INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1977

El presente es el futuro del pasado. La otra noche, cuando regresaba en coche a Boston, miré hacia la margen opuesta del río, hacia el poco llamativo horizonte de East Cambridge, y lo vi tal como hubiera podido verlo un hombre del siglo XIX: con un esplendor parabólico y luminoso, continua y fríamente encendido, de pirámides, de cubos de luz. Cada edificio era como una gigantesca linterna perforada que encontraba su gemela en el negro río y llenaba el cielo de dorados efluvios de energía. Incluso los brillantes anuncios luminosos —FERIA DE LA ALIMENTACIÓN, COMPAÑÍA ELECTRÓNICA DE AMÉRICA— parecían magníficos, inexplicables y hasta llenos de autoridad, de tan extraños. ¿Quién había puesto allí esa maravilla? Parecía como si solo una raza de dioses pudiese habitar y dotar de energía a esa cinta de lo futuro que se desplegaba en la otra orilla del río Charles. Me quedé desconcertado, como un extranjero.

Veinte años atrás, en Shillington, el lugar de Pennsylvania donde nací, estaba yo junto a un muro de escasa altura y se me ocurrió mirar hacia abajo. Ante mí se extendían las asoladas hectáreas en las que durante toda mi infancia estuvo el asilo de los pobres. En otro lugar lo he descrito así:

Al final de mi calle estaba el Hogar del Condado, un inmenso asilo amarillo cuyo edificio se elevaba entre… huertos y prados, rodeado por un muro de piedra arenisca tan bajo por un lado, que hasta un niño podía encaramarse hasta arriba, pero que por el otro tenía una altura de ocho o nueve metros, suficiente para matarse, si uno se caía. Hoy en día me asombra que aquello fuera así, que los terrenos del asilo estuvieran tan profundamente hundidos y alejados… Pero en aquel entonces me parecía perfectamente natural, una temible fosa cuyo profundo espacio se correspondía con la fosa de tiempo en la que los viejos (a quienes se podía ver dando vueltas silenciosamente en torno a la sombra de unos árboles cuyas copas quedaban por debajo de mis pies) habían caído por alguna misteriosa razón que nunca podría llegar a afectarme a mí. Me parecía increíble que yo pudiera llegar a su condición, tan increíble como que pudiera caerme del muro y desnucarme.

Aquel día el asilo ya no estaba allí. Del agujero donde se había encontrado me vino el deseo de escribir una novela futurista para conmemorar las ferias a las que, cuando niño, había acudido.

Un mismo abismo abre tanto el pasado como el tiempo futuro. La novela de lo futuro trata de darnos de manera concentrada el mismo sabor del tiempo que sazona todas las novelas, ese sabor que hace los acontecimientos narrados en ellas más portentosos que los acontecimientos de nuestras vidas, en las que el tiempo pasa inadvertido, como no sea en lo poco frecuentes estremecimientos o en los rígidos horarios de todos los días. Con una poesía soberbia y temible, La máquina del Tiempo, de H. G. Wells, desplazó a su héroe tan velozmente a través del tiempo, que «vio al sol saltar rápidamente a través del cielo, dando un brinco a cada minuto, en minutos que marcaban cada uno, un día entero»; debido a la aceleración, «la palpitación de la noche y el día se fundieron en un gris ininterrumpido» y «el sol, que avanzaba a sacudidas, se convirtió en una raya de fuego, un arco brillante, tendido en el espacio». El sol, símbolo a la vez de la vida y de su transitoriedad, es visitado por el Hombre que viaja por el Tiempo en el momento en que el astro se encuentra a punto de extinguirse, cuando cuelga en el cielo «rojo y muy grande, detenido e inmóvil sobre el horizonte, convertido en una enorme cúpula que arde con calor apagado». Luego avanza otros treinta millones de años, hasta donde «la enorme cúpula del sol al rojo vivo llegaba a oscurecer casi una décima parte del sombrío cielo». Hace un frío terrible. El mar, sin olas ni mareas, es de un color rojo sangre. Los únicos signos de vida son un légamo verdoso y una vaga criatura que sale de un banco de arena: «era una cosa redonda, quizá tenía el tamaño de una pelota de fútbol, o algo mayor, y de ella salían unos tentáculos que iba arrastrando; contra el confuso rojo-sangre del agua parecía negra, y daba caprichosos saltos de un lado a otro». Qué horripilantemente real, para mi imaginación de los trece años, era aquel superviviente sacado de una película de dibujos animados (alargado para mí, a la manera de los balones norteamericanos, no de los ingleses) y que vivía el fin del mundo. No conseguía rechazar la visión; era una pesadilla que, como mi propia muerte, tenía que ocurrir.

La pesadilla del totalitarismo descrito en 1984, como la lucha de clases entre Eloi y Morlocks narrada en la fábula de Wells, no podían, en cambio, llegar a ser algo real, al menos en los Estados Unidos: eso le parecía al menos a aquel patriótico adolescente. Cuando leí la novela de Orwell, cerca ya de mis veinte años, me asombró su alegoría antisoviética; pero del libro surgía una auténtica guerra de hierro cuando O’Brien, portavoz del Poder (y quizá primo de mi Conner), le decía al héroe cautivo:

«Deja ya de imaginar que la posteridad te justificará, Winston. La posteridad jamás oirá hablar de ti. Se te eliminará limpiamente de la corriente de la historia. Te convertiremos en gas y te verteremos en la atmósfera. No quedará nada de ti: ni un nombre en un registro ni un recuerdo en un solo cerebro vivo. Serás aniquilado en el pasado y también en el porvenir. Nunca habrás existido».

Orwell sabía que estaba a punto de morir cuando escribió esta terrible imprecación; el miedo personal le condujo hasta el mismo núcleo negro del futurismo: la muerte de todo. El fruto final del porvenir es la no-existencia. No solamente nuestros egos sino también todos sus recuerdos y progenie son engullidos por el sol que se apaga, por las estrellas que se desaceleran, por la entropía. Nacidos de la condensación del gas, volvemos a transformarnos en gas. En Un mundo feliz, de Huxley, que leí todavía más tarde, a una edad que supuestamente le hace a uno menos impresionable, se producen muertes, pero carecen de inmensidad. El suicidio del Salvaje, al final, es tratado de manera burlona y hasta trivial cuando se lo reduce a algo relativo simplemente al mundo de los objetos: los pies del cadáver cuelgan y giran lentamente, con las diversas orientaciones de la brújula. Al igual que en nuestra realidad mundana, los que mueren son los otros, al paso que un tipo de vida mezquino y tonto sigue borboteando de manera decadente. Esta es, podría afirmarse con seguridad, la visión de lo futuro que se ofrece en La feria del asilo.

La novela fue escrita el año 1957 como una narración deliberadamente contrapuesta al 1984 de Orwell. Los acontecimientos que se cuentan en mi novela, afirmé en la solícita sobrecubierta que después no llegó a aparecer en la primera edición, ocurrirían «dentro de veinte años», o sea ahora, al cabo de veinte años del momento de su redacción. La determinación de las fechas del pasado de los personajes se hizo con alguna que otra imprecisión accidental. Así, John Hook, el héroe, tiene noventa y cuatro años; en las primeras páginas del libro recuerda, en la primera edición, que se acababa de licenciar en la escuela normal «en la rica administración Taft». Taft fue presidente de los Estados Unidos desde 1909 hasta 1913; partiendo del supuesto de que durante la juventud de Hook para licenciarse en la escuela normal era necesario hacer dos años de estudios una vez terminado el instituto, debía tener veinte años al salir maestro, lo cual fija su nacimiento entre 1889 y 1893, y la época en la que transcurre mi novela, justo alrededor de 1984. Pero yo quería que ocurrieran los acontecimientos antes de que llegase ese año, del mismo modo que su ambiente político no alcanzaba ni con mucho el totalitarismo absoluto de 1984. En la edición de la Modern Library (actualmente agotada) corregí esa frase y la cambié por otra que situaba la licenciatura «en la primera administración Roosevelt», el predecesor de Taft. La larga presidencia de Roosevelt (1901-1909) hace que el margen más cercano de lo futuro a que aludo se sitúe en los últimos meses de 1975 (McKinley fue asesinado en septiembre de 1901) y concuerde perfectamente con el otro confuso elemento que permite fijar la época, el aniversario de la apertura de la vía marítima del San Lorenzo, cuya inauguración el año 1959 era algo ya de por sí envuelto en la neblina del porvenir cuando fijé este hecho en mi novela. Al principio la narración hablaba de bodas «de plata», del veinticinco aniversario, que otra vez nos lleva casi a 1984; para la edición de la Modern Library modifiqué también este dato y escribí bodas «de cristal», pero como entonces es el decimoquinto aniversario, nos sitúa demasiado cerca; la fecha más aproximada es el del vigésimo aniversario, las bodas «de porcelana» que aparecen en esta edición y que, en verdad, suenan un poco frágiles. De todas maneras, y en cuanto a predicción, el editorial sigue respondiendo a su rebuscado estilo.

¿Se parecen el mundo de La feria del asilo y el que nos rodea actualmente? Ya en 1964 me pareció necesario decir, en unas breves palabras de introducción escritas para la edición de la Modern Library, que:

El futuro que representa no pretendía ser tanto un anteproyecto que se propusiera predecir de qué modo sería el mundo, como una caricatura de la decadencia de la época en que la escribí. Aunque esperaba de antemano que algunos de los detalles acabarían por resultar obsoletos, no imaginaba que esa pregunta retórica que formula Hook… —«¿no es significativo que los tres presidentes asesinados fueran todos republicanos?»— se convirtiera bruscamente en algo imposible. La he dejado tal como estaba, como un vital anacronismo. Yo pensaba, cuando en 1975 redactaba cariñosamente esta nueva versión de la lapidación de San Esteban, que el tiempo futuro no se diferenciaba esencialmente del pasado; esta misma idea parece actualmente uno de los productos de los años entrópicos del recalmón de la época Eisenhower.

No solamente fue asesinado John Kennedy en los veinte años transcurridos antes de 1977, sino que además otro presidente ha dimitido y la presencia norteamericana en Vietnam se intensificó primero para hundirse más tarde, al tiempo que se producía una oleada de disensiones como no se habían visto en los Estados Unidos desde la Guerra Civil. Es difícil averiguar a qué se refiere Hook cuando afirma [página 106]: «Esta última década ha visto el fin del mundo, aunque la gente está tan dormida, que no se ha dado cuenta». No puede referirse al boicot árabe del petróleo ni tampoco a los problemas relacionados con la adquisición de materias primas, pues los automóviles que se acercan al asilo parecen tener todavía el mismo tamaño que los fabricados en los años cincuenta, y los muebles del asilo conservan aún el sello tranquilizador que dan los materiales sólidos: metal y caucho y cristal jaspeado; las chapitas de las sillas del porche son de metal fuerte y la multitud de polímeros sintéticos para usar y tirar que padecemos ahora solo están representados por el «plástico de soja». Tampoco es posible que Hook esté pensando en la reestructuración mundial que ha puesto al bloque soviético junto a las naciones poderosas, ha convertido a China y a Rusia en enemigos y ha fomentado nuestro sorprendente acercamiento al dragón rojo, porque todavía se recuerda a Traman como el presidente que «dio China a los rusos». Hay algo, que ha recibido el nombre de «Pactos de Londres con el Soviet eurasiático» —podría ser un sombrerazo a la división del mundo en Eurasia, Asia Oriental y Oceanía que aparece en 1984—, que domina esa paz en la que la población norteamericana se multiplica con la misma rapidez que lo hace «un pueblo tan falto de confianza en sí mismo como la India». Nuestra población ya no crece rápidamente, esto es un hecho. La feria del asilo prevé un voyeurismo muy extendido, pero no presupone el estallido de la pornografía; su cultura popular tiene un acento hispanoamericano que no se ha producido en realidad, aunque parece correcta la suposición de un avance de la posición de la gente de piel atezada. Las vanidades románticas de Ted, el conductor del camión, y de Conner, el joven prefecto del asilo, tienen más el sabor de una juventud de los años cuarenta que el de la de nuestros setenta, tan circunspectas y faltas de entusiasmo. Los personajes reflexionan sobre el pasado saltándose los disturbios y rebeliones de los años sesenta como si no se hubieran producido, aunque, hasta cierto punto, también nos ocurre eso a nosotros mismos. Hay una verdad corroborada por nuestro presente en la frase: «Estados Unidos se había convertido en una nación de gente ansiosa de placer; la gente seguía viviendo como viven las células de un cadáver en el ataúd, porque la idea de “América” había muerto en sus cerebros». Hay algunas omisiones tecnológicas muy sorprendentes: ¿dónde están los computadores, o las multicopistas? Buddy debería utilizar una máquina de escribir eléctrica, y, por otro lado, ¿es posible que escriba de verdad en una mesa de porcelana? Las drogas, tan frecuentes en nuestros noticiarios y que tanto destacaban en Un mundo feliz, no aparecen más que como una pequeña dosis de penicilina con sabor a fruta, de la que una persona anónima de las que acuden a la feria habla como si fuera una gran novedad. Hay una ausencia más extraña incluso, la de la televisión, crucial en el plan de tiranía ideado por Orwell y pilar fundamental de nuestra época, soma electrónico ininterrumpido de las clínicas de reposo y de pueblos de pensionistas. Lo más curioso de toda esta gente es que dé la impresión de que no ve nunca la televisión, y que debido a ello tiene que buscar su entretenimiento en los recuerdos y las travesuras. Sin embargo, si los próximos siete años confirman mi hipótesis, habré acertado allí donde se equivocó Orwell: no han caído bombas atómicas y las formas de gobierno de las principales democracias occidentales siguen sin sucumbir a un poder absoluto. En 1977 Hook continúa su paseo interior a lo largo de una galería en la que cuelgan los retratos de los presidentes de los Estados Unidos, aunque entre ellos no se encuentre el supuesto presidente Lowenstein.

El principal fallo de mi «predicción» es algo inherente a todos los intentos de anticipar el curso de fenómenos tan múltiples e interdependientes como los que constituyen la vida de una nación o de un planeta. Podemos extender la curva de las gráficas de tendencias presentes y podemos, también, estar seguros de que lo que ahora está lleno de vitalidad declinará, pero somos incapaces de concebir lo nuevo, las entidades nacidas como fruto de una complicadísima síntesis de las colisiones de factores que solo conocemos superficialmente. Por consiguiente, todos los modelos de lo futuro tienden a ser modelos estilizados del presente, un presente al que se le han recortado los lados. Pero son precisamente estos lados los que se van desplazando hacia el centro y llegan a constituir lo futuro. Estos elementos se desplazan inesperada y, quizás, imprevisiblemente, y ello incluso para la suprema inteligencia de la hipótesis de Laplace, quien afirmó: «Para una inteligencia tal no existiría la incertidumbre, y tanto el porvenir como el pasado serían, para ella, el presente». No hace mucho David Layzer ha lanzado un desafío contra la fe determinista que cree que el porvenir es esencialmente predecible. Este autor, desarrollando las leyes de la termodinámica y el concepto de espacio fásico, llega a una conclusión según la cual «ni siquiera la computadora más perfecta —el universo mismo— llega nunca a contener suficiente información para detallar completamente sus propios estados futuros. El momento presente contiene siempre elementos de auténtica novedad, y el futuro nunca es totalmente predecible». Fue un tiempo futuro así, un futuro imprevisible envuelto en las neblinas de algo parecido a la nostalgia, un no-futuro lleno de zumbidos y pasado de moda, lo que traté de presentar en esta novela imitando no a los clásicos de la ciencia ficción mencionados más arriba, sino el oscuro, poético tiempo futuro de Final, la novela de Henry Green. La feria del asilo comparte con Final un embarazoso número de detalles: una vieja propiedad que alberga una institución estatal (una escuela de chicas, en el caso de Green); un tiempo futuro no demasiado distante (en la solapa de Final, editado en 1948, se decía que los hechos ocurrían cincuenta y cinco años después de esa fecha), un protagonista anciano cuyo apellido es un monosílabo (el señor Rock), una acción que se desarrolla en múltiples niveles y transcurre a lo largo de un solo día, un día de fiesta (incluso coincide que la fiesta de Green, el Día del Fundador, cae como la feria del asilo, en un miércoles), animales heráldicos, muchos detalles meteorológicos y un estilo premeditadamente impresionista.

—Viejo y sordo, y medio ciego —decía de sí mismo el señor Rock sintiendo la aspereza del aire en su garganta. Sin embargo, veía claramente que Ted no estaba sitiado por la niebla. Pues el ganso se encontraba allí, mirando con la cabeza ladeada y con solo un ojo fijo en un punto que estaba más allá de la casa, seguramente situado al otro lado del banco de niebla que había dejado muda toda la luz del día situada bajo él, y más allá del cual, en alguna cumbre libre de bruma, el señor Rock sabía que debía haber una bandada de pájaros aleteando rápidamente. «Ted sabe dónde», pensó.

Este pasaje es de la primera página de Green; el siguiente es de la primera de mi novela:

Vistas bajo la fría pátina de luz del primer sol, cada una de las varillas de mimbre que integraban las sillas destacaba nítidamente de las demás, arqueada como una serpiente que ascendiera y volvieran a meterse en el entretejido de cestería. Un singular destello metálico atravesó la frágil pared de los ojos de Hook y dio en el cerebro, que ordenó a su cuerpo inspeccionar más de cerca.

Ahora envidio el eclecticismo inocentemente osado de mi juventud. Tras haber publicado un millón de palabras, o más, mis frases son menos genuinamente mías que estas, robadas a Green, con sus encantadoras inversiones, tan seguras de sí mismas como frases pronunciadas por un niño («Con la mirada no era difícil seguir los brillantes cuadritos en cada una de las demás sillas de la fila») y la suave tensión con que combinan el «toque» sensual y la mitificación subjetiva («pese a la presencia del bajo sol anaranjado que conservaba todavía la humedad del amanecer, había porciones de niebla con formas de luna menguante, de textura parecida a la fina tela de la crisálida, pegadas a los horcajos de las colinas»).

Al releer la novela encuentro que las mejores páginas son aquellas que tratan de John Hook, y las peores, las de Conner; estos antagonistas hacen, o no, verosímil toda la novela. A Conner, un hombre que ha alcanzado ya la treintena, no podía comprenderle, porque era un hombre demasiado joven; deduje lo que ocurre en su cúpula de la misma manera que deducía lo que ocurría en la oficina del director de mi instituto («Un principio es una regla», solían decir los profesores de ortografía, «pero el principal es vuestro pal»). Conner y Buddy están dominados por una cohibida timidez y sus actos giran en torno a esa timidez, como si fueran adolescentes. Conner es el chico bueno y estudioso de instituto, que trata de abrirse paso entre sardónicos pendencieros, atado por una piadosa ambición a los invisibles adultos: invisibles como los adultos de Peanuts, como los seres humanos de la narración de Kafka «Investigaciones de un perro». Un personaje que hubiera tenido que ser mucho más consistente. Por el contrario, Hook es tan viejo, que todavía cabe en el campo de mi imaginación básicamente infantil. Sus limitaciones físicas y visuales imponen las mismas mágicas inconsistencias que las limitaciones de perspectiva y habilidad de un niño. Lo mismo que un niño que está enamorado del mundo y cree que este le ama. Despierto para todo lo que sean claves aunque sea ciego para las pautas. Su estilo perceptivo domina el libro: el periquito, el conejo que hay en el prado, los «zepelines de plata» que son para Lucas los cerdos (también en Green salen estos animales) son captados en relieve, aparecen como algo vivo pero inteligible para esa imaginación animista que lo preside todo. La solapa antes mencionada decía:

Los animales hechizan el paisaje, mientras que los objetos inanimados —un muro de piedra arenisca, una hilera de castaños de Indias, un montón de piedras luchan silenciosamente por acercarse a los hombres, que ponen en acción sus luchas y enfrentamientos tradicionales contra el progreso, la benevolencia contra el orgullo, sobre unos terrenos plagados de presagios y dominados por un enorme y variable cielo. Para el autor, sentido y existencia parecen estar escindidos; la cháchara de la muchedumbre que acude a la feria ilustra con el sentido de sus palabras la decadencia nacional que tan obsesiva resulta a quienes están internados en el asilo, pero en su existencia, en esos fragmentos aislados en el ambiente, comparten con la hierba y las piedras un anima positiva y hasta esperanzadora.

Hay, pues, una ambición filosófica en este libro; un intento, ni más ni menos, de mostrar lo que significa estar vivo, tal como lo revelan las sensaciones. Nuestra vehemente vida interior, al ser rechazada por el mundo exterior, se afirma en sí misma, y aquí se supone que esta afirmación es extrínseca, inmanente, divina. Necesitaba que Dios existiera. Mi pretensión de que la trivial cháchara americana que disuelve la novela al final mostrara «un anima positiva y hasta esperanzadora» es un auténtico salto de fe estética: el júbilo de un niño que esa noche no tiene que acostarse temprano y sigue comiendo regaliz bajo el seguro cielo creado sobre su cabeza por las conversaciones de los adultos; al cabo de quince años, al recordarlo, advierte que se le impone forzosamente la misión de representar el papel de intermediario en una argumentación que, solo ahora me doy cuenta, estaba esbozada de acuerdo con el sistema tomista. Al igual que una demostración tomista, la novela pasa de una proposición a las objeciones y luego a las contraobjeciones. La distinción entre esencia y ser (essentia y ens) la tomé de Santo Tomás; con su ayuda traté de consagrar, de bautizar e introducir en la religiosidad americana a esos tres ateos ingleses que eran Wells, Orwell y Henry Green. El manuscrito original terminaba una página antes, con el lamento chestertoniano de «guardar las puertas del reino abandonado». No es de extrañar que el final desconcertara a los futuros editores del libro; la buena suerte, o quizás la Providencia, me permitieron conocer a un consejero editorial, Steward Richardson, y a un editor, Alfred A. Knopf, a quienes estaré siempre agradecido por haber publicado el libro en un formato tan exquisito como yo deseaba y sin modificar el texto.

Esto ocurrió hace veinte años. Veo ahora en este texto, entre los esquemas religiosos, unas pautas menos conscientes, anunciadas por la frase anteriormente citada sobre las bringas de mimbre que se arquean como serpientes que ascienden y vuelven a entrar en el entretejido de cestería. La imagen me vino llena de fuerza nada más iniciada la acción; vuelve a aparecer en la página 30, cuando Hook recuerda que de niño recorría «los rectilíneos caminos del tejido de la manta en su cama en busca del hilo teñido más fuerte que, a veces, se arqueaba por encima de los otros». Este acontecimiento del microcosmos es ampliado hasta que adquiere dimensiones más dramáticas cuando, en pleno alboroto del apedreo, Hook, que estaba estudiando las nubes entrelazadas en el cielo, ve como su campo visual es «atravesado por un montón de piedras que volaban muy de prisa, como raudas bandadas, y antes de ponerse a considerar la situación, se le ocurrió que tenía ante sí un maravilloso espectáculo. Antiguas batallas se habían desarrollado bajo un dosel formado por objetos arrojadizos como los que estaba viendo» [pág. 94]. Las piedras lanzadas por los ancianos también trazan arcos; y del mismo modo el propio incidente traza un arco que se eleva por encima de los hilos del tejido de la jornada, para, luego, volver a entrar en el tejido de los comentarios y murmuraciones con los que el día concluye. Buddy escandaliza a la muchedumbre [pág. 118] y redacta un titular cómico en el aire [pág. 121]; cuando se llega a la página 123, el acontecimiento se convierte, entre los hilos de otros escándalos, en fuente de una moraleja para una voz anónima (a veces se necesita a un hombre que dé cierta impresión de autoridad), que luego se disuelve en los diálogos corrientes.

La gente que había ido a la feria hablaba con más calma sobre temas que tendían hacia una crítica benévola de su pasado común, de habitantes de la ciudad, y charlaba de calles y escuelas y casas viejas que estaban en venta. Manos femeninas que habían perdido su finura, manos de mujeres todavía guapas que se alisaban los mechones despeinados de su cabellera; madres jóvenes hacían pucheros bajo el peso de bebés dormidos.

En esta última evocación Shillington ha sido desplazada por otro lugar, Ipswich. Así, la ciudad del estado de Massachusetts donde escribí esta novela, durante los tres meses de verano del primer año que vivimos allí, empieza a entrometerse en la ciudad recordada; madres jóvenes y bebés dormidos se unen a mi reparto.

La vida sigue; los mechones que se despeinan son alisados; el apedreo ha brincado para volver luego al nivel de los otros hilos del tejido. Todo fluye; nada sigue siendo eternamente importante. Este pesimismo era más natural en el autor de La feria del asilo que su esperanzado hallazgo de un anima mundis. Para mí, la imagen más sorprendente —la presentada de forma más brusca— es la que aparece en la página 125; las estrellas son percibidas de manera especial: «no eran puntos, sino alfileres luminosos, suspendidos cabeza abajo en una negra profundidad de compacta gelatina». Anteriormente [pág. 37], Hook, mientras se encuentra rezando, siente que su mente es «un punto en una manta de tupidísimo tejido». El autor —sinceramente claustrofóbico— cree que estamos dentro de un universo en el que el sol se vuelve cada día más «anaranjado, aplastado, y distendido». Que luego se zambulle en su ocaso, como un dios titánico. Durante un tiempo, el surco labrado por su salto brilla «con el color de algo ajeno a la naturaleza, transuránico, creado átomo a átomo por un científico en su laboratorio, a un costo incalculable»; pero, mientras los ancianos de la enfermería lo miran, unas nubes empujadas por los vientos del anochecer oscurecen el dorado abismo. El asilo es bello, quise decir en contra de lo que yo sospechaba que nuestro universo es un asilo para todos nosotros.

La novela se publicó a comienzos de 1959. Wright Morris y Mary McCarthy le dedicaron palabras amables, y Mary Ellen Chase publicó en el Herald Tribune una crítica extraordinariamente entusiasta y calurosa. A otros les pareció preciosista debido a la «gran morosidad» de la prosa. La revista Time, después de darle lo que me pareció un buen palo, la citó entre «Las mejores del año», y tuve el placer de verme ungido, a su regia manera, como «El dotado escritor Updike». La feria del asilo trazó un arco ágil y volvió al amplísimo tejido formado por los libros de pasadas temporadas. Se vendieron unos ocho mil ejemplares y, gracias a la generosidad del editor en este sentido, nunca ha estado agotada. Esta es su sexta edición; la quinta data de 1966. Se han corregido algunos errores tipográficos subsistentes, se han ajustado las claves históricas de acuerdo con lo dicho más arriba, se ha liberalizado la expresión de Gregg, «oj»., convirtiéndola en «ojete» (a pesar de que me siento satisfecho de la solución que encontré, para la época en que escribía, al problema de la impresión de palabras obscenas: mejor mis abreviaturas, que palabras inexistentes, como «fug», o los guiones de censura, que solo conseguían atraer más la atención), y un chico, que surge varias veces en la feria y parece ser siempre el mismo, recibe en esta versión siempre el nombre de Mark. Aparte de esto, el texto no ha sufrido modificaciones. Ahora me resultaría imposible escribir esta novela, y quiero respetar al hombre que fue capaz de hacerlo. Con aquellos teoremas y éxtasis, quiso establecer la base sobre la que se elevaría una torre de volúmenes haciendo del título una frase sobre la que poder medrar. No hace muchos días entregué al editor el manuscrito de mi vigésimo libro. Lo futuro es ahora; como si, cuando estaba en ese muro del asilo, me hubiese tirado abajo, al pozo del tiempo, y, con el cuello todavía entero, me encontrase ahora aquí.

JOHN UPDIKE

Boston, Massachusetts