7

No hace ni diez segundos que se ha ido Josie cuando alguien llama flojito a la puerta. Richie no parece muy contento de que, seguramente, vuelva a ser ella. Por un instante, no dice nada; se queda sentado, mirando por la ventana trasera, fumándose el canuto.

Toc, toc, toc.

El canuto crepita al estallar una semilla. Richie se muestra impasible, conteniendo una calada honda y mirando hastiado a la puerta.

—¡Lárgate! —grito yo—. ¡No quiere verte!

Alex parece incómodo, como si no supiera muy bien qué hacer conmigo.

—Estás disgustada —dice—. Procura calmarte.

Toc, toc, toc.

Pero ahora mismo no hay quien me calme.

—Ha repetido lo que yo acababa de decir, casi palabra por palabra —le digo—. ¿Crees que percibe mi presencia?

—No sé. —Alex parece pensárselo—. Ha sido raro, sí. ¿Y dices que tú lo sientes cuando lo tocas?

—Algo así. Casi. Creo que lo conseguiré, quizá si me concentro lo suficiente.

Alex niega con la cabeza.

—No sé, Liz. A mí eso no me ha pasado nunca. Hay personas que me ven...

—¿A qué te refieres con que algunos te ven? —Casi se lo digo gritando—. ¿Como quién?

—Los niños pequeños —dice—. Los niños me ven. Tengo un primo que estaba a punto de cumplir dos años cuando yo morí, y me veía, segurísimo, pero se hizo mayor y, en cuanto empezó a decir frases inteligibles, me quedó claro que ya no me detectaba. —Alex hace una pausa—. Los animales también me ven. Mi gato me ve.

Lo miro espantada.

—¿Estás de broma? ¿Por qué no me lo has dicho antes?

Se encoge de hombros.

—No me ha parecido importante.

—Igual no, pero desde luego es interesante. —Meneo la cabeza—. Bueno, pero estás de acuerdo conmigo en que Richie y yo conectamos de algún modo, ¿verdad?

Alex asiente con la cabeza.

—Vale, a lo mejor tienes razón en eso, ¿y qué?

Antes de que le pueda responder, oímos que vuelven a llamar a la puerta.

Toc, toc, toc.

Richie suspira. Mira el canuto un segundo, luego lo tira por la ventana abierta. El cuarto está lleno de humo.

—Adelante —dice, tosiendo.

Estoy convencida de que es Josie otra vez, pero no. Es el policía, Joe Wright. Cualquier otro chico se acojonaría, pero Richie no es como los demás. Nunca le ha preocupado mucho que lo pillaran con drogas. Nunca le ha preocupado mucho nada. Siempre está tranquilo, sereno y calmado. Cuando estaba con Richie, me parecía que todo estaba bajo control. Viéndolo ahora, en cambio, me doy cuenta de que no es más que un crío que no tenía la menor idea de cómo protegerme. Después de todo, morí estando a tres metros escasos de él, mientras él dormía. ¿Por qué no se despertó? Seguro que se oyó algún ruido: un chapoteo, un grito, ¡algo! Pero estaba bebido. Colocado. Demasiado atontado para despertar, ni siquiera para salvarme la vida.

—¿Quién le ha dejado entrar en mi casa? —le pregunta a Joe.

—Tu novia. —Agita la mano—. Más vale que te busques un extractor de humos. Huele desde la escalera.

Aún lleva la camisa y la corbata del funeral. Sin el uniforme de policía, parece un tío normal. Tendrá unos treinta y muchos. Es guapete y está cachas; tiene el pelo oscuro, muy corto y limpio, y tiene la cara bronceada y salpicada de pecas. Parece amable, nada intimidatorio, pero sé que Richie no se va a abrir a él fácilmente. Por norma, Richie no confía en los adultos, sobre todo en las figuras autoritarias.

Lo mira extrañado.

—Para que se entere, Josie no es mi novia. Liz era mi novia.

—Sí, sí. Claro. —Joe se acerca un par de pasos a Richie y le escudriña el rostro. Le pasa el índice por la mejilla, después levanta el dedo para que lo vean los dos—. Lápiz de labios —dice.

—Oh, fabuloso. —Aplaudo con dramatismo—. Espectacular actuación policial.

—¿Qué pretende demostrar? —le pregunta Richie, imperturbable.

—Yo solo digo que Josie ni me ha mirado a los ojos cuando me ha abierto.

—¿Y qué? Está triste. Acabamos de ir al funeral de su hermana. —Lo mira—. ¿Qué esperaba que hiciese, que sonriese? ¿Que chocase los cinco? —Menea la cabeza con aire despectivo—. ¡Vaya con la policía de pueblo!

Joe ignora el comentario.

—Sé que has ido al funeral. Te he visto. ¿Tú a mí? —Aparta la silla de la mesa de Richie—. ¿Te importa que me siente? —pregunta, y se sienta antes de que conteste.

—No debería hablar con usted —dice Richie—. No puede plantarse aquí así. Tendría que llamar a mi abogado.

Joe arquea una ceja.

—¿Crees que necesitas un abogado?

—No. No he hecho nada malo.

—¿Qué crees que pensaría Liz? Has besado a su hermana.

—A su hermanastra. Bueno, no exactamente. A su medio hermana, quizá.

—¿Su medio hermana? —Joe parece muy interesado—. ¿Por qué la llamas así?

—Porque algunos creen que Josie y Liz son medio hermanas. Muchos, de hecho. —Se interrumpe—. Liz no. Ella nunca lo creyó. —Richie se saca un chicle del bolsillo, se lo mete en la boca y mastica despacio, como resistiéndose a compartirlo con Joe—. Verá, siempre se ha dicho que el padre de Liz y la madre de Josie ya estaban... liados antes de que muriera la madre de Liz. Fueron novios en el instituto. Y hay quien piensa, mi padre, por ejemplo, que Josie se parece mucho al señor Valchar. —Menea la cabeza, incómodo con el tema—. Ignoro si es cierto o no, pero da igual. Es del todo irrelevante. Y, sí, a lo mejor nos hemos besado un poco, pero, entérese, no es lo que usted piensa.

—Entonces, ¿qué es? Y déjate ya de chulerías. Podría arrestarte ahora mismo, ¿sabes?, por posesión.

Richie le tiende las manos con un gesto de indiferencia.

—Hágalo. Me da igual. No tengo nada que perder.

Me sorprende que le esté contando a Joe tantas cosas de la vida de mi familia. A lo mejor necesita hablar de mí.

—Seguro que no. ¿Dónde están tus padres? Los he visto en el funeral.

Asiente con la cabeza.

—Sí, se han dignado a aparecer.

—Pero ¿no están en casa?

—Son personas ocupadas —se burla—. Devotas de su arte.

—Ya. —Joe se toma un instante para echar un vistazo al cuarto. Su mirada recala en las fotos que Richie tiene en el escritorio—. Mira, el caso está casi cerrado, desde el punto de vista técnico —dice—, pero tengo algo de tiempo... ya sabes, los policías de pueblo siempre estamos ociosos... y he decidido investigar un poco. La historia que me habéis contado cuadra, pero es todo tan... circunstancial. No hay pruebas sólidas. Quiero algo que me convenza de lo sucedido. Además, Liz es la segunda adolescente que muere en Noank en los últimos doce meses.

Richie se sienta en la cama.

—¿Quién más ha muerto?

—Ni siquiera se acuerda de mí —dice Alex, y parece que le molesta de verdad.

—¿Qué más te da? —pregunto.

Lo piensa un momento. Luego dice:

—Pues sí, sí me da.

—Alex Berg —dice Joe—. Venga ya, que no estás tan colocado. Era de tu edad. Un atropello con fuga el pasado agosto junto al Mystic Market.

—Ah, sí. —Richie asiente, como recordando de pronto—. Claro, ya me acuerdo. He visto los folletos por el pueblo. —Parece que está pensando—. Liz y Caroline fueron a su funeral. Yo no fui. Los funerales me dan yuyu, ¿sabe? De todas formas, ¿qué importa? No tuvo nada que ver con nosotros.

—Claro que importa —replica—, la gente está preocupada. Primero un atropello con fuga, y ahora esto. Dos chicos sanos en menos de un año. Este pueblo es pequeño. Los padres se angustian.

—Ha sido un accidente —dice Richie—. Nadie ha matado a Liz.

Joe asiente, conforme.

—Probablemente no. Confío en que no. Pero, verás, Richard...

—Richie —lo corrige él.

—Mira —sigue—, te encuentro aquí, colocado, morreándote con la hermanastra de tu novia muerta, o la medio hermana, o lo que sea. El día del funeral de Liz. Y no sé cómo explicarlo, desde el punto de vista moral. Me parece desconsiderado, ¿a ti no?

Richie se queda mirando la tarima resplandeciente de su cuarto.

—¿Por qué no me arresta por posesión?

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Porque soy un pringado.

—A Liz no se lo parecía.

Richie levanta la vista.

—Pues sí. —Traga saliva. Su habitual seguridad en sí mismo se ha esfumado; casi no lo reconozco—. Me engañaba con otro. —Tiene los ojos, oscuros y enrojecidos, llenos de lágrimas—. Llevaba meses haciéndolo, y yo ni siquiera me había dado cuenta. Hasta que Josie me lo dijo.

—Huuuy. —Alex me mira meneando la cabeza con aire censurador—. Qué mala.

Me quedo boquiabierta.

—Se equivoca —digo—. No sé de qué está hablando.

—Le ponías los cuernos —me explica Alex—. Escucha.

Y eso hago.

—Fue justo después de Navidades —dice—. Llevaba un tiempo observando que Liz desaparecía, a veces bastante rato. La veía distinta. Me preocupaba. Siempre había estado delgada, pero últimamente había perdido muchísimo peso. A ver, por eso creen que murió, ¿no? ¿Por la hipoglucemia combinada con todo el alcohol de su organismo? La primavera pasada, en clase de ciencias, calculamos nuestro índice de masa corporal, y el suyo estaba muy por debajo de lo ideal. —Parece pensativo, como recordando—. En cualquier caso, no fue solamente la pérdida de peso. No creo que ambas cosas estuvieran relacionadas. Había algo más. Se mostraba distante conmigo. Al principio, pensé, vale, se obsesiona con el cross. Siempre fue buena fondista, pero la velocidad no era lo suyo. Supuse que quería ser más rápida. Quizá lo estaba llevando un poco lejos. Me refiero a que no era raro que se levantara a las cinco de la mañana y saliera a correr dos horas antes de ir a clase. —Menea la cabeza—. Demencial. La volvía loca.

—¿Qué te hace pensar que hubiera algo más? —pregunta Joe—. ¿Algo aparte de su obsesión por correr? ¿Te lo dijo Josie?

Richie asiente con la cabeza.

—Sí, me lo dijo Josie. Fue un par de semanas antes de la fiesta de fin de curso del penúltimo año de instituto. Llevaba todo el día intentando contactar con Liz, pero no contestaba al teléfono. Así que fui a su casa, ya sabe que está solo dos puertas más allá, pero no la encontré allí. Conseguí hablar con Josie. Fue entonces cuando me lo dijo.

—Se equivoca —digo con rotundidad—. Yo nunca le habría engañado. Jamás.

—Piénsalo bien —me propone Alex—. ¿No recuerdas nada de nada?

—No, ¡pero da igual! No me hace falta recordar para estar segura. Es imposible.

Alex se me queda mirando un buen rato.

—No me lo puedo creer —dice.

—¿Qué es lo que no te puedes creer?

—Que sigas siendo así. Con todo lo que te ha pasado, aún eres una pesadilla de ser humano. Si él dice que le engañaste, seguramente lo hiciste. Al menos, yo lo creo. Eres egoísta. Eres superficial. Si se te presentara alguien mejor que Richie y demostrara el más mínimo interés por ti, seguro que tardarías un segundo en ponerle los cuernos.

—¡No le puse los cuernos! —grito lo más alto que puedo—. Le quería, Alex. Puede que no me haya portado muy bien contigo, pero con Richie todo era distinto. Además, si le hubiera engañado, que no es el caso, ¿a santo de qué iba a negarlo ahora? —pregunto—. ¿Por qué iba yo a mentirte a ti?

—No sé. A lo mejor todavía no te acuerdas. O a lo mejor no quieres que piense que eres mala persona.

Me tiembla la voz.

—Alex, te digo la verdad. Sí, es cierto que no recuerdo todo lo ocurrido antes de mi muerte, pero sobre este asunto no hay nada más que recordar. Conozco a Richie desde que teníamos dos años. Algo no va bien. Yo nunca le habría hecho daño.

Y entonces, como si la hubiera oído, Richie dice:

—No creo que quisiera hacerme daño. Llevábamos juntos muchísimo tiempo. Tal vez solo quisiera saber qué más había por ahí. —Traga saliva—. De todos modos, no creí lo que me contó Josie. La llamé mentirosa y todo. Dijo que me lo demostraría. Me llevó en coche a Groton, a una urbanización que hay junto al río. Encontramos allí el coche de Liz, a la puerta del edificio de un tío que conozco.

Con la mano derecha, Richie se aferra a la esquina del cubrecama, un acolchado marrón y azul marino. Con la izquierda, tira de los hilos de la costura, deshilachándola. Aún tiene los ojos llorosos. Mientras lo escucho, me doy cuenta de que no recuerdo que nada de eso ocurriera. No solo eso, sino que —a pesar de lo que pueda pensar Alex— me parece completamente impropio de mí. No sé de nadie que viva en Groton. Es como si alguien me hubiera triturado la memoria. La sensación es de lo más frustrante.

Pero ¿por qué iba a mentir Richie? Viéndolo deshilachar nervioso la colcha, sé, sin la menor duda, que cree que está diciendo la verdad.

—¿Un tío que conoces? —repite Joe—. ¿Cómo se llama? ¿De qué lo conoces?

—Se llama Vince. Vince Aiello. —Se le quiebra la voz al decir su nombre—. Era amigo mío, o algo así. Mayor que yo.

—¿Cómo de mayor?

—No sé. ¿Veintiuno? ¿Veintidós? ¿Qué importa?

—Importa si se acostaba con Liz.

Richie inspira con fuerza. Por un instante, espero que me defienda, que explique que yo era virgen, y que no me habría acostado con nadie. Pero no lo hace.

—¿De qué conocía Liz a Vince? —insiste Joe.

—Yo los presenté.

—Y el día que viste su coche aparcado a la puerta del piso de él, ¿qué hiciste? ¿Te enfrentaste a ella?

—No. Bueno, algo así. Estuvimos esperándola casi una hora, hasta que apareció. La vi salir y meterse en el coche, y cuando llegó a casa, esperé un poco para llamarla. Le pregunté dónde había estado toda la mañana. —Agacha la mirada a la colcha, que aún sostiene con rabia. Hay hilos sueltos por el suelo—. Me dijo que había estado de compras en el centro comercial. Mintió. —Richie mira a Joe. Está enfadado, furioso—. Lo mataría —dice.

—¿A quién? —pregunta Joe.

—¿A quién va a ser? A Vince. —Asiente, como si se lo estuviera pensando—. De verdad que sí. Lo mataría.

—Eh, cuidado con lo que dices, amigo —señala Joe.

Aunque trata de mantener un tono distendido, sé que habla muy en serio. Richie guarda silencio; vuelve a estudiar la colcha, que sujeta con fuerza.

Reparo de pronto en que Joe lleva anillo de casado. Una alianza fina de plata. Con la yema del pulgar, lo desplaza de un lado a otro por encima del hueso central del dedo anular mientras mira fijamente a Richie.

—¿Cuándo empezó a haber algo entre Josie y tú?

—No sé. Unas semanas después.

Mira por la ventana, contempla las filas de barcos atracados en la orilla, y se centra en el Elizabeth, donde pasamos aquella noche tan feliz hace solo unos días. Antes de mi muerte. Cuando la vida era agradable, fácil y perfecta. O al menos eso creía yo.

—Lo que hay entre Josie y yo no es nada —dice—. El típico drama sórdido de adolescentes. Solía creer que Liz y yo éramos inmunes a todo eso, pero supongo que no. En cualquier caso, lo de Josie sucedió. No significa nada.

—¿Lo sabe Josie? —pregunta Joe.

—Creo que sí. —Richie asiente con la cabeza, sin dejar de mirar el Elizabeth.

Joe vuelve a calzarse correctamente la alianza. Se levanta, se sitúa a la espalda de Richie y sigue su mirada.

—¿Qué ocurrió esa noche? ¿Os peleasteis Liz y tú? ¿Le plantaste cara?

—No. Ella no sabía que yo estaba al tanto.

—¿Por qué no ibas a decírselo? Venga ya, Richie. Estabas cabreado. Te habías enrollado con su hermanastra. Ya lo pillo. Querías castigarla por lo que había hecho.

Richie se vuelve.

—Se equivoca. Estaba cabreado, desde luego. Supongo que, de algún modo, quería devolvérsela tonteando con Josie. Y sabía que tendría que plantarle cara al final. Sabía que probablemente romperíamos por lo que había hecho.

Joe lo mira con escepticismo.

—¿Pero aún no?

—No. Aún no.

—¿Y por qué?

—Porque no quería estropearle la fiesta de cumpleaños —dice Richie volviendo a mirar al barco. Sostiene el pulgar a la altura de sus ojos, como para borrar el Elizabeth de su vista—. La quería demasiado.