Día tercero:

Enfermedad en la tierra

Anoche, me adormilaba y a los pocos minutos me despertaba deseando poder dormir, poder cerrar los ojos y caer en la oscura nada del sueño. Cada vez que me adormilaba, la realidad de mi embarazo me estaba esperando como un bravucón para despertarme a patadas. Amanecí a las siete con la garganta ardiendo, la cara mojada.

Hasta ahora, esto es lo que significa estar embarazada: vomitar. Náuseas desde el mismo momento en que abro los ojos, veo el techo de escayola rugosa y recuerdo quién soy, dónde estoy, qué soy. Abro el grifo para que nadie me oiga vomitar. Lo cierro y echo el pestillo del cuarto de baño. Me tumbo en el suelo. Apoyo la cabeza en el brazo, las losetas a esa temperatura que alcanza el agua cuando pasa toda la noche sobre una encimera, y fijo la vista en la base del váter, el polvo encostrado a su alrededor como musgo español. Paso tanto rato tumbada que bien podría estar dormida. Paso tanto rato tumbada que, al levantar la cabeza del brazo, el pelo me ha dejado la piel marcada con una cursiva que no puedo leer. El suelo se inclina como el fondo de una barca oscura.

—¡Esch! —grita Junior a la vez que tira del pomo, da un manotazo a la puerta y sale por atrás dando un portazo para mear junto a los escalones.

—¿Esch? —llama Randall.

—¡Me estoy afeitando las piernas! —Esto se lo digo a las losetas, ronca.

—¿Afeitándote? ¡Venga ya, que a mis años a mí no me la cuelas como a Junior!

—Ya casi he terminado. —Me inclino sobre el lavabo y bebo hasta que se me pasan las ganas de vomitar. Incluso después de cerrar el grifo, sigo tragando. Es como si tuviese la lengua rebozada en sémola cruda, pero todavía trago. Repito: «No voy a vomitar, no voy a vomitar, no voy a hacerlo». Cuando salgo por la puerta, camino pegada al rodapié.

—¿Estás bien? —Randall me corta el paso.

—He quitado los pelos de la bañera —digo—. No te preocupes.

No hago caso del ruido que mete papá mientras avanza a trompicones por el terreno con el tractor que funciona. En la cama, me tapo la cabeza con la sábana raída, pego la boca a las rodillas y respiro tanto calor que parece que hay dos personas erguidas bajo la sábana.

Cuando me despierto por segunda vez, el aire está caliente, y como el techo es tan bajo el calor no puede subir. No tiene adónde ir. Me sorprende que a estas alturas papá aún no haya mandado a Junior a levantarme para que haga faenas por la casa y lo prepare todo para el huracán. Anoche, ya tarde, él y Junior metieron unas cuantas garrafas, las alinearon contra la pared mientras yo hacía un guiso de atún. Papá contaba las botellas una y otra vez como si no consiguiese acordarse, nos miraba de reojo a mí y a Randall como si tramásemos robar unas cuantas. Si Randall le ha dicho que estoy mala, no le importará. Quizás estén por ahí desperdigados: Junior, debajo de la casa, Randall, jugando al baloncesto, Skeet, en el cobertizo con China y sus cachorros. Noto un chisporroteo de náuseas en el estómago, así que saco mi libro de la esquina de la cama, donde ha quedado aplastado entre la pared y el colchón. En Mitología, todavía estoy leyendo sobre Medea y la búsqueda del vellocino de oro. Medea es alguien a quien reconozco. Cuando se enamora de Jasón, siento un nudo en la garganta. La veo. Medea le pasa cosas a hurtadillas a Jasón para ayudarle: ungüentos para volverle invencible, secretos en las rocas. Posee magia, puede hacer que lo natural se doblegue a lo antinatural. Pero a pesar de todo su poder, Jasón la doblega a ella como un pino joven en medio de un vendaval; hace que se doble por la mitad. La conozco. Cuando alzo la vista, Skeet está en la puerta y parece a punto de echarse a llorar.

—¿Qué pasa?

Skeetah mueve la cabeza, y le sigo.

Dentro del cobertizo, los cachorros nadan en la tierra. Están tumbados sobre sus barrigas, sus patas, tiesas como ramitas, cabeceando en la corriente de polvo. Temblequean y ruedan. No hacen ruido. Son lenguas rosadas que bostezan. Todos menos uno reman hacia China, se agarran a su abdomen como nosotros en el río a los árboles hundidos. Les cuesta agarrarse a sus tetas, le amasan la barriga moviendo las patas como nosotros los pies para mantenernos en equilibrio sobre los troncos viscosos. Todos menos uno nadan y maman.

Es la de color blanco y marrón. Es la nadadora que parece un dibujo animado, la cachorra que al nacer se zambullía como Big Henry. Está tumbada boca abajo. Su boca se abre y se cierra como si se estuviese comiendo el suelo del cobertizo. La cara de Skeetah está tan pegada a la cachorra que cuando habla se agita el pelaje marrón y blanco, y casi da la impresión de que la cachorra se mueve.

—Esta mañana estaba bien. Si hasta comió una vez y todo.

—¿Cuándo la has notado así? —pregunto. La cachorra ladea la cabeza, y parece como si tuviera el cuello roto. Skeetah se tambalea. La nadadora jadea.

—Hará más o menos una hora.

—Igual es por China. Igual su leche le sienta mal o algo.

—Creo que tiene parvovirus. Creo que lo ha pillado con la tierra.

En mi cabeza irrumpe mi siesta mañanera.

—A lo mejor sólo tiene mal cuerpo, Skeet.

—Y ¿si está en la tierra? Y ¿si se contagian los demás?

La cachorra da golpecitos al suelo con una pata.

—A lo mejor si consigues que coma… A lo mejor no ha podido beber suficiente leche.

Skeet recoge a la cachorra, la deja en la tierra a escasos centímetros de China. China agacha la cabeza, apuntando como una serpiente. Cuando la cachorra vuelve a sacudir el cuello, gruñe. Rocas que retumban sobre tierra apisonada. La cachorra no se mueve. Ni siquiera se le han abierto aún los ojos. China gruñe nuevamente, y la cachorra se escurre hacia un lado.

—Para, China. —Skeetah respira—. Dale de comer. —Acerca a la cachorra unos centímetros. La cara de la cachorra se estrella contra la arena.

China estira el cuello con un movimiento brusco y ladra. Ataca. Sus dientes rasguñan a la cachorra, que extiende temblorosa las patas y luego las retrae.

—¡Skeet! —chillo.

—¡Cabrona! —masculla mirándola con aire de reproche, dolido. Agarra a la cachorra, la envuelve en su camiseta, se sienta sobre sus talones. China pasa de ella y recuesta la cabeza en sus patas blancas y brillantes como cuellos de garzas. Baja los párpados, y de repente parece cansada. Sus ubres están hinchadísimas, y los cachorros tiran de ellas. Es una diosa cansada.

Es muchas veces madre.

—A lo mejor sólo intenta proteger al resto. Ya sabes; si es algo grave, se da cuenta.

Skeetah envuelve a la cachorra con su mano como si fuera una pelota de béisbol. Asiente.

—Vale.

Fuera, los bichos cantan porque el día es tan radiante que es de oro. Papá acelera el tractor; está arrastrando montoneras de contrachapado por el claro, recogiendo madera de todos los rincones del Hoyo para la tormenta. Big Henry nos había dicho que a uno de sus primos de Germaine se le había muerto una camada entera a causa del parvovirus; justo cuando los cachorros acababan de abrir los ojos, se murió el primero; y luego, los días siguientes, cada vez que su primo se acercaba a la caseta de los perros se encontraba otro cachorro muerto, tan pequeño y tan duro que le costaba pensar que alguna vez hubiese estado vivo.

—¿Te vas a venir conmigo de acampada esta noche? —La cachorra es una bola negra en la camiseta negra de Skeetah: quieta, redonda. Skeetah no se mira las manos, pero observa a China con algo así como respeto y amor en la cara—. Tengo que separarla. Ponérselo fácil hasta que muera.

—Sí. —Respiro. Noto un aleteo en el estómago. Voy a ver a Skeetah matando a uno de los suyos—. Ya sabes que estoy aquí.

Comer ya no es lo mismo que antes. Me encorvo sobre un bol de huevos con arroz en la cocina y como, pero siento que me estoy engañando a mí misma y que estoy engañando a Skeetah, que está robando comida para la noche que vamos a pasar en el bosque. Cada bocado es una mentira más. Lo último que quiero es comida. Skeetah saca más bolsas de plástico de debajo de la pila y envuelve con ellas la bolsa que contiene la comida, de manera que el fardo queda opaco como un saco de huevos de araña y no veo la mezcla de cosas que serían nuestras provisiones para el huracán y que Skeetah está birlando.

—¿Queda bien así? —pregunta.

Trago. Afirmo con un gesto.

—Deberíamos llevarnos una de esas garrafas de agua.

—Ya sabes que papá las habrá contado.

—Le diremos a Randall que le diga que es por culpa de las cervezas esas que se bebió ayer. Que le hicieron perder la cuenta.

—¿Randall no viene?

—No sé. Pero ya sabes que Randall le dice a papá lo que sea.

Skeetah se mete el fardo de bolsas debajo de la camiseta. Ahora parece que está embarazado.

Rebaño el fondo del bol con la cuchara, deslizo el acero por las partes curvas. El arroz se apelotona; los huevos están amazacotados. Desaparece todo, y me pregunto a qué estaré alimentando. Me imagino la comida volviéndose papilla, bajando por mi garganta y por todo mi cuerpo como el agua por un desagüe para acabar acumulándose en mi estómago. Para que lo que está dentro de mí crezca y se convierta este invierno en un bebé. Y Skeet me sonríe y me sujeta la puerta, esperando a que pase, y está ciego.

Junior está arrastrando tableros de contrachapado por el patio. Los levanta un poco y tira, caminando hacia atrás. Papá los ha desperdigado por todas partes, los ha arrastrado desde otros lugares del Hoyo y los ha dejado en el suelo. Junior los amontona, y van dejando un rastro de madera desmenuzada porque están completamente picados por unos manchurrones negros y podridos. Junior va dejando un rastro de migas de pan. Está cubierto de polvo, y parece que se haya estado revolcando en tiza. Los pantalones cortos grises y usados le bailan, le cuelgan hasta la mitad de las espinillas. Deben de ser unos viejos de Skeet. Suelta una tabla, que cae con un ruido seco.

—¿Adónde vais? —pregunta Junior.

—No es asunto tuyo —dice Skeet. Entra en el cobertizo, y le sigo.

—Vete, Junior —digo. No tiene por qué saber que la cachorra se está muriendo. No tiene por qué saber que también las cosas jóvenes se marchan.

—Tú no mandas en mí —dice Junior. Intento impedir que se cuele por la puerta encortinada, pero gatea por debajo de mí y ve a Skeet tocando a la cachorra enferma, que ahora no está nadando. La cachorra ladea la cabeza y sube una pata, pero no sé si es que los dedos de Skeet tiran de ella como de una marioneta o si es la propia cachorra, que está luchando.

—¡Sal de aquí, Junior! Mira que eres malo —dice Skeetah. Baja un cubo de uno de los estantes altos y mete dentro a la cachorra, y después lo vuelve a subir para que China no lo alcance. China gruñe, y Skeetah le pone los dedos en mitad de la frente y empuja—. Calla.

—¡Le voy a decir a Randall que le vas a hacer algo malo a la cachorra! —Junior sale corriendo.

—Ay, Dios —digo con un suspiro.

China observa, reclinada de costado. Los cachorros comen de ella y ella está quieta, es de piedra. Sólo le brillan los ojos a la luz como una lámpara de aceite. Debería saber que así es China, que a menudo se queda quieta como un animal listo para atacar, pero no lo sé. No menea el rabo. No puedo evitar que se me encrespe la piel del estómago, de los brazos.

—La dejaremos aquí hasta esta noche. Si es el parvovirus, espero que a esta distancia no pueda contagiar a los demás. —Skeetah se seca las manos en la pechera de su camiseta, que está como un colador. La camiseta deja al descubierto sus costillas, su estómago delgado y musculoso—. Mierda. Los microbios. Tengo que ir a lavarme las manos.

Estoy sentada en los escalones, esperando a Skeetah, cuando sale Randall de entre los árboles. Camina dando botes, y es como si la oscuridad que hay debajo del verde le fuese entregando las piezas una a una: pecho, estómago, caderas, brazos y piernas. Por último, la cara. Junior es una voz que va tras él, montado a caballito, sus pies colgando sobre el estómago de Randall y dejando blancas marcas polvorientas como de talco con las plantas.

—¿Qué es eso que dice Junior de que estáis intentando ahogar a uno de los cachorros?

Por un instante, siento náuseas.

—No sé de dónde se habrá sacado eso.

—Dice que la habéis metido en un cubo.

—La cachorra tiene parvovirus —digo.

—¡Iban a ahogarla en el cubo! —Randall aúpa a Junior, de modo que cuando Junior habla sólo se ve un rostro que asoma fugazmente por detrás del hombro de Randall.

—Y no íbamos a ahogarla en ningún cubo —digo.

—Bueno, y ¿qué vais a hacer con ella?

—Devolverla al hoyo.

Randall suelta a Junior, y Junior se engancha hasta que ya no puede más, hasta que sus piernas se convierten en fideos y se escurre por Randall como por un poste. Los tres estamos callados, mirándonos con el ceño fruncido.

—Venga, Junior —dice Randall.

—Pero, Randall…

—Vete.

Junior se cruza de brazos y sus costillas son como una pequeña parrilla carbonizada. Tiene que ponerse una camiseta.

—Que te vayas.

A Junior le brillan los ojos. Cuando se aleja corriendo, sus pies hacen ruiditos como cachetes sobre la tierra y dejan nubes de humo. Skeetah agarra el cubo y las provisiones que ha robado de casa.

—No puedes ir y matarla sin más —dice Randall.

—Sí que puedo.

—Puedes curárselo.

—No hay nada que cure el parvovirus. Los cachorros no sobreviven. Y si no quito a esta de en medio, se lo pegará a los demás. Y entonces se morirán todos. ¿Tú crees que Junior iba a soportar eso?

—No. Pero tiene que haber algún otro modo.

—No lo hay. —Skeetah se echa la bolsa al hombro y también su rifle de aire comprimido, coge el cubo con una mano temblorosa—. Sabes mucho de baloncesto, pero de perros no sabes nada. —Se aleja—. Dile cualquier cosa, lo que quieras; pero esta se tiene que ir.

—Es demasiado pequeño, Esch. —Las manos de Randall tienen un aspecto desgalichado cuando no están cogiendo un balón de baloncesto. Parece como si no supiera qué hacer con ellas.

—Ya lo sé —digo—. Pero nosotros también éramos pequeños. —Sabe de quién estoy hablando.

—Le pillo a todas horas subido a los barriles, mirando por las grietas, demasiado asustado para entrar. Mirando a los cachorros esos. China se pone a gruñir y le aparto, y noto lo deprisa que le late el corazoncito. Y a los treinta minutos le vuelvo a pillar ahí encima.

Me encojo de hombros, levanto las manos como si tuviese algo que darle a pesar de que sé que no. Echo a trotar hacia Skeetah, que se adentra cada vez más por la sombra de los árboles en dirección al Hoyo.

—¡Venga! —grita Skeetah. Randall golpea el aire; parece como si tirase un balón invisible.

—Mierda —suelta Randall—. Mierda.

Skeetah ha robado esto: pan, un cuchillo, tazas, una botella de dos litros de refresco de frutas, salsa picante, lavavajillas. Lo coloca todo junto al cubo, y quita el polvo a dos bloques de hormigón sobre los que hay una parrilla que Randall y él convirtieron en barbacoa cuando éramos pequeños. El fuego ha dejado el acero negro, las piedras grises. Lleva el rifle colgado al hombro de una correa; al caminar, la boca se le clava en la parte de atrás de las piernas.

—¿Para qué queremos eso? —pregunto.

En el cubo, la cachorra se queja. Se siente sola.

—Venga —dice Skeetah.

En el bosque, los animales corren como flechas por los valles de sombra. Los pájaros atraviesan trinando los senderos de luz. Skeetah se abre camino a través de todo ello, cargado de hombros. Se inclina al caminar, estudia el suelo. Yo le voy a la zaga haciendo ruido, arrastro los pies por las pinochas. Levanto las rodillas, intento pisar suavemente, pero pierdo el equilibrio. Lo que va a ser el bebé va sentado en mi barriga como un globo de agua, hace que me sienta a punto de reventar. Mi secreto me vuelve torpe. Skeetah se detiene, se arrodilla entre las pinochas y las hojas que crujen; debajo, todo se pudre y se convierte en tierra. Skeetah me hace un gesto y alza la mirada hacia los árboles. Esperamos.

Antes de un huracán, los animales que pueden se marchan. Las aves vuelan hacia el norte huyendo de la tormenta, y lo demás se aleja todo lo que puede de los vientos y de la lluvia, sin rumbo. El ambiente ha estado despejado estos últimos días. Brillante; cada día ha sido casi insoportablemente brillante, caluroso, bochornoso, como me siento yo cuando Manny está sudando encima de mí: dorada, ardiendo. Los insectos se revuelven a nuestro paso, las ardillas saltan de árbol en árbol, los cuervos planean entre las copas de los pinos, graznando. El batido de sus alas suena suave como el susurro de la escoba cuando Mudda Ma’am barre las pinochas de su arenoso patio. Skeetah los mira igual que mira a China: como si China fuese a hablar en cualquier momento; y está seguro de que cuando esto ocurra, China revelará todas las respuestas a todas las cosas que siempre le han intrigado. Papá está loco, pienso; este verano está obsesionado con los huracanes. El verano pasado, después de que un tornado tocase tierra en un centro comercial de Germaine, se convenció de que la costa del Golfo iba a convertirse en un nuevo pasillo para tornados. Se pasó el verano entero señalando los lugares de la casa donde era más seguro agacharse. Cada vez que pillaba a Junior en la cocina, le hacía practicar el simulacro de tornados que nos enseñaron a todos en el colegio; ponte de rodillas, dóblate sobre los muslos, mete la cabeza entre las rodillas, cúbrete el cuello con los huesudos dedos para proteger la suave nuca.

Skeetah se quita el rifle del hombro, lo amartilla. Al principio lo coge sin apretar, sus ojos se mueven como si leyese algo escrito en el aire que hay entre los árboles.

—Skeet, ¿a qué le piensas disparar?

—No he robado latas de carne porque no había suficientes.

—Pues yo no pienso guisarlo, Skeet.

Skeet se echa el rifle al hombro. Apunta el arma al cielo. El viento se mueve un poco en las copas de los árboles, y luego se desvanece como una persona que sale de una habitación. Los árboles guardan silencio, anhelantes. El rifle empieza a dar tijeretazos en todas las direcciones. Skeetah apunta, siguiendo a las ardillas que corretean entre los árboles. Son peludas y grises, gordas por la comida del verano.

—Shhh —dice—. Necesitamos algo de comer.

Cruje una rama. Las copas de los pinos se frotan unas contra otras cuando regresa el viento, pero los robles no se mueven. Las ardillas prefieren los robles, corren por sus ramas negras y duras, pasos elevados sobre la carretera. Son sus sólidas casas; soportarán una tormenta, si viene. Hay un intenso olor a pino asado.

—Ya te tengo —dice Skeet, y dispara.

El tiro rebota en un pino y hace un ruido contundente que suena igual que un puñetazo. Skeet se estremece. Las ardillas se funden con los manchones oscuros y vuelven a salir, doblan los recovecos de los troncos, desaparecen, reaparecen. Cuando una a la que le falta medio rabo aparece en la uve del roble y se desliza para bajar a toda prisa al suelo, Skeet vuelve a disparar. La ardilla pierde el agarre, se ovilla y cae rodando tronco abajo, dejando una cinta de color rojo. Skeetah se levanta y corre hacia ella, disparando otra vez. Su medio rabo tiembla, y yace quieta sobre la tierra. Para ser una ardilla del Misisipi, es grande.

—Yo eso no lo limpio.

Los cuervos se van volando, chillando. Los insectos chillan a coro en las copas de los árboles.

Skeetah recoge la ardilla con ambas manos, intenta mantener el cuerpo unido para que no se caiga a pedazos. La sangre le sale a chorros siguiendo una cadencia. El corazón.

—Quieres que venga esta noche, ¿a que sí?

—¿A quién te refieres?

—Ya sabes a quién me refiero. Y no es a Big Henry. —Lanza al aire un poco de pelo que colgaba húmedamente como un pendiente rojo del pellejo del animal—. Ni tampoco a Marquise.

—No. —Muevo la cabeza. Skeetah agarra el resto del rabo y tira. Lo que quedaba de rabo antes de que disparase a la ardilla se desprende como las cerdas de un cepillo.

—No pegáis nada juntos —dice Skeetah examinando el cuerpo ensangrentado. Tiene tanto calor que le suda la nariz. «Pero lo estamos», quiero decir. «Hace que el corazón me palpite así», quiero decir, y después señalar a la ardilla que se muere entre borbotones rojos. Pero no digo nada, y Skeetah se encoge de hombros, levanta la ardilla como una ofrenda y emprende el camino de vuelta al hoyo.

Al llegar al campamento, Skeetah tiende la ardilla sobre la bolsa de plástico, saca el cuchillo y le corta la cabeza. La sangre huele como la tierra caliente y mojada después de un chaparrón de verano. Lanza la cabeza a la espesura como una pelota, traza con el cuchillo una línea irregular sobre el pecho de la ardilla y después hace una cruz sobre los brazos del animal. Es implacable, silencioso, se concentra como China antes de un combate. Skeetah tira con fuerza, y la piel se separa de la carne que hay debajo formando un globo, estirándose, estirándose cada vez más hasta que se convierte en un trapo mojado y flácido y Skeetah la lanza por ahí. Quedan botines de pelo en los pies de la ardilla, pero Skeetah se los corta y los lanza en la misma dirección que la cabeza. El animal, ahora, no es más que un cacho de carne equivalente a dos chuletas de cerdo juntas. Skeetah le hace un tajo en el estómago, y lo que resbala al exterior es azul y morado, como una madeja de hilo mojada.

—Mierda —musita Skeetah. El olor de las entrañas del animal está en todas partes. Cuando papá criaba cerdos, se cagaban y comían y hozaban en su propia mugre, cada vez más rosados y más gordos, pero su olor y el de su cubil era como el estómago de este animal: crudo, lleno de mierda. Skeetah tiene razón.

Intenta sacar las vísceras, pero como se resisten intenta cortar las cuerdas que las sujetan y corta sin querer los intestinos.

—Ah, mierda —dice Skeetah, y soltando el animal, las vísceras y el cuchillo sobre la bolsa de plástico ensangrentada, se aparta, las manos sobre las rodillas, la cabeza gacha. En mi garganta hay arena, y no puedo respirar.

—Dios mío, Skeet. —Me voy corriendo detrás de un grupito de árboles, tan lejos como me es posible de ese olor y esa inmundicia, y me caigo y vomito los huevos, el arroz, el agua, todo lo que llevo dentro, hasta que ya no queda comida, hasta que noto vacía la garganta y no puedo contener las arcadas de aire y saliva; pero aun así no logro vomitarlo todo. Dentro, al fondo, queda algo.

Para cuando la carne se ha terminado de hacer, cuando está dorada y reducida y tiene tantas aristas duras como las joyas, los chicos ya han llegado. Marquise la está cortando con su navaja, colocando cachitos sobre trozos de pan que se reblandecen con la salsa picante. Skeetah prepara un sándwich, me lo pasa antes de prepararse el suyo. La carne es fibrosa y dura, sabe mitad a la especia roja de la salsa picante, que ha teñido el pan de rosa, y mitad a animal salvaje. Muerdo, y al morder estoy comiendo bellotas y saltando, muerta de miedo, al interior de los oscuros huecos que hay en el corazón de los robles viejos. El sol se había puesto mientras Skeetah y yo buscábamos leña para la parrilla; el cielo estalló en colores sobre nuestras cabezas, y enseguida el sol se sumergió entre los árboles y el color se fugó como el agua por un desagüe, dejando el cielo de un blanco desteñido, después azul marino y finalmente oscuro. Había echado demasiada leña al fuego; Skeet tenía que agarrar a la ardilla de la pata cada dos por tres, su mano envuelta con la camisa, para evitar que se achicharrase. Pero el fuego es suficientemente grande como para que pueda ver todas sus caras en la oscuridad.

—Está buena —dice Marquise.

—Sabe a quemado —dice Skeetah. Big Henry, a su lado, se ríe.

—Sabe a mierda. No me puedo creer que os estéis comiendo eso. —Big Henry echa otro trago a su cerveza, que está tan caliente que el botellín ni siquiera suda agua en esta noche tan calurosa—. Le podríais dar la birria esa a la cachorra.

Casi ni mastico el sándwich; solamente lo mordisqueo para ponerme los trocitos en la lengua, mojada de saliva, y tragar. Skeetah me pasa la botella medio llena de refresco, y trago una bocanada de azúcar caliente con colorante. No tengo hambre, pero es mejor que coma porque así siento menos náuseas. Si vomitase otra vez, alguien me preguntaría qué me pasa. Y no quiero tener que mentir, que sonar convincente. Que se pongan a mirarme y a hacerme preguntas. Le paso la botella a Marquise. De todas las bebidas que hemos tenido en casa, esta es la más parecida al zumo de frutas auténtico. Mamá la solía echar al carro mientras yo recorría la tienda subida en la cesta, apretujaba el refresco rojo contra mí y la botella me enfriaba la pierna. Pero me gustaba, porque después, en la camioneta sin aire acondicionado, la pierna seguía fría, como un trozo de hielo derritiéndose en mi mano.

La cachorra se rasca dentro del cubo y Skeetah se sienta encima, la cabeza gacha, la mirada inmóvil. De vez en cuando, toca el borde del cubo como si quisiera meter la mano y acariciarla, consolarla, pero no lo hace.

—No llegaste a ponerle nombre, ¿eh, Skeet? —pregunto.

—No. —Sigue sin levantar la vista—. Se lo puedes poner tú si quieres, Esch. —Se acomoda y apoya la barbilla entre las manos—. Es chica.

Un nombre. Me acuerdo de una chica del colegio que se llamaba como las velas que se encienden para ahuyentar a los mosquitos: Citronella. Siempre tenía dos novios como mínimo y brillo en los labios, y todas sus carpetas llevaban etiquetas de colores a juego con sus libros. Yo solía arrodillarme con el agua hasta el cuello y la contemplaba cuando nos la encontrábamos nadando en el río con su familia. Era dorada como las velas, tan perfecta que deseaba odiarla. Y la odiaba, en cierto modo. Pero a veces, caminando y hablando sola, decía su nombre y me gustaba cómo sonaba, cómo se me enrollaba en la lengua, igual que un bocado de helado. Citronella. Así quiero llamar a la cachorra, pero creo que Marquise, por lo menos, se reirá de mí, porque la conoce. Es probable que fuera uno de sus novios, que saliesen juntos a pasear por la calle que lleva al parque y la cogiera de la mano.

Nella —digo—. Quiero llamarla Nella.

Skeet asiente. Big Henry intenta pasarme su cerveza, pero la rechazo con un ademán. La salsa picante sigue arrancándome saliva de la lengua, pero sé que seguramente lloraré cuando Nella se vaya, y no quiero más sal. Marquise mete un palo en el fuego y lo hinca en las cenizas.

—Es un buen nombre —dice Big Henry, con una sonrisa que brilla un poco y después se desvanece. Skeet mira dentro del cubo como si no lo hubiese oído. De todos modos, el poquito de felicidad que ha surgido en mi interior cuando se me ha ocurrido el nombre aletea y se apaga. ¿De qué sirve ponerle un nombre si va a morir?

Del bosque llega un sonido como de algo que se rompe, el crujir de las hojas desmenuzándose bajo los pies, y aparecen Randall y Manny. Manny atrapa toda la luz del fuego, se la come y resplandece. Sonríe. Su cicatriz reluce, y mi corazón se sonroja.

—Por fin se ha dormido Junior —dice Randall—. Manny dice que a su primo Rico se le murió de parvovirus el perro que tuvo antes de Kilo.

Manny se sienta junto a Randall frente al fuego, bebe tanto cuando Marquise le pasa el refresco que sólo queda espuma en el fondo.

—Deberías matarla ahora —dice Manny—. Ahorrarle sufrimiento. Rico le hizo un tajo en la garganta a su perro en cuanto vio que caía enfermo. Así lo único que haces es torturarla.

—No —dice Skeet—. Aún no es el momento.

—¿Le vas a pegar un tiro? —Manny mira el rifle de arriba abajo—. Eso al menos es rápido.

—No.

—Bueno, y ¿cómo lo vas a hacer?

Skeetah alza la vista, pero al hablar mira a Randall, no a Manny.

—¿Te acuerdas de cómo mataba mamá a las gallinas? —pregunta Skeetah.

Las cigarras son como una lluvia intermitente, resuenan en oleadas entre la negra espesura de los árboles. Cuando habla, Randall no aparta la mirada de Skeetah, que está agarrando un lado del cubo.

—Sólo mataba una en ocasiones especiales, como algún cumpleaños nuestro o su aniversario de bodas. Las miraba como si conociese a cada una, como si supiese cuál tenía huevos para empollar, cuál llevaba una temporada sin poner, cuál estaba cada día más gorda y más vieja. Era casi como si las gallinas lo supieran; se ponían nerviosas. Se movían sin ton ni son, iban en grupo, ni se acercaban al gallinero. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, pillaba una, se la llevaba detrás de la casa a ese tocón de roble tan viejo y tan grande que se trajo papá del bosque y se quedaba allí a su lado, muy quieta, mientras el ave batía las alas tan deprisa que se veían borrosas. Pero la gallina jamás hacía ni pizca de ruido. Y luego iba y le cubría la cara con la mano como para evitarle que viese algo, agarraba y retorcía. Le partía el cuello. Le cortaba la cabeza en el tocón. —Randall no coge aliento al hablar, simplemente deja que salga todo como un torrente continuo. Traga—. Las gallinas ya no saben igual.

Los grillos del árbol más próximo inician un ruido sordo, casi ahogan la voz de Randall. Lo cierto es que no recuerdo tan claramente a mamá matando las gallinas, pero cuando Randall lo cuenta, lo veo, y creo que lo recuerdo.

—Es verdad —dice Skeetah; tarda en pestañear. Levanta a la cachorra. Su estómago sube y baja, y el viento que sale de su interior suena como el croar de una rana. Extiendo la mano para tocarla—. No lo hagas —dice Skeet—. Se contagiarían los demás. —Me echa una ojeada y esboza una media sonrisa, y después se mira los dedos.

A través de los árboles asoma una luna nueva, y Nella le canta. Me parece que veo a Junior saltando como una ardilla entre las sombras, mirando y esperando, pero cuando me fijo bien lo único que hay detrás del fuego es oscuridad.

Cuando Skeet agarra y retuerce, sus manos son tan certeras como las de mamá.

Cuando Skeetah vuelve de enterrar a la cachorra, está descamisado, sus músculos, negros y correosos como los de la ardilla. Viene envuelto en una capa de sudor como aceite. Permanece un instante a la luz de la hoguera, quieto, respirando con dificultad. Echa su camiseta al fuego.

—¿Qué haces? —pregunta Marquise sin dejar de chupetear un hueso de ardilla. Sorbe y casi se lo traga, se atraganta y lo expulsa.

—Todo está contaminado —dice Skeetah—. Todo.

Se quita los pantalones, los echa al fuego.

—¿Hablas en serio? —Marquise ríe.

—Si no hablo en serio, que me muera aquí mismo —dice Skeetah. Lleva los calzoncillos caídos, el elástico asoma por arriba. Agarra el lavavajillas y se dirige hacia el agua negra del hoyo, se inclina sin detenerse para sacarse los calzoncillos por una pierna y luego por la otra, y después los echa al fuego mirando por encima del hombro. Pero no se da la vuelta completa. Es puro músculo. No le he visto desnudo desde que éramos pequeños y mamá nos metía juntos en la bañera.

—No me puedo creer que te vayas a lavar ahí dentro —dice Marquise, pero no ha terminado de hablar y Randall ya se ha puesto de pie y, a pesar de que no ha tocado a la cachorra, se está desvistiendo, dejando la ropa en un montón. Es más alto, y sus brazos y sus piernas son gomas elásticas. Big Henry hinca el botellín en el suelo hasta que la tierra lo sujeta. Primero se quita los zapatos de una patada, y después, los calcetines y los dobla por la mitad antes de meterlos en los zapatos. Sus pies son grandes y parecen suaves, con largos pelos negros que se le rizan por el empeine como el pelo de los bebés.

Adonde van mis hermanos, voy yo.

Me meto en el agua con la ropa puesta. Cuando estoy toda mojada, le cojo el jabón a Skeetah y me refriego, la ropa también. La dejo limpia antes de quitármela, prenda a prenda, y quedarme desnuda en el agua; forma un montón sucio y viscoso en la orilla de barro.

—Estáis locos, tíos —dice Marquise, pero aun así se quita la ropa y se viene con nosotros al agua.

—Total, tenía calor —dice Manny, y arrojando su camiseta blanca cerca de donde estaba yo sentada y también sus pantalones, se queda en ropa interior. Corre y se zambulle en el agua, sale por detrás de Randall y le hace un placaje de modo que se hunden los dos. Forcejean entre risitas, parecen peces tirando del sedal. Marquise se columpia de una cuerda que cuelga de un árbol alto, y Big Henry se desplaza por el agua con lentas brazadas, sus manos cortando el agua tan limpiamente que no salpican. Randall y Manny no paran de hacerse ahogadillas, riéndose. Quiero que Manny me toque, que venga nadando y me agarre de los brazos, que me arrastre hacia él, pero sé que no lo va a hacer. Randall se escabulle de Manny, nada hasta Skeetah, que ha estado sobrenadando a solas en el agua.

—Ten cuidado. Ya sabes que hay serpientes de agua debajo de la broza —dice Randall. Skeetah se restriega como empeñado en quitarse la piel.

—No pasa nada. No están pensando en mí.

—Pues yo no pienso chuparte el veneno —ríe Randall.

—A mí no me van a morder. Pueden olerla, ¿lo sabías?

—Oler ¿qué?

—La muerte.

Randall deja de deslizarse por el agua y se queda flotando. No puedo verle la cara en la oscuridad.

—Cállate, Skeet. —Salpica agua que atrapa la luz de la hoguera y se vuelve roja. Las gotas, como fuegos artificiales caídos del cielo, le dan a Skeet. A pesar de las cigarras, pienso, debería oírse el chisporroteo del agua—. Ahora sí que estás hablando como un loco.

Big Henry intenta agarrar a Marquise de los pies, hacerle caer de la cuerda. Marquise patalea, y Big Henry tira tanto de la cuerda que la rama a la que está atada cruje y suena como el estallido de un enorme hueso.

—¡Mierda! —grita Marquise, y al momento se suelta de la cuerda, pero demasiado tarde, porque ya se está cayendo todo sobre la cabeza de Big Henry. Me río tanto que me duelen las costillas, pero cuando Manny emerge a mi lado como un pez saltarín, saliendo del agua como el mejor de los premios, paro. Ahora la risa me raspa la garganta.

—¿Qué te cuentas, Esch? —Manny está mirando cómo Big Henry y Marquise forcejean en el agua con la rama, cómo se les acerca Randall nadando para ayudarlos. Me habla sin despegar los labios. Skeet se sigue restregando la piel, sin mirarnos. Manny bucea y sale por mi derecha, manteniéndose a una distancia que me impide extender la mano y tocarle.

—Nada. —Me trago las palabras.

—¿Te daba miedo quitarte la ropa delante de nosotros? —Manny esboza una sonrisa burlona, pero no me mira; está nadando lentamente en círculos, orbitando en torno a mí como la luna. O como el Sol.

Entonces es un ruidito lo que sale de mi garganta.

—¿Miedo a que todos vean cómo estás?

Lo niego con la cabeza.

—Tan mal no estás —dice.

—¿No estoy mal? —Respiro, y me avergüenzo porque estoy repitiendo todo lo que dice.

—Más o menos. —Se mete un dedo en la oreja y sacude la cabeza tan deprisa que despide agua en todas las direcciones, como los perros. Su labio inferior es rosa y grueso, mientras que el de arriba es una tímida línea. He soñado con besarle. Hará unos tres años, le vi hacérselo con una chica. Él y Randall la convencieron para que volviese con ellos al Hoyo cuando papá no estaba, y oí cómo se reían los tres al pasar por delante de la ventana. Los seguí hasta el bosque. Al llegar al hoyo, Manny le agarró el culo y le frotó la tripa como cuando un hombre acaricia el lomo de un perro, y entonces la chica se tendió para él. Estaba encima de ella, moviendo su mano de arriba abajo entre sus piernas, y de pronto la besó. Dos veces, tres. Abría la boca de par en par para ella, la chupaba como si la estuviese saboreando, como si fuese dulce como el azúcar de caña. Se la estaba comiendo. Me pregunto cuándo dejaría de besar así a las chicas, o si simplemente no me quiere besar a mí. Ahora está nadando en círculo, medio mirándome a mí, medio mirando a Big Henry y a Marquise. Me agarra la mano y se la acerca, envuelve su polla con mis dedos—. No estás mal del todo —dice. Quiero saber qué se siente, así que alargo la mano por debajo del agua para tocarle el pecho, los pezones del tamaño de uvas rojas. Son mucho más suaves que las uvas. La piel de las junturas de sus músculos tiene el color del caramelo. Manny se suelta—. ¿Qué haces? —Su polla se me escurre de la mano, caliente dentro del agua fría: y después ya no está.

—Sólo quería…

—Esch. —Manny lo dice como si estuviese decepcionado, como si no supiera quién es esta chica que ha alargado la mano para tocarle. Tiene un perfil anguloso, y brilla como un penique bruñido en el fuego. El labio inferior se le adelgaza cuando sonríe—. ¿Estás loca?

Todavía siento un hormigueo en la mano de cuando la ha agarrado para acercársela.

—No. —Quería decir su nombre; en cambio, esto es lo que me sale.

—Que no, Esch. —Amasa el agua, impulsándose hacia arriba y pataleando para alejarse de mí—. Ya sabes que así no son las cosas —dice, y el dolor llega de golpe, como de pronto un diluvio.

Manny nada hacia Randall, que va caminando hacia la orilla a la vez que se pone la ropa. La espalda de Manny es una puerta cerrada. Tiene unos hombros preciosos. Ahora me imagino subida a sus espaldas, me imagino que me lleva a nado a través de las aguas profundas, que me acerca a tierra firme. Me imagino que ese otro Manny se volvería para besarme en el agua, para comerse mi aire. Que una vez en tierra me cogería la mano en vez de envolver su polla con ella por debajo del agua. Cuando le cuente mi secreto, ¿se dará la vuelta hacia mí? Expulso todo el aliento y me hundo, mi cabeza caliente. ¿Será así como flota un bebé dentro de su madre? Ahueco las manos sobre mi barriga, oigo a papá decir algo que sólo dice en sus ratos sobrios: «Lo que se hace en la oscuridad siempre sale a la luz». He querido a Manny desde el mismo instante en que le vi besar a aquella chica. Le quería antes de que empezase a salir con Shaliyah, delgaducha, clara de piel y chalada, que se pasa la vida queriendo pegarse con las chicas con las que cree que anda liado Manny. Una vez, le estrelló una botella en la cabeza a la prima de Marquise en Los Robles, durante la noche dedicada a los adolescentes. Shaliyah. Tiene ojos de esos que se mueven sin parar como los de los gatos. Manny habla de otras chicas con Randall, pero siempre vuelve a ella: quejándose de que le controla el teléfono, de que le llama sin cesar, de que sólo cocina una vez a la semana, de que le deja la ropa tirada en montones por el remolque que comparten y se la tiene que lavar él si quiere tener algo que ponerse para ir a trabajar a la gasolinera. La vi una vez en el parque, y sus enloquecidos ojos de gata me miraron sin verme siquiera: ni presa ni amenaza. Le quería antes que esa chica. Supongo que esto fue lo que sintió Medea por Jasón cuando se enamoró, cuando lo conoció; que le miraba y notaba que le subía un fuego devorador por el pecho, hirviéndole la sangre, evaporándose acaloradamente por cada centímetro de su piel. Lo siento con tanta fuerza que me cuesta imaginar que Manny no lo sienta también.

Tengo la tripa dura como una calabaza, porque dentro de mí hay un bebé, este bebé que es tan pequeño como una pestaña de Manny rozándome la mejilla mientras lo hacemos. Y este bebé crecerá para ser la yema de un dedo en mi cadera, una mano en el cuenco de mi espalda, un brazo sobre mi hombro, si sobrevive. Creo que es de Manny; es el único con el que he tenido relaciones en los últimos cinco meses. Desde aquella ocasión en que me sorprendió en el bosque cuando yo iba buscando a Junior y me agarró, desde que conoció mi corazón de chica, sólo le he dejado entrar a él. Después de nuestra primera vez, no quise acostarme con nadie más. Me encojo de hombros y finjo que no oigo a Marquise ni a Franco ni a Bone ni a ninguno de los demás chicos cuando me lanzan indirectas. Lo piden, y yo me alejo porque así tengo la sensación de que camino hacia Manny.

Se oye un ruido por encima del agua; alguien está gritando. Cuando salgo a la superficie y respiro, mis pulmones ávidos de aire, sólo queda Skeetah, y está callado. Los murciélagos se arremolinan en el aire sobre nuestras cabezas y arrancan insectos del cielo, aleteando sin cesar como negras hojas de otoño. Skeetah me mira mientras nado hacia él y hacia la orilla, me mira mientras me visto con mi ropa enjabonada, y guarda silencio antes de darse la vuelta para encabezar la marcha a través de la oscuridad, desnudo.