21

En mi recuerdo, estoy sola; no veo a Alex por ninguna parte. Enseguida me doy cuenta de que estoy diferente. Soy más joven, seguro, pero no solo eso: peso por lo menos seis o siete kilos más que las semanas anteriores a mi muerte. Mi larga melena rubia está llena de vida y flexibilidad. Tengo las mejillas sonrosadas.

Y estoy borracha, en el vestíbulo de Caroline, con la mano pegada a la frente, mirando al techo. Al seguir mi mirada, veo que contemplo una enorme lámpara de araña de cristal tintineante. Tengo los ojos tensos; intento centrarme en la luz a pesar del caos que me rodea. La casa está llena de cuerpos en movimiento, de adolescentes que bailan y saltan unos contra otros, todos con vasos de plástico rojos con su nombre en negro.

—Ay, Dios —digo, bamboleándome un poco, sujetando mi vaso tan torcido que amenaza con derramar su contenido.

Nadie me oye; nadie percibe que estoy angustiada. «40 Oz to Freedom», de Sublime, suena a todo volumen por los altavoces del salón, y el sonido inunda toda la planta inferior. La música, rock potente, contrasta fuertemente con la casa señorial de Caroline. El papel pintado del vestíbulo presenta un estampado de hiedra verde oscuro. Los suelos son de madera recia y oscura, forrados de antiguas alfombras orientales. En la pared situada al lado de la puerta, hay una fuente de verdad, con un ángel de piedra vigilando en silencio el devenir de la fiesta al tiempo que el agua fluye formando un charco que envuelve sus delicados pies desnudos.

—¡Ah, estás aquí! Liz, te he estado buscando por todas partes... Ay, ¿qué pasa? —Es Josie. Mi hermanastra está eufórica y, sosteniendo su vaso, me mira con los ojos grandes, curiosos y vidriosos de quien está colocado.

—No sé. No me encuentro bien. —Doy un paso a mi izquierda, al comedor. Tenemos que gritar para oírnos.

—Liz, ¿te da vueltas la habitación? Fija la vista en algo. No cierres los ojos.

Intenta ayudar, pero le hago un gesto desdeñoso y doy otro paso al salón.

—La casa entera me da vueltas —grito.

—¿Qué? —me grita ella.

—Digo que me da vueltas... da igual.

—¿Adónde vas? —Josie me sigue de cerca, con la mano en mi cintura—. ¿Quieres vomitar?

Asiento con la cabeza. El comedor está mucho más tranquilo. Mi gesto revela una evidente sensación de alivio al cambiar de entorno y se muestra más relajado.

—Ve al baño —dice, y señala—: Por el pasillo.

—Sé dónde está el baño —digo, y me apoyo en las rodillas. Mi vaso se ladea, derramando la espumosa cerveza en la alfombra oriental—. ¿Por qué está tan lejos? ¿Dónde está Richie? Josie, ¿por qué no vas a buscar...?

Llevo unos taconazos de diez centímetros que no me permiten caminar en línea recta. Doy otro paso en falso y entonces vomito con fuerza sobre la alfombra.

—¡Joder, Liz ha echado la pota! —Es Chad Shubuck, por supuesto.

Estoy completamente doblada, con los codos en las rodillas y, por lo que veo, haciendo un esfuerzo supremo por no derrumbarme.

Chad me da un golpetazo en la espalda.

—Venga, cielo, ánimo. Échalo todo. Yo me encuentro mejor después de potar.

—Richie... —mascullo, limpiándome la boca, con los ojos rojos y llorosos—. Por favor, traed a Richie.

—Madre mía, Liz, ¿qué demonios te pasa? —Es Caroline. Se acerca corriendo, mirando la que he montado en el alfombra—. Mis padres me van a asesinar —susurra, verdaderamente asustada—. Me van a matar, en serio. Por Dios, ¿no has podido llegar al baño?

Logro recuperar el equilibrio, busco una silla y me siento.

—Lo siento mucho —digo, limpiándome la boca. Mis palabras suenan huecas; me preocupa más haber vomitado y haberme puesto en evidencia delante de mis amigos—. Dios mío. Qué humillación.

Richie entra corriendo en el comedor.

—Liz, ¿qué ha pasado? —Mira la alfombra—. Ah, ya veo...

—¿Me he manchado la ropa?

Me miro el modelito. Con manos temblorosas, toco las prendas que llevo: un blusón blanco con detalles rosas sobre leggings rosas.

—¿Tenía yo razón o qué? —dice Chad, abriéndose paso entre Richie y Josie—. ¿A que te sientes mejor?

Le sonrío.

—Sí. Me encuentro bien. —Sonrío a mis amigos—. Y ni me he manchado.

Josie me lanza una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Sí, Liz! ¡Olé el vómito a propulsión!

Le devuelvo la sonrisa. Chocamos los cinco.

Richie me pasa un vaso de agua, que parece haber sacado de la nada. Él es así, siempre pendiente de mí.

—¿Te encuentras mejor ahora?

Está preocupado, pero también colocadísimo. Como yo, tiene los ojos completamente rojos, pero además apesta a hierba y a tabaco.

Asiento con la cabeza, y arrugo la nariz por su olor.

—Sí. ¿Qué hora es?

—Ya es hora de irse a casa. —Josie se muerde el labio, con la vista clavada en el reloj de péndulo que está apoyado en la pared del fondo del comedor—. Ya casi son las diez de la noche. Tenemos que volver a casa, Liz. —Ahora se dirige a Richie—: Nuestros padres se van a la conferencia de papá mañana a primera hora. Quieren vernos antes de marcharse.

Mi novio la mira con los ojos entornados.

—No debería conducir, Josie. Deberíais pasar la noche aquí, las dos.

Me levanto. Me termino el agua, niego con la cabeza y sentencio:

—Estoy bien. —Respiro hondo—. Creo que ya he expulsado todo el alcohol de mi organismo —les digo a mis amigos—. Me encuentro perfectamente.

Richie se cruza de brazos y frunce el ceño, disconforme.

—No, Liz. No puedes conducir. Darás positivo igual en el test de alcoholemia. No deberías intentar llegar a casa en tu estado.

—Richie, no son ni cinco kilómetros —le digo con la mayor de mis sonrisas, con la más tranquilizadora—. ¿Qué quieres que haga? ¿Llamo a mis padres y les digo que estoy demasiado borracha para ir a casa en coche? Nos vamos. No pasará nada.

Richie mira a Josie.

—¿Tú sabes conducir su coche?

Josie niega con la cabeza.

—El Mustang tiene cambio de marchas manual. Aún no he aprendido a llevarlo. ¿No lo sabías?

—No, no lo sabía. Pues llevaos mi coche. —Se frota la frente, preocupado—. Dios, no debería haberte dejado beber tanto. Debería haberte vigilado más de cerca. Esto no es buena idea.

—Richie, no seas madraza —dice Josie con una sonrisa burlona—. Liz, estás bien, ¿verdad?

Asiento con la cabeza.

—Sí.

—¿Y qué pasa con la alfombra? —suplica Caroline, histérica—. ¡Has prometido que me ayudarías a limpiarlo por la mañana! ¡No me has dicho que tuvieras que irte!

—Lo siento mucho. Mira, diles a tus padres que ha sido el perro.

Josie me da las llaves. Con Richie detrás, nos dirigimos a la puerta principal. Cuando mi yo fantasmal está a punto de bajar los escalones de salida para seguirnos, oigo a Caroline murmurar entre dientes, sin que la oiga mi yo vivo:

—No tenemos perro, Elizabeth.

Mientras el Mustang recorre el largo camino de acceso a la casa de Caroline, una lluvia cada vez más recia empieza a golpear el parabrisas, pero no activo el limpiaparabrisas. Observo a mi yo vivo, que agarra con fuerza el volante, con el cuerpo algo inclinado para ver mejor el camino (¿por qué no enciendo el limpiaparabrisas?) y tengo claro que no debería haber cogido el coche. En cuanto nos incorporamos a la vía principal, detecto que me cuesta mantenerme a la derecha de la doble línea amarilla. Hace poco que conduzco y solo unas semanas que me compraron el Mustang; aunque se me da bien conducir en general, está claro que aún me cuesta llevar un coche de cambio manual. Dos veces, casi se me cala. Por suerte, hay muy poco tráfico. Noank no es un pueblo noctámbulo; poco pasa después de las nueve.

—Enciende el limpiaparabrisas, Liz —me avisa Josie.

—Ah... ¿dónde está? No lo encuentro.

—A tu derecha. Céntrate.

Por fin lo encuentro.

—Uf, mucho mejor —le digo, riendo.

Sube el volumen de la radio.

—Bueno. ¿Te encuentras bien?

Asiento con la cabeza.

—Sí. Perfectamente.

Pero sé que miento. No estoy bien; sigo estando borracha.

A pesar de eso, con la música a todo volumen, Josie y yo empezamos a cantar «Losing My Religion», de R.E.M. El límite de velocidad es de cuarenta kilómetros por hora. Miro más allá de mi yo vivo y veo, aterrorizada, en los diales del salpicadero, que voy ya a más del doble. La lluvia arrecia aún más y es casi un aguacero.

—Aminora, Liz —le susurro a mi yo vivo. Aunque sé que es solo un recuerdo, me invade un miedo creciente. Vamos demasiado deprisa y no puedo impedirlo.

Sale de la nada. Me cuesta enfocar y, al principio, viendo desarrollarse la escena, creo que he atropellado a un animal pequeño, o quizá he chocado con una roca, pero casi de inmediato me doy cuenta de que es otra cosa. Mayor. En cuanto aparece en mi campo de visión, oigo un golpe fuerte, luego desaparece.

—Mierda —digo, orillándome y mirando alrededor. No hay tráfico a la vista—. Mierda. ¿Qué ha sido eso? Creo que le he dado a algo.

Josie baja el volumen de la música, pero no la quita.

—¿Qué dices?

La lluvia que cae a nuestro alrededor produce un fuerte estrépito.

—Digo que creo que le he dado a algo. —Hago una pausa—. Probablemente haya sido un ciervo. ¿No deberíamos salir a mirar?

Josie se asoma por la ventanilla.

—Llueve a cántaros.

—Ya lo sé.

Y nos quedamos allí, mirándonos. Al vernos, siento una intensa decepción que al poco se transforma en repugnancia. No queremos salir del coche para no mojarnos.

Al final, digo:

—Josie... Yo creo que deberíamos echar un vistazo.

Mira al asiento de atrás.

—¿Tienes paraguas?

Niego con la cabeza.

—No. Si dentro de un rato nos vamos a duchar de todas formas. Venga.

Aprieta los labios y arruga la nariz.

—¿Por qué no vas tú?

—No, no voy a salir yo sola. Josie, por favor...

Quita la música. Mira alrededor, asomándose por el parabrisas empapado.

—¿En serio crees que ha sido un ciervo?

—Ha sido algo grande. Venga. Tenemos que echar un vistazo.

Mi hermanastra suelta un suspiro. Con parsimonia, mete la mano en la guantera, pesca un coletero y se hace una coleta tirante para no empaparse completamente el pelo. Cuando ha terminado, me pone los ojos en blanco y dice:

—Muy bien. Pues vamos.

Salimos del coche. Estamos a medio kilómetro escaso del Mystic Market, que cierra por las noches. No hay otra cosa alrededor que bosque, una carretera serpenteante de dos carriles, y la lluvia.

—Apaga el motor —me ordena Josie. Llueve tantísimo ya que no sirve de nada empeñarse en no mojarse; nos empapamos inmediatamente—. Apaga los faros.

Me asomo dentro del coche y hago lo que dice. Entonces encuentro una linterna en la guantera.

Señalo hacia el bosque.

—Yo no puedo meterme ahí con estos zapatos. Me costaron trescientos dólares. —Frunzo el ceño—. Se me estropearán con el barro.

—Quítatelos —dice Josie.

Hago un mohín.

—Se me van a llenar de barro los pies.

Mira al cielo oscuro, frustrada, y la lluvia le chorrea por las mejillas.

—¿Qué estamos haciendo, Liz? Eres tú la que quería salir a ver. ¿Quieres mirar o no quieres mirar? Decídete, que tengo frío.

Ilumino el bosque con la linterna. Su haz de luz es débil; no veo nada más que unos árboles apenas iluminados.

—Si he atropellado a un ciervo —le digo—, probablemente no haya nada que pueda hacer, ¿verdad?

—Espera —dice, mirando mi coche—. Uf, madre mía. Fíjate.

Le he dado a algo, sí. Hay una abolladura en el lado derecho del guardabarros.

—No hay sangre —dice Josie—. Eso es buena señal, ¿no? —Josie me escudriña en la oscuridad—. Aunque igual la ha borrado la lluvia.

—Me están entrando ganas de vomitar otra vez —le digo.

—No, de eso nada. —De pronto tiene curiosidad. Quiere saber qué ha pasado—. Vamos, Liz. Hay que averiguar qué ha sido.

Con claro recelo, me quito los zapatos, los dejo en el suelo del asiento delantero y las dos nos adentramos en el bosque. Apenas hemos dado diez pasos cuando paramos en seco. Mi yo fantasma, al lado de mi yo vivo, se detiene también.

—¡Ay, Dios! —digo—. Josie, ¿dónde tienes el móvil?

A la tenue luz de mi linterna, una rueda de bicicleta gira sobre su eje posterior bajo la lluvia torrencial. Las tres nos acercamos corriendo a ella. Imagino que, descalza, debo de estar clavándome todas las piedras y las ramitas, pero es obvio que me da igual. Mi respiración, audible pese al aguacero, suena fuerte y aterrada. Ya no parezco beoda en absoluto.

La bici está hecha trizas, tirada patas arriba en el suelo, con el frontal estampado en un árbol. Pero no hay ciclista. Quien fuera en la bici no está en mi campo de visión.

De repente, el aguacero se convierte en llovizna.

—Calla —dice Josie—. ¿Oyes eso?

Lo que oigo entonces, lo sé, me ha acompañado desde esa noche, aunque es ahora cuando me doy cuenta. Incluso antes de verlo, entiendo lo que ha pasado. Lo sé. No es tanto una respiración como un jadeo constante, el sonido de una terrible lucha. Veo cómo seguimos el sonido y lo hallamos en el suelo, con las extremidades dobladas en ángulos muy difíciles, y la cara tan ensangrentada que, al principio, no lo reconozco. Le veo el cráneo bajo el pelo. Le veo el cerebro.

—Josie, aún respira.

Apenas lo hace. Tiene los ojos abiertos. Nos mira —me mira— rogando ayuda, vida, algo que posiblemente no puedo darle.

—Ve a por tu móvil, Josie —susurro, con un hilo de voz—. Llama a Urgencias.

Él respira una vez más con dificultad. Josie espera. No hace nada.

—Josie, ¿qué haces? ¡Ve a por el móvil!

—Liz, hemos bebido. —Dice sin alterarse.

—¿Y qué? —Me tiembla la voz, de pánico—. ¡Llama a alguien! ¡Va a morir!

Lo miro fijamente. Es de lo más curioso ver cómo alguien se va poco a poco. Nuestras miradas se cruzan y, en ese momento, sé que me ve, que me reconoce.

—Lo conocemos —digo, sin poder apartar la mirada de él—. Josie, sé quién es. Va a nuestro instituto.

—¿Cómo se llama? —susurra.

Como fantasma, me siento frustradísima.

—¡Haced algo! —les grito— ¡Se va a morir! ¡Ayudadlo!

Pero no hacemos nada.

—No sé cómo se llama —le digo a mi hermanastra.

Él respira una vez más. Es la última vez. Después... nada. Se queda muy quieto. El agua le corre por las mejillas y cae a modo de incontables lágrimas silenciosas.

—Dios, nos hemos metido en un buen lío —digo.

Doy un paso hacia atrás. Casi me caigo.

—Ni hablar. —Josie me mira. Alarga la mano, apaga la linterna y, al instante, nos vemos rodeadas de oscuridad—. Volvamos al coche —dice—. Vamos a casa.

Me quedo mirándola.

—¿Qué dices?

—Liz. —Suena firme y serena—. Te acabas de sacar el carnet. Aún no puedes llevar pasajeros. Hemos bebido. Si alguien averigua lo que ha pasado, nos destrozarán la vida. ¿Lo entiendes?

Niego con la cabeza.

—Josie, no podemos irnos a casa sin más. No podemos dejarlo aquí solo. Además, ha sido un accidente. Ha salido de la nada. La gente tendrá que entenderlo...

—No lo entenderán. —Alarga el brazo y me coge la mano—. No bromeo, Liz. No nos queda otra. Tenemos que irnos ya, antes de que venga alguien.

Verlo tirado en el barro me parte mi corazón de muerta. ¿Cómo pudimos dejarlo? Este acto, veo, me destrozará por dentro. Me consumirá en los meses siguientes.

Josie me tira de la mano.

—Vamos. Vámonos a casa.

Y eso hacemos. Metemos mi coche en el garaje y lo pegamos todo lo posible a la pared para que papá no vea la abolladura. Ya me ocuparé de arreglarlo más adelante. De momento, las dos coincidimos en que lo más importante es actuar con normalidad.

Esa noche, insomne, me siento en la cama y examino detenidamente el anuario en busca de ese rostro al que no he podido poner un nombre. Tras páginas y páginas, por fin lo encuentro, mirándome con una sonrisa tímida, un chico corriente y callado de cuya existencia yo apenas sabía cuando estaba vivo: Alexander Berg.

—Alex Berg —susurro a mi cuarto vacío.

Estamos juntos en el sitio exacto donde, hace poco más de un año, nos miramos cuando Alex exhalaba su último aliento. Ya no está destrozado y ensangrentado, claro. Ya no está empapado por la lluvia. Ahora está tranquilo, casi me sonríe en cuanto queda claro lo que he recordado.

—Yo te atropellé —le digo.

Asiente con la cabeza.

—Lo sé.

—¿Lo sabías desde el principio? ¿Todo este tiempo que hemos estado juntos?

Solo titubea un segundo.

—Sí.

—¿Por qué no me lo dijiste? Cuando estuvimos en tu casa, te pregunté qué te había hecho yo. Me lo podías haber dicho. Me lo podías haber dicho mil veces.

Está sentado en el suelo, con las piernas cruzadas.

—No funciona así. Si lo hubieras sabido desde el principio, te habrías comportado de otro modo conmigo.

—¿Y qué?

—Que yo creo que así es como debe ser. Que el proceso debe seguir su curso. Debías ir recordando cosas poco a poco... no estabas lista para hacer frente a lo que habías hecho enseguida. Primero debías entender ciertas cosas. Y yo te he ayudado, Liz. Quizá no habrías podido hacerlo sin mí. Quizá estábamos juntos por alguna razón.

—¿Por qué razón?

Su mirada es firme y serena.

—Para que yo te perdonara. Creía que ya lo había hecho, pero me equivocaba. He tenido un año para pensar en ello. He recordado esa noche mil veces. Pensé que lo dejaría correr. Pero entonces, cuando pude volver a hablar contigo, el día de tu muerte, toda la rabia volvió a apoderarse de mí. Noté que, aunque había procurado perdonarte, no había funcionado. Aún te odiaba. No solo por atropellarme esa noche, sino también por cómo me tratabas en vida, como si ni siquiera existiese. Porque ni siquiera sabías cómo me llamaba. —Se encoge de hombros—. Allí estábamos, juntos, y era obvio que tú no recordabas nada de lo ocurrido. Así que seguí adelante con esto.

Mientras habla, empiezo a entender algo.

—Por eso no querías que te tocara al principio, ¿verdad? —digo—. Por eso no querías que visitara tus recuerdos. Temías que viera algo que me hiciera comprender lo que había sucedido antes de tiempo.

Asiente con la cabeza.

—Sí.

—¿Cuándo lo supiste? —insisto—. ¿Cuánto tardaste, después de morir, en darte cuenta de que había sido yo quien te había atropellado?

—Siempre lo supe —admite—. Había muchas cosas que no recordaba, como tú, pero esa noche la tuve clara desde el principio. Recuerdo veros a las dos bajo la lluvia. Recuerdo haberte mirado a los ojos. Tu rostro fue lo último que vi antes de morir.

—Y luego, ¿estuviste observándome? —pregunto—. ¿Mientras aún vivía?

—Sí —asiente—. Te observaba a todas horas. Como si estuviera obsesionado. Necesitaba saber que lamentabas lo que me habías hecho. Te veía correr todos los días, como si quisieras escapar de lo sucedido, como si pensaras que, si ibas lo bastante lejos, podrías dejarlo atrás. Te veía en casa del señor Riley todas las mañanas. Estaba allí, Liz. Lo veía todo. Sé lo culpable que te sentías. —Traga saliva—. De algún modo, aquello te estaba matando. —Me sonríe apenas—. Y entonces moriste. Pero creo que hay más. Creo que no se trata solo de que yo te perdone, sino también de ti, de que te perdones tú. —Titubea—. ¿Te perdonas por lo que me hiciste?

—No lo sé. —Pero no es cierto. Me doy cuenta enseguida; sí lo sé—. No. No me he perdonado a mí misma. Alex, entiéndelo... ¿cómo voy a perdonarme? Iba borracha. Conducía demasiado rápido. Y luego, podía haberte ayudado. Llamado a Urgencias, acudido a la policía...

—Pero no fue así, Liz. Las cosas pasan como pasan. —Me mira con tristeza—. Te empeñaste tanto en olvidar que, hasta después de muerta, te contaste algo distinto. Quisiste contarme algo distinto. ¿Te acuerdas? En mi funeral, me dijiste que cambiaste tu ruta de cross después de que encontraran mi cadáver, pero no es cierto. La cambiaste antes de que me encontraran.

Cierro los ojos un segundo. Tiene razón. Claro que la cambié antes... ¿cómo iba a seguir pasando por delante de él, sabiendo que aún estaba en ese bosque, que yo era responsable de que estuviera ahí? La verdad era tan horrible que no podía hacerle frente. Prefería creerme mi propia mentira. Y durante un tiempo, funcionó. Casi.

Cuando vuelvo a mirar a Alex, él me mira fijamente.

—Y aquí estamos —dice—, y tú sigues sin poder recordar qué ocurrió la noche en que moriste.

—Tú me has estado observando todo este último año —digo despacio.

Sonríe al ver en qué acabo de caer.

—Sí.

—Y viste lo que pasó después de tu muerte. Me viste correr, ir a casa de Riley, quedar con Vince...

—Sí.

—¿Y qué más viste, Alex? ¿Viste lo que pasó esa noche en el barco?

Algo está pasando. Empiezo a verlo etéreo, casi traslúcido.

—¿Qué te está pasando? ¿Alex?

—Estuve preocupado por mis padres mucho tiempo —ignora mi pregunta—. Sobre todo por mamá. Iba a mi tumba a todas horas. Me encendía velas por toda la casa. Pero ahora están mejor. Ya no van tanto al cementerio. Sabrán qué me pasó esa noche. Todo irá bien. Por fin se enterarán de toda la verdad, y luego continuarán su vida sin mí. Y me parece perfecto. Ya nada volverá a ser como antes, Liz, eso lo sabes igual que yo, pero todo irá bien. ¿Eso no te hace sentir mejor? ¿No te alegra que se sepa la verdad?

—¿Cuándo lo sabrán? ¿Por qué no me cuentas qué pasó? ¿Cuándo se enterará todo el mundo de la verdad?

Sigue desvaneciéndose.

—Pronto —dice—. Ten paciencia. Recuerda que esto es un rompecabezas. Ahora ya tienes todas las piezas. No tardarás en entenderlo todo. Te las arreglarás bien sin mí, Liz.

—¿Adónde vas? —Estoy aterrada—. Alex, no te vayas. ¡Cuéntame lo que viste la noche de mi muerte!

—No soy yo quien debe resolver ese misterio, Liz. —Me sonríe una vez más—. Lo he pasado estupendamente contigo, de verdad. No eres tan mala persona como creía. Te perdono, de corazón. Te lo perdono todo.

—¿Qué viste? ¿Me mató alguien? Alex, espera, por favor...

—Qué calorcito, Liz. —Se desvanece más deprisa—. Me parece que por fin voy a descansar. Esto te va a gustar, cuando te toque. —Esboza una última sonrisa tierna—. Me ha encantado andar por ahí con la reina del baile de inauguración, pero todas las fiestas tienen su final.

—Alex...

—Nos vemos pronto —dice.

Y sin más, desaparece.

Sentada en el bosque, sola, helada y mojada, lloro. Echo de menos a Alex. Me abruma el remordimiento. Ojalá no hubiera vuelto a casa esa noche. Ojalá hubiera aceptado que alguien me llevara a casa. Pero tenía diecisiete años, estaba llena de vida y creía que nada malo podía ocurrirme... a mí no, no a la rica y popular Elizabeth Valchar. ¿Cómo pudo cruzarse mi existencia de forma tan significativa con la de alguien tan «insignificante» como Alexander Berg? ¿Cómo pude arrebatarle la vida con una colisión momentánea?

¿Y ahora qué hago? Espero un rato, con la confianza de que Alex reaparezca, pero en el fondo sé que ya se ha ido para siempre, sin duda a un lugar mejor.

Completamente sola por primera vez desde mi muerte, me levanto. Voy a casa. Me meto en la cama y miro al techo, esperando a que amanezca, confiando en que la luz del día me traiga algo más que otro tramo de tiempo interminable.