XVIII
Aquel año la gran fiesta religiosa de invierno del Pueblo, los Ritos de Año Nuevo, sufrieron la ausencia de casi la mitad de los hombres de la tribu. Los treinta hombres enviados por Nardo para que escoltaran a las mujeres y niños de los Redu fuera de las montañas no estaban presentes, como tampoco los dos grupos de cincuenta que vigilaban las salidas del campamento de verano. La falta de hombres aumentó todavía más por el hecho de que la tribu sólo se había ampliado con mujeres del Pueblo del Atata.
Nardo sugirió que por una vez la tribu prescindiera de la ceremonia de los Fuegos Invernales, pero Lina, la matriarca del Ciervo Rojo, no estuvo de acuerdo.
—Las mujeres del Ciervo Rojo han celebrado los Fuegos Invernales desde los remotos tiempos en que la Madre Tierra creó el mundo —dijo a Nardo en tono reprensivo—. Ningún jefe masculino tiene derecho a impedir una cosa tan sagrada.
Nardo encogió sus anchos hombros.
—Sólo estoy pensando que no habrá suficientes hombres disponibles para el rito de la fertilidad.
—Haz que regresen los diez puñados de hombres que vigilan las salidas del campamento de verano —le dijo Lina—. Entonces habrá un número de hombres suficiente.
—Imposible.
—No es imposible —replicó Lina—. Sólo tienen que alejarse de sus puestos un par de días. Durante todo el tiempo que nuestros hombres llevan vigilando esas malditas salidas, los Redu no se han movido. No pasará nada porque abandonen la vigilancia un par de días.
Nardo siguió negándose pero Lina fue a ver a Mara. La madre de Nardo estuvo de acuerdo con la matriarca del Ciervo Rojo, y las dos se unieron para enfrentarse al jefe sobre esa cuestión.
—Has traído a los hombres que estaban de guardia y que representan los papeles principales en las danzas de los clanes del Zorro, el Oso y el Leopardo —argumentó Mara—. Tú mismo estarás aquí para celebrar tu propio rito, el Encendido del Nuevo Fuego. No es justo que la única ceremonia cancelada sea la del Ciervo Rojo.
—Lina ha dicho que no la cancelará, madre —replicó Nardo en tono paciente—. La parte del rito que corresponde a las mujeres puede celebrarse como de costumbre. Y relevaré de su tarea de vigilancia a cualquier hombre que os haga falta, pero tendrá que ser sustituido por otro.
La matriarca del Ciervo Rojo estaba furiosa.
—¡La mitad de nuestros hombres se han ido, y eso significa que la mitad de las mujeres no podrán participar en el Matrimonio Sagrado! Y eso sin contar a las mujeres del Atata sin marido que se nos han unido.
Nardo replicó con estoicismo a esta argumentación:
—No voy a dejar las salidas sin vigilancia.
No sólo las mujeres protestaron por esta decisión. Los Fuegos Invernales eran los más esperados de todos los Ritos de Año Nuevo. El punto culminante de la ceremonia de los Fuegos Invernales era el acoplamiento del dios y la diosa para asegurar la fertilidad de la tribu y los rebaños de los que vivían. Este acoplamiento era emulado por todos los hombres y mujeres que intervenían en la danza final. Era un momento en el que los jugos sexuales fluían cálidos y ansiosos, en que el resonar de los tambores evocaba una respuesta palpitante en la sangre, en que hombre y mujer se unían con una intensidad y un abandono que pocas veces o nunca tenía equivalente en el mundo cotidiano. Los hombres no querían perderse la atracción principal del largo y frío invierno, y el hecho de que obedecieran la orden de permanecer en sus puestos en ambas salidas del campamento de verano era una muestra del respeto que Nardo se había granjeado.
Las ceremonias inaugurales de los Fuegos no se celebraban en la aldea del Pueblo sino en la Sagrada Cueva de la Madre que estaba junto al río Volp. En los tiempos en que la tribu era mucho más pequeña, toda la ceremonia había tenido lugar en el interior de la cueva, pero ahora sólo los ritos inaugurales se celebraban en el enclave del Volp.
Era la primera vez que Alane intervendría con las demás mujeres en aquellos ritos secretos, pues el año anterior había tenido que amamantar a Nevin y no pudo hacerlo. Aunque todavía le daba el pecho, Nevin podía comer otros alimentos durante el día, y por ello aquella seca y soleada mañana de invierno Alane formaba parte de las fieles que se dirigían a la Cueva Sagrada de la Madre para participar en los Fuegos Invernales de las mujeres. Éstas no llevaban caballos de refresco, pues el viaje de ida y vuelta de la aldea a la cueva duraba tres horas en cada dirección y los caballos tendrían tiempo de descansar entre uno y otro recorrido. Cada una llevaba una lamparilla de piedra, con la que iluminarían la oscura cueva.
Alane esperaba el desarrollo del ritual con gran curiosidad. Lora le había contado que se adentrarían en la cueva, hasta una cámara que contenía el misterio más sagrado de la vida. Allí las mujeres del Ciervo Rojo representarían una danza sagrada para la Madre Tierra.
—Es difícil de explicar —le había dicho Lora—. Tienes que estar allí para comprenderlo. Nunca te sentirás tan cerca de la Madre Tierra, Alane. Nunca comprenderás más plenamente lo sagrado que es ser mujer.
Alane pensaba en esas palabras mientras Flor Blanca avanzaba por el sendero en dirección al norte y el este a través de las colinas. Durante el último año se había percatado poco a poco de que en la tribu del Pueblo las mujeres tenían un valor del que carecían entre los Norakamo. En primer lugar, las mujeres de aquella tribu tenían una vida espiritual independiente de la masculina. La iniciación de una muchacha, que se celebraba la primera vez que le fluía la sangre lunar, era un momento más importante para ellos que la iniciación de un muchacho. La sangre lunar significaba continuidad del Pueblo, pues la sangre de la mujer era la que transmitía la vida del clan y la tribu.
Alane había descubierto lo mucho que le gustaba ese aspecto de las costumbres del Pueblo. En su tribu las mujeres sólo tenían valor con relación a sus padres y maridos pero por sí mismas no eran nada. Por otro lado, el matrimonio en el Pueblo no era el estrecho vínculo al que Alane había estado acostumbrada. Las mujeres del Pueblo parecían independientes de todos los hombres, incluso de sus maridos.
Mientras Flor Blanca avanzaba por la senda pedregosa, Alane se preguntaba si sería posible tener ambas cosas o si no habría más remedio que elegir una y prescindir de la otra.
El terreno se elevaba hacia adelante.
—El río está más allá de la colina —dijo Lora en voz queda detrás de Alane—. Casi hemos llegado.
La larga hilera de amazonas cruzó la colina, descendió a un estrecho valle y viró hacia el norte, siguiendo el curso del río. Al cabo de diez minutos el río desapareció en una cavidad abierta en la pared caliza de la estribación. Las mujeres habían llegado a su destino.
Para la tribu del Pueblo la Cueva Sagrada representaba la matriz de la Madre Tierra, y era allí donde la tribu celebraba sus misterios. Allí llevaba a sus muchachas cuando la sangre menstrual de la vida empezaba a fluir, y a sus hombres jóvenes cuando alcanzaban la edad de adorar a la diosa y se relacionaban sexualmente con una mujer. Allí las mujeres del Clan del Ciervo Rojo representaban su danza dos veces al año para asegurar la continuidad de la vida de la tribu.
Alane sintió una comezón en el cuero cabelludo mientras contemplaba la misteriosa y oscura caverna en la que se adentraba el río. A ambos lados de la cinta de agua había suficiente espacio para permitir el paso.
—En primavera el río está tan crecido que necesitamos botes para llegar a la primera cámara —dijo Lora.
Alrededor de Alane las mujeres estaban desmontando. Las yeguas permanecían quietas y ninguna echaba la cabeza atrás ni golpeaba el suelo con una pata. Era como si incluso ellas percibieran la presencia de algo sagrado.
De repente, la voz de una mujer, agudizada por el temor, rompió el silencio:
—¿Qué es eso? ¡Al otro lado del río, en lo alto de la colina!
Alane alzó los ojos y allí, silueteada contra el azul claro del cielo invernal, contemplaron la figura de un hombre con un arco colgado del hombro. Mientras todas las mujeres miraban, se unió a aquella figura otra que llevaba un arco similar. Los rostros de los dos hombres se volvieron hacia las mujeres apiñadas en la boca de la cueva. Los dos grupos se miraron un momento por encima del río. Entonces los hombres se dieron la vuelta y desaparecieron de la vista de las mujeres.
—Por el Oso —dijo Alane, empleando inconscientemente el juramento favorito de su padre—. ¡Eran Redu!
—No puede ser. —Lina, la matriarca del Ciervo Rojo, se puso la mano sobre los ojos y exploró las alturas desiertas en la otra orilla del río—. ¡Los Redu están atrapados en nuestro campamento de verano!
—Es posible que hayan salido escalando —dijo sombríamente Mara—. Sabían que no podrían romper el bloqueo de nuestros hombres y han cruzado las montañas.
—¿Todos ellos? —preguntó temerosa una joven—. ¿Crees que todos han salido?
Alane aún no había desmontado.
—Si la tribu entera de los Redu va a caer sobre nosotros, tenemos que saberlo —dijo—. Iré a echar un vistazo. Flor Blanca todavía tiene fuerzas.
Alane había mirado a Mara mientras hablaba, y la matriarca se apresuró a asentir.
—Si sigues el sendero que empieza junto a ese canto rodado —Mara indicó una gran roca que bloqueaba parcialmente el camino río abajo—, llegarás a la cima de la colina. Desde ahí tendrás una buena vista de todo el valle.
Alane recogió las riendas.
—Iré contigo —se ofreció Lora.
—Y yo —dijo Fara, la esposa de Haras.
Las tres mujeres llegaron a la roca indicada por Mara, se abrieron paso por una ladera cubierta de guijarros y emprendieron una ascensión zigzagueante siguiendo un escarpado sendero de ovejas. El avance era difícil, pero las yeguas eran animales de montaña y no tardaron en llegar a la cima de la colina. Desde allí se abarcaba el valle del Volp, y vieron el gran número de hombres que avanzaban a paso vivo hacia el norte, en dirección a la Cueva Sagrada. Todos ellos llevaban arcos y, lo peor de todo, los primeros habían llegado ya al punto donde el sendero de la aldea entraba en el valle. Era demasiado tarde para que las mujeres regresaran a toda prisa.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Lora, llevándose el puño a la boca—. ¡Nos tienen atrapadas!
—Volvamos con las demás mujeres —dijo Alane—. Hay poco tiempo para decidir qué haremos.
Flor Blanca se deslizó sobre la grupa cuesta abajo, y Alane la azuzó, confiando fervientemente en que no se hiriese una pata con alguna piedra.
—¡Son los Redu! —gritó Lora en cuando hubieron llegado a medio galope al claro que se abría ante la Cueva Sagrada—. ¡Todos ellos!
Una algarabía de voces femeninas respondió a esa observación.
—¡Silencio! —La voz autoritaria de Mara se impuso al estrépito. Cuando las voces se callaron obedientemente, preguntó a Lora—: ¿A qué distancia están?
—Entre nosotras y el camino de la aldea —replicó Lora sombríamente—. No podemos volver por donde hemos venido.
Un apagado murmullo de consternación se extendió entre las mujeres. La mayoría había echado las riendas por encima de los cuellos de sus yeguas para que pudieran pastar, y las voces quedas de las mujeres se mezclaban con el ruido que producían los animales al arrancar la hierba.
—Podemos escondernos en la Cueva Sagrada hasta que se hayan ido —dijo Lina—. La Madre Tierra nos protegerá. Si son tan necios que intentan seguirnos, se perderán en las numerosas cámaras.
Varías mujeres se volvieron para mirar la entrada de la cueva, tan oscura y misteriosa a la clara luz invernal.
—Esa estrategia podría haber surtido efecto si no hubieran sabido que estamos aquí —dijo Mara—, pero lo saben, Lina. No nos seguirán al interior de la cueva. Lo único que deberán hacer es esperar. No tenemos comida y no podemos escondernos durante mucho tiempo en la cueva.
—Creo que debemos cabalgar hacia el norte —dijo Fara—. Correremos más que ellos hasta el río Dorado y entonces volveremos a la aldea por el Gran Pez. Aunque tengamos que detenernos para que los caballos descansen, ellos van a pie y no podrán alcanzarnos.
Esta sugerencia recibió una aprobación entusiasta por parte de las demás mujeres. Alane abrió la boca para protestar pero Mara se le adelantó.
—Cuando se ponga el sol, si aún no hemos regresado a la aldea, Nardo enviará a un grupo de hombres al Volp en nuestra busca, y se encontrarán en medio de los Redu.
Las mujeres comprendieron consternadas la verdad que encerraban esas palabras y permanecieron en silencio.
—Si no podemos escondernos ni huir de esos hombres, ¿qué vamos a hacer entonces? —preguntó Lina, sirviéndose del enojo para enmascarar su temor.
Alane miró a Mara, pero la madre de Nardo callaba y tenía un aspecto sombrío. Alane suspiró.
—Tenemos que regresar a la aldea por donde hemos venido —dijo con calma—. Es la única manera de evitar que nuestros hombres se encuentren con una muerte segura.
Las mujeres que la rodeaban se volvieron a ella y la miraron incrédulas.
—Alane, acabas de decirnos que los Redu están entre nosotras y el camino hacia casa —dijo Riva con impaciencia.
Esta vez la incredulidad flotaba en el silencio.
—¿Lo dices en serio? —preguntó finalmente Lora.
—Completamente en serio.
Alane había desmontado y, todavía sujetando las riendas de Flor Blanca se subió a una roca para que todas pudieran oírla bien. El sol invernal arrancaba destellos de su cabellera, y tenía las mejillas enrojecidas y los ojos abrillantados por el desafío que estaba a punto de lanzar.
—Nardo y los hombres se pasaron todo el verano enseñando a los caballos a mantenerse juntos y cargar. Todas sabemos montar, y aquí casi somos tantas como los Redu. —Deslizó la mirada por el mar de rostros femeninos alzados hacia ella. Alzó la barbilla—. ¿Por qué no podemos arrollar nosotras mismas a esos hombres?
Un silencio lleno de asombro siguió a estas palabras. Entonces alguien preguntó:
—¿Y qué nos dices de sus arcos?
—No nos estarán esperando —replicó Alane—. Estaremos encima de ellos antes de que puedan disparar una sola flecha.
Las mujeres del Lobo miraron a Mara pero ésta permanecía en silencio, contemplando a Alane como si estuviera hipnotizada.
Fara subió a la roca al lado de Alane.
—Creo que tiene razón. ¡Dejaremos a esos arqueros en la nube de polvo que levantemos!
Un grupo de muchachas del Ciervo Rojo, que estaban en medio de la multitud de mujeres, prorrumpieron en vítores. Entonces una de ellas dijo:
—Observé cómo practicaban los hombres durante todo el verano. Lo único que debemos hacer es colocar los caballos en formación de flecha y galopar tan rápido como podamos.
—El sendero del río es demasiado estrecho —objetó Lina.
—Se ensancha poco antes de la curva en la Roca del Búho —dijo Mara, imponiéndose al fin—. Podríamos esperar hasta que lleguen ahí y entonces rodear la curva al galope y arrollarles. Ahí habrá espacio para cabalgar de ocho en fondo.
Un rumor de excitación empezó a extenderse entre las mujeres reunidas.
—No tenemos mucho tiempo —gritó alguien—. Será mejor que decidamos enseguida lo que vamos a hacer.
Antes de que Alane pudiera hablar de nuevo, Mara se volvió a Lina.
—Tú eres la matriarca del Ciervo Rojo, Lina, y hoy es el día de los Fuegos Invernales. —La voz de Mara era clara y fuerte, audible para todas las reunidas ante la Cueva Sagrada—. ¿Qué querría la Madre que hiciéramos?
Lina, que en otro tiempo había tenido la misma belleza pelirroja que su hija Fara, irguió orgullosa su cuerpo avejentado.
—Estoy segura de que la Madre no querría que dirigiésemos a nuestros hombres a una muerte cierta —dijo con firmeza—. Digo que arrollemos a esos hombres Redu.
Alane sonrió.
—Flor Blanca está acostumbrada a correr adelante —les dijo—. Yo iré en cabeza.
Mara se adelantó e hizo un gesto imperioso para que Alane y Fara bajasen de la roca, a la que subió entonces la matriarca del Lobo.
—Flor Blanca puede ir la primera, pero tú, Alane, cabalgarás en el centro —dijo Mara, y alzó la voz—: Todas las madres que amamantan a sus hijos cabalgarán en el centro. Las que tenemos hijos crecidos lo haremos en los flancos.
Se oyeron algunos gritos de decepción pero nadie discutió la inteligente decisión de Mara.
—Dame a Flor Blanca, Alane —dijo entonces Mara—. Yo iré en la punta.
A Alane le pareció que colocar los caballos en formación les llevaría mucho tiempo. Siguiendo las instrucciones de Mara, las madres lactantes ocuparon el centro de la formación en cuña, las madres de hijos pequeños se colocaron en la hilera siguiente y finalmente lo hicieron las jóvenes solteras y las matriarcas. Por fin estuvieron preparadas, en número de casi trescientas, con Mara alta y erguida a lomos de Flor Blanca en el vértice. Alane miró la cabeza gris de la madre de Nardo poco antes de que empezaran a cabalgar y sintió un inesperado acceso de orgullo.
La muchacha a la que habían apostado más adelante regresó galopando y dijo sin aliento:
—¡Ya vienen! ¡Los primeros de la columna están casi en la Roca del Búho!
—Esperaremos un poco más —dijo Mara.
La espera pareció interminable. Los latidos del corazón de Alane eran tan fuertes que tenía la sensación de que la cabeza le latía también. Mara, la primera, alzó el brazo. Alane se puso tensa. El brazo bajó y Flor Blanca partió al galope, las demás yeguas la siguieron.
En aquel punto el camino era demasiado estrecho para mantener la formación, y la rodilla de Alane chocó con la de Lora, que cabalgaba a su lado. Ambas mujeres hicieron caso omiso del dolor y acuciaron a sus caballos. Llegaron a la curva, giraron, el sendero se ensanchó y las amazonas se encontraron cara a cara con el enemigo.
Los Redu estaban aturdidos. Los que iban al frente de la columna titubearon, paralizados al ver aquella carga atronadora. Mara, en la punta de la formación, no vaciló un solo momento.
—¡Más rápido! —gritaba—. ¡Más rápido!
Y Flor Blanca, ahora a todo galope, chocó con la línea delantera de los Redu.
Las demás mujeres, sabiendo que la pérdida de ímpetu sería fatal, estimulaban a sus monturas con rodillas, talones y voces. Los hombres gritaban y caían bajo los cascos de los caballos. Otros saltaban para ponerse a salvo en el río. Delante de Alane, una de las yeguas cayó de rodillas al tropezar con un hombre tendido en el suelo, y la muchacha que la montaba salió despedida. Se puso en pie, milagrosamente ilesa, pero la yegua había recuperado el equilibrio y se alejaba al galope. Por entonces Alane estaba al lado de la muchacha.
—¡Monta conmigo! —le gritó, e intentó reducir la velocidad de su yegua.
La muchacha dio un gran salto, quedó sentada en el lomo, se bamboleó y rodeó la cintura de Alane con los brazos. Por un momento las dos se tambalearon pero enseguida se adaptaron al movimiento del galope. Poco después los hombres habían quedado atrás y ellas se alejaban galopando río abajo por el sendero de la aldea.
Kerk aún no podía creer lo que había sucedido. ¿Quién habría imaginado que unas mujeres tuvieran el valor de hacer una cosa así? Habían cabalgado entre sus hombres a la manera implacable de una tormenta veraniega que azota un valle.
El jefe de los Redu habría estado más furioso y menos asombrado si aquella pasmosa carga hubiera causado graves daños a sus hombres. Las únicas lesiones que habían sufrido eran las producidas por los cascos de los caballos, y aunque sumaban varías costillas y brazos rotos, así como innumerables contusiones, ninguno había sufrido lesiones irreparables. Una vez hubieron pasado las mujeres, Kerk reunió a sus aturdidos hombres y los condujo hacia la cueva donde sus exploradores habían descubierto primero a las mujeres.
Habían interrumpido alguna clase de ceremonia religiosa. Kerk sabía que era eso lo que tantas mujeres debían de estar haciendo tan lejos de su campamento, y tuvo la seguridad de que así era cuando vio las lamparillas de piedra que habían dejado allí. Habían ido a celebrar una ceremonia en la cueva.
Mientras los hombres acampaban y cuidaban sus heridas, Kerk cogió una lamparilla, encendió el pábilo en una fogata y se acercó al borde de la cueva. Entonces, caminando muy despacio, empezó a seguir la corriente que serpenteaba hacia las profundidades de la montaña.
En la cueva hacía más calor y el ambiente era húmedo, con la mezcla de olores de la tierra, la piedra y el río. Al cabo de un corto trecho, el corredor por donde pasaba el río se ensanchaba, y Kerk se encontró en una gran cámara. Caminó a lo largo de las paredes, examinando las imágenes de búfalos, renos y caballos grabadas en la piedra caliza. Un signo cuyo significado desconocía se repetía una y otra vez. Se detuvo un momento, mirando con el ceño fruncido aquella P misteriosa, antes de continuar su exploración.
Una pequeña galería partía de la primera cámara, y Kerk la siguió con cautela, fijándose en las paredes para asegurarse de que sabría regresar a la entrada. Kerk llegó al final de la galería y pasó a la siguiente cámara de la cueva. Era una sala amplia y blanca, de cuyo techo y suelo brotaban las magníficas estalactitas y estalagmitas de un blanco lácteo. En la brillante cámara reinaba un silencio casi absoluto, y sólo se oía el tenue goteo de agua subterránea en algún lugar que parecía lejano.
El goteo era incesante, el aire estaba perfectamente inmóvil. El vello de la nuca de Kerk se le erizó, y de repente supo que aquél no era un lugar para hombres. Empezó a retroceder poco a poco, paso a paso. Notaba la dureza del blanco suelo bajo sus botas. Al llegar a la galería se dio la vuelta y, sosteniendo la lámpara en alto, regresó con tanta rapidez como pudo a la primera cámara.
El río rugía en su canal subterráneo. Los animales grabados en la pared le miraban con silencioso reproche. Su mente le decía: «Sal de aquí, sal de aquí.»
Kerk encontró el sendero del río y avanzó a toda prisa hacia la luz del día.
Las mujeres galoparon triunfalmente a la aldea y contaron lo ocurrido a los hombres que estaban allí.
Nardo sujetaba el cabo de su esposa mientras la escuchaba cuando Fara le dijo:
—¡Fue idea de Alane!
Nardo se quedó atónito.
—¿De Alane?
—Sa —dijo Lora, que estaba en su grupo—. Íbamos a correr más que ellos hasta el río Dorado, pero Mara dijo que no podíamos hacer eso, porque con toda seguridad los hombres irían a buscarnos al ver que nos retrasábamos tanto. Entonces Alane sugirió que pusiéramos los caballos en la formación de flecha que habéis practicado durante el verano y arrollásemos a los Redu.
Alane tenía las mejillas rosadas y le brillaban los ojos grises. Dirigió una mirada a Mara, a su rostro de expresión pétrea, y se apresuró a decir:
—Fue Mara quien cabalgó en la punta. —Miró a su marido, risueña y generosa en su momento de triunfo—. Gritaba una y otra vez: «¡Más rápido! ¡Más rápido!», y todas cabalgábamos tras ella.
Nardo sonrió por primera vez desde que recibiera la noticia de la presencia de los Redu en el Volp.
—Debéis de haberlos dejado pasmados.
Lora sofocó la risa.
—No se han enterado de lo que les pasaba, Nardo —le dijo.
Él se volvió a Mara.
—¿Seguro que estás bien, madre?
—Estoy bien —respondió ella.
Sin embargo, el rostro de Mara carecía por completo de la expresión triunfal de las demás mujeres. Nardo la miró perplejo y ella forzó una sonrisa.
—Tengo la seguridad de que a la Madre no le ha gustado que unos hombres interrumpieran sus ritos.
—Sa —dijo Lora con ardor—. Creo que estaba velando por nosotras.
Mara deslizó su mirada por el grupo de mujeres que estaban junto a sus caballos. La sensación de poder que emanaba de ellas era inequívoca. Alzó la voz.
—Creo que sólo unas mujeres del Pueblo, que siguen a la Madre, habrían sido capaz de una hazaña como la de hoy.
Fara rió y dijo:
—¡La idea ha sido de una mujer Norakamo, Mara!
—Alane ya no es Norakamo —protestó Lora—. Desde su matrimonio es una mujer del Lobo.
—Tiene el corazón y el valor de un lobo —dijo Nardo, mirando a su mujer con evidente admiración.
La alegría se reflejó en el brillante y juvenil rostro de Alane, y Mara sintió como si le retorcieran el corazón.