XVI

—Ahora quizá te escucharán —le dijo Alane.

Era muy tarde y Nardo por fin se había retirado a su tienda para dormir. Los jinetes y caballos del campamento de verano habían llegado a la aldea tras la puesta de sol y dedicaron las horas siguientes a llevar los animales a pastar.

—De no ser por ti, todo el campamento habría caído en una emboscada —siguió diciendo Alane—. Estoy segura de que ahora los hombres te verán como el jefe que eres.

—Valiente jefe —replicó Nardo con amargura—. Todo lo que he hecho hasta ahora es ponerme ante ellos para huir.

—No tienes la culpa de eso. Si te hubieran escuchado habrías podido impedir que los Redu cruzaran el Paso del Búfalo.

Nardo soltó un gruñido y se tendió junto a ella sobre las pieles de dormir. Se cubrió la frente con un brazo y contempló la oscuridad por encima de él.

—He cometido un gran error al permitir que tomaran el campamento de verano —le dijo—. No me di cuenta de la gravedad del error hasta que era demasiado tarde. Ese lugar está protegido por completo, Alane, es un reducto perfectamente seguro. La aldea no será tan fácil de asegurar, ni mucho menos, como lo habría sido el campamento de verano.

—¡No ha sido un error tuyo! —exclamó ella, vehemente en su defensa—. ¡Querías asegurar el paso pero la tribu se negó a escucharte!

—Debería haberme apostado en el otro lado del paso. Eso nos habría dado tiempo para levantar la barricada. —La cólera enronquecía su voz—. Me quedé donde estaba porque había agua para los caballos pero me equivoqué, y no puedo permitirme esa clase de errores.

—Si la tribu te hubiera escuchado y apostado el número de hombres que querías en el paso, los Redu no lo habrían atravesado —repitió Alane.

Él exhaló el aire con un largo sonido siseante.

Dhu, ¿qué vamos a hacer ahora?

—¡Basta de batallas! —se apresuró a decir Alane.

Él se rió amargamente.

—Basta de batallas —convino.

—¿Por qué no podéis hacerles lo mismo que los Norakamo hicieron con los Devoradores de Caballos? —le preguntó Alane—. ¿Tender emboscadas a sus partidas de caza?

—Podríamos haber hecho eso cuando todavía estaban en el valle del Atata pero en el campamento de verano están protegidos. La única manera de entrar en la zona es el sendero del río, y estoy seguro de que el jefe de los Redu no descuidará la vigilancia de una forma tan estúpida como lo hice yo.

—Estas recriminaciones están resultando un poco aburridas, Nardo —le dijo Alane en tono áspero.

Notó que él se ponía rígido y entonces, de improviso, se echó a reír. Le cogió la mano.

—Tienes razón. He de pensar en lo que debemos hacer en el futuro, no en lo que ya hemos hecho.

Se llevó la mano de Alane a los labios y la retuvo allí, reflexionando en silencio.

—Podrías llamar a Rune —tanteó ella—. Dijo que te ayudaría.

—Hummm.

Samu, que había acompañado a Nardo, roncaba ligeramente en el rincón. Nevin, en su nido al otro lado de su madre, dormía a pierna suelta. Con excepción de los guardianes que Nardo había apostado junto al río, la aldea entera descansaba.

—Si no podemos entrar en el campamento de verano —dijo finalmente Nardo— eso significa que tampoco los Redu pueden salir. —Alane permanecía en silencio, notando el movimiento de su boca en la palma mientras él pensaba en voz alta—. Si envío un grupo de hombres río Atata abajo para proteger el Paso del Búfalo por el otro lado, y si protegemos el camino del río desde este lado…

Ella habló en voz baja para no despertar al bebé.

—Estarán atrapados.

—Sí, estarán atrapados, y los rebaños no se quedan en los pastos altos del río Estrecho durante el invierno, sino que viajan río Gran Pez arriba hasta el río Dorado. —Besó con fuerza la palma de su mujer—. Dhu, Alane. ¡Los tendremos cogidos!

Su tono hizo sonreír a Alane.

—Esta vez podrás levantar barricadas con suficiente antelación —le dijo.

Ella vio el destello de sus dientes blancos en la oscuridad.

Dhu, en vez de empeñarme en evitar que los Redu llegaran al campamento de verano, ¡tenía que haber tratado de atraerlos ahí!

—No estoy de acuerdo, Nardo —replicó Alane con firmeza—. Me sentía mucho más segura cuando estaban en el lado del Paso del Búfalo correspondiente al Atata.

—Nunca se habrían quedado en los cazaderos del Atata, pues no hay caza suficiente en el valle para mantener a una tribu tan grande. —La rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí—. Eres mi mejor consejera, Alane.

Ella apoyó la cara en su ancho hombro para que él no pudiera ver su sonrisa.

Alane no se había equivocado, y el respeto de los hombres hacia los juicios de Nardo había ido en aumento. Esta vez no pusieron ninguna objeción cuando él propuso el bloqueo de las dos salidas del campamento de verano. Y cuando Mano dijo con vehemencia: «Si la tribu te hubiera escuchado, Nardo, los Redu no estarían ahora cazando en nuestro campamento de verano», los demás miembros del consejo asintieron. Tan sólo Varic se hizo notar por el silencio que mantenía.

—Tenías razón y nosotros estábamos equivocados —dijo Nat—. Si te parece bien, Nardo, iré con los hombres del Clan del Oso a proteger el Paso del Búfalo desde el lado del Atata. —Su rostro fuerte y cuadrado adoptó una expresión severa—. Y esta vez lo haremos bien.

—Confiaré con gusto esa tarea a los hombres del Oso —dijo Nardo—. No creo que los Redu intenten abandonar el campamento de verano hasta que las manadas empiecen a migrar pero lo más prudente será que aseguremos ya el paso.

—No discutiré contigo, Nardo —dijo Nat.

Nardo miró a Varic antes de poner brevemente la mano sobre el hombro de Nat, con un gesto amistoso.

—A continuación —dijo al grupo de hombres sentados en círculo a su alrededor bajo el cielo azul claro— debemos decidir qué hacemos respecto a nuestra propia situación. No hay suficiente caza alrededor de la aldea para alimentarnos a todos.

Varios hombres evidenciaron su acuerdo con gruñidos.

—Tampoco hay suficiente pasto para el número de caballos que tenemos aquí ahora —dijo Freddo.

—Sugiero que enviemos los caballos, las mujeres y los niños a pasar lo que queda del verano en el Valle Brillante —replicó Nardo—. En las Altas hay caza y pastos en abundancia. Aquí sólo será necesario mantener los hombres y caballos suficientes para bloquear el camino del río si llega a ser necesario.

Se hizo una pausa de silencio mientras los hombres intercambiaban miradas. Finalmente Varic dijo en tono irritado:

—Eso no les gustará a las mujeres. Jamás abandonan la aldea.

—Si quieren comer tendrán que moverse —razonó Nardo—. Las mujeres Norakamo cambian de campamento con sus hombres continuamente. Si ellas pueden hacerlo sin duda también podrán las mujeres del Pueblo.

Al oír mencionar a los Norakamo, Varic apretó los labios. Los demás hombres volvieron a intercambiar miradas.

—Nardo tiene razón —dijo Mano—. Si perdemos el campamento de verano, tendremos que recurrir a los pastos del Valle Brillante. Y las Altas están demasiado lejos para poder enviar desde allí comida a la aldea.

Ninguno de los hombres parecía satisfecho pero ni siquiera Varic discrepó.

A Mara no le hizo ninguna gracia la idea de trasladarse a las Altas para pasar allí el resto del verano.

—¿Por qué no podemos alimentarnos de pescado? —le preguntó a su hijo cuando éste le comunicó la noticia—. Todavía hay muchos salmones en el río Gran Pez.

—No los suficientes para toda la aldea —replicó Nardo—. Aquí hay demasiada gente, madre, demasiadas bocas que alimentar. Recuerda que hemos de ocuparnos de las mujeres y niños del Atata además de los nuestros. Sin la carne del campamento de verano, no habrá suficiente comida.

No cometió el error de poner a las mujeres Norakamo como ejemplo ante su madre, y tras repetir una y otra vez lo difícil que iba a resultar aquello, Mara acabó accediendo al traslado.

Sin embargo, una cosa era que aceptase abandonar la aldea y otra muy distinta elegir las pertenencias de toda una vida que llevaría consigo.

—Será mejor que hables con tu madre sobre su equipaje, Nardo —dijo Alane a su marido cuando Mara llevaba casi toda una jornada trabajando—. Quiere llevarse demasiadas cosas.

Alane había encontrado a Nardo cuando éste, Nat y los hombres del Oso iban a escoger los caballos que viajarían al valle del Atata. Nardo frunció el entrecejo.

—¿Por qué me molestas con esa historia del equipaje de mi madre, Alane? —le preguntó irritado—. ¡Si está cargando demasiadas cosas, díselo!

Alane le dirigió una mirada irónica.

—Si le digo a Mara que se lleva demasiadas cosas, probablemente cargará con más.

El surco entre las negras cejas de Nardo se hizo todavía más hondo, pero comprendió lo acertada que era esa observación.

—Entonces pídele a Tora o a Riva que hablen con ella.

—Ellas están haciendo lo mismo, Nardo. —Alzó los brazos con exasperación—. ¡Las mujeres del Pueblo tienen demasiadas posesiones!

Nardo miró el semblante alterado de Alane y suspiró resignado.

—De acuerdo, hablaré con ella en cuanto haya terminado el trabajo con los caballos.

Cerca de la hora de cenar, cuando Nardo llegó por fin a la casa de su madre, contempló horrorizado la inmensa colección de objetos que Mara había amontonado.

—No, madre —le dijo con firmeza—. Haría falta medio rebaño para cargar con todo ese equipaje. ¡No puedes llevarte al campamento todo lo que tienes en la casa!

—Esto no es todo lo que contiene la casa, Nardo, muchacho, ni mucho menos —replicó Mara altivamente—. Sólo he cogido lo que considero indispensable para las tareas domésticas.

Nardo miró de nuevo las pertenencias amontonadas contra una de las paredes de la casa.

—¿Para qué necesitas tres ollas de cráneo de buey almizclado? Con una sería suficiente.

Ella puso una mueca de disgusto.

—¿Y si se rompe o se pierde? Entonces no tendré ningún recipiente lo bastante grande para preparar la comida de toda la familia.

—No se romperá ni perderá, madre.

—Podría ocurrir.

—En ese caso, enviaría a alguien a la aldea para que te llevara otra.

—Hummm. —Mara se cruzó de brazos y golpeó el suelo con un pie. Era evidente que no estaba convencida.

—¿Y por qué llevas los sacos de dormir de invierno?

—En las Altas hace frío.

—No tanto como para necesitar los sacos de invierno.

—Los huesos viejos se enfrían más que los jóvenes, Nardo dijo Mara con dignidad.

Nardo la midió con la vista.

—Muy bien, entonces llévate el tuyo y el de Tora, pero mis hermanas son lo bastante jóvenes para mantenerse calientes sin necesidad de pieles invernales.

Con mano despiadada, Nardo extrajo del montón dos ollas y varios sacos de dormir. Entonces se fijó en otra cosa.

—¿Y qué me dices de estas alfombras? Vivirás en una tienda, madre. No necesitas todas estas alfombras.

Al cabo de dos horas, Nardo salió de la casa de Mara tras haber reducido a la mitad el número de objetos que la mujer quería llevarse. Mientras se encaminaba a su cabaña, pensó que Alane tenía razón, que las mujeres de su tribu poseían demasiadas cosas. Sin duda eso era cómodo cuando permanecías siempre en el mismo lugar, pero un engorro considerable para viajar.

Mara no era la única matriarca a la que le resultaba difícil dejar atrás sus preciosas pertenencias, por lo que la preparación del equipaje llevó mucho más tiempo del que Nardo había previsto. La carga de un caballo para viajar por las montañas debía efectuarse con sumo cuidado. Primero el lomo del animal se protegía con una manta de piel de gamo, encima de la cual se colocaba una especie de plataforma de madera, mantenida en su sitio por medio de anchas cinchas de pelo de caballo trenzado, atadas fuertemente alrededor del vientre del animal. Luego una ancha cinta de pelo de caballo rodeaba el pecho, mientras que otra cinta similar se ataba alrededor de los cuartos traseros, bajo la cola. Estas cintas adicionales servían para impedir que la carga oscilara atrás o adelante. Después se colgaban dos grandes sacos de piel de reno a cada lado de la plataforma, y los sacos se cargaban y equilibraban. Una vez llenos los sacos, las pieles de dormir se extendían sobre el conjunto y se ataban.

Como sabían todos los miembros del Pueblo, dos cosas eran absolutamente esenciales cuando se cargaba un caballo para viajar por las montañas. En primer lugar, la carga debía estar equilibrada a cada lado del caballo, y luego era preciso asegurarla de manera que no se moviera ni siquiera en los caminos más ásperos y empinados. Si la carga estaba desequilibrada, el caballo lo estaría también, y la torsión causada por una carga desigual acabaría por lesionar al animal.

Cuando por fin la tribu se puso en camino hacia las Altas, una clara y cálida mañana de verano, cada caballo iba cargado con el peso máximo que podía resistir, de setenta y cinco a cien kilos, según la fortaleza del animal. Avanzaron lentamente, deteniéndose a primera hora de la tarde a fin de tener tiempo para montar las tiendas de los más ancianos y los niños. La tribu se dirigía al Paso Alto, un puerto de montaña abierto millones de años atrás por el río Gran Pez al abandonar sus fuentes en las Altas e iniciar su viaje hacía el mar.

La tribu tardó cuatro días en completar el viaje desde la aldea al valle, siguiendo el sendero usado por las manadas desde tiempo inmemorial, cuando también buscaban la abundancia de pastos de montaña en verano. El viaje fue especialmente lento el último día pues el sendero se empinaba hacia las alturas del Paso. Las laderas a ambos lados del camino estaban cuajadas de aguileñas, lirios de montaña y narcisos, y Alane, que nunca había estado en las Altas, se extasiaba ante la belleza de las flores. Cuando por fin la recua de carga coronó el Paso Alto y entró en el valle, el sol de la tarde había adquirido una brillante tonalidad azulada, los lozanos pastos que se extendían ante ellos estaban sembrados de flores deslumbrantes y, a lo lejos, dos picos nevados se alzaban hacia el cielo azul cobalto. La belleza del paisaje dejaba a Alane sin aliento.

—En esta época nuestro campamento de verano se encuentra al oeste de donde estamos —le dijo Lora.

—¿Has estado aquí en otras ocasiones, Lora? —le preguntó Alane en tono reverente.

—Antes de casarme. Vine un verano para ayudar a los hombres. —Cuando Alane se volvió para mirar al primo de Nardo, los hoyuelos de Lora afloraron en sus mejillas—. Fue el verano en que Dane y yo nos unimos.

—¿Te casaste con él después del verano?

Los hoyuelos de Lora se hicieron más profundos.

—Cuando supe que había un bebé en camino.

La misma Alane se sorprendió al no escandalizarse por esa revelación. Se echó a reír.

—Te asombraría saber la cantidad de niños que son concebidos en este valle —dijo Lora maliciosamente, y Alane rió de nuevo.

Transcurrió una hora más antes de que avistaran el campamento del Pueblo. Nardo había enviado mensajeros para avisar a los hombres de que estaba trasladando la aldea, y había mucha comida aguardando a los fatigados viajeros cuando por fin bajaron de sus caballos no menos cansados. Cuando terminaron de comer oscurecía. Las tiendas del campamento de pastoreo fueron destinadas a las mujeres más ancianas y los niños más pequeños, y los restantes miembros de la tribu se metieron bajo sus pieles de dormir y descansaron bajo el rutilante cielo estrellado de las montañas.

Mara estaba sentada en una roca caldeada por el sol acogedoramente situada dentro de un nicho rocoso en la pared de la vertiente. Una gorda marmota se erguía al lado de su madriguera, no lejos de donde estaba la mujer, sin que le preocupara la tranquila presencia de ésta en su mundo. Por encima de ella, en el lado de la montaña, dos gallos blancos cacarearon mientras buscaban alimento entre la hierba. El olor de la menta perfumaba el aire. La menta evocó en la mente de Mara el recuerdo de Alane y frunció el entrecejo.

Aquella mañana, cuando caminaba sola por el valle, Mara había visto aquel lugar protegido a cierta distancia risco arriba, y había trepado hasta llegar allí. Llevaba algún tiempo sentada, el suficiente para que la marmota se acostumbrara a ella, y entonces apoyó la palma en la grata superficie caliente de la roca y contempló el valle, las tiendas diseminadas a lo lejos, donde estaba el campamento de verano del Pueblo.

Llevaban dos semanas en las Altas. Tan sólo dos semanas y el daño ya empezaba a evidenciarse, ya el modo de vida de la antigua sangre materna de la tribu estaba empezando a cambiar, pues allí, en el valle, la gran casa de la matriarca, que era el núcleo de la familia cuando vivían en la aldea, había dejado de ser una entidad. Ninguna tienda podía acomodar el número de personas que cabían en la casa. Las hijas y el hijo de Mara, así como los de su hermana, vivían todos con sus cónyuges y sus hijos en sus propias tiendas.

La brisa que soplaba hacia el valle agitó el cabello en las sienes de Mara e hizo ondular la piel de gamo de su falda.

En casa las mujeres no solían dormir en sus cabañas porque durante la mayor parte del año sus maridos no estaban allí para compartirlas con ellas. Tal como estaba organizada la vida del Pueblo, un hombre se pasaba por lo menos las tres cuartas partes del año en el campamento de caza o el de pastoreo. Una de las razones por las que las mujeres pasaban juntas tanto tiempo era la prolongada ausencia de sus hombres.

Mara no había pensado hasta entonces en eso y no era algo en lo que le agradara pensar ahora, pero tenía que comprender los vientos de cambio que estaban azotando a su familia si quería resistirlos con éxito.

El agua de la nieve fundida era la causa de la lozanía y la exuberancia floral de la vertiente situada frente a la roca donde estaba sentada Mara, la cual, sumida en sus pensamientos, contemplaba sin verla tanta belleza.

Por supuesto, tampoco todos los hombres estaban presentes en el Valle Brillante. Seis puñados de hombres vigilaban el Paso del Búfalo, y otros seis custodiaban la salida del campamento de verano en el río Estrecho. Nardo había dicho que cambiaría a los hombres periódicamente hasta fines del verano, cuando los rebaños empezaran a abandonar las montañas.

No obstante, muchas más mujeres de lo acostumbrado tenían a sus hombres con ellas, y Mara se daba cuenta de que a las mujeres les gustaba. Tampoco a la mayoría le resultaba desagradable la plácida vida de acampada en el Valle Brillante.

—La verdad es que no necesitamos todas esas cosas que acumulamos en casa, madre —Mara había oído que Lora le decía a su madre, Tora, el día anterior—. Sólo sirven para atestar el espacio. Creo sinceramente que las mujeres del Pueblo deberíamos imitar a las Norakamo y seguir a sus hombres de un campamento a otro. Una vida así podría ser muy divertida.

Las palabras de Lora se habían alojado como una piedra en el corazón de Mara. El mayor de sus temores era que su sobrina estuviera tan sólo expresando lo que pensaban muchas otras mujeres jóvenes de la tribu.

«Debo hacer algo —pensó Mara—. La Sangre de la Madre está en peligro.»

Le amargaba como la hiel el hecho de que su querido hijo fuese precisamente el culpable de lo que estaba ocurriendo. Era él quien había introducido entre ellos a la forastera Norakamo. Era él quien había trasladado a las mujeres de la tribu desde su aldea ancestral a aquel campamento masculino donde todo se hacía al contrario de lo acostumbrado.

¡Incluso con la incorporación de las mujeres y niños del Atata, adondequiera que Mara mirase sus ojos se topaban siempre con un grupo de hombres!

Mara se consoló con la idea de que no podrían pasar más de otra luna en las Altas, pues estaba finalizando el verano. Nardo llevaría a la tribu de regreso a la aldea y los hombres irían a sus campamentos de invierno como siempre lo habían hecho. Todo volvería a la normalidad.

Mara dirigió su mirada hacia el campamento y la posó en alguien que estaba alzando un cesto de agua para depositarlo sobre su cabeza de claro cabello plateado.

La mujer Norakamo. Mara pensó que ella encarnaba el verdadero peligro. Más tarde o más temprano tendría que hacer algo con respecto a Alane.

A comienzos de la Luna del Íbice, Kerk envió por fin un grupo de exploración para que examinase el territorio que se extendía al oeste. Paxon y sus hombres habían recorrido varios kilómetros a lo largo del río Estrecho cuando accedieron a una garganta estrecha y serpenteante. Su avance se vio bruscamente interrumpido ante la visión de una barricada de veinte metros de altura que se alzaba por delante de ellos en el camino. El grupo de exploración se detuvo en seco.

—¿Qué es eso? —preguntó Aven.

Paxon musitó entre dientes:

—Sabía que no deberíamos haberles concedido tanto tiempo.

—Es una barricada, Aven —dijo sarcásticamente un joven llamado Jorde.

Paxon miró a Jorde con disgusto.

—Quisiera saber si está vigilada —le dijo.

Los cinco hombres permanecían bajo el sol brillante, examinando la barricada que se alzaba ante ellos. No había ninguna señal de presencia humana, sólo la enorme construcción de troncos que se extendía sobre el camino desde la pared cortada a pico del risco hasta el río.

—Sólo hay una manera de descubrirlo —dijo Jorde con jactancia, y de repente echó a correr hacia la barricada.

—¡Vuelve aquí, idiota! —le gritó Paxon, pero fue demasiado tarde.

Antes de que los Redu pudieran moverse para aprestar sus arcos, dos cabezas aparecieron por encima de la barricada y dos jabalinas fueron lanzadas al mismo tiempo. Ambas alcanzaron al sorprendido Jorde en el pecho. El ruido de los impactos fue claramente audible, y el joven cayó al suelo como una piedra.

Paxon frunció el entrecejo y soltó una maldición.

—Iré por él —dijo a sus hombres—. Cubridme.

Aven puso una mano en el brazo de su amigo.

—Déjale, Paxon. Nosotros tres no podemos protegerte ni siquiera con flechas. Esos bastardos son rápidos.

Las rectas y espesas líneas de las cejas de Paxon se unieron mientras contemplaba la barricada. Entonces miró el cuerpo inmóvil de Jorde.

—No puedo dejarle aquí —dijo—. Puede que no esté muerto.

—¡Le han clavado dos jabalinas en el pecho! —protestó Aven.

—No puedo dejarle —repitió Paxon.

Se zafó del brazo de Aven y echó a andar despacio hacia delante. Los tres Redu se apresuraron a empuñar los arcos, colocaron las flechas y apuntaron a la parte superior de la barricada. Paxon miró atrás, vio que estaban preparados y corrió los tres metros que habían puesto a Jorde dentro del alcance de las jabalinas, cogió al caído por los hombros y retrocedió arrastrándole hacia una zona segura. Ninguna cabeza apareció por encima de la barricada y no lanzaron más jabalinas. Al parecer, los hombres del Pueblo preferían que el Redu retirase el cuerpo.

—¡Por el trueno, cómo pesa! —rezongó Paxon al soltar el cuerpo de Jorde.

Aven se agachó para buscarle el pulso y retiró la mano llena de sangre.

—Está muerto —dijo sombríamente.

Los cuatro Redu desviaron la vista desde el cuerpo sin vida de su camarada a la enorme pared de troncos.

—El alcance de nuestras flechas sigue siendo superior al de sus jabalinas —dijo Aven—. No pueden atacarnos.

—No quieren entrar —replicó Paxon—. Lo que se proponen es evitar que nosotros salgamos.

—¿Cuántos crees que hay detrás de esa valla? —preguntó entonces Aven.

—No propongo que lo averigüemos —dijo Paxon severamente—. Creo que será mejor que le demos la noticia a mi padre.

La noticia de la existencia de una barricada dejó estupefacto a Kerk.

—No creía que esa gente tuviera tal capacidad de resistencia —comentó, y decidió enviar exploradores al Paso del Búfalo.

Paxon no se sorprendió mucho al descubrir que ese paso también estaba bloqueado por una barricada.

Kerk intentó una sola vez llegar al río Estrecho a través de la barricada, pero acabó retirándose al darse cuenta de que no podría abrir una brecha sin que su tribu sufriera una importante pérdida de vidas humanas.

Los ciervos siguieron abundando en el campamento de verano durante la Luna del Íbice, por lo que Kerk no tuvo necesidad de una actuación inmediata. De momento decidió instalarse cómodamente mientras reflexionaba en lo que haría a continuación.