II
Comían en grupos de a cuatro en torno a unas mesitas cuadradas, de mármol sintético y color blanco, adquiridas a bajo precio a una cafetería que se disponía a cambiar de moblaje. La lluvia que caía contra las altas ventanas, altas en relación con el suelo, tuvo el efecto de aislar luz y ruido en el comedor, de forma que la superficie de las mesas brillaba llamativamente y las voces de los viejos se combinaban estridentes con el tintineo de loza y metal. La señora Lucas hablaba sobre su periquito, y lo hacía gritando, pese a que sus compañeros de mesa tenían las narices casi pegadas a la suya:
—El pobrecillo necesitaba un poco de ejercicio, no le puedes pedir que se quede sentado, como si fuera un animal de peluche; en casa de mi hija tenía mucha libertad. Aquí no puede tener tanta, pero necesita un poco; su jaula es demasiado pequeña; pobre pájaro, las plumas de la cola se le salen fuera y no puede darse la vuelta. En casa de mi hija lo pilló el gato y le arrancó las plumas de la cola: en eso resultó la libertad que le daban, y cuando volvieron a crecerle —nadie creía que le crecerían— fue demasiado, y ahora las plumas se le enganchan entre los alambres y ni siquiera puede darse la vuelta. Aquí no puede tener la libertad que gozó en casa de mi hija; pero no poder ni darse la vuelta es excesivo. Por eso, por compasión, le dejo salir al menos una vez al día. Es muy ingeniosa. Creo que es una hembra, porque los colores los tiene apagados, y los machos, ¿saben?, tienen muy brillante el plumaje. Yo sigo pensando que podría recortarle la cola con las tijeras de la costura, pero dicen que no, que es como cortarle un pie o una mano a un ser humano, que pierden el equilibrio y no comen y se vuelven apáticos. Así que, cuando terminé de cocer los bollos —¡menuda pérdida de tiempo, ahora que se nos ha aguado la feria!— la dejé salir para que hiciera sus gracias en la aldabilla de la ventana y en los marcos de los cuadros. Hasta se columpia y hace pequeñas acrobacias en los geranios. Es muy lista. Si la dejas salir cuando el grifo está abierto, trata de volar por debajo, como si fuera una cascada. ¿Cómo iba yo a saber que este —movió la cabeza hacia su marido, que mascaba lentamente, porque cada mordisco no calculado acentuaba el dolor de su oído— iba a entrar, justo cuando ella estaba en el tirador, con una botella que me dio muy mala espina, envuelta en una bolsa de papel, y que iba a dejar que la pobrecilla saliera revoloteando por la puerta hacia el vestíbulo?
—No irá muy lejos —dijo Lucas.
—Y encima se ha negado cazarla. ¿Cómo puedo hacerlo yo, con mis piernas?
—Hemos dejado abierta la puerta de la habitación —explicó él—. Siempre que se ha escapado, ha vuelto. Siempre vuelve, si dejas la puerta abierta.
—Hasta el día que no lo haga —dijo ella vuelta, como su esposo hacia la otra pareja, que actuaba como canal de su discusión—. ¿Y cómo sabemos que esta vez no va a quedarse enganchado, con esas uñas tan largas? Hay que cortarles las uñas, ¿saben? Yo lo ignoraba. Si hubiera sabido que este pájaro iba a buscarme tantos problemas, no lo habría aceptado. Cada vez que a mi hija le sobra algo —se pasa día y noche cambiando de casa, como si no pudiera pasar dos semanas en ninguna parte— piensa: «Oh, a Mami le gustaría esto, para el Hogar. No tiene nada que hacer, agradecerá cualquier cosa. No tiene nada suyo».
—No es eso lo que piensa, Joan —explicó Lucas.
—Pues no se lo pensó dos veces, cuando nos trajo el periquito. Lo compró para su hijo y el chico se cansó de él al cabo de una semana, como era de esperar. Así que, para Mami, y que se gaste ella su triste dinero en semillas raras de todas clases y en jibión. Que limpie la jaula a diario. Que se las arregle con las uñas del pájaro. Las tiene ya como un semicírculo, y siguen creciendo. Se sube a su percha, quiere saltar, aletea y no sabe por qué no puede soltarse, la pobrecilla. Yo creí que podía coger las tijeras de la costura y cortarle yo misma las uñas; parecen frágiles; hasta se le ve el hilillo de sangre que hay dentro. Pero, claro, es imposible. Si no sabes exactamente por dónde hay que cortar, se desangran. Mi hija nos mandó una revista donde explican cómo hay que cuidarlos. Así es que tendremos que esperar hasta que a este le cuadre coger la jaula e ir al veterinario de Andrews. También eso cuesta dinero. No lo hacen de gratis. Hay medicina gratis para los seres humanos, pero cada pequeño detalle de cuidado de los animales lo tienes que pagar, y a esto le llaman progreso. Yo le dije, saben, si les dices que eres del asilo…; pero no, él quiere fingir que no viene de aquí.
Los compañeros de mesa de los Lucas eran el feo Tommy Franklin, el que hacía cestitas limando huesos de melocotón, y Elizabeth Heinemann, una señora ciega a quien él acompañaba siempre en las comidas, y a veces como lazarillo. Tommy, temeroso de que la apresurada conversación de la otra mujer cansara a Elizabeth, y sintiendo en todo caso la necesidad de tapar aquella voz con la suya, empezó a decir suavemente:
—Ahora que habla de tijeras recuerdo que…
Era tan tímido a la hora de hablar, que los Lucas, para oírle, tuvieron que callar, y él se vio obligado a proseguir:
—El mes pasado cogí el autobús de Burlington, para ir a ver a mi hermano, y, al subir, me fijé en una anciana que hablaba con el conductor. No presté más atención, y, además, siempre procuro no meterme donde no me llaman, porque nunca se sabe… Aunque me volví hacia la Ventanilla, nada, que se me sentó al lado. Supongo que imaginó, viendo a otra persona de edad… Total, que había sido enfermera, dijo. Y se puso a contarme una historia larguísima: que hacía años la llamaron para que fuera a cuidar a un viejo rabino que tenía pulmonía. Era una casa que estaba llena de cosas bonitas, dijo, todo muy caro y arreglado. La hija del rabino era la que cuidaba la casa. Pero debajo de aquella barba, que le llegaba hasta aquí, por su religión, era justo donde estaba aquello que le había puesto enfermo, dijo ella. Dijo que lo primero que hizo fue ir a la tienda y comprar unas tijeras, y una hoja de afeitar, y le afeitó. La hija, dijo, puso el grito en el cielo. Y el doctor, cuando llegó, miró al viejo, y puso unos ojos así y dijo que en su vida se hubiera atrevido a hacer tamaña cosa.
Lo cierto era que pronunciada por la mujer, la frase había resultado más conclusiva. Tommy echó una ojeada a Elizabeth; sus brillantes ojos estaban clavados en un punto situado a su espalda. Se le veía muy largo el cuello, porque se sentaba muy erguida, y su amplia boca se había ensanchado un poco más, en un gesto de sonriente y dulce expectativa. Confundido y torpe, continuó:
—Entonces le pregunté si el rabino no trató él de impedírselo, y ella dijo que estaba muy enfermo. Imagino que estaría inconsciente cuando ella lo hizo. Así que tuve que quedarme allí sentado, escuchándola durante todo el trayecto hasta Burlington. Cuando usted mencionó las tijeras, me lo hizo recordar todo.
No le había salido bien; explicada por la mujer, la iniciativa parecía correcta, y el desenlace le había conferido algo parecido a una justificación. Como él lo contó, en cambio, daba más bien la impresión de que tuviese algo en contra de los judíos, cuando en realidad no le inspiraban ni frío ni calor.
—Supongo que ella debió pensar —dijo Lucas— que, siendo judío, no importaba.
Lucas observó su comida: blancas patatas hervidas, sobre el blanco de la loza, sobre el blanco de la superficie de la mesa. La comida constaba de patatas, carne asada y brécoles; era abundante porque por la noche, si la feria tenía éxito, no habría cena. Lucas nunca tenía apetito antes de la noche; y, después de la broma de Angelo, toda presión en el lado izquierdo de las encías le provocaba dolor en un punto situado más arriba. De todas formas, reconocía que Conner trataba de alimentarles bien. Pero su pensamiento giraba, sobre todo, en torno a la compra efectuada por la mañana: medio litro de whisky de centeno, y el efecto que tendría sobre su dolor.
Su mujer, que durante su recital se había rezagado, comía de prisa.
Elizabeth Heinemann dijo:
—¿No le gusta la lluvia? Nunca me siento sola cuando llueve.
Estiró su limpio cuello, para percibir mejor el tamborileo que oía por encima de su cabeza. Cuando empezó a llover había sido mucho más intenso, y ella hubiera deseado que lo fuese más aún, para dar, así, mayor claridad a su confuso mundo interior de inclinados túmulos púrpura, un paisaje anterior a la Creación al que era posible asomarse a través de las bellas ventanas de sus ojos, de un azul de recién nacido.
—¿No era el gemelo de Buddy el que estaba en el prado? —preguntó un viejo en otra mesa.
—Buddy no tiene ningún hermano gemelo —dijo Gregg—. Lo dicen solo para justificar que Buddy sea un imbécil.
—¿No? Llevaba una gorra aplastada.
Gregg comprendió qué era lo que el viejo —Fuller— había visto, y la tensión de la travesura ablandó las arrugas de su pequeña cara.
—¿Uno que conducía un camión?
—Vi el camión. No que él lo condujera —Fuller se mostraba cauteloso con Gregg.
—¿Y cómo cree que llegó hasta aquí? ¿Volando? ¿Cree que los maricas vuelan?
—No. Llevaba gorra, y una camisa arremangada.
—El gemelo de Buddy. Vino de Newark a ver a su jodido hermano. Fue muy conmovedor. Separados desde que unos gitanos robaron a uno de la cuna. Lo malo del gemelo es que le contrataron para conducir un camión y no sabe conducir ni sus propios pies. Ha derribado buena parte del muro de la entrada.
En ese punto, Fuller se dio cuenta de que Gregg le estaba tomando el pelo. Miró hacia Hook, pues sabía que este le diría la verdad, pero Hook estaba diciendo:
—Fue sorprendente cómo cedió la tapia. Uno hubiera pensado que caerían unas cuantas piedras de un extremo, y que las demás quedarían donde estaban. Pero cayó todo un triángulo: las grietas del mortero iban en línea recta. Lo cierto es que a Conner le va a costar su dinerito repararlo; los albañiles de hoy en día solo saben trabajar con ladrillos y prefabricados.
—¿Quién era el joven que vi en el prado? —preguntó Fuller.
—Quiere decir el gemelo de Buddy —dijo Gregg.
—¿El gemelo de Buddy? El gemelo de Buddy está en Arizona.
Gregg le hizo señas para que continuara la broma, pero Hook, que no captó nada, se volvió hacia Fuller, a quien todos sabían algo corto, y explicó:
—Ese joven conducía el camión de Pepsi-Cola, y no es como Buddy. Buddy recibió educación.
—Una educación que le enseñó a joder a todo el mundo —dijo Gregg.
Las anchas y pobladas cejas de Fuller se torcieron un poco. Estaba perplejo.
—Entonces, ¿quién es el que ha venido de Newark, el conductor o el gemelo?
—El conductor es el gemelo —dijo Gregg.
—El gemelo está en Arizona —repitió Hook—, en el sudoeste, donde hacen esas maravillas con el regadío.
—Y el tiro ¿quién lo disparó? —quiso saber Fuller, cuya escasa inteligencia elaboraba afablemente una tercera imagen de Buddy; este trillizo de su imaginación sostenía un rifle, pues Fuller sabía que en aquel lugar ninguna otra persona dispuesta ni autorizada iba a usar armas de fuego.
Ni Hook, cuya atención se había centrado en el tema anterior y que era incapaz de recibir impresiones no relacionadas consigo mismo, ni Gregg, que en aquel momento imitaba el ronquido del camión marcha atrás, sabían de qué estaba hablando Fuller.
—El chico, el gemelo —contestó rápidamente Gregg—, tenía un arma en el bolsillo. Era un duro. Trató de secuestrarme.
—¿Un arma de fuego? —preguntó Hook.
—El disparo sonó en la parte de atrás —dijo Fuller—. Por eso salí al prado, ahora lo recuerdo.
—Eso no fue un disparo —le dijo Gregg—, fue, simplemente, el crujido de su cabeza.
Pero, avergonzado de haber dicho aquello, Gregg se puso en pie y anunció:
—Iré por el postre.
Siendo el más joven y fuerte de los tres, era lógico que se encargara él de eso. Regresó con cuatro platos de plástico con melocotón en almíbar, y se comió su ración y la sobrante mientras sus compañeros todavía estaban cortando las suyas con la cucharilla.
Como la naturaleza no le había predispuesto a la soledad —de hecho un gregarismo innato había llevado a Conner a dedicarse desde muy temprano a una causa social, en lugar de buscar una carrera más elevada y egoísta, ya fuera en las ciencias o en las artes—, al enfilar la desierta escalera sentíase desesperado, y le alegró toparse con Buddy, su único amigo en aquel lugar. Con un portazo, el muchacho apareció en el vestíbulo, completamente empapado. La adherente camisa le moldeaba el torso. El cuello estaba descuidadamente abierto; en la V palpitaba la bronceada oquedad que la garganta mostraba en su base. Su cara estaba roja, a causa del esfuerzo, y su pelo, húmedo, tenía la calidad de los jacintos.
—Ya está —dijo Buddy respirando hondo y sin dar ninguna importancia a la presencia de Conner—. Los refrescos han quedado bajo los árboles junto al porche. Lástima que, como no sea Noé, nadie vendrá a beberlos.
La tranquila aceptación de la lluvia por parte de Buddy molestó algo a Conner, que la consideraba uno de sus enemigos personales:
—¿Por qué hubo de descargar usted las cajas? —preguntó Conner.
—¡Más de lo que exigía el deber! —cantó Buddy haciendo una parodia de Conner—. El conductor del camión, un joven encantador, estaba tan humillado por haber derribado el muro, que hubiera sido incapaz de terminar él solo la entrega. Su intención era saltar a la cabina y huir a Newark, donde se proponía, por lo que pude entender, desflorar a una belleza local.
—¿Qué muro derribó?
—El de la entrada. ¿No lo ha visto usted? Hizo bastante ruido.
—No, no me he enterado. ¿Tomaste el nombre del chico, o estabais los dos demasiado nerviosos?
—Yo estaba tan fresco como una rosa. Los nervios los tenía él. Incluso creyó que uno de los internos —un tipo bajito— pretendía esconderse en su cabina y huir. Yo le rogué que se llevara a varios, pero, con un temblor de sus perlados párpados, rehusó. Este es su nombre.
Conner tomó el pedazo de húmedo y arrugado papel que le ofrecían, garabateando con la caligrafía inclinada, bastante afectada, de Buddy.
—¿Qué cree que les dirá a los del seguro?
—Mentiras y nada más que mentiras. En sus momentos de calma, los más peligrosos, hablaba un español chapurreado.
—De acuerdo. Gracias por todo. Lo mejor será que vaya a cambiarse. ¡Perlados párpados…! ¿Qué fue del gato?
—Ya le puede tachar de su lista. Nadie sabrá nuestro secreto.
—¿Lo enterró?
—Todavía no. Corrí a rescatar a nuestro amigo Ted.
—Está bien.
Conner se permitió poner gesto, aunque poco, ya que, naturalmente, el muchacho no había tenido tiempo de enterrar al bicho y, por su parte, él hubiera debido estar allí.
—¿Podría ver los daños desde el porche?
—Nada más fácil, por desgracia. Es un buen boquete.
Dijo todo esto al vuelo, pues el muchacho ya corría escaleras arriba quitándose, de paso, la camisa.
La cálida sensación de cobijo que da un porche de barandilla salpicada por la lluvia no bastó para compensar la decepción que Buddy había causado a Conner, con quien había coincidido en condiciones antagónicas, y volvió a convencerse de que el destino de los hombres como él seguía consistiendo en encontrarse, excepto en los centros de administración, solos. Llovía a cántaros, aunque muy de vez en cuando una ráfaga de viento hacía que parte del agua se desplazara oblicuamente y golpeara la barandilla del porche provocando una pulverización tan fina, que lo que rebotaba contra la pared humedeciendo las amarillentas tablas, haciendo brillar la superficie de los tableros de damas y dando un tinte vainilla más oscuro a las sillas de mimbre no era tanto una neblina, como un aroma. El aire se hizo blanco y la horcadura de un relámpago se abrió sobre los lejanos huertos poniendo súbitamente de relieve cada uno de los esféricos árboles. Segundos después llegó el estampido. Las nubes formaban arriba un segundo continente, con su propio horizonte; una franja de plata vieja se extendía entre los perfiles casi tangenciales de las colinas y las nubes más lejanas. Una vez más, un relámpago abrió una grieta en el cielo, y el trueno le siguió más cerca. En el prado que se abría ante Conner, la única señal de la celebración de aquella jornada eran las mesas alineadas y los cables con bombillas de colores colgados de los postes. Los torpes viejos habían logrado realizar su trabajo.
Por entre la cortina de lluvia, los daños se apreciaban apenas: una mancha descolorida de cierta longitud, y una curiosa palidez, como si la pared estuviera rellena de conchas de ostra, o de fragmentos de argamasa. El contorno del muro no parecía haber sido afectado. Aunque hubiera podido ser peor, el daño era considerable. Con la escasez de obreros, iban a pasar algunas semanas antes de que consiguiesen un albañil y entretanto habría que recoger el cascote esparcido por el prado. El día de la feria todas las miradas se centraban en el asilo; Conner estaba seguro de que culparían a su administración por el aparente hundimiento y descuido del muro, y que hubiera ocurrido precisamente en la entrada, donde todos iban a verlo. Aquellas piedras caídas desmentían su concienzudo esfuerzo.
Conner aborrecía la maledicencia de la gente de la ciudad. Una frase de la molesta carta de aquella mañana le vino a la cabeza: Su deber es ayudar, y no estorbar, a esos viejos en su camino hacia el Premio Final. ¡El premio final…! ¡Aquel era el premio final! Se preguntó cuánto tiempo le llevaría a la gente dejar de ser tonta. A los lémures les había costado un millón de años enderezar su espina dorsal. Quizá fuese necesario otro millón de años para dragar las marismas del cerebro humano. La calavera de un animal es algo horrible, una gamella con colmillos, una burda concavidad. En la universidad le había escandalizado por el conservadurismo que mostraban los gráficos zoológicos. ¡Con qué lentísima precaución había retrocedido el hocico de la musaraña al paso que se abombaba su cráneo! Imaginaba a la mujer que le había enviado la carta, su ágil nariz rosada, sus débiles ojos temerosos, sus afilados dedos doblados como patas de cangrejo rascando el papel: una musaraña, una rata que se agarra a una corteza. ¿Cuándo morirían todas las musarañas para dejar que amanezca el día de los hombres?
Deseó que lloviera con mayor vehemencia. El volumen de espacio que había sobre el prado, dispuesto como una mesa para una fiesta, no daba impresión de estar vacío, sino lleno; la fiesta estaba siendo concurrida.
En el comedor casi todos habían terminado el postre, pero muy pocos se iban. ¿Adónde podían ir? Algunos días se apresuraban a salir al aire libre, o se agrupaban junto a la televisión, o corrían a su trabajo. Pero aquel día era algo que el tiempo no podía cambiar: una fiesta. Permanecieron sentados alrededor de las blancas mesitas disfrutando del clima corporativo creado por la común desgracia de ver aguada su fiesta.
—No recuerdo que ningún día de feria tuviese mal tiempo mientras estuvo Mendelssohn —declaró Hook.
—El cabrón de Conner no se atreve a asomar la nariz —dijo Gregg—. ¿Por qué no viene a comer, también él, de la bazofia que nos da a nosotros?
—¿Pueden imaginarse ahora a Mendelssohn? —preguntó Amy Mortis desde otra mesa—. Ahora estaría haciéndonos cantar y gritar oraciones y diciéndonos que todos tenemos que morir. Era todo un hombre.
—Pero volveremos a verle —le recordó su vecina.
En aquel mismo momento le vieron. Muchos ojos se habían levantado del plato y, movidos por un impulso común, se dirigían hacia el estrado donde el prefecto tenía instalada su mesa antes de que llegara Conner y juzgara arrogante comer en una mesa que la situaba por encima de los internos. Esos ojos conjugaron allí la figura del hombre rechoncho de traje oscuro y largas zancas huesudas, de pájaro, que cabeceaba mostrando los amplios orificios de su delgada nariz y los ojos, orlados de rosa, como si estuviera a punto de llorar, y volvieron a verse sentados ante las mesas de madera que ahora estaban en el prado, comiendo en largas hileras, en platos rajados y dispares, y después, cantando al unísono «Vendrá de la montaña», sucedida por «Adelante, soldados cristianos que marcháis como si fuerais a la guerra», y más tarde, por «Con los brazos muy abiertos, Él te perdonará». A medida que las canciones subían en tono religioso, los ojos de Mendelssohn tornábanse más rojos y él, llevándose repetidamente a las mejillas el enorme pañuelo que siempre llevaba, decía con su espléndida voz tranquila, audible hasta el rincón más lejano y para los oídos más sordos, que todos los allí presentes vivían cerca de la muerte, cuya sombra alcanzaba incluso a sus alegrías, y que, para él, oírles cantar era una emoción en la que alegría y dolor estaban tan entremezclados, que la risa y las lágrimas luchaban por adueñarse de su rostro; allí vivían, con la Muerte a su lado, tercer interlocutor en toda conversación, invitado en todas las comidas, y que hasta él, sí, hasta él…; pero, no… Aquel no era día para hablar de la mala salud. Como dijo el predicador, «Hay una estación para cada cosa, y un tiempo para cada actividad». Aquel era un día para el júbilo. Aunque de momento la lluvia hubiera oscurecido el sol, dentro de una hora sus rayos volverían a aparecer en todo el esplendor de su fuerza, y desde todos los puntos de la brújula personas en la flor de la vida, llevando a sus hijos en los brazos, acudirían a esta famosa feria.
Conner, entrando en la sala por uno de sus lados, había aprendido, en aquellos casi tres años, a conocer a sus pupilos lo suficiente para percibir, en el silencio y en la común orientación de las cabezas, el fantasma que gesticulaba en el estrado. Tomó una bandeja y la llevó hacia el mostrador con la cabeza ligeramente inclinada, a la manera del hombre que, por más desembarazado que sea, llega tarde al teatro.
La conversación empezó. El prefecto vivo desplazó al muerto. Buddy, que entró con una crujiente camisa y con el húmedo pelo muy alisado por el peine, parpadeó al oír el estruendo, como de una enorme fiera furiosa encerrada en una jaula acústica. Los viejos empezaron a ponerse en pie y marchar; Buddy y Conner tendrían que terminarse su comida en una sala casi desierta, mientras los ayudantes de cocina —jovencitos y matronas de la ciudad de Andrews— esperaban sarcásticos la entrega de aquellos últimos platos sucios. Muchos de ellos llegaban a trabajar a mediodía, de manera que la cocina olía a impermeables.
Gregg alcanzó a Lucas donde Conner y Buddy se había encontrado media hora antes. Un rectángulo de agua manchaba todavía el linóleo carmesí que el uso había vuelto castaño donde caminaba la gente.
—¿Dónde diablos ha estado toda la maldita mañana? —preguntó Gregg—. ¿Le ha nombrado Conner Inspector de Basuras?
—Estuve en la ciudad.
El labio inferior de Lucas, que tenía la forma de una de esas monstruosas bayas que en realidad son producto de un injerto de dos, sobresalía desafiante. Cada vez le gustaba menos Gregg, un hombre que no sabía lo que era una familia, que nunca había tenido una mujer a quien ofrecer el mejor lado de una cama, que seguía viviendo en el mundo irresponsable de un muchacho.
Cobarde ante toda hostilidad manifiesta, Gregg cambió de tono:
—¿Qué dijo de las chapitas?
—Dijo que las han puesto por nuestro bien.
—¡Y una mierda! El día que ese maricón me dedique uno solo de sus buenos pensamientos, yo seré un saco de fertilizante.
—Curiosa su manera de discurrir. Dijo que algunas mujeres se habían quejado en nombre de sus maridos, que no consiguen una silla cuando regresan de los campos. Por eso decidió poner esas chapitas y asignar individualmente las sillas.
—Dios, menuda chifladura. Este es más bobo que Mendelssohn con todos sus himnos y cánticos. Jesús, no pueden estar peor las cosas.
—Después me hizo ir al ala oeste, pese a que yo no me había quejado, y Angelo estuvo pinchándome la oreja tanto rato, que no me extrañaría que me hubiera dejado sordo.
—Espero que así sea. Así podrá demandar a estos jodidos. ¿Sabe qué se me ocurrió? Esta mañana metí un gato aquí dentro, y lo que tendríamos que hacer es arrancar las chapitas y hacerle un collar al gato (es un gato que está muy enfermo, puede morirse en cualquier momento) y soltar al animal en la oficina de Conner. De todas formas, el gato le tiene acojonado; esta mañana estuve hablando con él.
—¿Que usted estuvo hablando con él?
—¿Y por qué no? Qué diablos, vino a meter las narices y yo fui y le dije: vigile que el gato no se lo coma, Conner. Y añadí: este sitio está lleno de fieras salvajes, Conner, osos y tigres grandes como su cabezota. Hubiera tenido que ver la cara que puso.
Lucas sonrió.
—Y él ¿no dijo nada?
—¿Qué iba a decir? No es mi jefe. No hay nadie aquí que sea mi jodido jefe. ¿Cree que miento?
—No, desde luego. Leones y tigres…; le creo, Gregg.
—Osos y tigres. ¿Para qué fue a la ciudad?
—¿Cuándo?
—Esta mañana. ¿No dijo que había ido a la ciudad? Lucas, usted siempre sale con evasivas. Tiene cara de andar con evasivas, y así es.
Deseoso de contraatacar, Lucas asió el arma que más a mano tenía, su arma favorita: la verdad.
—He ido a la ciudad a comprar una botella de whisky. Angelo me dio la idea.
—¡Una polla te has comprado whisky!
—Que sí. Tengo dinero. Aquí hago algunos trabajos.
—Claro, trabaja de amigo de los cerdos. Así que el chico de Marty se ha comprado una botella de whisky.
El cerebro de Lucas, si no hubiera sido porque el sordo dolor de oído lo ocupaba casi por entero, le hubiera ordenado retirarse, pues los celos de Gregg llevaban a su lengua más allá de los límites de lo razonable.
—Así es que el porquerizo, el guarda-pájaros va a sentarse en su coquetona habitacioncita llena de santos y cogerá una merluza. El hijoputa, menudo cuadro.
—Martha no beberá ni una gota —dijo Lucas para dejar patente que actuaba por iniciativa propia.
Pero la frase sonó con tan poca fuerza, que Gregg rompió a reír encantado, con auténtico buen humor.
—Bueno, pues repártalo conmigo. Y con alguno más que seguramente encontrará. ¿Dónde lo tiene?
—En mi habitación.
—Nos encontraremos en el porche. No habrá nadie sentado allí, con esta lluvia. Robaré una copa. Ea, todavía haremos una fiesta de este jodido desastre.
La imagen sugerida a Lucas por Angelo era la de varios hombres bebiendo en compañía en la hierba, detrás del muro: algo infactible en aquel momento debido a la lluvia; de modo que aceptó.
Hook se apresuró para poder entrar de los primeros en el salón comunal, lo que había sido el gabinete de Andrews, de muebles tapizados de cuero negro y con su enorme chimenea. Sabía que encontraría en la mesa redonda del centro el periódico que había llegado con el correo de mediodía. Estaba allí, esperándole. Muchos de los que lo codiciaban habían ido a la salita que estaba al otro lado del vestíbulo, para ver si habían llegado cartas. Hook tenía esta ventaja: no había en el mundo de los vivos quien pudiera escribirle una carta.
Se arrellanó en el sofá y desplegó el periódico por la página de las notas necrológicas. Después de mirar por encima aquellos nombres desconocidos, dio la vuelta al periódico para ver la página opuesta, la de los editoriales. El principal llevaba por título «Los dos cuernos del dilema canadiense».
¿Qué puede hacerse frente a la altivez de Montreal? La opinión pública se está levantando histéricamente contra nuestro vecino del norte. Hace dos meses este Dominio quedó patentemente excluido de todas las presidencias de la Conferencia del Hemisferio Libre, celebrada en Tampa. La orientación cada vez más austral de nuestros políticos recibe por respuesta el odio que desde todas las esquinas se grita contra la Vieja Dama del Norte. Este es el momento, si es que hay alguno, de revisar en pequeña escala las causas y los factores que han conducido al embrollo canadiense con que se enfrentan ahora los hombres que dirigen nuestra política.
La vía marítima del San Lorenzo, que está a menos de un año de sus bodas de porcelana, creó un nuevo Mediterráneo en el corazón del país. Los puertos del Gran Lago, Chicago, Detroit, Duluth y otros, se han expansionado orgullosamente para adecuarse a su nueva función de puertos oceánicos. A pesar de las advertencias de los industriales de la zona Este, Washington no dio ningún paso para impedir que el fiel de la economía nacional abandonara su posición tradicional, en el Nordeste, para desviarse a esta nueva zona. Y el cambio ha causado incalculables daños, a largo plazo, a la industria y a las compañías navieras de Nueva Jersey. Montreal esperó que llegara su momento. Solo cuando el compromiso de los capitales y de la mano de obra era ya irrevocable —y aquí está la prueba del completo cinismo de sus motivaciones— pusieron en práctica nuestros vecinos su maniobra de estrangulamiento. En los últimos seis años, los ingresos cobrados en las esclusas del San Lorenzo han aumentado más de cuatro veces. El Medio Oeste norteamericano ha despertado y descubierto que se encuentra en las mismas humillantes relaciones que en Sudamérica ha sostenido Paraguay con Argentina, a horcajadas sobre su única arteria en dirección al mar. En el momento en que escribimos este artículo, enviar por mar a Europa una tonelada de cereales de Nebraska es más caro desde Chicago, que desde San Francisco, a través del canal de Panamá…
El dilema canadiense tiene, sin embargo, dos cuernos. Por un lado.
A Hook le costaba leer aquello. La luz que entraba que a su espalda filtraban las ventanas veíase muy reducida por el mal tiempo, y tenía que sostener el periódico a un lado, para evitar la sombra amarilla que de lo contrario daba su cabeza, inclinada como la tenía, hacia atrás, para sacar provecho de sus lentes bifocales. Su atención se desvió al chiste político. Una anciana dama, envuelta en un chal que tenía escrito la palabra CANADÁ, sonreía hipócritamente mientras retorcía el brazo de un Tío Sam convertido en una espiral tan apretada como la de una cuerda y por cuyo rostro se deslizaban lágrimas. El pie decía: «No te preocupes, Sam, todavía podemos enderezarte ese brazo».
Hook dobló el periódico horizontalmente y se lo puso en las rodillas. Entrelazó inmaculadamente los dedos y se los apoyó en el abdomen, que formó una cómoda pendiente al abandonarse él a la inclinación del respaldo. Sus ojos descansaron en el dibujo de la vieja dama, que parecía muy agradable y animada. Sin darse cuenta, fue perdiendo conciencia y se sumió en el sueño.
Martha había llegado a la habitación antes que él.
—No está —decía—, no está el pajarito.
Se había sentado a la cama, con el regazo desconsoladamente desplazado. Toda su locuacidad ante el público (bien la conocía su marido) se había esfumado.
Él miró mecánicamente, en busca de una señal de vida, en la jaulita, cuya delicada puerta permanecía abierta de par en par. El bañito blanco, como una salina en miniatura, tenía un silencioso ojo de agua. La lluvia que caía fuera a un ritmo constante cubría los cristales de la ventana de una película de gotas y parecía estar llamando a ese ojo.
—No sé qué podemos hacer —dijo Lucas.
—Sé que se ha enganchado en alguna parte. Las garras eran casi circulares; ¿por qué no llevaste al pobrecillo a la ciudad?
—Mira, Martha, ¿crees que en la jungla hay quien se dedique a cortarles las uñas a los pájaros?
—Eso ocurre en la jungla. Cuando los sacas de la jungla, te haces responsable de ellos.
—Bueno, miraré por el vestíbulo.
—Oh, mis pobres piernas.
—A ver.
Se acercó a la cama, ahuecó la almohada, después cogió los tobillos de su esposa y, acomodándose a la débil protesta del cuerpo de ella, levantó sus piernas hasta la cama, con lo cual la cabeza basculó hacia la almohada. Quedó ella con la mirada fija en él.
—Toda la mañana de pie, haciendo esos bollos que ahora no pudo vender —dijo.
Él cogió la delgada colcha plegada a los pies de la cama, la desdobló, y se la echó encima conforme decía:
—Hay humedad en la habitación.
—Es que ha descendido la temperatura de repente —concordó ella—. Puedo aguantar las punzadas, pero este dolor sordo, que no para…
—Cierra los ojos —dijo él—, y, cuando los vuelvas a abrir, verás lo que hay en la jaula.
—No hemos tenido carta de Joan —dijo ella, los ojos ahora cerrados.
Al salir, Lucas puso mucho cuidado, al levantar la botella, que estaba en el buró, en que no crujiese la bolsa de papel. Cuando llegó al vestíbulo, la ocultó en una hornacina detrás de una estatuilla de mujer cuyos muslos se perfilaban bajo una mojada camisa de dormir. Una de sus manos flotaba en el aire, y las yemas de los dedos de la otra se apoyaban en una cadera. El pedestal en que se posaban sus pies descalzos estaba pegado con yeso a la base del nicho, y por eso nunca la habían movido, pese a que el polvo formaba ya en sus hombros un manto negro. Las manchas de suciedad que habían caído sobre los planos de la cara, vuelta hacia arriba, contrastaban con el blanco brillante de los puntos cobijados —los ojos y la zona que había bajo la nariz y los labios—, y la camisa le daba un aspecto bufonesco y ansioso que nada tenía que ver con el modelado.
El periquito debió volar hacia la izquierda, pues por la derecha, pasadas tres puertas, se llegaba a un rincón con una ventana enrejillada que, abierta con gran esfuerzo, daba a una escalera de incendios. Ventana y escalera eran una innovación de Conner; en tiempos de Mendelssohn hubieran muerto abrasados todos.
Estaba en el tercer piso. Lucas avanzó por la izquierda a lo largo de un pasillo blanqueado, y llegó a una intersección: cuatro esquinas afiladas como cuchillos. Una de las paredes guardaba su antiguo empapelado de medallones; las otras, de color marfil, habían sido pintadas por atomización. Lucas miró hacia su derecha, y allí, aleteando frente a otra ventana de cristal y rejilla, arco verde que apuntaba hacia el suelo, casi negro contra el luminoso color de la lluvia, estaba el periquito.
Lucas se acercó despacito; pero, antes de que pudiera alcanzarlo, el pájaro, más por propia voluntad que por haber comprendido que le perseguían, salió volando más a la derecha, hacia otro pasillo. Cuando Lucas llegó al final de este, el pájaro ya había desaparecido. Una vez más, aquellos conductos de madera y yeso carecían de sentido. El corredor que lógicamente debía haber elegido el periquito tenía ventanas en su lado derecho y vibraba con las sombras del aguacero que caía fuera. Esta hilera de ventanas hacía que el pasillo pareciera la quieta atmósfera libre de la cabina de un buque; la luz fría y húmeda de polvo, como la del mar.
Sin hacer ruido, Lucas recorrió todo el pasillo, pegado a aquel muro, que era la casa; abajo resultaban visibles, en escorzo, los tejados y fachadas de algunos cobertizos. A través de la puerta de uno de ellos, Lucas vio una alfombra de paja seca extendida bajo el techo. Los radiadores que había bajo las ventanas estaban funcionando; el vapor ascendía hacia los cristales más bajos. Las sucesivas puertas que había a su izquierda estaban cerradas; de vez en cuando una grieta dejaba ver manchas de pintura, ropa y materia muerta. El pasillo conducía á la escalera. Lucas cruzó esta con prudencia; el sigilo de su paso hacíale sentirse tremendamente denso, cósmicamente grande: Júpiter y Saturno eran sus hombros.
Los movimientos de sus pies llegaron a hacerse inconscientes; la firme masa de la escalera que subía al cuarto piso pasó frente a él y quedó a su izquierda. Se detuvo de repente suspendiendo su pesada respiración. El pájaro aleteaba ruidosamente sobre el pasamanos de acero del cuarto piso, tratando de afirmar sus torpes patas en aquella percha demasiado ancha y aleteando para conservar el equilibrio. Era tan pequeño el periquito, que a intervalos Lucas perdía de vista su verde en la multiplicación de los planos que se creaba al mirar desde abajo y diagonalmente el hueco de la escalera. Por fin, temblequeando un momento y batiendo las alas, remontó el vuelo en aquel imponente espacio y se quedó como en suspenso, irritadísimo, batiendo las alas, no tanto para volar como por efecto de una rabieta, por encima de Lucas, que miraba suplicante su blanco vientre según abría los brazos, con ánimo de cazarlo en su caída. El periquito plegó las alas y descendió en picado entre la cabeza de Lucas y el borde inclinado de hierro verde oliva que había bajo las escaleras, viró luego hacia otro pasillo, y, con un brusco movimiento regresivo, aterrizó y, con todo el aire de un pequeño caballero, entró caminando por una puerta abierta.
Desesperado, pero convencido de que la captura era cuestión de instantes, Lucas echó a correr pasillo adelante, tan poco acostumbrado a las carreras que lo hacía de lado y rozando la pared con el hombro. Estaba en el ala oeste. Alcanzando la puerta que el periquito había cruzado, la abrió de golpe. En una blanca cama un inválido yacía adormilado por fuertes inyecciones bajo una sábana, también blanca, que flotaba allí donde hubiera debido arropar las piernas. El periquito se había instalado al pie de la cama.
No resultó sorprendente que brotara la flor verde; la aparición de un oso pareció ser consecuencia del primer fenómeno. Luego, el oso gruñó. Parecía apenado por algo, pero también él estaba apenado, y, aunque no había ninguna necesidad de hacerlo, sonrió. El oso estiró el brazo; la flor saltó, pasó rozando el techo y, a una orden del oso, la puerta se cerró bruscamente diciendo: «Idiota». El oso levantó sus negros brazos y, hundiéndose, desapareció de la vista; entonces la flor rebrotó en la cama con un temible ojo brillante. Se alegró cuando volvió el oso. Cayó una silla perezosamente, y como es natural, el oso se sintió apenado y avergonzado por ello. Después el oso, muy listo, arrancó la flor verde de un cuadro de la pared. Estaba tan orgulloso, que trató de enseñarla. Pero, claro está, si abría demasiado las manos, la flor podía saltar de nuevo. Se le ocurrió que todo aquello había sido organizado para divertirle, y rio amablemente, para que se sintieran apenados, y continuó riendo cuando ya habían cruzado la puerta, de modo que pudieran oírle, aunque, cosa curiosa, no sintió pena cuando volvieron a dejarle solo.
Abajo, lo extraño fue la entrada de Conner en la sala de estar. Él mismo notó, y de modo muy agudo, esa extrañeza; era una crítica contra él. Cuando el comedor se vació rápidamente después de su llegada, el parloteo de Buddy no hizo sino espolear la idea de que en dos años y medio había fracasado completamente en su intento de hacer amistad con aquella gente. Y, muy trascendental para él, se le ocurrió que debía transmitirles algo, un mensaje más importante que su deseo de ser amigo de ellos, aunque quizás la palabra adecuada no fuera «amigo», sino «guía». Por eso decidió, con gran valentía y a sabiendas de que el día ya estaba echado a perder de todas formas, confraternizar con ellos. En esa decisión intervenía la sospecha de que Mendelssohn —tan presente en el ambiente desde que había empezado la lluvia— hubiera actuado así. Sin embargo, una vez en la habitación donde, le constaba, solían reunirse, dudó; los viejos se apretujaban en el sofá y en las sillas próximas a la ventana, su interés centrado en una conversación. Solamente Mary Jamiesson advirtió su entrada. La sorpresa que pudo captar en su cara le hizo más difícil aún anunciar su presencia y remachó el clavo de su silencio.
Hook estaba diciendo, en tono de discurso:
—… recibió dinero de manos de los industriales del norte. Eso, al menos, se decía en tiempos de mi padre.
—La próxima vez que le caiga en las manos, John —dijo Amy Mortis—, mire un centavo de los viejos. Esa cara no es la de un hombre que se ha entregado a la corrupción.
—Que tu efigie aparezca en una moneda —fue la meditada réplica— no quiere decir que seas un hombre honesto. De otro modo, ¿cómo podríamos tener la opinión que nos merece Nerón?
Hook inclinó su cigarro, satisfecho de sí mismo. El bocio de su antagonista se agitó con el duro contraataque:
—¿Piensa, entonces, que no hubiéramos debido liberar a los esclavos? ¿Cree que tendrían que seguir siendo esclavos?
—Entonces lo eran. Si los industriales del norte se hubieran preocupado un poco más por los esclavos de sus propias fábricas, y menos por los que había en los campos del Sur, no hubieran necesitado esa guerra, orientada hacia los beneficios de la venta de municiones. Pero estaban celosos. Sus corazones se consumían de envidia. Habían recibido una paliza en el Pánico del 57. La civilización sureña amenazaba sus bolsillos. Y, como suele hacer la minoría adinerada, contrataron a un abogado que les hiciera el trabajo sucio: Lincoln.
—¿Qué, hubieran tenido que seguir oprimiendo a los negros? —Volvió Amy a su acusación, diciendo implícitamente que el viejo polemista se había escabullido sin darle una respuesta.
Conner ideó una forma de aplazar el momento de entrar en su círculo. La habitación estaba húmeda y fría, debido al cambio de tiempo. Ninguno de los internos había pensado encender el fuego, pese a que había leña seca amontonada en forma de pirámide junto a la gran chimenea, una mole negra, esculpida, enviada desde Baviera por la señora Andrews como fruto de una rápida excursión. Para encender el fuego solo necesitaba papel. Lo buscó de un lado a otro, seguido solamente por la mirada de Mary Jamiesson, que le estudiaba; acostumbrado a su oficina, le asombró comprobar que pudiera haber tan poco papel en una habitación. Por fin encontró, en una esquina oscura, meticulosamente amontonados sobre una mesa, algunos ejemplares de una publicación mensual de la diócesis luterana, titulada Dulce Caridad, que recibía un interno del asilo, fallecido el año anterior en el ala oeste. Aquel mohoso montón parecía un monumento en memoria suya. Conner tomó varios ejemplares y los estrujó.
—No digo que oprimidos, pero tampoco esparcidos por doquier —repuso Hook—. ¿Dónde cree usted que iba a encontrar trabajo el negro liberado, sino en la plantación donde había vivido? Porque ¿acaso lo querían los industriales del norte en sus ciudades? Estimada señora, si me concede un minuto de su tiempo, me gustaría contarle una anécdota. Rafe Beam, el hombre que mi padre contrataba, niño yo, para trabajar en la granja que tenía a quince quilómetros del Delaware, hacia este lado, procedía de Pennsylvania y había crecido no muy lejos de una colonia de cuáqueros. Entre los habitantes de la ciudad, los cuáqueros gozaban de gran reputación por sus buenas obras, y en tiempos de Buchanan habían sido muy alabados por ayudar a pasar hacia el Canadá a los esclavos que huían. Ah, pero la verdad de la cuestión es que el viejo ese, que era el patriarca de la secta, albergaba a los negros en verano, cuando podían trabajarle los campos sin cobrar ni cinco, y luego, al llegar el frío invierno, cuando las cosechas estaban ya recogidas, les echaba, por más que en su vida hubieran visto un verdadero invierno. Un negro le plantó cara, al ser despedido, y el viejo, plantado en la puerta de la casa, le dijo ásperamente: «¿No oyes que tu Señor te llama?».
Todos rieron; Hook era un experto imitador. El silbido de la avaricia y el agudo tono musical de la hipocresía habían sido reproducidos perfectamente, y el rostro de Hook había operado una maravillosa transformación: el labio superior plegado por la ira, y, luego, adelgazado y tenso, para aumentar la expresión de santurronería de sus arqueadas cejas. Sonriendo un poco, cogió el cigarro y concluyó:
—Y, sin duda alguna, era uno de los mejores tipos de entre los que deseaban ayudar al negro.
A Conner le sorprendió escuchar una discusión tan viva de un tema tan muerto. La oposición entre republicanos y demócratas era irreal desde las administraciones republicanas de la última generación. La palabra «negro» estaba, por sí misma, anticuada. La gente de color dominaba las artes y la cultura popular; el matrimonio interracial se había puesto de moda, y hasta era recomendado por los psicólogos; con la excepción del estado de Virginia, en todos los demás la separación por el color de la piel había desaparecido. Las reformas por Decreto, que tanto revuelo habían causado en la juventud de Conner, parecían no haberse llevado a cabo, a juzgar por la forma de hablar de Hook.
Silenciosamente, Conner dispuso papel y leños y aplicó una cerilla. Imaginaba su presencia proclamada finalmente por el triunfal estallido de las llamas. El satinado papel de Dulce Caridad ardía, sin embargo, muy a desgana, y el oscuro humo aceitoso que se deslizaba por los espacios que separaban los leños insistía en fluir hacia el interior de la habitación. Al cabo de un minuto, las llamas ya visibles, resultó claro que la chimenea no iba a absorber el humo; tenía el cañón cerrado. Presuroso, Conner introdujo la cabeza en la chimenea, en busca de una palanca que abriera el tiro, pero la retiró con la misma rapidez, al percibir el olor a pelo chamuscado. La palanca debía de estar en el exterior del hogar. Mas no parecía haber allí más cabezas en relieve, espirales y querubines salpicados todo reflejos. Falto de confianza en sus ojos, palpó con las manos, de un lado a otro, la historiada superficie, fría como el mármol.
—Supongo que Buchanan —dijo la señora Mortis— hizo una labor de primer orden, ¿no, John?
—Su talla no ha sido apreciada como era debido —replicó lentamente Hook—. Fue el último presidente que representó verdaderamente a todo el país; después de él, los estados del Sur se convirtieron en esclavos de Boston, ni más ni menos que Alaska. Buchanan, sabe usted, había sido embajador en Rusia, donde gozaba de gran estima.
Un hombre pequeño, de anchas cejas, que, según creía Conner, se llamaba Fuller, se acercó sin hacer ruido y le susurró:
—Creo que esto sirve.
El hombrecillo tocó algo parecido a una cadena corta, que colgaba de la boca de un oso, y Conner tiró con fuerza de ella. Durante unos instantes el fuego siguió humeante y perezoso, y después empezó la corriente de aire; de pronto, el humo ascendió con viveza y los secos troncos crepitaron.
—El abedul huele de un modo especial, ¿no? —dijo Fuller.
—¿De dónde sale este humo? —preguntó Amy Mortis en voz alta.
—Hemos encendido el fuego —dijo Fuller antes de que Conner pudiera hablar.
Conner se preguntó si aquel hombre sabía quién era él, y si esa era la razón de que tratara de protegerle. Pero, si no lo había reconocido, ¿por qué había acudido en su ayuda cuando no encontraba el mecanismo que abría el cañón de la chimenea? Todas las miradas del círculo, menos la de Hook y la de una mujer ciega, se volvieron hacia él. Sabía que debía hablar y tomó aliento antes de hacerlo.
Fijos los ojos en una viga del techo, Hook introdujo una variante sobre el mismo tema:
—El pánico de 1857 fue, en realidad, el motivo del ataque contra el Sur; no, los negros. Cuando cesaron los tiros, los negros se convirtieron, simplemente, en un pretexto para malversar. La administración de Grant, un hombre de Lincoln, fue sin duda la que alcanzó el mayor grado de corrupción en toda la historia de este país, hasta que otro republicano, Harding, llegó al poder. Todavía andaba por ahí en mis tiempos: un hombre al que, pensaba uno, la suciedad no podía adherirse, alto como la puerta de una iglesia y aseado como Moisés…
—No puede usted echarle a Lincoln las culpas de lo que hizo Grant —dijo la señora Mortis.
El bigote de Hook se ensanchó en un gesto humorístico.
—Eran carne y uña, como Baal y Mammon —replicó—. Lincoln no era un amante de la ética. En su vida privada era un ateo, sabe.
—¿No era un deísta? —dijo Conner—. Un unitario.
—¿Está con nosotros el señor Conner? —exclamó con bella voz. Elizabeth Heinemann, según su cabeza giraba patéticamente sobre el delgado cuello, como si pudiera ver.
—Sí, querida —dijo Mary Jamiesson—, nos ha estado encendiendo el fuego.
—Ya he oído que alguien lo encendía. Gracias, señor Conner.
—Gracias —dijo como un eco Tommy Franklin, y sonaron otros murmullos.
—No hay de qué, yo…, siento que esta lluvia haya retrasado la feria.
—No es culpa suya —dijo la señora Mortis.
—No puede usted cargar con la responsabilidad de todo lo que pasa —agregó la ciega.
—¿No? —dudó Conner, impresionado por la forma en que lo había dicho.
La señora Mortis, actuando de manera ligeramente intencionada, como si el niño de sus anfitriones hubiera entrado sin haber sido llamado a la habitación y no le correspondiera a ella censurar su presencia en aquel lugar, continuó, dirigiéndose a Hook:
—Bueno, cuando llegue Arriba, haré que Lincoln y su amigo Buchanan se pongan un momento el uno al lado del otro, y ya veremos cuál de los dos tiene las alas más grandes.
Hook no contestó; se limitó a sonreír y dejó caer humildemente el mentón sobre el pecho. En presencia de Conner, le dictaban sus modales, lo más diplomático era la discreción.
En cambio, a Conner le pareció que su presencia estimulaba a Elizabeth.
—¿Y qué otra cosa hará usted, Amy? —preguntó la ciega después de una pausa.
Sus vocales eran de diferentes colores, y las consonantes, como las tiras de soldadura de una ventana de cristal emplomado.
—¿Dónde?
—En el cielo. Me parece que no hablaba del todo en serio cuando dijo lo de antes.
—¿No? Bueno, puede pensar lo que quiera. Está en su derecho.
El volumen de voz de Elizabeth aumentó conforme volvía la cabeza:
—¿Usted cree, señor Conner…?, ¿está aquí todavía?
—Sí, estoy aquí.
Conner estaba de pie detrás de ella; no tenía a mano ninguna silla donde sentarse, ni parecía que el tiempo que iba a pasar con ellos justificase salir a la busca de una.
—¿Cree usted que podremos ver en la Otra Vida?
A medida que se prolongaba la pausa, Conner comprendió que inspiraba respeto; ellos estaban pasados de moda y él estaba al día; ellos eran ignorantes y él, culto. Enmudecidos, ahora le miraban esperando algo que, fuese lo que fuera, no coincidía con la respuesta que honradamente debía dar. Es necesario destruir todo falso consuelo, si se quiere ofrecer un consuelo auténtico:
—Yo no lo creo; la vista es una función de los ojos, y debe desaparecer con ellos.
—No tema escandalizarnos —dijo Elizabeth con una amplia sonrisa—: esto es América y aquí, como dice Amy, todos estamos en nuestro derecho de sustentar nuestras creencias. Yo estoy de acuerdo con usted. Cuando era una chiquilla, pensaba que el Cielo sería un sitio donde podría ver, pero ya no soy una chiquilla. Soy una mujer lo bastante vieja para tener ya un poco de juicio, aunque, naturalmente, no pueda compararse con el suyo, señor Conner, ni con el de usted, señor Hook.
—Yo no sé nada —protestó Hook.
—De niña —continuó Elizabeth Heinemann después de esperar un momento, por si Conner también quería hacer un comentario— creía que todo lo que había en la tierra se encontraría también en el cielo, hasta las agujas de tejer de mi madre y un acerico que tenía en forma de calabaza. Durante toda mi infancia vi estas cosas de un modo confuso, y más tarde, en las semanas posteriores a mi última operación, antes de que todo el trabajo que habían hecho los médicos se viniera abajo y se desvaneciera toda esperanza, las vi con gran intensidad. Vaya, ¡Elizabeth! ¿Por qué sigues hablando de ti misma?
Aunque eran exclamaciones, las lanzó en tono extrañamente neutro, quizá, tras su larga desventaja en el juego humano de la acción y la reacción, este ya no tenía para ella ningún interés; la descarga de lo acumulado en su interior se producía tan sin tropiezos, que forzaba al silencio que exigen las ceremonias sagradas. Conner, que se encontraba de pie cerca de ella, amaba en cierto modo aquella mujer, por su belleza física, hasta el punto que la total interioridad de su vida no le resultaba repulsiva; y cuando ella, notando en el silencio de los demás su consentimiento para que prosiguiera, se dirigió a él para interrogarle, lo lamentó.
—Señor Conner, ¿se ha formado alguna idea del Cielo?
—No, me temo que no.
—Yo, tampoco. Ya no sé qué es el color ni qué representa un rectángulo. Y no importa, no importa —insistió según agitaba la cabeza en son de reproche desde el alto tallo de su cuello y sonreía vivamente hacia el punto situado entre Hook y Mary Jamiesson—. Para mí, las cosas que usted ve consisten en el tacto que me ofrecen y en el sonido que producen, porque todo, hasta las cosas inanimadas tienen su sonido; cuando me acerco a un objeto, antes de que lo toque dice «sí», y, cuando avanzo por un pasillo, la pared me va diciendo «sí, sí», y sé dónde están las paredes y camino entre ellas. Me guían, es cierto. Al principio, cuando empezó a nacer ese sentido, temía que esas voces entraran en mi oscuridad; eso ocurrió antes de que olvidara qué era la oscuridad, cuando todavía recordaba la luz. Me entienden, ¿no es así? Oía hablar a las paredes, pero no me daba cuenta de que me decían: «No temas, Elizabeth; estoy aquí»; sí, como el señor Conner cuando hablaba hace un momento. Creo —perdió el dominio de su voz y el tono subido, para después descender con recato, y durante aquella fracción de segundo Conner tuvo tiempo de compadecerse de los temblores que agitaban la mente de aquella mujer, aquellas tímidas alucinaciones que, si el universo hubiera sido hecho por el hombre, hubieran sido pruebas palpables, y no: lo que eran, imágenes proyectadas en una catarata—, creo que vivimos en una casa de muy pocas ventanas, y que, cuando morimos, nos mudamos al aire libre, que el Cielo será, ¿cómo decirlo?, una niebla compuesta por todos los goces que las sensaciones nos ha ofrecido. Perfumes, niños hablando, ropa en contacto con la piel, hambre satisfecha en cuanto aparece… Las otras almas harán sentir su presencia como gotas de agua que se nos posaran en los brazos.
»Viviendo en esta casa, donde no hay motivo para los celos —pues ¿no les parece que los celos son el único pecado digno de ese nombre?— he llegado a comprender lo dulce que es una presencia humana, cuán tímida y segura. En cambio, de niña, cuando ya no veía bien, odiaba a la gente, la odiaba muchísimo. Los demás podían correr sin tropezar, y comer sin derramar los alimentos. Yo creía que verme comer debía resultar un espectáculo muy desagradable. Mi hermana solía leerme cosas; yo la odiaba. Creía que mis padres la querían a ella, y que a mí solo me compadecían. Muchos chistes yo no los comprendía. Seguramente hice oídos sordos a todo eso. Sé que abusaba de mi incapacidad de ver claramente, para hacerles daño a mis padres. Pero, cuando por fin mi vista se apagó del todo, cuando dejé de ver esas iracundas manchas cuyo sentido no acababa de comprender, todo cambió. Una voz dejó de ser una cara retorcida para pasar a convertirse en algo musical. Sentada en la misma habitación que mis padres, notaba que sus emociones me bañaban los costados, percibía en su conversación mil detalles que ellos ignoraban, sentía que mi presencia les comunicaba alegría y gratitud. Porque, cuando adolescente, ese era el efecto que causaba mi presencia.
—No debería usted negarse a sí misma posibles bendiciones —dijo Hook.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Elizabeth ante la inesperada acusación de orgullo y el temple de su bella voz se vio alterado por la emoción de su protesta:
—Señor Hook, nunca he negado nada; yo lo acepto todo.
—Quería decir —afirmó él lentamente—, la bendición que sería volver a ver.
—Pero ¿cómo es posible representarse el cielo sin renunciar al buen juicio? El señor Lincoln con alas; algo parecido a un mantel extendido, y la gente, separada por largas distancias, que para recorrer le obligaría a una a viajar como un avión… No. ¿No les parece absurdo? Al señor Conner sí se lo parece. ¿Cómo puede haber un Cielo para nosotros, si la vista separa, y juzga, y marca diferencias a las que puede aferrarse la envidia? ¿Por qué nos enseñan, de niños, a cerrar los ojos para rezar? Por favor.
»Hace años, cuando todavía tenía problemas, escuché a un ministro del Señor, que decía por la radio: “En el Cielo no hay apariencias”. En ese momento aquel hombre fue para mí la voz misma de Dios. “En el Cielo —dijo, me decía— todos, todos serán ciegos”. Y no tiene por qué temer, Amy, porque yo sé qué es eso, y, en cambio, todos ustedes lo ignoran.
Era cierto: la señora Mortis había hecho un ademán de indignación.
El agua pulverizada rebotaba hacia arriba cuando la fuerte lluvia golpeaba la barandilla del porche, y brillaba como si el sol, hundido allá en lo alto, tratara de encender el arcoíris en la niebla. La atmósfera se había aligerado tras los primeros truenos; estos se habían desplazado lentamente hacia el norte. Gregg, reunido con otros tres hombres de su mismo atolondrado y desafiante temperamento, se impacientaba aguardando la llegada de Lucas. El temor de que no hubiese botella, de que Lucas hubiese mentido, trapisondista como siempre, y de que él, Billy Gregg, hubiera reunido a sus amigos solamente para hacer el ridículo y pasar por tramposo, tornóse pétreo convencimiento.
—Al menos, esta mierda de lluvia —gritó en tono abrupto— joderá la maldita feria de Conner.
Uno de los hombres, August Hay, un fracasado de Filadelfia que años atrás había vendido helados en lo que entonces era el parque Shibe, rio; reía por cualquier cosa. Vista de perfil, su cara se distinguía, sobre todo, por las profundas grietas que corrían mejilla abajo desde el borde del ojo. Mientras que la red de arrugas de Gregg daba la impresión de enjaular una energía inteligente pero sojuzgada por el pánico, la de Hay parecía testimoniar un hundimiento ocurrido hacía mucho tiempo. Tanto la estriada piel, como la punta de la nariz y los párpados inferiores, de un rosa sangre en su borde interior, estaban caídos. Hay y sus dos compañeros no daban señales de impaciencia; no tenían ninguna responsabilidad en el asunto; el porche era un sitio tan bueno como cualquier otro para esperar a que escampase. Hablaban entre sí, a cierta distancia de Gregg, a quien apenas veían desde que frecuentaba a Hook.
—Me gustaría saber —dijo uno de ellos— cuándo se lavó Gregg la cara por última vez.
—Tiene mal aspecto, ¿verdad?
—Malo.
—Como si estuviera marchito. No sé qué debe hacer para estar tan ojeroso.
—¿Cómo duermes por la noche, Gregg? ¿Boca abajo o boca arriba?
August Hay rio y los otros dos le imitaron en seguida.
—¿De qué diablos estáis hablando? —preguntó Gregg—. ¿Y por qué estáis sentados ahí?
Hay volvió a reír.
—Son nuestras sillas, Gregg. ¿Es que no podemos sentarnos en nuestras sillas, Gregg?
—¿Y quién diablos dice que estas jodidas sillas sean vuestras? Conner ha puesto estas malditas chapas de lata y os creéis que no tenéis derecho a sentaros en ninguna silla que no tenga las malditas chapas.
—¿Y de quién es la silla dónde te has sentado tú?
Con la pregunta de Hay, los tres rompieron a reír maliciosamente, porque ocupaba precisamente su silla, y la risa se prolongó más allá de la alegría: chiquillos viejos dedicados a atormentar al tonto del barrio.
—¿Dónde está la bebida, Gregg? —Hay señaló hacia afuera—. Eso es agua de lluvia, Gregg. No vamos a beber eso. ¿Por qué no te lavas la cara con la lluvia, Gregg?
—¿Por qué no se lava las manos?
Cordones de agua manaban del alero del porche haciendo gotear todas las aristas de los adornados salientes.
—Hijo, hijo, hijo de la gran puta —exclamó Gregg—. ¡Lo que está cayendo, el cabrón de él!
—¿De quién? —preguntó Lucas.
Acababa de aparecer, con la botella envuelta en una bolsa de papel.
—¡Hurra! —gritó Hay, y los otros dos también, como haciéndose eco de un chiste, y golpearon con las manos el mimbre de las sillas, que apenas resonó.
—¿Dónde ha estado, mirando los cerdos? —preguntó Gregg a Lucas, a pesar de que le estaba agradecido.
—Tuve que cazar el pájaro de Martha —explicó Lucas mirando a los otros.
Respiraba con ahogo, no solo debido a la caza, sino también porque había tenido que meter el periquito en la jaula sin despertar a Martha, que roncaba bajo la colcha.
Todavía le cosquilleaban las manos por las sensaciones recibidas mientras tuvo cautivo al pájaro entre ellas. El agitado palpitar del diminuto pecho y el fuerte esfuerzo de las alas pugnando por abrirse le habían resultado desagradables, y hasta estuvieron a punto de provocarle náuseas tras la visión del agonizante que yacía sonriente en la cama, sacudiendo la cabeza como un juez. Para Lucas la idea de la sangre bombeada a través de vasos flexibles y dilatados contenía un elemento temible; incluso se alarmaba cada vez que, al tocarse inadvertidamente el pulgar con las yemas de los dedos, percibía el latido de sus propias pulsaciones. Para él, la carne viva era como comida en trance de ser devorada por una criatura amorfa y carnívora: la vida misma. Por este motivo le resultaba desagradable tocar a los demás o dejar que otros le tocaran a él.
—¿Robaste la taza? —le preguntó a Gregg.
Gregg la sacó: loza blanca.
—Sirve ya —ordenó.
Lucas quitó el tapón, aprisionado por unos horribles alambres modernos, y, protegida la botella por la bolsa de papel, vertió un poco de licor en la taza que sostenía Gregg: lo suficiente como para cubrir el fondo. Antes de sorber, Gregg agitó cuidadosamente la taza, y el centímetro de líquido danzó en el fondo de la blanca cavidad como una flexible moneda de bronce. Después, con un ademán bastante delicado, tomó su trago. Del mismo modo que en el sabor de algunas hortalizas hay hectáreas de suave paisaje rural, casas de piedra, campos y caminos bordeados de hierba, aquel gusto duro, áspero, hizo florecer en el paladar de Gregg altas paredes inexpresivas, de ladrillo, calles de asfalto picado de viruela sangrando al calor del verano, el brillo azul del acero ondulado en donde el óxido no lo ha vuelto todavía naranja, el sol multiplicado a lo largo de una hilera de coches estacionados, pirámides de mandarinas amontonadas tras pulidas lunas, tapas de cloacas, basuras en el arroyo, desechados preservativos en los alféizares, y portales sin pintar en cuyas paredes mentes inseguras han arañado frases como MIERDA PARA EL PAPA.
Gregg tosió y carraspeó:
—Joder, Lucas, lo que has comprado es una porquería.
—Ey, ey —gritaron los otros hombres agitando los brazos, pero sin levantarse de sus sillas.
Gregg salió corriendo hacia el exterior y volvió con dos botellas de soda refrescadas por la lluvia, que cogió de las cajas que Buddy y Ted habían amontonado.
—Para matar ese sabor asqueroso —explicó.
Y bebieron así, en proporción de dos partes por una de la misma taza.
—El ateísmo —dijo Hook contestando a la frase de Conner sobre el deísmo de Lincoln— tiene tantas caras como satanás.
Nadie prestó atención a su réplica, porque las esperanzas de Elizabeth sobre lo que debía ser el cielo habían trastornado la conversación. Los labios de la mujer ciega se afinaron hasta darle una expresión mordaz e impenetrable, poco apropiada a su persona, y Conner se dio cuenta de que habían contado con recibir algún tipo de lisonja. Comprendió, también, que Hook trataba de satisfacerla cuando dijo:
—Sin duda, Elizabeth, el Cielo será parte de lo que cada uno de nosotros quiere que sea.
Pero también esta frase pasó inadvertida, y por un momento Conner se preguntó si no era cierto que Hook, como él mismo, estaba excluido de cierta alianza de afecto existente entre aquellas personas.
Fue Tommy Franklin quien habló por fin, y la mujer ciega se volvió hacia él muy ilusionada.
—Bueno, mis ideas sobre la otra vida —empezó. Y levantó la cabeza, hasta entonces gacha, para preguntar—: ¿Dijo usted que le gustaría conocer las opiniones de los demás?
—Sí —respondió ella—, la suya, la de todos. Me interesa muchísimo.
—Bueno —dijo con un apuro que no le abandonaría hasta el final de su intervención—, yo no he pensado en ello tanto como usted. No recuerdo haberle dado vueltas desde que yo era un chico de quizá catorce años; se me ocurrió entonces que el Cielo no podía estar ahí arriba. Y mi padre era de la misma opinión. Me dijo, y afirmó que así estaba escrito en la Biblia, que un día seríamos extraídos de nuestras tumbas y que el Cielo empezaría aquí mismo. Me agradó oírselo decir, porque siempre me habían gustado los campos que rodeaban nuestra casa. Después me pregunté qué ocurriría con los animales, porque, si nosotros nos levantábamos de la tierra, seguramente ellos se levantarían también, y me pregunté adonde irían. Pensé en todo el ganado que había visto sacrificar a mis parientes, y recuerdo haber reflexionado que, aunque volviéramos a tener nuestra granja, no habría sitio para todos. Y gran parte de los animales salvajes viven a base de comerse los unos a los otros, zorros y halcones, por no mencionar más que dos, y me dije: ¿qué comerán? Se lo pregunté a mi padre, y esta vez me respondió que solo habría una pareja de cada especie, un macho y una hembra, como cuando salieron del arca de Noé. Me pareció insuficiente, pero lo dejé así. Es lo último que recuerdo haber pensado sobre este tema.
Consciente de haber decepcionado a Elizabeth, se estudió ceñudo los nudosos dedos, llenos de raspaduras y rojeces debidas al limado de huesos de melocotón.
—Rafe Beam solía recitar —dijo Hook.
Los animales salieron de dos en dos,
ardillas listadas, visones y canguros;
salió trotando el caballo, y la pantera,
y la esposa de Noé se sacudió la melena.
Y, con eso, no pudo evitar una risita ahogada, como la que provocan las cosquillas.
—Muy bien, Tommy —dijo Elizabeth—; y ahora, ¿quién? ¿Amy? Venga, Bessie.
Fuller abandonó el círculo para echar más leños a la fogata de Conner. Este salió en busca de una silla, para simbolizar mejor su inclusión, pero no tenía intención de quedarse mucho más; Buddy debía de estar solo arriba, en la oficina, y el probable mal humor del muchacho afectaba a Conner en su lado oficial.
—Dice la Biblia —explicó Bessie Jamiesson— que los ricos serán pobres, y los pobres, ricos. Por eso, siempre he pensado que yo seré una belleza y mi madre, no; pero no diré nada; la trataré mejor de lo que ella me trató a mí de pequeña. Supongo que allí todos tendremos la misma edad.
—Si tú pierdes esa barbilla tan grande —dijo Amy Mortis—, yo perderé el bocio. Y tú recobrarás la vista, Elizabeth. Tienes derecho a ello.
Qué pequeñita era, pensó Conner, la cabeza de esa mujer, cuando se quitaba el gorro. Como un huevo grande, y, tal como le había dicho ella, parcialmente calva. Se preguntó si, técnicamente hablando, sería enana. Se preguntó cuál debía ser la definición técnica del enano.
—Señor Conner —preguntó Elizabeth—, ¿podré ver algún día?
—La verdad es que no soy experto en escatología.
La frialdad del tono le decepcionó incluso a él.
—Por favor, ¿podría contarnos lo que piensa usted? Dicen que usted no cree, pero la verdad es que, en el fondo del corazón, todo el mundo cree.
Conner pensaba todo lo contrario: que, en el fondo del corazón, nadie creía, lo cual explicaba las expresiones forzadas, o falsas, que marcaban los rostros de los pocos clérigos que había conocido.
—Trataré de explicarles —hablaba tan en serio, que hasta tocó a la ciega en el hombro (huesos afilados que contrastaban muchísimo con su apariencia aterciopelada)— cómo concibo yo el Cielo. Al igual que el señor Franklin, para mí tiene que estar en esta tierra. No habrá enfermedades. No habrá opresión, ni política ni económica, porque la administración del poder estará en manos de los que no tienen sed de poder, sino que, por el contrario, viven entregados a la causa de toda la humanidad. Habrá mucho tiempo de ocio, para recrearse.
—Chicas desnudas en las playas —intervino la señora Jamiesson.
—Habrá ocio y terminará el despilfarro de los recursos naturales. Las ciudades estarán planificadas, y serán limpias; la energía saldrá del átomo, y los alimentos, del mar. La tierra recobrará su capa fértil. La duración de la vida humana correrá paralela a la de los animales, esto es, se decuplicará el período que va del crecimiento a la madurez.
—Más asilos para pobres —apuntó la señora Mortis.
—No habrá pobres.
—Mayor razón para que haya asilos; solo toleran a los viejos quienes buscan aprovecharse de su dinero.
—El dinero también habrá desaparecido. El estado recibirá todo lo que se produce y dará a cada cual lo que necesite. Imaginen este continente: las grandes ciudades serán asombrosamente bellas; la miseria habrá desaparecido; los ríos estarán bien conservados; la belleza del paisaje será respetada. En lugar de adorar el sufrimiento, se adorará la belleza. El arte dejará de reflejar las luchas, para expresar la plenitud. Cada ser humano se conocerá a sí mismo: sin engaños, sin confusiones; y, dentro de los límites de este autoconocimiento, sabrá crear una vida sana y útil. Trabajo y amor. Parques. Huertos. ¿Me entienden? Los factores que durante siglos han estado pervirtiendo la mente del hombre y atrofiando su cuerpo serán destruidos; el hombre crecerá como un árbol, al aire libre. No habrá despilfarro. No habrá dolor, pero, sobre todo, no habrá despilfarro. Y ese cielo vendrá pronto a esta tierra.
La señora Mortis preguntó:
—¿Tanto que podamos gozarlo nosotros?
—Ustedes quizá no, pero sí sus hijos y sus nietos.
—Pero ¿y nosotros?
—No.
La palabra quedó en el aire en la sala de estar. La «o» era un agujero que dejaba entrar la frialdad del vacío.
—Bueno, pues entonces —dijo vigorosamente la señora Mortis— al infierno con todo eso.
Todos rieron, pero fue la risa de Hook, debido a que también él estaba excluido de la corriente de corazones humanos, que minutos antes Conner había creído unía a todas aquellas personas, lo que, hiriéndole, provocó, bien que dominada, su ira.
—Señor Hook —dijo con voz penetrante según tomaba la iniciativa—, se ha reído usted varias veces. ¿Qué es lo que le parece tan divertido?
—No pretendía ofenderle.
—¿Es quizás, el deseo de eliminar el dolor lo que encuentra jocoso?
—No, desde luego, pero me parece un error creer que la eliminación del dolor traerá consigo la ausencia del mal.
—El dolor es el mal.
—El Imperio Romano era muy próspero y, sin embargo, era el mal.
—Hubo mucho dolor en la Roma pagana.
—Causado artificialmente —dijo Hook levantando, ladeadas, las manos, cual si fueran hechas dispuestas a partir el brazo de la silla—. No tenía por qué haber existido. Nerón no solo organizaba espectáculos para que otros se entretuvieran, sino que, para aliviar su aburrimiento, se hacía infligir tormentos a sí mismo.
—Puede haber dolor mental, además del físico —dijo Conner—. Nunca he encontrado nada que cupiera calificar de mal y no respondiese también a la definición del dolor.
—Bien, pues, ¿es un mal la vivisección? ¿Y lanzar animales a la luna, para que perezcan allí?
—Debe usted comprender que son cosas distintas…
—Ah, esa es una palabra que agradezco. Las distinciones, solía decir Harry Gorman, que me enseñó, hace muchos años, a polemizar, constituyen la anatomía de la discusión. Pues bien, hay muchas clases de dolor. Está el que sufrimos con gratitud, como cuando vamos al dentista. Está el que nos causamos nosotros mismos, como en la guerra, o en los accidentes de automóviles. Y está el que nos produce el cuerpo, cuando trata de advertirnos la presencia de una enfermedad. Cuando leo en los periódicos que el Estado ha declarado la guerra al sufrimiento, nunca veo que se mencionen estas distinciones.
—No sé si vale la pena mencionarlas. Todo sufrimiento le llega al individuo sin que este lo haya pedido, y es un impedimento para su plena satisfacción.
—No, al contrario: en la mayoría de los casos llamamos incluso a la enfermedad, transgrediendo los mandamientos, especialmente los que hablan en contra de la glotonería y de la codicia. Y el sufrimiento, lejos de oponerse a la existencia de la virtud, proporciona oportunidades para ejercitarla.
Conner sonrió con pesar; no veía ventaja alguna en privar a un hombre de lo que le había consolado durante noventa años; pero el insulto había sido dirigido más allá, incluso, de su autoridad inmediata, y deseó de todo corazón acercar a su antagonista a la roca que fundamentaba su propia filosofía:
—Me temo que de poco sirva una virtud adquirida al precio de sufrimientos como los que yo he visto.
—Leo los periódicos —dijo Hook con cierta indignación—. He vivido el mundo. Dígame, qué prefiere, ¿encontrarse dentro de su propia piel, ser un hombre joven que tiene asegurada una larga carrera en el gobierno, o en la mía, la piel de un viejo que ha enterrado a todos sus hijos y espera, sin prisas, acabar cualquier día? Ha oído muy bien lo que decía nuestra amiga ciega; ¿protestó contra la injusticia?
Elizabeth, radiante, dijo:
—¡Oh, no! Ya he dicho que fui una niña muy vanidosa y tiemblo con solo pensar cómo habría llegado a ser, si hubiera recuperado la vista. Muy pendenciera, diría yo, y sin lucidez.
—Y usted, Bessie —continuó Hook—. ¿Está usted indignada por no haber recibido el don de la belleza?
—Agradezco a Dios que así fuera —contestó ella—. Mire, por ejemplo, a mi madre; creyó que, por ser atractiva, el mundo le debía algo, y ni vivió tranquila ella ni dejó que lo hicieran ninguno de los que la rodeaban. He disfrutado una vida fácil y no siento tener que morirme. En cambio, mi madre, seguía revolviéndolo todo el día de su muerte, y me hizo un corte cuya cicatriz todavía conservo.
Conner, astuto en exceso, empezó a decir:
—Confío en que…
—Pues, cuando miro atrás y reviso mi propia vida —dijo Hook en tanto descargaba el filo de la mano sobre el brazo de la silla, como si se tratara de un tajo—, veo un maravilloso encaje de lo bueno y lo malo, como si fueran las ensambladuras que acostumbraban a hacer los carpinteros de mis tiempos, antes de que todo fuera fabricado con metal y plástico. De niño solía estar enfermo, y no pude disfrutar de los juegos, como mis amigos. Pero, debido a mi mala salud, aprendí a cuidar mi cuerpo, y he sobrevivido con mucho a los que la naturaleza hizo más fuertes que yo. La pena que he tenido que pagar por eso ha sido enterrar a todos mis parientes, hasta el punto de que no queda una sola persona viva que recuerde como era yo —y una expresión desagradable, como una sombra de espliego, cruzó su rostro— antes de llegar a este estado. Pero, en este caso, me consuelo pensando en que moriré sin pesar, pues ya conozco al Señor, de tantos como le he enviado, para que salieran a recibirme. Solo en rarísimas ocasiones, a lo largo de toda mi vida, he cometido una falta que no trajera consigo su propio castigo, hasta el punto de que, en algunos casos, como en la embriaguez, me resultaba difícil decir dónde acababa la falta y dónde empezaba la culpa. Y ¿quién puede decir que la enfermedad de mi infancia no sea fruto de las faltas de mi padre, o de quienes le precedieron?
—¿También cree eso? —Conner estaba sinceramente sorprendido.
—Eso y mucho más. Las cuentas se llevan de manera más detallada, incluso, que las de un banquero de Boston. Si se hereda el tamaño de una nariz, ¿por qué no va a heredarse el peso de las malas acciones? Si los hombres que tan aplicadamente investigan el átomo se hubieran ocupado en la inspección de los pecados de los réprobos, conoceríamos el estado de cuentas de la providencia. La virtud es algo sólido, tan firme y trabajable como la madera. El rencor que usted siente —miró directamente a Conner con aquellos ojos, que las gafas agigantaban— es obra premeditada por su corazón.
—La virtud —dijo Conner, indicando claramente, con un tono de voz carente de matices, que, si bien estaba dispuesto a encajar este último y frontal ataque, se sentía libre de pagar con la misma moneda—, ¿cómo define usted la virtud?
—¿Dónde sitúa usted los mandamientos?
—Pero si son ellos los que lo sitúan a uno…
—Nacemos con ellos.
—Del mismo modo que nacemos con diez dedos que, al crecer, se hacen más fuertes.
—Pero un recién nacido es esencialmente virtuoso.
—¿Es que un recién nacido le parece a usted malo?
—Un recién nacido me parece neutro. Es una masa de apetitos que son reprimidos por la sociedad, en su propia conveniencia. Para lograrlo, la sociedad invoca lo sobrenatural, del mismo modo que una madre invoca al padre ausente.
—Él no está ausente.
—¿No? ¿Qué es lo que le hace pensar que Dios exista?
En cuanto pronunció aquel ominoso nombre vacío, Conner tuvo la absoluta seguridad de que podría llevar la discusión hasta ese núcleo de vergüenza que yace pesadamente en el corazón de todo creyente.
—Bueno, hay pruebas diversas —dijo Hook estirando un dedo al que luego añadió otro—. Por un lado, los aspectos visibles de la Creación y, por otro, las voces interiores.
—La Creación. Mire el humo de su cigarro: se retuerce, se expande, se desvanece. Así es la creación. Usted habrá visto, en los periódicos que acaba de decir que lee, fotografías de nebulosas: manchas de humo de miles de millones de kilómetros. ¿Cómo cree que fueron creadas?
—No sé mucho de astronomía. Ahora bien, la creación de una flor…
—También es un accidente.
—¿Un accidente? —Hook sonrió ligeramente y unió las yemas de los dedos, para escuchar con mayor atención.
—El rayo activó ciertos ácidos presentes en la tierra desnuda. Con el tiempo, apareció la molécula de la proteína, y, al cabo de quinientos millones de años, el virus, y así siguió evolucionando. Imagine usted a un gigante ciego arrojando, durante toda una eternidad, grandes rocas al aire. Llegado un determinado momento habrá construido una catedral.
—No parece verosímil.
—Son matemáticas. El factor que no parece verosímil es la enorme cantidad de tiempo que se necesita. Pero el tiempo del universo es infinito.
—No según las Escrituras.
—No, según las Escrituras, no.
—No acabo de entender cómo puede el tiempo generar algo, sea poco o mucho, a base de nada.
—Podemos presumir que siempre hubo algo. Aunque, relativamente, muy poco. La principal característica del universo es, diría yo, el vacío. En el universo hay infinitamente más vacío que ninguna otra cosa.
—Lo cierto es que usted propone eliminar la religión midiendo cantidades de vacío. Ahora bien, ¿por qué tiene que ser tan importante la ausencia de materia, cuando la uña de mi dedo meñique, por el hecho de ser algo, es mucho más interesante?
—Sí, pero de hecho hay materia. Estrellas; muchas de ellas de un tamaño tal, que si estuvieran situadas en donde se encuentra el sol, seríamos calcinados por las llamas. Esta es la pregunta: ¿puede una mente sana creer que un joven carpintero que vivió en Siria hace dos mil años creó esas monstruosas bolas de gas?
Por primera vez, Hook tardó en contestar. Antes cambió de posición en la silla haciendo gemir audiblemente al viejo cuero reseco.
—En cuanto a que fuera un carpintero, debo decirle que a menudo me ha parecido que no hay ninguna profesión tan directamente relacionada con las emociones más santas y constructivas, ni tampoco ninguna tan apropiada como para que Dios hecho carne la asumiera.
—La verdad es, señor Hook, que si el universo fue hecho por alguien, quien lo hizo era idiota, y un idiota más cruel que Nerón. No hay leyes. Los átomos y los animales no hacen sino lo que no tienen más remedio que hacer. La historia natural estudia cosas realmente horribles. Dijo usted que lee periódicos; pero ¿ha andado alguna vez alrededor del esqueleto de un brontosauro? ¿Ha mirado alguna vez, a través de un microscopio, una gota de agua? Los microbios se engullen los unos a otros con auténtica voracidad.
—No, pero he visto guisar una langosta.
—Esos son nuestros padres, señor Hook, unos monstruos. Nosotros mismos somos monstruos, antes que otra cosa. La gente habla de amar la vida. La vida es un maníaco delirante en una habitación sellada.
—Bien, nunca se ha pretendido —dijo Hook— que la mente del Creador sea un libro abierto en el que todos pueden leer. Lo que sí sé es una cosa: que esa parte del universo que me está permitido ver, diferenciándola de la relacionada conmigo, es una inagotable fuente de consuelo. Las criaturas irracionales son algo más que sus esqueletos. Hasta una araña puede darnos una lección. En cuanto a esas estrellas que tanto le repelen a usted, para mí son puntos luminosos dispuestos al azar, para que el cielo de la noche esté adornado. A veces he pensado que si usted, y los que son como usted, hubiesen ordenado las estrellas, las hubieran puesto geométricamente, a manera de letras de una de esas frases que hacen pensar.
Conner agitó impaciente la mano.
—Como experto en el arte de la discusión, debería usted saber que el apasionamiento no demuestra nada. ¿Cuál era la segunda prueba que aportaba usted? ¿Las voces interiores? La verdad es que no hay puerta por la que puedan entrar esas voces. Hemos escudriñado el cuerpo en una docena de direcciones, en busca del alma. ¿Y qué hemos encontrado en lugar de un alma? Los huesos del perro, las glándulas del mono, un poco de agua de mar, el sistema nervioso de una rata, y una mente que, de hecho, es una serie de circuitos eléctricos. Un experimento que quizá le interesaría conocer, señor Hook, fue llevado a cabo por un equipo de científicos latinoamericanos. Eligieron a una joven muchacha india de las montañas del Perú, que había sido educada en todo por monjas católicas. Por medio de una serie de descargas eléctricas estratégicamente orientadas, y administradas mientras la muchacha estaba bajo los efectos de las drogas, se logró que tuviera una visión de Cristo, tan real para ella como yo lo soy para usted.
Sabía que con aquello había triunfado, que había tocado el centro de su vergüenza y logrado que Hook se tambaleara. El viejo solo pudo decir:
—Fue un experimento muy cruel.
—No veo por qué. La muchacha estaba en éxtasis. Él le habló en quechua.
—¿Le habló?
Conner hizo una pausa.
—Creo que el informe mencionaba que la aparición le dijo a la muchacha que no temiera.
El fuego no había llegado a prender en los grandes troncos puestos por Fuller; la lluvia continuaba cayendo más calladamente fuera; alguna que otra gota entrada por la chimenea caían sobre la leña encendida. Hook guardó silencio unos instantes y, en el momento en que se disponía hablar de nuevo, se produjo una interrupción.
—Señor Hook —dijo Buddy secamente al tiempo que avanzaba unos pasos hacia el grupo, ligero y limpio con su camisa crujiente, reavivado el cutis por la indignación—, quiero contarle lo que experimenté yo con la religión popular.
Conner comprendió que, por más tiempo que llevara Buddy escuchando en la puerta, no podía haberse percatado de la situación, es decir, de que Conner se encontraba allí frente a las ruinas de una fe venerable; desarmado, se dio cuenta de que en el cerebro del muchacho había surgido la grotesca idea de acudir en su ayuda.
—Vi morir a un amigo —continuó rápidamente Buddy, dirigiéndose solo a Hook—. Fue muy largo. Tenía roídos los huesos por el cáncer. Cada vez que se daba una vuelta en la cama, mientras dormía, se le rompía uno. Eso fue hacia el final. Al principio solo se le endurecían las articulaciones, que se negaban a obedecerle.
Él y yo éramos muy jóvenes; rezábamos. Pasamos años rezando, pero el dolor progresaba, y al final rezábamos solamente para pedir que muriese ya. Sin esperar a que la enfermedad se hubiese hartado de jugar con su cuerpo. A Dios le hubiera costado muy poco, pero, aun así, ni ese poco se realizó. Por fin, fueron los mismos doctores quienes lo hicieron: mataron a mi hermano gemelo con drogas el día que cumplía quince años.
—Pero, Buddy —preguntó Fuller—, ¿tu hermano no era el que estaba esta mañana en el prado con la camisa arremangada?
Su forma de preguntar fue tan sincera, que la risa fue general.
Hook no se rio, sin embargo, y dijo en tono cansado:
—Es una historia terrible. Permítanle a este viejo añadir una cosa más, y luego se callará. Cuando ustedes lleguen a mi edad (y rezaré para que no les ocurra, no se lo deseo a nadie; pero si llegan) comprenderán una cosa: no hay bondad sin fe. Todo es agitación. Y si ustedes no han creído, al final de sus vidas sabrán que han enterrado su talento en esta tierra y que no han ahorrado nada que llevarse a la otra vida.
Los que estaban en el porche creyeron que empezaban a sufrir alucinaciones. Un coche pequeño, de color rojo —extranjero, sin duda—, avanzó bajo la lluvia y se detuvo junto al muro, cerrando el paso. Por las ventanillas empezaron a asomar hocicos negros. Los bordes de unas cajas pesadas salían un momento por las aberturas para volver a desaparecer en el interior, como si fueran las cabezas de varias tortugas atrapadas en un mismo caparazón. Luego las puertas se abrieron de golpe y seis hombres cubiertos con impermeables y pantalones azules saltaron, cerraron las puertas de golpe, y se precipitaron camino adelante bamboleándose con el peso de los bultos que transportaban.
El primero en llegar al cobijo del porche, uno bajito, peinado con raya en el medio y de nariz afilada, preguntó:
—¿Quién es el jefe?
Tres de los hombres que iban con él eran ya sexagenarios —el más gordo y más viejo de ellos, que tenía una alta y piadosa frente, llevaba bajo una lona de color naranja algo que tenía que ser una tuba— y los otros dos eran muchachos, insolentes y amodorrados.
—Es él —dijo August Hay señalando a Gregg, que rápidamente escondió la botella bajo la silla de mimbre.
—¿Él? ¿De qué es jefe?
Furioso al ver que Hay dirigía la atención de aquellos hombres hacia él, Gregg desembuchó de golpe:
—Maldita sea, ¿acaso tenemos cara de jefes, sentados aquí, con etiquetas en las sillas, como si fuéramos cerdos en un zoo?
—Ustedes son la banda —les dijo Lucas—. Conner debe estar arriba, en su oficina.
—¡La banda! —graznó Hay—. ¿Qué diablos hacen ustedes aquí? Miren la muchedumbre que hay ahí fuera —extendió su mano hacia el vacío prado visible al otro lado de la barandilla del porche, negra de puro mojada—. Helados, hay helados —empezó a gritar—, helados al rojo vivo.
—Está chalado —dijo el director de la banda a los suyos.
—Conner seguramente estará en su oficina —repitió Lucas.
—Pregunten dentro dónde están las escaleras.
—Nadie nos dijo que no viniéramos —explicó el director en parte a los hombres que le seguían, en parte a los que tenía delante. Consciente de lo insegura que era su posición después de aquella frase, añadió en voz innecesariamente alta—: Este es el tercer miércoles de agosto.
El silencio que siguió le dejó en ridículo.
—Está chalado —corroboró August Hay.
Según entraban los seis, en fila, hacia el asilo propiamente dicho, lanzaban miradas desdeñosas, de precisión industrial. Los dos muchachos, que marchaban en último lugar, intercambiaron un perezoso comentario en el que fue audible la palabra «personajes».
El entendimiento que Lucas esperaba se produjese entre el dolor de su oído y el whisky había resultado un fracaso. El alcohol atenuó menos el dolor, que este la euforia de la bebida. En una zona ovalada, situada algunos centímetros por encima del extremo posterior de la mandíbula izquierda, parecía que la suma de su existencia era absorbida por el ritmo de una esponja que latía cautelosamente. El dolor parecía verde —el verde de la hierba vieja— y su ausencia —la penetración del licor—, parda. Al igual que los colores de la acuarela, estas sensaciones se entremezclaban confundiéndose, dominando a trechos una, a trechos otra, y, en algunos momentos, como si se tratara de pintura encáustica, el lento movimiento daba exacto relieve a la forma de los huesecillos del oído interno: tres manos blancas de pocos dedos, entrelazados. Su labio superior se alzó en un gesto de antipatía hacia sí mismo. Tal vez, de haber obedecido a Angelo de no haberse hurgado con la cerilla, el dolor hubiera desaparecido; pero, si no hubiera ido a ver a Angelo, el dolor sería más agudo, y no tan amplio y sordo. Lucas se sentía sobremanera deprimido; nada le importaba. La embriaguez, en un hombre como August Hay, libera lo reprimido y lo convierte en motivo de alegría. Todo lo contrario de lo que le ocurría a Lucas: él alimentaba el valor conscientemente. Abrir una zanja en su mente hubiera sido como levantar la tapadera de un pozo negro de fangosa coloración.
Entretanto, arriba, Martha había despertado con un golpe de lluvia al tiempo que descubría que el periquito estaba de nuevo en su jaula. Lo había sacado de allí, para ponérselo sobre el hombro; cada vez que la cabeza negra y amarilla, de un listado más fino que el de ningún tejido, se zambullía para tocar con el retorcido pico la piel azulada que había bajo los ojos de ella, la mujer cantaba:
—Qué tonta, qué tonta eres.
Qué éxtasis tan sublime para un pájaro tan pequeño…
—¿Y hay alguna otra razón, hoy en día, para que la gente siga viviendo con los viejos, como no sea la esperanza de conseguir su dinero, cuando ellos mueran?
Así dio Amy Mortis por terminada su exposición sobre por qué el mundo del porvenir será un mundo de asilos.
Conner permaneció vigilante, aunque sin prestar apenas atención a lo que ella quería decir, que solo la pobreza mantiene unidos a individuos de distintas generaciones. Su intención de conversar con los internos estaba terminando peor que había empezado. ¿Qué era lo que había enfurecido tanto a aquella anciana? Todos ellos estaban furiosos. Sus cabezas permanecían en la sombra, de espaldas a la poca luz que dejaban entrar las ventanas.
—La pobreza —dijo— no es una cualidad; es una carencia. La ciencia da y no quita nada.
Sus relaciones con aquellas personas resultaban tan ambiguas —él era algo intermedio entre su pastor y su cautivo—, y su discusión con Hook había producido tanta confusión, que hablaba ciegamente, sin siquiera saber si seguía allí con la esperanza de explicarse claramente o, tan solo, para evitar que su marcha pasara por una retirada. Y esta se había producido: ellos se habían apartado de él.
—Parece que no va a ver feria —se lamentó Elizabeth Heinemann en voz alta, aunque para sí misma.
Como el estremecimiento de una cola, un silencioso rayo de luz iluminó la habitación, y por un instante llenó todos los rincones hasta las negras bocas de los osos esculpidos en la chimenea.
—Es realmente sorprendente —dijo Hook— que hoy sean tan pocos los alcanzados por el rayo. En mis tiempos muchos eran fulminados cuando, montados en los carros del heno, volvían a casa en mitad de la tormenta. En el evangelio de San Mateo se dice que el rayo cruzará el cielo de este a oeste cuando llegue el fin del mundo.
Hook se aclaró la garganta y terminó su frase:
—A comienzos de la primera guerra, con los alemanes, pareció llegado el fin del mundo, tantos portentos ocurrieron: el cometa Halley, y los hombres de las trincheras veían ángeles en el cielo. Lucy tuvo unos sueños terribles.
Lucy había sido su segunda hija, la fallecida en fechas más recientes.
Entonces llegó Buddy y le susurró algo a Conner, quien, involuntariamente, repitió:
—¿La banda?
Siguiendo sus instrucciones, los músicos más viejos, como también los dos jóvenes, se habían quitado sus impermeables y los habían colgado dentro del armario que les indicara Buddy, y ahora exhibían sus arrugados, cerúleos uniformes. Con sus chaquetas cruzadas y sus botones de plata, grabados, los brillantes galones e hilos dorados de las costuras, brillaban como serafines en la penumbra.
El más bajo de todos, al que Conner recordaba de los dos años anteriores, dio un paso adelante y dijo:
—Debió llamarnos antes, si no quería que viniésemos.
—¿No querían venir?
—No se trata de lo que yo quiera. Si, por causa del tiempo, se suspendía la celebración, tenía la obligación de comunicármelo. Ninguno de los años anteriores llovió.
—De hecho —dijo Conner sonriendo—, llamé a su casa alrededor de mediodía, pero su hija me dijo que usted ya había salido.
—Claro que había salido. Este trabajo no consiste solo en ponerse unos pantalones azules, peinarse y meterse en el coche. Tiene, también, muchos aspectos administrativos. Tanto si llueve como si hace sol, nosotros cumplimos nuestros compromisos al pie de la letra; así es como lo hacemos. Siempre lo hemos hecho así.
—Y yo le admiro por esto —dijo Conner—. Me alegra que hayan venido —añadió viendo que ellos parecían creer lo contrario.
Individualmente y por parejas iban acudiendo a la sala de estar internos hasta entonces dispersos por otros puntos del Hogar, y cruzaban, divertidos, la fila de uniformados músicos, que parecía una guardia. Era como si el mundo hubiera estado conteniendo el aliento mientras Hook y Conner discutían su situación y ahora volviese a avanzar a sacudidas, como siempre.
El director de la banda insistió en aclarar su postura:
—La mitad del dinero que nos adelantó, ya no lo puede recuperar. No podemos devolvérselo. ¿Qué negocio sería este si encima de venir hasta aquí, con lo lejos que está, tuviéramos que devolver el dinero?
—¿Esta es toda su banda?
—Conjunto de instrumentos de viento. Usamos la expresión «conjunto de instrumentos de viento». Ahora ya no contratan bandas como las de antes. En los desfiles, lo único que quieren son carrozas con prostitutas en lo alto anunciando jabón.
—¿El año pasado no eran más?
—Sí, y hace veinte años éramos veinte más. Los tiempos cambian, no sé si se ha enterado usted. Me extrañaría que quedase media docena de bandas como esta al sur de Trenton. Si lo único que le preocupa es su dinero, no se preocupe, que no tendrá que pagar a los músicos ausentes. Pero este es el tercer miércoles de agosto, y, tanto si llueve como si hace sol, hemos venido a tocar y a cobrar. Otros dos coches tendrían que estar ya aquí, si es que hicieron caso a lo que se les mandó. Conducen unos jovencitos; aparecerán cuando les dé la gana. ¿Dónde está el chiste?
Tampoco Conner sabía por qué había reído, como no fuera porque la cara pétrea, completamente inexpresiva, que ponía aquel hombre, preocupado por las cuestiones económicas, le impedía a él mantenerse indiferente y serio.
—Así que vienen jóvenes en otros coches —repitió.
—Eso he dicho. Les vestí y les limpié las narices y supongo que aparecerán. La gente entre dieciséis y sesenta años parece incapaz de tocar una melodía: esa es la impresión de todo aquel que intenta poner en marcha una banda.
—Un conjunto de instrumentos de viento —corrigió Conner—. Le creo.
Se rio, y volvió a hacerlo cuando advirtió que, detrás de él, Buddy se acobardaba. La generación de autómatas de Buddy no había aprendido a reír; la de Conner era la última capaz de ello.
—Bueno, pónganse ustedes cómodos —continuó Conner—. Pueden secarse junto al fuego. Oh, se ha apagado. Bueno, siéntense. Pueden ustedes charlar o jugar…
Conner iba a decir «a las cartas».
—¿Quiere que toquemos algo?
La idea le pareció magnífica a Conner.
—¿Por qué no? —dijo rápidamente—. Ustedes han venido aquí a tocar y a cobrar.
—Nos faltan las dos terceras partes del conjunto —protestó el director.
Parecía, como había vaticinado Elizabeth, que no iban a tener feria; una ráfaga de irresponsabilidad había barrido la sala, como si la feria, más que la esperada fiesta, fuera una humillación anual de que aquel año podrían librarse. Los seis músicos se animaron. Se prepararon las sillas. Sacaron los instrumentos de las fundas: flauta, corneta, trombón, tuba, corno francés, tambor de desfile. Este último era muy alegre y chillón, adornado con alargados rombos. Sacaron amarillentas partituras, que pronto quedaron sujetas a los instrumentos por las pinzas que estos llevan. La señora Mortis comentó a Hook que el de la trompeta se parecía muchísimo a Traman, el que dio China a los rusos. Con la chispa que solía caracterizarle, él replicó que el hombre que tocaba la tuba era la mismísima imagen de Hoover, el que hundió al ciudadano medio en la Gran Depresión, para beneficiar a los bajistas de Wall Street. Los músicos hicieron sonar, titubeantes, sus instrumentos, a los que insertaron las boquillas, tras haber limpiado la saliva con algunos golpes. Luego empezaron a tocar melodías auténticas: marchas que iluminaban el ambiente, al principio débilmente, y luego con los brillantes colores de la bandera. La ola de la orquestación se rompió y dispersó por falta de instrumentos; pero, en un punto, la corneta ponía una estrella blanca, y, en otro, la flauta y el tambor extendían una ancha franja roja, y sobre las cabezas de los hombres, casi inmóviles, comenzó a agitarse un estandarte fantasmal. Cada vez más airosos, tocaron La más bella de la feria, luego Manos de orilla a orilla, luego En la alameda, de E. F. Goldman, en la que, curiosamente, descolló el flautista adolescente.
Lucas se había hundido en una apatía tan profunda, que hasta su dolor de oído le parecía ajeno. En realidad, no alentaba muchas esperanzas en cuanto a su fiesta bañada en alcohol. Gregg, que sí había guardado algunas, estaba cada vez más agresivo y había monopolizado el whisky. La lluvia empezaba a ceder, y a Gregg le pareció que su amainar le arrebataba de las manos su venganza contra Conner. A medida que una luz perlada se infiltraba a través de las capas superiores de la lluvia —que parecía un arpa ahora que, calmado el viento y disminuida su intensidad, había dejado de parecer una vela enorme que se hinchara y deshinchase en un mar abierto—, Conner parecía volver a enseñorearse de todos ellos.
—Hijoputa —comenzó Gregg—, ponernos etiquetas en el cuello es lo que hará dentro de poco, y bolas y cadenas en los pies. El maricón de él, tiene menos sentido común que un niño. ¿Dónde está el gato que traje? Lo que voy a hacer es arrancar una a una esas podridas chapas de las jodidas sillas y hacer un jodido collar y tirarle el gato a la cara a esa basura de Conner. ¡El mierda de él! ¿Y qué coño es esa música? ¿Quién coño dice que ha de haber música en esta feria pasada por agua? El hijo de puta… Chifladuras.
Haciendo caso omiso de la lluvia, Gregg salió del porche en busca del gato, al que suponía cobijado en uno de los cobertizos.
Al igual que muchos humanistas, Conner era muy sensible a la música. En el lenguaje de la melodía los discursos sobre las aspiraciones del hombre y la eventual victoria podían expresar claramente sin los engorrosos detalles del lenguaje verbal. En cuanto oía una docena de acordes, en su mente cristalizaban las imágenes: miembros desnudos, la curva exacta del muslo de un varón, ciudades, espirales de colores flotando en el aire. El hombre es bueno. Existe el destino. Es posible comprar la salud. Una frase de Amy Mortis le había impresionado inconscientemente. Vio hombres y mujeres mayores, vestidos con colores alegres, jugando sobre la brillante arena de la playa, jugando a juegos de niños. Un hombre tiró una bola de oro; su túnica se arremolinó en el esfuerzo. Una chica la cogió. Allí no existía el miedo, nadie temía al tiempo. Otro hombre tomó a la chica por la cintura. Ella llevaba un cinturón ancho. Él la alzó por encima de la cabeza; ella se inclinó hacia atrás, curva la garganta hacia el cielo azul que se extendía hasta las lejanas cúpulas. El hombre era Conner. Después volvió a aparecer Conner hablando en su despacho con delegados que le mostraban su agradecimiento mientras él se mantenía tranquilo, flexible, bromista; sus interlocutores se reían admirativos. Conner esquivó esa admiración, para conquistarla por partida doble; él protegía el mundo. Pero, inmerso en la visión de este mundo que le adoraba, volvió a los triángulos y rombos deslumbrantes formados por la intersección de piernas y torsos que se recortaban en los juegos, y los modulados ángulos de desnudas zonas torácicas, morenos pechos apoyados unos en otros, entre grandes pañuelos de una tela que nada podía gastar, bajo el sol.
Hook, que tenía menos imaginación, acompañaba con el pie, mostrando así su respeto por su contenido patriótico, la música de Sousa —había presenciado muchos desfiles en los que se marchaba al son de esas melodías—, pero pronto se sintió intranquilo. La música le afectaba de la misma manera que una conversación entre mujeres, de esas en las que no es posible intervenir. Era un hombre dotado para instruir a otros, pero no para escuchar. Además, llevaba encerrado entre paredes unas tres horas —pensó que eran poco más de las tres—, y ahora, alejado de él tanto rato, echaba de menos a su último discípulo, Gregg.
Se puso en pie susurrando, aunque nadie llegara a oírle, que tenía intención de «estirar un poco las piernas», aunque el ruido que hizo sí atrajo la atención de algunos mientras su pobre vista trataba de discernir el camino de salida, y protestaba al mismo tiempo, de manera confusa, agitando sus elegantes manos bronceadas. «Que nadie se ofenda; solo quiero un poco de espacio donde poder morir», parecía dar a entender su modo de salir.
—Hookie tiene mal aspecto —le dijo la señora Mortis a Bessie Jamiesson, protegida por la música marcial—. No sé por qué Conner ha arremetido así contra el viejo; se merece que lo fusilen.
—¿A qué vino Conner aquí? ¿A estar con nosotros? —preguntó la señora Jamiesson—. Mendelssohn nunca hacía esas concesiones.
—No volveremos a ver otro Mendelssohn, nos queda muy poco tiempo.
Hook se sentía ligeramente inquieto; la discusión que había mantenido con el prefecto había hecho bullir su sangre con una fuerza poco normal. Al contemplar los espacios visibles desde el porche lamentó, una vez más, que desde el asilo no se viera un poco de agua. Amainaba; las colinas que se alzaban a lo lejos, junto a los huertos, resplandecían en la límpida atmósfera. Aunque le había parecido oír, a través de las ventanas, su penetrante voz, Gregg no estaba en el porche. Lucas ocupaba una silla cercana; un poco más lejos se habían instalado tres de los elementos de peor fama.
—Es curioso —le dijo a Lucas—: de pronto recuerdo que, después de una tormenta así, el Delaware se volvía de color azul antes de que en el cielo hubiera azul que lo iluminara. Mire qué gruesas son las gotas, ahora que ya caen tan pocas.
—Parece que sí —respondió Lucas a ambos comentarios, incapaz de decir nada más pese a que no sentía ningún rencor ni enemistad contra el viejo.
—¿Preguntó usted algo sobre las chapas?
—Fui esta mañana a indagar. Me dio una buena razón, pero ya no recuerdo cuál.
—Es un hombre muy serio —declaró generosamente Hook, añadiendo a continuación—: pero lleva dentro un demonio que le sojuzga.
Gregg, empapado y fuera de sí por la sorpresa y la furia, entró en el porche por el extremo opuesto y, mientras avanzaba, exclamó:
—Maldito gato, lo han matado, al pobre hijoputa, lo han dejado tirado ahí, bajo la lluvia, ¡tirado! Han sido esos cabrones los que lo han matado y lo han dejado ahí fuera. El gato que cogí al otro lado del muro lo han matado sin motivo.
—¿Ese animal que estaba tan herido?
—No más que Conner, cuando lo agarre.
Hook, que vio en los ojos del bajito una locura que era un peligro para todos ellos, al hablar volvió a mostrarse hombre acostumbrado a imponer disciplina:
—Mire, era preferible acabar con él, a dejarlo en aquel estado.
—Voy a matar a ese mamón. Estoy en mi derecho.
—Pero, hombre —dijo Hook—, no hace falta; la verdad siempre triunfa.
Por fin escampó; el elevado edificio amarillo emergió de entre la lluvia; los múltiples filamentos grises que unían sus partes superiores al suelo quedaron cortados. Carente de pintura, la madera de los tablones había quedado ennegrecida por la humedad. Gota a gota, las bombillas de colores se iban sacudiendo su delgada capa de agua. Algunas de las mujeres se aventuraron a salir al aire libre y pisaban con remilgos la hierba empapada, donde telarañas circulares brillaban como espejos abandonados en el suelo. El canto de los pájaros era de una estridencia inusitada. Desde el porche Hook percibió un canto que raras veces oía, el del bobolink, el pajarillo de los arrozales. La señora Lucas, que ya tenía mejor las piernas, bajó de su habitación, los músicos dejaron a un lado sus instrumentos. Los internos del asilo, unidos en las horas de anticipada espera de la fiesta, habían pasado, como grupo, por dos vueltas de la rueda de la fortuna: la lluvia, y el final de esta, que les había unido por fin creando un ambiente de júbilo vociferante y cruel, distinto por completo de la suave y moderada expectación de la mañana. Encerrados durante tres horas en la casona, conservaban su carácter gregario: todos hablaban en voz alta; viejos que casi nunca conversaban, por ser de caracteres diferentes, ahora chachareaban juntos. Eran como colegiales cuyo director, tras vacilar un poco, accede por fin a llevarles a una excursión que había amenazado suspender, para castigarles, y que él cree mucho más excitante para ellos de lo que es en realidad.
Conner se preocupó inmediatamente por el asunto del muro. Era necesario retirar los escombros antes de que llegara la gente de la ciudad. Detestaba la basura: le gustaban las cosas limpias. Tanto era su deseo de que retiraran las piedras, que se atrevió a utilizar —le pareció que con tacto— su autoridad de prefecto para convocar a algunos de los internos antes que se dedicaran a otras tareas o se dispersaran. Reunió a los hombres que había en el salón, los que habían presenciado su discusión con Hook, y, al pasar por el porche con su tropa, alistó también a los cinco hombres que haraganeaban allí. Le pareció que Hook, también presente, debía ser eximido de la tarea, ya que era demasiado viejo incluso para trabajos poco pesados, pero Hook, curioso, al igual que algunas de las mujeres, les siguió, dando pie de ese modo al malentendido que iba a producirse más tarde.