III

Siguiendo las instrucciones de Conner, Lucas fue a buscar la carretilla que había en un cobertizo del ala oeste. El resto de los internos rondaban alrededor de Conner, quizás demasiado pegados a él. Eran bastantes.

—¿De quién es ese coche estacionado delante de la entrada?

—De la banda —contestó Gregg.

—Pues lo tendrán que sacar de ahí.

Cuando apareció Lucas con la carretilla, Conner le ordenó que la dejara en el prado al extremo opuesto de la zona sembrada de cascote, junto a una de las piedras más grandes. Esta, un tosco huevo castaño, tan empapado por la lluvia que, al tocarlo, se deshacía en granos de arena roja, la levantaron Conner y Gregg y la depositaron en la carretilla, en la parte delantera, junto a la rueda, para que el peso recayera más en esta, que en el conductor. Para Conner resultó agradable encontrar a Gregg arrimando el hombro a su lado; recordaba haber charlado por la mañana con aquel hombre que tenía el suficiente buen corazón como para tratar de alimentar al gato. El pedrusco cayó con estrépito. Conner, inexperto, estuvo a punto de pillarse los dedos bajo su masa. Sin embargo, sin que pudiera explicarlo, le satisfacía manejar piedras en aquel mundo húmedo y refrescado. Las piedras son los compañeros más antiguos del hombre; manejarlas fue su primer acto civilizado. El homenaje inconsciente encerrado en el contacto de sus manos con la piedra y en el tirón experimentado en los músculos del antebrazo hizo que Conner se sintiera vigoroso, purgado, y beneficiario de aquella vasta antropolatría de la que él era el centro. Arriba, el cielo parecía un negativo gigantesco que, de haberlo llevado al papel, hubiera resultado, quizás, un mural digno de Miguel Ángel; como cabellos de personas que huyen, zarcillos de vapor en trance de desplegarse se deslizaban lateralmente, a lo ancho de grandes manchas de un azul tan vivo como si fuera pintura. Entre las nubes corrían ríos de plata.

—Otras dos como esa —observó Hook— y ya estará cargada.

Conner tuvo que aceptar a regañadientes esa verdad. Había sido estúpido imaginar la carretilla repleta de piedras; una carga semejante excedería las fuerzas de dos hombres. También fue un error cargar las piedras grandes. Cuando llegaran los albañiles, al cabo de unos días, pensó Conner, las necesitarían, y, si no las apartaban, las encontrarían dispuestas de antemano. Por otro lado, el aspecto de suciedad se debía, más bien, a las piedras de pequeño tamaño.

—Me he equivocado —reconoció—. Las más grandes podemos arrastrarlas haciéndolas rodar hasta el muro, y así nos limitamos a limpiar los escombros. Usted y yo —dijo a Gregg— podemos descargar la más pesada. Lo siento.

Antes de que aquel hombre bajito, delgado y nervudo, pudiera protestar, cogió los dos extremos de la piedra con sus propias manos y, con un ruido iracundo, la sacó de la carretilla y la llevó hasta el muro. Exhibicionismo. La mayor parte de los internos habían sido obreros. Con sorprendente eficacia, los viejos hicieron rodar los pedruscos hasta el muro. Luego se quedaron mirándole, con los brazos colgando, mientras que él, capataz aficionado, apretaba los labios para contener una sonrisa de desdén, hacia sí mismo y explicaba prácticamente, agachándose y tirando piedras a la carretilla, cuál era la fase siguiente. Gregg, Tommy Fuller y uno de los hombres que había encontrado en el porche se le acercaron y, a un ritmo constante marcado por los golpes de la piedra contra el metal, limpiaron de piedras toda la zona alrededor de la carretilla, mientras otros traían por puñados piedras recogidas algo más lejos. Conner, cuya ayuda ya no era necesaria, se detuvo y dispuso, simplemente, a recoger los cantos que, arrojados desde cierta distancia, no dieran en el blanco. La separación entre la carretilla y los puntos donde se encontraban las piedras por retirar iba aumentando; los hombres —también varias mujeres se habían puesto a ayudarles— utilizaban la técnica de tirarlas a la carretilla desde uno o dos metros de distancia. Conner miraba, pasivo, cómo se iban acumulando los cantos, cuyo color oscilaba entre el de la leche y el del barro, pasando por el lila, el crema y el gris plomo; muchas eran moteadas; alguna que otra, estratificada. No se le ocurrió acercar la carretilla a la zona que limpiaban en ese momento. Una negligencia, por su parte.

Deliberadamente, Gregg lanzó demasiado lejos una piedra y le dio en el muslo izquierdo a Conner, quien, situado en ese momento entre las dos varas de la carretilla, miraba al suelo. Como no le hiciera mucho daño y esperase tales errores de personas débiles, como aquellas, se inclinó automáticamente para recuperarla, y entonces Gregg tiró otra, hacia arriba, que le alcanzó en la espalda, a un centímetro de la espina dorsal que, agachado él, sobresalía nudosa. Sorprendido, Conner se incorporó; aquel acto brusco hizo vacilar unos instantes su cerebro, de forma que, para su desequilibrada química, la gente que estaba de pie, a cierta distancia, le pareció extrañamente opaca: presencias mágicas y amenazadoras.

Aunque él no se diera cuenta de ello, la palidez de su rostro revelaba a las claras el momento de miedo que había pasado. Fue ese destello de sobresaltada cobardía lo que liberó el último freno que contenía a Gregg brumosamente. Oculto entre los otros ancianos, Gregg lanzó un agudo grito, espurreante de saliva, que azuzó a los demás. Movió rápidamente la muñeca a la vista de todos y una piedra voló a la izquierda de Conner. Este se volvió de espaldas y se fue a grandes zancadas, sin llegar a correr, y contra ese blanco en retirada todos —Hay y sus dos amigos, Lucas, Tommy Franklin y hasta Fuller y las mujeres y otros que acababan de sumarse al grupo— lanzaron piedras que no llegaron a alcanzar, casi nunca, su objetivo.

Un canto de tamaño mediano acertó a Conner en la parte posterior de la cabeza, donde más delgada es la protección ósea. Aturdido en un principio, Conner se sintió mal en seguida. Acto seguido, descendente del cielo rojizo, vio una revelación: era la palabra injusticia. Por unos instantes se apresuró bajo el ataque de las piedras, y vio fugazmente a Hook, el más alto, que parecía presidir a todo el grupo.

Hook había estado observando las nubes que iban apareciendo por el horizonte de poniente: cielos de varios tipos, superpuestos, pues una franja de índigo creaba uno falso, bajo las jabonaduras de nimbos medio deshechos, y solo más arriba, encima de barras de elevados cirros aparecía, pálido, el verdadero. El grito de Gregg hizo que su atención se apartara de las nubes, rígido, volvió la mirada, sin bajarla, de modo que su estrecho campo visual se vio atravesado por un montón de piedras que volaban muy de prisa, como raudas bandadas, y, sin empezar siquiera a considerar la situación, se le ocurrió que tenía ante sí un maravilloso espectáculo. Antiguas batallas se habían desarrollado bajo un dosel formado por objetos arrojadizos como los que estaba viendo.

Una injusticia, sí; pero Conner era demasiado razonable para imponerse regresar, furioso, y sofocar en su raíz el ataque. Tratando de dominarse, se volvió y les miró fijamente, mientras seguían arrojándole proyectiles, sin dejar de retroceder algunos cautelosos pasos. Luego, llegando a la conclusión de que nada era mejor que el desprecio, giró sobre los tacones y siguió su camino.

Como si hubiera llegado al final de un túnel secundario, Amy Mortis vio mentalmente la menuda figura negra de Mendelssohn, asentía agitando su pequeña cabeza, y, animada, recogía piedras del suelo y las tiraba sin dejar de buscar otras con la mano libre; escarbando y graznando llena de felicidad, avanzó basta ponerse en primera línea, donde dirigió la segunda fase del ataque. Los que lanzaban proyectiles reían al comprender plenamente lo que estaban haciendo. También se oían carcajadas de personas que, dispersas por otros lugares del prado, habían asistido a la comedia de un Conner rechoncho y obstinado de mostrar algún vestigio de compostura bajo aquella inofensiva rociada de pequeños objetos negros. Gregg, que había dejado de tirar piedras, lanzaba ahora sarcásticas obscenidades.

Buddy llegó a tiempo para ver el final de la persecución, cuando Conner estaba, como quien dice, fuera del alcance de sus atacantes y ninguno de estos tiraba ya con ganas las piedras. Aunque aturdido y alarmado por lo que hubiera podido ocurrirle a su superior, mientras cruzaba corriendo el prado, su fría mente de muchacho imaginó con gran indiferencia un reportaje periodístico en el que se le entrevistaba a él como testigo.

—¿Qué es esto? —preguntó Hook cauteloso cuando ya había comprendido la situación que tenía ante sí.

—Hijoputa, matagatos, cabrón; va a perder el culo, de tanto correr —gritó Gregg.

Distante ya, a unos quince metros, Conner se volvió. Aunque tenía encendidas las mejillas, solo se había abandonado al pánico cuando al darse la vuelta, vislumbró a Hook. Sabía que el juego acabaría en pocos segundos. Miró al grupo de internos; otras dos piedras cayeron bastante lejos de sus pies, y fueron las últimas.

Buddy se dirigió enfurecido hacia los internos.

—¡Están ustedes locos! ¿Saben lo que han hecho? Van a ir a parar todos a Fryeton, ¡cada cual con su camisa de fuerza!

Fryeton era el manicomio del condado.

Todos parecían mirar más allá de él, hacia Conner, que se frotaba suavemente con la mano una de las regiones lastimadas, el occipucio.

—Váyanse —dijo con voz afónica. Se aclaró la garganta y repitió—: Váyanse.

Entonces hizo lo que nadie esperaba: se agachó y recogió con ambas manos un montón de piedras de las caídas a su alrededor, fue hasta la carretilla y las arrojó a su interior. Mientras él avanzaba hacia el grupo, todos los viejos, excepto Hook, se volvieron y fueron mezclándose con los recién llegados.

—Les conozco a todos —añadió Conner hablando de espaldas.

Como a Conner solo parecía interesarle la recolección de piedras, Buddy le ayudó. Ninguno de los viejos se les acercaba.

—¿Cómo empezó? —preguntó Buddy.

—No tengo ni idea.

—¿Qué piensa hacer?

—Perdonarles.

—¿Perdonarles? ¿Solo eso?

—Precisamente eso. Ya es mucho. Estoy dolido de veras; no imaginaba que guardaran tanto odio.

—Pero podría, al menos, castigar al cabecilla.

—Soy yo.

Buddy llegó a la conclusión de que aquello no era un chiste, pues las manos enrojecidas de su superior temblaban tanto, que hasta le costaba sostener las piedras. Buddy vio en la ecuanimidad de su jefe como una lección que aprender. Sin duda, una de sus lecciones más oscuras, aunque muy adecuada al carácter de aquel hombre, a quien Buddy, melodramáticamente conmovido, observaba arrobado: los poros del muro de su mejilla parecían pozos asombrosos, y la curva de su labio superior, una maravillosa protuberancia soberana en el espacio. Colmadas por el amor de Buddy, las arrugas que nacían en el borde del ojo parecían jalonar significativos intervalos.

Pero Conner empezaba a pensar que quizás no era suficiente limitarse a perdonarles. El dolor que sentía en el cogote se dilataba y contraía, como si llevara puesto un casco animado por parásitos. Depositado el último puñado de piedras en la carretilla, se acercó Hook, que plantado donde antes, había encendido otro cigarro. Conner estaba convencido de que aquel hombre era el verdadero responsable.

—Señor Hook —le dijo—, ¿ha visto alguna vez, en su larga vida, algo parecido a esta locura?

—Ah —dijo Hook—, cuando yo era maestro en Furlowe, los niños atraparon una ardilla y le rompieron los huesos con los palos de hockey. El aburrimiento es una fuerza terrible.

—¿Y no es necesario, acaso, que esa fuerza la libere alguien?

—Bueno, el bajito —dijo Hook, que había estado esperando el momento de dar esa explicación— ha bebido un poco, y le ha sublevado que eliminaran al gato.

Porque, desaparecidos los demás, Hook había imaginado que quedándose allí, como testigo inocente, podría aplacar la ira que sin duda sentiría Conner contra Gregg. Hook se veía a sí mismo como un político y un árbitro.

Conner no sabía quién era el «bajito». No sospechaba en absoluto que Gregg hubiera sido el instigador, y cada vez le parecía más claro que Hook lo había planeado todo.

—¿Qué les llevó a hacerlo? —preguntó.

—Sí, ¿qué fue? El ocio. La ociosidad es la madre de todos los males —dijo Hook, que de repente se sintió fatigado y perdió todo interés por la cuestión.

La tarde había sido tan extraña, que tenía una sensación de cansancio. Ahora solo deseaba dar un paseo a solas al otro lado del muro.

—¿Acaso no se dan cuenta de lo que este hombre ha hecho con ellos? —preguntó Buddy, incapaz de callar por más tiempo e intranquilo de nuevo por la circunspección de Conner.

—Repito —dijo Hook— que le sublevó lo del gato, y que cuando lo vio no estaba del todo sobrio.

—Mi paciencia —dijo Conner— tiene sus límites. Si se repite un desafío colectivo como el de hoy, se tomarán medidas necesarias. Lo prometo. Entretanto, le sugiero, señor Hook, que empiece usted por dejar de poner en peligro tanto su propia salud tomo la seguridad de los edificios de madera con los cigarros y las cerillas. Más que sugerirlo, lo ordeno.

Sin acabar de comprenderlo, Hook declaró:

—Un hombre que ha pasado de los noventa apenas corre ningún peligro. Los pobres no temen a los ladrones.

—Le ha dicho que está prohibido —gritó Buddy, al tiempo que de un tirón arrancaba de la mano de Hook el cigarro, que tiró al suelo y pisoteó vengativamente, aunque en el fondo de la alta y húmeda hierba la ceniza no dejó de humear.

La expresión del rostro de Hook apenas cambió, y a Conner le pareció ver, al levantar la mirada hacia los oscuros labios femeninos de aquella boca censuradora, una mueca de dolor como la que él hizo cuando, a causa de alguna aventura sin importancia, le plantó cara a su propio padre hacía ya una generación.

Pero ahora ya nada podía remediar lo que ya estaba hecho.

Y que tanto a los viejos como a los pequeños les estaban vedadas las últimas horas del día, ellos fueron los primeros en llegar a la feria: los viejos, para charlar, y los pequeños, por las golosinas. Fred Kegerise, que en tiempos había sido concejal de Andrews, fue a la feria con el pequeño de su hija, un chiquillo de ocho años. La frescura del rostro del chico despertó la ansiedad en el corazón de su abuelo, que notaba cómo la cálida y flexible mano se iba haciendo más resbaladiza y, a medida que avanzaban en su paseo, trataba, en forma cada vez más ostensible, de soltarse de la suya. El temor a la decepción que iba a sentir su hija si algo, aunque solo fuera un arañazo en la rodilla, le ocurría al muchacho, le hizo apretar su mano.

Habían partido, de la casa que compartían en Andrews, tan pronto dejó de llover. Era un viejo caserón, la mansión que Fred edificó y el lugar donde había criado a su hija. Cuando ella ansiaba casarse con un joven de Chicago —la universidad le había obligado a mezclarse con todo tipo de gente— Fred, que disfrutaba entonces la última fase de su poderío, explotó la timidez de su hija y la de su mujer, entonces todavía viva, y, por medio de amenazas y patéticos halagos a ambas mujeres, logró que el asunto no siguiera adelante. Más tarde, Annabelle se casó con un joven de la ciudad, que tampoco era el que él le hubiera elegido, aunque, sintiéndose culpable por lo ocurrido con el anterior, no hizo nada por impedir este compromiso. Su yerno, que era dentista, fue a vivir a la gran mansión. Fred se había mostrado de acuerdo en eso, pero no en la idea de convertir la que había sido la habitación más soleada en sala de espera para las visitas, ni en la de partir el salón en dos para poner en cada mitad, separada de la otra por un tabique, un sillón de dentista. Pero cuando se dio ese paso su autoridad ya había entrado en completa decadencia. El yerno se dedicó a quejarse a escondidas de tener que mantener al viejo y su enorme caserón, y, aunque no dejaba pasar una sola factura de gas o electricidad sin lamentarse, nunca fue lo bastante hombre como para decir abiertamente lo que pensaba: que aquellos que habían construido para sí mismos viviendas tan descomunales debían de estar locos de orgullo. Fred, sin embargo, había hecho construir la casa solamente para que las dos mujeres de la familia pudieran llevar la cabeza tan alta como las demás. Esther necesitaba dignidad. La timidez de ambas mujeres, aunque no concordara con la casa, no había sido favorable para sus pretensiones en la ciudad. Ahora Annabelle, desaparecida su madre, estaba de parte de su marido y en contra de su padre. Y pese a esto, ni ella ni el dentista convertían en un secreto su orgullo por el parecido que había entre nieto y abuelo. Para vergüenza del joven matrimonio, no permitieron que el niño recibiera ningún tipo de enseñanza religiosa. Su yerno había tenido el atrevimiento de afirmar que, en análisis último, la educación religiosa perjudicaba más que beneficiaba.

Después del brusco apretón que su abuelo le había dado en el brazo, Mark siguió por la avenida Wilson, pasó junto al lugar donde unos hombres cavaban para coger hojas de trébol, dejó atrás la casa de las mujeres que le hicieron bromas y bordeó aquel muro, al que los niños malos se atrevían a subir a riesgo de desnucarse si se caían desde lo alto. El muro del asilo era más alto que Mark: una cosa alta y parda destinada a que los internos no salieran del asilo, aunque, de tanto en tanto, algunos se escapaban y erraban por la ciudad, donde fingían atacar con sus garras a los niños que volvían a clase después del almuerzo. Mark también sabía, porque se lo habían contado unos niños mayores, que los chicos del instituto iban por allí con las chicas y, más lejos, se quitaban la ropa y caminaban a la luz de los faros de sus coches. Mark se encontraba en pleno proceso de abarcar la ciudad con sus recuerdos. Pronto no iba a quedar ni un solo cruce o solar donde no le hubiera ocurrido algo, y cada grieta del pavimento habría de soportar el peso de su pie en alguna estación del año. Ya había estado en la feria otras dos veces y recordaba las golosinas.

Pedazos de coco, huevos de mantequilla de cacahuete, cuadraditos de vainilla azucarada, jarritas de cera con un jarabe verde dentro que, una vez vacías, se comían masticándolas poco a poco; bastoncitos de jengibre; pedazos de dulce de nuez; gruesas monedas de menta blanca y rosa; tiras de regaliz de las que, apretando con algo afilado, salían siluetas de animales y pájaros; frutas en confitura; pastillas de goma en forma de marcas comerciales; pegajosas copas de ámbar; una regaliz que quemaba la garganta y daba mal aliento; gelatina de diversos sabores y colores, tan espolvoreada de azúcar, que era imposible tocarla sin derramar parte del polvillo blanco; pipas de regaliz con puntitos rojos, para que pareciese que el tabaco ardía dentro; y todo suelto y sin envolver, en generosa confusión, dispuesto en jarras y cajas de cartón.

La señora Johnson, la dama que cada año organizaba el amplio puesto de golosinas, se enorgullecía del aspecto anticuado y de la disposición de los productos que despachaba: como cuando se vendía a granel. Las pastillas de la tos que recibía metidas en cajas las esparcía en una bandeja y daba tres por un centavo sin obtener ningún beneficio. Sus pedidos de golosinas los pasaba casi por completo a una pequeña fábrica de Trenton dirigida por un hombre, también anciano, cuya muerte iba a suponer el fin de la empresa.

Vigilado por la mirada de su abuelo, Mark seleccionó con dificultad cinco clases de golosinas que recibió en sus manos cuando su guardián pagó una moneda de cinco centavos diciendo:

—Por esto, en la ciudad no te hubieran dado ni un puñadito de sal.

—Me extraña que con los precios de ahora la gente no se vuelva loca —dijo la señora Johnson—. Antes, las golosinas que vendía a centavo la pieza daban algún beneficio. Creo que ahora tienen pérdidas. Ya no me dejan que lleve yo misma las cuentas.

—¿No? Pero si usted lleva muchos años vendiendo golosinas…

—Sí, los tiempos han cambiado.

Mark comió la regaliz sin demasiadas ganas. Encontraba embarazoso contarse entre los primeros visitantes de la feria; su único temor era que no acudiese nadie más. Ir a lugares donde no hubiera mucha gente le resultaba más odioso que el contacto de una piel en la oscuridad. Vio a un chico del segundo curso de su escuela.

—La gente que gobierna este país actualmente —protestó Fred Kegerise— trata de hacer lo que solo a Dios le corresponde, en lugar de contentarse con hacer lo que les corresponde a ellos.

—Bueno, de una forma u otra, todos estamos en Sus manos —contestó, resignada, la señora Johnson.

Dios: para Mark esa palabra era como un enorme lugar vacío, pero personificada por una boca y unos grandes ojos que siempre le miraban fijamente, desde arriba, sobre el tejado de una casa.

—Allí tienen batidos —exclamó.

—¿Cómo, hijo?

Su abuelo se inclinó. La enorme cara decrépita, con una capa parda sobre los labios, le asustaba.

—He visto a un chico que conozco —murmuró, señalando torpemente con la mano libre.

—Batidos, ¿eh?

Su abuelo guiñó un ojo a la anciana y, conforme se metía la mano en el bolsillo, dejó caer libremente la de Mark; al evaporarse la humedad en el aire, sintió fría la mano.

—Tus papás me dieron esto para que lo gastara contigo —dijo, según le entregaba una moneda vieja, de veinticinco centavos—. Y estos, de parte del padre de tu madre.

Le ofreció, cogida delicadamente con dos dedos, para que pudiera ver claramente el destello circular, una moneda de medio dólar, de las nuevas, con la cara del presidente Lowenstein acuñada en su superficie.

Mark, que no era ajeno al odio reinante en su casa, donde sus padres, por las noches en la cama, murmuraban contra la importancia que se daba a sí mismo el abuelo, y orgullosamente consciente, también, de que la posición ocupada por el anciano era inferior a la suya, aceptó con tristeza la moneda, temeroso de encontrar su mirada, no fuese que el viejo pudiera atravesar la transparente sustancia que formaba sus ojos y penetrase en un pozo de compasión. Luego salió trotando bruscamente, para exhibir con ostentación su dinero ante el conocido que había visto.

Herido por la negativa del muchacho a dar señal alguna de gratitud, Fred le dijo en voz que pudiera oírle:

—Cuidado, no salgas del recinto.

Después se volvió hacia la señora Johnson que ya estaba ocupada con otros clientes.

—Quieren que estemos en casa a las seis, y, como no estemos, no me extrañaría que llamasen a los bomberos —dijo despreocupado.

Las personas —alrededor de una docena— que habían apedreado a Conner se dispersaron rápidamente, cada cual buscando refugio en la compañía de los inocentes. Tommy Franklin y las mujeres tenían que ir a atender sus puestos. Lucas salió al encuentro de su mujer. Los tres hombres que había llevado Gregg al porche para compartir el whisky de Lucas siguieron juntos durante algunos minutos, dedicados a reír sus propias imitaciones de las posturas y gestos adoptados por Conner en diversos momentos del incidente: cuando la segunda pedrada le dio en la espalda; cuando, asombrado, decidió dar media vuelta y correr; cuando, después de que una piedra —que tanto August Hay como otro pretendían haber arrojado— le acertara en la cabeza, aleteó como un pájaro con un pie cogido en una trampa, abriendo sus brazos como si fueran alas y abriendo la boca como si esperase que alguien le metiera un gusano en ella. Hay, con los brazos cruzados y el trasero salido, imitó la digna actitud que Conner asumió al cesar la lluvia de piedras.

—Les conozco a todos —gritó otro en tono agudo.

Atraído por la reunión, Fuller se acercó y unióse a sus risas buscando, también él, protección. Para su sorpresa, sin embargo, el grupo se disolvió en el mismo instante en que llegó a la casa. En el vestíbulo se separaron todos para seguir cada uno por un pasillo diferente.

Ignoraban que habían sido perdonados. Y, de haberlo sabido, hubieran comprendido tan poco o menos aún que Buddy qué quería decir Conner con eso de «perdonarles». Sin embargo, aparte de los tres que tenían conciencia criminal, acostumbrados desde chiquillos a despreciar y temer a la policía, los culpables estaban dispuestos a olvidar. Lucas expuso la situación claramente a su esposa:

—¿Qué puede hacernos? No estamos en una cárcel ni en una escuela. No tenemos nada que nos pueda quitar. Ni puede venir a darnos de palos.

El ejercicio de lanzar piedras le había agotado tanto, que se encontraba sobrio de nuevo y su oído había vuelto a su estado normal: una molestia suave y casi juguetona que no llegaba a ser dolor. La señora Mortis pensaba: su vida había sido corriente, no peor que otras muchas. Conner había aparecido en el asilo dando zancadas tras las huellas del funeral de Mendelssohn, introduciendo muchas reformas innecesarias. Luego se lanzó contra Hook con todas sus fuerzas, pese a que el viejo estaba acostumbrado a que todo el mundo le escuchara. Y tenía derecho a seguir pronunciando sus discursos, ahora que estaba ya con un pie en la tumba. En cuanto a ella misma, cualquier cosa que Conner decidiera hacer sería mejor que la rutina de todos los días; para ella sería una bendición que la matase al día siguiente.

Tal como tenía intención de hacer, Hook dio una vuelta por el lado exterior del muro. La acción decidida de Buddy le había hecho pensar en los alumnos inquietos, ansiosos de rivalizar, que había tenido en sus años de maestro. A Conner se le podía reconocer fácilmente como uno de esos buenos chicos trabajadores que frente al castigo no tenían más defensa que su dominio de sí mismos, su convicción de que al final triunfarían. Al paso que Hook avanzaba cautelosamente por el terreno desigual que había fuera del recinto, tanteando de vez en cuando, para tocar las húmedas piedras del muro, su ángel se puso a luchar con el pesimismo que solía invadirle a media tarde, cuando los rayos del sol, cada vez más oblicuos, empezaban a volverse dorados. Los terrenos estaban bañados por un fuerte sol de gran intensidad, un único rayo gigantesco a través del cual el cielo, como un portero negligente, trataba ahora de bombear en el poco tiempo que quedaba de día calor suficiente para que durase toda la noche. De los extremos de dos tablones apoyados en el muro subía, retorciéndose, un vapor, como si ocultos bajo la madera hubiera varios pitillos encendidos. Los árboles, desmelenados por la tormenta, mostraban el envés de alguna de sus hojas. Una avecilla gritó ki-yiu, yik yik. Los cantos de los pájaros audibles por doquier parecían una rápida condensación en la materia, poco menos densa, del aire satisfecho. La respiración de Hook subía y bajaba por conductos vacíos; el trabajo de su corazón, siervo fiel tan viejo como él mismo, se hizo notar perfectamente. Y Hook lo valoró de manera consciente. El camino de su vida —que había cruzado prados firmes y suaves hasta pasar al terreno dudoso de aquellas pedregosas estribaciones, o, enfocado desde otro punto de vista, que había corrido a lo largo de una tranquila galería en la que colgaban retratos de los presidentes de los Estados Unidos— se acercaba a su final. Sentía a la muerte —a la que anteriormente, aquel mismo día, había llamado el Señor— esperándole, una mujer al final de un sendero; y, parpadeando al notar lo cercano de su presencia, se preguntó qué tarea estaba preparándole en su casa. La jornada le había agotado y solo tenía ganas de descansar. Incluso tener que oír su voz iba a resultar un trabajo para él. Las tareas que ella quisiera imponerle tendrían que esperar a que se sentara en una silla, y lo cierto es que ni descansar eternamente le parecía suficiente para recobrar el aliento. No podía imaginar ningún tipo de trabajo que se sintiese capaz de emprender. Sus labios se arrugaron como si hubiera subido a su paladar un sabor desagradable. Caminar le resultaba pesado. El profundo paisaje que se abría a su derecha reclamaba un apetito que ya no tenía. El tacto de las piedras formuló una protesta, pero su espíritu era incapaz de responder en aquel momento. Sus piernas daban la sensación de estar hechas de un material tan insubstancial como el de la luna que, adelantándose a su turno, había asomado por el cielo del norte, atravesada de azules. Los ojos de Hook, útiles aún para ver de lejos, captaron el perfil dentado y cerdoso de las casas de Andrews, visibles desde la esquina en la que se detuvo a reposar. A lo largo de la parte del muro que daba a la ciudad, envolturas de golosinas diversas y de cigarrillos ensuciaban la pisoteada hierba. El propio Andrews había plantado junto al muro, por la parte de fuera, una hilera de castaños de indias. Lentamente Hook avanzó a lo largo de la nave catedralicia que había resultado. Su alto techo dejaba caer gruesas gotas de agua, coaguladas como cera, y permitía el paso de fragmentos de luz por los huecos que se formaban entre las hojas al moverse estas, una luz fría, pero inquieta, como las llamas que produce un grupo de velas colocadas muy juntas. Entre los troncos asomaban las casas pintadas de la ciudad, que en algunos puntos se acercaba mucho al asilo. Un sonido de voces hizo que Hook volviera la mirada al frente; al otro extremo del pasadizo, unificados por la luz solar, discurrían numerosos ciudadanos, algunos camino del asilo por su puerta del sudoeste y, otros, para seguir adelante y entrar dando un rodeo. Su pesimismo se desvaneció a la vista de aquella ropa de colores alegres, los redondos miembros de los niños, las mujeres jóvenes, que caminaban muy erguidos. Parecía una resurrección de sus alumnos, y Hook comprendió que nunca les abandonaría, que nunca sería abandonado por aquel desfile.

Gregg se había ido, como un animal con la presa que acababa de atrapar, hacia el más secreto de los lugares que podía alcanzar rápidamente; la zona abierta de la parte trasera, junto al ala oeste, cercada por una serie de cobertizos dispuestos irregularmente. Buddy se había llevado el cadáver del gato y lo había enterrado. Gregg estaba alocadamente orgulloso y contento. Nunca, en todos los años de su vida, se había atrevido a lanzar piedras a la cabeza de otro hombre. Su salvajismo se había limitado a la palabra: saliva rabiosa. Toda su vida, toda la enorme masa negra de la ciudad de Newark, había quedado reducida a aquella única hazaña. Le había dado una lección al paliducho de Conner; le había dado una lección a Hay, que era el que llevaba la voz cantante cuando se reían de él; les había dado una lección a las mujeres, con quienes nunca osaba hablar, pero que le habían secundado cuando se puso a tirar piedras, sumando las suyas al montón que aplastó al culogordo, al mariposo de Conner. Les había enseñado que existen unos derechos. Incapaz de mantener quietos sus pies se puso a bailar en aquella plaza de inmundicias, soltando puntapiés contra los pedacitos de madera que salpicaban el suelo y descargando sus puños sobre las tablas medio podridas de los cobertizos. Hijos de jodidas prostitutas de jodidas jetas empolvadas. Gregg estaba contento, orgulloso, contento; en su vida había soñado que fuera posible un placer tan intenso e inocente en la vejez. Y gritó, tan alto que algunos de los pacientes del ala oeste quedaron asombrados al oírle, gritó:

—¡Culo de burro!

El «listo» de que había hablado Hook, llegado de Trenton con intención de comprarle a la señora Mortis sus anticuadas y bellísimas colchas, quería comprarlas todas este año, porque el anterior había tenido un éxito enorme con las cuatro que consiguió. Era un tipo delgado, de orejas grandes y mentón rojo y partido que parecía quemado. Había descubierto que en la época en que vivía existía un mercado hambriento dispuesto a comprar cualquier cosa —trébedes, bordados, devanaderas de ballena, botonaduras, cacharros de cocina antiguos, gallinas de cerámica de Staffordshire, cuchillos viejos, mondamanzanas mecánicos, daguerrotipos, veletas— que conservara el sabor de una América más antigua. Había una viva necesidad, al menos en las ciudades, de cambiar, de conseguir objetos en los que se vieran las huellas de una mano, tanto si se trataba de una costura irregular, como de las muescas curvadas de un cincel, o de las indentaduras del martillo de un herrero.

—No —dijo la señora Mortis—. El año pasado me compró usted todas las existencias y no me quedó más remedio que irme a la cama.

—Señora, no le pido que se vaya usted a la cama, solo que me deje comprar lo que tiene expuesto aquí para la venta. ¿Qué le parece si le pago una mitad más de lo que usted pide?

—¿Y qué haría usted con todas ellas?

—¿Que qué haría yo, señora? Contemplarlas. Esta, por ejemplo, mire, ¡qué encantador, este pequeño templo de estilo Palladio! ¿De dónde saca usted la tela?

—No es fácil —dijo ella—. Quizás el año que viene ya no encuentre ninguna así; pero, de todas maneras, para entonces ya habré muerto, con un poco de suerte.

—Le pago el doble de lo que pide —subió él—. Seis por veinte son ciento veinte dólares.

—¿Y qué significa para mí el dinero? ¿Puede darme lo suficiente para poder abandonar el asilo?

Ella inclinó un poco su gorro (que ya de por sí era, con toda seguridad, un tesoro) y el comprador comprendió que se lo estaban preguntando en serio.

—No…, no. Supongo que no. Pero, dígame, señora, ¿utiliza usted para trabajar eso que llaman «pájaro costurero», una pinza, generalmente en forma de pájaro, que sostiene la tela con su pico? ¿Tiene usted costurero de mimbre? ¿O una de las Singer antiguas, de esas que tienen en el pedal un precioso relieve de hojas? ¿Y acericos? Almohadillas con frases de propaganda política, o con retratos de presidentes hechos con hilos de colores, o con flores silvestres.

—No sé, quizá —dijo la señora Mortis, a quien le encantaba que los hombres conversaran con ella—. Hace muchos años que no registro el arcón de mi madre.

—¿Y mantequeras? —inquirió él rápidamente—. ¿Y hormas de zapato o sacabotas? Muy de vez en cuando, sabe usted, todavía se pueden encontrar sacabotas en forma de escarabajo, o de rana. ¿Está decorado el arcón? ¿Tiene unos pájaros que hunden el pico en su cuello? Ese es un motivo muy interesante. ¿Recuerda usted si su madre utilizaba candiles? ¿Cacharros de piedra, loza color crema? ¿Cacharros de peltre? En realidad, todo me interesa muchísimo, cualquier cosa.

—Bueno, quizá lo mire. Si quiere usted darme sus señas…

Le dio una tarjeta.

—Así que es cierto —dijo ella—, tiene usted una tienda y vende lo que yo hago para sacarse usted un beneficio.

—¿Beneficio? Muy poco. Sí, es una tienda, pero en cuanto a beneficios, usted sería quien los obtuviera. A la gente de ahora no le interesan las cosas viejas, todo lo quieren nuevo, sea lo que sea. Artilugios modernos, muebles de cristal. Mi tienda, para funcionar, necesita una parte de dinero y tres de amor.

—Supongo que así es, los jóvenes solo quieren cosas nuevas. Ya no hay el respeto de antes. De todas formas, ¿por qué tiene que haberlo? ¿Qué hacemos nosotros por ellos? Aquí estamos todos sentados, viviendo más de lo debido y gastando dinero de su bolsillo.

—Cien dólares, señora, le doy cien por todas. ¿Cuánto tiempo hace que no ha tenido usted cien dólares? Además, estas colchas irán a parar a las manos de alguien que sabrá apreciarlas. Esa tela de las rosas es maravillosa… Ahí debe haber al menos doce hilos de colores diferentes.

—Sí, bueno. Espérese usted un poquito y deje que me divierta; me he pasado todo el día colocando las colchas aquí. Vaya ahí abajo: hay un hombre que hace cestitas con huesos de melocotón.

La señora Mortis volvió un poco su cabeza, que quedó completamente escudada por el gorro.

El hombre le prometió, sincero:

—Volveré pronto. Me ha encantado hablar con usted, señora…

Aunque ella no contestó, se sintió muy satisfecho de la conversación. ¡Hablaba del arcón de su madre, y ella debía tener, por lo menos, ochenta años!

Elizabeth Heinemann estaba sentada junto a Tommy Franklin, que atendía su puesto, y ella le decía:

—… mucho más encantador de lo que me habían dicho. Para él era una situación nada ventajosa, siendo nuestro prefecto y, al mismo tiempo, mucho más joven; ¿verdad que su voz parecía de muchacho?

Tommy asintió con un gruñido. Nadie le había contado a ella lo del apedreo. Lo averiguaría a su debido tiempo. Los cestitos y animales en miniatura que hacía Tommy se vendían lentamente, a veinticinco centavos a los adultos, y a diez para los niños. Estos eran mejores compradores. Para los adultos, aquellos objetos tan pequeños, que desde lejos parecían guijarros y que, examinados de cerca, resultaban no ser ni juguetes ni pisapapeles ni adornos, apenas si podían distinguirse de los escuditos y banderitas que dan cuando se hace un donativo para una colecta pública. Como ya habían hecho el donativo en años anteriores, no deseaban hacerlo de nuevo una y otra vez. En cambio, los niños reconocían plenamente el significado de aquellos objetos, sabían que eran amuletos. Notaban en ellos la emoción infantil que Tommy Franklin había sentido cuando se dedicaba a su confección, a horas perdidas, casi siempre al atardecer, a lo largo de todos los días del año. Lo que más les gustaba era justamente eso, el agujero hecho con todo cuidado hasta conseguir una verdadera asa flotante en el espacio precisamente lo que mayor satisfacción había procurado a Franklin cuando los manufacturaba. Puestos en una caja o en una gaveta, aquellos artefactos exhalarían un perfume inocente, lo mismo que una pastilla de espliego cuyo aroma nunca se agota.

—¿Ha venido mucha gente? —preguntó Elizabeth, curiosa.

—Bastante. Pero vendrán muchos más después de cenar, porque ha estado lloviendo.

—Quizá tendría que irme a casa. ¿Le molesta que esté aquí?

—No, en absoluto —contestó él.

De hecho, las miradas curiosas de los que pasaban por delante fijándose primero en él y luego en Elizabeth, le afectaban la dicción, y se sentía incapaz de hablar con fluidez suficiente para entretener a su acompañante.

Los labios de ella temblaron como si se viera al borde del vacío que había entre aquel lugar y la seguridad de la casa, sin ninguna garantía de contar con unas manos suaves que la guiasen por entre la muchedumbre y las mesas. Su preocupación aumentó al sentir la necesidad de ir al lavabo. Porque lo que quería en el fondo era quedarse allí, al calor del sol, a la orilla de aquel bello lago de ruidos.

—¡Oh, la música! —exclamó cuando comenzó a tocar la banda—. Me quedaré —dijo con firmeza, como hubiera hecho una chica guapa que se siente satisfecha cada vez que toma una decisión, porque es algo que nace de ella misma.

El director de la banda había bajado hasta el muro para apartar su coche extranjero. Lo colocó entre los modelos con formas de buque, de fabricación norteamericana, estacionados diagonalmente sobre la descuidada franja de hierba que crecía a lo largo del muro por su parte exterior; los parachoques invadían parte de la carretera. Se producían deslumbrantes deformaciones del sol —rectangulares, parabólicas, lineales— dondequiera que la curvada plancha de las carrocerías marcaba determinado ángulo: una luz blanca ardía de esos puntos, fuese cual fuese el color de la pintura. Cuando salía el director de su coche llegaron juntos los dos coches que había estado esperando.

—Ahí está Jack; ¡Jack! —le gritaron los jóvenes.

Las ventanillas de sus coches emanaban humo de cigarrillos.

—¿Estabas preocupado, Jack?

—Qué diablos, a mí no me importa nada lo que os ocurra; como si os queréis meter en una zanja —replicó el viejo director.

Los chicos aullaron de risa en el interior de los coches, y hasta el propio Jack sonrió un poquito, porque la familiaridad con que le trataban los chicos era, hasta cierto punto, alentadora. Al mismo tiempo que salían los muchachos, lo hicieron algunos viejos, la diferencia de edad borrada por el uniforme. Todos ellos habían ido amontonados en los dos vehículos.

Algunos de los hombres del asilo habían arrastrado entretanto, desde el establo, un gran estrado de madera, una mesa para gigantes, y, después de deslizado boca abajo sobre la hierba, le habían dado la vuelta junto al porche, cuyo piso era de la misma altura. Las sillas de mimbre allí dispuestas fueron ordenadas por los componentes de la banda sobre aquella desvencijada plataforma cuyos grises tablones cedían bajo el peso de sus negros zapatos. Había diecinueve músicos y en la plataforma cupieron doce sillas; los otros siete, entre quienes figuraban los encargados del tambor grande, la tuba y los címbalos, se sentaron en un banco que les arrimaron al pretil del porche. Las sillas, con sus chapas de metal, quedaron revueltas para siempre. Incitados por su jefe, los músicos tomaron sus posiciones saltando sobre el pasamanos por turnos, mientras las mujeres iban clavando con tachuelas una bandera de barras y estrellas en las partes laterales y frontal de la plataforma. Antes de que cesara el ruido de los martillos los músicos abrieron pequeñas partituras, tan estropeadas y amarillentas como la bandera misma, y empezaron a tocar Marcha del Carillón, Op. 19, N.º 2 de Howard Hanson, y a continuación, con las caras inexpresivas mientras se concentraban para perfeccionar el tempo, la Artillería de Campo Norteamericana, de Sousa. Más que uno, entre muchos, de los elementos de la feria, la música era su atmósfera, un medio ponderable por el que se desplazaban los celebrantes.

Hook, que erraba por entre la muchedumbre con un aire presidencial y benevolente, la cabeza bien erguida y las aletas de la nariz ligeramente dilatadas, había localizado a Fred Kegerise, con quien había conversado antes en alguna ocasión. Como dos jefes que se encontraran en la sierra que divide a sus ejércitos, los dos hombres se pusieron a hablar cara a cara en el centro mismo del camino principal. La muchedumbre se deslizaba a su alrededor.

—Pero Cleveland tenía el temple —afirmó Hook, y repitiéndose acto seguido, para que el otro cuya voluntad de dominar el diálogo y cualquier situación se reflejaba en el brillo de su mentón, afeitado estupendamente teniendo en cuenta que su piel tenía ya las arrugas propias de la edad, y por el áspero corte de pelo, que le dejaba calvo, como un muchacho, en la parte superior de las orejas no aprovechara el espacio para interrumpirle—, Cleveland tenía el temple necesario. No era como Tilden, capaz de permitir que los aventureros de la política le quitaran el poder de las manos. Y no es que Tilden fuera cobarde y no presentara batalla: luchó por el bien del país, tal como él lo entendía, pues los republicanos querían otra guerra civil, porque los beneficios que habían sacado de la primera se les habían escurrido de los bolsillos pagando vinos europeos y mujeres caras, como la del viejo Comodoro. Pero, con todos mis respetos por la paciencia de Tilden, una guerra hubiera sido un mal menor comparada con lo que fue Hayes, manejado siempre por Vanderbilt, y luego la nulidad de Garfield y Arthur, el hombre de Conkling. ¿No es, por otro lado, significativo que los tres presidentes asesinados fueran, todos, republicanos?

Hook hizo una pausa, más para tomar aliento que para que le contestaran.

—La administración pública ha cambiado —dijo Fred Kegerise—. Todos esos exámenes y grupos de catedráticos y ciudades regentadas por universitarios de quienes nadie ha oído hablar en la vida, y a quienes nadie les ha pedido que lo hagan…, no queda ya un solo cargo al que se llegue por medio de unas elecciones, y ya no queda más que un único partido.

—La administración pública —citó Hook— es una responsabilidad pública. Cleveland tenía el temple necesario para echar a los que se dedican a rebuscar en el pasado de los demás, lo tuvo, al menos, durante un tiempo; pero luego vino McKinley, que hubo de hundir los barcos españoles, para impresionar. No sé si sabe usted que durante su segundo mandato (y en el que hubo en medio, cuando el viejo Harrison asumió el poder, Cleveland había ganado los votos, pero le apartaron haciendo juegos de manos con el electorado), durante su segundo mandato Cleveland tuvo un tumor en la garganta, y antes que armar un gran revuelo para ganarse la simpatía de la gente, como ese Eisenhower, que ganó gracias a su deficiencia cardíaca, Cleveland tomó un barco Hudson arriba, y, mientras estaba sentado en el puente disfrutando de un buen cigarro, hizo que un cirujano se lo extirpase, sin más anestesia que un sorbo de whisky, y volvió a sus obligaciones y no se supo nunca nada de todo eso hasta después de su muerte.

—Muy distinto a los chicos que ahora tienen el poder. Le juro que no sé a quién prefiero, si a ellos o a los rusos: poca diferencia hay. Cuando yo era todavía concejal, nos echaban encima, desde arriba, tantas directrices, o así las llaman, creo, y revisiones y encuestas, que, más que administrar una ciudad, parecía que estuvieras dirigiendo unos grandes almacenes. Y eso era hace diez años.

—Esta última década —afirmó Hook, sin saber bien lo que decía, pero ansioso de pronunciar aquella frase trascendental y redonda que pugnaba por salir a la luz— he visto el fin del mundo, aunque la gente está tan dormida, que no se ha dado cuenta de nada.

—Me vomitaban papeles encima —repitió orgulloso Kegerise reviviendo los días en que cada mañana iba a su despacho y era responsable de la seguridad y bienestar públicos, y se le permitía, cuando decidía inspeccionar las obras de las calles, subir a la apisonadora—. Al final les dije a los otros concejales, esto no es una ciudad, esto es una papelera. Volvamos a casa y a nuestras esposas y que el estado la administre, ya que tantas ganas tiene.

—Me pregunto si el rayo que, según San Mateo, cruzará el cielo de este a oeste se refiere a las bombas atómicas.

—Una diarrea de papel —insistió Kegerise, mirando a su alrededor según hacía por discernir entre la muchedumbre la imagen de su nieto.

Se aproximaba el momento, al acercarse la sombra del alto edificio al muro este, resplandeciente a la luz del último sol como el borde de una tarta helada de color rosa, de su promesa de volver a casa con el niño. No había permanecido sordo a la última frase de Hook. Pero una regla de reciente adopción en su vida le obligaba a prescindir de toda discusión en materia religiosa. Aunque era cristiano, los pocos asaltos lanzados por su yerno le habían hecho sentir cierto temor por la cuestión, cualquiera que fuese la forma en que se la abordase, de la misma manera que un perro disciplinado bajo las orejas en cuanto ve un periódico doblado.

Mark, el chico, experimentaba un éxtasis de suavidad. Dos años atrás, cuando tenía seis, se había hecho muy popular en el barrio al confiar a la joven madre de su profesor de piano, que estaba en aquel momento columpiándose en el porche de su casa, que a él le gustaba estar «donde haya té». El comienzo de la noche, los brillantes pantalones y luminosas faldas que le cepillaban al pasar a su lado, el peso del dinero en el bolsillo, el olor a hierba aplastada que subía del suelo, y la red de conversaciones que se tejía sobre su cabeza parecían una demostración de la fantástica promesa según la cual él mismo pasaría un día a heredar los encantos del hombre adulto. Se había comprado una cajita de cartulina que contenía cigarrillos hechos de regaliz hueca. Sacando de un golpecito un par, tal como había visto hacer en los anuncios, ofreció el paquete a su amigo que tomó dos y los devoró rápidamente, como si hubieran sido una golosina cualquiera. En cambio, Mark se fumó el suyo colocándolo delicadamente entre los labios, una pizca ladeado, y, sin usar las manos, mordiendo pedacitos muy pequeños, con la habilidad de un conejo, hasta convertir el cigarrillo en una colilla; la tiró, sacrificando un pedazo de regaliz, tan bueno como el resto, al mundo de la gente mayor, que ya se sentía capaz de alcanzar y tocar alargando el brazo por el duro período de tiempo futuro que aún habría de esperar. Cada nuevo cigarrillo lo comenzaba golpeándolo por uno de sus extremos, en una imitación bastante mala de una de las costumbres de su padre, sobre el espacio plano situado sobre su barriga; el pecho de la camiseta blanca que llevaba iba siendo salpicado de huellas de color gris. Pero las manchas no llegaron a preocuparle lo suficiente como para abandonar su rito. El hermano mayor de su amigo llegó a recogerle. Iba cuatro cursos más adelantado, había crecido mucho y su piel tenía un aspecto malsano. Viendo a Mark hacer su número, se rio y le dijo:

—No se hace en el estómago, Dios santo. Se hace en la uña del pulgar.

A partir de aquel instante Mark odió al chico mayor, pero empezó a golpearlos correctamente. Era una estupidez, porque la uña de su pulgar era más pequeña que el diámetro del cigarrillo. ¿Cómo debía hacerse? La cara moteada de granos del chico mayor quedó colgando ante él como una luna cuando hacía ya un rato de su marcha.

Día sí, día no, su jornada laboral terminaba a las cinco y media, y, por ello, Grace, la enfermera, pudo encontrarse a las seis en el prado con Joe y otra pareja. Tenían intención de irse pronto de allí, primero a cenar, y después a pasar la noche en algún sitio. Grace llevaba una falda de tela con estampado de flores, en tonos rojo y castaño, y una chaquetita blanca, de inspiración española, hecha de encaje, que parecía como si se la hubiera puesto del revés: una serie de botones muy seguidos bajaban por la espalda y, por delante, la tela caía recta y tiesa desde los pechos. Joe andaba un poco retrasado, solo un paso, porque la tela floreada se le apretaba a Grace en las nalgas, creando un plano inclinado que ascendía hasta la estrecha y suave cintura. Aquella tira de tela, firme y lisa que contrastaba con las vibrantes arrugas formadas debajo por el movimiento de sus pasos, le turbaba de deseo. Imaginaba, bajo la tela, la placa triangular, una zona dura entre almohadillas de grasa, donde, si ella hubiera sido un animal, habría estado el rabo. La tensión de la tela sobre los bultos —las líneas rectas de su bolero, que le enmarcaban el pecho— hacían que la cueva de la boca de Joe quedase algo seca: Grace estaba allí dentro.

La banda tocó con el ímpetu militar de unos valientes que se niegan a romper la formación a pesar de las brechas que constantemente va abriendo el fuego enemigo. En el lugar asignado años atrás a las trompetas del acompañamiento sonaba solitario el instrumento del hombre de la mandíbula protuberante, plantado en la inestable plataforma adornada con vieja lanilla. Antaño, cuando el carillón intervenía en solitario durante un compás, los músicos se quitaban los instrumentos de los labios mientras sonaban esas notas y dejaban que los tambores de la imaginación aportaran el Ram plam. Ram plam. Ram plam pataplán ram plam. Ram plam. Ram plam.

El eco de la música llegaba débilmente a la cúpula. Mientras en su esquina Buddy mecanografiaba por tercera vez un informe presupuestario de gran complejidad, Conner contemplaba la escena. El recinto iba llenándose. Desde aquella altura, las personas que integraban la muchedumbre parecían moverse como insectos sin cerebro, chocando unos contra otros, siguiendo caminos, al azar, por la hierba. La feria había sido un éxito, como en años anteriores. El azul de la parte oriental del cielo, cada vez más profundo, solo mostraba unos pocos cirros y la cara pálida y ganchuda de la luna, aparecida prematuramente. Se congratulaba de que los viejos no se vieran privados de su diversión. La ansiedad que había sentido al respecto carecía ya de fundamento.

Mientras miraba, se encendieron las largas hileras de luces de colores. No estaba aún lo suficientemente oscuro para que su efecto fuera brillante.

La conmoción originada por el incidente ocurrido a primeras horas de la tarde había disminuido lo bastante para que Conner se atreviese a abrir la puerta cerrada de golpe sobre su recuerdo. De allí dentro salió un monstruo de vergüenza, todo membranas, que le abrazó. La emoción se adhería a él en repulsivas redes glutinosas, como si le estuvieran pariendo en aquel momento y él fuera consciente de todo. En vano trató de cerrar de nuevo la puerta de sus recuerdos: las piedrecillas lanzadas al aire, los chillidos animales de los viejos, su propio aspecto, forzosamente absurdo.

Sin duda aquel mundo confuso, cuyos elementos entrechocaban en el prado, acabaría por enterarse. La gente de la ciudad le consideraría necio.

La opinión de los internos sería menos apasionada. La misma falta de carácter de aquellos ancianos le hacía sentirse seguro; tenían una frágil memoria, siempre apegada a las cosas del pasado. Para ellos, el presente era como el delgado borde ingrávido de una hoja de papel. Pensó, además, que los viejos le juzgarían con clemencia; los años que llevaba con ellos tenían que haberles dejado, por fuerza, cierta voluntad de afecto y tolerancia. Estas ideas le hicieron olvidar momentáneamente quiénes eran los que le habían apedreado. Repentina y claramente comprendió que la docena de culpables había obrado en representación de todos; cualquier interno hubiera ido a buscar piedras, para lanzarlas, a una seña de Hook (señal que él no había visto). ¿Por qué? Porque, supuso Conner, él era mejor que ellos.

En cualquier caso, no podía hacer otra cosa que perseverar en su trabajo. A diferencia de Mendelssohn, él no tenía asilo. Conner suponía que en uno o dos años, si sus progresos seguían pareciendo impresionantes sobre él papel —las dos estadísticas más importantes concernían a la producción de la granja y a la longevidad de los internos— le ascenderían, quizás al Servicio Estatal de Sanidad. Tenía esperanzas de que las relaciones con los científicos resultaran más agradables, y también más afines a su talento y a la grandeza de su entrega. De todas formas, una vida útil le parecía mejor que una vida agradable. Iré adondequiera que pueda servir, dijo para sí. Al mismo tiempo, su mente proyectó una película. Estaba sentado en una mesa de dignatarios, no en el centro, sino, como exigía la modestia, a uno de los extremos. Se levantaba con unos papeles en la mano: «Mi departamento se complace en informar que se encuentra en posesión de pruebas de que —dijo, e hizo una pausa— ha sido hallada una cura para el cáncer». La incursión en el campo de la medicina le recordó, lacerante, la herida que tenía en la cabeza, y, una vez más, la vergüenza le invadió con un murmullo como de concha marina. Entonces dijo en voz alta, para acallar el ruido:

—Hay mucha gente. Es gracioso que la ciudad se vuelque siempre en algo tan soso como la feria.

—Los ancianos les recuerdan exhibiciones de monstruos —replicó Buddy permitiéndose hacer frases ahora que Conner se encontraba seguro y a solas con él—. Vean a la mujer gorda, pobre víctima del hipertiroidismo; vean al hombre-caimán, producto de la psoriasis. Vean al hermafrodita, venerado en la antigua Grecia.

—¿Todavía se dan esas exhibiciones de monstruos? ¡Dios santo, el miedo que daban de niño!

—He de confesarle que no he visto ninguna. Acompañaban a los circos, ¿no es cierto?

—Eres demasiado joven —dijo Conner—. No te perdiste nada.

Tanta era su necesidad de consuelo, que sintió la tentación de sincerarse con el muchacho; pero comprendió que lo adecuado, en aquel momento, era el silencio. Corría el peligro de despertar demasiado afecto. Entre los objetivos de Conner no se contaba el amor de Buddy, como tampoco el de persona alguna.

Había coches estacionados a lo largo de todo el muro, otros se acercaban lentamente por la carretera. Las blancas manos de Buddy volvieron a mecanografiar rápidamente. En el espacio visible desde la ventana, la amplia sombra de la casa borraba las diferencias; mesas, cabezas, cajas de cartón, brazos blancos, destellos de ropa y fragmentos de hierba parecían células de un único conglomerado vivo por cuyas desparramadas venas circulaba con esfuerzo un gran tráfico: una bestia más monstruosa que todas las que había mencionado a Hook. Por tercera vez se sintió arrollado por una ola de vergüenza —se habían burlado de él—, pero en su interior conservaba, tenaz, como aquella última chispa de vida del gato atropellado, el convencimiento de que él era la esperanza del mundo.

Aquella gente ya no tenía corazón; lo que más destacaba en las caras de los norteamericanos que entraban, a través del muro roto, en el recinto de la feria, era la salud. No eran más que gente, miembros de la raza de los animales blancos que había establecido sus rebaños por la tierra de seis continentes. Con un sistema nervioso muy desarrollado, braquicéfalos, con la capacidad exclusiva de oponer el pulgar a los otros cuatro dedos, se reproducían en elegantes habitáculos y quemaban o enterraban a sus muertos. La historia había quedado atrás. Recordaban los tiempos de esa historia e iban a la feria para refrescar sus recuerdos de una América más antigua, la América de Dan Patch y del senador Beveridge, que exhortaba a los anglosajones a internarse en el Pacífico y salvar las bellas islas esparcidas por él y pobladas por gentes sin voluntad; una América de pantallas de cristal coloreado, de evangelizadores intransigentes, de Días de la Bandera, de vendedores de hielo, de tabaco de mascar, de comercio con China, de ventanas ovaladas que permitían adivinar desde el exterior de una casa el lugar donde estaban los rellanos de las escaleras interiores, de picantes panaceas para los catarros, de oportunismo; una América en la que la gente todavía iba a las iglesias y en la que, en el fulgor de los días de verano, se pronunciaban elocuentes oraciones fúnebres en los cementerios. Los Pactos de Londres con el Soviet eurasiático habían sido una nueva experiencia para los Estados Unidos, un país que ni nunca había hecho una guerra que no fuera una guerra santa, ni había perdido ninguna, una vez empezada. Ahora ya no habría guerra; dejarían que nos desmoronásemos por nuestra cuenta. Y la población estaba creciendo al desbordado ritmo de un pueblo tan falto de confianza en sí mismo como la India; y la economía iba hinchándose; y el acero era cada vez más adulterado; y las casas se construían con creciente tacañería; y en todas partes había mucha tolerancia, sentido común, riqueza, irreligiosidad y paz. Los Estados Unidos se habían convertido en una nación de gente ansiosa de placer; la gente seguía viviendo como viven las células de un cadáver en el ataúd, porque la idea de «América» había muerto en sus cerebros.

—Pues, en tiempos de Nerón —dijo Hook en mitad de toda aquella gente—, tuvieron toda la paz que quisieron. Y él se hizo tan famoso, que su nombre se recuerda tan fácilmente como el de Lincoln. Hoy día sorprende a las autoridades que sea tan grande el número de estudiantes universitarios homosexuales. Pero la perversión, no se dan cuenta, es lo más natural en un mundo donde el placer es concebido como algo que trasciende las solas horas de la noche.

El hombre al que hablaba, maduro y tostado por el sol, asentía con la cabeza, en señal de comprender aquellas ideas; había ido a la feria para oír hablar de esa forma. Cada uno de los sentimientos de Hook eran tan preciosos para él como para el anticuario de Trenton los pájaros-costurero o las piezas de cerámica antigua.

—No irá usted a decir —protestó el hombre— que su Dios se opone a que pasemos unos minutos felices…

—Ah, eso sí —dijo Hook llevándose el tostado índice a menos de un centímetro del recortado bigote—, pero esos minutos nos son dados como un regalo, mientras las manos se ocupan en asuntos serios.

—No pretenderá usted que estemos permanentemente en guerra. Yo ya hice una guerra, ¿sabe?

—Hay una guerra que podemos librar sin derramar sangre. Nerón asesinó a su madre, y ese fue el resultado lógico de su propia filosofía. Lo que a mí me sorprende es que en la época en que vivimos no hagan todos exactamente lo mismo. No nos engañemos: queda ya muy poquita virtud.

Cuando se pronunciaba de esta manera, Hook tenía una idea muy clara de qué era la virtud: la austeridad del cazador, una virilidad de la que procede toda vida, de manera que puede escribirse que la mujer recibe del hombre su propia vida. De la misma manera que el indio servía en tiempos al ciervo que cazaba, los hombres sirvieron en tiempos a objetivos desconocidos, y en tal servicio y lucha se endurecieron y pudieron dar a su sociedad un temple imprescindible. Impotentes para dar ese carácter, esa sal, los hombres acabarían cayendo por debajo de las mujeres, y, de hecho, así había ocurrido: las mujeres son las heroínas de los países muertos.

En el peso de esa intuición veía Hook algo que le distinguía, aunque, si bien con menor intensidad, también se encontraba en muchos de los corazones que le rodeaban, Andrews era una pequeña ciudad, un núcleo atrasado: a la mayor parte de sus habitantes solamente unas pocas generaciones les separaban de los granjeros. Sus habitantes circulaban ahora entre las colchas hechas a mano, las velas, las pirámides de palomitas de maíz, las golosinas a granel y las sabias caras infelices de los internos del asilo de la misma manera que en ciertos procesos industriales, para purificarlo, se hace pasar un líquido borboteante entre un lecho de fragmentos minerales.

—Te he dicho que eso no.

—Bueno, no lo sabemos. Esperamos que sí, pero no estamos seguros.

—Así que se lo pregunté a él, porque me intrigaba, y no me lo quiso decir.

—Que no.

—Probablemente eres el único, en todo el barrio, que no lo sabe, así es que no veo por qué callarte algo que ya es del dominio público.

—Pobres enfermos —dijo Grace—. Tan solos, allá arriba.

—Llegó a casa, pálido como el papel, y subió a lavarse él mismo la cara, algo que no hace nunca, y después, al cabo de mucho rato, me habló de un hombre al que había conocido.

—Ya sabes que, cuando ella llega a casa de noche, suele cruzar el patio trasero de los Leonard para entrar en el suyo. Supongo que en ese estado no se atreve a dar todo el rodeo.

—¿Queréis, de verdad? A mí me gustaría, pero no veo por qué razón vosotros… ¿Joe? ¿De acuerdo?

—¿No me has oído? Te he dicho que no lo hagas.

—Sí, tienes que conservar la esperanza.

—Os quiero mucho a todos.

—El director dice saber quién era el hombre. Una persona respetable, más no quiere decir. Yo creo que tenemos derecho a saberlo, ¿no os parece?

—Y entonces Leonard se asoma a la ventana y se pone a gritar, tanto, que a seis casas de distancia se le oía perfectamente, Sal de mis flores, so… (supongo que, si lo dijo él, yo debo repetirlo) ¡so puta!

—¿Va a tener que darte papá una zurra?

Todos ellos pensaban que el asilo seguiría siempre allí, ajeno al paso del tiempo. Que unos residentes morían y llegaban otros nuevos, era algo que no se les ocurría; algunos creían que el prefecto seguía llamándose Mendelssohn. En cierto sentido el asilo duraría más que sus casas. Los viejos siguen estando pasados de moda, aunque su juventud haya sido moderna. Crecemos hacia atrás, y con el paso de los años volvemos a las opiniones de nuestros padres, e incluso a las de nuestros abuelos.

Mientras que en la parte delantera la celebración quedaba deslucida por la sombra, el ala oeste gozaba de los favores del sol poniente, que colgaba tras el cristal ahumado de la atmósfera más baja, anaranjado aplastado, distendido. Color más que luz, su visión era soportable. Ojos cuyas pupilas se habían dilatado al aumentar la oscuridad examinaban ahora sin pestañear aquel vacío medallón. Angelo se había ido ya a su casa. Aparte los ecos musicales de la banda, nada turbaba el silencio de la sala. La energía que solía disiparse en quejidos y conversaciones se concentraba ahora en la recepción, por parte de diminutos discos insertos en caras insertas a su vez en almohadas, de los rayos horizontales del anunciador del día. Franjas anaranjadas cruzaban la habitación en sentido paralelo a las camas; desde las cumbres de las sábanas, sobre cabezas y hombros, caían sombras de forma cónica, y hendían el lienzo, de un azul verdoso contrastante. En verano el crepúsculo quedaba enmarcado por dos castaños de Indias; en invierno lo oscurecía un árbol que ocultaba sus imprevisibles colores con un invariable entramado de ramas. Aquella noche había un estrato de color gris, como la pizarra limpia donde se ha pintado un sol de colegial, que, ascendente en el cielo, viraba hacia el púrpura y gradualmente se convertía en una suave tela ondulada, de pliegues regulares como los que aparecen en los tejidos expuestos en los escaparates. En el horizonte se veían los nubarrones de la tormenta que había pasado sobre el asilo. Disminuidos por la distancia y atravesados por la luz, parecían transparentes. Sus perfiles azules eran las únicas señales visibles en el cielo. A partir de la línea que los enmarcaba, se extendían dos grises, uno frío y otro, el interno, que tenía (realzado por la escala de luminosidad más elevada del cielo) el mismo lila sombrío que viera brillar Hook a través de las orejas del conejo que estaba comiendo hierba al otro lado del muro.

Grace y sus tres acompañantes entraron en la sala sin hacer ruido. Para todos ellos —incluso para Grace, que, conocedora de antemano de lo que iban a encontrar, sentía una compasión más profunda—, aquello tenía algo de travesura. Al subir las escaleras habían hablado entre susurros.

—¿Ha llegado ya la enfermera de noche, señora Dice?

—¿Cómo, Grace? —murmuró esta, que nunca podía descansar por culpa de sus riñones—, ¿no ha terminado su turno?

—Sí, querida. Mire qué vestido llevo.

Grace levantó sus redondos brazos y retrocedió unos pasos, para que, bajo el bolero blanco, pudiera verle el vestido, estampado de flores.

—¡Oh, qué bonito!

—Le presento a unos amigos. Hemos venido a ver qué tal les va a ustedes la feria.

La señora Dice volvió la cabeza hacia Joe y le dijo:

—Para nosotros es como un ángel. Sin ella, no resistiríamos.

Sus ojos se clavaron en las bolsas de papel que Joe llevaba en la mano.

—Hemos traído algunas cosas que venden abajo —explicó Grace—. ¿Qué prefiere usted, señora Dice, manzanas o golosinas?

—Oh, Grace, querida, no puedo rechazar unas golosinas.

La señora Dice cogió una galleta de chocolate y luego, como Joe no apartara inmediatamente la bolsa, una segunda.

—Solo a usted se le ocurriría acordarse de nosotros, Grace —dijo con una expresión de gratitud patéticamente infantil, como si fuera la hija de su enfermera, y tan complacida, que la expresión se prolongó hasta cobrar vida en su rostro.

Grace correspondió con una mueca demasiado efímera y vacilante que intentaba ser de serenidad maternal. Porque Grace, vestida para el amor en el lugar de trabajo, se sentía extraña, mientras que la señora Dice, tendida en una cama impregnada de su existencia e inseparable de ella, era más anfitriona que agasajada.

Conscientes, por las miradas que les dirigían los inmóviles pacientes, del esplendor de su propia salud, los jóvenes deambulaban taconeantes por la sala, donde los rayos de rojo sol trazaban múltiples listas paralelas, como si se tratara de una hoja de papel pautado. Grace no presentó a sus amigos a los enfermos. La idea de que seguramente estaba infringiendo el reglamento con su presencia hacía que se sintiera tímida, y comunicaba cautela al resto de la expedición. Para algunos ojos asombrados, los rayos del sol parecían penetrar los cuerpos de aquellos visitantes. A veces, una franja persistía a través de una cintura, otras, de unos hombros.

La chica que no era Grace tomó una manzana y le dio un buen mordisco; sus húmedos labios brillaron en torno a la media luna blanca que abrió en la piel de la fruta. Aunque al entrar en la sala se había sentido intimidada, como si le faltara aliento, pronto empezó a tranquilizarse y sentirse a sus anchas. Lo peor, al entrar, había sido no ver en el pabellón flores ni fruta. Luego, separada del grupo, visitó por su cuenta algunas camas. Preguntaba:

—¿Qué tal se encuentra? ¡Qué bonitas puestas de sol se ven desde aquí! ¿Quiere que le ahueque un poquito la almohada? A ver, déjeme.

A medida que los jóvenes iban de cama en cama y vaciaban sus bolsas de papel, la hilaridad cundía en la sala. Los viejos se inclinaban hacia sus vecinos y comparaban las golosinas recibidas. Por bromear, Grace dejó sobre el escritorio de Angelo una pipa de regaliz. El murmullo de la conversación, las secas risas de la sorpresa, las exclamaciones —«¡Qué caritativos son!». «Con lo buenos que deben estar, ¡y yo sin dientes!». «¡Quién lo hubiera dicho!». «Este es de manzana». «Cuando la chica me enderezó la almohada estuve a punto de gritar de dolor». «¡Qué blusa tan descocada!». «¿Se ha fijado? El amigo de Grace le miraba todo el rato el trasero»— siguieron resonando en la gran habitación (la absurda sala de baile de la señora Andrews) bastante tiempo después de que los jóvenes se hubieran ido, y luego fue reduciéndose gradualmente, hasta convertirse en silencio ante el nuevo y trágico espectáculo que ofrecían los ventanales.

Ya no podía verse el disco solar. Una atmósfera opaca había descendido sobre el horizonte y formaba un fondo de colinas tras los tejados de la ciudad. A un lado, el septentrional, recedía ascendente una plancha de negro azulado que antes había sido un manto púrpura. Al otro extremo, ríos de tinta rosa huían en diagonal. Entre estas dos masas ardía una larga garganta, una grieta inundada por un luminoso amarillo más fulgente que el oro, que parecía señalar el lugar donde, arrastrando tras de sí nubes azules, se hubiera zambullido en la muerte una criatura sublime. El titánico surco amarillo palidecía hasta tornarse azul en el cénit, cubierto ahora por el capuchón de la noche, y tenía una forma redondeada, como la de la cabeza de un cometa, en la zona más cercana al horizonte, donde alcanzaba su máxima intensidad el color, un color de calidades ajenas a la naturaleza: transuránico, creado átomo a átomo por un científico en su laboratorio, a un coste elevadísimo. Hacia el sur, los riachuelos de oscuro vapor abandonaban la zona con la estela de la catástrofe, ensanchándose en pálidas líneas horizontales en contraste con el cielo, cada vez más profundo, que les daba fondo. Sobre los bancales de estas nubes ordenadas había negruzcos embriones de cúmulos empinados sobre sus colas, como caballitos de mar o centauros encabritados. Mientras los pacientes seguían mirando, la sima dorada se ensombreció pasando primero por un turquesa pálido para, después, hundirse en el azul, al paso que nubes empujadas por los vientos del anochecer sobrenadaban sus márgenes.

Cansado de la charlatanería de su esposa —que versaba siempre sobre Joan: que si se pasaba el tiempo mudándose de casa; que si nos da el periquito y esto y aquello, pero que es incapaz de escribir dos cartas al año; que si su marido que es un veleta, siempre mudándose ¿a ver por qué no podría tener un bonito hogar, como el que nosotros le dimos?, ¿por qué no echan raíces? Todo esto cuando Martha debería saber que el mundo ha cambiado y que Joan cambia con él—, Lucas abandonó el porche y se dirigió a la parte trasera, para ver a los cerdos. Cuando cruzó el espacio abierto que había entre los cobertizos, pisó el sitio donde, a lo largo de toda la tormenta, había estado el cadáver del gato. Lucas reposó los antebrazos en la tosca superficie del travesaño que remataba la cerca. El oído le dolía un poco. Dentro de la pocilga, los cerdos erraban agrupados en pequeñas familias, mamando y gruñendo. Labios sonoros golpeaban húmedos dientes, y de los contraídos orificios del hocico salían silbantes exhalaciones. Un enorme macho de Hampshire, rey de la piara, gruñía rapsódicamente al salir despacioso de una charca de lodo. A Lucas le incomodaba tan poco el hedor de los cerdos como los olores de su propio cuerpo. Entre dientes, canturreó en dirección a los animales:

—Su-su, sou, sou-sou.

Dignificados por la oscuridad, que los convertía en zepelines plateados, los adormilados cerdos se volvieron hacia él, las patas inmersas en el blando suelo, gruñendo con la esperanza de que les dieran más comida. Lucas, azorado por el error —no tenía nada que darles; la próxima comida era la de la mañana—, dijo:

—Mirad vuestro comedero. Todavía está lleno.

En el comedero no quedaban más que unas pocas zanahorias y pieles de pomelo; los cerdos lo desdeñaban.

Se encendieron las luces del ala oeste. La enfermera encargada del turno de noche había llegado ya. Los cuadros de luz artificial tiñeron de amarillo las melladas orejas de los cerdos, hicieron brillar algunos ojos parduzcos, captaron algo del rosado de las inocentes caras y dieron un verde brillante a la cáscara de medio pomelo. Como al amanecer, los cerdos chillaban ahora alegremente; los pezones de una hembra enorme destacaban, turgentes. El cerdo de raza Hampshire se tumbó sobre uno de sus costados con un sonoro crujido y una ola de grasa le recorrió el cuerpo. Después, la enfermera de noche apagó la mayoría de las luces dejando encendidas solo las necesarias para poder caminar entre las camas sin tropezar. La mayor parte de los cerdos se retiraron a los rincones oscuros de la pocilga, y algunos volvieron la cabeza, por encima de las ancas, para lanzar una mirada de desconfianza a la silueta del espía que se apoyaba en la cerca. Uno de los lechoncillos, paralizados sobre las rígidas patas, bajó bruscamente la cabeza, alcanzó una piel de lima, y luego salió corriendo, lloriqueando.

¿Qué podía hacerles Conner? Un hombre con familia siempre es más vulnerable que el que no la tiene. Era él, Lucas, quien había entrado el whisky en el asilo. Conner había dicho, Les conozco a todos. Buddy descubriría el pastel. Sabía que Buddy le odiaba, por tratar a Conner no como a un dios, sino como a un ser humano, deslucir así la imagen de su jefe. Lo mejor sería ir a ver a Conner a su despacho al día siguiente. Si ocurriese algo, las piernas de Martha no aguantarían la conmoción. No estaba seguro de si la botella seguía en el porche. Era preciso encontrarla y tirarla a la basura.

Por una inesperada tensión sentida bajo los ojos supo que estaba sonriendo. Se había acordado de un incidente hogareño ocurrido treinta años atrás. Joan solo tenía dos años entonces, y el pobre Eddy estaba recién nacido. Martha había subido a echarse, con ánimo de dormir una siesta, y Joan, que acababa de despertar de la suya, bajó, a su encuentro, a la planta baja. Desde el lugar que ocupaba en el sofá, Lucas había oído a la niña hablar con Martha. La frente de la niña estaba abultada por un gesto ceñudo.

—No hagas eso —le dijo Lucas según adelantaba la mano para alisar la piel.

—¿Dónde baso?

—¿Dónde está qué? ¿Has dormido bien?

—¿Dónde baso? —Los ojos se le ensancharon—. En cubo con botella.

—Martha —gritó él—, ¿qué dice Joan?

Por toda respuesta sonó la risa de Martha.

—Martha, ¿qué le has dicho a Joan?

La risa de su mujer, más fuerte, rebotó escaleras abajo. La niña se había ido a la cocina, y Lucas la encontró junto al cubo de la basura, de donde estaba sacando cajas y restos.

—Botellas quemadas —explicó la niña, muy seria, a sabiendas de que aquello estaba mal—. ¿Dónde baso, mamá?

Lucas no entendió más que esto: días antes, Martha había olvidado en el fuego un cacharro con dos botellas que tenía que esterilizar para Eddy, y como el agua se evaporase, las botellas quedaron resquebrajadas y ennegrecidas. Verlas en aquel estado causó una gran preocupación a Joan.

—Ya no están aquí las botellas —dijo Lucas a la niña.

Después bajó Martha, con los ojos medio cerrados por la siesta y la risa, y cogió a la niña, le mostró el brazo izquierdo y le dijo:

—El brazo de mamá está aquí. ¿Ves?: dos brazos. No se puede tirar un brazo a la basura. Fue una broma de mamá. No pasa nada, cielo. Qué guapa eres, pequeñita.

Su mujer le explicó que, durante la siesta, estando ella echada sobre un costado, Joan, acercándose, le había preguntado dónde tenía el otro brazo. Cediendo, medio dormida, a un impulso tonto, ella le había contestado que, cansada de él, porque ya no servía, mamá lo había tirado con las botellas quemadas.

Los dos rompieron a reír y consolaron con abrazos a la desconcertada niña, que durante varios días siguió revolviendo el cubo de la basura. Ver que aquella niña, cuyo vocabulario e ingenio crecían día a día, aún podía ser escandalosamente engañada, porque la confianza que tenía en sus padres superaba con mucho su conocimiento directo de las cosas, les conmovió hasta casi las lágrimas.

—¿Puta?, dice para sí. ¿Eso es lo que soy? ¿Así me llamas? Y, la mar de tranquila, va y arranca, hasta el último, los tulipanes y gladiolos del jardín y los tira al estanque. Y esto, no creas, a las dos de la madrugada.

—Venga, Maryann. ¿Por qué no? Dime, simplemente, por qué no.

—¿Verdad que es muy guapa? Siempre he tenido la impresión de que los ciegos viven muy tranquilos, como si vieran, sabes, cosas que nosotros no percibimos.

—Ahora no —dijo Hook—, ahora la gente vive tan bien, que a nadie se le ocurre ya que en el otro mundo pueda estar esperándole una vida mejor.

—Sí, el azul de sus ojos.

—Bueno, yo estuve durmiendo todo el rato, pero Jack dice que fueron los gritos de Leonard lo que le despertó. Y eso que hay poca gente que duerma como él; yo soy, normalmente, la que se despierta con un alfiler que caiga.

—Cualquiera lo haría, si la otra persona le gustara. Venga. Te prometemos que nadie te tocará.

—Supongo —admitió Kegerise—, que habría de ponerme la marcha. Les dije que el chico estaría en casa a las seis.

—Te prometemos, con la mano en un montón de guías telefónicas, que nadie te tocará.

—Sí, una mirada tan inocente como la de un recién nacido. ¿Crees que en realidad está ciega? Mueve los ojos como todo el mundo.

—Fue maravilloso por vuestra parte. Ahora tengo muchas ganas de divertirme en serio.

—Va siendo hora de que los viejos nos acostáramos. Rafe Beam, el carpintero que contrataba mi padre, acostumbraba a recitar:

«Tarde a la cama,

pronto a la tumba,

viejo sin duda

el que madruga».

Una pareja joven estaba interesada en una de las colchas de la señora Mortis. Él decía:

—No, señora, ni hablar de eso. El precio que usted pide es justo, solo que, se lo juro, no tenemos D-I-N-E-R-O.

La joven dijo:

—Este retal es exactamente igual que el papel que queremos para la sala de estar.

—Cariño, no podemos pedirle a esta señora que nos permita pagárselo a un dólar por semana, ni nada así.

—Dice Jack que oyó a Leonard gritando que iba a llamar a la policía; ya sabes que desde que murieron aquellos preciosos olmos que había en esa calle, se puede oír el ruido de un alfiler que cae al suelo. Jack dice que ella respondió, y no podría repetirte ahora sus palabras exactamente, que podía llamar a los policías y hasta metérselos en el culo y que, además, prefería que los llamara, porque lo que él le había dicho era una calumnia. Lo cual, supongo, es cierto. Ella nunca acepta dinero.

—Solo queremos mirar. Dotty ha aceptado.

—Pues yo, no.

—¿Qué mal hay en ello? Dime qué mal hay en ello.

—Cuando mordió la manzana, me entraron ganas de meterte debajo de la cama.

—Mírala, como le toca la manga al hombre que está a su lado; deben de estar enamorados.

—Pero él es verdaderamente horrible, ¿verdad? ¿Y qué son esas cosas que vende?

—De hecho tenemos siete dólares. Pero…

—Te dejaremos vernos a nosotros.

Arriba, Conner deseaba que se dispersaran; cuanto antes lo hicieran, menos posibilidades había de que circulara la historia del incidente de aquella tarde. Cada vez que pensaba en lo ocurrido, los nervios le hacían temblar el estómago. Buddy se levantó y se le acercó por la espalda. Puso una mano en el hombro de Conner y, después, se la dejó caer en su cintura. Conner se apartó de un tirón, asombrado y molesto. Buddy se sonrojó, se perdonó a sí mismo, y, enfilando la escalera, abandonó aquella oficina, a Conner y al piano que nadie usaba.

—Me parece que te voy a dar una zurra.

—¿Y a dónde podríamos ir? A casa de Lorry, no. Iría a cualquier parte, menos a casa de Lorry.

—Pero ¿qué mal hay en ello? ¿De qué te avergüenzas? ¿Eh? ¿De qué te avergüenzas?

—Él salió en pijama, rodeó la casa y se plantó en la puerta de ello, y allí, naturalmente, no había más que el felpudo de goma, y trató de romperlo con las manos, pero no pudo. ¿Y qué tuvo el valor de hacer? Mientras ella pasaba a su casa por la puerta de la cocina y llorando despertaba a la niña —el marido, desde luego, estaba en el trabajo; en mi opinión, el noventa por ciento de los problemas que tiene ella son debidos a que el marido trabaja de noche—, Leonard tuvo el valor, te decía, de volver a su casa, ir a por las tijeras de podar, y recortar el felpudo de goma en pedacitos, mientras ella, desde el vestíbulo, iba gritándole por la ventana. Tenía miedo de salir y, francamente, no se lo reprocho: Leonard es enorme.

—Oh, soy demasiado viejo para seguir el horario de las tiendas —dijo para sí en voz alta la señora Mortis—. ¿Dónde está la silla que he pedido?

—¿Cómo, que no es bonito? Si tu cuerpo no es bonito, entonces ya me dirás qué es. Si no te gusta tu cuerpo, ¿por qué no te pegas un tiro?

—¡Hola, Ken! Te eché de menos en Lions. ¿Está Kay por aquí? Quería preguntarle qué tal se lo pasó en Florida. Porque ya sé que tú sí lo pasaste bien.

—Tu cuerpo es tuyo, ¿no? No es de tu madre ni de ninguna otra persona.

Buddy había encontrado a un conocido, un joven que trabajaba en el Ayuntamiento, adonde él iba a veces por asuntos de su trabajo. Inmediatamente le dijo a ese amigo y a sus acompañantes:

—¿Os habéis enterado de lo que ha pasado aquí esta tarde, después de comer? Los ancianos internos de este palacio de placer cogieron piedras del tamaño de lechoncillos y le rompieron la crisma a su pastor, el reverendo señor Conner. En serio.

—Creo que vivir en una casa de esas que están pared con pared, casi sin separación entre las dos familias, es algo que por fuerza ha de crear tensiones. Yo estoy contentísima de que la mía esté rodeada de césped por los cuatro costados, aunque, de hecho, apenas si son unos pocos metros.

—Ciertamente, no es prudente desobedecer a una hija. Cuanto mayor es el cariño, más mordiscos dan los enfados.

Con esas palabras se despidió Hook de Kegerise, el cual, seguro de llegar con más de una hora de retraso a su casa, empezaba a sudar de un modo nada normal. Su mirada captó la imagen de su nieto que, también cansado e indispuesto, venía a buscarle para emprender el regreso. Hook se dirigió al porche por el extremo opuesto al lugar ocupado por la banda, que en aquel momento se tomaba un descanso, y encendió un cigarro, el último que se permitiría aquel día. La infantil prohibición de Conner había quedado completamente borrada de su mente, que se alzaba muy por encima de ella. En la oscuridad, los llanos terrenos cultivados, extensos más allá de los que se seguían divirtiendo, hubieran podido confundirse con una corriente de agua que fluyera sin obstáculos bajo una tersa piel negra. No muy lejos de él, la señora Johnson esperaba detrás de su puesto de golosinas. Hook recordó un incidente ocurrido veinte años atrás, cuando ya era, como ahora, un viejo. Se había retirado de su trabajo de maestro y vivía con la familia de su hija, entonces todavía viva, en una casa de campo situada a varios kilómetros de la ciudad más cercana, junto al Delaware. Habían alquilado las tierras a una gran organización. En la curva que la carretera formaba cerca de la casa, Harry Petree regentaba una modesta tiendecilla, apenas una choza de dos habitaciones. En una de ellas tenía instalada una estufa de leña y amontonaba periódicos dominicales atrasados; en la otra había un recipiente con caramelos, estantes con cigarrillos, cigarros, gasolina para mecheros, cinta adhesiva transparente, bolígrafos y otros artículos de escasísima demanda. En los meses de verano Harry tenía, además, tanque con refrescos; eran los viejos sabores de la lima, la zarzaparrilla y el abedul. Frente a la puerta había dos anticuadas bombas de gasolina. Como la choza estaba en una curva de la carretera, los potentes coches llegaban a su altura cuando ya era demasiado tarde para frenar, y de hecho, dado el aspecto del lugar, de haberlo visto a tiempo, los conductores hubieran pensado seguramente que estaba abandonado. Fuera cual fuese el motivo, pocos coches paraban. El negocio debía de darle a Harry de tres a cuatro dólares diarios, obtenidos de la venta de los cigarros y caramelos que de vez en cuando le compraban los viejos —solo él, Hook, seguía vivo— que por las tardes iban a matar el rato en la habitación donde estaba la estufa de leña. Harry era un hombre sin educación, casi un salvaje, de muy pequeña estatura, que llevaba permanentemente en la boca un enorme taco de tabaco de mascar, cuyo jugo rezumaba por una comisura de sus labios grises. Hablaba con gruñidos obstaculizados por el taco de tabaco y que solo al cabo de cierto tiempo podían ser comprendidos por quienes le trataban a diario. Él y su hermana eran dueños del terreno; ella hacía trabajos de limpieza en las casas de la vecindad, y él cobraba una pequeña pensión como veterano de la Primera Guerra. Vivían en la casa de piedra arenisca que había pertenecido a su padre, una lámpara de petróleo por toda iluminación y a buena distancia de la carretera. Sobrevivían gracias al huerto que ambos cuidaban, pero nunca tuvieron dinero sobrante para hacer mejoras ni en su casa ni en la tienda-gasolinera. Durante los siete años que Hook frecuentó a Harry, su piel se fue ennegreciendo y sus gruñidos se fueron haciendo cada vez más confusos. Los niños que vivían en las granjas de los alrededores le temían, y rara vez se acercaban a la negra choza, donde los caramelos esperaban en la caja redonda. Un día de primavera la empresa que le contrataba el servicio de gasolina decidió cambiar las dos bombas oxidadas por otras, nuevas, de forma rectangular, aplastada y color rojo, visibles a un kilómetro de distancia, y colgó un nuevo rótulo en el poste. Aquella misma semana, un joven que conducía un coche de lujo se paró y le pidió a Harry que le llenase el depósito. El coche era potente y su depósito, muy grande. Entraron sesenta litros y la cuenta rebasaba los cuatro dólares. Sosteniendo un crujiente billete de veinte dólares entre los dedos, el joven le pidió a Harry que fuera a buscarle un paquete de cigarrillos, y, mientras Harry estaba adentro, arrancó y desapareció carretera abajo. Harry se quedó en la tienda algunos días más, con la piel tan oscura ya como sus ojos y el zumo del tabaco escapándole libremente de los labios, dedicado a contar lo ocurrido a quien quisiera oírle. Después cerró la tienda, que a menudo había permanecido abierta hasta las diez de la noche, a la espera de que terminaran sus conversaciones los viejos que haraganeaban allí. Echó el cerrojo a la puerta metálica y Harry no volvió a salir de su casa de piedra arenisca. Poco tiempo después, atendido por su hermana, moría de algo de hígado y corazón. Entonces todos los vecinos que jamás habían sido clientes de la tiendecilla, a no ser para comprar unos pocos litros de gasolina, para acercarse en coche a la ciudad, enviaron al funeral ramos de flores de quince dólares, y el punzante recuerdo de aquellas flores tan fragantes, o quizás el humo de su cigarro, hizo que a Hook los ojos se le humedecieran tras los escudos de cristal de sus gafas.

Cuando ocurrió aquello, su hija le riñó:

—Sí, puedes lamentarte ahora; pero ¿por qué no le compraste nunca ni diez centavos de mercancías al pobre viejo, en lugar de pasarte allí las horas muertas, cuando lo que él quería era acostarse?

Él se explicó, dijo que nunca se le había ocurrido siquiera, y preguntó cuánto dinero hubiera tenido que gastar en la tienda de Harry. Pero ahora, en el porche del asilo, le pareció que en el largo camino de su vida aquel había sido su error más imperdonable, su gran pecado contra Dios, tan grave como para que una película de pesar cubriera sus ojos.

Hook abrió la boca, como si de nuevo estuviera a punto de explicarse con su hija.

Luego proyectó más lejos su pensamiento, hacia el viaje escaleras arriba, la dura silla, la firme cama, la Biblia, su espina dorsal hecha trizas, y la lectura, ya en el lecho, de un capítulo de los Evangelios, esas fuentes cuyo fondo nadie conoce y que nunca se secan. Pero todos esos actos parecían encontrarse en algún punto muy alejado del porvenir, más lejano, incluso, que el horizonte de la vida que había dejado atrás, y en el presente sus pequeñas lágrimas de viejo, aumentadas de tamaño por los gruesos lentes de las gafas, sumergieron, como bajo una membrana transparente, la alegre escena que se desarrollaba ante sus ojos.

—Porque tu padre y yo lo decimos.

—Bueno, pues ven con nosotros y mira como lo hace Dotty. Supongo que eso no te importará.

—Luego el buen hombre dijo, simplemente, «les perdono». Y esos asesinos que ya chocheaban desaparecieron entre el grupo de espectadores. Tan alto es el nivel de administración que gozamos en este asilo.

—Después, al cabo de un cuarto de hora, pasó por la calle el coche de la policía. La luz verde oscilaba en el tejadillo, pero la sirena no sonaba, no se puede hacerla sonar a las dos de la madrugada. Desde mi ventana pude ver que el conductor, sobrio por lo menos una noche en su vida, era Benny Young. Por su manera de ser, no imagino qué pudo haberles dicho, pero la verdad es que no volvió a oírse ningún ruido de aquel lado de la calle, y, a la mañana siguiente la hija de ella pasó de camino de la escuela, con los libros bajo el brazo y perfectamente normal. Es una niña encantadora. No le arrancaríamos una sola palabra en contra de su madre.

—Si Maryann no quiere, yo tampoco. De ninguna manera.

—Ya puedo imaginarme los titulares —dijo Buddy disponiendo las líneas en el aire con los dedos:

«LAPIDAN A UN POBRE PREFECTO

Conner Atacado

El Día de la Feria»

—El primer día llegamos a Raleigh, y al otro avanzamos de verdad y nos paramos justo a este lado de Jacksonville, en un motel muy bueno, para compensar el atraso, porque al día siguiente teníamos idea de llegar allí a tiempo de darnos un baño en el mar antes de cenar. Qué mar, oye, era como bañarse en un millón de dólares.

—Oh, todavía no nos preocupa.

—Dile que pregunté por él.

—Y le dije, amigo, qué agudeza psicológica la luya.

—Mira lo que has hecho, Maryann. ¿Estás orgullosa? ¡A que sí! Voy a decirle a todo el mundo que eres frígida.

—¿Sabes si ha surgido algún problema con los internos esta tarde? Creo que han estado a punto de suspender la feria.

—A ella el ojo le quedó tan hinchado, que no se le veían las pestañas.

—Bueno —dijo la señora Mortis al comerciante de Trenton—, si ya he regalado una, supongo que puede usted quedarse con las demás.

La señora Mortis estaba sentada en la silla, con la pequeña cabeza, siempre tocada por aquel gorro tieso, hundida sobre el bocio.

—Esta noticia es maravillosa, señora. Mire, le he comprado a su amigo, el que está allá, al final, algunas baratijas.

El comerciante le mostró un puñado de los huesos de melocotón trabajados por Tommy Franklin.

—En mi profesión —continuó—, nunca se sabe qué es lo que va a comprar la gente. Veamos. Dije que le daría cien dólares por seis, así que por cinco serán, hum, ochenta y cinco dólares.

—Como vea mejor. Estas son las últimas. Ya no haré más.

—Me entristece mucho oírle decir eso. ¿Y si yo le mandara la tela?

—Mándemela al cementerio.

En la cúpula, Conner volvía a leer, por décima vez, la carta que le había estado obsesionando desde la mañana. Releerla una y otra vez era verdaderamente morboso:

Stephen Conner:

¿Por qué se cree usted un gran personaje? Su deber es ayudar, y no estorbar, a esos viejos en su camino hacia el Premio Final. Yo mismo he oído a esos ancianos quejarse amargamente cuando visitan la ciudad donde vivo. Les llaman Cara de Torta, a usted y a ese tonto de Buddy. Posteriormente declararé de qué tipo de quejas se trata, y es posible que escriba al Gobierno. Las cosas no han llegado todavía tan lejos, que esos ancianos no tengan unos derechos que ningún pichacorta de mierda les pueda quitar.

Un «Ciudadano»

Una mujer, con absoluta seguridad. Conner recordaba, de los casos que analizaban sus libros de texto, los recursos obscenos que pueden encontrarse en las solteronas. La caligrafía era dolorosa y espasmódica, y estaba escrita sobre papel barato y con el tipo de bolígrafo azul que solía encontrarse en las oficinas de correos. Las mayúsculas tenían toda la superestructura de la caligrafía ortodoxa, de estilo Spenser, que se enseñaba en las escuelas públicas hacía cuarenta años. Todas las erres eran yunques. La redacción hacía pensar que el autor de la carta estaba bastante familiarizado con la correspondencia comercial. El «Ciudadano» se había convertido en una mujer que le resultaba muy real. Imaginaba su collar de cuentas de color negro, los ojos, muy separados, hundidos, mates e histéricos, ojos de una asidua visitante de casa de la Christian Science. Una mujer parecida a la profesora de música que había tenido cuando vivía en Wilmington. Conner se acercó al piano, levantó la barnizada tapa y tocó algunos violentos acordes a su memoria. Aquello expulsó al triste fantasma que le perseguía. Le confortó pensar que el día siguiente sería un día normal. No recordaba una época de su vida en que no hubiese odiado las fiestas.

—Antes de llegar, temíamos que la gente de ese hotel fuera a resultar engreída. Por el precio, no parecía imposible. Pero fue todo lo contrario, eran gente de lo más ordinario: gente de verdad. Kay se lo pasó maravillosamente. Hizo verdadera amistad con una mujer de San Luis. Mientras su marido y yo —vende recambios para la industria del género de punto y gana más de veinte mil al año, pero era de sencillo…, ¡un fenómeno!—, mientras nosotros estábamos en la playa, Kay y la mujer de ese se pasaban el rato sentadas en el porche charla que charlarás. En todo el tiempo que pasamos allí, Kay no bajó a tomar el sol ni seis veces. Seguía teniendo la piel tan blanca como siempre. Yo le decía, aquí estamos, pagando treinta dólares al día por este sol, y tú te pasas todo el día sentada ahí, charlando sin parar. Pero, qué diablos, cuando se va de vacaciones cada uno tiene que hacer lo que le da la gana, así es como lo veo yo. Tiene la piel tan blanca como esa luna de ahí arriba.

—Al principio creyeron que era una alergia, pero después decidieron que se trata de una infección. El doctor dijo penicilina, y yo le dije, usted no conoce a mi hija. La niña no se va a tomar la medicina. Él me dijo, se la tomará y pedirá más. ¿Y sabes lo que era?

—Ken, qué interesante. Me alegra que te lo pasaras bien, igual que si lo hubiera disfrutado yo mismo. Me has convencido de que los que dicen que Wilwood es tan bueno como Florida no saben lo que dicen. Por cierto, ahora que atino, mientras estabais fuera me fijé en tu casa y me dio la impresión de que dándole ahora una buena mano de pintura, te aguantaría otros cinco años.

—¡Penicilina con sabor a plátano!

—Maryann —susurró el muchacho a la chica que quería que caminase desnuda a la luz de los faros de su coche—, te amo, ¿no lo entiendes? Mira.

Se sacó su navaja automática, apoyó la hoja en su blanco antebrazo y apretó tan fuerte, que en el vértice del hueco púrpura que se había formado apareció una gota de negra sangre.

—¡Qué impresión! —dijo Dotty.

—Volveré a hacerlo, si no quieres —le dijo a Maryann, sin hacer caso a Dotty, que ya se había comprometido—. Y esta vez pincharé más hondo.

El chico se dispuso a cumplir su amenaza.

—Imbécil —exclamó Maryann—, ¡para!

Él le dijo al oído:

—Tanto te amo, eso es lo que trato de decirte. Me cortaría un brazo, para demostrártelo. Por ti, comería mierda. En serio, cualquier cosa. Te quiero, te quiero te quiero te quiero te quiero, quiero todo lo tuyo. ¿Es que no ves que te quiero? Haría cualquier cosa por ti.

—Fred, sé que eres sincero y que no me lo dices solamente por interés, pero, para serte franco, después de estas vacaciones, no me queda ni cinco para gastos. Ya sabes como soy: si no puedo pagar a tocateja, no compro. Así lo he hecho siempre. Es algo muy personal.

—Ahora nos iremos a casa y te llevarás una buena zurra.

—No me extraña. Pero, para un trabajo tan monótono como ese, hace falta un hombre mayor. Este Estado idolatra a los jóvenes, pero a veces se necesita a un hombre que dé cierta impresión de autoridad. Estoy seguro de que, mientras estuvo ese que frecuentaba tanto los bares, el de la cabeza grande, aquí nunca pasó nada.

Y, en efecto, mientras caminaba por la hierba, con los bolsillos de su delantal llenos de billetes de a dólar, la señora Mortis pensaba: No es como en tiempos de Mendelssohn…

Mendelssohn, Mendelssohn con su magnífico sombrero, un clavel en la solapa, las piernas apoyadas en cojines de raso…, ¿cómo dudar que resucitara? La hierba vuelve a crecer. Perfectamente conservados, sus ciegos párpados se tensan sobre la sonrisa desmoronada. La piel que ha sido abandonada por la vida tiene la calma del mármol. ¿Podemos creer, nosotros que hemos visto llamear expresivamente los vitales orificios de su nariz, revelando, al levantarse el ardiente tabique, la secreta pared roja de orgullo que se escondía dentro, que no existe la resurrección? ¿A dónde puede haber ido a parar algo como aquel brillante pedazo de carne?

—Bueno —dijo Maryann—, de todas formas, vayámonos de aquí. Todo el mundo se está yendo a casa.

Los cuatro chiquillos fueron al coche de uno de los chicos, y mientras él trataba ansiosamente de engatusar al viejo motor para que se pusiera en marcha —el brillo del salpicadero captaba los arcos anaranjados del airoso peinado de la muchacha y coloreaba sus mejillas—, la radio se calentó y cantó:

«Bajo de la peña nace

la rosa que no quema el aire».

En el silencio creado por la banda, cuyos componentes habían dejado de tocar para fumarse un cigarrillo y bruñir los instrumentos, el fragmento de melodía planeando por encima del muro, llegó hasta donde se encontraba la muchedumbre.

No era cierto que todo el mundo se estuviera yendo a casa. No eran todavía las ocho; los adultos, en grupos de tres y de cuatro, continuaban charlando. Solamente unos pocos niños, hijos de hogares irresponsables, corrían entre sus piernas y se peleaban sobre la hierba pisoteada que empezaba a exhalar humedad a medida que se iba posando el rocío. Las pirámides de palomitas de maíz se habían reducido a pequeños montoncitos. Las mujeres que vendían perritos calientes no sabían si mandar o no a alguien a la cocina, a buscar más; parecía que ya no compraba nadie. Tommy Franklin había conducido a Elizabeth Heinemann hasta el porche. Debajo de las bombillas de colores, la señora Johnson reñía a dos chicos, que se reían por lo bajo después de tratar de robarle, encubiertos por una compra de un centavo, algunas pastillas para la tos. Los niños intercambiaban constantemente sus posiciones como si fueran un mazo de solo dos cartas que se barajaran sin cesar.

—Tenía toda la razón. A ella le encantó. Yo probé una cucharadita y era delicioso. Te lo prometo. El farmacéutico me dijo que también lo fabrican con sabor a melocotón, a naranja y a cereza.

—Mira, Ken, la cosa es así. Ahora la pintura está muy bien. Pero, con otro verano tan caluroso como este, empezará a desconcharse. Ahora bien, si solo mirara mi interés, lo ventajoso para mí sería que lo dejases correr hasta que la casa lo necesitase de veras, porque entonces todo el trabajo de rascar sumaría otros buenos trescientos dólares a la factura. En cambio, si lo haces ahora mismo, y podrías pintar toda la casa por cosa de…, bueno, si quieres que te haga un presupuesto, pasaré a verte con mucho gusto.

—Consultaré con Kay.

—Al principio parecía que aquello todavía lo empeoraba. Bueno, dijo John, otros diez dólares perdidos, y la pobre Popeye, peor que nunca. Cuando la niña se ponía así, la llamaba Popeye. Y entonces le dije, espera hombre. No puedes ir por ahí diciendo que todos los médicos son unos estafadores. Tienes que creer en alguien.

—Lo que yo te digo es esto: Una empresa grande te cobraría mil cuatrocientos por una mano. La casa es bastante grande, y con muchos adornos, que es lo que alarga el trabajo. Solíamos calcular ochenta dólares por una ventana de doce cristales. Pero si me dieras, y digo esto solo para que, cuando lo hables con Kay tengas un razonamiento de base, si me dieras el visto bueno antes del Día del Trabajo, o sea antes de que se vayan los chicos que trabajan para mí en verano, yo diría, oh… —Y miró de soslayo.

—Al día siguiente se veía un poquito de azul.

—Oh, mil ciento cincuenta, aproximadamente. Sin contar la pérgola.

—¡Eh, esperadme, por Dios!

—A Kay le encanta aquella casa, te lo aseguro. Cuando estábamos de regreso, no sé si te lo he dicho antes, después de Baltimore yo iba a, demonios, iba al menos a ciento veinte, y va ella y me pisa el pie sobre el acelerador, a fondo, y lo mantiene así. No te duermas, me dice, quiero llegar de una vez. A mí no me pareció que ir a ciento veinte por hora fuera dormirse, pero le dije, tú eres el médico. Moriremos felices.

—Pues quizá es un poco desmoralizador, él insiste en que ni sabemos la causa, ni cómo impedir que reaparezca y que nos pasemos la vida en las garras de los médicos. Yo le dije, tranquilo. Ten un poco de fe.

—¡Esperad, por Dios!

—Así era la Kay que yo conocí: una auténtica furia; cuando íbamos al Instituto, te aseguro que tenía verdadero carácter. Es toda una mujer, como ya sabes, claro.

—En realidad, no me disgustaría que tardase unos días más en curarse, para probar la que sabe a melocotón.

—Quiero serte franco, Fred. Después de estas maravillosas vacaciones, no creo que pueda. Yo la casa la veo bien.

—No te rías. La que tenía sabor a plátano era bomba; me das pena, con unos críos tan sanos.

—¡Eh, esperad un momento!

Un aura cubría el horizonte por el norte, donde, en un campo oculto tras una colina, las dos chicas se exponían, muy tiesas, a la luz de los faros preguntándose qué emoción deberían sentir, y cuántos ojos podía haber ocultos entre los árboles. Los chicos, mirándolas fijamente, permanecían escondidos tras el opaco parabrisas, con la ropa de las chicas tendida en las rodillas. Arriba, las estrellas no eran puntos, sino alfileres luminosos, suspendidos cabeza abajo en una oscura profundidad de compacta gelatina. La banda reanudó su repertorio de piezas de Sousa con Patrulla americana, que al principio tocaron dolce, y luego, forte. De esta manera creaban un efecto parecido al que produce una banda que se va acercando desde el otro extremo de la calle. Molesto, un gorrión se zambulló bajo la hilera de bombillas de colores, y por un instante su espalda pareció carmesí. La gente que había ido a la feria hablaba con más calma sobre temas que tendían hacia una crítica benévola de su pasado común, de habitantes de la ciudad, y charlaba de calles y escuelas y casas viejas que estaban en venta. Manos femeninas que habían perdido su finura, manos de mujeres todavía guapas que se alisaban mechones despeinados de su cabellera; madres jóvenes hacían pucheros bajo el peso de bebés dormidos. Por encima de la gente, en la cúpula, Conner trabajaba, sin que nadie le viera, en comprobar los informes mecanografiados por Buddy. Aparte de Gregg y algunos viejos que aún tenían abiertos sus puestos, los ancianos habían desaparecido ya de entre la muchedumbre, para acostarse, pues tenían que madrugar. ¿O quién guardaría las puertas del reino abandonado?

El hombre carnal, el hombre pasional, el hombre pensante. Lucas dormía. Su cuerpo, desnudo a excepción de la ropa interior y cubierto a medias por una sábana, se entregaba al olvido en una armonía de formas. Gregg saltaba y gorjeaba en el prado, deslumbrándose a sí mismo con la iluminación y hablando en voz alta, satisfecho, aunque al día siguiente estaría tan malhumorado como siempre. Hook se incorporó sobresaltado. La almohada y la posición horizontal le habían amodorrado, y la flema que tenía en la garganta no desaparecía por más que carraspease. Su corazón redobló la velocidad de sus latidos. Luego, gradualmente, aminoró su marcha. El anciano desplazó las piernas, huesos azulados a la fría luz, hacia el suelo y, levantándose, se puso a vagar, en camisa de dormir, por el cuartito. La luna, tan apagada antes, proyectaba hora sombras a través de la ventana y hacía ostensibles algunas formas: las dobladas cubiertas de la pequeña y gruesa Biblia, las abiertas bocas de sus zapatos, la ropa colgada en la percha; las varillas de mimbre del asiento de su única silla. Abrió la puerta de la habitación y vio el frío pasillo verde brillante. Volvió a cerrarla. Su encuentro con Conner había empezado a preocuparle. Habían herido cruelmente a aquel joven. La debilidad que asomó a su rostro cuando su secuaz le robó el cigarro era algo cuyo recuerdo turbaba; aquel momento había producido una intimidad que él debía compensar mediante su ayuda. Quizá unas palabras bastarían para que todo volviera a su cauce. Como maestro, el error de Hook había sido su exceso de celo. No había nada en lo que no se entrometiera. Permaneció inmóvil, parcialmente bañado por la luna, buscando a tientas la caprichosa sombra del consejo que debía impartir a Conner, como vínculo que lograra unirles y testamento que persistiese desaparecido él de este mundo. ¿Qué podía decirle?