XVII

La Luna del Íbice se extinguió y la Luna de la Caída de la Hoja se alzó en el cielo. Empezó a nevar en los pastos de montaña más altos, y en el Valle Brillante helaba todas las noches. Había llegado el momento de que la tribu del Pueblo debía abandonar las Altas. Alane era reacia a dejar las montañas. Tenía la sensación de que nunca había sido tan feliz como durante las dos lunas pasadas. Lejos de la atmósfera sofocante de la gran casa, había podido ocuparse de su propia vivienda y cuidar de su marido como deseaba.

La vida del Valle Brillante tenía, además, la ventaja de despojar a la madre de Nardo de buena parte de su poder. En el campamento, cada pequeña vivienda era independiente. Alane temía que, cuando regresaran a la aldea, Mara volviera a afirmar su autoridad, lo que no deseaba de ninguna manera.

Pero estaban en otoño. Cierto que aún había flores en las Altas —gencianas y primaveras que habían florecido tardíamente abrillantaban las grietas de las laderas rocosas con sus azules y amarillos vívidos— pero la nieve recién caída espolvoreaba las cuestas más bajas mientras que las superiores estaban cubiertas por un manto blanco. Los ciervos regresaban a las altitudes más bajas para el apareamiento, y las ovejas de montaña estaban ya en celo.

La escarcha cubría la hierba la mañana en que la tribu inició el viaje de regreso a la aldea, y el suelo crujía bajo los cascos de los caballos a medida que avanzaban a través de los prados alpinos hacia el Paso Alto. Alane cabalgaba al lado de Nardo, y cuando pasaban por una ladera cubierta de cantos sueltos, una bandada de faisanes abandonó su refugio y huyeron cloqueando frenéticamente. Pájaro Azul se asustó y Alane sintió que su corazón se encogía, pues Nevin estaba sentado delante de Nardo, sin ninguna atadura a la yegua. Pero Nardo la dominó enseguida y Nevin seguía en su sitio cuando el animal reanudó el paso.

Nevin se echó a reír y palmoteo.

—¿No crees que el niño debería ir en la cuna de madera, Nardo? —le preguntó Alane.

—No te preocupes —replicó su marido—. Conmigo está seguro.

Alane no estaba de acuerdo.

—Creo que sería más prudente meterlo en la cuna —insistió.

Nardo pareció enojado.

—No puedes esperar que sea siempre un bebé, Alane.

—Chico grande —dijo orgullosamente Nevin, volviéndose para mirar a su madre. Nardo sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo.

En aquel momento se oyó un estrépito, un ruido que avanzaba girando por el aire como un trueno, y Alane, distraída, alzó la vista. Oyó de nuevo el estrépito. Entrecerró los ojos para protegerse del sol y exploró las cimas. Entonces los vio: dos carneros en un alto y estrecho voladizo en la pared cortada a pico que conducía al paso. Mientras Alane los observaba, los animales se echaron atrás con las cabezas agachadas, permanecieron un instante completamente inmóviles y entonces embistieron. Sus cuernos se encontraron y el estrépito resonó de una roca a otra. Los carneros retrocedieron de nuevo, esperaron y cargaron una vez más.

Nardo detuvo su caballo. Al igual que Alane, alzó los ojos hacia el combate librado en el estrecho saledizo muy por encima de ellos.

Las embestidas habían cesado; los carneros tenían las cornamentas trabadas y se empujaban con las cabezas, cada uno tratando de hacer que su adversario retrocediera. Por fin uno de los animales empezó a perfilarse como vencedor. Incluso desde su lugar de observación allá abajo, Alane pudo ver que el otro se estaba debilitando.

Entonces el vencido dobló las patas. Alane observó cómo el otro carnero se aprovechaba de su ventaja, y los dos grandes animales cornudos se debatieron desesperadamente en el estrecho espacio. Un cuerpo cayó a través del claro aire de la montaña.

Nevin lanzó un grito de consternación.

El carnero victorioso se mantenía con la cabeza alzada, como un conquistador contemplando el dominio que acababa de obtener.

—Todos los animales machos son iguales —dijo Alane disgustada—. No conocen más que el acoplamiento, la lucha y la muerte.

—Los dos querían el mismo territorio, Alane, y ninguno estaba dispuesto a cederlo —replicó Nardo. Ella se volvió y le miró a los ojos oscuros, de expresión severa—. A veces un hombre tiene que luchar para conservar lo que es suyo.

Alzó su manaza para revolver el liso cabello negro que colgaba sobre la frente de Nevin.

Alane bajó los ojos y no dijo nada.

Cuando finalizaba la Luna de la Caída de la Hoja, Kerk se dio cuenta de que no podía quedarse donde estaba para pasar el invierno. Los grandes rebaños de renos y ciervos rojos que les habían alimentado durante todo el verano habían migrado al este o el oeste a lo largo del río Estrecho, hacia los territorios del Atata o el Gran Pez y el río Dorado. Todo lo que quedaba en el campamento de verano de los Redu eran íbices, ovejas y aves, y no en cantidad suficiente para alimentar a cuatrocientos hombres.

—Tenemos que salir de aquí —dijo a su consejo de jefes secundarios cuando se reunieron en la gran cueva superior una fría y nublada mañana de otoño—. Puede que perdamos algunos hombres en el intento pero muchos más morirán de hambre si tratamos de pasar el invierno en este campamento.

Los rostros enjutos de los miembros del consejo estaban sombríos.

—Ocupan una posición muy fuerte en ambas salidas —dijo Madden con pesadumbre—. Podríamos perder la mitad de los hombres sin haber podido abrirnos paso.

Wain tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre una rodilla.

—¡Bastaría con que pudiéramos colocar algunos arqueros en las alturas por encima de ellos! —exclamó.

—Imposible —replicó Madden, sacudiendo lentamente la cabeza—. Las paredes por encima de esas barricadas son de piedra y perfectamente verticales.

Kerk se acarició el arco de la nariz y observó a sus hombres.

—Creo que probablemente se sienten muy seguros detrás de esas barricadas —dijo—, pero lo que no saben es que no todos nuestros hombres están en este campamento.

A Madden se le entrecortó la respiración al comprender de qué estaba hablando Kerk. Wain sonrió.

—Es cierto —dijo en tono triunfante—. Me había olvidado de Cuch y los cincuenta hombres con los que le enviaste a cazar para las mujeres. Si pudieran presentarse por detrás de los hombres del Pueblo que custodian el Paso del Búfalo…

—Sí —dijo Kerk alzando sus cejas negras y estrechas.

—Pero ¿cómo avisaremos a Cuch de lo que debe hacer? —preguntó irritado uno de los jefes—. ¡Estamos aquí atrapados!

—Enviaré a Paxon —dijo Kerk—. Tiene la agilidad de un íbice. Si alguien puede deslizarse fuera de este valle, es él.

Kerk no hablaba por mero orgullo paterno, y todos los demás jefes lo sabían. Las expresiones sombrías desaparecieron de sus rostros como por ensalmo.

—Es un buen plan —dijo Madden entusiasmado—. Si Cuch y sus hombres sorprenden a los que están en las barricadas mientras nosotros los atacamos por delante, serán nuestros.

—Sí —repitió Kerk, así será.

Seguros detrás de sus barricadas, los hombres del Pueblo contemplaban con satisfacción los rebaños de renos que migraban hacia el oeste por la ruta del río. Pero a medida que los días se hacían más fríos y los rebaños bajaban en número cada vez mayor a las altitudes inferiores, Nardo empezó a preocuparse. Sabían que los Redu no permanecerían en el campamento todo el invierno para morirse de hambre sin hacer primero un intento serio de romper el bloqueo.

«¿Qué haría yo si fuese el jefe de los Redu?»

Nardo se planteó esta pregunta una tarde, cuando estaba en el sendero del río, mirando al este, hacia el campamento de los Redu atrapados. «No puedo permitirme cometer otro error —pensó—. Si logran eludir nuestra vigilancia, la aldea estará condenada.»

—¿Por qué estás tan ceñudo, Nardo? —preguntó Dane. Nardo no volvió la cabeza cuando su amigo se detuvo a su lado en el sendero—. Creo que es el jefe de los Redu quien debería estar preocupado, no tú.

—Estará planeando algo —respondió Nardo—. Sólo estoy tratando de imaginar qué puede hacer.

—Tratará una vez más el bloqueo —dijo Dane con seguridad.

Nardo refunfuñó, y entonces alzó la cabeza y examinó las paredes de roca cortadas a pico de la garganta.

—Es imposible que los Redu puedan escalar estas paredes, Nardo —le aseguró Dane—. Y no pueden atacarnos por la espalda. Eso es imposible.

—Eso es lo que deben hacer —musitó Nardo—. Atacarnos por la espalda.

—No pueden —dijo Dane en tono tajante—. Toda la tribu ha caído en nuestra trampa.

—¿Las mujeres también? —le preguntó Nardo de repente.

—¿Qué quieres decir?

—Las mujeres. —Nardo giró sobre sus talones y miró fijamente a Dane con una expresión de alarma—. No llevaban a sus mujeres cuando cruzaron el Paso del Búfalo.

Dane estaba perplejo.

—Es cierto. Probablemente enviaron a buscarlas después de haber asegurado el campamento.

—Levantamos barricadas en el Paso del Búfalo al cabo de unos días, Dane. ¡No pudieron tener tiempo de llamar a sus mujeres!

Dane frunció el entrecejo.

—No comprendo lo que me estás diciendo, Nardo.

—Estoy diciendo que si dejaron a sus mujeres atrás, también deben de haber dejado algunos de sus hombres. Ningún jefe dejaría a sus mujeres y niños completamente desprotegidos.

—Es cierto… —Dane aún no comprendía.

—¿No te das cuenta? —le dijo Nardo—. ¡Nat tiene al enemigo a sus espaldas y no sólo delante de él, y no lo sabe!

Por fin Dane comprendió la situación.

Dhu. —Miró a Nardo horrorizado—. ¿Qué podemos hacer?

—Enviar algunos hombres en busca de las mujeres Redu. ¡Y rogar a la Madre que no sea demasiado tarde!

Paxon tardó una semana en llegar al campamento de las mujeres. Hubo momentos en los que creyó que no lo conseguiría. Tenía las uñas rotas, las manos le sangraban y sus pies estaban amoratados tras escalar los riscos rocosos que encerraban los valles de los campamentos de verano. Pensó que la mayoría de los hombres Redu serían incapaces de semejante escalada. ¡Era preciso que rompieran el bloqueo del maldito campamento a través del Paso del Búfalo!

Cuch, el jefe secundario encargado del campamento de las mujeres, se horrorizó al ver el estado en que se encontraba Paxon cuando llegó tambaleándose. Le habían recogido varios hombres junto al río y casi habían tenido que llevarle en brazos, por el empinado sendero, hasta la gran cueva que en el pasado sirvió como lugar de reunión para los hombres del Pueblo del Atata y que ahora era el refugio de los Redu.

Paxon no tardó mucho en explicar la gravedad de la situación.

—Kerk dice que debemos ir por detrás de los hombres que vigilan la barricada del paso —concluyó—. Kerk estará a punto en el otro lado, y cuando oiga sonar nuestros cuernos de guerra y sepa que ha comenzado el ataque por la retaguardia, entonces atacará de frente.

—¿Y qué hacemos con las mujeres y los niños? —inquirió Cuch—. ¿Los dejo aquí sin protección?

Paxon asintió. Su semblante juvenil estaba ensombrecido como nunca.

—Podrán arreglárselas durante un corto tiempo, y nosotros necesitaremos a todos los hombres que podamos reunir.

—De acuerdo —convino Cuch—. Reuniré a los hombres y les hablaré.

—Si nos marchamos mañana por la tarde, llegaremos al pie del paso cuando anochezca. Podemos dormir unas horas y estar preparados para subir a lo alto del paso y atacar al amanecer. Es vital que los cojamos desprevenidos.

—¿Ése es el plan de Kerk?

—Puedes estar seguro.

—Muy bien —dijo Cuch—. Entonces lo seguiremos.

Nardo y los hombres del Pueblo esperaban a los Redu en una zona al sur del lugar donde las aguas del río Estrecho alimentaban las del Atata. En aquel punto la ladera empinada de una colina llegaba al borde del sendero fluvial, y en lo alto de esa colina estaban apostados los hombres de Nardo. El día anterior había descubierto dónde acampaban las mujeres y niños de los Redu así como el número de hombres que estaban con ellos.

—¿Y si no vienen por este camino? —preguntó Varic cuando Nardo les expuso su plan—. No puede haber habido ninguna comunicación entre esos hombres y los que están en el campamento de verano. ¿Cómo sabrán que el resto de su tribu ha caído en una trampa?

—Eso no pueden saberlo, naturalmente —replicó Nardo—, pero supongo que se preguntarán por qué no reciben ninguna noticia de su jefe y enviarán hombres para establecer contacto con él. La verdad es que me sorprende que no lo hayan hecho todavía.

Los hombres del Pueblo sólo tuvieron que esperar dos días antes de que Dane llegara al galope con la noticia de que habían avistado al grupo de arqueros Redu que avanzaban por el Atata.

Nardo exhaló un hondo suspiro de alivio. No era demasiado tarde.

—No podemos darles la oportunidad de usar los arcos —dijo con vehemencia a los hombres reunidos en torno a él—. Si empleamos la formación que hemos practicado este verano y atacamos el centro de sus filas, estaremos demasiado cerca para que usen sus arcos, mientras que nuestra posición será buena para emplear las hachas.

Atardecía y un viento frío soplaba desde las Altas y rizaba las aguas del río. Los hombres del Pueblo se calentaban los dedos con el aliento mientras disponían los caballos en forma de flecha, como Nardo quería. Habían practicado aquella clase de carga una y otra vez en las pedregosas colinas del Valle Brillante, y tanto los caballos como los hombres sabían lo que se esperaba de ellos.

Aguardaron, Nardo en el vértice de la V invertida, cincuenta caballos y sus jinetes exactamente en posición, esperando la señal para iniciar su raudo descenso. Nardo notaba la excitación de Pájaro Azul y sabía que la yegua estaba reaccionando a la tensión que percibía en él. Le dio unas palmaditas en los cuartos delanteros, le musitó unas palabras de sosiego y respiró lentamente, procurando relajar sus músculos.

«Espera —se decía—. Espera. Es vital no emprender la carga demasiado pronto.»

Los caballos, adiestrados desde que empezaron a montarlos para mantenerse quietos durante la caza del reno, permanecían inmóviles como estatuas detrás de los arbustos de enebro entre los que se ocultaban en la ladera de la colina. La formación cerrada había sido planeada con mucho cuidado, de modo que cada caballo estuviera rodeado de animales conocidos y no sintieran la tentación de dar coces o morder.

Los Redu, que marchaban en columna de cuatro en fondo, los grandes arcos colgados al hombro, doblaron la curva de la colina y aparecieron bajo los ojos de los jinetes inmóviles. Nardo esperó todavía. Varic, que le flanqueaba por la izquierda en la cuña, le siseó furioso:

—¿Hasta cuándo vas a esperar?

Nardo no le hizo caso, prolongó la tensión unos segundos más y entonces alzó la mano. Un águila dorada, con sus plumas encrespadas por el frío viento, se alzó de su nido en lo alto de la colina y remontó el vuelto en el cielo gris. Nardo bajó la mano y cincuenta caballos con sus jinetes avanzaron como una ola.

El furioso descenso por la cuesta iba ganando ímpetu a cada paso. La colina era tan empinada que los caballos casi estaban sentados sobre sus grupas, pero mantuvieron la formación al tiempo que se abalanzaban estrepitosamente.

La sorpresa de los Redu fue total. Volvieron las cabezas alarmados al oír el ruido atronador de la carga. Paxon, que iba en la línea delantera, fue el primero en comprender lo que ocurría y trató de empuñar su arco, pero ya era demasiado tarde. Los jinetes chocaron violentamente con la columna de los Redu.

La embestida derribó a toda la parte central de la columna. Paxon vio horrorizado cómo el hombretón de negra cabellera que montaba el caballo gris e iba al frente de la carga golpeaba con su hacha la cabeza desprotegida de Cuch. Brotó la sangre, Cuch cayó y el hombre de negra cabellera empezó a guiar su caballo entre las filas desorganizadas de los Redu, golpeando con su hacha en un movimiento que tenía forma de ocho y derribaba a los hombres a su alrededor. Los jinetes empezaron a avanzar por el camino del río, todos ellos usando sus hachas de manera similar a la de su jefe.

Morirían todos si se quedaban en aquel sendero.

—¡El río! —gritó Paxon al hombre que tenía más cerca—. ¡Tratad de cruzar el río!

Se abrió paso fuera del sendero y bajó por la orilla hacia las frías aguas del Atata.

El agua le llegaba a los tobillos cuando oyó el ruido atronador de unos cascos detrás de él. Soltó una maldición y vadeó más lejos, pues necesitaba una profundidad mayor para sumergirse. El instinto le hizo volverse en el momento en que un hacha bajaba hacia su cabeza. Se agachó, el hacha no le alcanzó la cabeza pero sí el hombro, y sintió un dolor intenso en todo el brazo. Se dio la vuelta porque no quería morir dando la espalda al enemigo. El hombre de la negra cabellera se alzaba por encima de él, con el hacha en alto.

—¡Cobarde! —le gritó Paxon en la lengua del Pueblo—. ¡Baja del caballo y lucha cara a cara!

El brazo de Dane se detuvo a medio camino.

—¡Hablas mi lengua!

Sa —dijo Paxon—. Hablo tu lengua.

El agua sólo le llegaba a las rodillas. Había tenido la mala suerte de que en aquel lugar el fondo del río descendía de una manera muy gradual. La yegua hinchaba los ollares al aspirar el aire, y Paxon le veía las venas que resaltaban en el sudoroso cuello gris. El jinete había bajado el hacha. Paxon midió la distancia que le separaba del hombre montado. Si pudiera derribarle de un empujón y montar él…

El Redu se abalanzó contra el jinete. El caballo saltó casi en el mismo momento en que el hombre que estaba en el río hizo ese movimiento brusco, y Paxon cayó de rodillas en el agua fría. Alzó el brazo instintivamente para protegerse la cabeza. La yegua bufaba y daba coces al agua, llena de excitación. El hombre que la montaba habló fríamente:

—Creo que mi jefe querrá hablar contigo. Arroja tus armas al río y ven conmigo.

Nardo se hallaba en el centro de un grupo de guerreros victoriosos que reían llenos de júbilo cuando Dane se aproximó con su prisionero. Las risas cesaron de repente en cuanto los hombres del Pueblo vieron al Redu.

—¿Es que te has vuelto loco, Dane? —preguntó Varic—. ¿Qué estás haciendo con él?

Dane hizo caso omiso del jefe del clan Águila y se dirigió a Nardo.

—Habla nuestra lengua y he pensado que te parecería útil.

Nardo se puso delante de Paxon. El jefe del Pueblo era mucho más alto y corpulento que el delgado joven Redu, pero Paxon miró con altivez al gigante manchado de sangre y no mostró ningún signo de temor.

—¿Me comprendes? —le preguntó Nardo.

Sa —respondió Paxon entre dientes—. Te comprendo.

Nardo miró a Dane.

—Podemos usarle para comunicarnos con las mujeres Redu —le dijo—. Has hecho bien al dejarle con vida.

Las palabras de Nardo afilaron la expresión del prisionero.

—¿Ahora iréis por nuestras mujeres?

—No puedo abandonarlas —respondió Nardo con aspereza—. Si hago eso se morirán de hambre.

El semblante de Paxon revelaba claramente lo que pensaba: morir de inanición sería preferible a una visita de los hombres del Pueblo pero se mordió la lengua.

Encontraron a las mujeres y niños de los Redu en el campamento principal de la tribu del Atata. Las cabañas del Pueblo estaban encaramadas en lo alto de un risco desde donde se dominaba el valle, por lo que las mujeres vieron con bastante anticipación que se acercaban los hombres a caballo. Cuando Nardo y sus hombres subieron por el camino del risco y llegaron al campamento encontraron las cabañas vacías, pero el llanto de un niño les indicó que los habitantes estaban escondidos en la gran cueva.

—Diles que salgan —ordenó Nardo a Paxon, y el Redu hizo a desgana lo que le pedían.

Lenta y temerosamente las mujeres y los niños de los Redu que se hallaban en el campamento principal salieron de la cueva y se congregaron en el espacio abierto que se extendía delante. Algunas de las mujeres gemían de terror y todos los niños se acurrucaban al lado de sus madres, buscando consuelo en los vientres y los senos maternos. Esa escena hizo que Nardo recordara vívidamente una ocasión casi idéntica, cuando en aquel mismo lugar tuvo que decir a las mujeres del Pueblo del Atata que sus hombres habían caído en combate. Con el semblante muy sombrío, se volvió hacia Paxon y le ordenó:

—Diles lo que les ha ocurrido a sus hombres.

Paxon le obedeció, con una expresión desolada, y los lamentos de las mujeres se elevaron al cielo.

Nardo tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima del ruido que armaban las mujeres.

—Diles que no tengan miedo, que los hombres del Pueblo no guerrean con las mujeres y los niños. No les haremos ningún daño.

Paxon le dirigió una mirada incrédula. Se había hecho pocas ilusiones acerca del destino de aquellas mujeres. En su tierra la violación había sido tradicionalmente uno de los botines de guerra.

—Díselo —le ordenó Nardo severamente.

Paxon aspiró hondo y habló de nuevo. Cuando hubo terminado, las mujeres parecían tan incrédulas como él mismo.

—Qué escena tan lamentable —le musitó Dane a Nardo.

—Lo sé —replicó Nardo—. Imagina lo que sus hombres les harían a nuestras mujeres si la situación estuviera invertida.

Paxon escuchó este intercambio y frunció el entrecejo, perplejo. Miró al grupo de hombres del Pueblo, cuyo dominio de sí mismos era evidente, y preguntó a Nardo con auténtico interés:

—¿Qué vas a hacer con ellas?

—No puedo dejarlas aquí —respondió Nardo a regañadientes—. Sin hombres que cacen para ellas, se morirán de hambre. Tampoco puedo llevarlas a mi aldea pues ya tenemos con nosotros a las mujeres y niños del Pueblo del Atata cuyos hombres murieron en la batalla contra vosotros. Tendré que enviarlas al este, fuera de las montañas, hacia las planicies. Hay muchas tribus que comercian con el otro lado del mar. Las mujeres les serán útiles.

Paxon se sintió presa de la cólera.

—¿Vas a dar las mujeres Redu a otras tribus para que… comercien?

La mirada de los ojos oscuros de Nardo fue tan inflexible como su voz.

—¿Prefieres que las mate ahora mismo? Ésa es la alternativa que me das, hombre de los Redu. No voy a dejarlas aquí para que se mueran de hambre. O bien acabo con ellas ahora mismo o bien las envío a las planicies.

—¿La alternativa que te he dado? —replicó Paxon, indignado—. ¡Ésa no es mi alternativa, hombre del Pueblo!

Hubo un momento de silencio durante el cual el prisionero Redu pensó que aquel joven jefe era tan intimidante como el mismo Kerk.

—Vosotros las habéis puesto en peligro al traerlas a una tierra que no os pertenece. Vosotros me habéis obligado a tomar una decisión sobre las mujeres y los niños que nunca hubiera querido tomar, y confío en que la Madre me perdone por ello.

Paxon no pudo responder nada a estas palabras, por lo que se volvió hacia las mujeres y les dijo cuál era su destino. Las mujeres reanudaron sus lamentos y llantos, aunque con menos intensidad que antes, y Paxon comprendió que en el fondo se habían dado cuenta de que las cosas podrían haber sido mucho peores.

Nardo envió treinta de sus hombres para que escoltaran a las doscientas mujeres y niños desde las montañas a la llanura. Con la esperanza de reconciliarse con Varic, le puso al frente del grupo y le dio la mayor parte de los caballos de refresco, por lo que sólo veinte hombres del Pueblo cabalgaron aquella fría tarde de fines de otoño por el sendero río arriba hasta la aldea. Veinte hombres del Pueblo y Paxon.

Ya estaban cerca de la aldea cuando salió a su encuentro un animal que parecía un lobo frenéticamente exaltado. Los Redu no tenían perros y al principio Paxon creyó que le estaban atacando. Cuando Nardo se echó a reír, desmontó de un salto y se agachó para abrazar rudamente al animal, Paxon se dio cuenta de que el perro era manso.

Samu te ha echado de menos —dijo Dane, que cabalgaba a la derecha del Redu.

Paxon miraba con asombro al hombre y el perro, el cual estaba tan excitado que no podía estarse quieto y daba vueltas una y otra vez alrededor de las piernas del hombre. Nardo daba palmaditas en cualquier parte del agitado animal donde podía poner las manos.

—Confiemos en que nuestras mujeres nos hayan echado tanto de menos como Samu añoraba a Nardo —dijo otro hombre, y todos se echaron a reír.

Nardo dio al perro una última palmada y se levantó. De un salto montó de nuevo en el lomo de Pájaro Azul y el grupo de veintiún hombres, cuarenta y dos caballos y un perro volvió a ponerse en marcha. Al doblar un recodo del río, Paxon vio a un grupo de mujeres y niños que les daban la bienvenida, acompañados por varios cachorros que no cesaban de brincar. Los agudos ladridos de los cachorros y los gritos de los niños formaban una algarabía ensordecedora. Paxon contempló con asombro a la multitud que avanzaba hacia ellos y, lleno de curiosidad, deslizó su mirada por los alegres rostros de las mujeres y los niños.

Se fijó en una mujer joven que estaba a corta distancia detrás del grupo, que corría con tanta elegancia y ligereza como una cierva, con su reluciente cabellera de color rubio como el trigo ondeando detrás de ella. Cuando Paxon vio su rostro, sintió que le faltaba el aliento. La mujer tenía los ojos fijos en algún punto a la izquierda de Paxon y, al mismo tiempo que éste se daba cuenta de que necesitaba aire, ella se detuvo. Tenía delante una agitada y ruidosa muchedumbre formada por los familiares que se reunían, pero se mantuvo aparte, esperando.

Paxon ni siquiera vio al hombre que se abría paso hacia ella a través de la gente. Siguió sentado en su caballo, mirándola, hasta que de repente desapareció bajo el abrazo de un hombre enorme.

«Nardo —se dijo Paxon, desconcertado—. Pertenece a Nardo.»

Sus ojos estaban fijos en la pareja pero lo único que podía ver de momento era la ancha espalda de Nardo. Pareció transcurrir una eternidad hasta que el hombre apartó los brazos, alzó la cabeza y la joven apareció de nuevo. Paxon vio que miraba alrededor, al pequeño número de hombres que habían llegado, y luego a Nardo. Movió los labios. El hombre le respondió sacudiendo la cabeza y entonces se volvió hacia la multitud detrás de él.

—Todos nuestros hombres están sanos y salvos —dijo Nardo, alzando la voz para hacerse oír por encima del estrépito de la gente y los cachorros—. He enviado a Varic y la mayoría de los hombres que me acompañaron para que escolten a las mujeres y niños Redu fuera de nuestras montañas. Los hombres que protegían a las mujeres han muerto, y los demás siguen atrapados en el campamento de verano. La aldea está a salvo.

Mujeres y niños gritaron de entusiasmo. Nardo deslizó un brazo sobre los hombros de la joven que debía de ser su esposa y se encaminó a Paxon, el único hombre que montaba todavía su caballo. Por la mente del Redu cruzó brevemente el pensamiento de que aquélla era su oportunidad de huir, pero tenía las manos atadas y no podía apartar los ojos de la mujer de Nardo. Se detuvieron a corta distancia de él y la joven le miró.

—¿Es uno de ellos? —preguntó a Nardo.

Su voz era más profunda de lo que Paxon había esperado. La brisa le alzaba la cabellera y varías largas hebras plateadas se engancharon en la manchada manga de piel de gamo de Nardo.

Sa. Habla nuestra lengua, Alane. Por eso lo he hecho prisionero. Fue útil para comunicarnos con las mujeres Redu y volverá a sernos de utilidad si alguna vez tenemos que comunicarnos con sus hombres.

Paxon comprendió que el otro creía estar fuera del alcance de su oído.

—Parece muy joven —dijo la mujer.

—Es peligroso —replicó Nardo, y de pronto se dio cuenta de que Paxon no estaba custodiado—. Demasiado peligroso para dejarlo solo de esa manera.

Nardo se adelantó para coger el ronzal del caballo que montaba Paxon. La joven le siguió.

—¡Mano! —gritó Nardo, y un hombre llegó corriendo—. Sujeta a Piedra Gris hasta que nos ocupemos de este Redu —le ordenó.

La muchacha había llegado al lado de su marido y, sintiéndose segura, miró a Paxon. Éste vio que tenía los ojos grises y claros como un arroyo de montaña entre largas y oscuras pestañas. Supo que nunca volvería a ver un rostro tan hermoso como aquél. Le sonrió.

Los ojos grises se ensancharon. Un leve arrebol coloreó sus pómulos. Desvió la vista de él y se dirigió a su marido.

—¿Es necesario tenerle atado, Nardo?

Sa —respondió él sombríamente.

Una ráfaga de viento del oeste sopló en el valle, y el cabello de la mujer le cubrió el rostro. Se lo apartó.

—Me estaba secando el pelo al sol cuando oí que regresabas —dijo—. Ni siquiera me detuve a trenzarlo.

Nardo deslizó su manaza entre la sedosa cabellera.

—Me gusta así.

Ella arrugó la nariz.

—No tienes el menor sentido de la decencia.

Al hombre le brillaron los ojos y sonrió. Paxon miraba fijamente el rostro súbitamente transformado del jefe del Pueblo.

—¿Qué quieres que hagamos con este Redu, Nardo? —preguntó Mano.

El jefe desvió de mala gana su atención de la mujer.

—Veré si tenemos una cabaña vacía.

—No disponemos de ninguna cabaña vacía —le informó la joven en tono tajante—. Con la llegada de las mujeres y niños del Atata todas nuestras casas se llenaron.

Nardo deslizó la mirada por la aldea.

—Entonces usaremos la cabaña de Nessa —decidió—. Adun ha ido con las mujeres y niños Redu, y Nessa y sus hijos pueden dormir de momento en la casa de mi madre.

—De acuerdo —dijo Mano. Miró a Paxon y le gritó—: Baja de ahí.

Paxon desmontó y notó que las rodillas se le doblaban cuando sus pies tocaron el suelo.

—Pobre muchacho —dijo una voz suave.

—No es ningún pobre muchacho, Alane —replicó Nardo con impaciencia—. Es un Redu y probablemente ha matado a un puñado de hombres del Pueblo en la batalla.

Paxon no pudo resistirse. Volvió su nariz arrogante hacia Nardo, enseñó los dientes y dijo:

—Dos puñados.

Nardo no dijo nada, se sacó la jabalina corta sujeta bajo el cinto y la tendió a Mano. Éste apuntó con la jabalina a Paxon e hizo un gesto. Paxon dio la espalda al jefe del Pueblo y su esposa y echó a andar en dirección a lo que parecía una aldea permanente.

Pensó que la mujer se llamaba Alane.

Transcurrieron los días y las semanas. El tiempo se hizo más frío y el hambre de los Redu fue en aumento. Finalmente Kerk Se vio obligado a admitir que Paxon no había podido llegar al campamento de las mujeres.

—Debe de haberse caído —dijo Madden—. Paxon era un buen escalador, pero no un íbice.

El uso que hacía Madden del tiempo pasado indicaba con más claridad que cualquier otra cosa lo que creía que le había sucedido a Paxon. Kerk sintió un dolor intenso y miró con fijeza sus piernas cruzadas para ocultar el rostro.

—Algo le ha ocurrido —admitió por fin—. De lo contrario habría vuelto aquí, o Cuch estaría atacando el Paso del Búfalo. —Hizo una pausa y su mirada se deslizó de un jefe secundario a otro—. Parece que no podemos confiar en la ayuda del exterior.

Los hombres se habían reunido en la cueva superior, cuya elevada situación en el risco les ofrecía una buena vista de la cinta fría y gris que era el río Estrecho y de las montañas que se alzaban al otro lado del valle. Habían encendido una fogata, y las pieles que colgaban ante la boca de la cueva habían sido apartadas a un lado para que saliera el humo.

—No sería la primera vez que resistimos una época de hambre —dijo resueltamente uno de los jefes.

Kerk sacudió la cabeza.

—No tenemos reservas de grano y frutos secos. Casi hemos agotado las de pescado seco y carne ahumada. Aquí no hay suficiente caza para mantenernos con vida hasta la primavera. No nos enfrentamos sólo a una época de hambre sino a morir de inanición.

—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó Wain con colérica desesperación.

—Es preciso que salgamos de aquí —replicó Kerk.

Los hombres miraron fijamente el severo rostro aguileño de su jefe. Madden rompió el silencio.

—¿Cómo? —preguntó—. Si Paxon no pudo conseguirlo, ¿cómo vamos a escalar nosotros esas alturas?

—Paxon fue hacia el sur —replicó Kerk—. Nosotros intentaremos cruzar las montañas por el norte.

—Está nevando —observó en voz baja uno de los miembros del consejo, y todos los hombres se volvieron para mirar la boca de la cueva. Era la primera nieve que caía en su campamento.

—¿Acaso tenemos elección? —preguntó Kerk a su consejo—. O nos quedamos aquí y morimos de hambre, o nos arriesgamos a salir de esta trampa.

—Quizá sería mejor tratar de abrirnos paso a través de las barricadas —dijo Wain.

—Nos harían pedazos —replicó Kerk—. Prefiero enfrentarme a esas montañas.

Una gélida y nublada mañana a mediados de la Luna Cuando el Reno Pierde Sus Astas, Kerk condujo a sus hombres hacia el norte a través de los parajes desconocidos de las montañas que rodeaban el campamento de verano del Pueblo. No tenían más alimento que un poco de carne picada y mezclada con grasa, pero eran unos hombres de fortaleza extraordinaria que se habían pasado la mayor parte de sus vidas a la sombra del hambre y la muerte. Sin una sola queja, se colgaron los arcos del hombro y volvieron la cara hacia el viento del norte. Sabían que debían escalar las montañas o morir.

La tribu cruzó el río Estrecho por un vado situado un poco al este de su campamento y emprendieron la ascensión que los alejaba del valle. La primera parte de la escalada no fue demasiado difícil. En algunos lugares tuvieron que subir gateando hasta encontrar un asidero, pero la capa de nieve en las vertientes más bajas era todavía muy delgada. Cuando oscureció pudieron acampar en varios voladizos, y cada hombre se arrebujó en sus pieles y durmió un poco.

Por la mañana les despertó el sonido del viento que aullaba entre las ramas superiores de los pinos con un sonido áspero y colérico. Mientras tomaban su magro desayuno, empezó a nevar.

Kerk sabía que no tenían más alternativa que seguir adelante. Con los ojos semicerrados para protegerlos de la intensa nevada, los hombres reanudaron la penosa ascensión. La cuesta se hizo más empinada, los ventisqueros eran cada vez más profundos y el avance se hacía desesperadamente difícil. No pasó mucho tiempo antes de que la única manera posible de avanzar fuese a gatas. La carga más pesada recaía en los que iban en cabeza, los cuales, además del esfuerzo de la ascensión, tenían que abrir un sendero a través de la nieve cada vez más espesa. Los que gateaban extenuados detrás de ellos por lo menos tenían un camino que seguir. Tal era la dificultad de los que iban en cabeza que Kerk se vio obligado a sustituirlos cada cincuenta metros.

Fue una casualidad que la vertiente elegida por Kerk condujera a un paso. Cuando llegaron a lo alto, el viento rugía entre los riscos y las partículas de nieve endurecida les azotaban el rostro, pero Kerk supo que el dios que le había encaminado por aquella ruta les había salvado la vida. De haberse encontrado en lo alto con una barrera de rocas infranqueable, habrían perecido.

Una vez rebasado el paso, el descenso fue casi tan difícil como lo había sido la subida. La nieve amontonada era más profunda en aquel lado de la montaña, y los hombres estaban exhaustos. Kerk ordenaba un alto cada media hora, y los hombres se dejaban caer en la nieve para recobrar su energía. Bajaban cojeando, pesadamente, dando traspiés y resbalando. Cuando hubieron descendido por debajo de la nieve, llegando a una pendiente con hierba y cantos rodados, los hombres se encontraban en el límite de su resistencia. Desenrollaron casi maquinalmente sus pieles y se tendieron a dormir.

Dos días después, los exploradores Redu informaron a Kerk de que habían descubierto un pequeño río. Como todos los cazadores sabían, donde había agua era probable que hubiera caza. Kerk y sus hambrientos seguidores se colgaron los arcos del hombro y se encaminaron hacia el río Volp, donde estaba situada la Cueva Sagrada de las mujeres del Pueblo.