CAPITULO VII
Jesse Slade no podía salir de su asombro.
Vigilado estrechamente por el agente de la Ley y por Lowell, cabalgaba silenciosamente, sin despegar los labios, sin dirigir ninguna mirada a aquellos sujetos, en particular al que se había burlado de él, ofreciéndole una amistad que había carecido por completo de la sinceridad propia de esta manifestación.
Los argumentos a los cuales el cazador de hombres se había acogido eran vulgares, tan vulgares como la vida misma de un rancho, al que él había aspirado a ascender para su trabajo.
Todo había sido una burda trampa, una trampa de la que no había tenido la virtud ni la listeza de escaparse.
Sonreía amargamente, mientras por su mente cruzaban estos pensamientos.
Había sido un novato.
Y ahora todas las lamentaciones estaban demás.
¿Qué iba a pasar ahora?
Lo sabía, pero no quería recordarlo.
Bend River era una tumba abierta para él. Allí, Monty, incluso las gentes del pueblo, esperaban. Y tendrían razón para colgarle, sólo y exclusivamente por haber sido tan infantil, en confiar en aquella persona que bien había sabido envolverle en la tela de araña de su delicada misión.
Veía, cuando por casualidad acertaba a verlo, el rostro triunfante del falso Spencer Garrett. Observaba el orgullo que reflejaban sus ojos, al mismo tiempo que mantenía una animada conversación con Lowell, quien también estaba eufórico de aquel éxito.
¿Por qué él también?
Le había asegurado aquella noche que estaba equivocado. Y sin embargo, no había dudado en prestarse a ayudar a los manejos de Halloran.
La culpa de todo aquello era suya.
¿Por qué no lo mató?
Muy bien pudo hacerlo.
Estaban solos al pie de las montañas. Nadie habría visto cómo le metía en el cuerpo un par de onzas de plomo. Y quitando a Lowell de en medio, nadie podría haber llegado al cazador de hombres hasta él.
Los tres hombres, llevando al prisionero atado con las manos a la espalda, caminaron durante todo aquel día, ininterrumpidamente. Tenían grandes prisas en llegar a su destino. Halloran lo había dicho más de una vez. Pero parecía no atreverse a dirigirle la palabra. Era posible que estuviera avergonzado de haberle engañado, aun cuando aquellos tipos carecían de sentimientos humanos por completo.
Tampoco se atrevió a abrir una conversación.
Cuando anochecía, acamparon.
Según las propias manifestaciones del agente de la Ley, estarían allí hasta que la luna les permitiera continuar adelante. De noche, los caminos estaban más solitarios, los indios ocultos en sus campamentos, los bandidos a la sombra o la oscuridad de sus cubiles. Hablaba con Lowell de infinidad de asuntos, algunos de ellos relacionados con la captura de pistoleros, a los que había llevado ante un tribunal. Unos habían sido ahorcados, otros condenados a cárcel perpetua por sus delitos o a trabajos forzados. Era, a través de sus palabras, un tipo peligroso, difícil de engañar.
Ojalá lo hubiera sabido antes.
Ahora ya no había remedio.
Le desataron las manos para que pudiera tomar los alimentos que Lowell le acercó, mientras que el cazador de hombres se mantenía a prudencial distancia, apuntándole con el rifle. Y Slade sabía que cualquier movimiento ofensivo, por su parte, hubiera significado la muerte.
Comió.
Estaba hambriento.
Pero la cólera casi no podía reprimirla.
Se dejó atar las manos de nuevo.
Echado en el suelo, al amparo de los troncos de los árboles, trató de dormir, casi olvidándose de la triste situación en que se hallaba. Era necesario que los músculos descansaran. En cualquier momento podía surgir la oportunidad que estaba deseando y necesitaba estar en condiciones de luchar, de huir, de matar a aquellos individuos, si es que era necesario.
Cuando la luz iluminó el agreste paisaje, emprendieron la marcha. Fueron dejando a su espalda las montañas, aquellas barreras infranqueables oscuras que podía ver apuntando hacia el cielo, para internarse lentamente en la llanura. Grandes colinas las cerraban el paso.
A veces, las depresiones del terreno obligaban a Halloran a detenerse, a estudiar la manera de eludirlas. Luego, colocando a Lowell en cabeza y él a la espalda, dejando al prisionero en medio, rodeaba, bajaba grandes pendientes, y hallaba, sin duda alguna, el mejor camino para su avance.
Todo esto le hizo comprender a Slade que estaba tratando con un hombre valiente, con un tipo que jamás se daba por vencido ante la adversidad. Parecía un hombre tímido, pero encerraba una voluntad de hierro, un valor incalculable, una precisión matemática en todos sus actos.
Por eso la fama coronaba su propia existencia en la frontera. Porque era un hombre al que nadie podía igualar en su cometido.
Jesse Slade estudiaba detenidamente el terreno.
Tenía que haber una ocasión, una oportunidad.
Las millas que los separaban de Bend River eran muchas.
Pero..., ¿cuándo se produciría aquella oportunidad tan deseada?
La noche pasó, pasó también el día. Las millas quedaban a su espalda. Algunas veces el cazador de hombres obligaba a Lowell a permanecer en un punto oculto con el prisionero, y él se lanzaba hacia adelante, tratando de hallar el rastro que buscaba, o examinando las sendas. En algunos instantes de la marcha contemplaba las señales de humo que los indios hacían en las lejanas colinas. Las leía todas como se lee un libro abierto.
Para Slade, Halloran era excepcional.
Aquella tarde se detuvieron.
Parecía que habían surgido algunas complicaciones.
Slade sabía lo que era.
Detrás de ellos habían quedado restos de caravanas destruidas, ranchos convertidos en ceniza. Los indios estaban atacando en todos los lugares de aquella parte del territorio. Los pieles rojas constituían ahora el mayor azote de la frontera. Y esa guerra la había motivado un blanco renegado, un tipo que había robado el dinero del Gobierno, que había matado a unos agentes, que había privado a unos indios de lo que les pertenecía, Y todos esos delitos, cargaban sobre su espalda.
Halloran se volvió hacia Lowell.
—Mantén el arma montada —dijo, con voz ronca.
Slade levantó la cabeza.
Sonrió.
—¿Hay peligro, agente? —Era la primera vez que se estaba dirigiendo a él.
—Es posible —repuso Halloran.
—Ya era razón de que los indios se presentaran.
—Tienes deseos de que vengan, ¿verdad?
—Si he de serte sincero, sí.
—Piensas escapar con su ayuda.
—Escapar es lo de menos. Pero es preferible morir acuchillado que colgado por el cuello hasta morir.
—Tal vez lleves razón. Sin embargo, iremos hasta el final. Si has pensado que los pieles rojas pueden ayudarte, estás equivocado.
Slade no respondió.
A partir de aquel momento, las precauciones de Halloran fueron constantes. Muchas veces hizo indicaciones a Lowell de que no se moviera del lugar donde estaba el prisionero, mientras él obstinábase en vigilar los estrechos senderos. Pero en ningún momento pudo Slade comprender cuál era la maniobra de aquel hombre.
Tardó la última vez un par de horas en regresar.
Cuando lo hizo, estaba algo agitado.
Jesse Slade disfrutó con aquella transformación operada en el cazador de hombres.
—¿Ocurre algo? —preguntó Lowell, impaciente.
—Tendremos que quedarnos aquí hasta la noche.
—¿Qué es?
—Indios.
—¿Dónde?
—Ocupan parte de la pradera y nos cierran el paso.
—¿Sólo indios?
Halloran sonrió.
—El miedo le hace decir lo que no sabe —aseguró Slade.
Lowell lanzó una mirada terrible.
—He encontrado —añadió el agente— un lugar donde podríamos guarecernos. Se trata de una cabaña casi oculta a la entrada de un desfiladero. Lo único malo es que los pieles rojas dominan las alturas. Pero intentaremos llegar allí de noche
—Mantendrán sus centinelas al acecho —dijo Jesse.
—Es posible.
—Lo cual me alegraría.
—Lo sé. Todo lo que pueda hacer fracasar la acción de la Justicia, para ti es importante.
—Olvidas que soy inocente.
—Eso es lo que dice todo el que ha delinquido.
—Pero yo digo la verdad.
—Las pruebas son las que cuentan.
—¿Las de Lowell?
Lowell se estremeció. Miró atentamente a Halloran.
—Son buenas, ¿no crees?
—Son falsas.
—Demuestra lo contrario.
—Lo hubiera hecho si hubiera estado en libertad.
—Vivías libre en aquel pueblo. ¿Qué hiciste de ese tiempo que tenías?
—Buscaba a un fantasma.
—A un verdadero criminal según tú.
—Es posible.
—Yo no puedo concederte tregua.
—Lo sé. Es natural que quieras apuntarte un nuevo tanto a tu favor. ¿Qué pueden nombrarte ahora?
—No necesito los nombramientos.
—Entonces, por esa amistad que me prometías, déjame que yo te traiga al asesino.
Halloran sonrió.
Estaba echado de costado sobre el montículo. Unos metros más allá, Lowell, muy interesado, contemplaba la escena.
—No puedo someter mi fama a la palabra de un delincuente —dijo Halloran, con voz dura.
—Entonces trataré de huir.
—Inténtalo.
—¿Harías fuego sobre mí?
—Sin duda alguna.
—Me da náuseas el amor que tenéis los policías al deber. Seríais capaces de condenar, incluso de matar, al mejor de los amigos.
—Juramos un cargo.
—Es posible. Un cargo que hace que nadie confíe en vosotros. Me duele que me hayas engañado, Halloran.
—No había más solución.
—Un trabajo muy astuto.
—Puede ser. Esa es mi misión.
—¿Estarás presente cuando me ahorquen?
—Si ése es tu deseo, sí.
—Te lo agradeceré. Tu presencia me dará ánimos.
El cazador de hombres volvió a sonreír.
De repente, irguióse poco a poco.
Subió a lo alto de la loma.
Jesse intentó hacer un movimiento, pero Lowell se lo impidió:
—¡Quieto o disparo!
Slade lo miró.
—¿Serías capaz de matar a un hombre atado, Lowell?
—Prueba a desobedecer mi orden y lo comprobarás.
—¿Tanto interés tienes en que me liquiden?
—Aquellos hombres eran mis amigos.
—Muy sentimental, ¿verdad?
—Tal vez sean los sentimientos de amistad.
Jesse comprendió que por aquel camino no conseguiría otra cosa que extremar la vigilancia de aquel hombre sobre él. Por ello prestó atención a lo que estaba haciendo Buck Halloran.
Tendido en el suelo, casi oculto con la hierba, examinaba el terreno que tenía ante sí. La tarde comenzaba a declinar rápidamente, pero la luz del crepúsculo le permitió ver la ancha columna de polvo que se levantaba sobre el carril utilizado por las ruedas de las galeras de las caravanas.
—Vienen soldados —dijo.
Aquella advertencia hizo que Lowell respirara más tranquilo.
Slade arrugó el entrecejo.
—¿Muchos? —quiso saber Lowell.
—No sé cuántos. Pero van directamente al desfiladero donde los indios están emboscados.
—Van a hacerlos polvo —aseguró Slade.
—Tal vez se den cuenta antes. Si pudiera avisarles...
—¿Por qué no dejas a Lowell conmigo y corres a darles la noticia?
—No. No puedo confiarme.
—Sacrificas a esas gentes por mi seguridad, ¿eh?
—Es posible.
—¿Y eso es norma de un buen agente de la Ley?
—Yo tengo mi misión.
—Y ellos la de morir por nosotros.
—Por ti, di mejor. Los indios estaban en calma.
—Sigues creyendo que fui yo.
—Ya te he dicho que sí.
—¿Por qué no interrogas a Lowell? Es posible que él sepa mucho más de todo este negocio.
—Lo interrogaré cuando se constituya el tribunal.
—Muy acertado. Entonces, amigo, contempla cómo los indios destrozan a esa fuerza. No podrás olvidarlo mientras vivas.
—¡Cállate!
—Me gusta divertirme a costa vuestra. Una voz, un disparo, cualquier ruido potente detendría a los soldados, se darían cuenta del peligro. ¿Por qué no lo haces?
—Daríamos a esos salvajes nuestro punto de referencia.
—Es preferible. Ni tú ni yo tememos a la muerte. Respecto a Lowell, ¿qué falta le hace la vida a un cobarde embustero?
—¡Cállate o...!
La voz de Lowell era terriblemente dura.
—Un embustero que sólo aspira a que un hombre muera. ¿No ocultará algo tu buen ayudante, Halloran? ¿Le has preguntado si vio la cara del asesino, o si el asesino le dio algo del importe del robo, para que culpara a un inocente?
—;Te he dicho que te calles! —rugió Lowell, fuera de sí.
—Tendrás que cortarme la lengua, mentiroso.
Lowell se levantó.
Alzó el rifle, dispuesto a disparar.
—¡Quieto! —fue la orden tajante de Halloran.
Viendo que no obedecía, lanzóse sobre él, derribándolo de un fortísimo golpe en el pecho con la culata de su rifle. Lowell cayó de espalda, rodando, cuesta abajo, después de soltar el arma que empuñaba,
—Demasiado impetuoso —comentó Slade.
Había logrado con aquella acción hacer que Lowell comprendiera que nada bueno podía esperar del cazador de hombres si no cumplía a rajatabla sus órdenes. Esto serviría para que el ayudante de Halloran se sintiera molesto, comprendiera que no podía fiarse un ápice de aquel agente.
Lowell regresó sobre sus pasos. Tosía fuertemente, mientras con ambas manos se apretaba el pecho, en la parte dolorida. Tenía el rostro pálido, pero los ojos despedían llamaradas de odio.
Se dejó caer cerca de donde estaba Slade. Su mano derecha desenvainó el cuchillo de monte “Bowie” y empezó a cortar la hierba, con detenimiento, probando la eficacia de la afilada cuchilla.
Slade sonrió.
Pero, al mismo tiempo, temió que un nuevo acceso de odio impulsara a aquel indeseable a matarlo. Y era posible que esta vez el agente no tuviera tiempo de ayudarle como lo había hecho un momento antes. Por esto guardó silencio.
Prestó atención.
Allá a lo lejos oíase el ruido de los cascos de muchos caballos, en pleno silencio. Era como el redoblar de unos tambores.
—Están llegando al desfiladero —dijo el agente, con voz ronca.
—¿No les avisas? —inquirió Slade.
La respuesta fue el silencio.
—No quedará ni uno para contarlo —agregó el prisionero, con voz lenta, recalcando las sílabas—. Ni uno solo!
Pero ni esto siquiera conmovió al agente.
Jesse comprendió que estaban ocurriendo acontecimientos en los cuales el cazador de hombres no había reparado. Y era posible que cambiaran sus planes por completo, ante la intensidad del momento, ante el enorme peligro que se cernía sobre ellos.
Vio el rifle de repetición en la silla de su caballo. Tenían un arma de aquel calibre cada uno. Y tres rifles podían hacer mucho en defensa de los soldados que caminaban en línea recta hacia la muerte.
Sin embargo, guardó silencio.
De repente, el ruido de los caballos cesó.
Halloran se volvió hacia ellos, descendió de la colina y se sentó a su lado.
—Es necesario llevar los caballos junto al arroyo, al amparo de los árboles —dijo a Lowell—. Vamos a quedarnos aquí esta noche.
—In buen lugar para la meditación —aseguró Slade.
—Es posible. Seguir es morir, sin duda alguna.
—Tú conoces la comarca. ¿No hay otro camino?
—No.
—Tratas de engañarnos a Lowell y a mí. Y sabes que cuando amanezca, los soldados tendrán que pelear como leones. Los indios son muchos.
—¿Cómo lo sabes?
—No es necesario ser adivino. Se te nota a la legua. Estás un poco pálido.
—Son muchos, es cierto. Dominan todos los pasos entre esas rocas.
—Has visto abajo una cabaña. ¿Es cierto?
—Sí.
—¿De blancos?
—Probablemente.
—Estarán en peligro de morir si asoman o se dejan ver un momento por los pieles rojas. Y sería lástima que muriera un hombre como tú, un fiel servidor de la Justicia. Y lo que es más, hacer morir a Lowell con nosotros. Intenta abrirte paso esta noche a través de esas vaguadas. Huye con nosotros y no cometas la tontería de detenerte. No conseguirás más que nos arranquen el pellejo a tiras.