Día octavo:

Que se enteren

—¿Esch?

Junior me toca, y me doy media vuelta.

—¿Vas a ir a la pelea?

Esta mañana me he despertado dolorida.

—Skeetah dice que si tú no vas, no puedo ir yo.

Alguien me ha estado pegando.

—Está a punto de lavar a China.

Me han estado pegando mientras dormía.

—Skeetah y Randall se han peleado porque Randall dice que no debería llevarla. Dice que China no pinta nada allí.

No pienso levantarme para ir al baño. No quiero comer.

—Dice que Skeetah siempre hace el imbécil, y que siempre lo fastidiamos todo. Como su partido. Dice que ahora el único modo de ir al campamento sería que Skeetah consiguiese el dinero.

Me ovillo. Debajo de la almohada y la sábana, me ovillo en torno al dolor, en torno al secreto que se escabulle.

—Randall ha encestado tan fuerte esta mañana que ha arrancado la canasta de cuajo. Le ha obligado a Skeet a que la arregle. —Junior me da un toque en el hombro—. La ha roto. ¿Esch?

Quiero que me deje de doler.

Intento leerme entero el libro de mitología, pero no puedo. Me he quedado atascada en la mitad. Cuando suelto el libro y me seco la cara mojada y aspiro mi aliento mañanero, dispuesta a pasar la tarde bajo la sábana, aquí es donde me he quedado. Medea mata a su hermano. Al principio, su sobrino, que les habla de ella a los argonautas, la ve como una persona con poder, como alguien que ayuda a su familia, de la misma manera que yo intenté ayudar a Skeet la primera vez que China se puso mala a causa del Ivomec. Pero en el caso de Medea, el amor malogra la ayuda. La autora dice que hay varias versiones de lo sucedido. Una dice que miente a su hermano y le invita a subir a la nave con los argonautas mientras se están escapando, y que Jasón le tiende una emboscada. Que vio morir a su hermano, que vio con sus propios ojos cómo le rebanaban la cara igual que a una gallina: la piel rosa mudada en carne sangrienta. La otra versión dice que ella misma mata a su hermano, que su hermano huye con ella y con los argonautas creyéndose seguro, y que ella le corta en pedacitos: hígado, molleja, pechuga y muslo, y va tirando cada trozo por la borda para que su padre, que los persigue, tenga que ir más despacio para recoger los trozos de su hijo.

Lo leo una y otra vez. Es como si Medea estuviese conmigo bajo las sábanas, las dos bañadas en sudor. Para alejarme de ella, del olor a Manny, que después de una noche y una mañana aún no se me ha ido, me levanto.

Junior está sentado en el suelo del pasillo al otro lado de la puerta.

—¿Qué haces aquí sentado?

Junior se encoge de hombros, me mira.

—Iba a salir, pero Skeetah está preparándolo todo para lavar a China y la casa se está llenando de barro por debajo. ¿Por qué no te despertabas?

—Estaba cansada.

—Papá ha preguntado que por qué no le has llevado nada de comer esta mañana. Randall le ha dicho que no te encontrabas bien.

—¿Le ha hecho unos huevos a papá?

—Sí.

—¿Qué hace ahora?

—Dormir. Ha estado hablando del huracán a grito pelado; dice que no se detiene, que según la mujer de las noticias viene directamente hacia nosotros. Randall le ha dicho que se calme. Se ha ido con Big Henry a la tienda a por cervezas, y después papá se ha dormido.

Junior me sigue por el pasillo hasta el dormitorio de papá. Randall ha clavado una manta sobre la ventana, la ha doblado por la mitad sobre la caja del ventilador, que zumba y deja pasar la luz. Papa duerme sentado, desplomado igual que le dejé ayer. La tele está baja, un petardo que chisporrotea. En la pantalla hay un mapa del Golfo, y Katrina gira como una peonza, como si el largo brazo de Florida acabase de lanzarla. Hay dos latas de cerveza junto a la cama; una está abierta, las dos sudan. Dejo la puerta entornada.

—¿Vas a la pelea?

Junior me toca el brazo por detrás, y me detengo a la entrada del baño. Me pellizca, le miro: los ojazos oscuros, los huecos de los dientes caídos, las largas pestañas. Abre los ojos como platos, parece esperanzado.

—¿Eh, Esch? ¿Por favor?

—¿Quién te ha cortado el pelo?

—Me lo ha afeitado Randall esta mañana. Dice que hace demasiado calor para tener pelo.

—Tiene razón. —Pongo la mano sobre su cabeza abombillada, se la sacudo.

—Esch. —Sonríe, y se parece a Skeet en la foto del dormitorio de papá. El ambiente está pesado, pesado como el agua del hoyo.

—De acuerdo —digo—. Iremos.

Me siento de lado en el váter, apoyo los brazos en el alféizar de la ventana; es como si unos siluros me hubiesen acribillado el cuerpo y mi barriga fuese la plomada. Enfrente del cobertizo, Skeetah pone una mano bajo el agua de la manguera: hace tanto calor que sé que el agua sale hirviendo del grifo. Esperará hasta que el agua se enfríe para ella. La primera vez que Skeetah la rocía, China tiembla. Está de pie, las patas bien abiertas, el lomo recto, la cabeza alta. Está dando lametones al agua, y es como si jamás hubiera estado enferma. Cuando bebe de la manguera a lengüetazos, se pone coqueta como una niña con un chupa-chups. Estornuda y cierra los ojos, y una cortina de mugre empieza a caerle por los costados. Es la primera vez en varios días que la veo sin correa.

—Venga —dice Skeetah—. Te vamos a sacar brillo.

Skeetah cierra el agua, coge un bote de lavavajillas casi vacío y se lo vuelca sobre el lomo. Empieza a restregar, y el jabón se vuelve gris rosáceo. Le frota el jabón por la superficie ancha y plana de la cabeza, baja por la cara. Cuando tira del pelaje hacia atrás se le ven los dientes apretados, la afilada curva de los colmillos sobre las encías rosadas. Sus ojos son rendijas, medio cerrados de placer. Se estira entre las manos de Skeet. La está poniendo en forma, masajeándola. La nariz de China apunta al aire, larga y hermosa como un ala extendida. Skeetah se arrodilla ante ella, le pasa la mano por el pecho y ella le lame, feliz.

—Has vuelto a mí —dice.

—No deberías llevarla.

Randall dobla la esquina de la casa. Supongo que voy a ver un balón en sus manos, pero no. Es como si le faltase la nariz.

—Anda y bésame el culo, Randall.

—No tienes ningún motivo para estar enfadado. Yo sí.

—Es mi perra. Son mis perros.

—Estabas haciendo el gilipollas. Tenía que hacer algo.

—Que le jodan al entrenador. —China vuelve a sonreír al notar la piel estirada. Skeetah restriega con fuerza. Parece que China tiene la piel a rayas—. Y a Rico, que le follen. China no tiene nada de débil.

—Sigues sin pensar en los cachorros.

Skeetah abre la manguera. China se mueve en círculos por el agua.

—¡Quieta! —grita Skeetah, y se queda clavada en el sitio—. No deberías haber ofrecido un perro que no es tuyo.

—Tampoco era tuyo el partido y te lo cargaste. ¿Qué hago yo ahora con lo del campamento?

—Si te hubiera soltado a ti esa cabronada, tú también te habrías tirado a él. —Skeetah hace una mueca—. ¡Y vaya manera de mirar a Esch!

—¿Rico se lo ha hecho con Esch? —Randall, que mientras discutía ha ido abriendo una zanja con sus pisadas en el suelo embarrado, se para en seco.

Skeetah resopla y mira hacia la ventana donde estoy sentada, pero el sol brilla demasiado. No puede verme. La boca se le tuerce como si hubiese mordido un hueso de melocotón, y ríe una vez, un gruñido amargo, fuerte.

—Tú no te enteras de nada, ¿no? —Skeetah reajusta el pulgar sobre la manguera y el agua sale disparada en dos chorros chispeantes. Al chocar contra el flanco de China, suena sólida—. No tienes por qué venir hoy. Esto no tiene nada que ver contigo. ¿Por qué no te vas a lanzar unos tiros?

Randall dice que no con la cabeza, hurga con el pie en tierra seca. Se levanta polvo, que se dispersa por el aire tranquilo. Mira hacia el cuarto de baño, y yo me aparto y noto la cisterna del váter fría y resbaladiza a través de la camiseta.

—Voy a ir —le oigo decir—. Hiciste una promesa. Dijiste que pagarías el campamento si vivían —dice en voz más alta.

—¡Vale! —grita Skeetah—. ¡Estás levantando polvo, Randall!

—Eres igualito a papá. Por una cosa o por otra, siempre pareces un loco.

Oigo la puerta de la cocina, que se abre y se cierra con un chirrido cuando Randall deja sólo a Skeetah y se mete en casa.

El agua para. Me inclino tanto que apenas veo nada por la ventana. Skeetah está otra vez arrodillado delante de China, echando el último chorrito de jabón sobre su pelaje, frotándola para que quede más blanca que el blanco: China es el corazón frío y nuboso de un cubito de hielo.

—Mira cómo brillas —musita Skeetah en su oreja—. Blanco cocaína. —La peina, su mano, una cuchilla—. Deslumbrante.

El puñado de terrenos escuálidos, casas de muros finos y caravanas de Bois Sauvage parece poca cosa si se compara con el bosque, como enfrentar un cachorro contra un perro hecho y derecho. Aquí hay fosas para nadar que sólo son charcos grandes y otras del tamaño de piscinas en las que vierten sus aguas unos riachuelos claros y esmirriados, pero la tierra las ennegrece y las hojas de los árboles las dejan hechas un asco, como las pulgas a los perros. Hay macizos de magnolias tan altos, verdes y lustrosos que es imposible trepar por ellos, y el aire que los arropa huele siempre a melocotón. Hay robles tan grandes y viejos que sus brazos se extienden, negros y gruesos como troncos, hasta apoyarse en el suelo. Hay estanques llenos de cieno y de altas hierbas amarillas, y de noche vibran con la coral de eructos de las ranas. Hay claros donde los ciervos comen, se asustan y se alejan coceando. Hay tortugas que avanzan a duras penas entre la paja de los pinos y el barro, intentando evitar la cazuela. Marquise nos contó que una vez se metió por el bosque con Bone y Javon a buscar setas después de una lluvia intensa y se toparon con un lobo, flaco como un zorro, gris sucio, que los miró como si le hubiesen disparado y después desapareció.

El sendero que desemboca en una de las partes más profundas del bosque sale de la carretera, lejos de casa. China nos guía, relajada en su extremo de la cadena; la correa es de acero mate, y el collar, cromado. Skeetah la robó. Ha vuelto a afeitarse la cabeza, y se ha echado al cuello una toalla de manos a modo de bufanda. Big Henry carga con Junior a hombros y Randall les va a la zaga; en su mano, un palo enorme que cogió cuando saltamos la cuneta y que provocó que Skeetah se riese de él y le dijera: «No te va a servir de nada contra esos perros». Después señaló a China y dijo: «Pero ella sí». Aun así, Randall no se desprende del palo. Marquise ya debe de estar allí con su primo. Los cuervos graznan. Estoy atenta por si oigo a los chicos y a los perros por ahí por el bosque, pero lo único que oigo son los pinos que se acallan unos a otros, los robles que se agitan, las hojas de magnolia que, duras y anchas, suenan como platos de papel movidos por el viento, este viento que restalla antes que Katrina en algún lugar del Golfo, que se acerca como la voz queda de alguien que va hablando justo antes de cruzar la puerta de una habitación.

Una nube cruza por delante del sol, y bajo los árboles todo se oscurece. Pasa de largo, y el oro se funde entre las hojas, cae sobre la corteza y el suelo: monedas de papel de plata. Pronto llegamos a una cortina de lianas que cuelgan desde las ramas más bajas hasta el suelo alfombrado de agujas, y la atravesamos a rastras. Skeetah sacude el polvo de las tetas de China, nos hace un gesto con la mano para que sigamos. Llevamos un buen rato caminando cuando oigo el primer ladrido.

—¿Estás cansada? —pregunta Randall.

—No —digo. Me noto el estómago lleno de agua, duele, pero eso no se lo pienso decir. Aparto una rama, la suelto, pero aun así me araña el brazo. A Medea su viaje la llevó al agua, que era la carretera del mundo antiguo, donde la muerte estaba tan cerca como las olas, el sol, el viento. Donde la muerte era tan abundante como los peces que esperan en el agua, abanicando las aletas, observando la superficie, oscureciendo el fondo con sus sombras. China ladra como si estuviese respondiendo al perro.

El claro es una hondonada ancha y oval, probablemente una laguna seca que se vuelve ancha y profunda cuando llueve; una maraña de juncos amarillos y secos recubre el fondo, y los árboles crecen en círculo a su alrededor. Los chicos, acompañados por sus perros, hablan y fuman en corrillos, se pasan porros y cigarros, preguntan: «¿Qué tiempo tiene el tuyo?» o «¿De dónde has sacado ese collar?» o «¿Cuántos ha tenido?». Habrá unos diez perros, unos quince chicos. Yo soy la única chica. Está el hermano pequeño de Marquise, Agee, que se pone a competir con Junior para ver quién trepa más deprisa por un árbol gris, de ramas bajas, que hay fuera del círculo de perros y hombres de pelea. Los perros son marrones y habanos, blancos y negros, a rayas pintas, tierra roja. No hay ninguno blanco como China. China resplandece bajo el sol del claro, las orejas en punta, el rabo tieso. Los perros dormitan, se pasean, ladran, tiran de la correa y se asoman al claro en el que van a pelear, intentando meterse dentro del sol, sentirlo en sus hocicos negros y húmedos. Hoy se van a enfrentar todos, perro contra perro. Los chicos se han acercado al claro atraídos por el cotilleo sobre la pelea entre Kilo y Bravo del mismo modo que los argonautas se acercaron a Jasón al inicio de su aventura. Cada uno echará a su perro al ring con la esperanza de que haya un buen combate, un corazón salvaje, una victoria; de volver a casa desde el bosque, su peligroso mar Egeo, y poder decir: «Mi perra ha ganado» o «Mi negro ha podido con él». Algunos chicos están nerviosos; se meten las manos en los bolsillos, las sacan, blanden los trapos para el sudor y atizan a los jejenes. Otros chicos están confiados: hombros relajados, sonrientes. Big Henry se seca la cara con un trapo que se ha sacado del bolsillo, y Randall se apoya en su palo, mirando con el ceño fruncido a los perros que retozan. Un halcón nos sobrevuela en círculos, se da la vuelta, desaparece.

Marquise está con un chico que debe de ser su primo; los dos son del color de las nueces de pacana, los dos llevan aros de oro en las orejas y los dos son bajos, pero el primo está un poco más gordo. La camiseta que lleva puesta es tan grande que lo engulle.

—¿Qué tal? —dice Marquise—. Este es mi primo Jerome.

—Ya me ha contado el primo vuestro problemita. —Jerome lanza una mirada a Marquise, y después se seca la cabeza con un trapo, ya húmedo, que se ha sacado del bolsillo—. No tenéis de qué preocuparos. —Agita la correa y su perro, Bravo, se levanta de donde estaba tumbado al sol, se acerca a Jerome y se sienta. Es completamente negro, con el hocico blanco.

—Dijiste que era grande, primo, pero… —el susurro de Marquise termina en una risita—. No pensé que tanto.

Bravo es enorme. Es gordo y alto, y tiene las patas delanteras tan arqueadas que de frente parece una herradura. Mientras que el pelo de China es sedoso, el de Bravo es basto, tan basto que veo las cicatrices de las peleas, negras y gordas como sanguijuelas. La lengua le cuelga, sonríe. Al jadear le vibran los costados haciendo un sonido sibilante, y respira tan fuerte que forma ondas en la camiseta de Jerome.

—¿Dónde está el otro perro?

Marquise deja de acariciar a su perra Lala, a la que le ha recortado las orejas y le ha puesto pendientes, unos aros iguales a los suyos, y se yergue para señalar con la cabeza el otro lado del claro. Marquise jamás lleva a su perra Lala a pelear. Es de un suave color habano, y está casi tan limpia como China. Está tumbada sobre las pinochas, nos mira arqueando una ceja. Skeetah me contó una vez que la perra de Marquise duerme con él en la cama, dentro de la casa, todas las noches. Skeetah se encogió de hombros y esbozó una especie de sonrisa después de contármelo, pero cuando vi cómo se le subía un lado de la boca a la vez que se le bajaba el otro pensé que, de no estar aquí papá, también China dormiría al pie de la cama de Skeetah todas las noches.

Al otro lado del claro, Kilo está tirando de la correa que agarra Rico. Olisquea el suelo con aire de asombro y después escarba la tierra con las zarpas. La tierra sale despedida entre sus patas traseras: está abriendo un túnel a través de la hierba seca hacia el lecho de la laguna. Me pregunto si allá abajo habrá ranas, secas y frías, escondidas entre el barro agrietado. Si intentarán aplanarse para esconderse de la afilada zarpa. Rico está mitad al sol, mitad a la sombra, dirigiéndose entre risas a Manny y a un chico oscuro más mayor que se ha puesto zapatos blancos con pinta de nuevos ni más ni menos que para ir a una pelea de perros en el bosque. El grill de Rico brilla, pero Manny, cruzado de brazos, es más de oro que la sonrisa de Rico, y por ese motivo le odio.

—He llevado a Bravo a pelear desde Baton Rouge hasta Pensacola —dice Jerome—. Ha ganado más veces que las que ha perdido. —Bravo vuelve a tumbarse entre la paja de pino y resopla, y la paja sale revoloteando como plumas delante de su cara—. Está preparado.

Me arrimo a Randall por la sombra; está hincando el palo en la tierra arcillosa, una y otra vez. Big Henry se estira la pechera de la camiseta para separársela del cuerpo, la airea. Me sonríe. Skeetah está al sol, el único chico del claro amarillo que le hace frente a la luz con los perros. Nos ignora, mira hacia el bosque sin vernos; está tan quieto como China, que, pegada a él, también nos ignora y mira hacia otro lado, de pie, sin sentarse ni un momento. Me pregunto si la habrá amaestrado para esto, para que permanezca de pie a su lado, para que ni siquiera las ancas se le ensucien al sentarse, y resplandezcan. China es blanca como la arena que habrá de convertirse en perla, Skeetah es negro como una ostra, pero los dos son uno sólo frente a estos chicos que no saben lo que significa querer a un perro como lo quiere Skeetah.

Los chicos se reúnen en el centro del círculo, pendientes de mantener a sus perros en la linde; entregan las correas a sus amigos. Se arraciman para negociar los combates.

—¿Qué hostias dices, cómo que quieres a Bravo?

—El tuyo es demasiado grande para el mío.

—Será un cachorro, pero es peleón.

—Puede enfrentarse a cualquiera de ellos. Esta de débil no tiene nada.

—Yo digo que un límite de dos peleas.

—Yo digo que de tres.

—Y ¿a quién coño le importa lo que tú digas?

—Yo también digo que de dos.

Sugar tiene fuelle para dos como poco.

—Y Homeboy, para tres.

Ojacc es capaz de pelear con todos y reventarlos.

Un coro de gruñidos.

Buddy Lee también.

Truck os va a machacar.

—¿Veis a Slim? ¿Entendéis lo que le haría a Kilo?

—El único digno de Kilo es Bravo.

—Pues Wizard le tiene ganas a Kilo.

—Que ya he dicho que Kilo sólo está aquí para Bravo.

—Ya le habéis oído todos. Kilo no está aquí más que para Bravo.

En el centro del círculo muerto, los chicos restallan como el aire antes de una tormenta. Skeetah y China permanecen en la linde. La discusión de los chicos va subiendo de tono hasta convertirse en un zumbido furioso, y el aire que hasta ese momento estaba quieto se abate abriéndose paso por el claro, levantando polvo, obligando a los chicos a cerrar los ojos. Quizá tenga razón papá; quizá Katrina venga a por nosotros. Big Henry se tapa la nariz con su trapo. ¿Bendeciría Medea a los héroes antes de que emprendieran su viaje? ¿Estaría en la cubierta de aquel barco como estoy yo en este claro, una mujer en sazón, tejiendo conjuros para que la lluvia encubriese la partida de los héroes, para que encubriese su traición? ¿Le habría dicho Jasón que la amaba? Manny tiene la correa de Kilo entre las manos y los ojos clavados en China. Skeetah y China no se mueven.

—Venga, vamos —dice Marquise.

Skeetah y China salen del círculo, se detienen a un lado de donde estamos nosotros pero un poco apartados, un poco más cerca del círculo; la camiseta de Skeetah se va oscureciendo húmedamente por el cuello, por la espalda, y China está inmóvil salvo por sus orejas, que se sacuden los jejenes que intentan aterrizar.

Skeetah llevó a China a pelear tan pronto como supuso que ya no crecería más, con un año. Siempre hubo una ganadora incuestionable en aquellas peleas contra los perros de los chicos de Bois Sauvage, de St. Catherine. Ha peleado contra todos y cada uno de estos perros. Salvo en dos de sus primeras peleas, en las que China luchó pero sangró más que el otro perro, y perdió parte de la oreja, siempre ganaba echándose encima del adversario y agarrándole la garganta con los dientes, su cara, un puño cerrado. Entonces el otro perro aullaba y Skeetah la llamaba a su lado, y así era como se enteraban todos de que China había ganado.

Ahora no hay ningún perro que olisquee a China. No se acercan retozando a mordisquearle juguetonamente la cara o el hombro. Skeetah y ella se mantienen al margen, y cuando empieza la primera pelea entre los dos primeros perros es la única pareja que ni se inmuta. La pelea es veloz, confusa. Los perros se encuentran en el centro y van dando tumbos por la linde del lecho de la laguna, levantando polvo, hierba dorada, palos, sangre. Se retuercen, gruñen, gimen. El gris chilla primero, pero es el marrón y blanco el que cae, el que se suelta y quiere alejarse de la cruda luz, de la ardiente hondonada, de las abrasadoras ráfagas de viento, de las uñas, los bandazos, los dientes. Los chicos agarran a los perros por las patas traseras, los separan, despotrican, los vuelven a soltar. Junior está brincando de puntillas detrás de Big Henry, que se seca el cuello a pesar de que de tanto secárselo no da tiempo a que el sudor se concentre, a que forme una capa de glaseado. Randall, que ha estado haciendo molinetes con el palo como un director de banda, ha parado, y con los ojos fijos en la pelea sostiene el palo como si fuera un garrote. Al gris lo apartan aullando, mientras el marrón y blanco intenta zafarse de las manos de su chico. Skeetah acaricia una vez a China, que está observándolo todo; un leve toquecito en la cabeza, y ella le lame el dedo. No se aparta de él ni un instante.

Ojacc ha podido con él —dice el chico del perro gris, aceptando la derrota. El chico del perro marrón y blanco sonríe, frota la cabeza de su perro.

La perra de Marquise, Lala, salta a la hondonada como un conejo; sus lingotes de oro centellean, y ladra hacia el perro marrón y blanco como si quisiera felicitarle. Ojacc continúa ansioso. Se retuerce como un signo de interrogación, desprende una pata de la mano de su chico y muerde. Lala da un patinazo y se detiene, pero aun así el marrón y blanco le hunde los dientes en la pierna como una grapadora. Su chico tira, y Marquise engancha la correa de Lala con las dos manos. El marrón y blanco suelta, gruñendo.

—¡Quieto! —grita su chico.

—¡Hijo de perra! —grita Marquise, y Lala se le acerca cojeando, gimiendo. Se arrodilla junto a Lala y ella se funde con él, fiel a su color mantequilla. Los perros ladran y se yerguen sobre las patas traseras tirando de las correas, y los chicos tiran en sentido contrario. China se remueve y sus tetas se menean. Skeetah sacude la cabeza, escupe. Los chicos se enrollan las correas en las muñecas, continúan por los brazos. Los perros, asfixiados, llegan a un punto muerto y apoyan las barbillas sobre las patas, tendidos entre la paja y la hierba. La perra de Marquise gimotea sin parar, y cuando Marquise le pone la mano sobre los labios, la baba se abre camino a través de ella. Al acabar la siguiente pelea, Marquise la suelta y ella se sienta de cara al bosque con el lomo pegado a sus piernas, y agacha la cabeza. Junior se acerca corriendo, le da palmaditas en la cabeza. Para cuando ya han peleado todos los perros menos Kilo y Bravo, Lala lleva un rato sentada con el trasero sobre el regazo del hermanito de Marquise y la cabeza sobre el muslo de Junior, y le está lamiendo la pierna.

Rico y Kilo entran en la hondonada. El resto de los perros y de los muchachos respira agitadamente, sangra, está bañado en sudor. Rico sonríe a la vez que Kilo hace una mueca; Kilo es recio pero, a diferencia de su amo, alto, y su pelaje es rojo como la tierra que hay debajo de las pinochas, igual de limpio y de seco. Rico se enrolla la correa en el puño, tira de Kilo, le da unas palmaditas a lo largo del áspero costado, mira y dice:

—¿Estamos preparados?

Jerome nos deja. Bravo le sigue contoneándose. Se detienen a poca distancia de Kilo y Rico. Bravo sacude un par de veces la cabeza mirando a Jerome, dando toquecitos a la correa con la frente, sonriendo, y Jerome se agacha a su lado, despacio, susurrándole al oído. Al otro lado del círculo, Rico masculla algo al oído de Kilo, pero el viento vuelve a soplar, una nube tapa el sol y sus voces se pierden en el susurro de los árboles que nos rodean. Y de pronto el viento amaina, vuelve a coger fuerza, la nube se mueve y el claro es una bola brillante, y Jerome grita: «¡Preparados!», y desengancha la correa de Bravo a la vez que Rico se aparta de Kilo. Bravo y Kilo no están amarrados a nada ni a nadie y se están revolcando por la hondonada, furiosos con el otro que se alza ante sus ojos, que no ha agachado ni el rabo ni la cabeza.

—¡Venga, hijo, a por él! —grita Jerome. Bate palmas como signos de exclamación, una tras otra—. ¡A por él!

Se encuentran en el centro. Se yerguen a la vez sobre las patas traseras, apoyando el uno las patas delanteras en los hombros del otro como si bailasen. La cabeza de Bravo, negro mate, es la primera en atacar. Suyo es el primer mordisco. Kilo recula encabritado y se aleja retorciéndose. Al caer, hunde los dientes en el cuello de Bravo.

—¡Sacúdele! ¡Sacúdele! —grita Rico inclinándose tanto que parece que va a caer de bruces en el círculo.

Kilo no le hace caso. Muerde y suelta, amaga un mordisco y vuelve a morder. Sus dientes lanzan un destello blanco, un destello rojo, otro más.

—¡Agárrale, chaval! —grita Rico.

Bravo no quiere dejarse agarrar. Su cabeza es un cuchillo, y abre un tajo goteante en el hombro de Kilo. Un caudal rojo se extiende por Kilo. Bravo es más lento que Kilo. Pero es fuerte.

—¡Venga, hijo! —chilla Jerome.

Caen los dos, se separan. Kilo se levanta de un salto antes que Bravo, gruñe, se abalanza de nuevo. Bravo se incorpora torpemente y sale al encuentro de Kilo. Diente contra diente. El uno mordisquea la cara del otro, se besan. El uno gruñe en la garganta del otro.

—¡Venga, hijo! —grita Jerome.

Pero Bravo piensa que le ha llamado, que tiene que correr hacia Jerome. Sale disparado girando y chorreando, negro como el aceite quemado, y cae con una sacudida; parece un charco en el suelo, porque Kilo se le ha echado encima y le está clavando los dientes en el lomo. Bravo se vuelve a lanzar sobre Kilo, su gruñido, un inmenso desgarrón.

—¡Llámalo! —chilla Jerome. Ya no es una pelea limpia. Jerome ha cometido un error.

¡Kilo! —grita Rico, y agarra a Kilo de las patas traseras—. ¡Kilo! —Es más un tosido que un grito. Kilo suelta, sacude la cabeza entre una nube de polvo, pelo y gotitas de sangre. Jerome agarra a Bravo de la pata delantera. Rico arrastra a Kilo por las patas traseras hasta el otro lado de la hondonada, lejos de Bravo. Los dos perros están acribillados a cortes. La camiseta de Rico ya no es tan blanca.

Jerome se arrodilla, aprieta el trapo contra la herida que tiene Bravo en el lomo. Se ve negra a través del trapo, y cuando lo pasa por el corte la sangre sale limpia. Vuelve a apretar, espera hasta que se reduce a un hilito. El blanco hocico de Bravo está surcado de rojo. Jerome le hace un gesto a Rico.

—¿Otra vez? —grita Jerome.

—Sí —dice Rico.

Junior suelta la cabeza de Lala.

—Me voy otra vez al árbol —le dice al hermano pequeño de Marquise—. ¿Te vienes?

Dejan a Lala, que se sienta sobre las patas traseras con aire perplejo. Big Henry está cruzado de brazos. Randall está mirando fijamente el lomo de Bravo, el palo pegado a la pierna; se lo echa al hombro y suspira.

Jerome le da un azote en el anca a Bravo, que sale corriendo por el claro al encuentro de Kilo. Los dos perros se confunden en uno solo. Son dos cabezas, cuatro patas, dos rabos. Son una bestia arcaica, feroz, que surge del mar rugiendo de hambre. Bravo da un latigazo con la cabeza, nítida por un instante, y hunde los dientes detrás del hombro de Kilo.

—Mierda —masculla Randall.

Kilo suelta un grito ahogado y casi se dobla por la mitad a la vez que agarra la pata delantera de Bravo.

—¡Sacúdelo, hijo! ¡Sacúdelo! —chilla Rico.

—¡Cógelo! —grita Jerome.

Hierven, rojo contra negro. Kilo intenta que corra la sangre. Bravo gruñe y sacude mil veces la cabeza, devolviéndole a Kilo lo que recibe de él. Ninguno se rompe; ninguno se doblega.

—Están empatados —dice Big Henry.

Los dientes de Bravo y de Kilo se incrustan en el contrario cada vez que uno da o recibe un bandazo. Están afilando los cuchillos de sus colmillos sobre una piedra hecha de carne. Los dos resisten. Ninguno se rinde.

—Llámalo —dice Skeetah.

¡Bravo! —chilla Jerome, y agarra la pata trasera de Bravo y tira.

¡Kilo! —Rico agarra.

Los perros se separan, se los llevan a rastras. Bravo está lleno de cortes, y su hocico blanco nunca ha sido blanco, siempre ha sido rojo. Los hombros rojos de Kilo parecen cubiertos de un hilo más rojo, un ajado chal granate, y su respiración es el sonido que más se oye en el claro, por encima del viento que muere y se eleva. El huracán de papá está tanteando el terreno.

—Gana Kilo —dice Rico.

—Y una mierda —dice Jerome.

—Pero ¿tú qué dices? Ha podido con él —dice Manny.

—Yo no sé qué habréis visto vosotros, pero desde luego a Kilo no lo habéis visto ganar —dice Marquise.

—Todo el mundo ha visto que Kilo lo tenía agarrado —dice el amigo de Rico de los zapatos blancos, que ahora son de un amarillo amarronado.

—Qué hostia lo va a ver todo el mundo. Ha sido empate —dice Big Henry, y de repente todos están hablando a la vez. «Kilo ha podido con él». «No, Bravo, con Kilo». «¿Qué pasa, tío, estás ciego?». «No, y ¿tú?». Los chicos discuten. Los perros que hay a su alrededor ladran y se revuelcan en las pinochas, se lamen las heridas y menean el rabo. Alzan las húmedas narices contra el viento que se mueve.

Rico se yergue después de pasarle un trapo a Kilo, que sangra y sonríe. Engancha la correa de Kilo y lleva a su perro, que camina despacio con la cabeza gacha, al otro lado del claro, donde estamos nosotros. Rico está mirando con el ceño fruncido a Skeetah, que sigue apartado al borde de la hondonada y casi está rozando la cabeza de China con un dedo. China brilla tanto que cuesta mirarla.

—Bueno, ¿cuándo me llevo el cachorro? —le pregunta Rico a Skeetah.

—Mi perro no ha perdido —dice Jerome enganchando y poniéndose de pie.

—No hay un vencedor claro —dice Marquise.

—Ya oís lo que dicen todos. Hay empate —dice Randall, y da un paso adelante para ponerse al lado de Jerome, de cara a Rico. Rico aspira y suelta un escupitajo. Ojalá el viento lo atrapase y se lo tirase a la cara o a los blanquísimos zapatos blancos. Randall lleva el palo cruzado sobre los hombros y la nuca, y los brazos le cuelgan como los de un espantapájaros. Big Henry le sigue de cerca, flanquea a Marquise. Manny empieza a cruzar el claro, seguido del chico de los zapatos amarilleados. Están viniendo todos, reuniéndose todos en el centro. Como los perros.

—He dicho —Rico señala con el dedo a Skeetah y a China, que jadea a su lado— que dónde está mi cachorro. —Camina hacia Skeet y los chicos, que han formado una célula flotante en torno a Rico y Jerome. Marquise sube y baja los talones sin moverse del sitio, flexiona las manos. Si yo fuera chico, creo que pelearía como Marquise.

—No —dice Jerome—. Mi perro no ha perdido. Como mucho es un empate.

—Me la suda lo que tú digas —dice Rico apuntando a Jerome con el dedo, los ojos clavados en Skeetah—. Y quiero la blanca.

—Hay empate. Tablas. —Randall bloquea a Rico, se pone delante de Skeetah. Estira los hombros, agarra el palo con una mano, lo blande y lo coge como un bate de béisbol. Se van juntando todos en un nudo cada vez más apretado, negro en contraste con el día—. No podéis decidirlo vosotros.

—Nosotros sí —dice Skeetah—. Nosotros sí que podemos. —Desengancha la pesada cadena mate del cuello de China, sonríe; ella sonríe con él.

«¿Cómo que la vas a poner a pelear? —dijo Randall a Skeetah con un grito susurrado después de que Rico se echase a reír y se llevase a Kilo al otro lado del claro para restregarlo—. ¡Es madre!». Los chicos y sus perros se dispersaron en torno al círculo del claro; el nudo aflojado, deshilachado. «Y él es padre —dijo Skeetah señalando a Kilo con un gesto—, y ¿eso qué coño importa?». China husmeaba el costado de Skeetah. «Sus tetas», dijo Randall. «Son para los cachorros, y a ti eso no tiene por qué preocuparte», masculló Skeetah. «Los cachorros —dijo Randall—, ¿qué pasa con los cachorros?» «Todos peleamos —dijo Skeetah—. Todos. Y ahora déjame en paz de una maldita vez para que pueda hablarle a mi perra».

—¿Randall? —Junior y el hermanito de Marquise se han bajado corriendo de la acacia—. ¿Skeetah va a poner a China a pelear?

—Tú vuelve al árbol —dice Randall—. Lo digo en serio. Sube.

—Venga —le digo a Junior—. Y no bajes hasta que termine todo.

Junior coge un palo y se lo tira al hermanito de Marquise, que lleva una camiseta verde chillón espolvoreada con flores rosa del árbol y unos vaqueros de pinzas cortos. Esas pinzas se las ha hecho su madre, pienso.

—No te caigas —digo.

—Vale —refunfuña Junior para que me entere de que estoy sacándole de quicio, y nada más decirlo huyen.

Marquise está hablando muy alto con el tipo de voz de quien pretende que le oigan, y dice que Rico es un hijo de perra, que su perro es un debilucho y que hostias, que Kilo no ha ganado. Big Henry mueve la cabeza, se pasa el trapo por la frente una y otra vez. Jerome le está dando la razón a Marquise a voz en cuello. Se nota que son primos. Bravo se ha vuelto a repantigar a los pies de Jerome, sangrando ligeramente, la lengua fuera, sonriendo de nuevo. Le entra sangre en el ojo y pestañea. Kilo holgazanea boca arriba entre la paja, arqueándose en forma de C. Randall está blandiendo el palo, esta vez como si fuera un palo de golf; engancha lianas, las desgarra de las ramas. Me mira sin inmutarse.

—¿Y? —Randall golpea y salen volando tierra y pinochas secas—. Se morirán. ¡Puto campamento! —escupe.

Desde el otro lado del círculo, Manny nos mira. Mientras los perros peleaban, girando como si fueran los radios de la rueda del claro, rechinando los dientes y forcejeando, músculo contra músculo y diente contra diente, me era fácil acotar la perspectiva, evitar a Manny. Las cejas de Manny se están tocando, tiene los ojos bien abiertos; casi parecen apenados. Me digo a mí misma que no me importa y me imagino alta como Medea, envuelta en vestiduras moradas y verdes, con huesos y oro por alhajas. Aunque me siento incómoda, echo los hombros hacia atrás cuando me acerco a Skeetah, que está en la linde del claro en un macizo de palmeras, arrodillado, susurrándole a China al oído, restregándola tan fuerte que le ondula la piel cada vez que le pasa la mano por encima. La relaja, habla con ella. A la sombra, el pelaje de China parece de plata. Está muy quieta, la mirada fija en el otro lado del claro. La lengua de Skeetah asoma fugazmente, y una cuchilla que yo ni sabía que llevaba en el carrillo le baila por un instante en la punta antes de que la vuelva a aspirar. Está recitando algo, y lo dice tan deprisa que suena como si lo cantase.

China blanca —musita—, mi China. Como la lejía, China; tú dales, que se vuelvan rojos y blancos, China. Como la coca, China, tan fuerte que te esnifen y les sangre la nariz, China. Que se desangren, China, sácales las entrañas, China, que se crean que se han esnifado la cuchilla, China. Déjalos temblando, China, haz que te quieran, China, que te necesiten, China; que se enteren de que por mucho que se empeñen no pueden vivir sin ti, China. Mi China —farfulla—, que se enteren, que se enteren, que se enteren.

Cuando Skeetah se coloca frente a Rico en su lado del claro, ya ha dejado la cadena de China en el suelo y le ha quitado el cromado de la garganta. China está pegada a su pierna derecha, las orejas tiesas, el rabo recto, y nada en ella se mueve. Ni siquiera distingo si respira. Qué blanca es. Es el corazón blanco y puro de una llama. Kilo es todo rojo, todo músculo, un corazón en movimiento dentro del claro. Ladra fuerte, una vez, y Rico le desengancha la correa y le da un azote. Kilo corre.

—Ve —dice Skeetah.

China sale lanzada por el claro antes de que Kilo pueda llegar al centro, y lo recibe con un gruñido punzante. Nada de amagar mordiscos a las patas o a la cara. Sólo existe el cuello de Kilo. Se eleva con él, embiste y muerde.

—¡Cuidado con ella, hijo! —grita Rico.

China vuelve a agarrar a Kilo de la nuca. Hunde su cara en él. Cuando la aparta tiene las mandíbulas cerradas, y le arranca pelaje. Boquea como para tomar aliento, y vuelve a hincarle los dientes.

—¡Venga, Kilo! —chilla Rico.

A China le gustaría horadarle con la cabeza como una lombriz que abre un túnel en la tierra roja.

¡Kilo! —chilla Rico.

Kilo se abate con el cabezazo que le da China. Se engancha a su pata. Es un movimiento débil, facilón, y pienso que se lo habrá enseñado Rico.

—¡Venga, muchacho, sacúdela! —chilla Rico.

Kilo está sacudiéndola. China taladra con la cabeza, convirtiendo lo que antes era un chal en una bufanda de un rojo vivo; pero Kilo le tira de la pata, su cuerpo entero ondulándose; le hierven los músculos, su pelaje deja de ser tierra para convertirse de nuevo en agua, un diluvio rojo. Cada vez que da un bandazo gruñe, pero el último gruñido, cuando China le cubre la oreja y un lado de la cara con su afilada mandíbula y muerde, termina en grito.

—¡Agárrala! —grita Rico.

Skeetah se vuelve a cruzar de brazos, agacha la cabeza. China besa a Kilo en un lado de la cara, un morreo de amante, el beso de una madre a un padre, profundo.

—¡Que la agarres, joder! —chilla Rico.

¡China! —llama Skeetah, y China suelta a Kilo a pesar de que Kilo le sigue royendo el pie. Vuelve la mirada hacia Skeetah como para decirle: «Ya voy, amor, ya estoy aquí».

¡Kilo! —chilla Rico. Agarra a Kilo de las patas traseras y se lo lleva a rastras. Kilo se relame como si acabase de comer algo que le gusta, y la pata de China queda libre. China se va saltando hacia Skeetah, su sonrisa roja como pintalabios corrido. La sangre que tiene en la pierna es una liga carmesí.

—¡Joder! Ni siquiera tiene que arrastrarla —dice Jerome.

Rico limpia el cuello de Kilo hasta que la sangre parece menos una bufanda y más un collar. Observa a su perro, que, con la nariz pegada a la tierra, respira tan agitadamente que rocía el suelo de baba y sangre. Manny se arrodilla junto a Rico, susurra. Sean cuales sean las palabras de Manny, sé que estarán mostrando la maldad que hay en él, que es Jasón traicionando a Medea y pidiendo la mano de la hija del rey de Corinto después de que Medea matase a su hermano por él, traicionase a su padre. La boca de Manny se mueve y leo: «No vale una mierda, no tiene agallas». Mira a China mientras susurra, pero tengo la sensación de que me mira a mí.

—¿Preparada? —pregunta Skeetah.

China está a su lado, ajena a la sangre que le salpica los costados, apretando los labios; sus costillas se hinchan y se contraen. Se apoya sin vacilar en la pata que ha mordisqueado Kilo, que está roja, gomosa y cruda por encima de la articulación.

Rico hace una señal con la mano, manda callar a Manny. Manny se pone de pie, Rico, con él. Los chicos han cambiado de sitio. Se apiñan detrás de Rico y de Skeetah, así que tengo que arrimarme a la linde para ver el lecho seco de la laguna, los manchones rojos allí donde ha caído sangre. El círculo de chavales en el que los perros han estado peleando todo el día se ha esfumado como la niebla.

—Tienes razón —dice Rico. Le da un azote a Kilo en el costado. Kilo se levanta gruñendo, corre tambaleándose hasta el centro de la hondonada. Es un arroyo convirtiéndose en río.

—¡Ve! —dice Skeetah. China alza la cabeza hacia el sol y ladra una vez, dos. Es una risa. Clava los pies en la paja y echa a correr de un salto.

—¡Agárrala! —grita Rico.

Kilo se arremolina en torno al hombro de China. Gira y muerde. China le devuelve los mordiscos, el beso, con furia.

—¡Agárrala, hijo! —grita Rico.

Se levantan y se abrazan, erguidos sobre las patas traseras. China da patadas con las delanteras, se aparta de un empujón del pecho de Kilo para desenrollarse como un látigo y azotar con la cabeza, para morder y rasgar otra vez, pero justo cuando se echa hacia atrás es como si Kilo le acabase de ver las tetas, blancas, llenas, pesadas, calientes, y agacha la cabeza como un cachorro para beber. Pero no bebe. Muerde. Se traga su teta.

—No —dice Skeetah.

—Sacúdela bien —jalea Rico.

Kilo es una vorágine. Hace girar a China, la sacude. China intenta darle zarpazos, la mandíbula abierta de par en par, y comerse sus ojos. Pero Kilo no suelta.

—¡Salta! —grita Skeetah—. ¡Salta, China!

Es lo que le dice cuando quiere que salte desde los árboles. Que se abalance. Que vuele. China embiste a Kilo. Se prepara, se contrae como un músculo. Chupa la oreja de Kilo, muerde, se echa hacia atrás y empuja fuerte con las patas, todo a la vez. Se rasga. Tiene el pecho sangriento, desgarrado. El pezón ya no está.

¡China! —grita Skeetah, y China aterriza sobre las patas delanteras, va corriendo hacia él.

Kilo aúlla y cae de espaldas lejos de China, su oreja hecha jirones.

—¡Ven, Kilo! —llama Rico, y Kilo corre hacia Rico arrastrando su oreja destrozada por el suelo, se da un topetazo contra la pierna de Rico y deja un estampado sangriento.

—Ya te lo dije yo, Skeet —dice Randall.

—Cállate —dice Skeetah.

El tajo es una llama roja que se está tragando la mama de China.

—No puede pelear —dice Randall.

Skeetah aprieta el cuello de China, le murmura al oído. Esta vez no oigo lo que dice. Skeetah le susurra tan de cerca que sólo le veo la mitad de los labios por detrás del blanco surcado de venas rojas de la oreja de China. La teta gotea sangre. China lame la mejilla de Skeetah.

Rico se levanta, sonriendo ya.

—A lo mejor no quiero la blanca —dice—. A lo mejor quiero ese de colores que se parece más a Kilo. —Ríe.

Skeetah se levanta, y China, rotunda y blanca, le mira.

—Va a pelear —dice Skeetah.

Randall se quita el palo de los hombros, lo gira y se lo pone delante.

—Ya está bastante jodida —dice Randall.

—A ver, primo: si ha perdido, ha perdido —dice Big Henry despacio, como si estuviese saboreando las palabras.

—No ha perdido —masculla Skeetah.

Rico ríe.

Skeetah se encoge de hombros y toca con un dedo a China en la punta de la nariz.

—Es mía, y va a pelear.

Kilo hace una mueca.

—Venga, vamos a darle a este tío lo que quiere —le dice Rico a Kilo.

El sudor y la sangre caen a chorros rojos y grises por las costillas de China.

—Adelante, Kilo.

Kilo corre.

—¡Ve, China! ¡Ve! —grita Skeetah, y China sale a toda velocidad; su mama sangrienta es un torrente y va dejando un reguero en la maleza.

Se encuentran. Se yerguen. Se abrazan. Se muerden, cuello contra cuello. Arrancan gruñidos el uno del otro, y el viento irrumpe en el claro y se lleva los gruñidos.

Kilo vuelve a agarrar el hombro de China, sacude el cuello para zarandearla.

Skeetah tiene los puños apretados, y parece como si su cuerpo entero se erizase.

—¡Que se enteren! —grita Skeetah, apenas más alto que si hablase.

China oye.

—Que se enteren.

China es fuego. Echa hacia atrás la cabeza como si estuviese comiendo oxígeno, cogiendo fuerzas, y vuelve a caer ardiendo sobre Kilo y le coge del cuello con los dientes. Se lanza sobre él encorvándose, una llama amorosa, y lame. Se da la vuelta y se pone encima de él, a pesar de que Kilo no le ha soltado el hombro. Se remueve debajo de ella. China mastica. El fuego evapora el agua.

—Que se enteren que se enteren que se enteren de que no pueden vivir sin ti —dice Skeetah. China oye.

«Hola, padre —dice dándole un lengüetazo a Kilo—. No tengo leche para ti». China resplandece. Kilo intenta morderle otra vez las mamas, pero China le aparta con el hombro. «Pero sí que tengo esto». Su mandíbula es una ratonera que se ha cerrado de golpe sobre el ratón, que es el cuello de Kilo.

El chillido que suelta Kilo es fuerte y agudo, como si el viento silbase al pasar entre los dientes de China.

Skeetah sonríe.

Skeetah grita:

—¡Ven, China!

China da vueltas, se lleva parte de la garganta de Kilo.

China viene.

—¡Aguanta! ¡Aguanta! —chilla Rico, sudoroso, la cara contraída en un gesto agrio. Arrastra a Kilo por el polvoriento fondo de la laguna. Manny se arrodilla, nos repasa con un solo vistazo a Skeetah, a China y a mí, y parece que nos odia a todos. Ojalá no me doliese, pero me duele.

Kilo suelta un alarido.

Unas flores rosadas de acacia revolotean a la deriva con la brisa. El hermano de Marquise ha dejado sólo a Junior; se ha bajado corriendo del árbol para ocultar la cara en la pierna de Jerome, sus hombros temblorosos cubiertos de un polvo rosa. Junior sigue acuclillado en la acacia; sobre las ramas, sus manos parecen blancas, y se mueven bruscamente como si quisiera romper la madera. Tiene los ojos abiertos como platos, clavados en Kilo, que chilla. Junior acompaña con un ritmo los alaridos de Kilo, y es una canción.