Siglo v d. C.
Pataliputra. Capital del Imperio gupta
1
Los dos niños se incorporaron al camino principal que conducía a Pataliputra. Ambos iban descalzos, se cubrían con harapos y se sentían cansados y hambrientos. Con todo, una sonrisa acudió al rostro de Madhuk tras vislumbrar en el horizonte la capital del Imperio gupta.
—Por fin hemos llegado —anunció.
El corazón de Sarasvati incrementó el ritmo de sus latidos.
—Tengo miedo —murmuró.
—Yo también —admitió Madhuk—, pero a partir de ahora tenemos que ser más fuertes que nunca.
La circulación se había incrementado conforme se acercaban a su destino. A su alrededor discurrían caravanas de mercaderes arrastradas por bueyes, calesas cubiertas tiradas por caballos en las que se desplazaban nobles y dignatarios, grupos de peregrinos y campesinos que se dirigían al mercado para vender sus productos.
Madhuk y Sarasvati eran hermanos. El primero era un muchachito de trece años con más trazas de niño que de hombre, extremadamente delgado, de piel oscura y mirada limpia como una fuente de agua dulce. Su afabilidad, sin embargo, no estaba reñida con el carácter voluntarioso que regía cada uno de sus actos. Sarasvati, por su parte, tenía once años y era una niña de belleza arrebatadora, aunque su actual aspecto sucio y desaliñado impidiese apreciarlo a simple vista. Dos grandes ojos de color verde turquesa refulgían en mitad de su rostro, junto a una nariz respingona y unos labios finos y rosados. Asimismo, era muy alegre por naturaleza y siempre se las arreglaba para ver el lado positivo de las cosas.
Madhuk y Sarasvati observaron desde la distancia la enorme empalizada levantada con troncos de madera y salpicada de atalayas que protegía el perímetro de la ciudad, la cual se extendía varios kilómetros a lo largo de la orilla del río Ganges, flanqueada por densos bosques al otro extremo. Ambos hermanos, casi a la vez, sintieron que un escalofrío les recorría la espina dorsal.
Cruzaron el puente que franqueaba el foso y atravesaron la puerta de entrada recubierta de marfil, tan inmensa que parecía un edificio en sí misma. El trazado urbano seguía un esquema uniformado; partía de una vía principal que iba de norte a sur y sobre la que se abrían, en ángulo recto y a intervalos regulares, otras calles menores. No obstante, en determinados barrios se formaba una madeja de callejuelas estrechas que se bifurcaban en todas direcciones, como surgidas de una voluntad caprichosa. La mirada de los hermanos se elevó de inmediato por encima de los tejados de la ciudad, atraídos por el majestuoso palacio real que se alzaba en el centro, coronado por pináculos dorados de los cuales ondeaban pendones de seda con la insignia de la dinastía Gupta.
Madhuk y Sarasvati echaron a caminar por una de las calles de mayor tránsito, atónitos ante el espectáculo que se desplegaba ante ellos. Saltaba a la vista que ninguno había puesto antes los pies en una población de semejante envergadura. Las casas de la burguesía tenían dos o tres plantas de altura, las techumbres con bóveda de cañón estaban cubiertas de tejas y las fachadas se abrían a la calle con ventanas o balcones de los cuales colgaban elegantes pajareras. La parte trasera de dichas viviendas solía contar con amplios jardines y un cautivador estanque en el que refrescarse durante las horas de mayor calor. Los talleres de los artesanos —tejedores, joyeros, alfareros o sastres— daban a la calzada asfaltada con adoquines, y la mezcla de olores se confundía con las voces de los vendedores ambulantes, que transportaban sus artículos en bandejas o cestos que se colgaban al cuello.
—Dame la mano —indicó Madhuk, que prefirió sujetar a Sarasvati, temeroso de que repentinamente fuese engullida por la multitud.
En las calles reinaba una intensa actividad: cortesanos y altos funcionarios se trasladaban de un sitio a otro en palanquines; las mujeres, algunas de ellas con sus hijos a cuestas, llevaban a cabo sus compras, profusamente acicaladas y adornadas con innumerables perifollos corporales; los brahmanes se paseaban con porte orgulloso, luciendo su cordón sagrado cruzado en el pecho; monjes budistas de cabeza rapada y túnica de color azafrán predicaban de casa en casa e indigentes semidesnudos se apostaban en las esquinas pidiendo limosna. Los animales también campaban a sus anchas: las vacas deambulaban de aquí para allá comiendo lo que encontraban y los monos vagabundeaban por los tejados y las terrazas, esperando la menor ocasión para robar un pedazo de fruta o de verdura. También había perros, cabras, burros… y hasta algún que otro elefante.
Los hermanos desembocaron en una plaza muy concurrida, donde gente de todo pelaje se buscaba la vida como podía: músicos, adivinos, saltimbanquis o encantadores de serpientes pugnaban por llamar la atención de la muchedumbre con el fin de ganarse unas monedas.
—¿Y qué pasará ahora? —inquirió Sarasvati—. ¿Qué haremos para sobrevivir?
Madhuk se hizo cargo de la preocupación de su hermana pequeña, cuya inquietud era más que comprensible. Ninguno de ellos tenía absolutamente nada más allá de los andrajos que vestían y tampoco conocían a nadie a quien poder recurrir.
—¿Te arrepientes de haber venido?
—Por supuesto que no —se apresuró a aclarar la niña—. No pretendía dar esa impresión.
—Será muy duro —afirmó Madhuk—, en eso no te equivocas. Pero eso ya lo sabíamos.
—Es cierto. Aunque, pase lo que pase, no descansaremos hasta conseguir lo que nos hemos propuesto llevar a cabo.
Ambos se fundieron en un abrazo que les hizo recuperar la sonrisa.
—Lo más inmediato será comer algo.
El estómago de Sarasvati rugió como reacción a las palabras de su hermano. Todavía no habían tomado nada en todo el día.
—Antes pasamos por un puesto de fruta que no parecía especialmente vigilado.
A Madhuk no le gustaba la idea de tener que robar, pero solo por esa vez estaba dispuesto a hacer una excepción. Después de saciar su apetito ya tendría tiempo de pensar en algo menos arriesgado.
Volvieron sobre sus pasos y se colocaron a una prudente distancia del tenderete al que Sarasvati se había referido. La ventaja que ofrecía consistía en que el dueño estaba más pendiente de los monos que descendían de los tejados para intentar hurtarle una banana que de las intenciones no menos reprochables de ciertos seres humanos.
—Yo me ocupo —señaló Madhuk—. Tú espera aquí mientras tanto.
El niño cruzó la calzada y se apostó con disimulo en una esquina del puesto, a la espera de encontrar el momento oportuno para coger lo que pudiera. Lo que Madhuk ignoraba era que el tendero de al lado —que vendía cosméticos e inciensos—, también velaba por la mercancía de su compañero, pues ambos eran buenos amigos y solían hacer negocios juntos. Y aquel dichoso tendero ya lo tenía en su punto de mira, debido a lo sospechoso de su comportamiento.
Madhuk vio por fin la oportunidad que había estado esperando y alargó la mano para apoderarse de una naranja.
—¡Eh, muchacho!
La voz que sonó a su espalda le hizo dar un respingo, al tiempo que retiraba la mano antes de haber llegado siquiera a rozar la fruta. Madhuk se dio la vuelta con el corazón latiéndole con furia en el pecho. Un hombre ataviado con un taparrabos y un arrugado turbante sobre la cabeza, y que parecía guiar un carro tirado por un buey, se había detenido en mitad de la calle y le hacía señas para que se acercase a hablar con él.
—Yo no he hecho nada —arguyó Madhuk cuando hubo llegado a su altura.
—Muchacho, ¿no te has dado cuenta de que el tendero del puesto de al lado no te quitaba los ojos de encima y de que si no te hubiese avisado te habría entregado a las autoridades sin dudarlo un segundo? —Madhuk giró la cabeza para comprobarlo y, sintiéndose como un idiota, advirtió que aquel extraño individuo estaba en lo cierto—. Te habrían amputado la mano, hijo. Así es como se castiga el robo en esta ciudad.
—Yo…
—Tenías hambre, ¿verdad? —lo interrumpió el hombre del carro—. No te preocupes, lo comprendo. —Y acto seguido le entregó un jugoso mango que extrajo de una bolsa.
—¡Gracias! —dijo Madhuk mostrando su entusiasmo—. ¿Podría darme otro, por favor? Es para mi hermana.
El hombre suspiró con cierta resignación, pero acabó por ceder a la petición del muchacho. Aquel gesto debía de suponerle un gran esfuerzo, pues su aspecto dejaba bien claro que la pobreza tampoco le era demasiado ajena.
—Ahora debo irme, pero antes prométeme que no volverás a hacer nada tan estúpido. —Entonces, tras obtener la palabra del chico, palmeó al buey y se alejó calle abajo perdiéndose entre el gentío.
Madhuk volvió junto a Sarasvati y los dos dieron enseguida buena cuenta de su pieza de fruta.
—Ya sé lo que haremos —comentó el muchacho, tras encontrar inspiración en los artistas y buscavidas que con anterioridad había visto en la plaza—. A ti siempre te ha gustado mucho bailar. Y además se te da bastante bien, ¿verdad?
—Sí, pero… yo bailo a mi manera… sin tener idea de cuáles son en realidad los pasos adecuados —objetó la niña—. Además, necesitaría alguna música de acompañamiento.
—De eso puedo ocuparme yo mismo.
—¿Tú? ¡Pero si jamás has tocado un instrumento!
Madhuk le guiñó un ojo y a continuación se puso de nuevo en marcha, seguido por su intrigada hermana. Salieron de la ciudad por la misma puerta por la que habían entrado y se dirigieron a un vertedero situado en las afueras. Al muchacho le llevó un buen rato, pero al final halló lo que andaba buscando: madera, unas cuerdas y un pedazo de piel de cabra. Poco después había logrado fabricar un pequeño tambor que podría tocar con los dedos.
—Suena fatal —afirmó Sarasvati tras oír el pobre sonido que emitía el precario instrumento.
—Lo sé, pero de momento tendremos que apañarnos con esto. Tú hazlo lo mejor que puedas.
Los hermanos regresaron a la concurrida plaza, dispuestos a exhibir su propio talento a cambio de algunas monedas. Madhuk se sentó en el suelo, en uno de los pocos espacios que no estaban ocupados, y comenzó a tocar el tambor lo mejor que sabía. Al principio hacía más ruido que otra cosa, aunque más tarde fue capaz de producir un ritmo acompasado mínimamente digno. A Sarasvati le costó arrancarse, pero en cuanto se sacudió la vergüenza de encima, se entregó a una danza improvisada con la que esperaba atraer la atención de los viandantes.
Durante las primeras horas, sin embargo, su actuación provocó la indiferencia más absoluta.
2
Kumaragupta se despertó con el alba, acompañado por la melodía de la orquesta de palacio y con la tranquilidad de saberse protegido por su fiel guardia real. Había gozado de un sueño reparador y encaraba el nuevo día con el ánimo renovado, más que dispuesto a cumplir con la apretada agenda que tenía por delante.
Tras asearse y vestirse asistido por su lacayo personal y toda una legión de sirvientes, y tomarse un copioso desayuno, el emperador fue al exterior para pasar revista a sus tropas como primera tarea de la jornada. Situado a su espalda, como si fuese su sombra, un siervo blandía un parasol que sostenía por encima de su cabeza, mientras una pareja de la guardia real lo escoltaba a izquierda y derecha, luciendo sendos semblantes pétreos como máscaras de madera. Este cuerpo de élite juraba defender al rey hasta la muerte, lealtad que se confirmaba mediante un banquete que se llevaba a cabo el día de su coronación.
A los pocos pasos acudió a recibirlo el mahasenapati: el comandante en jefe de los ejércitos del Imperio gupta.
—Mi señor… —dijo juntando las manos a la altura del rostro en señal de namasté*.
—Buenos días, Harshul.
—Visnú nos ha bendecido con una grandiosa mañana, ¿verdad?
—Así es —corroboró Kumaragupta.
Harshul era tan alto como el emperador y tenía su misma corpulencia. Y si había algo en él que llamaba especialmente la atención no era otra cosa que la frialdad de su mirada, que, enmarcada entre dos espesas cejas, era capaz de intimidar a todos aquellos que se encontrasen bajo su mando. El poderoso general se había consagrado a tan codiciado puesto desde los tiempos del emperador Chandragupta II, el padre de Kumaragupta, quien había decidido mantenerlo en el cargo en reconocimiento por las exitosas campañas militares emprendidas en el pasado.
—¿Qué corresponde supervisar hoy?
—El destacamento de elefantes —contestó el mahasenapati.
Tradicionalmente, el ejército indio se componía de cuatro cuerpos: infantería, caballería, carros y elefantes.
El grueso de la infantería manejaba un arco hecho de bambú y flechas con punta de hierro, dotadas de gran alcance y penetración, mientras el resto iban armados de escudos, lanzas y espadas. La caballería carecía de la importancia bélica de la que hacían gala otras culturas del entorno y se empleaba principalmente para los reconocimientos, golpes de mano o la persecución de los fugitivos. Por su parte, y pese a desempeñar un destacado papel en las batallas de antaño, la intervención de los carros tirados por caballos, de un tiempo a esta parte, se había reducido bastante, pues resultaban poco prácticos en determinadas superficies debido a su peso y tamaño. La debilidad de la caballería se compensaba con el uso de elefantes, gracias a los cuales habían obtenido grandes victorias contra contendientes muy diversos. Situados en vanguardia, los paquidermos rompían las líneas enemigas causando infinidad de bajas y derribaban las fortificaciones defensivas como si fuesen de cartón.
Según el último recuento, el ejército Gupta estaba integrado por cien mil soldados de a pie, veinte mil jinetes, cinco mil elefantes y dos mil carros. Una parte importante de este se encontraba en la capital —Pataliputra—, pero el resto se hallaba distribuido a lo largo de varios reinos, y muy especialmente en las fronteras del imperio, para prevenir los ataques procedentes del exterior.
—¿Qué es lo último que sabemos acerca de los hunos blancos? —inquirió Kumaragupta mientras se dirigían al recinto habilitado para el adiestramiento de los elefantes.
Los heftalitas —conocidos como hunos blancos por los indios—, eran un pueblo nómada que a finales del siglo iv se había extendido por las estepas del Turquestán y que en fechas muy recientes había ocupado la Sogdiana*.
—Las noticias son confusas —explicó Harshul—, pero todo parece indicar que lejos de haber saciado sus ansias expansionistas, ahora se han lanzado a la conquista de la Bactria*.
—Me preocupa. De tener éxito, a continuación se toparían con las fronteras de nuestro imperio.
—Así es. No obstante, dudo mucho que se atrevan a desafiarnos.
Los barritos de un elefante interrumpieron la conversación. Varios soldados lo atacaban con lanzas y espadas procurando no causarle graves heridas, en mitad de un estruendoso griterío. El objetivo era acostumbrarlo al caótico ambiente de una batalla para evitar que se asustase cuando llegara el momento de combatir. Aunque los paquidermos eran un arma muy eficaz, si cundía el pánico entre ellos, las consecuencias acababan pagándolas las tropas del propio ejército que los utilizaba.
Kumaragupta reanudó su recorrido y visitó de primera mano los establos de aquellos poderosos animales. Acto seguido, realizó algunas preguntas de rigor y, tras darse por satisfecho acerca del estado de las tropas, dio por concluida la visita. Fue en ese momento cuando un tercer hombre de palacio se acercó hasta ellos, seguido de un séquito de sirvientes como si fuese el propio rey. De hecho, a punto había estado de llegar a serlo. Se trataba de Bhanugupta, el hermano del emperador.
—Había acudido para verme con Harshul —anunció tras un breve saludo—. Quería discutir con él las últimas noticias relativas a los hunos blancos.
—Acabo de enterarme —afirmó Kumaragupta—. Aunque debemos esperar a contar con informes definitivos.
—No tardaremos en recibirlos —apuntó el mahasenapati.
La relación entre ambos hermanos, aunque aparentemente cordial, no estaba en realidad exenta de ciertas tensiones. Por lo general, la sucesión al trono se reservaba al primogénito, privilegio que en principio tendría que haberle correspondido a Bhanugupta, ya que se trataba del hermano mayor. La ley sagrada, sin embargo, establecía ciertas excepciones que impedían entronizar a un príncipe enfermo o lisiado, circunstancia que adquirió una gran relevancia cuando, a lo largo de su infancia, se descubrió que Bhanugupta padecía el defecto de poseer las piernas arqueadas. A partir de ese momento el asunto de la sucesión se convirtió en un verdadero quebradero de cabeza para Chandragupta II, el padre de los dos.
Con el tiempo, Kumaragupta demostró estar más que capacitado para convertirse en el heredero, sobre todo tras los éxitos que alcanzó en un puñado de acciones bélicas. Aquello le bastó al emperador anterior para zanjar la cuestión, teniendo en cuenta además que un príncipe nacido con una deformidad —como era el caso de Bhanugupta—, habría recibido el rechazo de los sectores más conservadores de la sociedad en caso de haber accedido al trono. Pero, aunque ya hubiese tomado una decisión, aquello no solucionaba el problema. Chandragupta II sabía muy bien que una situación tan peculiar podía desembocar en una lucha dinástica, lo que en última instancia conduciría al debilitamiento del imperio. Para impedir que tal cosa ocurriera, designó a su hijo mayor gobernador regional de Kosala y le otorgó el título de virrey. De esa manera mataba dos pájaros de un tiro, pues a la vez que lo alejaba de Pataliputra, lo honraba concediéndole el gobierno de una de las regiones más importantes del imperio.
A la muerte de Chandragupta II, su hijo menor lo sucedió en el cargo como estaba previsto, y durante los primeros años, las relaciones entre los hermanos discurrieron con relativa normalidad. Al menos hasta que los espías que Kumaragupta había asignado a su hermano comenzaron a alertarlo de las oscuras intenciones de este, las cuales sugerían que pretendía conspirar contra él. El nuevo emperador no esperó a tener pruebas definitivas que confirmasen las sospechas de sus agentes y decidió actuar antes de que las cosas llegasen más lejos. La estrategia que adoptó fue la de intentar ganarse a Bhanugupta mandándolo regresar a Pataliputra (así le sería más fácil tenerlo vigilado), al tiempo que lo nombraba nuevo mahamantrin —primer ministro y jefe del consejo del Imperio—. Pasados varios años de aquello, podía decirse que la maniobra había surtido efecto, pues su hermano parecía sentirse satisfecho siendo el segundo hombre más poderoso del imperio, solo por debajo del propio rey.
—Con lo que sabemos, creo que ya va siendo hora de que les hagamos una seria advertencia —señaló Bhanugupta—. Los hunos blancos deberían tener muy claro que no toleraremos la menor incursión dentro de nuestras fronteras y que de lo contrario tendrán que atenerse a las consecuencias.
—No es mala idea —repuso Kumaragupta—, pero para tratarse de un primer contacto, soy de la opinión de que nos convendría ser más diplomáticos con ellos.
—Disiento, hermano. Como no nos mostremos firmes desde el principio, al final acabaremos dando una impresión de debilidad. —Pese al problema que afectaba a sus piernas, Bhanugupta caminaba casi con total normalidad. Aparte de la cuestión puramente estética, el único inconveniente derivado de su enfermedad había sido la temprana aparición de síntomas de artritis a partir de los treinta. Para compensar, cuidaba mucho su atuendo, así como su aspecto, y lucía un tupido bigote con las puntas hacia arriba.
El mahasenapati también intervino para emitir su propio juicio:
—Cuanta mayor contundencia, tanto mejor. Y si no les gusta nuestra actitud, mejor que estén preparados.
—Seamos cautos —reiteró el emperador—. De cualquier manera, trataremos este asunto en el consejo, momento en el que tomaremos una decisión definitiva.
3
Bindusar se refugió de nuevo en su hogar después de efectuar su visita diaria al principal templo shivaísta de Pataliputra.
—¡Ya he vuelto! —anunció.
Al no recibir respuesta, recorrió las dependencias de la planta baja en busca de su esposa, a la que no halló ni en la cocina ni en la sala de estar. Sin darle importancia, subió las escaleras, pues a lo mejor Harshali había salido a realizar algún recado o puede que incluso se encontrase en el jardín situado en la parte de atrás.
Bindusar era un prestigioso maestro perteneciente a la casta brahmán. En la India regía el tradicional sistema de castas desde tiempos muy antiguos. El origen de este se hallaba en la ley sagrada —los Vedas—, en uno de cuyos libros se explicaba que los seres humanos se crearon a partir del sacrificio de Purusha, el hombre primigenio, cuyas diversas partes dieron lugar a los cuatro grandes grupos: los brahmanes surgieron de su boca; los chatrias, de sus brazos; los vaisyas, de sus piernas, y los shudras, de sus pies.
En primer lugar, por tanto, se encontraban los brahmanes (sacerdotes, maestros y académicos), los cuales constituían el poder religioso e intelectual, dedicados a la realización de los sacrificios y al estudio y enseñanza de los Vedas, así como el de otras ciencias, sostenidos en muchos casos por los reyes. Los segundos en el escalafón social eran los chatrias, es decir, los guerreros y la clase dirigente. Su función esencial era la de gobernar y también la de hacer la guerra con fines protectores o expansionistas. A continuación estaban los vaisyas, los cuales integraban la clase media burguesa, formada por los comerciantes, artesanos y terratenientes. Constituían el poder económico y su principal papel consistía en generar riqueza para mantener a las dos clases anteriores mediante el pago de los impuestos. Finalmente, los shudras eran los siervos de las tres castas anteriores, a los cuales se los identificaba como pertenecientes a la clase baja.
Entre las tres clases sociales superiores y los shudras había todo un abismo, pues a los miembros de las primeras, al comienzo de su pubertad, los iniciaban en el estudio de los Vedas, con lo que adquirían la consideración de integrantes de pleno derecho de la sociedad hindú y se convertían en «dos veces nacidos» (una cuando venían al mundo y la otra cuando eran iniciados). Los shudras, en cambio, además de que no podían escuchar los Vedas —aunque sí los puranas* y los relatos épicos—, solo podían realizar sencillos rituales domésticos, y prácticamente carecían, en general, de derechos.
Las castas —denominadas varnas— representaban el elemento básico de la identidad social de los individuos, de manera que la expulsión de estas suponía un desastre. Por descontado, solo se permitían los matrimonios entre los miembros de un mismo grupo, y cada individuo estaba obligado a ganarse la vida desempeñando los trabajos propios de la casta a la que perteneciera.
Aunque a los brahmanes, como líderes morales y espirituales de la sociedad se les suponía una vida austera, nada les impedía amasar moderadas fortunas siempre que se guiasen por la honradez. Tal era el caso de Bindusar, que se ocupaba de la educación de los conocidos como «dos veces nacidos», de cuyos padres recibía generosas donaciones que le permitían vivir de forma holgada y habitar una casa como la que él poseía. En todo caso, su vivienda tenía que ser necesariamente grande, pues la costumbre dictaba que el aprendizaje debía realizarse en el hogar del maestro, al cual se trasladaban sus alumnos durante la época lectiva.
Bindusar llegó a la primera planta, reservada en exclusiva para sus estudiantes —ausentes durante aquella época del año—, y ascendió hasta la segunda, donde se encontraban las dependencias personales de él y de su mujer. La alcoba la presidía una mullida cama que disponía de dos almohadas, una para la cabeza y otra para los pies, y un elegante diván, junto al que había una mesita sobre la que reposaban frascos de perfumes y colirios. Al final del dormitorio se abría una pequeña pieza dedicada exclusivamente al culto de Shiva, desde donde alcanzó a oír el sonido de un débil gimoteo. El maestro deslizó hacia un lado la cortina que separaba ambas estancias y observó a Harshali de espaldas, postrada ante la talla del poderoso dios hindú, sorbiendo las lágrimas que le caían por las mejillas.
El motivo de su tristeza no constituía ningún secreto para él. Por desgracia, Harshali no había podido engendrar descendencia, y si no lo había logrado hasta el momento, mucho menos sucedería después de los cuarenta, por más ofrendas que se empeñase en brindarle a Shiva. El fin primordial del matrimonio, y de las mujeres en particular, era traer hijos al mundo, pues solo de esa manera cumplían con el papel que la sociedad esperaba de ellas. Del mismo modo, la familia tradicional india solía ser muy extensa, por cuanto comprendía varias generaciones. Los hijos varones continuaban viviendo en casa de sus progenitores, mientras que la recién casada se trasladaba al hogar de los padres del novio, donde tendría su propia descendencia. Asimismo, a la familia integrada por abuelos, hermanos, hijos, primos y nietos se añadían las tías o hijas sin casar, por lo que resultaba de lo más corriente que el número de integrantes alcanzase la veintena.
La desdicha de Harshali se explicaba aún mejor teniendo en cuenta lo que establecía la ley sagrada: transcurrido un plazo de entre ocho y doce años sin que se produjese nacimiento alguno, el marido era libre de tomar una segunda esposa. Y si la nueva mujer le daba hijos, esta se convertía en la cónyuge principal, asumía la responsabilidad de los asuntos domésticos y ocupaba el puesto junto al marido durante la celebración de los rituales familiares. En tales circunstancias, la primera mujer, obligada a permanecer en la casa del esposo, quedaba relegada a un segundo plano, condenada a sufrir con amargura la felicidad de su rival.
No obstante, Bindusar jamás había tenido intención alguna de ejercer aquel derecho, pues amaba profundamente a su esposa y no deseaba causarle más daño del que ella misma se autoinfligía. Además, durante seis meses al año, tiempo que duraba el periodo lectivo, la habitual tristeza que anidaba en el corazón de Harshali se desvanecía por completo, ya que su hogar se llenaba de los alumnos de su marido, en los que volcaba todo su afecto y a los que trataba como si fuesen sus propios hijos.
Bindusar decidió quedarse en el dormitorio para no interrumpir la plegaria de su esposa. Como era habitual en aquellas tierras, el suyo había sido un matrimonio pactado por los padres de ambas familias, hasta el punto de que no se conocieron hasta el mismo día de la ceremonia. El destino, afortunadamente, se confabuló para hacer de ambos la pareja perfecta. De complexión rolliza, Harshali era una mujer atenta y bondadosa, cuya fogosidad en el lecho conyugal no había mermado con el paso de los años y superaba incluso las pretensiones de su marido. En los labios tenía siempre una sonrisa, que nunca la abandonaba pese a la herida que la desgarraba por dentro como consecuencia de sus problemas de fertilidad. Bindusar, por su parte, muy cerca ya de los cincuenta, había perdido el porte esbelto de antaño y estaba quedándose calvo, al tiempo que había acumulado unos kilos de más, mimetizándose con la voluminosa silueta de su esposa. De cualquier manera, todo lo que a Harshali la había cautivado de su marido permanecía completamente intacto. Su tolerancia, su sabiduría y la pasión que sentía por su trabajo la enamoraron desde el primer día y aún la seducían en la actualidad.
Cuando Harshali salió del cuarto transformado en capilla, ya no quedaba ni rastro de las lágrimas que había vertido. La mujer vestía un sari blanco de algodón, llevaba el pelo recogido en un moño adornado con un cordón de piedras preciosas y lucía unos gruesos pendientes cuyo peso había provocado que sus lóbulos hubiesen dado hace mucho tiempo de sí.
—Qué pronto has regresado —comentó con su habitual semblante risueño.
—Hoy el templo estaba atestado de peregrinos —explicó Bindusar—, así que he preferido volver y aprovechar para seguir trabajando en el libro.
—¿De verdad lo acabarás algún día?
—Aunque parezca mentira, ya me falta poco.
—Me alegro —contestó Harshali alisándose el vestido después de que se le hubiese arrugado durante los rezos—. Yo me pondré ahora a preparar la comida. —Y dicho esto, enfiló las escaleras que conducían a la planta baja.
—Harshali, aguarda un momento. —Bindusar sopesó decirle que la había sorprendido llorando y que ya no tenía por qué hacerlo más. Que él la amaba y que era muy feliz a su lado, y que nunca se buscaría una segunda esposa. Pero todo eso ella ya lo sabía, porque él se lo había repetido hasta la saciedad…—. ¿Podrías hoy hervir el arroz en vez de freírlo?
La mujer le sonrió por toda respuesta y prosiguió su camino escaleras abajo.
El maestro se dirigió entonces a una alcoba anexa que utilizaba como despacho, en la cual se pasaba la mayor parte del día. El lugar estaba repleto de libros de hojas de palma, de la pared colgaba una vina* que ya casi ni tocaba, y dominando la estancia se alzaba un escritorio de madera de sándalo, indispensable para el desarrollo de su labor.
Acto seguido se sentó a la mesa y asió una caña bañada en tinta, la cual solía hacerse a partir del carbón. Bindusar se había propuesto poner por escrito un poema épico de enorme longitud, compuesto a lo largo de los siglos por numerosas generaciones de brahmanes y poetas, transmitido de forma oral y que constituía toda una enciclopedia del saber indio antiguo: el Mahabharata*. Esta epopeya, además de narrar la gran guerra del clan de los Bharatas, contenía centenares de cuentos, fábulas y leyendas, tratados de política, derecho, filosofía y religión, así como todo tipo de disquisiciones sobre lo divino y lo humano.
Como no podía ser de otra manera, Bindusar había elegido el sánscrito para transcribir el libro, dado que este era el idioma de las clases altas y la casta sacerdotal, y se trataba, por tanto, de la lengua literaria culta. Ya iban para diez los años que llevaba enfrascado en aquella laboriosa tarea, pero por fin estaba en condiciones de decir que le faltaba muy poco para concluirla. Llevaría el valioso ejemplar a la vecina universidad de Nalanda, para que engrosara su prestigiosa biblioteca. Y aunque a cambio esperaba recibir una sustanciosa suma de dinero, en modo alguno se había embarcado en aquel proyecto por un motivo tan pueril.
Bindusar afinó su pulcra caligrafía y deslizó la caña sobre una nueva hoja de palma, deseando sinceramente que Harshali dejase un día de torturarse a sí misma y se dedicase únicamente a ser feliz.
4
Dattadevi, la primera reina consorte, paseaba por los fastuosos jardines de palacio muy temprano en la mañana, con idea de anticiparse así a las horas de mayor calor. A dos pasos de distancia la seguía su principal asistente, dispuesta a satisfacer cualquier necesidad que pudiese surgirle.
—Acércame la jaula —ordenó la reina.
La sirviente acarreaba consigo una pajarera dorada en cuyo interior aleteaba el papagayo favorito de su señora, al que de vez en cuando le enseñaba alguna que otra ingeniosa frase para entretenerse. Aquella mañana, sin embargo, el consentido animal no parecía estar de humor para aprender.
La reina decidió entonces reanudar su camino deleitándose la vista con el espléndido edén que crecía a su alrededor. Los inmensos jardines de palacio estaban repletos de parterres, arbustos y enredaderas, y muy especialmente de los árboles que daban flores, que resultaban los más apreciados. El ashoka, de brotes escarlatas; el kadamba, de flores naranjas; o el kimsuka, de tonalidad roja conformaban una acuarela de colores cálidos que parecían encender la arboleda con cada puesta de sol. Asimismo, numerosos lagos y estanques artificiales, repartidos a lo largo y ancho del extenso vergel e imprescindibles para la conservación de los jardines en climas tan calurosos, servían en algunos casos de piscinas y en otros de viveros.
Al pasar cerca del harén real, Dattadevi recordó sus tiempos como concubina, hasta que un joven Kumaragupta, siendo todavía príncipe en aquella época, la tomó como su favorita y decidió casarse con ella. Sin embargo, aquel tiempo le quedaba ya muy lejos, después de que el emperador terminase por cansarse de ella para acabar sustituyéndola por otra concubina más joven, a la que también hizo su esposa. Desde entonces, Kumaragupta casi no la tenía en cuenta, apenas le dirigía la palabra y ni siquiera acudía a ella para satisfacer su apetito sexual.
Al principio, Dattadevi culpó a la segunda reina consorte, por la que llegó a sentir un profundo odio producto de los celos, hasta que finalmente comprendió que el único responsable de lo ocurrido había sido el emperador. Por todo ello, y pese a vivir rodeada de los lujos más refinados y contar con sus propias dependencias en un ala del palacio, la reina no era feliz.
—¿Se encuentra bien, mi señora? ¿Desea sentarse un momento a la sombra de un árbol? ¿Quiere que le traiga un zumo? —La sirvienta se había alarmado un instante tras comprobar que Dattadevi mantenía la mirada clavada en el infinito desde hacía más de un minuto.
—Estoy bien —contestó volviendo a la realidad.
A sus treinta y pocos, Dattadevi aún conservaba intacta su innegable belleza de antaño, que habría hecho perder la cabeza del hombre más santo de cuantos pudiesen habitar en aquellas tierras. Alta, voluptuosa y sensual, la reina complementaba su esplendor natural con el uso de los cosméticos adecuados. Se había delineado los ojos con kohl* y se había pintado los labios con laca y un polvo mineral de color anaranjado, que por contraste hacía más brillante la blancura de sus dientes. Cubría su esmerado peinado con una diadema de joyas, mientras el resto de su cuerpo lo aderezaba con multitud de ornamentos, como collares, pendientes, brazaletes y anillos de plata y oro. Los complementos eran tan esenciales para la mujer india que incluso aquellas que pertenecían a la casta shudra, que no podían permitirse alhajas de buena calidad, se cargaban en su lugar con adornos de latón, cristal o barro cocido pintado.
Poco después, una hermosa jovencita acudía presurosa al encuentro de la reina. Se trataba de la princesa Rudrabhiravi, la hija que Dattadevi le había dado al emperador.
—Mamá, llevaba buscándote toda la mañana. —Rudrabhiravi era un calco de su madre, salvo por su cuerpo de catorce años, que todavía se encontraba en fase de formación.
La primera reina consorte aún recordaba con nitidez la emocionante llegada al mundo de su hija, momento en que el sumo sacerdote se encargó personalmente de ejecutar el ritual de nacimiento hindú, denominado jatakarma. El alto brahmán, antes incluso de que la matrona cortara el cordón umbilical, tomó a la recién nacida entre los brazos y comenzó a susurrarle mantras al oído, al tiempo que le ungía los labios con una mezcla de ghee* y miel, y le daba el nombre sagrado que sus padres debían mantener en secreto hasta el momento de su iniciación. A continuación, a Kumaragupta se le concedió permiso para acceder a la habitación, instante en que se le congeló la sonrisa al enterarse de que había sido padre de una niña en lugar de un hijo varón. Culturalmente, en la India se recibía mucho peor el nacimiento de una niña por razones muy diversas. La elevada dote que los padres debían aportar el día de su boda, hecho que en ocasiones provocaba que se endeudasen de por vida, constituía uno de los principales motivos. Por otra parte, los hombres eran los únicos que podían perpetuar la estirpe —puesto que las mujeres pasaban a formar parte de la familia del novio—, y también eran los únicos autorizados por la ley sagrada para llevar a cabo los ritos mortuorios de sus mayores cuando estos fallecían. A Kumaragupta, que pretendía asegurarse cuanto antes su sucesión, pues en aquella época estaba a punto de ser nombrado emperador, le habría satisfecho más el nacimiento de un varón que el de una hembra. No obstante, enseguida se dejó cautivar por la encantadora criatura nacida de su propia sangre, a la que terminó amando con la entrega que cabría esperar de cualquier padre primerizo.
—¿Qué puede ser tan importante como para que te hayas levantado tan temprano, con lo que a ti te gusta quedarte remoloneando en la cama?
—Precisamente eso es lo que me pasa —repuso la princesa—, que me resulta imposible dormir.
Rudrabhiravi llevaba un tiempo viéndose con un muchacho de la corte, a una edad en la que enamorarse podía convertirse en la experiencia más trascendental del mundo.
—Entonces estoy segura de que el asunto debe de estar relacionado con el muchacho junto al que se te ha visto en actitud efusiva en más de un pabellón de palacio, ¿verdad?
—Así es, madre. ¡Nos queremos y he decidido que quiero casarme con él!
—¡No digas barbaridades! —exclamó Dattadevi. Pues, aunque el chico en cuestión gozaba de buena posición, ya que se trataba del hijo del recaudador general de impuestos y pertenecía a la casta chatria como ella, por todos era bien sabido que el matrimonio de una princesa solamente podía plantearse por iniciativa del emperador.
—¡Pero yo soy la hija del rey de reyes, del señor supremo de la tierra de los hijos de Bharata!
Una bandada de pavos reales que deambulaba por las proximidades se alejó de allí a toda prisa como consecuencia del repentino alboroto.
—Y yo su primera esposa —replicó Dattadevi, convencida ahora de haber consentido demasiado a su hija a lo largo de los años—. Sin embargo, eso no significa que pueda hacer lo que me venga en gana. Además, ¿cuántas veces te has visto con ese muchacho? ¿Tres o cuatro como mucho?
—Las suficientes como para estar segura de que se trata del hombre de mi vida ―insistió la princesa—. Por favor, intercede ante mi padre. Si tú se lo pides primero, tendré muchas más posibilidades de que me tome en serio cuando yo hable con él.
Dattadevi habría hecho cualquier cosa por su hija, pero aquello era un disparate que no se sostenía por ningún sitio.
—Olvídalo. Si yo te apoyara en esto, Kumaragupta pensaría que soy incluso más ingenua que tú.
Rudrabhiravi se cruzó de brazos en clara actitud hostil.
—En tal caso —señaló—, te advierto que recurriré al matrimonio gandharva si no me dejáis otra opción.
La reina negó con la cabeza, más que harta de la terquedad de su hija. Entre los distintos tipos de uniones reguladas en la ley, el matrimonio gandharva era aquel que tenía lugar por la mutua elección de sus contrayentes y se formalizaba habitualmente de forma clandestina. Los integrantes de la casta brahmán no podían acogerse a este tipo de enlace, pero sí en cambio los chatrias, así como el resto de las clases inferiores. El matrimonio gandharva se había convertido en el refugio de muchas historias románticas, de las que habitualmente se nutrían la poesía y la literatura.
—Hija, escúchame bien, por favor. No hagas ninguna locura. Si tanto te gusta ese chico, sigue viéndote con él y rígete por la discreción que has llevado hasta ahora. No tengas prisa. Si de verdad es el hombre de tu vida, deja que el tiempo confirme tu convicción.
—Pero madre…
—Haz lo que te digo —la interrumpió—, y si para cuando seas algo mayor continúas pensando lo mismo, prometo que me pondré de tu lado cuando hables con tu padre.
En ese momento, un niño apareció en escena tras doblar un frondoso seto, corriendo a gran velocidad. Una sirviente lo seguía a duras penas, tratando de no perderlo de vista. El pequeño en cuestión, que contaba con siete años de edad, se llamaba Skandagupta y era ni más ni menos que el hijo del emperador. La segunda reina consorte le había dado a Kumaragupta el sucesor que tanto había deseado.
—¡Hola, Skandagupta! —Rudrabhiravi quería mucho a su medio hermano, al que recibió cubriéndole el rostro de besos—. ¿Qué haces por aquí?
—Estoy jugando a escabullirme de ella —explicó señalando a la mujer shudra encargada de cuidarlo.
—¿Y no deberías estar estudiando? —terció Dattadevi, que le tenía un gran aprecio al pequeño, aunque su madre fuese la reina a la que el emperador dedicaba más tiempo de las dos.
Como no podía ser de otra manera, el príncipe heredero recibía una educación especial, al alcance de tan solo unos pocos. Skandagupta ya sabía leer y escribir, y para cuando fuese objeto del ritual de iniciación, momento en el que se convertiría en «dos veces nacido», además de dedicarse al estudio de los Vedas, también sería instruido en materia económica y política, y muy especialmente en la ciencia militar.
—Hoy me han dejado salir a jugar —aclaró con una sonrisa.
A continuación, Rudrabhiravi sacó una golosina de su vestido y, guiñándole un ojo a su hermano, se la tendió con disimulo. Desde que hubiese engordado más de la cuenta, sometían a Skandagupta a una estricta dieta que excluía todo tipo de pasteles.
—Gracias —murmuró, poniendo rápidamente el dulce a buen recaudo en uno de sus bolsillos.
Acto seguido, el príncipe se acercó al estanque más cercano, en cuyas aguas se regodeaban bandadas de cisnes y grullas, y se dedicó a recoger un puñado de ranas que haraganeaban en la orilla. Después se dirigió a su niñera y, sin previo aviso, se las arrojó una a una a la cabeza entre sonoras carcajadas. La sirvienta, horrorizada, comenzó a gritar mientras agitaba los brazos para quitarse los anfibios de encima, momento que Skandagupta aprovechó para salir corriendo y esconderse tras unos arbustos, donde pudo zamparse a gusto el dulce que su hermana le había regalado.
5
Kumaresh llegó hasta el lugar que le habían indicado para recoger el cadáver de un mendigo que había fallecido durante la noche en la escalinata de acceso a uno de los numerosos edificios públicos que abundaban en la ciudad. Salvo un par de guardias urbanos, nadie más se encontraba en las inmediaciones, y el inmueble permanecería cerrado hasta que no hubiesen retirado el muerto de allí.
Los guardias lo observaron hacer su trabajo, pero se abstuvieron de ayudarlo. Kumaresh arrastró el cadáver del indigente hasta su carro y lo cubrió con un sudario tras depositarlo en la parte posterior. A continuación, le indicó al buey que reanudara la marcha mientras él caminaba a su lado haciendo sonar una carraca y los viandantes se apartaban como si se hallasen ante la presencia de un apestado.
Kumaresh era un chandala, es decir, un intocable o un paria. Según las creencias hinduistas, cuando una persona se encuentra en estado de impureza —por ejemplo, una mujer cuando menstrúa o los miembros de una familia tras el fallecimiento de un pariente directo—, el resto debe evitar su contacto físico para no resultar contaminado. Así pues, se consideraba que un determinado grupo de la población india, excluido del sistema de castas, se hallaba en permanente estado de impureza debido a que desempeñaban los oficios más despreciables. Entre dichas ocupaciones destacaban especialmente la de sepulturero e incinerador de cadáveres —como era el caso de Kumaresh—, por su continuo contacto con los difuntos; la de curtidor y carnicero, por tratar con animales muertos, o la de barrendero y limpiador de letrinas, por su proximidad con la basura y otras inmundicias humanas.
Los chandalas moraban en suburbios especialmente designados para los de su clase y no se les permitía deambular por las ciudades salvo en ocasiones puntuales, obligados siempre a agitar una campanita o una carraca para advertir de su presencia impura. Se les trataba como si fuesen leprosos, e incluso los hindúes más ortodoxos, solo por haberlos mirado, corrían después a lavarse los ojos con agua perfumada para conjurar la desgracia y se abstenían de consumir alimentos durante el resto del día. La vida de un chandala valía tan poco que si un integrante de la casta brahmán le daba muerte, recibía la misma sanción que si hubiese matado a un perro.
Kumaresh atravesó las puertas de la ciudad soportando la actitud desdeñosa de los centinelas, que jamás le dirigían la palabra pese a que su rostro les era de sobra conocido tras haber estado entrando y saliendo durante años ejerciendo su denostado oficio. El sepulturero era un hombre de mediana edad, con la cara agujereada por una viruela mal curada, al que le faltaba media dentadura por las enfermedades padecidas como consecuencia de su deficiente alimentación.
El carro prosiguió su avance por el polvoriento camino, al parsimonioso ritmo impuesto por el buey. A un lado, el caudaloso río Ganges se extendía a lo largo de la línea del horizonte haciendo honor a la leyenda que afirmaba que en tiempos remotos su curso discurría por el cielo. En su zona más alejada, todo tipo de embarcaciones surcaban sus verduzcas aguas, dedicadas al transporte de bienes al servicio del comercio. De igual modo, sus orillas también estaban llenas de vida: mujeres que sacudían la colada arrodilladas sobre piedras puntiagudas; madres que lavaban concienzudamente a sus hijos para despojarlos de la mugre que se les había adherido al cuerpo mientras jugaban, o monjes y ascetas que se adentraban en sus aguas sagradas con el fin de purificar su alma y su espíritu. Al otro lado, más allá del bosquecillo de caza reservado para el rey, un sinfín de campos de cultivo cubría la totalidad del paisaje, enmarcado por la silueta de una cadena montañosa que se alzaba en el fondo.
En su trayecto diario, el chandala atravesaba varias poblaciones rurales atestadas de campesinos que regresaban a sus hogares con haces de heno atados alrededor de la cintura, labradores que acarreaban sobre la cabeza grandes paquetes de forraje y pastores que conducían su ganado de vuelta al redil.
Aunque los intocables tenían prohibido el acceso a los templos, aquella circunstancia no había afectado en absoluto a la profunda religiosidad de Kumaresh, pues tanto los monjes budistas como los ascetas errantes hindúes se paraban a predicarles, sin importarles el terrible estigma que pesaba sobre ellos. De acuerdo con la teoría de la transmigración de las almas, el sepulturero estaba convencido de haber nacido chandala como consecuencia de una severa violación del dharma que habría cometido en su vida anterior.
La doctrina del karma establecía que la suma de acciones efectuadas a lo largo de tus vidas pasadas determinaba la casta en la que nacerías en la siguiente. Por todo ello, Kumaresh se esforzaba al máximo por limpiar su karma durante su presente existencia acumulando tantas acciones positivas como le fuese posible. Unos días atrás, sin ir más lejos, después de haber alertado a un chico al que las autoridades podrían haberle cortado la mano por ladrón, le dio a su vez algo de comida, aunque apenas tuviese para alimentarse él mismo o a su propia familia. La donación constituía una de las acciones más reconocidas en la India antigua, capaz de otorgar recompensas que trascendían la vida actual para repercutir en las siguientes.
Tras completar su recorrido habitual, Kumaresh alcanzó los campos de cremación: una inmensa explanada de tierra carente de vegetación, donde los habitantes de Pataliputra incineraban a sus muertos desde hacía varios siglos. Algunas piras funerarias aún no se habían apagado del todo y el viento esparcía el humo negro que desprendían hasta que se mezclaba con el éter. El hedor a carne chamuscada era tan intenso que penetraba en las fosas nasales impidiendo incluso respirar con normalidad. Los buitres que sobrevolaban en círculo aquella porción del cielo constituían la única señal de vida que se dejaba ver por allí.
El hogar del chandala se hallaba en un extremo de la explanada, donde los de su clase habían levantado un puñado de chozas miserables que las lluvias se encargaban de deshacer con la llegada de cada monzón. Kumaresh miró a su alrededor hasta que localizó a su hijo de seis años rebuscando en una pila de huesos alguna baratija que los familiares de los difuntos hubiesen podido pasar por alto. Cualquier anillo o pendiente que encontrasen podrían intercambiarlo después por algo de comida.
—¡Rashmi! —El crío atendió rápidamente a la llamada de su padre, que ya había comenzado a instruirlo en las artes de su oficio.
—Hola, padre —lo saludó observando el carro con el cadáver—. ¿Hoy no hay cortejo fúnebre?
—No, hijo. Solo era un indigente.
Rashmi sintió cierta pena, aunque ya estaba más que acostumbrado a lidiar con la muerte a pesar de su corta edad.
—Madre ha ido a por agua —declaró a continuación.
Kumaresh asintió con la cabeza. Su mujer tardaría bastante en volver, pues los chandalas tenían vetados los pozos de las poblaciones cercanas para evitar que los contaminasen con su presunta impureza. Rashmi también tenía una hermana pequeña, que se había quedado en la choza al cuidado del bebé. Tres eran, por tanto, los hijos que Kumaresh y su esposa habían traído de momento al mundo.
—Ve preparando una pira del modo en que te he enseñado, y luego nos ocuparemos entre ambos de llevar a cabo la incineración de este pobre mendigo.
Pese a su escualidez, Rashmi era un niño que desprendía energía a raudales y que admiraba a su padre como si fuese el héroe más grande de toda la mitología hindú. Kumaresh lo miró con ternura, sin poder evitar sentir cierta melancolía, sabedor de que el destino le reservaba el mismo futuro que a él… al menos en la presente vida.
6
El emperador también se reservaba sus momentos de asueto para despejarse de las largas jornadas de trabajo a las que se enfrentaba cada día.
Aquella tarde en particular, Kumaragupta se hallaba en una de sus cámaras privadas jugando al chaturanga* en compañía de tres de sus más fieles cortesanos. Acomodados en cojines dispuestos en el suelo, el tablero reposaba sobre una mesa baja de bambú, junto a la que habían dispuesto bandejas repletas de frutas y nueces para solaz de sus invitados. Asimismo, un sirviente lo abanicaba sin descanso mientras otro se encargaba de espantarle las moscas. Y al otro lado de la puerta, sobre cuyo umbral caía un colorido tapiz, una pareja de la guardia real custodiaba la entrada.
Kumaragupta prefería movilizar las piezas de su ejército en el tablero de juego a tener que hacerlo en la vida real, donde miles de personas encontraban la muerte de forma prematura, la mayoría de las veces por una causa en la que ni siquiera creían. En todo caso, aquella partida estaba resultándole demasiado aburrida, tras haber obtenido una importante ventaja casi desde el principio. El emperador no sabía si se debía a su habilidad o si, por el contrario, sus cortesanos estaban dejándose ganar para tenerlo complacido.
Finalmente, Kumaragupta aprovechó la llegada del purohita para interrumpir la partida y emplazar a sus cortesanos a finalizarla en otra ocasión.
—Bienvenido, Abhimanyu. Ya me habían dicho que querías hablar conmigo —lo saludó—. Acomódate, por favor.
El purohita era el sacerdote real, considerado como el primero de los brahmanes del reino, el cual ejercía también como consejero tanto de los asuntos espirituales como de los de naturaleza temporal. Espigado y de nariz aguileña, Abhimanyu rondaba los sesenta años y lucía una larguísima barba gris que le llegaba hasta el ombligo.
—Gracias —repuso tomando asiento al tiempo que miraba con gesto reprobatorio el tablero del chaturanga, ya que los brahmanes de religiosidad más estricta desaprobaban los juegos de azar en todas y cada una de sus vertientes.
—¿Qué te pasa? No tienes buena cara.
—Solo estoy algo cansado. La edad nos pasa factura a todos, como también lo hará contigo, Kumaragupta. Ni siquiera el rey de reyes se librará de sufrir los achaques que el paso del tiempo se encarga de ir sembrando en cada uno de nosotros.
La confianza entre ambas figuras era absoluta, pues Abhimanyu había sido el maestro de Kumaragupta durante toda su infancia y juventud. Dadas las circunstancias, nadie más osaría hablarle al emperador con tanta franqueza como él lo hacía.
—Tras alcanzar una determinada edad, quizá deberías considerar disminuir tu carga de trabajo y delegar ciertas tareas entre los subordinados de tu elección. O puede que incluso vaya siendo hora de que nombres a un sustituto.
—Ese momento aún no ha llegado —objetó Abhimanyu acompañando sus palabras con un gesto de la mano, después de haberse pasado toda la mañana realizando sacrificios ante el fuego sagrado que ardía sin descanso en el templo de palacio—. De hecho, algunos de mis antecesores en el cargo no se retiraron hasta el final de sus días.
—En tal caso, sabes que cuentas con todo mi apoyo.
—¿Seguro? —terció el purohita entrecerrando los ojos—. He oído decir que recientemente has mostrado un especial interés por el budismo. Y, la verdad, si lo que pretendías era desacreditarme, no se me ocurre una mejor manera de hacerlo.
—Ahórrate el sarcasmo —bufó Kumaragupta— y no seas tan suspicaz —añadió restándole importancia al tema—. No voy a negar que quiero conocer algo más acerca de ciertas doctrinas heterodoxas, pero sabes de sobra que yo soy visnuista y que en ningún caso renunciaría jamás a la tradición hindú.
El hinduismo tenía su origen en los Vedas, un corpus literario muy heterogéneo al que se le atribuía una procedencia divina, que durante varios milenios se había transmitido de forma oral por escuelas de brahmanes hasta su codificación definitiva alrededor del año 400 a. C. Su libro más antiguo, el Rigveda, constituía una colección de himnos en verso en honor a los dioses, que los sacerdotes recitaban durante sus rituales de sacrificio.
En la época temprana del hinduismo —conocida como brahmanismo—, no había templos y los rituales se hacían en el exterior, sobre pequeños montículos de tierra y piedras. El culto se basaba principalmente en el sacrificio. Durante las ceremonias se ofrendaban al fuego manteca disuelta, arroz, trigo y otros tipos de granos, y también animales domésticos, como cabras y ovejas, todo ello con el fin de obtener la protección de los dioses, a quienes se les pedía salud, descendencia o victorias militares, entre otros favores. Las deidades primigenias consistían, principalmente, en personificaciones de las fuerzas de la naturaleza. Así, Agni era el dios del fuego; Suria, el dios del sol, y Varuna, el dios del cielo. Con el tiempo, aumentó aún más si cabe la importancia del sacrificio ritual, hasta el punto de que se pensaba que si por ejemplo los sacerdotes no llevaban a cabo el sacrificio matutino del fuego, el sol no aparecería. A través de los ritos se regía el cosmos entero, y solo mediante la realización de estos se mantenía el orden del universo. Pero, además, para que los ritos surtieran efecto, estos debían ejecutarse de forma perfecta. Una palabra mal empleada bastaba para que hubiera que volver a repetirlos. Los rituales brahmánicos más solemnes se complicaron de tal manera que pasaron a constituir una verdadera ciencia, y los sacerdotes, dada la importancia primordial del sacrificio, llegaron a ser considerados incluso más poderosos que los reyes.
En su última etapa, el brahmanismo se convirtió en un ritualismo mecánico que pronto dejó de satisfacer a ciertas mentes inquietas que no encontraban consuelo espiritual alguno en aquellas prácticas abstrusas. Estos individuos renunciaron a los sacrificios, a las ceremonias sacerdotales y a las riquezas, y se retiraron al bosque seguidos por algunos discípulos para llevar a cabo sus propias reflexiones. Ermitaños y ascetas comenzaron entonces a predicar sus propias doctrinas tras haber llegado a la conclusión de que no solo podía alcanzarse la salvación mediante los sacrificios oficiados por los brahmanes, sino también a través de la meditación, el misticismo y la disciplina personal. La nueva corriente religiosa se reveló como un grave peligro para los intereses de la casta sacerdotal, que inteligentemente prefirió asimilar aquel movimiento en lugar de oponerse a él.
En aquel contexto de cambio, ascetas y sabios brahmanes iniciaron largos debates que desembocaron en la elaboración de los Upanishads*. A partir de ese momento, la noción de karma no solo se asociaría a la correcta realización de los sacrificios, cuya mera realización produciría los resultados deseados, sino que también se extendería a todas las acciones: las fuerzas rectoras del universo ejercerían una influencia directa sobre el individuo, recompensándolo por las buenas acciones y castigándolo por las malas. Sin embargo, muchas veces se hacía evidente que personas de moral recta sufrían terribles desgracias, mientras que otras de conducta miserable disfrutaban de innumerables placeres. Además, las personas nacían en circunstancias favorables o desfavorables, sin que hubiesen podido hacer aún méritos o deméritos que justificasen aquella arbitrariedad. ¿Cómo armonizar aquella aparente injusticia con la poderosa ley del karma y la idea de un cosmos ordenado? Fue entonces cuando surgió la doctrina de la reencarnación. La vida no acaba con la muerte física, sino que el atman —el alma— viaja de un cuerpo a otro y se reencarna tanto en personas como en animales, según el peso del karma adquirido en vidas anteriores. Aun así, la perspectiva de un ciclo infinito de nacimientos y muertes —el samsara— tampoco resultaba demasiado alentadora para el ser humano, de manera que los Upanishads articularon una forma de poder escapar de él: el camino del conocimiento que conduce a la liberación —el moksha—, que se alcanzaba tras abundante meditación y mucho ascetismo.
Por otra parte, los dioses primigenios pasaron a un segundo plano y entre las clases populares comenzó a rendirse culto a nuevas deidades que ya no estaban vinculadas a los fenómenos naturales, sino que tenían un origen más antropomórfico. Visnú y Shiva se convirtieron en los dioses más relevantes, hasta el punto de que una parte de la población se consideraba visnuista y la otra shivaísta, lo que en ocasiones creó conflictos entre ellas. Los templos se dedicaban a un determinado dios, y en los hogares familiares se honraba una imagen a la que se dedicaba todo tipo de homenajes, con lo que se abría definitivamente la puerta a la devoción como método alternativo para adquirir méritos, frente a las dificultades que entrañaba emprender una vida dedicada al ascetismo. Como consecuencia de todo ello, el sacrificio, que había constituido el rito esencial en tiempos del brahmanismo, fue perdiendo terreno frente al nuevo sistema de ofrendas en torno al que se configuraba el hinduismo en su vertiente más actual.
—Está bien, pero no tientes a los dioses coqueteando con las enseñanzas del Buda ―le advirtió Abhimanyu con gesto serio—. No puedes negar que hasta ahora Visnú ha sido muy generoso contigo.
—Soy perfectamente consciente de ello. Sin embargo, no creo que haya nada de malo en buscar las respuestas que necesito en un sitio distinto, solo por ver si son útiles para aliviar mi tormento.
Aunque el purohita desconocía los detalles, no ignoraba que Kumaragupta, durante su etapa castrense, había cometido ciertas atrocidades de las que más adelante se sintió profundamente arrepentido.
—Te lo he repetido infinidad de veces —replicó—. Solo cuando aceptes tu dharma te librarás de la culpa que te corroe por dentro.
—Puede que tengas razón, pero ahora no quiero hablar de ello.
—Me parece bien. Tampoco yo creo que este sea el mejor momento. —Abhimanyu se acarició la barba en un gesto mecánico—. De hecho, mi intención era tratar contigo el asunto del asvamedha*.
—¿Todavía sigues con eso? Te he dicho otras veces que no veo la necesidad de hacerlo.
—Tanto tu padre como tu abuelo lo llevaron a cabo durante sus respectivos reinados.
—Ellos realizaron grandes conquistas y ampliaron las fronteras del imperio —arguyó Kumaragupta—. Por el contrario, yo me he limitado a conservar su legado.
El purohita se había preparado aquel encuentro a conciencia y no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer hasta lograr su objetivo.
—Vamos, no seas testarudo. La celebración del asvamedha solo puede traerte beneficios. Declararemos tres días de fiesta para que el pueblo asista a los rituales de sacrificio. Un centenar de sacerdotes levantarán un inmenso altar y se ocuparán de los preparativos. Tras la finalización de los ritos, tus súbditos te adorarán como si fueses un semidiós. —Abhimanyu argumentaba con convicción—. Los gobernantes de los reinos conquistados acudirán en masa a rendirte pleitesía, robusteciendo así la fortaleza del imperio.
—Lo sé, pero…
—Espera —lo interrumpió—. Aún no he acabado. Además, he consultado con el astrólogo de palacio, que ha señalado el mes próximo como el más propicio para soltar al caballo, para que justo dentro de un año oficiemos el sacrificio. ¿Serías capaz de darme una sola razón de peso para no llevarlo a cabo?
Kumaragupta sabía que no tenía ninguna excusa para negarse. No obstante, tampoco se le escapaba que Abhimanyu había omitido el verdadero motivo por el que tenía tanto interés en celebrar el asvamedha. Frente al nuevo hinduismo de corte más ascético y devocional, el purohita pretendía recuperar el antiguo brahmanismo tradicional, del cual tanto los rituales de sacrificio como la casta sacerdotal constituían sus pilares básicos. Sin duda, el monarca deificado ganaba en prestigio… pero ¿acaso no lo hacían también los sacerdotes, capaces mediante sus ritos de transmitir la divinidad?
—Está bien —admitió finalmente Kumaragupta—. Aunque quiero que sepas que si accedo es tan solo por el respeto que te tengo. Tus consejos han sido siempre muy valiosos para mí.
—No te arrepentirás. Ordenaré inmediatamente que vaya redactándose un decreto real, para que se apruebe en el próximo consejo. —Y, dicho esto, el poderoso brahmán abandonó la habitación sin poder evitar un amago de sonrisa tras haberse salido con la suya.
7
Las semanas que siguieron a la llegada de Madhuk y Sarasvati a la capital del imperio no pudieron resultar más desalentadoras. Los hermanos continuaban tratando de salir adelante con su improvisado número de baile, aunque cada vez se hacía más evidente que aquella forma de ganarse la vida los llevaría tarde o temprano a morir de inanición. Madhuk, al menos, había mejorado los ritmos que le arrancaba al precario tambor, mientras que Sarasvati, por su parte, había confirmado poseer un innegable talento para la danza. Pese a todo, a la niña le resultaba casi imposible atraer la atención de los viandantes, para lo cual habría necesitado un bonito vestido, alhajas que adornaran su cuerpo y una capa de maquillaje sin el que ninguna mujer india se atrevería a salir nunca de casa.
Las escasas monedas que obtenían —más por caridad que otra cosa—, apenas les alcanzaban para comer una o dos veces al día, por lo que siempre andaban con hambre. En los momentos de mayor desesperación, Madhuk consideraba la posibilidad de robar un pedazo de pan. Sin embargo, Sarasvati le quitaba la idea de la cabeza tras recordarle la advertencia que en su día le hiciera el hombre del carro. El castigo era demasiado severo para que el riesgo mereciese la pena.
Algunas tardes se dedicaban a pasear por Pataliputra hasta desembocar habitualmente en el palacio de los Gupta, que constituía una auténtica ciudadela, fortificado con sus propias murallas y protegido por implacables soldados armados hasta los dientes. Parte de los jardines se encontraban abiertos al público para el disfrute de la plebe. El camino de acceso estaba decorado con estatuas de marfil y esculturas recubiertas de plata, que comunicaba con una interminable escalinata sobre la que se abría una vasta cámara construida con paredes de ladrillo y sostenida por columnas de piedra. Aquella estancia, pese a su magnificencia, no era más que la garita de entrada donde cientos de individuos de toda clase y condición aguardaban la oportunidad de que el mismísimo rey de reyes los recibiera en audiencia. Los dos niños deambulaban por aquella antesala abrumados ante el lujo que los rodeaba, como si también ellos mismos tuviesen sus propios asuntos que dirimir con el emperador. Después regresaban de nuevo a las calles, donde su realidad miserable los abofeteaba en plena cara.
Las noches las pasaban a la intemperie, a las puertas de uno de los principales templos de la capital, rodeados de mendigos, peregrinos sin recursos y ascetas errantes. Mucho peor habría sido quedarse en cualquier calle a merced de todo tipo de criminales sin escrúpulos que asomaban en cuanto caía la oscuridad.
Ante semejante panorama, abandonar Pataliputra y regresar por donde habían venido habría supuesto la salida más fácil, pero ni siquiera en los momentos de mayor desconsuelo ninguno de ellos se mostró dispuesto a rendirse.
Por las mañanas acudían a la plaza para representar su número durante horas, teniendo además que conformarse con los sitios que nadie más quería. Aquel día ni siquiera encontraron hueco debido a la llegada de una compañía de acróbatas que se dedicaba a formar pirámides humanas. Los saltimbanquis precisaban de tanto espacio para llevar a cabo su espectáculo, que a los hermanos no les quedó más remedio que marcharse de allí.
—Vamos —instó Madhuk.
—Es hermoso lo que hacen —comentó Sarasvati mientras se iban.
Dieron varias vueltas hasta que finalmente se apostaron en la esquina de una calle medio muerta, que por desgracia fue el mejor lugar que pudieron encontrar sin levantar las iras de nadie. Sin desanimarse, se entregaron a su función habitual, aunque enseguida se dieron cuenta de que la gente pasaba de largo sin que pudieran llamar su atención. Una hora más tarde, no les habían arrojado ni una sola moneda que recompensase la inmensidad de su esfuerzo.
A media mañana, por fin, una mujer de mediana edad posó sus ojos en Sarasvati, a la que observó danzar durante largo rato. La desconocida se había percatado de la sensualidad que la niña desprendía en sus movimientos, así como de la belleza que ocultaba bajo su aspecto sucio y harapiento, y reconoció al instante el desbordante potencial que atesoraba en su interior.
La mujer, que en su juventud debió de haber sido realmente hermosa, se acercó a Sarasvati hasta situarse a dos palmos de ella.
—Niña, ¿cómo te llamas? —inquirió—. Yo soy Madunisha.
Al ver que la extraña se dirigía a su hermana, Madhuk dejó de tocar el tambor y se colocó justo a su lado.
—Mi nombre es Sarasvati.
—Es un nombre bonito —elogió—. Igual que lo eres tú. Sin embargo, no tienes buen aspecto. ¿Vives en la calle?
La niña asintió.
—Ya veo. Bueno, deja que te haga una propuesta. Si aceptas trabajar para mí, de entrada te garantizo un techo, ropa nueva y tres platos de comida al día. ¿Qué te parece?
Sarasvati intercambió una rápida mirada con Madhuk.
—¿Y puede mi hermano venirse también conmigo?
Madunisha lo contempló de arriba abajo.
—Imposible —contestó—. Mi oferta solo te incluye a ti.
Antes de que Sarasvati rechazase a la mujer, Madhuk tiró de ella para hablarle en privado.
—Tienes que irte con ella —susurró.
—Pero yo no quiero separarme de ti.
—Lo sé. A mí tampoco me gusta la idea. Aun así, no tenemos elección. Si continuamos viviendo de esta manera, antes o después enfermaremos y acabaremos muriendo a las puertas de un templo o en una miserable esquina.
—¿Y qué harás tú?
—No te preocupes por mí. Ya me las arreglaré. Tú aprovecha esta oportunidad. ―Madhuk endureció el gesto al intuir lo que encerraba la propuesta de la desconocida—. No obstante, tienes que saber que probablemente a partir de ahora te veas obligada a hacer cosas muy poco agradables. ¿Entiendes lo que te digo?
—Creo que sí…
—Bien. Tienes que ser fuerte. Y solo si no te ves capaz de soportarlo, acude de nuevo a mí. —La niña trató de contener las lágrimas, que se le desbordaban a raudales—. Yo te seguiré para saber adónde te lleva. No perderemos el contacto. En todo caso, nunca abandones Pataliputra. Y recuerda siempre el motivo por el que decidimos venir aquí.
Los dos hermanos se dieron un último abrazo de despedida, que Madunisha presenció guardando un respetuoso silencio. Después tomó a Sarasvati de la mano y se la llevó consigo como una madre lo haría con su hija.
—Quédate tranquila. A partir de ahora yo cuidaré de ti.
El recorrido que hicieron no se prolongó demasiado, hasta que llegaron a una calle donde abundaban las tabernas y las casas de mala reputación. Durante el camino, la mujer no dejó de repetirle las bondades con las que contaría a partir de ese día: una cama para ella sola, comida variada y abundante, así como el privilegio de poder asearse a diario. Por el contrario, no empleó ni un segundo en explicarle el trabajo que a cambio tendría que llevar a cabo.
Se detuvieron ante una casa de tres plantas que por fuera no difería en nada de cualquier otra vivienda residencial. Sin embargo, no era ningún secreto que aquel discreto edificio acogía uno de los burdeles más prestigiosos de toda la ciudad.
Antes de cruzar la verja de entrada, Madunisha se inclinó sobre Sarasvati hasta situarse a su altura. El rostro moreno de la kuttani* contenía una enorme boca de labios carnosos y de aliento extremadamente dulce gracias a la mezcla de mango y alcanfor que masticaba todos los días a primera hora de la mañana.
—Sarasvati, yo soy la dueña de este lugar, que tiene como fin principal dar placer a los hombres. Y estoy segura de que tú vas a gustarles mucho. Ahora conocerás a otras jóvenes que muy pronto se convertirán en tus nuevas compañeras y amigas. ¿Cuántos años tienes?
—Once.
—Y dime, ¿tienes alguna experiencia con los hombres?
La niña negó.
—¿Significa eso que todavía no te han desflorado?
—Así es.
—Bien. Eso es interesante. Tengo clientes muy poderosos que valoran especialmente esa cualidad. —Madunisha reanudó el breve interrogatorio—. Y dime, ¿ya eres mujer?
Sarasvati frunció el ceño, sin estar segura de haber comprendido la pregunta del todo.
—Lo que quiero saber es si ya sangras una vez al mes.
—No.
—Vale. Yo tengo por norma no poner a trabajar a ninguna de mis chicas hasta que no haya comenzado su ciclo. Así que esperaremos. Tampoco debe de quedarte mucho. Pero eso no significa que mientras tanto no tengas que ganarte el pan. Hasta entonces te emplearás en las tareas del hogar, limpiando, cocinando y desarrollando cualquier otra labor que se tercie.
—Lo haré lo mejor que pueda.
—Adelante, Sarasvati —dijo la kuttani abriendo la verja—. Bienvenida a tu nueva vida…
8
Bindusar sentía una satisfacción indescriptible, equivalente a la de una madre que ha dado luz a su hijo tras un interminable parto que se ha demorado durante días. El maestro caminaba por la calle con su magna obra bajo el brazo, después de haber finalizado su ambiciosa transcripción del Mahabharata tras años de minucioso esfuerzo. El siguiente paso consistía ahora en llevársela a un artesano para que se encargase del proceso de encuadernación. Cosería el compendio de hojas de palma con dos hilos que se pasaban por los extremos y lo reforzaría con cubiertas de madera sobre las que se aplicaba una capa de laca donde con frecuencia se solía pintar. Bindusar también había pensado encargarle a un artista que dibujase una vistosa portada para rematar la faena.
La noche anterior, Harshali lo había felicitado con gran efusividad, sabedora de la entrega con que su marido se había dedicado a aquel grandioso proyecto. Luego, obviando incluso los juegos preliminares, hicieron el amor con el mismo vigor que en su época de recién casados. Posiblemente la felicidad del respetado maestro alcanzaba en aquel momento de su vida su punto más álgido.
Como solía ser habitual a aquella hora de la mañana, las calles de la capital ardían de actividad. La combinación entre los compradores deseosos de gastar su dinero y los tenderos ávidos por colocar su mercancía siempre daba sus frutos. El dulce olor de las especias se fusionaba con el de los excrementos de vaca y arrojaba una curiosa mezcla a la que casi todo el mundo parecía haberse acostumbrado. Un elefante de la guardia real atravesó parsimoniosamente la vía obligando a los transeúntes a pegarse a los portales para evitar ser arrollados.
Bindusar estaba a punto de llegar a su destino cuando de repente sintió un golpe en el brazo, como si alguien hubiese tropezado con él viniendo desde atrás. Un instante después, se percató horrorizado de que le habían quitado su valioso libro. El maestro, sin dar todavía crédito, contempló a un mono salir disparado con el Mahabharata entre las manos, como si se tratase de un trofeo. Aunque no era habitual que los dichosos primates hurtasen otra cosa que no fuese comida, de vez en cuando también se apropiaban de algún objeto que les resultase llamativo.
Bindusar intentó reaccionar, pero enseguida fue consciente de que jamás recuperaría su libro. El animal había trepado por un tenderete, desde donde ya había saltado a la terraza de la vivienda más cercana, chillando repetidas veces como si se mofase de los seres humanos. Si hubiese estado en su mano, Bindusar habría iniciado de inmediato la carrera para darle caza. Sin embargo, a su edad carecía ya de la movilidad necesaria como para perseguirlo por los tejados. Una sensación de absoluta desesperación se apoderó de todo su cuerpo y lo paralizó aún más si cabía. El maestro se imaginó al mono arrancando las hojas de palma hasta hacerlas pedazos, tan solo por pura diversión. ¡Diez años de trabajo tirados por la borda de la forma más absurda!
Finalmente, Bindusar salió de su parálisis y comenzó a gritar a los cuatro vientos que acababan de robarle, señalando con aspavientos al mono responsable de la fechoría. Nadie le prestó atención, excepto un niño que pedía limosna en una esquina, muy próximo al lugar donde el hecho había acontecido. El audaz muchachito no lo dudó y se lanzó a la persecución del mono haciendo gala de una increíble agilidad. De una cornisa se encaramó a la terraza, y de ahí a la azotea por la que había huido el animal, sin dar muestras de sentir vértigo alguno. Durante unos segundos, el maestro recuperó la esperanza de tener el libro de vuelta. Por desgracia, pronto se dio cuenta de que el peculiar ladrón había adquirido tanta ventaja que ni siquiera aquel héroe improvisado podría darle alcance. Fue entonces cuando el muchacho, que pareció haber llegado a la misma conclusión, detuvo su carrera en mitad del tejado y emitió un chillido imitando el habla del primate.
Para sorpresa de Bindusar, el mono se frenó en el acto y se dio la vuelta poco a poco, como si lo hubiese entendido. El niño reprodujo otra sucesión de sonidos, que acompañó con un amplio catálogo de gestos, que por algún motivo parecieron provocar en su objetivo un efecto tranquilizador. Los viandantes, atraídos por el alboroto, contemplaban desde la calle aquella extraña escena, que más parecía sacada de una leyenda que de la propia realidad. A continuación, el muchacho avanzó muy despacio hasta situarse a la altura del primate, al que pudo arrebatarle el libro sin que este opusiese resistencia.
Bindusar murmuraba un mantra de agradecimiento tras otro en honor al poderoso Shiva, al tiempo que sentía un inmenso alivio por el modo en que se había resuelto la situación. El niño descendió de los tejados con la misma agilidad con la que había subido, y acto seguido le devolvió el manuscrito a su legítimo propietario.
—No sé cómo lo has hecho —confesó el maestro—. Jamás había visto algo así. En todo caso, no te imaginas cuánto te lo agradezco. ¿Cómo te llamas?
—Madhuk —contestó el muchacho.
Bindusar rebuscó en los bolsillos de su vasana*, decidido a recompensarlo como se merecía. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que podía ―y debía— hacer algo más por aquel chico, cuyo miserable aspecto no dejaba lugar a dudas de lo mal que lo estaba pasando.
—Seguro que tienes hambre. Vente a mi casa y muy pronto sabrás por qué considero a mi esposa la mejor cocinera del mundo.
Madhuk no dudó un instante en aceptar su ofrecimiento. Ya habían pasado dos semanas desde que se separó de Sarasvati, y su situación había ido de mal en peor. Todos sus intentos por encontrar trabajo habían sido en vano, pues artesanos y comerciantes lo habían rechazado de plano, condenándolo al ostracismo más absoluto.
Durante el trayecto, el maestro no dejó de insistir en el gran valor que poseía aquel grueso manuscrito, agradeciéndole una y otra vez su milagrosa intervención. Madhuk se limitaba a asentir de vez en cuando, pensando más en la comida que Bindusar le había prometido que en la historia que estaba contándole acerca del enorme trabajo que le había llevado la escritura de aquella obra que carecía del menor significado para él.
En muy poco tiempo llegaron a la casa del maestro, que inmediatamente puso a Harshali al corriente de lo ocurrido. La mujer no vaciló un segundo en tomar las riendas del asunto, dispuesta a ocuparse del chico y su lamentable estado: la suciedad que impregnaba su cuerpo se olía desde lejos, se cubría con andrajos enmendados y saltaba a la vista que era puro pellejo y huesos.
—Bindusar, mientras yo le preparo algo de comer, llena una tinaja con agua para que se asee como es debido.
—¿Y qué ropa le doy?
—La mayoría de tus alumnos suelen dejar aquí una muda hasta la reanudación de las clases. Coge la que mejor pueda sentarle al chico.
Después de bañarse, perfumarse y vestirse con ropa limpia —aunque la vasana que le habían dejado le venía algo pequeña—, el aspecto de Madhuk había cambiado por completo. A continuación, Harshali le sirvió una amplia variedad de manjares (una sopa tradicional especiada con jengibre, comino y cilantro; berenjenas y patatas cocidas con salsa de ajo; arroz con pasas y nueces, y fruta fresca de postre), que el muchacho devoró con el apetito de un tigre de Bengala.
Cuando terminó, Bindusar quiso saber más acerca de su invitado. No obstante, Madhuk se mostró especialmente reservado y optó por contestar sus preguntas con monosílabos o sencillos movimientos de cabeza. Todo cuanto pudo averiguar se redujo a constatar que no tenía familia y que, ante la imposibilidad de emplearse, no le había quedado más remedio que dedicarse a la mendicidad.
Bindusar notó la incomodidad del muchacho y pensó que de nada le valdría insistir.
—Bien, Madhuk —concluyó—. Hoy te dejaremos pasar el resto del día aquí e incluso dejaremos que duermas en casa si te sientes a gusto. Mañana por la mañana, sin embargo, tendrás que marcharte, aunque te daré algo de dinero para que te sirva de ayuda.
—Gracias —contestó.
—No hay de qué. Es mucho más lo que tú has hecho por mí.
Luego, Harshali se llevó al muchacho al jardín de la parte trasera, donde ella dedicaba buena parte de su tiempo al cuidado de las flores.
—¿Te gustan mis jazmines blancos? Tradicionalmente las bailarinas los usan como adorno para el pelo.
El discurso inofensivo de la mujer calmó visiblemente a Madhuk, que se mostró a partir de entonces más comunicativo.
—Son preciosos… —El brillo de su mirada dejaba entrever que su interés era real.
—También cultivo caléndulas, orquídeas y rosas —señaló mientras continuaban con el recorrido—. Normalmente suelo hacer ramilletes para ofrecérselos a Shiva, aunque a veces también los uso para decorar el pórtico de entrada.
Tras desprenderse de su coraza, Madhuk exhibió su cara más afable y entabló una larga conversación con Harshali acerca del jardín que ella mantenía con tanto mimo. Después se pusieron manos a la obra, podaron algunas plantas y regaron aquellas otras que más lo necesitaban.
Al cabo de un rato, Harshali no pudo evitar quedarse prendada de la sonrisa de aquel chico, así como de sus ojos castaños, que poseían la misma tonalidad oscura de su piel.
Cuando regresaron al interior, Bindusar había redactado una suerte de texto a modo de carta de recomendación, que esperaba que le sirviese a Madhuk para poder encontrar trabajo. El maestro le entregó la hoja de palma, que el muchacho observó frunciendo el ceño en un claro gesto de incomprensión.
—¿No sabes leer?
Bindusar chasqueó la lengua contrariado, aunque tampoco podía decirse que la noticia le hubiese pillado por sorpresa. Con todo, en lugar de resignarse, el maestro decidió emplear el resto de la tarde en enseñarle el alfabeto, para que al menos tuviese una base en la que apoyarse por si más adelante se le presentaba al chico la oportunidad de aprender.
—Creo que yo no sirvo para esto —se excusó Madhuk antes siquiera de empezar.
—Si no lo intentas, nunca lo sabrás.
Pronto, el propio muchacho dejó atrás sus reservas y, de la mano de Bindusar, demostró poseer una agudeza mental bastante desarrollada para alguien que jamás había recibido educación de ningún tipo.
Por la noche, Madhuk volvió a disfrutar de una opípara cena, mientras conversaban sobre los más variados temas con mayor familiaridad que al principio. El chico se expresaba con desparpajo y lanzaba cualquier pregunta que se le pasaba por la cabeza, provocando las risas del matrimonio como consecuencia de su espontaneidad. Se había generado un clima de confianza tal que Bindusar aprovechó para intentar saber algo más acerca de la vida de Madhuk, después de que por la mañana se hubiese enrocado en un obstinado silencio. La tentativa, sin embargo, se quedó tan solo en eso, pues la actitud abierta del chico cambió de un instante a otro por completo en cuanto vio que volvían a interrogarlo acerca de su pasado. Madhuk se embutió de nuevo en su coraza protectora y terminó de cenar sumido en el mutismo más absoluto.
De repente, la situación se había tornado tan incómoda que Madhuk tardó muy poco tiempo en solicitar permiso para irse a dormir. Harshali lo acompañó a la primera planta y le asignó cariñosamente un lecho donde poder pasar la noche. El muchacho le dio las gracias y, tan pronto como se tendió en la cama, se dejó vencer por el sueño en menos de un minuto.
Al cabo de un rato, el matrimonio hizo lo propio, no sin antes llevar a cabo el último ritual del día en la pequeña capilla contigua a su dormitorio, como buenos shivaístas.
—Aunque la vida no lo ha tratado bien, Madhuk es un buen chico —dijo Harshali tras posar la cabeza sobre la almohada.
—Es cierto —convino Bindusar—. Y ello pese a las profundas heridas que todavía le escuecen por dentro y que aún no han cicatrizado. Tú también lo has notado, ¿verdad?
—Es imposible no darse cuenta.
Durante un breve lapso, un espeso silencio se deslizó entre los dos.
—¿Por qué no lo tomas como alumno? —propuso Harshali—. Solo de esa manera tendrá una oportunidad. De lo contrario, será como devolverlo de nuevo a la indigencia.
—Lo siento, cariño. Pero eso es imposible. Madhuk debe de ser un shudra*… ¿Te imaginas cómo afectaría eso a mi reputación? ¿Qué familia volvería a confiarme de nuevo a sus hijos?
Harshali dejó escapar un suspiro de resignación.
—Tienes razón —murmuró.
Sin embargo, no pudo evitar seguir dándole vueltas a la cabeza mientras buscaba la postura más adecuada para dormir.
—Bindusar —susurró al cabo de varios minutos—. He pensado algo…
—¿Qué? —repuso el maestro en pleno duermevela.
—Adoptémoslo. De esa manera, Madhuk pasaría a ostentar nuestra casta y nadie podría hacerte el menor reproche.
El maestro se despabiló de repente.
—Harshali, esa es una decisión muy importante. ¿Lo has pensado bien?
—No quiero que vuelva a las calles. No después de haberlo conocido.
—¿No te das cuenta de que hay miles de chicos como él deambulando por Pataliputra?
—Sí, pero tengo la sensación de que el propio Shiva ha mediado para que Madhuk se cruzara en nuestro camino. De alguna forma, creo que es especial. ¿No te lo parece?
Bindusar no sabría explicar muy bien por qué, pero también lo creía. Además, no era la primera vez que consideraban la posibilidad de adoptar, aunque siempre habían pensado en un candidato de edad mucho menor. Por otra parte, al maestro no se le escapaba que aquella repentina decisión de Harshali podía estar íntimamente relacionada con sus problemas de fertilidad y el consecuente temor a que él tomase una segunda esposa. Por tanto, mediante aquella adopción no solo satisfaría los deseos de ser madre que siempre había perseguido, sino que también conseguiría despedirse para siempre de sus miedos.
—Hagamos una cosa… Si mañana por la mañana sigues pensando lo mismo, me comprometo a considerar seriamente tu propuesta.