Pataliputra. Capital del Imperio gupta

 

1

 

La reanudación de la época lectiva dio lugar al regreso de los alumnos de Bindusar, cuyo hogar se transformaba a partir de entonces en una pequeña escuela.

Media docena de estudiantes se instalaron en la casa del maestro, lo cual trajo como consecuencia la inevitable pérdida del ambiente familiar e íntimo que hasta la fecha Madhuk había conocido. Además, el matrimonio contrataba a una sirvienta que se ocupaba únicamente de la cocina, pues los propios alumnos tenían la obligación de llevar a cabo las tareas domésticas, incluyendo el cuidado del jardín, como muestra de respeto hacia su gurú.

Los estudiantes estaban sometidos a una disciplina bastante rigurosa: se levantaban al alba y su primer deber consistía en saludar a Bindusar tocándole los pies. Observaban una obediencia total, comían dos veces al día y la mayor parte de la jornada se reservaba para el estudio. Aparte de la memorización de los Vedas, el maestro les enseñaba otras ciencias auxiliares en función de la casta a la que cada uno perteneciera y les inculcaba los valores morales por los que debían regirse como ciudadanos de pleno derecho de la sociedad hindú.

El trato que los alumnos le procuraban a Madhuk era correcto, si bien en determinados momentos resultaba demasiado frío. En todo caso, en muy poco tiempo quedó bastante claro que la camaradería que se dispensaban entre ellos no lo incluía a él. De hecho, aunque al principio luchó por que lo aceptaran, pronto dejó de hacerlo porque enseguida se dio cuenta de que el esfuerzo no merecía la pena. Los estudiantes pertenecían a familias de clase alta, ricas e influyentes, que al parecer no veían con buenos ojos la adopción de un crío salido de las calles, acerca de cuyo pasado no se sabía nada en absoluto. Los hermanos de Bindusar habían sido desde el principio de aquella misma opinión, y pese al tiempo transcurrido todavía no habían aceptado a Madhuk, ni tampoco parecía que tuviesen intención de hacerlo. No obstante, en este caso parecía que los motivos de fondo tenían más que ver con la herencia del maestro —que eventualmente iría a parar a manos de Madhuk—, que con cualquier otra cosa.

A la escasa afinidad con sus compañeros se unió, además, el hecho de que Madhuk recibía una educación diferenciada que lo distanciaba aún más de ellos, debido a que los alumnos de Bindusar le llevaban años de ventaja en sus estudios.

Todo ello contribuyó a que el maestro aceptase el sorprendente deseo que Madhuk le había expresado de llevar a cabo viajes de peregrinación tras su anterior visita a las cuevas de Gaya. La idea no era mala, porque el muchacho necesitaba empaparse de la cultura y las tradiciones de su tierra, y las experiencias que adquiriese lo ayudarían sin duda a encontrarse consigo mismo, así como a cicatrizar las heridas que todavía ardían en su interior. No obstante, si de verdad pretendía acometer aquellos viajes en solitario, debía cumplir una serie de requisitos.

Para empezar, la seguridad era lo primero. Madhuk solo recorrería aquellos caminos transitados por otros peregrinos cuya protección estuviese plenamente garantizada. Por otra parte, sus ausencias no podrían prolongarse más allá de dos semanas, lo cual excluía viajes a lugares excesivamente lejanos y lo apremiaba a desplazarse a bordo de cualquier medio de transporte que estuviese a su alcance, ya fuese una carreta, un camello o un asno. El dinero no supondría un problema, pues Bindusar lo proveería de cuanto fuese necesario. Y, por último, Madhuk se comprometía a seguir estudiando los Vedas durante el transcurso de sus viajes.

Partiendo de las condiciones citadas, el muchacho era libre de elegir su destino. Los centros de peregrinación hindúes —denominados tirthas—, poseían la consideración de sagrados por su asociación con antiguos personajes de la mitología (dioses o santos), cuyas hazañas habían sido recogidas por escrito, y en honor de quienes se había levantado un templo. Además, otros lugares de peregrinación solían ser las montañas, los ríos o los lagos, debido a la relación de respeto que el hinduismo mantenía con la naturaleza y al poder que tradicionalmente se le atribuía al agua. Se creía que un tirtha, que literalmente significa «vado», podía ayudar a alcanzar el moksha con mayor facilidad.

Asimismo, Bindusar también le ofreció a Madhuk la posibilidad de peregrinar a lugares de tradición budista, pues de sobra era conocida su tolerancia hacia el resto de los credos. Entre los centros de peregrinaje más destacados se encontraban el Árbol de la Sabiduría, donde Buda había alcanzado la Iluminación, el parque donde había predicado su primer sermón y también las localizaciones de su nacimiento y muerte.

Cuando Madhuk emprendió su primer viaje, Harshali lloró como si temiese no volver a verlo, asustada ante la idea de que pudiese sucederle alguna desgracia por el camino. Afortunadamente, el muchacho regresó sano y salvo, no solo aquella vez, sino también todas las que la sucedieron. Las peregrinaciones probaron tener un efecto positivo en Madhuk, que retornaba siempre con el espíritu renovado, y cada vez más confiado y seguro de sí mismo, como si se impregnase del carácter sagrado —casi mágico—, que se les atribuía a los tirthas.

 

 

Los meses subsiguientes transcurrieron de la manera en que habían previsto. Madhuk alternaba estancias en la casa del maestro, dedicado al estudio junto al resto de los alumnos, con breves escapadas a los lugares considerados santos, tanto para los budistas como para los peregrinos de tradición hindú. El joven adquirió también bastante destreza con la vina, que solía llevar consigo en cada uno de sus desplazamientos. Bindusar admitía con una sonrisa que su hijo ya tocaba el instrumento mucho mejor que él.

A la vuelta de uno de sus viajes, Madhuk halló a Harshali en la capilla contigua a su cuarto, ofreciéndole a Shiva una bandeja de fruta al tiempo que murmuraba una oración. Nada más verlo, la mujer se puso en pie y lo abrazó sonriendo de oreja a oreja.

—¿Dónde has estado esta vez? —le preguntó. Ambos se habían sentado en el suelo frente a la talla del dios hindú, envueltos en la escasa luz que arrojaba la presencia de un puñado de velas. Un suave aroma a incienso flotaba en el ambiente.

—¡En Aidhoia! —contestó entusiasmado. En aquella población había nacido Rama, la séptima encarnación de Visnú, y también habían tenido lugar los acontecimientos que se describen en el Ramayana*.

—Me alegro por ti, Madhuk. Aunque, como ves, cada vez que te ausentas yo me dedico a diario a pedirle protección a Shiva. Por suerte, hasta el momento ha escuchado todas mis plegarias.

—Te preocupas demasiado. Ya ves que siempre vuelvo sano y salvo, como también lo hacen los miles de peregrinos que inundan los caminos.

—No puedo evitarlo. Así somos las madres. —A Harshali le sobrevino de repente un ataque de emotividad—. No puedes imaginarte el lugar tan importante que has venido a ocupar en nuestras vidas. Durante muchos años me sentí desgraciada, pero tu llegada lo ha cambiado todo por completo. Bindusar y yo te queremos mucho, Madhuk. Y, además, nos sentimos tremendamente orgullosos de ti.

El muchacho correspondió aquellas palabras con un beso cargado de afecto y ternura.

—Yo también os quiero —repuso—. Sin embargo, me entristece que por mi culpa los hermanos de Bindusar ya no se hablen con él.

—Desde luego, no nos lo esperábamos. Si por algo está sufriendo Bindusar es por la gran decepción que se ha llevado. Jamás pudo haberse imaginado que sus hermanos fueran a darle la espalda en un asunto de tanta importancia. En todo caso, tú no tienes nada que reprocharte.

Un pesado silencio cayó sobre los dos, como si un lienzo de terciopelo hubiese cubierto la estancia. Madhuk había cerrado los ojos y apretaba los párpados con fuerza mientras llevaba a cabo un profundo debate en su interior. Finalmente, el joven pareció resolver el conflicto interno que lo atenazaba y rompió el silencio con un hilo de voz.

—Yo era apenas un crío cuando mi madre murió —confesó—. Y pese a lo pequeño que era y el tiempo transcurrido desde entonces, no pasa un solo día sin que recuerde su rostro.

Harshali se estremeció. Era la primera que Madhuk abría su corazón de aquella manera, enfrentándose por fin a los fantasmas de su pasado. Sin duda, aquella constituía la prueba más evidente de que sus profundas heridas comenzaban a cicatrizar.

—No la olvides nunca —señaló.

—No lo haré. Pero me gustaría decirte que, desde que te has convertido en mi nueva madre, el dolor que sentía ya se ha hecho mucho más pequeño.

Una lágrima de emoción recorrió la mejilla de Harshali, que no quiso añadir nada más, con la esperanza de que Madhuk continuase sincerándose del modo en que lo había hecho. Sin embargo, el muchacho se recompuso en el último momento, hasta que recuperó su entereza habitual. Con todo, Harshali sabía que tras aquel primer paso ya no habría vuelta atrás y que tan solo era cuestión de tiempo que la coraza tras la que se escudaba acabase resquebrajándose, como la presa que se enfrenta a su primera grieta.

 

 

Por esos días, Madhuk volvió a protagonizar un encuentro furtivo con Sarasvati, a la que tenía que poner al día de los avances que hasta la fecha había logrado. Aunque cada uno de ellos actuara por su cuenta, la coordinación entre ambos resultaba crucial para alcanzar el objetivo que se habían propuesto llevar a cabo. En sus inicios, este no era más que una quimera. Sin embargo, por vez primera se atisbaban visos de que algún día podía llegar a hacerse realidad.

Por otro lado, cuando tan solo faltaban un par de semanas para la finalización de la temporada de estudios, Bindusar cayó enfermo y sus alumnos tuvieron que regresar con sus familias antes de lo previsto. Aunque de acuerdo con el médico el asunto no revestía excesiva gravedad, el maestro debía permanecer en cama mientras no remitiesen las fiebres, y en modo alguno podía continuar con su labor educativa. Bindusar llevaba varios días sin moverse del lecho bajo los solícitos cuidados de Harshali, que seguía las instrucciones del médico al pie de le letra.

Madhuk estaba preocupado porque nunca antes había visto a su padre adoptivo en semejante estado, y una mañana más se sentó al borde de su camastro para hacerle compañía.

—¿Cómo te encuentras hoy?

—Débil… No voy a negarlo. Aunque en mi situación no puede esperarse otra cosa. De cualquier manera, no te preocupes. Me pondré bien. Ya he pasado antes por esto.

—¿El médico es tan bueno como parece?

—El más prestigioso de Pataliputra. Y, sin duda, uno de los mejores expertos en la ciencia ayurvédica de todo el país.

Un paño húmedo cubría la calva de Bindusar con el fin de mantenerle a raya la fiebre. Madhuk se lo retiró y se lo cambió por otro nuevo.

—¿Te acuerdas de Padmabandhu? —inquirió el maestro.

—Sí, el abad de Nalanda.

—Eso es. Bueno, eso era cuando lo conociste. Hace ya un tiempo que pasó a formar parte de la corte como consejero del emperador. —Bindusar tosió antes de continuar—. Pues bien, precisamente hoy he recibido una invitación suya para asistir a una recepción en palacio, a la que acudirán otros sabios y eruditos.

—¿Y para cuándo está prevista?

—Para mañana. La verdad es que no he podido tener peor suerte —se lamentó.

—Ya habrá otra ocasión. Lo importante ahora es que te recuperes.

Un nuevo acceso de tos más fuerte que el anterior dejó a Bindusar sin habla durante algunos minutos. Un poco de agua lo hizo sentirse algo mejor.

—Hijo, me gustaría decirte algo importante. Cuando me muera…

—No vas a morirte —lo interrumpió Madhuk.

—Lo sé… Puedes estar seguro de que voy a salir de esta —aclaró—. Pero eventualmente sucederá en el futuro. Y cuando tal cosa ocurra, quiero que seas tú, tal y como dispone la tradición, quien lleve a cabo el antiesti. No dejes que mis hermanos se interpongan y ocupen tu lugar. Aunque seas un hijo adoptivo, para mí no eres menos que si hubieses sido un hijo natural.

El antiesti comprendía el conjunto de ritos mortuorios que el primogénito llevaba a cabo tras la defunción de su padre, con el fin de asegurarle un tránsito seguro hacia el otro mundo.

—Lo haré —repuso Madhuk con sobriedad—. Pero preferiría que cambiases de tema. Aún te quedan muchos años por vivir.

Bindusar cerró los ojos para quedarse dormido al cabo de un instante. Su respiración se hizo acompasada y la fiebre pareció disminuir. Pasada una media hora volvió a despertarse, y se dio cuenta enseguida de que el muchacho aún seguía a su lado.

—¿Por qué no haces el viaje que habías planificado? —le planteó sin dudarlo. Madhuk había previsto peregrinar en aquellas fechas a Kushinagar, la ciudad donde murió Buda, en la cual se habían levantado decenas de templos y monasterios en su honor. Sin embargo, la enfermedad del maestro había trastocado todos sus planes.

—No me gustaría irme y dejarte así.

—Aprecio tu preocupación, pero tampoco es para tanto. Vete tranquilo, disfruta del viaje y regresa más sabio. Después de todo, de eso es de lo que se trata.

—No sé…

—Para cuando vuelvas yo ya me habré recuperado. Y sabes de sobra que Harshali estará muy pendiente de mí. —La expresión de Bindusar se tornó seria de repente—. Te pediría tan solo que durante tu peregrinaje reflexionases acerca de un asunto muy concreto… Ya se ha cumplido un año desde que te adoptamos y, aunque es cierto que últimamente has realizado algunos progresos, todavía no te has atrevido a dar el paso de sincerarte del todo con nosotros. Quizá ha llegado el momento… ¿No te parece? Piensa en ello durante tu viaje y, si crees que estoy en lo cierto, cuéntame a la vuelta todo lo que sigues ocultando en el fondo de tu alma y libérate para siempre de ese peso que en ocasiones no te deja avanzar.

Madhuk bajó la mirada. Sabía que Bindusar llevaba razón, pero… ¿cómo reaccionaría si supiese toda la verdad?

—Pensaré en ello. Te lo prometo —dijo al fin. Y, a continuación, añadió—: gracias, padre…

Bindusar, emocionado, sintió que los ojos se le humedecían y la voz se le secaba. Era la primera vez que Madhuk lo llamaba de aquella manera.

 

 

2

 

Pasado un año desde que soltasen al caballo, por fin estaba todo preparado para llevar a cabo el ritual del asvamedha, que reconocería a Kumaragupta como soberano universal.

La ceremonia transcurría a orillas del río Ganges, en una explanada sobre la que se había levantado un altar de piedra, frente al que ardía el fuego sagrado y a cuyo alrededor se habían dispuesto un centenar de sacerdotes brahmanes que oficiaban el acto encabezado por el purohita. Cada uno de ellos tenía su propia función: algunos invocaban a los dioses entonando los himnos del Rigveda; otros ofrecían oblaciones al fuego sagrado en forma de granos de arroz, ghee o harina de cebada; mientras un tercer grupo supervisaba la correcta ejecución del rito, recitando mentalmente mantras para compensar cualquier error cometido por alguno de sus compañeros.

En primer plano se había erigido un amplio pabellón destinado a acoger al emperador, a toda su corte y a los gobernantes de los reinos vasallos que habían acudido a rendirle tributo. Además, aquel día había sido declarado festivo, y en torno al recinto se agolpaba buena parte de la población de Pataliputra, que no quería perderse detalle de la ceremonia.

Pese a que Abhimanyu había sido el principal impulsor del asvamedha, su satisfacción no era total. Mediante esta celebración, el purohita había pretendido devolver el protagonismo al ritual del sacrificio que desde siempre había constituido la piedra angular del brahmanismo, frente al nuevo hinduismo cada vez más centrado en su doble vertiente tanto ascética como devocional. Igualmente, aquella constituía una inmejorable oportunidad para reivindicar el poder de la casta sacerdotal, que antaño había llegado a estar a la altura de los reyes.

Sin embargo, las cosas no habían salido como él había previsto, pues Kumaragupta había invocado la doctrina de la ahimsa que defendían jainistas y budistas, para prohibir el sacrificio de las incontables cabezas de ganado que tradicionalmente se llevaba a cabo durante el asvamedha. Tan solo podrían darle muerte al caballo, sin cuyo sacrificio la ceremonia habría perdido todo su sentido.

Abhimanyu se sentía tan frustrado como furioso. La influencia que Padmabandhu ya ejercía sobre el emperador no le gustaba lo más mínimo. El dichoso monje budista lo había convencido incluso de que no volviese a participar en las habituales cacerías que tenían lugar en su coto privado, para respetar de ese modo el principio de no dañar a ningún ser vivo. El purohita había intervenido entonces para decirle al emperador que no debía sentir temor de ningún tipo, pues su pertenencia a la casta chatria lo habilitaba para practicar la caza sin que el ejercicio de dicha actividad contrariase su dharma en absoluto. Con todo, Kumaragupta se había refugiado en las tesis budistas para no entrar en razón.

En el interior del pabellón, el emperador presidía el acto sentado en un trono improvisado, mientras sus cortesanos se habían acomodado sobre mullidas alfombras dispuestas en el suelo.

Skandagupta se hallaba junto a su padre contemplando la ceremonia con cierta desgana, hasta que el caballo que había recorrido las tierras fronterizas durante todo un año, bajo la atenta vigilancia de una guarnición de soldados, hizo por fin su acto de aparición. Una pareja de sacerdotes condujeron al equino a la zona del altar, y a continuación lo ataron a un poste. El animal, asustado, comenzó a relinchar debido a la proximidad del fuego.

Padmabandhu se inclinó sobre el niño para explicarle al oído el significado de cada uno de los elementos que integraban el ritual, debido a que todos ellos estaban cargados de un enorme simbolismo. El caballo se identificaba con el cosmos y su sacrificio representaba el acto de la creación. A Skandagupta le gustaba bastante el monje budista, pues era mucho menos estricto que el purohita y además no le importaba jugar con él a espantar las ranas del jardín. La adaptación del nuevo consejero había sido tan rápida como efectiva, tras haberse ganado la confianza de la corte de Kumaragupta gracias a su juiciosa labor de asesoramiento. Tan solo Abhimanyu y sus acólitos recelaban del budista, al que consideraban un lobo con piel de cordero cuyas verdaderas intenciones pasaban por fomentar las enseñanzas de Buda en detrimento de la religión hindú.

Al otro lado de Kumaragupta se sentaba su hija Rudrabhiravi, que aún seguía deprimida por el matrimonio que su padre había pactado para ella. Al disgusto que aquella noticia le había supuesto, pronto se le sumó la decepción por la actitud del hijo del recaudador general de impuestos, que en vez de luchar por su amor se quitó rápidamente de en medio como si jamás la hubiese querido. Durante un tiempo, adoptó una postura rebelde con todo el mundo, creyendo ingenuamente que su comportamiento subversivo podría cambiar de algún modo los planes predispuestos. Hasta que, cuando por fin se dio cuenta de que nada de lo que hiciese alteraría en absoluto la situación, y sin que nada le importase ya lo más mínimo, Rudrabhiravi, con el corazón destrozado, acató la decisión de su padre como le correspondía por su condición de princesa.

—Hija, puede que todavía seas demasiado joven para comprender la importancia de ciertos hechos, pero estoy seguro de que lo harás en un futuro. Tu enlace con el rey de los pushyamitras no responde a ningún capricho, muy por el contrario, gracias a él evitaremos una guerra de consecuencias imprevisibles para el imperio.

La princesa apenas le dedicó a su padre una fugaz mirada. Vestida con un sari de seda con bordados de plata y profusamente maquillada y acicalada, la muchacha ya competía en belleza con su madre, con la que guardaba un extraordinario parecido.

—¿Y mis sentimientos? —inquirió.

—Nosotros, los que formamos parte de la dinastía Gupta, nos debemos al imperio. Todo lo demás es secundario.

Rudrabhiravi parecía resignada a su suerte. Esa misma mañana había conocido brevemente al que se convertiría en su futuro esposo. Un hombre de la edad de su padre, rudo, vanidoso y con el rostro cubierto de cicatrices de guerra.

—Tienes que ser fuerte y no olvidar nunca quién eres ni lo que representas —señaló Kumaragupta—. Además, no estarás sola. Ya lo sabes. Tanto tu madre como tus sirvientas de confianza también se irán contigo.

Entretanto, la ceremonia proseguía el curso establecido. Las concubinas y ganikas que formaban parte del harén aparecieron a continuación en escena y se situaron alrededor del caballo, que relinchaba muy alterado producto del nerviosismo. Anumita también se encontraba entre ellas, pese al contraste tan evidente que había entre la enana y sus compañeras. En cabeza marchaban las dos esposas del emperador, las cuales dieron tres vueltas alrededor del caballo, al que le dirigieron palabras rituales de amor mientras lo abanicaban con el faldón de sus vestidos. Las veladas alusiones a la fecundidad que salpicaban la ceremonia tenían como propósito asegurar la prosperidad del imperio.

Dattadevi rehuía en todo momento la mirada de Savitridevi, la segunda reina consorte y madre de Skandagupta, a la que había evitado a propósito desde que hubiese recibido la orden de trasladarse con su hija al reino de los pushyamitras una vez que el enlace de esta se hubiese formalizado. Savitridevi había intentado hablar con ella para darle su apoyo, pero la primera reina consorte se sentía tan humillada que ni siquiera había querido oírla. La eterna rivalidad que Dattadevi había mantenido con ella probablemente la había privado de una amistad sincera que podía haber perdurado en el tiempo. En tal caso, ahora habría podido recurrir a ella, que todavía era capaz de ejercer una cierta influencia sobre el emperador. Por desgracia, la realidad era que nadie de verdadera relevancia podía prestarle ayuda y que solo dependía de ella para escapar a su destino.

Acto seguido, un grupo de sacerdotes obligó al caballo a recostarse sobre un paño, para proceder a asfixiarlo utilizando una tela de lino untada con manteca. Luego emplearon un cuchillo con empuñadura de oro para descuartizarlo y finalmente ofrendaron oblaciones al fuego sagrado con la sangre del animal.

En un extremo del pabellón de gala, Bhanugupta y Harshul conversaban en voz baja, al tiempo que seguían con la mirada el desarrollo de la ceremonia.

—¿Se puede saber qué ha hecho Kumaragupta para arrogarse con el título de chakravartin? —En lugar de sentirse orgulloso, Bhanugupta parecía verdaderamente enojado con su hermano por haberse atrevido a compararse en grandeza con su padre y su abuelo.

—¿Quieres que sea sincero? —inquirió el mahasenapati.

—Te lo ruego.

—No ha hecho nada para merecerlo. Eso está claro. Desde que ascendió al trono se ha limitado a conservar los territorios conquistados en el pasado, pero no ha iniciado una sola guerra para ampliar las fronteras del imperio. —El tono de voz de Harshul reflejaba su gran descontento—. No obstante, también es justo reconocer que detrás de todo esto se encuentra en realidad la mano del purohita.

Abhimanyu persigue sus propios intereses. Eso puedo entenderlo. Aunque si Kumaragupta tuviese un poco más de dignidad, jamás habría accedido a celebrar esta pantomima, que a todas luces le viene grande.

Bhanugupta posó la vista en el espacio reservado a los reyes vasallos. El soberano de los pushyamitras destacaba sobre todos ellos, pues desde su llegada no había hecho otra cosa que pavonearse delante del resto, debido a la generosa propuesta que le había hecho el emperador. Aquello no podía resultar más humillante. Un reyezuelo osaba sublevarse, y en lugar de escarmentarlo como era debido se le premiaba con la mano de la princesa. En todo caso, el enlace aún tardaría un tiempo en formalizarse, pues solo podía llevarse a cabo en la fecha señalada por el astrólogo de palacio.

—Ese energúmeno va a casarse con mi sobrina y estrechará de ese modo sus lazos con la dinastía imperial. ¿Puede, acaso, mi hermano hacernos caer más bajo?

—Yo, desde luego, habría resuelto el problema de manera muy distinta —manifestó Harshul.

Bhanugupta captó en su brillante mirada los ecos de guerras pasadas. El mahasenapati llevaba tantos años sin participar en una batalla que temía que su esencia bélica se desvaneciese por el mero paso del tiempo. El hermano de Kumaragupta se frotó las manos sudorosas, convencido de que podía jugar aquella baza a su favor.

—Si yo fuese el emperador, mi primera orden sería atacar a los pushyamitras ahora mismo. —Bhanugupta sabía que estaba pisando terreno resbaladizo, pero aun así decidió arriesgarse y tantear al mahasenapati para averiguar de qué apoyos disponía—. Si una desgracia repentina le ocurriese a Kumaragupta… ¿Me respaldarías para sucederlo?

La intimidatoria mirada de Harshul lo aplastó como una losa, y por un instante pensó haber llevado sus insinuaciones demasiado lejos. No obstante, este ladeó a continuación la comisura de los labios conformando una sutil sonrisa.

—Visnú no quiera que le pase nada a mi hermano, desde luego —añadió a toda prisa Bhanugupta, que ya había obtenido la respuesta que quería. Después realizó unos cuantos cálculos mentales. Con el respaldo del mahasenapati, tenía muchas posibilidades de ocupar el trono del emperador en el hipotético caso de que a este le ocurriese alguna cosa. Su legítimo sucesor, Skandagupta, era tan solo un niño de ocho años. Por el contrario, él contaba con una amplia experiencia en tareas de gobierno y además ejercía en la actualidad el cargo de mahamantrin. Asimismo, también necesitaría el apoyo de la casta sacerdotal, para lo cual tendría que ganarse el favor del purohita. Bhanugupta estaba seguro de poder convencerlo para que, llegado el caso, Abhimanyu obviase el defecto de sus piernas arqueadas y bendijese de ese modo su nombramiento, aunque aquello significase no cumplir a rajatabla con la ley sagrada.

—Los hunos blancos consolidan su avance sin que nadie sea capaz de hacerles frente —apuntó Harshul—. Pronto llegarán a nuestras fronteras.

—Así es. Y mi hermano tampoco está haciéndoles llegar el mensaje adecuado.

Bhanugupta defendía un giro radical en la política del imperio, en una línea mucho más agresiva. Pero… ¿hasta dónde sería capaz de llegar para conseguirlo?

Justo en ese momento, envuelto por un ruido ensordecedor proveniente de los vítores del público, la fanfarria de los músicos y los cánticos de los sacerdotes, Kumaragupta encaminó sus pasos hacia la explanada donde el purohita lo recibiría para proceder a coronarlo como chakravartin.

 

 

3

 

Varios meses después de comenzar a ejercer, Sarasvati ya había cogido la suficiente experiencia como para convertirse en una de las chicas más demandadas por la selecta clientela del burdel.

Con el tiempo había ido acostumbrándose a su trabajo, aunque su desempeño de este no le reportase satisfacción de ningún tipo. De cualquier manera, Sarasvati ya había interiorizado la regla número uno que la kuttani les inculcaba, que consistía en que por encima de todo su labor radicaba en rendir tributo al kama y, por extensión, a cada uno de los hombres que precisaban de sus servicios. Por fortuna, la carga de trabajo no era en absoluto excesiva, y las chicas no realizaban más allá de dos o tres servicios al día para garantizar la calidad del mismo. Madunisha estaba muy satisfecha con ella, pues, pese a tratarse de su incorporación más reciente, ya le dejaba más beneficios que otras compañeras suyas de mayor veteranía.

El éxito de Sarasvati, por el contrario, había despertado los celos de Vasavadatta, que hasta entonces había constituido siempre el indiscutible centro de atención. La hermosa Vasavadatta soñaba con convertirse en ganika y no aceptaba que ninguna de sus compañeras le hiciese sombra, ni siquiera una recién llegada como Sarasvati a la que aún le quedaba tanto por aprender. En tales circunstancias, le correspondía a Madunisha evitar que la convivencia entre sus chicas se enturbiase más de la cuenta, ya que podía repercutir negativamente en la marcha del negocio. Hasta el momento, sin embargo, más allá de los citados celos, no había pasado nada realmente significativo como para que la kuttani se viese obligada a intervenir.

Sarasvati, sin embargo, comenzaba a sentirse cada vez más incómoda, sobre todo después de que Vasavadatta le retirase la palabra y crease en torno a ella una sutil corriente de animadversión. Ante semejante panorama, una mañana se decidió a hablar con ella para intentar arreglar las cosas.

—Vasavadatta, ¿por qué me has vuelto la espalda? Yo jamás me interpondría en tu camino. ¡No podría aunque quisiera! —Sarasvati lo decía muy en serio. Su compañera, con dieciséis años recién cumplidos, poseía un cuerpo perfecto por el que los hombres perdían la cabeza: pechos abundantes, caderas pronunciadas y largas piernas estilizadas que le proporcionaban una envidiable estatura. Además, ella dominaba las artes amatorias como ninguna otra en el burdel.

—Por supuesto que no —replicó señalándola con el dedo—. Pero porque yo no pienso dejarte hacerlo. —Vasavadatta sabía de sobra que en ese momento Sarasvati no la superaba en ninguna faceta. No obstante, se daba perfecta cuenta del increíble potencial que poseía. En un año, cuando su cuerpo comenzase a mostrar las formas de una mujer adulta, su belleza competiría directamente con la suya.

—No estás siendo justa conmigo —insistió Sarasvati con un hilo de voz.

—Ni lo pretendo. —Y dicho esto, Vasavadatta se marchó dejándola con la palabra en la boca.

Sarasvati, dolida, se ocultó en el último rincón de la casa para llorar donde nadie la viera. Con todo, minutos más tarde apareció Madunisha, a la que no se le escapaba nada de lo que ocurría en sus dominios.

—Cálmate, niña —dijo en tono consolador—. Vasavadatta no es mala persona, lo que pasa es que su obsesión por convertirse en ganika está afectando a su buen juicio. No te preocupes, yo hablaré con ella. —Y, a continuación, animó a Sarasvati a darse una vuelta para que se olvidase de lo ocurrido.

Sarasvati aceptó el consejo de la kuttani y se pasó buena parte de la mañana recorriendo las mismas calles que aproximadamente un año atrás se había pateado junto a su hermano, cuando parecía que no habría futuro para ninguno de los dos. Todo le parecía diferente desde que había abandonado su vida de indigente, hasta el punto de que solía detenerse ante los establecimientos de los joyeros, donde de vez en cuando se permitía el lujo de concederse algún que otro capricho con el dinero que recibía.

Después de contemplar durante largo rato un deslumbrante broche de zafiro que al final no se decidió a comprar, Sarasvati sufrió un encontronazo que casi acaba con ella en el suelo. Un joven que salía de la sastrería de al lado casi la derriba al no mirar por dónde iba, urgido por las prisas. A primera vista, la muchacha creyó que se trataba de un soldado de la guardia real.

—Lo siento —se disculpó el joven, que no pensaba detenerse hasta que sus ojos se posaron en los de Sarasvati, momento en el que cambió instantáneamente de opinión—. ¿Estás bien? —añadió sin moverse del sitio.

—Sí, no ha sido nada. —Sarasvati lo evaluó en décimas de segundo. El joven tendría unos quince años y, aunque se parecía ligeramente a Madhuk, su constitución era mucho más fuerte, y el color de sus ojos era verde claro. Tras aquel repaso se dio cuenta de que el atuendo que le había llevado a creer que se trataba de un soldado era en realidad un vulgar disfraz al que seguramente el sastre acababa de realizarle algún tipo de remiendo. De hecho, incluso las armas que portaba al cinto eran de mentira.

—Yo soy Gauresh —se presentó inclinando graciosamente la cabeza—. ¿Y tú?

—Sarasvati…

—Aunque tu nombre es bonito, de ninguna manera hace justicia a tu belleza.

No cabía duda de que el joven estaba flirteando con ella, y Sarasvati se descubrió a sí misma encantada con la situación. Hasta ahora, el único trato que había mantenido con el género masculino se había reducido a ser el objeto de una mera transacción. Gauresh, en cambio, intentaba conquistarla recurriendo a otro tipo de argumentos, mucho más cercanos al arte del cortejo y la seducción.

—¡Cómo he podido ser tan torpe como para tropezar a plena luz del día con alguien que ya de por sí desprende tanta luz!

El caudal de piropos no cesaba y Sarasvati no pudo evitar sonrojarse ante tanta consideración.

—Para, por favor. ¡No es para tanto! —replicó entre risas.

Gauresh se sumó a las carcajadas, para recuperar a continuación su pose más apuesta.

—Me encantaría poder seguir hablando contigo, pero ahora mismo me esperan en otro sitio donde mi presencia es obligada. No obstante, si me dices dónde vives, me complacería mucho pasarme a buscarte en otra ocasión.

Sarasvati habría accedido encantada, pero si le revelaba que su domicilio radicaba en un burdel, estaría dando a conocer su condición de prostituta.

—Lo siento… apenas te conozco —argumentó a modo de excusa.

—Ese sería precisamente el propósito de nuestro encuentro —repuso Gauresh desplegando su cautivadora sonrisa—. Tiene sentido, ¿no?

Gauresh era un chico amable, simpático y también muy atractivo. Pero Sarasvati, sabedora de que no tenía elección, se limitó a bajar la mirada por toda respuesta.

—Está bien, un auténtico caballero debe saber cuándo admitir su derrota —señaló sin perder la sonrisa—. No obstante, si deseas volver a verme, podrás encontrarme a esta misma ahora en el templo de Visnú. —Y dicho esto, Gauresh echó a correr y desapareció de la vista de Sarasvati tras doblar la primera esquina.

Aunque tenía pensado regresar, el comportamiento del muchacho la había llenado de intriga. El estrafalario disfraz, el singular lugar donde la había citado, así como sus excesivas prisas, la llevaron a no querer esperar para saber qué había detrás de todo aquello.

Media hora después, Sarasvati entraba en el templo abriéndose paso entre la muchedumbre conformada por devotos y peregrinos, y pese a buscarlo a conciencia no halló ni rastro de Gauresh. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el recinto sagrado no solo lo integraba el santuario principal, sino también toda una serie de edificios anexos, entre los cuales había una sala destinada a la representación de obras teatrales, espectáculos de danza o recitaciones épicas.

Sarasvati se dirigió hacia allí y pronto averiguó que estaba celebrándose una función. Sin pensárselo dos veces, pagó el precio de la entrada y accedió al interior suntuosamente engalanado: del techo colgaban pendones de seda y las paredes exhibían exuberantes guirnaldas de flores que arrojaban un olor exquisito. El público asistía a la obra en pie, situado frente a un austero escenario que carecía de cualquier tipo de decorado, salvo por un telón de fondo que a modo de mural cambiaba con cada acto.

Sarasvati se sintió enseguida cautivada por la obra que se desarrollaba ante sus ojos, un melodrama en toda regla basado en la historia de un rey antiguo que sufría todo tipo de calamidades, las cuales provocaban la lágrima fácil de la audiencia. El diálogo principal tenía lugar en prosa, aunque también se intercalaban fragmentos en verso cuando se estimaba oportuno.

Al cabo de un rato, Gauresh entró en escena con su disfraz de soldado, impostando una voz grave para tratar de acentuar el carácter intimidatorio del personaje que encarnaba. Aunque tenía un papel pequeño, su sola presencia en el escenario multiplicó aún más si cabía la atracción que desde el primer momento el muchacho había despertado en ella.

Pese a los episodios de tristeza que salpicaban toda la trama, la obra terminó con final feliz conforme dictaba la dramaturgia de la época. El reparto de actores recibió un cálido aplauso y, una vez echado el telón, el público comenzó a abandonar el recinto poco a poco. Sarasvati se encaminaba también hacia la salida cuando de pronto escuchó una voz a su espalda.

—¡Espera! No te vayas.

Al girarse, allí estaba Gauresh con su socarrona sonrisa. Aún seguía disfrazado con el atuendo de su personaje, pues había tenido que correr tras ella para que no se le escapara.

—Te había visto desde el escenario —aclaró—. El brillo de tus increíbles ojos de color turquesa casi me ciega —agregó haciendo gala de todo su encanto.

Sarasvati no dijo nada. Notaba un singular cosquilleo en la boca del estómago y no dejaba de atusarse el pelo de forma involuntaria. Nunca antes se había sentido así.

—Bueno, y… ¿qué te ha parecido?

—Me ha encantado —repuso con timidez—. Es la primera vez que asisto a una obra de teatro.

—¿En serio? Yo podría hablar con el portero para que te dejase pasar siempre que quisieras sin tener que pagar la entrada. Apuesto a que te gustaría repetir.

—Yo… te lo agradezco… Ahora tengo que irme…

—Está bien, pero volveremos a vernos, ¿verdad?

Se sostuvieron la mirada durante unos segundos, hasta que Sarasvati se dio la vuelta y se marchó sin decir nada.

 

 

Pese a su firme promesa de olvidarlo, durante los días siguientes no hizo otra cosa que pensar en Gauresh a todas horas. Para su enorme frustración, ocurría sin embargo todo lo contrario, de manera que cuanto más se esforzaba por apartarlo de su mente, más lo tenía presente en cada uno de sus pensamientos. Un sentimiento incontrolable crecía dentro de ella, como la chispa que prende una pira y que termina trasformada en un violento fuego. Sarasvati se rindió entonces a la evidencia y decidió volver a encontrarse con el joven actor con una condición que ella misma se impuso: no le ocultaría el modo en que se ganaba la vida.

Sarasvati acudió de nuevo al gran templo y esta vez pudo presenciar la obra de teatro desde el principio. La historia volvió a conmoverla y, además, siempre que Gauresh aparecía en escena notaba que se le aceleraba el corazón.

El actor la localizó fácilmente entre la audiencia y se permitió incluso el lujo de guiñarle un ojo desde las tablas entre una línea de diálogo y otra. Al finalizar la representación, Sarasvati lo aguardó al pie del escenario, mucho más radiante incluso que la vez anterior, pues en esta ocasión se había arreglado a conciencia.

—Sabía que volverías. —El actor exhibía su habitual talante bromista, mezclado con una pizca de arrogancia que le daba el toque perfecto.

Esta vez pudo cambiarse de ropa y sustituir su falsa indumentaria de soldado por una vasana de lino y un turbante rojizo enrollado a la manera de los estados del sur. La pareja prefirió alejarse de las céntricas calles de la ciudad para dirigirse a la afueras y disfrutar de un largo paseo por la orilla del Ganges.

—Mi padre es el dueño de la compañía, y todos los actores que participamos en la obra formamos parte de la familia.

—¿De veras?

—¡Desde luego! Y los que no actúan se ocupan del resto de las tareas: directores de escena, maquilladores, tramoyistas…

Gauresh, ya de por sí parlanchín por naturaleza, llevaba en todo momento el peso de la conversación. El muchacho viajaba por todo el país con la compañía de teatro, que se desplazaba de una región a otra aprovechando las fiestas populares de cada sitio y la masiva afluencia de público que estas atraían. En Pataliputra se encadenaría a continuación la celebración de varios festivales, de modo que habían previsto quedarse a lo largo de toda la primavera, tiempo durante el cual llegarían a representar hasta tres obras distintas.

—En la siguiente haré de campesino, pero mi papel tendrá una relevancia mayor.

—¿Siempre has sido actor?

—¡Claro! Yo ya estaba subido a un escenario cuando todavía me encontraba en el vientre de mi madre —rio.

Unos metros más adelante se toparon con una antigua ermita en ruinas, actualmente devorada por la vegetación y que en el pasado debió de estar dedicada a alguna divinidad hindú que con el tiempo terminó sepultada en el olvido. Allí aprovecharon para sentarse sobre una piedra y tomarse un descanso mientras reanudaban la conversación. Sarasvati creyó que había llegado el momento de tomar la palabra y decirle a Gauresh lo que tanto temía. Si iban a seguir viéndose, no podía dejar que aquella relación se cimentase sobre una mentira.

—Hay algo que deberías saber —anunció con voz trémula.

—Por supuesto —repuso el chico—. Hablo tanto que apenas te he dejado decir nada.

Cuando Sarasvati le confesó que se prostituía en uno de los burdeles más afamados de la capital, a Gauresh la sonrisa se le congeló en el semblante. Ella advirtió enseguida su cambio de expresión e, incapaz de sostenerle la mirada, clavó los ojos en un punto indeterminado del suelo. No obstante, instantes después notó que la mano de Gauresh asía su barbilla y la alzaba con suavidad.

—No tienes nada de lo que avergonzarte —aseveró—. A veces en la vida uno tiene que hacer lo que sea para sobrevivir.

Y, antes siquiera de que le diese tiempo a reaccionar, el muchacho se inclinó sobre ella y la besó con extrema delicadeza. Sarasvati había estado con muchos hombres, pero jamás había sentido antes nada parecido a partir de un gesto tan pequeño. Todo el cuerpo se le estremeció por dentro, mientras por fuera se le erizaba el vello como por efecto de una corriente eléctrica. Acto seguido fue ella la que buscó la boca de Gauresh, hasta que ambos se fundieron en un solo cuerpo.

Sarasvati supo entonces que, por primera vez en su vida, estaba comenzando a enamorarse…

 

 

4

 

Dattadevi no había dejado de pensar en lo que el emperador le había ordenado: que debía trasladarse al reino de los pushyamitras tan pronto como la hija de ambos se hubiese casado con el soberano de aquellas tierras.

La primera reina consorte se había limitado a asentir, había participado en el ritual del asvamedha con total naturalidad y, en definitiva, había fingido estar de acuerdo. Sin embargo, en realidad no iba a permitir que las cosas transcurriesen de aquella manera. Su marcha al reino de los pushyamitras no era más que una forma de destierro que no estaba dispuesta a tolerar. Entre aquellos salvajes de costumbres atrasadas no la esperaba otra cosa que una vida llena de humillaciones e incomodidad. Ni ella ni su hija se merecían aquella especie de exilio siniestro del que jamás escaparían.

El odio que había ido acumulando hacia Kumaragupta por haberla condenado al olvido durante años alcanzaba ahora su punto más álgido. A Dattadevi, por tanto, no le tembló el pulso a la hora de tomar la única decisión que podía librarla de su aciago destino: acabar con la vida del emperador.

La primera reina consorte no solía abandonar la seguridad que le proporcionaban los muros de palacio, salvo con motivo de la celebración de algún festival o cuando acudía al mercado con el fin de hacerse con alguna joya o algún vestido de seda que solo figuras tan privilegiadas como ella podían permitirse. No obstante, aquella mañana había salido y se había internado en las calles de Pataliputra con objeto de poner en marcha la primera parte de su plan. Con ella viajaba una cría de loro de la que se había encaprichado y a la que ya había empezado a enseñar a hablar.

El palanquín en el que se desplazaba se detuvo frente a un humilde establecimiento, que, según le habían contado, estaba regentado por una curandera que podía conseguirle lo que necesitaba. Su fuente de información había sido Anumita, que si no sabía algo por ella misma siempre podía averiguártelo. Por supuesto, no le había dicho para qué quería el veneno, ni tampoco a la enana se le habría ocurrido preguntar. La vamanika era de su total confianza y, aunque se pirrase por un buen cotilleo, también sabía mantener la boca cerrada cuando las circunstancias así lo requerían.

Dattadevi descendió del palanquín y recorrió la escasa distancia que la separaba del local bajo la curiosa mirada de los transeúntes, poco acostumbrados como estaban a recibir la visita en su barrio de una personalidad tan destacada de la corte de los Gupta. Un sirviente que también hacía las veces de guardaespaldas la seguía a un paso de distancia, llevando al pequeño loro consigo.

Cuando Dattadevi entró en el establecimiento, Kundanika ya la esperaba tras el mostrador, alertada por el revuelo que se había formado en la calle. La curandera reconoció inmediatamente a la primera reina consorte, a la que había visto en más de una ocasión en los desfiles que de cuando en cuando se realizaban a mayor gloria del emperador.

—Tengo entendido que en esta botica puedo encontrar ciertas sustancias… que normalmente no están al alcance de cualquiera.

Kundanika supo en el acto a qué se refería.

—Pasemos a mi consulta, donde gozaremos de mayor privacidad.

Dattadevi accedió al cuarto situado al fondo a la izquierda mientras su sirviente se quedaba haciendo guardia en el vestíbulo. Una vez acomodadas, Kundanika tomó la palabra para saber exactamente qué tipo de veneno podía ofrecerle a su cliente, en función de lo que pretendía.

—¿Qué resultado busca? La muerte… o quizá solo un daño parcial.

Por un instante Dattadevi contempló la posibilidad de causarle a Kumaragupta un mal que lo inhabilitase para gobernar, pero sin llegar al extremo de quitarle la vida. Sin embargo, enseguida rechazó aquella idea, decidida a no dejar ningún cabo suelto.

—La solución ha de ser definitiva… —contestó.

La curandera agradeció la franqueza de la reina.

—Y, ¿qué le convendría más? ¿Una muerte rápida u otra que se produjese al cabo de unos días?

Dattadevi no había pensado en ello. La segunda opción podría beneficiar a alguien que pretendiese huir del lugar de los hechos antes de que el veneno hubiese actuado. Ella, sin embargo, no se movería de allí.

—Si la muerte es fulminante, tanto mejor.

—Entendido. Espere un momento. Ahora mismo vuelvo con lo que necesita.

Un par de minutos más tarde, Kundanika reapareció sosteniendo un pequeño saquito entre las manos.

—El principal ingrediente de este preparado es la planta de acónito, que en la dosis adecuada resulta letal. El sabor amargo quedará disipado si se mezcla con una bebida, como por ejemplo un zumo de frutas.

—¿Se sufre algún dolor?

La curandera asintió.

—Al principio, el sujeto experimentará el entumecimiento de la cara, así como la inmediata debilidad muscular de las cuatro extremidades. Acto seguido, la intoxicación atacará al corazón. Aumentará el ritmo de sus latidos y el dolor en el pecho será insoportable. Si el veneno no produce la muerte a través de la parálisis de los músculos utilizados para la respiración, lo hará al causar una insuficiencia cardiaca. Lo que ocurra primero.

A continuación, Kundanika le explicó a su ilustre cliente cómo calcular la dosis correspondiente para provocar el efecto deseado, y finalmente le comunicó el precio de la transacción. El dinero no suponía un problema, y pese a lo elevado de la cifra, la primera reina consorte le pagó lo que pedía.

—En cuanto a mi visita —comenzó a decir Dattadevi.

—Descuide —interrumpió la curandera—. Sin la discreción de la que siempre he hecho gala, jamás habría permanecido al frente de este negocio durante tantos años.

 

 

Dattadevi se subió de nuevo al palanquín, pero no mandó regresar al palacio de inmediato. Antes de usarlo contra el emperador, quería probar la verdadera eficacia del veneno que había comprado. Para ello, primero se hizo con una jarra de zumo en el mercado y después ordenó poner rumbo a los campos de cremación, el lugar donde malvivían los chandalas más despreciables de cuantos pertenecían a aquella casta de malditos.

Durante el trayecto tuvo tiempo de sobra para reflexionar acerca de lo que se había propuesto llevar a cabo. Envenenar a Kumaragupta no solo implicaba dejar al imperio sin su legítimo gobernante, sino también a su propia hija huérfana de padre. Con todo, estaba dispuesta a hacerlo. No tenía miedo. Si la descubrían, la ejecutarían sin dudarlo. Pero, al menos, debido a la posición que ocupaba, tendría una muerte rápida y no sería empalada como harían con cualquier vulgar delincuente. Mejor eso que la vida plagada de vejaciones que le esperaba entre los pushyamitras. Dattadevi trató de convencerse a sí misma de que aquello no solo lo hacía en su propio beneficio, sino también en el de Rudrabhiravi, condenada a casarse con un soberano mucho mayor que ella, al que apenas conocía.

Cuando llegaron a los campos de cremación, los sirvientes que acarreaban el vehículo se detuvieron a una prudencial distancia del conjunto de cabañas habitadas por los incineradores de cadáveres. Dattadevi retiró la cortina de la ventana y, tras comprobar la miseria que se extendía a lo largo de aquel pedazo de tierra yerma, atestada de huesos humanos desperdigados por cualquier parte, decidió que ni siquiera se apearía del palanquín.

A la vista había tan solo un niño y una niña, que dejaron de lado sus juegos en cuanto divisaron el lujoso vehículo aproximarse en la lejanía. Eran Rashmi y su hermana, los hijos de Kumaresh. A los críos ni siquiera se les pasó por la cabeza acercarse al palanquín, pues desde su nacimiento les enseñaban que como intocables que eran, no podían relacionarse con el resto de las castas para evitar contagiarlas con su impureza.

La reina mezcló una dosis de veneno con el zumo que había traído consigo y a continuación llamó a su sirviente de confianza.

—Llévaselo a esos niños y vuélvete enseguida.

—¿A quién se lo doy? ¿A él o a ella?

Dattadevi no lo dudó. Si ya de por sí la muerte de un chandala no le importaría a nadie, si además era mujer menos aún.

—A ella.

El shudra se dispuso a obedecer. Sin embargo, la reina no pudo evitar en el último momento que un cierto sentimiento de culpa se apoderase de ella.

—Espera —señaló. Entonces se quitó uno de sus deslumbrantes anillos y se lo dio a su sirviente. No obstante, no le pareció suficiente y también añadió como compensación la cría de loro a la que tanto cariño le había cogido—. Estas cosas son para el niño.

El shudra se acercó a los críos y cumplió con el mandato que había recibido.

—Es un regalo —dijo tendiéndole el zumo a la niña—. Tómatelo. Te gustará.

La chiquilla le dio un sorbo y el rostro se le iluminó de felicidad. No recordaba haber probado en toda su vida nada tan rico. Su hermano le pidió compartir el vaso entre los dos, pero el hombre intervino para impedirlo.

—Es solo para ella —puntualizó—. Para ti tengo otra cosa.

El sirviente le entregó a Rashmi el loro y el anillo. La joya fue a parar a su bolsillo, y el pájaro, a uno de sus hombros.

—¡Es precioso! —exclamó, al tiempo que le acariciaba el plumaje y le hacía algunas carantoñas.

Mientras tanto, su hermana se apuraba el zumo en apenas tres tragos.

Tras haber seguido las instrucciones al pie de la letra, el sirviente volvió junto a su ama, que aguardaba expectante a que el veneno hiciese su efecto.

En menos de un minuto, la niña comenzó a sufrir los primeros espasmos, para acto seguido desplomarse pesadamente contra el suelo. Rashmi la miró horrorizado y, tras ver que no reaccionaba, corrió al interior de su casa gritando auxilio.

Dattadevi había visto suficiente.

—Vámonos de aquí —ordenó.

Los sirvientes izaron el palanquín y emprendieron a toda prisa el camino de regreso.

 

 

5

 

En algún punto indeterminado al pie de la cordillera del Hindukush*

 

Aunque los hunos blancos tenían su capital en Badian, su rey, llamado Khingila, tan solo vivía allí los meses de invierno, mientras que durante el resto del año trasladaba su gobierno allá donde el ejército estuviese librando su última batalla.

Los hunos blancos, a diferencia de la rama principal de la que se habían escindido, se habían convertido en agricultores sedentarios y se habían desprendido de la condición de nómadas que siempre los había caracterizado. Asimismo, habían adquirido las cualidades propias de una civilización avanzada.

Khingila, por tanto, mantenía relaciones diplomáticas con sus vecinos, y sus súbditos observaban el conjunto de leyes dictadas bajo su mando. En todo caso, el carácter menos bárbaro de los hunos blancos no había hecho en absoluto disminuir su ardor guerrero ni tampoco sus ansias expansionistas. Su ejército contaba con excelentes jinetes que disparaban el arco desde sus monturas, técnica que causaba estragos entre sus enemigos.

Precisamente, Khingila se hallaba en ese instante en el interior de su tienda, discutiendo con sus generales la estrategia más adecuada para conquistar el norte de la India. El ataque no sería a corto plazo, pues aún debían llevar a cabo multitud de preparativos, como decidir el punto más adecuado a través del cual invadir la frontera. No obstante, aquella idea ya llevaba bastante tiempo instalada en su cabeza.

De repente, un comandante de su máxima confianza entró en la estancia y le comunicó algo al oído.

—Hazle pasar —señaló Khingila.

Al parecer, un extraño individuo que había sido apresado rondando en las inmediaciones del campamento había solicitado audiencia con él. Aquel singular personaje decía venir de Pataliputra, la capital del Imperio gupta, si bien no lo hacía en calidad de emisario del emperador.

—Esto puede resultar interesante —comentó entre los suyos.

Trajeron al enviado ante la presencia del rey heftalita, que tras contemplarlo de arriba abajo creyó que debía de tratarse de una broma, si no fuese porque su subordinado le había asegurado que merecía la pena escuchar lo que había venido a decir.

—¿Quién eres?

El emisario no contestó de inmediato. Aunque no parecía estar asustado, sí que se sintió impresionado cuando tuvo a Khingila delante, tanto por la juventud del soberano como por la ausencia de rasgos asiáticos en su rostro, lo cual se debía a que los hunos blancos se habían mezclado con los persas.

—Mi identidad es lo de menos —replicó.

Aquella respuesta rozaba la insolencia y el rey no estaba dispuesto a permitir semejante desafío. De una sola zancada se plantó ante el extraño emisario, desenvainó su espada y le lanzó una estocada que amenazaba con partirlo por la mitad. En el último instante, sin embargo, se frenó y dejó la hoja a escasos milímetros de su objetivo. El emisario, que ya se había dado por muerto, no pudo evitar orinarse encima.

Khingila lo señaló y comenzó a reírse de él. Sus generales lo secundaron con un coro de carcajadas.

—Al menos no se ha cagado —se burló.

El enviado recuperó algo de aplomo, aunque no lo suficiente como para atreverse a hablar.

—Llevaos a este desgraciado de aquí antes de que me arrepienta.

—Por favor —suplicó cuando ya lo arrastraban afuera—. Escuche lo que tengo que decir. Yo podría facilitarle la invasión del norte de la India y ayudarlo a derrocar a la dinastía Gupta que gobierna el país desde hace más doscientos años.

Una siniestra sonrisa acudió a los labios de Khingila, al que aquellas palabras le sonaron como música para los oídos.

 

 

6

 

A la finalización del último consejo de ministros, el purohita le pidió a Kumaragupta que aguardase un momento para poder hablar a solas.

—No puedes imaginarte lo mucho que me has decepcionado —escupió Abhimanyu, profundamente herido en su orgullo.

—No estás siendo justo conmigo —replicó el emperador.

El disgusto del purohita llevaba meses gestándose, tras advertir que la mano de Padmabandhu se hacía notar cada vez más en la política del Imperio gupta. Desde su punto de vista, Kumaragupta había aprobado varias medidas de clara influencia budista —de carácter humanitario en su mayoría—, mediante las cuales no buscaba otra cosa que limpiar su mala conciencia por los actos presuntamente reprobables que decía haber perpetrado durante su etapa como general.

Ciertamente, Abhimanyu no se había opuesto a la realización de todas aquellas disposiciones, porque algunas de ellas resultaban del todo inofensivas. Por ejemplo, para favorecer las peregrinaciones, el emperador había impulsado la construcción de fuentes en las rutas, así como la plantación de frondosos árboles que aliviasen con su sombra los rigores del camino. También mandó fundar hospitales destinados a atender a los más necesitados, cuyos gastos de mantenimiento correrían a cargo del tesoro real.

Asimismo, Kumaragupta había insistido en que sus tropas debían respetar siempre el código de honor implícito en cualquier tipo de conflicto bélico, o de lo contrario amenazaba con castigar severamente al general que incumpliese su aplicación.

Sin embargo, otras medidas de mayor calado habían despertado las iras del purohita, que veía que Padmabandhu se ganaba poco a poco el favor de Kumaragupta, hasta salirse finalmente con la suya.

La reciente reforma del sistema penal, con el fin de suavizarlo, constituía la mejor prueba de ello. Para empezar, la aplicación de la pena capital se restringió a tan solo unos pocos casos, y el método de ejecución tampoco podía causarle al condenado un sufrimiento innecesario. Hasta entonces había sucedido todo lo contrario, pues se había utilizado una amplia variedad de procedimientos, como el empalamiento, que era el más habitual, el descuartizamiento con bueyes, el enterramiento del reo con la cabeza por encima de la tierra, para que los chacales y las aves carroñeras le diesen muerte, o el dejarle en una barca a merced de la corriente, después de haberle cortado las manos, los pies, la nariz y las orejas. Otra novedad introducida consistió en concederle al reo tres días de gracia previos a su ejecución, para que tuviese tiempo de arreglar sus asuntos y pudiese preparar su mente para la muerte.

Todas aquellas medidas no solo rompían con siglos de tradición, sino que además, y siempre desde el punto de vista de Abhimanyu, únicamente servirían para que el pueblo percibiese a su rey como una figura débil, que no impartía verdadera justicia entre los condenados.

Pero las reformas no acabaron ahí. Además, se legisló para moderar la dureza de las penas, sustituyendo los castigos físicos por multas pecuniarias. Asimismo, se prohibió el trato degradante que en las cárceles se administraba a los presos, que muchas veces morían debido a las privaciones a las que eran sometidos. El purohita, sin embargo, era de la opinión de que los delincuentes y malhechores no merecían la compasión de las autoridades y que era preferible aplicar la mano dura para que sirviese de escarmiento.

—¿Acaso has olvidado que yo te instruí?

—Desde luego que no, Abhimanyu. Eres el mejor maestro que pude haber tenido.

—Yo también estaba orgulloso de ti, pero actualmente ni siquiera te reconozco.

—Quizá lleves demasiado tiempo anclado en el pasado, en las mismas ideas… ―rebatió el emperador.

—¿De verdad? Pues ni tu padre ni tu abuelo se apartaron jamás de la tradición, y fueron ellos los que hicieron del Imperio gupta lo que es ahora.

—Puede que yo no sea como ellos.

Abhimanyu negó con la cabeza. Su peor temor era que Kumaragupta apoyase la última propuesta del consejero budista en materia penal, que resultaba inconcebible para el pensamiento de la época. De acuerdo con los Vedas, el sistema legal imponía la pena correspondiente en función de la casta del infractor. De este modo, la sanción que se le aplicaba a un condenado perteneciente a una casta elevada era mucho menos estricta que la que recibía, por ejemplo, un shudra, pese a que ambos hubiesen cometido el mismo delito. Pues bien, Padmabandhu planteaba que todos los hombres fuesen iguales ante la ley, con independencia de su casta de origen. Aquella ocurrencia era tan disparatada que incluso Kumaragupta se había mostrado en desacuerdo. Pero ¿por cuánto tiempo? La influencia que el consejero budista ejercía sobre el emperador se acrecentaba día a día.

—Los tiempos cambian, Abhimanyu.

—¡No en la tierra de los hijos de Bharata! —tronó el purohita. Y, dicho esto, encaminó sus pasos hacia el templo de palacio, al tiempo que una idea iba cobrando cada vez más fuerza en su cabeza: tenía que hacer algo para impedir que Kumaragupta continuase gobernando sobre el imperio…

 

 

Después de llevar todo el día absorbido por las obligaciones propias de su cargo, Kumaragupta por fin se daría un respiro. El resto de la tarde lo dedicaría a disfrutar de sus artes favoritas: la danza y la poesía.

El emperador atravesó varios corredores seguido muy de cerca por una pareja de la guardia real, que no se separaba de su lado hasta que llegaban a la sala del trono. A partir de ese momento, cada uno de ellos se situaba a un lado de la puerta, custodiando la entrada y prohibiendo el acceso a todo el personal no autorizado. Los centinelas, para comprobar que todo estaba en orden, echaban un vistazo al interior de la estancia cada media hora. Un reloj de agua advertía del tiempo transcurrido, y el sirviente que lo controlaba hacía sonar un gong cuyo estallido resonaba por los pasillos de todo el palacio.

El salón del trono era enormemente amplio: dos filas de columnas profusas en detalles sostenían un techo de madera situado a gran altura, entre las cuales se abría una especie de galería que conducía hacia un trono dorado dispuesto sobre un pedestal de piedra. El suelo de mármol pulido era tan brillante que el rey era capaz de distinguir su propia imagen reflejada en la superficie. Una multitud de lámparas de ghee añadían cierta luminosidad suplementaria a la que ya de por sí penetraba a través de las ventanas.

Cuando Kumaragupta accedió al lugar, sus cortesanos de mayor confianza ya se hallaban dispuestos a ambos lados de la estancia, arrellanados sobre cojines y rodeados de bandejas surtidas con los más deliciosos bocados: cuajada perfumada, quesos cremosos, albóndigas de arroz bañadas en azúcar y bombones hechos con granos salteados en aceite. Un reducido grupo de músicos se valía de una vina, címbalos y un diminuto tambor para crear una apacible melodía que se desparramaba en el ambiente y que se mezclaba con la balsámica fragancia que despedían las velas de incienso.

Kalidasa, el gran poeta de la corte, saludó efusivamente a su mecenas y enseguida procedió a recitar la última oda que había compuesto, que giraba en torno al amor con alusiones constantes a ciertas divinidades hindúes, como dictaba la costumbre.

El emperador se deleitó con el poema y no dudó en felicitar a su creador después de que hubiera concluido la declamación. Acto seguido, Kumaragupta inició un debate literario con el resto de los presentes para desmenuzar el texto de Kalidasa, que gustaba de introducir reflexiones de tipo moral en sus versos. Además, la enorme riqueza léxica del sánscrito permitía el uso de abundantes juegos de palabras, pues muchas de ellas tenían más de un significado o admitían connotaciones diferentes. Kumaragupta también había probado a escribir sus propios poemas, aunque por el momento había preferido no mostrarlos en público. Aquella transición de príncipe guerrero a emperador amante de las artes y las letras había hecho de él un hombre más compasivo y, por ende, más sensible a los dramas humanos.

Después, un trío de bailarinas del harén acudió para ofrecerle a su señor la danza que había pedido. El emperador se acomodó en el trono y los cortesanos hicieron lo propio sobre las alfombras. Pronto, los cascabeles que adornaban los tobillos de las ganikas comenzaron a tintinear al compás de la música que interpretaba la pequeña orquesta. La danza india era tremendamente compleja, debido a que se basaba en la ejecución de determinados gestos y movimientos que implicaban distintas partes del cuerpo, cada uno de los cuales tenía un significado concreto. Las combinaciones posibles eran tantas que las bailarinas profesionales podían contar una historia completa, que solo comprenderían aquellos espectadores que conocieran el código.

Kumaragupta disfrutó del espectáculo, aunque advirtió que el nivel de sus bailarinas no era todo lo bueno que esperaba de ellas. Tendría que hablar con el responsable del harén para decirle que centrase sus esfuerzos en mejorar esa faceta, aunque fuese en detrimento de otras artes que también debían dominar las ganikas.

De bastante buen humor, el emperador decidió dirigirse a un pequeño pabellón de pilares pintados y cerrado con llamativos cortinajes, en cuyo interior lo aguardaba un estanque lleno de aguas perfumadas que sus sirvientes le arrojarían por encima de la cabeza. No obstante, antes de desnudarse recibió el aviso de que el astrólogo solicitaba audiencia inmediata para tratar un asunto de extrema gravedad. Kumaragupta lo hizo pasar y ordenó a sus asistentes que los dejasen a solas.

El astrólogo se llamaba Cidambara y era un hombre enjuto de dientes sucios y barba descuidada, que se pasaba la mayor parte del tiempo en el torreón de palacio, donde tenía su propio observatorio. Precisamente, aquel día no había acudido a la reunión del consejo, como era habitual.

—Mi señor —dijo pegando la frente al suelo.

—¿Qué ocurre, Cidambara? ¿Qué puede ser tan importante como para interrumpir el baño que estaba a punto de tomar?

El astrólogo tragó saliva, dando evidentes muestras de nerviosismo.

—Se trata de un asunto muy delicado…

—Déjate de preámbulos. Nos conocemos desde hace años y sabes lo mucho que valoro tu trabajo. Habla sin miedo.

—Una cuidada lectura del firmamento me ha desvelado que un trascendental evento pronto tendrá lugar…

—¿Y bien?

—Alguien atentará contra su vida…

—¿Qué dices?

—Lo siento, mi señor —balbució Cidambara—. Pero he repasado los cálculos infinidad de veces y el resultado siempre es el mismo. La actual posición de la estrella polar, la aparición de la luna roja durante el último eclipse y la conjunción de los planetas que…

—Los pormenores no me interesan —lo interrumpió Kumaragupta—. Lo que de verdad quiero saber es quién planea cometer semejante atrocidad.

El astrólogo se encogió de hombros.

—Eso no puedo saberlo. Por desgracia, semejante grado de detalle queda fuera de mi alcance.

El emperador no ignoraba que en los últimos tiempos se había ganado la enemistad de ciertas personas que formaban parte de su círculo más cercano, pero… ¿hasta el punto de conspirar para acabar con su vida?

—¿Sabrías al menos decirme el cuándo?

—En los próximos meses —repuso—. Lamento no poder ser más preciso.

Kumaragupa asintió resignado. Lo primero que haría sería poner en alerta a sus espías de palacio, para que doblasen la vigilancia. Después permaneció pensativo durante algunos instantes, hasta que por fin se atrevió a formular la pregunta del millón.

—Ese atentado que los astros vaticinan… ¿Podré escapar de él con vida o nada de lo que haga me salvará?

Cidambara se tomó su tiempo para contestar.

—No puedo asegurarlo, pero con toda seguridad provocará que se tambaleen los cimientos del imperio…

 

 

7

 

Durante su último viaje de peregrinación, Madhuk no había dejado de pensar en lo que le había sugerido su padre y maestro. ¿Debía sincerarse con él o debía, por el contrario, seguir manteniéndolo en la oscuridad en lo que a ciertos asuntos se refería? Al final había llegado a la conclusión de que confesaría… aunque solo a medias. Estaba a dispuesto a revelarle su origen, detallarle su pasado e incluso a desvelarle la existencia de Sarasvati. Pero en ningún caso le descubriría los planes que junto a su hermana había trazado, pues no le cabía la menor duda de que Bindusar se opondría a su realización.

Madhuk atravesó el portón de acceso a la ciudad con claros síntomas de agotamiento tras el largo viaje. Estaba deseando llegar a casa y descansar, así como disfrutar de las atenciones de Harshali, que a buen seguro le prepararía de comer su plato favorito. Además, también tenía ganas de reencontrarse con Bindusar, al que recordaba bastante enfermo en el momento de su partida. Si todo había ido bien, ya tendría que haberse recuperado prácticamente del todo.

Cuando enfiló la calle donde vivía, enseguida se dio cuenta de que algo no marchaba como era debido. Un grupo de vecinos se arremolinaba frente a la puerta de entrada, formando un corrillo en el que se alternaban los lamentos con las negaciones de cabeza. Uno de los presentes, que lo conocía de vista, le dio entonces las malas noticias.

—Lo siento, muchacho —repuso—. Yama* ha decidido llevarse al respetado maestro mucho antes de tiempo.

Madhuk, incrédulo, dio un paso atrás.

—Pero…

—Las fiebres empeoraron su estado y nada pudo hacerse.

—¿Cuándo? —articuló a duras penas.

—Ayer —aclaró—. El funeral es ahora mismo. Si te das prisa, aún podrás llegar a tiempo.

Madhuk averiguó que la comitiva se dirigía a los campos de cremación y salió corriendo, intentando que sus propias lágrimas no le nublasen la vista. Ahora se arrepentía de no haber permanecido junto a Bindusar mientras este convalecía, aunque su presencia no hubiese cambiado el desenlace de los hechos. Al salir de la ciudad tuvo que pedir indicaciones, pero tan pronto como atisbó en el horizonte varias columnas de humo alzándose por encima de los bosques, supo a ciencia cierta hacia dónde debía dirigirse.

En cuanto llegó a la explanada, sus pasos se encaminaron hacia la multitud, que se congregaba frente a una pira sobre la que se había levantado un palio compuesto por pértigas y un tejado de follaje. El cadáver de Bindusar, untado con aceites perfumados, embutido en una vasana impoluta y adornado con guirnaldas, yacía sobre la pila de leños dispuesta para la ocasión. Junto a la pira había un sacerdote brahmán oficiando la ceremonia, dedicado en ese momento a recitar unos himnos con el fin de ahuyentar a los demonios que inevitablemente frecuentaban aquellos lugares impuros. Asistiendo al sacerdote en los ritos mortuorios, Madhuk distinguió al hermano mayor del maestro ejerciendo su papel con aire solemne. Un fuerte sentimiento de culpa lo invadió de repente. Bindusar le había pedido expresamente que se ocupase de aquella tarea, y después de todo él le había fallado.

Madhuk buscó a Harshali con la mirada, pues ella era la única que podía interceder por él para que asistiese al sacerdote en el antiesti, tal y como Bindusar habría querido. El lugar estaba atestado y tuvo que ponerse de puntillas para obtener una visión mejor. Habían acudido en pleno las familias de los dos hermanos del maestro; también se daban cita numerosos alumnos que habían pasado por su vida y que ahora se habían convertido en hombres de provecho, así como amigos y compañeros de profesión que no habían querido faltar a su despedida.

No localizaba a Harshali por ninguna parte, aunque la labor tampoco resultaba fácil debido a la gran cantidad de personas que se había reunido allí. Como poco, más de un centenar. Madhuk comenzó a abrirse camino entre el gentío para acercarse a las primeras filas. Sin embargo, un familiar del maestro le cortó el paso tras haberlo reconocido. No pronunció palabra, pero por la frialdad de su mirada el muchacho supo sin dudarlo que su presencia en el funeral no era bienvenida.

En ese instante el sacerdote oficiante prendió la pira, de la que enseguida brotaron llamas de gran altura que comenzaron a lamer el cadáver de Bindusar. En menos de un minuto el fuego se tornó tan virulento que ya había envuelto por completo el cuerpo del difunto como si el mismísimo Yama se hubiese materializado para mecerlo entre sus brazos. En la explanada se hizo un silencio absoluto, tan solo interrumpido por el crepitar de la madera y la monótona oración del sacerdote brahmán. No había muchas mujeres, pero las que habían acudido pronto se hicieron oír entonando quejumbrosos lamentos mezclados con un llanto exagerado. El propio Madhuk se sumió en un mar de lágrimas que le descendían por las mejillas en forma de catarata. Parecía imposible que aquello pudiese estar pasando.

Poco después, la multitud se dividió en dos, como el mar Rojo ante Moisés, abriendo un estrecho pasillo que desembocaba en la pira. Y, situada en el extremo opuesto, Harshali se dejaba ver por primera vez.

La mujer desfiló a través del pasillo dispuesto por los asistentes al funeral. Tenía la mirada perdida y actuaba como desconectada de la realidad, pero avanzaba hacia la pira en llamas con paso firme y decidido. Madhuk reaccionó al fin e inmediatamente emprendió la carrera para encontrarse con ella.

—¡Madre! —exclamó—. ¡Estoy aquí!

Harshali sacudió la cabeza como si despertara de un sueño muy profundo y, ante la visión de su querido hijo adoptivo, los ojos se le iluminaron como estrellas en la noche. Ambos se estrecharon en un prolongado abrazo, unidos por la tragedia que acababa de golpearlos. No obstante, al cabo de unos segundos el muchacho sintió que varias manos tiraban de él hasta lograr separarlo de Harshali. Eran parientes de Bindusar los que se habían tomado la libertad de inmovilizarlo haciendo uso de la fuerza.

El muchacho trató de zafarse, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Harshali le devolvió una mirada de impotencia.

—Lo siento mucho, Madhuk. Pero tengo que hacer esto —repuso la mujer—. Te quiero. —Y, dicho esto, reanudó el paso con los ojos arrasados en lágrimas.

Madhuk no comprendía nada de lo que estaba pasando, mientras su madre adoptiva se aproximaba cada vez más a la pira, que en aquel momento ardía en toda su plenitud. Además, para rematar lo extraño de la escena, algunos de los presentes se inclinaban sobre ella cuando esta pasaba por su lado, y le decían cosas como: «Salúdalo en mi nombre, por favor», o «Dile de mi parte que todavía no se merecía morir».

Harshali se acercó tanto a la pira que Madhuk estaba seguro de que no tardaría en apartarse, porque a una distancia tan corta el calor debía de estar a punto de abrasarla. Sin embargo, en lugar de eso hizo todo lo contrario: la mujer se arrojó a las llamas y se abrazó al cuerpo de su marido mientras era devorada viva por el fuego.

Madhuk abrió los ojos horrorizado, al tiempo que de su garganta brotaba un amago de alarido. Por su cabeza pasó la idea de intentar socorrerla, pero los dos hombres que lo sujetaban no le dejaban moverse ni un milímetro.

El muchacho, abatido, jamás había oído hablar del ritual de la satí, una costumbre cada vez más arraigada entre las castas superiores, según la cual la viuda se inmolaba en la pira funeraria de su marido recientemente fallecido, para expresar así su deseo de permanecer siempre a su lado. En teoría, la satí era voluntaria, aunque en la mayoría de las ocasiones el peso de la tradición, unido a la presión de la familia, resultaban clave en el proceso.

El olor se hizo insoportable, pero de allí no se movió nadie hasta que el fuego de la pira comenzó a extinguirse y a dar paso a una densa humareda que ascendía hasta el cielo en forma de remolino. Acto seguido, a una señal del sacerdote, los asistentes comenzaron a circunvalar la pira, no en el sentido auspicioso de las agujas del reloj, sino en el contrario. Después, en silencio, emprendieron el camino de regreso a la ciudad, no sin antes hacer una parada obligada en el río, para purificarse mediante un baño tras haber atendido al funeral.

Cuando ya casi se habían marchado todos, los dos hermanos de Bindusar se plantaron ante Madhuk, que si todavía no había encajado la muerte del maestro, mucho menos la de Harshali, cuyo terrible desenlace le había causado una profunda conmoción.

—Espero que no se te ocurra reclamar nada de lo que perteneció a Bindusar —le advirtió el hermano mayor—. Ni siquiera quiero verte cerca de su casa. Por lo que a nosotros respecta, tú no eres parte de la familia.

Aunque sin fuerzas para replicar, Madhuk entendió enseguida de qué iba todo aquello. Al parecer, no estaban dispuestos a tolerar que los bienes, la vivienda y el capital que el maestro había atesorado durante años fuesen ahora a parar a él.

—Ni se te ocurra reclamar la herencia de nuestro hermano o atente a las consecuencias… ¿entendido?

Y, dicho esto, se marcharon junto al sacerdote y abandonaron los campos de cremación en último lugar. Entretanto, Madhuk se quedó allí, frente a los restos carbonizados de la pira, sintiéndose completamente solo, perdido y desamparado.

 

 

Madhuk no se movió en toda la tarde de aquel siniestro paraje que hedía a muerte y miseria a cualquier hora del día.

Los cimientos sobre los que había construido su nueva vida habían desaparecido de repente bajo sus pies. Su corazón, que había vuelto a abrirse para dar cabida al amor que el matrimonio hindú le había entregado sin pedir nada a cambio, volvía a sumirse de nuevo en un inconmensurable vacío, como ya le hubiese ocurrido en el pasado. El muchacho lloró hasta que no le quedaron fuerzas, y solo cuando les hubo rendido el debido homenaje a Bindusar y Harshali comenzó a preocuparse por él mismo. Una vez más, volvía a encontrarse como al principio.

Fue entonces cuando sintió la presencia de alguien a su espalda. Madhuk se giró y distinguió a un hombre situado a unos diez metros de distancia, acompañado por un niño pequeño que se ocultaba parcialmente tras él. Más allá, un puñado de chozas insignificantes recibían los últimos rayos de sol que anunciaban el fin del atardecer.

Kumaresh llevaba un buen rato esperando a que el muchacho se marchara para poder hacer su trabajo: recoger la ceniza y los restos carbonizados de los difuntos, y depositarlos en un recipiente. Tres días después, un sirviente de la familia acudiría a recoger la urna, cuyo contenido se arrojaría al Ganges en una ceremonia íntima reservada a los parientes más cercanos. El problema radicaba en que si el chandala se aproximaba demasiado, se arriesgaba a despertar la ira de aquel joven que podía alegar sentirse contaminado por su excesiva cercanía. Y si más tarde lo denunciaba, podría meterlo en un serio apuro.

—Lleva ahí todo el día, padre —murmuró Rashmi, que aún tenía pesadillas a raíz de la trágica muerte de su hermana tras beberse un zumo que le había dado un individuo venido de la ciudad.

—Cállate —replicó Kumaresh.

Madhuk dio un paso adelante en dirección al chandala, que reaccionó inmediatamente extendiendo los brazos con las palmas de las manos abiertas por delante de sí.

—No hay ningún problema —se apresuró a aclarar—. Esperaremos a que se vaya el tiempo que haga falta.

Madhuk ignoró el comentario y prosiguió su avance hacia la pareja de intocables integrada por el padre y el hijo. La indudable calidad de su vasana y el cordón sagrado que lucía indicaban a las claras que pertenecía a una casta elevada, pero solo cuando lo tuvo más cerca Kumaresh apreció que los hilos usados para entrelazar el cordón sagrado eran de algodón blanco (los chatrias usaban hilo de cáñamo de color rojo, y los vaisyas, hebras de lana de tonalidad marrón), lo cual lo identificaba específicamente como integrante de la casta brahmán, la más importante de todas. El chandala tragó saliva y agachó la mirada para evitar cualquier problema.

Cuando tan solo los separaban un par de pasos, Madhuk se dio cuenta de que el rostro del sepulturero le resultaba familiar.

—Yo te conozco —dijo.

—¿Es verdad eso, padre? —intervino el niño.

—Silencio, Rashmi.

Kumaresh alzó los párpados lo justo para mirarlo y enseguida negó con la cabeza.

—Sí —insistió Madhuk—. Tú me advertiste de la peligrosidad de robar en el mercado y después me ofreciste un mango para saciar el hambre que tenía.

Tras observarlo más detenidamente, el chandala comprendió por qué no lo había reconocido. A diferencia del joven arreglado y bien alimentado que tenía delante, el que había conocido en su día era un palillo cubierto de harapos. Pero no había duda de que se hallaba ante la misma persona.

—Yo me llamo Madhuk —se presentó—. ¿Y tú?

—Yo soy Kumaresh, y este de aquí es mi hijo Rashmi —contestó cada vez más desconcertado. ¿Qué hacía un brahmán tratándolo de forma tan amable?

—Aunque ha pasado mucho tiempo desde que nuestros caminos se cruzaron, lo cierto es que hoy vuelvo a necesitar tu ayuda. No tengo donde quedarme. ¿Podría al menos pasar esta noche en tu hogar?

El intocable lo miró con los ojos desorbitados. ¿Acaso aquel muchacho no temía perder su pureza religiosa al entrar en contacto con su familia y la cabaña que habitaban?

—Por favor… —suplicó el muchacho.

Todavía sin dar crédito, Kumaresh accedió porque en su ánimo estaba siempre hacer el bien para mejorar así su karma. Sin embargo, cuando recibió el abrazo de Madhuk en señal de agradecimiento, pensó que debía de estar soñando. Nadie que no fuese otro chandala lo había tocado en toda su vida. Ni siquiera los shudras se rebajaban a ese nivel. Y ahora, sin entender por qué, un brahmán lo trataba de igual a igual ignorando por completo los principios más elementales de la tradición hindú.

Pero Madhuk, en su situación actual, tenía asuntos mucho más urgentes en los que pensar. A partir de ese momento… ¿Qué sería de él?

 

 

8

 

Las semanas que siguieron al primer encuentro con Gauresh fueron las más felices de Sarasvati en toda su vida. Ambos se habían enamorado perdidamente el uno del otro, con la intensidad que solo el amor adolescente es capaz de imprimir.

Dos o tres veces por semana, Sarasvati acudía a buscarlo al templo donde tenían lugar las funciones de teatro, tras las cuales se escapaban a cualquier parte donde pasar la tarde juntos. Solían frecuentar los parques, y otras veces se desplazaban a las afueras para dar largos paseos por la orilla del río. Habían adecentado la ermita en ruinas donde se dieron su primer beso, hasta convertirla en un refugio secreto para los dos. Allí acostumbraban a culminar sus encuentros, yaciendo sobre una manta que dejaban siempre escondida debajo de una piedra.

Cuando Sarasvati hacía el amor con el joven actor, la embargaba un conjunto de sensaciones que percibía a través de su piel, su mente y su corazón, en perfecta sintonía. Y aquello no era nada comparado con el momento en que alcanzaba el clímax y oleadas de placer la removían por dentro hasta el punto de que se sentía, durante unos instantes, desgajada de su propio ser. ¡Qué diferentes eran sus relaciones con Gauresh de las que mantenía con sus clientes, en las cuales se limitaba a satisfacer sus deseos de forma complaciente, pero sin sentir nada en absoluto!

La confianza entre ambos era completa, y si Gauresh sabía a lo que se dedicaba Sarasvati era porque ella misma se lo había dicho. No obstante, cuando surgió el tema de su pasado, Sarasvati lo esquivó mediante evasivas y subterfugios. Por descontado, no le había mencionado la existencia de su hermano ni menos aún el propósito que los había llevado hasta allí.

En otro orden de cosas, las tensiones con Vasavadatta parecían haberse suavizado después de que Madunisha hubiese mantenido una seria charla con ella. Su compañera dejó de malmeter contra ella y volvió a dirigirle la palabra tras haber estado semanas sin hacerlo. Con todo, Sarasvati aún percibía cierta inquina bajo aquella máscara de simpatía, lo cual la llevaba a pensar que su cambio de actitud no había sido del todo sincero.

Sus peores temores se confirmaron durante una jornada de trabajo en la que Sarasvati acabó acostándose con un cliente que no debería haberle correspondido. Aquella noche había acudido un mercader extranjero en la que constituía su segunda visita al burdel. La vez anterior había estado con Vasavadatta, pero en esta ocasión el cliente había expresado su deseo de acostarse con una chica distinta. La elegida acabó siendo Sarasvati, pese a que su compañera debería haberlo impedido. ¿Dónde radicaba el problema? Muy sencillo. Aquel cliente entraba dentro de la categoría de hombre-caballo, por lo que jamás debió haber sido atendido por Sarasvati, que, como todas ellas sabían, era una mujer-ciervo. El daño que sufrió en los genitales fue tan grande que precisó de la atención de Kundanika. La curandera, que la tenía en gran estima, le había enseñado a lo largo de los últimos meses a preparar ciertos remedios curativos.

La disculpa posterior de Vasavadatta, que argumentó no recordar el descomunal tamaño del lingam que poseía aquel cliente, no convenció a nadie, y mucho menos a la kuttani, que por experiencia sabía mejor que nadie que una profesional del sexo jamás olvidaba un detalle de esa naturaleza. Madunisha decidió entonces que tendría que hacer valer sus contactos para recurrir a una determinada persona cuya intervención podría solucionar aquel problema.

 

 

Conforme el amor de Gauresh fue creciendo en intensidad, mayor era también la tristeza que iba socavándolo por dentro. Aunque al principio no le había supuesto ningún problema, con el tiempo había terminado haciéndosele insoportable el modo en que Sarasvati se ganaba la vida.

—Solo pensar que otros hombres pueden permitirse el simple lujo de acariciarte ya me vuelve loco —confesó el muchacho.

Se hallaban en la ermita abandonada, tumbados en el suelo, con la mirada clavada en el infinito.

—Es a ti a quien amo…

—Lo sé, pero eso ya no me basta.

—También es duro para mí —repuso Sarasvati—. Antes de conocerte, mi trabajo era mucho más sencillo.

—¡Pues déjalo! —gritó Gauresh, que nunca antes se había expresado en ese tono.

Sarasvati esperó a que se calmara. Dadas las circunstancias, comprendía que hubiese reaccionado de aquella manera.

—No tengo alternativa. Además, ahora mis compañeras son mi nueva familia. Madunisha me protege y se preocupa por mí.

—¡No seas ingenua! La kuttani solo piensa en su negocio. Si no le resultases rentable, puedes estar segura de que ya se habría deshecho de ti.

Sarasvati disentía. Ella estaba convencida de que el afecto también jugaba un papel importante en la relación que Madunisha mantenía con ella y el resto de las chicas. No obstante, prefirió no discutir.

—Abandona el burdel, por favor —insistió Gauresh.

—¿Y qué será de mí? —Sarasvati abordó entonces un tema que, consciente o inconscientemente, ninguno de los dos se había atrevido a acometer, como si por el hecho de evitarlo el problema fuese a desaparecer por sí solo—. La primavera está a punto de tocar a su fin, momento en que tu compañía de teatro se marchará de Pataliputra para retomar vuestra gira por el resto del país. No regresarás hasta dentro de un año. ¿Te he pedido yo acaso que dejes tu trabajo y a tu familia, y te quedes aquí por mí?

Gauresh permaneció en silencio, enfadado consigo mismo y también con el mundo entero. Poco después se marcharon de allí, sin intercambiar una sola palabra durante el trayecto de regreso. La despedida entre ellos nunca había sido tan fría.

Aquella misma noche, Sarasvati se llevó una sorpresa tan grande que por unos segundos se quedó sin aliento. Gauresh apareció en el prostíbulo sin previo aviso y sin que, desde luego, ella lo hubiese invitado a acudir. El desconcierto de la muchacha era absoluto. ¿Cómo se le había ocurrido hacer una cosa así? ¿Qué pretendía? De entrada, decidió mantenerse a la expectativa, mientras seguía poniendo bebidas y coqueteando con los asiduos que apostaban a los dados en la sala de juegos. Por un lado, la aterraba que el joven actor montase una escena que la dejase en evidencia delante de Madunisha. Y, por otro, la avergonzaba terriblemente que Gauresh la observase marcharse con uno de los clientes al piso superior. Durante un instante, ambos cruzaron las miradas, pero a ella no le bastó para adivinar el motivo de su extraña presencia allí. Gauresh actuaba como si no la conociera y se limitaba a deambular por el lugar en compañía de un hombre mayor que había ido con él.

Cada vez más incómoda, Sarasvati se desplazó hasta la sala contigua, donde los músicos tocaban una pieza y una de las chicas se contoneaba al ritmo de la melodía, al tiempo que algunos clientes degustaban los más selectos licores y se relajaban contemplando el espectáculo. Sarasvati se dirigió a su compañera y le rogó que le cambiara el turno. Por suerte, no se trataba de Vasavadatta, que seguramente se habría negado. Desde ese momento, se dedicó únicamente a danzar y concentró sus cinco sentidos en aquella tarea. Gauresh se acomodó en aquella sala como un visitante más, aunque entre ambos apenas hubo contacto visual porque ella prefirió evitarlo.

Finalmente, cuando el joven actor abandonó el burdel, Sarasvati pudo respirar tranquila y comportarse con naturalidad durante el resto de la noche.

Dos días después, Sarasvati acudió en busca de Gauresh, al que esperó a la salida del templo.

—¿Por qué tuviste que venir? —le reprochó nada más verlo—. No debiste hacerlo. Me hiciste sentir incómoda.

—Lo sé y lo siento. Pero no me quedaba otra opción.

—¿De qué hablas?

—La semana que viene reanudaremos nuestra gira. Nos marchamos —anunció el joven actor—. Y como no podía quedarme de brazos cruzados, decidí confesarle a mi padre lo nuestro. Al principio no se lo tomó bien, pero luego insistió en conocerte.

—¿El hombre que te acompañaba era tu padre? —Sarasvati no pudo evitar ruborizarse y se cubrió el rostro con las manos.

—Eso ahora es lo de menos. Tengo excelentes noticias. Mi padre quedó fascinado por tu belleza y sobre todo por tu extraordinaria forma de bailar. Me dijo que pocas veces había tenido la ocasión de toparse con un talento como el tuyo, y él entiende de estas cosas. Eso te lo aseguro.

—¿Adónde quieres ir a parar? —inquirió impaciente.

Una enorme sonrisa iluminó el semblante de Gauresh.

—¡Puedes unirte a la compañía! Mi padre te escribirá papeles a medida y pronto te convertirás en una auténtica actriz y bailarina de teatro. Además, podremos seguir juntos sin tener que escondernos. Y, con el tiempo, acabaremos casándonos. ¿Qué te parece?

Gauresh pensaba que Sarasvati comenzaría a dar saltos de alegría y que después lo abrazaría con todas sus fuerzas. Sin embargo, no ocurrió nada de eso.

—Yo… —Aunque la propuesta era un sueño hecho realidad, ella se debía a una causa que estaba por encima de todo aquello. Madhuk. La misión. Asuntos a los que no podía referirse.

—¿Qué te pasa? —Una evidente expresión de desencanto se hizo visible en el rostro de Gauresh—. ¿Es que no me amas?

—Por supuesto que sí. No tiene nada que ver con eso. —Un puñado de lágrimas se le agolparon en los ojos.

—Entonces no lo comprendo. ¿Acaso prefieres seguir llevando el tipo de vida que tienes ahora?

Sarasvati lo miraba sin decir nada, mientras daba rienda suelta al llanto que le pedía paso desde las entrañas. Gauresh, sin poder ocultar su decepción, dio un paso atrás.

—La caravana partirá a mediodía, justo dentro de una semana. Te esperaré junto a la columna que hay frente a la puerta principal de la ciudad. Tienes tiempo para pensártelo. No me falles, por favor. —Y, dicho esto, se marchó sin volver la vista atrás.

Los días subsiguientes supusieron un calvario para ella, aunque acostumbrada como estaba a no dejar traslucir sus sentimientos, sus compañeras ni siquiera lo notaron. Sin duda alguna, a Sarasvati le habría encantado iniciar aquella vida que Gauresh le había propuesto. Sin embargo, por el momento aquella posibilidad estaba descartada, si no quería tirar por tierra los avances que tanto ella como su hermano habían logrado. En todo caso, nunca se habría imaginado que tendría que llevar a cabo un sacrificio de semejante envergadura.

Con todo, Sarasvati no pudo evitar asistir a la partida de la compañía, el día y la hora en que Gauresh la había citado. Incapaz de afrontar una despedida, la muchacha se ocultó detrás de una esquina y se limitó a observar las carretas repletas de bártulos y enseres cruzar bajo el gigantesco portón de entrada, rumbo a nuevos destinos donde embelesar al público con sus maravillosas representaciones de teatro. Tras la marcha de la caravana, Gauresh se resistió a abandonar la ciudad y aguardó junto a la columna imperial que daba la bienvenida a peregrinos y visitantes. Pese a todo, aún no había perdido las esperanzas y confiaba en que Sarasvati apareciese corriendo por la calle principal en el último momento.

Finalmente, cuando el sol ya declinaba en el cielo, Gauresh comprendió que su amada no vendría y que ni tan siquiera le haría llegar una nota a través de un mensajero. El muchacho abandonó Pataliputra con el corazón hecho pedazos y la mirada apuntando al suelo.

Sarasvati, por su parte, regresó al burdel con los ojos hinchados y la garganta reseca de tanto llorar. Aquella noche, Madunisha la encontró tan mal que la dispensó de trabajar hasta que se hubiese recompuesto. La kuttani no le hizo preguntas porque ya se imaginaba las respuestas. Todos los síntomas apuntaban a que la enfermedad que la aquejaba estaba íntimamente relacionada con los entresijos del amor.

El incidente, no obstante, lo aprovechó nuevamente Vasavadatta para criticar a Sarasvati ante el resto de sus compañeras, poniendo en duda su profesionalidad. Definitivamente, Madunisha se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de mantener a dos gallos en el mismo corral, pues la enemistad entre una y otra había dado lugar a bandos enfrentados y el resto de las chicas tomaban partido por una o por la otra. La kuttani decidió entonces ejercer su influencia y servirse de sus contactos para poner en marcha un plan en el que ya llevaba semanas trabajando.

 

 

Algunos días después, el prostíbulo recibió la visita del responsable del harén real: un eunuco llamado Purumitra, de costumbres refinadas y movimientos amanerados, habituado a dirigir con mano de hierro el serrallo del emperador.

Desde hacía un tiempo venía rumoreándose dentro del gremio que Purumitra incorporaría a una nueva chica a la disciplina de palacio a finales de verano. Madunisha había logrado a través de sus contactos que adelantase la decisión a inicios de este, con el pretexto de que para entonces su mejor candidata ya se habría marchado, puesto que tenía sobre la mesa una propuesta de matrimonio que no podía rechazar. Por supuesto, la excusa no era cierta, y lo que la kuttani pretendía era poner fin lo antes posible al conflicto entre Vasavadatta y Sarasvati, que amenazaba con afectar seriamente al buen ambiente del burdel. Y, si todo iba bien, tan pronto como reclamaran a Vasavadatta para el harén, su problema quedaría resuelto.

Durante los días previos, Purumitra se había recorrido los prostíbulos de mayor prestigio para evaluar a las posibles candidatas. Por lo tanto, cuando le tocó el turno al local de Madunisha ya se había hecho una idea bastante clara de las opciones de que disponía.

—Póngase cómodo, por favor —dijo la kuttani—. Ahora mismo vuelvo con la muchacha más deslumbrante de Pataliputra. Le aseguro que no encontrará una aspirante igual.

El eunuco se repantigó sobre unos cojines. Aún era temprano y en la sala no habría más allá de dos o tres clientes. Un par de músicos amenizaban la velada, acompañados por el embrujo de Sarasvati, a quien aquella noche le tocaba bailar. Al cabo de un minuto, Madunisha reapareció seguida de Vasavadatta, que lucía impecable para la ocasión.

—Es tan hermosa como había oído… —murmuró Purumitra, que también estaba al corriente de su excepcional fama como amante, tal y como atestiguaban muchos de los hombres con los que había estado.

—No me cabía la menor duda de que entre mis chicas se hallaría la ganika que andaba buscando —repuso Madunisha con una sonrisa.

Por supuesto, desde un punto de vista económico, la pérdida de Vasavadatta le supondría un golpe importante. No obstante, a cambio recibiría una compensación de lo más generosa. El emperador tenía dinero de sobra y sus subordinados pagaban extraordinariamente bien.

—Aún no he dicho que vaya a escogerla…

—Vamos, conozco bien lo que tiene mi competencia y actualmente ninguna otra muchacha se encuentra a su altura.

El eunuco se puso en pie y dio unos cuantos pasos. Madunisha pensaba que pretendía examinar a Vasavadatta más de cerca, pero en realidad se limitó a pasar de largo. Su foco de atención estaba en otro sitio.

—En una cosa tenías razón, Madunisha. La chica que buscaba estaba entre las tuyas. Pero es a ella a quien quiero —anunció señalando a Sarasvati, que permanecía ajena a la conversación.

Sorprendida por el giro de los acontecimientos, Madunisha tardó un instante en reaccionar.

—Tienes buen ojo, Purumitra. La belleza de Sarasvati es digna de una diosa y estoy convencida de que pronto se convertirá en una de las mejores chicas que he tenido. Sin embargo, es demasiado joven y todavía carece de la experiencia necesaria como para dominar el arte del kama con la debida habilidad.

—No es ningún problema. Lo que ahora necesito es una ganika con dotes de bailarina —aclaró recordando la recomendación del emperador—. Y está muy claro que esta chica ha sido bendecida con un don especial.

El eunuco había tomado su decisión y Madunisha sabía que nada de lo que dijese le haría cambiar de idea. Ella salía ganando de un modo u otro, así que en el fondo poco le importaba. Vasavadatta, por el contrario, se retorcía de pura rabia mientras asistía horrorizada a la destrucción del sueño que siempre había perseguido. La kuttani sintió pena por ella, pero siguió adelante con su cometido para hacer cumplir la voluntad del enviado del emperador.

Con paso firme, se acercó a Sarasvati y le dijo:

—Prepárate. A partir de ahora entrarás a formar parte del harén real y servirás única y exclusivamente a Kumaragupta, el rey de reyes y señor supremo de la tierra de los hijos de Bharata…