y le metió la lengua en el ombligo. Siguió bajando hasta meterse entre sus piernas y acariciarla y lamerla con la punta de la lengua.
Le introdujo el dedo en el ardiente canal y ella gritó al tiempo que le apretaba el dedo y echaba las caderas hacia delante pidiendo más.
Ryan sacó el dedo, la besó en el estómago y la miró a los ojos.
–¿Te gusta? –preguntó.
–Mucho –respondió ella aferrándose a su cuello, con el rostro sofocado de placer.
La hizo gritar, la hizo alcanzar alturas en las que estaba seguro, a juzgar por la expresión asombrada de su rostro, que nunca había estado. Misión cumplida.
Jaci deslizó las manos desde el cuello de él hasta las caderas y el estómago, antes de agarrarlo con ambas manos.
Él suspiró.
–Déjame entrar –le rogó, él que no había rogado en su vida.
–No –Jaci sonrió–. Ahora me toca a mí volverte loco.
Ryan supo que estaba metido en un lío cuando se dio cuenta de que aquello era algo más que sexo, de que se estaba implicando emocionalmente. Eso tenía que cesar inmediatamente. Bueno, mejor después de que lo hubiera vuelto loco.
Tal vez entonces.
A la mañana siguiente, el sol jugueteaba detrás de los estores de la habitación de Ryan cuando Jaci abrió los ojos. Estaba boca abajo, como era su costumbre, y desnuda, lo cual no era su costumbre.
Miró el ancho pecho de Ryan y se dio cuenta de que su rodilla estaba apoyada en una parte muy delicada de la anatomía masculina y de que su brazo reposaba en sus caderas, y la excitación matinal de Ryan le daba los buenos días.
Observó su perfil y se percató de que parecía más joven con el rostro relajado por estar dormido tras una noche de sexo espectacular.
¿Por qué seguían en la cama con los miembros entrelazados? Ella era lo bastante inteligente para saber que, después de los numerosos orgasmos que él le había provocado, debía haberle dado las gracias educadamente y haberse despedido con un «ya nos veremos». No debiera haber consentido que él le rodeara la cintura con el brazo ni que se colocaran con las nalgas de ella pegadas a las caderas de él mientras la besaba en el cuello y los hombros.
No debía haberse permitido el placer de quedarse dormida en sus brazos.
El sexo sin complicaciones era algo que podía manejar. Lo que la inquietaba era la mano de él deslizándose por su cadera; su pie acariciándole la pantorrilla; su bíceps sirviéndole de almohada… Su afecto la asustaba y le hacía pensar en lo que pasaría si se acostumbraba a aquello.
Se separó de él de mala gana. Nada había cambiado entre ellos. Habían compartido una experiencia física que a ambos les gustaba. No debía darle más importancia. Se trataba únicamente de sexo, y no tenía nada que ver con el hecho de que fueran jefe y empleada ni con el de que se estuvieran haciendo amigos.
No había que confundir el sexo con el afecto ni mucho menos con el amor. Ya había aprendido la lección.
Se levantó y buscó algo para vestirse. Incapaz de soportar la idea de ponerse el vestido de la noche anterior, agarró la camisa de Ryan y se la metió por la cabeza.
Después de haber comprobado que él seguía durmiendo, miró a su alrededor para captar los detalles del dormitorio que se le habían escapado la noche anterior. Ladeó la cabeza al ver que había fotos en la cómoda, pero estaban boca abajo, y parecía que llevaban tiempo así.
Le picó la curiosidad y se acercó. Se estremeció al verse reflejada en el espejo de la cómoda. Tenía el pelo revuelto, el rímel corrido y manchas rojizas en la mandíbula por el roce de la barba de Ryan. Tenía los ojos hinchados y su rostro estaba pálido y fatigado.
Miró las fotos. Estaban enmarcadas en marcos plateados. Levantó al primera y contuvo el aliento al ver la imagen sonriente de un Ben lleno de vida. Parecía a punto de salir del marco. Era difícil creer que ya no estuviera. Y si le resultaba difícil a ella, a su hermano le resultaría imposible, y entendió por qué Ryan no quería ver el rostro de su hermano.
En la siguiente fotografía se veía la imagen de una mujer de pelo y ojos oscuros que le resultó vagamente familiar. No podía ser la madre de Ryan, ya que se trataba de una mujer muy joven. ¿Era una antigua amante de Ryan?
Jaci sintió el aguijón de los celos. Pero había que querer al alguien para sentir celos, y ella no quería a Ryan.
Dejó la foto y al volverse a mirar al espejo vio que Ryan estaba detrás de ella.
–No te molestes en preguntar –dijo él.
Estaba desnudo, pero ocultaba sus emociones. ¿Cómo se atrevía, después de haberle hecho el amor toda la noche, a mostrarse tan frío cuando ni siquiera se habían dado los buenos días?
La antigua Jaci se habría ido con el rabo entre las piernas después de haberse puesto el vestido y de haberse disculpado por haberlo molestado. La nueva Jaci no tenía intención alguna de hacerlo.
Con los brazos en jarras, le espetó:
–¿Eso es todo lo que vas a decirme?
–No quiero empezar la mañana hablando de ella.
–¿Quién es?
–¿No has oído que no quiero hablar de ella? –Ryan agarró unos vaqueros de una silla y se los puso.
Jaci frunció el ceño.
–¿Así que está bien que yo te cuente todo sobre mi ex y sus infidelidades, pero que tú ni siquiera puedas decirme quién es ella y por qué tienes su fotografía en la cómoda?
–Sí, está bien. No te he torturado para que me lo contaras. Lo has hecho por elección propia. Y la mía es no hablar de ella.
¿Cómo una noche casi perfecta se había convertido en algo tan incómodo y desagradable?
Quería discutir con él, sin embargo, sabía que él tenía la razón: podía decidir lo que quisiera y a ella no le debía nada. Le había proporcionado placer, pero no le había prometido que fuera a confiar en ella ni a dejarla traspasar su coraza emocional.
Su pasado era suyo, y la mujer de la foto solo le concernía a él.
Si su renuencia a hablar y a confiar en ella la hacía sentir como un cuerpo más con el que él había jugado, era su problema. No iba a ser la típica mujer exigente, insegura e irritante que lo presionara.
Él había querido sexo y había recibido mucho. Había sido divertido, pero ya era hora de que ella se marchara.
Jaci apartó la vista del rostro de Ryan, asintió, consiguió sonreír y decir con frialdad:
–Desde luego. Perdona, no era mi intención meterme donde no me llaman.
Cruzó la habitación, agarró el vestido y los zapatos y señaló la puerta del cuarto de baño.
–¿Puedo usarlo?
–No te pongas así, Jaci. Claro que puedes.
Jaci se dirigió hacia allí sin volver a mirarlo al tiempo que se reprochaba haber sido tan estúpida y no haberse marchado la noche anterior para evitar aquella incómoda situación matinal.
Había aprendido la lección.
* * *
Ryan se aferró al borde de la cómoda, estiró los brazos y bajó la cabeza mientras se reprochaba su estupidez.
«Has manejado la situación con la inteligencia de un discapacitado mental».
Jaci le había hecho una sencilla pregunta para la que había una sencilla respuesta.
Podía haberle contestado que era alguien que fue importante para él, una exnovia, o su prometida. O si quería complicar las cosas, podía haberle dicho que era la amante de Ben.
Todo ello era verdad.
Se enderezó, se dirigió a la ventana y miró Central Park. Era una vista que lo encantaba, pero esa mañana no consiguió hacerlo, ya que solo pensaba en Jaci que estaba, probablemente desnuda, en el cuarto de baño.
Al despertarse se había dado la vuelta para abrazarla, pero la cama estaba vacía, lo cual fue como un jarro de agua fría sobre su excitación. Pensó que ella lo había abandonado, y la decepción que experimentó lo dejó sorprendido.
Era él quien siempre se marchaba, quien controlaba la situación. Aquello no le gustaba en absoluto.
La noche anterior había sido la experiencia sexual más intensa de su vida, y no le hacía gracia que hubiera tenido semejante efecto en él. Quería tratar a Jaci como a las demás, pero no podía. Le hacía desear cosas que se había convencido de no necesitar, como la confianza y el apoyo, y preguntarse si no había llegado la hora de eliminar el alambre de espino que rodeaba su corazón.
No se podía confiar en la gente, sobre todo en aquella que más te quería.
Pero una parte de él le indicaba que Jaci no era otra Kelly. De todos modos, no podía arriesgarse a que le volvieran a arrojar al rostro el amor y la confianza como si no significaran nada.
Para él significaban mucho.
Era mejor así, se dijo. Lo mejor era que Jaci y él se separaran y dejaran que el tiempo serenase la loca pasión que surgía entre ellos cuando estaban solos.
Y cuanto antes se distanciaran, mejor.
Ryan sacó una camiseta del armario y se puso unas deportivas gastadas. Después agarró la cartera, que estaba encima de la cómoda.
–¿Jaci? Voy a por café y bollos. Volveré dentro de diez minutos.
Ya sabía cómo iba a responderle y no lo defraudó.
–No estaré cuando vuelvas. Tengo cosas que hacer.
Ella no tenía nada que hacer, del mismo modo que él no quería café y un bollo.
–Muy bien. Hasta luego.