Día noveno:

Eclipse de huracán

Me despierta el ruido de alguien vomitando en el cuarto de baño. En mi duermevela, me veo a mí misma en el baño, encorvada sobre el váter, una mano detrás de la taza, devolviendo. Pero entonces las arcadas se vuelven más fuertes, suena como si mi lengua saliese serpenteando por la garganta, y me doy cuenta de que no estoy vomitando. Yo jamás he sido tan escandalosa; jamás ha salido de mí ese sonido. El cuarto de baño desaparece, me despierto y veo la penumbra del alba, el techo, a Junior, dormido en su cama gemela con las sábanas y la almohada tiradas por el suelo; y nuestra puerta, entornada.

Es papá el que está en el suelo del cuarto de baño. Papá el que apoya una mano detrás de la taza, una rodilla en el suelo. Papá el que parece a punto de zambullirse en el váter, de perder la lengua.

—¿Papá?

—Llama a Randall —musita, y entonces se le comba la espalda y suena como si le estuviesen desgarrando.

El pasillo sigue a oscuras. Randall está en su cama, Skeetah no. Al acabar la pelea de ayer, lavó a China a la luz de la bombilla de la puerta de atrás. La restregó a conciencia y después se sentó en los escalones a untar una pomada antibiótica que iba sacando de un tubo sucio y estrujado en los lugares donde Kilo la había desgarrado hasta dejarla en carne viva. La pierna, el hombro y la teta rasgada parecían fiambre, y Skeetah cogió la misma venda desgastada que había envuelto su costado y la cortó en tres partes iguales. Le vendó la pata, el cuello y el hombro, el estómago, y lo prendió todo con imperdibles. China, sus ojos un par de rajas, se estuvo quieta, jadeando tranquila, dejándose remendar. Cada pocos minutos meneaba el rabo, y entonces Skeetah acariciaba todo lo que no estaba rojo: los pies, el lomo, el rabo. Debe de haber dormido con ella en el cobertizo. Tengo que zarandear un par de veces a Randall para que se despierte; pone los ojos en blanco, levanta los brazos para protegerse la cara.

—¿Qué? —dice—. ¿Qué pasa?

—Es papá. Está en el baño, vomitando.

Randall me mira como si no pudiese verme.

—¿Qué?

—Papá. En el cuarto de baño. Está malo.

Randall asiente con la cabeza, parpadea. Se está despertando.

—Dice que te necesita.

Cuando llegamos al final del pasillo, Randall está dando botes, sacudiéndose el sueño de los brazos y las piernas. Papá tiene la cabeza apoyada en el váter, la cara vuelta hacia nosotros, los ojos cerrados y los brazos caídos con las manos boca arriba sobre las losetas medio despegadas de manera que parecen pinos jóvenes.

—Estoy malo —gime papá—. No puedo parar.

—Venga, papá.

—No. —Papá intenta quitarse a Randall de encima cuando Randall se inclina y le agarra de los sobacos, pero está débil y sus manos se sueltan como ramas secas—. Me tengo que quedar cerca del váter.

—Te voy a poner un cubo de basura al lado de la cama. —Randall tira de papá, consigue levantarle el torso; pero las piernas le arrastran, y se queda desmadejado como las sábanas en la cuerda antes de que las estiren y las tiendan con pinzas. Cuando los abuelos aún vivían, mamá lavaba las sábanas de las dos casas todas de una vez, y había tanta ropa de cama que papá tuvo que poner más cuerdas. Mamá se iba hasta el fondo y las colgaba arrebujadas antes de extenderlas. Las sábanas estaban tan gastadas que casi podíamos ver a través de ellas. Formaban habitaciones nubosas, y en ellas jugábamos al escondite. En invierno nos mojaban la cara y nos la dejaban dolorida de frío, pero en verano, a pesar de que hacía tanto calor que las sábanas no duraban mucho tiempo mojadas, aplastábamos la cara contra ellas, intentando encontrar el frescor oculto. Mamá nos regañó por ensuciarlas una vez que las llenamos de huellas de barro; después de aquello, acercábamos las manos lo justo para no tocarlas, arrimábamos la nariz para ver si podíamos ver a la otra persona corriendo por el siguiente pasillo hinchado. Ahora, lavar y tender la ropa es cosa mía y de Randall: no creo que Skeetah sepa siquiera poner la lavadora.

—Agárrale de las piernas —dice Randall, así que me agacho y tiro. Papá pesa más de lo que parece. Tiene los ojos cerrados y cada vez que resuella se echa el aire en el brazo; hace gárgaras al respirar—. Venga.

Tengo que caminar de espaldas por el oscuro pasillo, así que vamos arrastrando los pies despacito. Después de morir mamá, papá nos enseñó a Randall y a mí a usar la lavadora. Era cosa nuestra lavar las sábanas, tenderlas. Al principio sólo las lavábamos cuando nos lo decía papá, pero luego empezamos a lavarlas cuando estaban ya tan sucias que nos despertábamos varias veces en plena noche con picores, rascándonos la espinilla, un tobillo. Así tendíamos las sábanas al principio, cuando los dos éramos demasiado bajitos para colocarlas sobre la cuerda: poniendo en medio la sábana mojada y flácida, contando, levantando y lanzando al unísono el húmedo algodón con la esperanza de que se enganchase. Los tobillos de papá son tersos como las naranjas. No me los imaginaba tan tersos.

—A la una, a las dos y a las tres —dice Randall, y levantamos a papá y le echamos sobre la cama como hacíamos con las sábanas. Por un instante, Randall es la mitad que él, flaco como un cinturón estirado, sus rodillas, grandes como pelotas de sóftbol, todo hueso y pellejo, y otra vez somos niños, y mamá acaba de morir y estamos tendiendo sus sábanas. Me escuecen los ojos. Papá deja un rastro húmedo en la funda de la almohada. Gime y se agarra la mano herida.

En la mesilla de noche hay más latas de cerveza, medio vacías. Tiemblan cuando Randall se arrodilla junto a la cama para buscar la medicina de papá, que está en el suelo.

—¿Te duele la mano? —pregunta Randall. Papá se pone de lado, de cara a nosotros, y yo me voy al cuarto de baño y vuelvo con el cubo de la basura y se lo coloco debajo de la nariz, pegado a la cama. En el fondo del cubo hay envoltorios de caramelos y un gurruño de papel higiénico, pero está casi vacío. Randall enciende la lamparita de papá, lee los frascos para ver cuál es la medicina contra el dolor. Es grande y oscuro y tiene hasta el último centímetro de su cuerpo empedrado de músculos; a veces me pregunto si papá se asombrará de que esta máquina tan alta que es Randall saliese de él y de mamá. Si Randall le asombrará. Y luego veo a Manny, que resplandece casi tanto como China en el claro, y me pregunto qué saldrá de él y de mí: algo dorado y ancho como él, negro y pequeño como yo, o algo más que cualquiera de los dos. Papá vino, una vez, a uno de los partidos de Randall, y permaneció todo el rato a las puertas del gimnasio, asintiendo para sus adentros con la gorra de béisbol en la mano, mirando la cancha con el ceño fruncido y siguiendo el partido a medias. Se marchó antes del descanso.

—Papá, aquí dice que no debes beber alcohol con estos antibióticos. Ni con las pastillas para los dolores.

Papá niega con la cabeza y no se mueve.

—La cerveza no cuenta —refunfuña hacia la almohada—. Es como un refresco.

—Probablemente estés vomitando por eso.

—No puedo quedarme aquí tumbado. —La mano sana de papá está temblando—. Tengo que preparar la casa.

—Esch, ve a por agua. —Randall coge una lata, la estruja con una sola mano entre sus largos dedos, que se cierran como una araña—. Y llévate estas.

Me pongo las latas de cerveza en la camiseta. Papá murmura. Cuando vuelvo con el agua, Randall le está dando las pastillas a papá, que por lo menos se ha incorporado sobre un codo aunque tenga un lado de la cabeza apretujado contra el cabecero. Se traga toda el agua con las pastillas como si por hacerlas bajar deprisa pudiese impedir que se le suban más tarde.

—El huracán —dice papá.

—Tú dinos lo que hay que hacer —dice Randall, y me pide que le traiga a papá dos trozos de pan para el estómago y que se los ponga en la mesilla.

Hoy la brisa se ha convertido en viento, sopla con más fuerza, sopla más que ayer en el bosque y en el claro. Con los dedos encuentro una linterna en la caja de herramientas que hay en la trasera de la camioneta de papá, además de un martillo y un taladro. Los clavos están todos caídos por el fondo de la caja, como plumas y paja en un gallinero. «Las ventanas primero —había dicho papá—. Tenéis que tapar todas las ventanas». Tardo en seleccionar los clavos; me pincho el dedo con uno y me lo chupo, pero no hay sangre, solamente dolor. Me pregunto si el cachorro tendrá esta misma sensación cuando se meta en la boca el pezón destrozado de China una vez que cicatrice: duro, una cicatriz que recubre el dolor.

Skeetah sale del cobertizo y vuelve a correr la chapa que ha estado utilizando a modo de puerta. Abre el grifo, se inclina y bebe, deja que le corra el agua por la cabeza. Cuando se acerca a mí, el agua le está cayendo como una sarta de cuentas por el cuello y cubriéndole la clavícula, igual que el chal rojo de Kilo.

—¿Qué hacéis ahí metidos en la camioneta de papá?

—Está malo —digo.

Randall tiene medio cuerpo fuera de la camioneta y el otro medio dentro, y está sintonizando la radio en busca de la emisora negra. Sus piernas son tan largas que apoya las plantas de los pies en la tierra apisonada que hay debajo de la puerta del pasajero. Grita hacia el parabrisas para que le oiga Skeetah:

—Quiere que dejemos la casa preparada para el huracán.

—Dice que pongamos primero las tablas —le digo a Skeet. Va sin camiseta, y se ha apretado tanto el cinturón que la pretina del short cuelga como una cortina de baño y el cuero se le clava en la piel. Es el pantalón del día anterior. No me equivocaba; ha dormido en el cobertizo con China.

—Yo no puedo —dice Skeetah—. Tengo que lavar otra vez a China, hacerle la cura de los cortes. Tengo que asegurarme de que no se le ponen feos.

—Y ¿cuánto vas a tardar? ¿Quince minutos, media hora? —Randall se está asomando desde el interior de la camioneta; la música sube en volutas por detrás de él, minúscula y metálica porque la furgoneta de papá no tiene graves. La canción termina con un tintineo, y la pinchadiscos empieza a hablar suavemente, su voz tranquila y casi tan profunda como la de un hombre.

«—El huracán Katrina ya es un huracán de fuerza tres. Está previsto que toque tierra en Buras-Triumph, Luisiana, a lo largo de la mañana del lunes. El Centro Nacional de Huracanes ha emitido una alerta de huracán para el sudeste de Luisiana y para las costas de Misisipi y Alabama. El equipo de JZ94.5 les mantendrá al tanto de la situación de la tormenta a lo largo…» —Randall apaga la radio. Skeetah mueve la boca, mira al suelo. Sus cejas, tan oscuras y uniformes que parecen pintadas, se juntan formando un gancho. Las de papá también lo hacen. Las mías son tan claras que casi ni se ven.

—Tengo que ir a la tienda a por provisiones. Papel de liar y cosas así —dice Skeetah.

—Podrías pillar más latas de comida cuando vayas. —Randall pone cara de harto.

—No llevo dinero para eso.

—Ah, y entonces cómo pensabas comprar… —Randall se detiene a mitad de la frase—. Mierda. Voy a coger dinero del monedero de papá. Coge lo más barato. Cualquier cosa que venga en lata. No vamos a poder cocinar nada.

—Ya lo sé —dice Skeetah.

—No tendría ni que habértelo pedido. —Randall se frota la cabeza—. Que no te pillen.

—Nunca me pillan.

—¿Cómo vas a ir?

—Ya he llamado a Big Henry.

—Date prisa y vuelve. —Randall enciende otra vez la emisora. El rapero suena como una ardilla. Randall empieza a toquetear el botón, pero se vuelve a asomar—. ¡Necesitamos tu ayuda!

—Vale —dice Skeetah. Se seca el chal de agua, que se emborrona y se convierte en una corbata que le baja por en medio de las costillas. El ambiente es tan sofocante que ni siquiera con el viento se evapora el agua—. Echadle un ojo a China —dice, y el viento repentino le mete dentro de casa.

—¿Junior?

Le necesito para que saque los clavos del cubo. Sus deditos de araña lo harán mejor que los míos. No está en su cama, pero sus sábanas y su almohada siguen en el suelo. Las recojo, las dejo sobre el colchón. La cortina de nuestra ventana se agita. Apago el ventilador.

—Junior.

No está en el cuarto de baño. El último en entrar se dejó la tapa del váter subida, como siempre. La puerta del dormitorio de Skeetah y Randall está cerrada; oigo moverse a Skeetah de acá para allá. Hay un agujero en la mitad inferior de la puerta, de una vez que Skeetah se enfadó y la abolló de un puntapié; apareció papá por detrás y la emprendió con él a patadas, y después intentó darle un tortazo.

—¿Está ahí Junior?

—No. —Las paredes son tan delgadas que suena como si Skeetah estuviese a mi lado. China fue el motivo de que Skeet la emprendiese a patadas con la pared: cuando China se puso lo suficientemente gorda y sus pechos lo suficientemente grandes para que papá se diese cuenta de que estaba preñada, papá le dijo a Skeet que no quería una invasión de perros en el Hoyo. Lo dijo borracho, y jamás volvió a decirlo después de aquella noche, después de que Skeet le parase la mano cuando intentó darle un tortazo y le dijera: «No me pegues en la cara», como si estuviese dispuesto a aceptarlo en cualquier lugar menos en ese.

—¿Junior?

Está al lado de la cama de papá; su espalda pequeña y estrecha, vuelta hacia mí; su cabeza calva, inclinada. Tiene un brazo colgando, y el otro por delante como si estuviese participando en una carrera de huevos de Pascua, manteniendo un huevo duro en equilibrio sobre una cuchara. Sólo que aquí no hay ninguna cuchara, nada más su dedo índice, que sostiene firmemente ante la nariz dormida de papá, casi rozando su bigote desgreñado, la desnuda piel de pollo que tiene encima del labio. Jamás he visto a Junior tan quieto.

—¿Qué haces?

Junior da un respingo. Se vuelve y se apresura a llevarse el dedo a la espalda. Bajo sus ojos hay moretones que le dan el aspecto de un hombrecito marrón y nervioso. Le agarro el dedo y le saco de la habitación, cierro la puerta.

—Esch —susurra Junior. Baja la vista como para contemplar a través del suelo los huecos que tiene debajo de la casa, en la tierra.

—¿Qué era eso? —pregunto. Aprieto, y no hay más que piel sobre hueso. Su dedo sigue estirado. Protesta e intenta zafarse, pero no suelto.

—No respiraba.

—¿Cómo que no respiraba?

Le arrastro por el pasillo, y aunque se retuerce, aunque se deja caer y clava los pies en el suelo, consigo llevarle hasta nuestro dormitorio. Me arrodillo delante de él.

—¿Qué estabas haciendo?

Junior me mira a la garganta, a la mano, adonde sea menos a la cara. Le doy un tirón, y me mira a la cara.

—Parecía que estaba dormido pero luego parecía que no respiraba así que quería sentir que respiraba. ¡Suéltame!

—Nunca vuelvas a entrar ahí cuando esté dormido. —Vuelvo a zarandearle del brazo—. Está malo.

—Ya lo sé —lloriquea Junior—. Sé que está malo. —Junior cierra la mano y de repente tira, y su mano se desliza como cuerda mojada entre las mías—. Sé lo de su mano y lo de la cerveza y las medicinas. —Da un bote—. Lo vi cuando se reventó la mano. ¡Me lo encontré! —Cada vez habla más alto—. ¡Veo cosas!

—¿Te encontraste qué?

—¡Su anillo!

—¡Junior!

—¡Mira! —chilla. No veo sus dientes de leche, pequeños y amarillos como caramelos; solamente su garganta, húmeda y rosada, y vuelve a ser un bebé, siempre con la boca abierta, siempre en busca del pezón, agarrando nuestros dedos, la manta, el babero, las patas de sus perros callejeros, y chupando. Es el Junior bebé y después ya no lo es; es un Skeetah en miniatura, y la mano que no ha utilizado para comprobar la respiración de papá rebusca en sus bolsillos y enseguida saca algo, algo pequeño y granate, del tamaño de un cuarto de dólar, y lo lanza al otro lado de la habitación—. ¡De todos modos no le servía para nada! —Respira como si acabase de correr, y nada más decirlo ya se está escabullendo pasillo abajo como una araña. Casi le pillo al llegar a los escalones.

—¡Randall! —chillo—. ¡Coge a Junior!

Randall se abalanza desde la camioneta y es una larga raya negra que dobla vertiginosamente la esquina de la casa por donde se ha marchado Junior, y después le oigo dar porrazos debajo de la casa. Junior está tan pegado al suelo que no le veo.

—¡Junior —grita Randall—, sal de ahí!

Junior guarda silencio.

—¡Me vas a obligar a meterme ahí a sacarte! —dice Randall apretando los dientes, y se debe de estar arrastrando, porque Junior ha asomado por mi lado de la casa y quiere echar a correr, los ojos que se le salen de las órbitas como a los conejos; pero le tengo atrapado, y patalea y vuelve a patalear, y me sorprende que no tenga pelaje.

»¿Qué es lo que ha hecho? —Randall aparece por la esquina, la pechera toda roja por la tierra.

—Tenía la alianza de papá.

—¿Que qué? —Randall frunce el ceño.

—Tenía la alianza de papá. Se lo encontró en el dedo y lo sacó. Estaba en su bolsillo. —Con cada palabra, el rostro de Randall se va deslizando y resquebrajando hasta que parece un cristal roto con todas sus grietas, y sé que es porque es incapaz de creerse lo que le digo.

—Chaval, y a ti ¿qué demonios te pasa? —grita Randall. Me arranca a Junior de un tirón, y su otra mano cae con fuerza sobre el trasero flacucho—. ¿A ti qué te pasa? —grita Randall, su voz más alta. Atiza de nuevo—. ¡Junior!

Junior echa a correr en círculos huyendo de la mano de Randall, así que empiezan a girar; pero Randall es más rápido y más fuerte, y su mano cae una y otra vez.

—Es. Asqueroso. ¡Podrías! ¡Haberte! ¡Pillado! ¡Una! ¡Enfermedad! —Randall le da un par de azotes, su mano, tiesa como una tabla—. ¿Por qué lo has hecho?

—¡Se lo dio ella! —gime Junior. Su voz es una sirena—. ¡Y a él ya no le servía para nada! —Solloza—. ¡Yo lo quería para mí! —Gime—. ¡A ella!

Skeetah se ríe cuando le contamos lo que ha hecho Junior.

—Está loco.

—Es malo.

—Pero ¿al menos habéis encontrado el anillo? Seguro que se va por ahí a esconderlo en algún sitio.

—Sí, lo he encontrado yo —digo. Estaba sobre mi cama; lo había recogido con un cacho de papel higiénico y lo había lavado bien en la pila. El oro estaba deslucido y viejo, con una palidez casi como de plata, y nada en él hacía pensar que alguna vez hubiese tocado la piel de mamá—. Estaba cubierto de sangre. —Después de limpiarlo había vomitado.

Junior tiene hipo; ha metido medio cuerpo en la caja de herramientas que hay en la trasera de la camioneta de papá y está seleccionando clavos. Los hipidos sollozantes reverberan en el metal y salen fuera con más fuerza. Los clavos que encuentra los va soltando sobre la plataforma de la furgoneta, y tintinean.

—¿Qué has hecho con él? —pregunta Skeetah.

—Lo he metido en mi cajón de arriba —digo.

Skeetah ríe. Sus dientes son lechosos; su sonrisa, ancha.

—Deberíamos buscar los dedos. Son proteína gratis. —Ríe—. Se los podríamos dar de comer a China.

—Cállate. Qué cosa más desagradable —digo.

—No sé qué le pasa a este. —Randall mueve la cabeza, incrédulo.

Skeetah se ríe mientras se mete en el cobertizo arrastrando una madera, pero minutos después todavía le oímos tronchándose y hablando solo. Cuando Big Henry se acerca a buscarle con el coche, Skeetah está encajando otra vez la chapa en la entrada del cobertizo, sonriendo para sus adentros. Big Henry aparca y se acerca lentamente con un refresco en la mano, y me sorprende que no sea una cerveza. Le saludo con un gesto pero me quedo con los brazos cruzados en la plataforma de la camioneta detrás de Junior, que sigue hipando y moqueando sobre la caja de herramientas.

—Y a ese ¿qué le pasa? —pregunta Big Henry, y cuando alzo la vista veo que me está mirando a mí, que me pregunta a mí. Se ha afeitado los pelos sueltos y la perilla, así que tiene la cara tersa y más clara que el resto del cuerpo, y suavizada por el brillo que le da el sudor. Me quedo mirando la estrecha y huesuda espalda de Junior; suelta otro clavo. Tin.

—Venga —se ríe Skeetah, y se van.

«Tapad las ventanas».

Le digo a Junior que se guarde los clavos en la camiseta y que se quede con Randall y conmigo mientras comparamos los tamaños de las tablas con los de las ventanas, las arrastramos por la casa y las dejamos en los lugares donde se van a clavar. Randall tiene el único martillo con un mango entero que hemos encontrado. Yo me encargo de sostener la madera por abajo, en la medida que puedo, mientras Randall pone los clavos. Junior se estremece al respirar. Intenta tragarse el labio cada vez. Después de clavar las tablas siempre queda algo de cristal a la vista, del tamaño de un ojo o del tamaño de una mano, pongamos como pongamos las piezas de madera. Randall se concentra, pero aun así se machaca dos dedos y se pone a saltar como loco, como si estuviese en un entrenamiento, farfullando tacos. Junior interrumpe su respiración entrecortada para soltar unas risitas. Yo también me río. El barro se ha convertido en polvo por falta de lluvia, y cuando Randall clava, el tablero tiembla y me cae en la cabeza una llovizna roja que viene de donde se ha endurecido la tierra.

«Meted las garrafas de agua».

Las garrafas de cristal que sacamos Junior y yo de debajo de la casa están amontonadas en la cocina. Parecen sacos de renacuajo, apiñadas, arrimadas unas a otras para hacerse compañía: turbias en el centro. Cuando Junior y yo las metimos en casa, estaban llenas de polvo, eran opacas. Enjuago una bayeta para Junior y otra para mí, y nos sentamos en el suelo de la cocina a restregar. Esto es un eclipse de huracán, la madera sobre las ventanas, el interior de la casa tan oscuro que el blanco de la camiseta de Junior es lo más luminoso que hay. Nos sentamos en el cuadrado de luz que forma la puerta abierta, y pasamos las bayetas hasta que se vuelven de color rosa. Esto es lo que beberemos. Esto es lo que usaremos para cocinar. Randall intenta tapar los huecos de la madera, pero no puede. No hay suficiente madera. La luz se cuela en la casa, furtiva y fina como si fuesen cables eléctricos que salen de las grietas del cristal desprotegido. Papá se levanta de la cama, despotricando y chocándose con cosas, y entra a trompicones en el cuarto de baño. Vomita. Pide agua a gritos, y le digo a Junior que se la lleve. Cuando voy a mear, cojo la linterna que encontré en la caja de herramientas de papá y veo que no ha apuntado bien al váter, y que hay vómito en el suelo del baño. Lo limpio con las bayetas que les hemos pasado a las garrafas; cuando sacamos fuera las bayetas para enjuagarlas con la manguera en vez de en la pila llena de platos, el agua sale amarilla y roja.

«Lléname el depósito».

Junior va sentado en medio con las piernas colgando, oscuras y flacas. Conduce Randall. Saco la mano por la ventanilla del pasajero, dejo que el viento la recoja, la venza, me la coja como si fuésemos de la mano. Las dos ventanillas están bajadas porque papá no tiene aire acondicionado, y las piernas se me pegan a las esterillas que puso mamá en el asiento cuando éramos pequeños y la tapicería se calentaba tanto en verano que parecía que nos derretía la piel. «Está demasiado caliente para los críos», había dicho, y atizó las esterillas hasta dejarlas bien limpias, las lavó y las remetió por los asientos. Antes de que Randall se sentase, pude ver que papá había dejado el asiento del conductor muy desgastado. El resto de la tela parece casi tan grueso como cuando la puso mamá. Recuerdo que me picaba la primera vez que me subí con ellos a la cabina de la camioneta, pero no me quejé. Por aquel entonces cabíamos todos en la cabina, y no había ninguna ley sobre cinturones de seguridad. Ahora estamos cruzando por el campo en dirección a la carretera interestatal, donde está la gasolinera más cercana. Los pinos silban y azotan en los márgenes de la carretera; el viento racheado los pone a bailar. La franja de cielo que hay más allá de los pinos está cubierta, gris, y el sol busca colarse en ráfagas, abrirse paso como el fuego a través del papel parafinado. En la gasolinera, Randall ni siquiera permite a Junior que se baje y vaya a la tienda en busca de algo por lo que suplicar; entro yo y pago en metálico, y Randall reposta. El aire acondicionado está tan fuerte y las luces fluorescentes brillan tanto que me cuesta respirar; tengo calor, el cuerpo empapado como una esponja, los pechos y el estómago llenos de agua hirviendo, las extremidades en llamas. Randall llena el depósito, y en el viaje de vuelta aprieta a fondo el acelerador por la carretera secundaria. Vamos por el asfalto a todo gas, dejando atrás los árboles, y el motor brama; vencemos al cielo y al viento. Junior enseña los dientes y sonríe.

«Cocina lo que haya en la nevera».

Hay seis huevos en la nevera. Varias tazas de arroz frío. Tres lonchas de mortadela de Bolonia. Una caja de cartón vacía de la gasolinera con huesos de pollo rebañados. Casi dos litros de leche. Kétchup y mayonesa. El hornillo es de gas, así que cuando Randall enciende los fuegos, la cocina adquiere un resplandor anaranjado y trepan sombras por las paredes. El día intenta iluminar la entrada abierta y fracasa. Junior se sienta a la tenue luz de la puerta, la barbilla sobre las rodillas, abrazadas las piernas. Hace dibujos en la tierra del suelo. Está enfadado porque Randall le ha dicho que no, que no puede ver la tele. Que todavía tiene que andarse con ojo. Randall fríe los huevos con la grasa de beicon que guarda papá en la vieja lata de café que hay sobre la encimera; echa el arroz y condimento criollo. Yo frío las lonchas de mortadela, y China debe de olerlas porque se echa a ladrar; ladridos fuertes, suplicantes. Repartimos en cuatro platos los huevos y el arroz, la mortadela partida por la mitad, reservando un poco para Skeetah. Junior y Randall se beben la leche. A papá le llevo su plato, pero como está dormido se lo pongo sobre el tocador y le dejo echando una cabezadita en la cueva de su dormitorio. Está oscuro, pero aun así duerme con el brazo malo sobre los ojos.

«Aparca mi camioneta en el claro que hay pegado al hoyo».

El único claro propiamente dicho que hay en el Hoyo está pegado al hoyo. Hubo que talar árboles para hacer sitio a las maniobras de los dúmperes, para abrir la tierra. Randall rodea la casa con la camioneta de papá, sortea los árboles; los espejos retrovisores se salvan por los pelos. Las gallinas salen desperdigadas por delante de la camioneta, cloqueando como en protesta; el viento las recoge y hace que vuelen con saltos torpes. Randall aparca al lado de la parrilla improvisada en la que asamos la ardilla; agarrados al metal hay trocitos negros de restos carbonizados, y sobre ellos, un hervidero de hormigas rojas, una línea viva. Mientras subimos las ventanillas de la camioneta y cerramos la caja de herramientas, Junior se agacha junto a la parrilla. Cuando terminamos, Randall dirige un gesto de reprobación a Junior, le dice: «Ya está bien»; el dedo de Junior está en medio de las hormigas, y se han esparcido como un charco sobre su mano. Todas están curvándose, picando, hincando sus mordiscos en la piel. En el semblante de Junior hay una mirada orgullosa que dice: «Mirad cuánto duro». Cuando Randall le agarra del brazo y yo le espanto las hormigas de un manotazo, su piel está hinchada, blanca y roja, llena de bultos que cada vez son más grandes.

—Pero ¿a ti qué es lo que te pasa, Junior? —pregunta Randall.

«Coge lo más barato que encuentres», había dicho Randall, así que cuando Skeetah y Big Henry empiezan a descargar el maletero, supongo que habrá cajas de cartón cortadas por la mitad llenas de sopa de tomate. Skeetah saca una bolsa grande de pienso para perros, se la echa al hombro y la lleva al cobertizo. Después saca otra bolsa de veinte kilos y la suelta al lado de la primera, y allí se quedan, como gemelas abollonadas. Desde el cobertizo llegan los ladridos de China, agudos. Tiene hambre.

—¡Ya vale! —grita Skeetah, y China se detiene en pleno ladrido, se lo traga. Skeetah descorre la puerta de chapa del cobertizo y China sale tranquilamente, le roza con la cabeza, hociquea sus pantalones, le lame la mano. Él se agacha y la acaricia.

Randall, Junior y yo llevamos cerca de una hora sentados en el terreno, las faenas, hechas; la casa está demasiado oscura, demasiado calurosa. Es un puño cerrado. Junior ha estado jugando con un cable viejo, usándolo como una cuerda. Lo ha atado a distintos árboles y se ha puesto a dar como si fuera una comba. El árbol era su compañero, pero no tenía a nadie que saltase en el centro. Al final, Randall desató el cable y yo me acerqué y cogí el otro cabo. Mientras el cielo se oscurecía y el sol empezaba a filtrarse de manera más intermitente entre las nubes, dábamos vueltas al cable para que Junior saltase sobre el polvo.

Randall es el primero en acercarse al coche. Hay dos cajas arrumbadas en un rincón del maletero, las tapas abiertas y desdobladas. En una hay cerca de quince latas de guisantes con letras verdes sobre un fondo plateado, y varias de carne en conserva. Y en la segunda caja hay veintitantas bolsas de ramen. Randall coge la caja que contiene los guisantes y la carne, y yo, la del ramen. Randall agarra su caja con un brazo y los músculos se le apelotonan; mira a Skeetah y se encoge de hombros, sube la mano como si estuviese lanzando un balón a una canasta demasiado alta.

—¿Por qué habéis cogido tantos guisantes?

—Era lo único que quedaba.

—Y ¿sólo tres de carne en conserva?

—Estaban desplumados. Era lo último que había en los estantes.

—Te dije que no cogieras nada que haya que cocinar. ¿Qué vamos a hacer con una caja llena de ramen?

—Comérnosla. —Skeetah, que está al lado de China, levanta la vista. Está revisándole las mamas, quitando la venda amarronada para ver las costras que recubren las heridas rojas y acuosas. China le chupa el antebrazo.

—¿Con qué vamos a cocinar los fideos? Ya sabes que la electricidad se va cuando hay tormentas eléctricas, conque imagínate durante un huracán.

—Tenemos la parrilla en el bosque. Podemos cocinarlos sobre un fuego.

—¡La leña estará mojada!

—Pero si no va a ser para tanto. Seguro que se da media vuelta y ni nos toca.

—No, Skeet. Llevamos todo el día oyendo la radio. Es de fuerza tres y viene directo hacia nosotros. Y ¡tú vas y traes dos sacos de comida para perros! ¿Cuánto te crees que nos van a durar estos guisantes?

—¡En casa hay más cosas!

Odio los guisantes. El estómago, que últimamente ha estado tirando de mí, exigiéndome que coma a todas horas del día para alimentar al bebé, me arde.

—¡Justitas para cinco personas! —digo; jamás me había oído una voz tan dura.

Skeetah desenvuelve la mama de China, y cae colgando, magullada y mustia ya por la falta de uso; es una marca oscura, que desfigura lo que antes era tan blanco, tan impoluto. La cicatriz vuelve lo que queda todavía más hermoso. Skeetah mira a China como si estuviese dispuesto a zambullirse en ella y ahogarse si pudiera.

—¿Alguna vez has probado la comida para perros? —pregunta Skeetah.

La caja de Randall da una sacudida, y parece como si quisiera tirarla.

Big Henry cierra el maletero, sube las manos mostrando las palmas, como para tranquilizarnos.

—Tío, a nosotros nos sobra un poco. Mamá y yo compramos cajas de refrescos y conservas a principios del verano, y desde entonces venimos comiendo de lo que da su huerta para que no se gasten. Seguro que a Marquise también le sobra algo, porque su madre no hace más que dar voces diciendo que come demasiado y que tienen que asegurarse de que les queda suficiente comida, por si las moscas. Skeetah, no tienes por qué comer comida para perros.

—Está salada. Sabe a nueces de pacana. En el peor de los casos, podremos comer como China. —Skeetah acaricia a China desde los hombros hasta el cuello, sube por su mandíbula de cuchilla y le coge la cara, que se arruga cuando le estruja la piel. Parece como si tirase de ella para darle un beso. China entorna los ojos. Me entran ganas de darle una patada. Randall se echa la caja al hombro, me quita la caja del ramen y da media vuelta para irse a casa. Junior está atando su cable alrededor de un viejo cortacésped, tirando de él como si jugase al sogatira El sol brilla, abrasa como el fuego, se encauza por los huecos que hay entre los árboles iluminando a Skeetah y a China y haciéndolos resplandecer mientras se arrodillan el uno frente al otro, los ojos a la misma altura. Skeetah ya ha olvidado la conversación, y China jamás la oyó.

—No somos perros —dice Randall—. Ni tú tampoco. —Se mete entre el pulgar y el índice de la casa, la casa aprieta y Randall ya no está. El día se nubla, y así se queda.