CAPITULO PRIMERO

—Ese es nuestro hombre. Lo he reconocido por la fotografía de los pasquines. ¿Es que estás ciego, Blue?

El hombre que así hablaba se había separado del mostrador de la taberna y hacía una indicación a su compañero sin mirarlo siquiera, sin apartar la vista del sujeto que, inclinado sobre la mesa, charlaba animadamente con una de las muchachas del conjunto de baile.

Aquel tipo no parecía tener más de veinticinco años. Enjuto de carne, daba la sensación de poseer una fortaleza de hierro. Su rostro estaba cubierto por una barba de una semana, y su atuendo, aun cuando ajado por el continuo uso, aún le daba un aspecto de cierta superioridad sobre muchos de los vaqueros y peones que se habían estado codeando con él.

Nada de cuanto se apreciaba en él, aparte de su aspecto, de la arrogancia en las líneas de su cara curtida, llamaba la atención tanto como la situación de sus armas. Ambos revólveres permanecían embutidos en cueros crudos, como fundas, demasiado bajas para poder desechar la idea de que no fuera un pistolero profesional.

Las botas de montar estaban limpias, evidente señal de que hacía tiempo que había llegado a aquella ciudad fronteriza. Pero por una rara casualidad, pocas veces lo habían visto en público. Al menos, esto era lo que pensaban Blue y Jackson, dos vaqueros camorristas, amigos del sheriff de la población, y sirvientes de uno de los ranchos más importantes de la comarca.

—Es posible que sea él —dijo el llamado Blue, con una mueca estúpida en sus labios.

—Estoy seguro. Puede que tenga aquí el pasquín.

Jackson, hombre de rudo aspecto, rebuscó en los bolsillos de su camisa de franela, de los que sacó algunos papeles muy ajados, sucios, que fue desdoblando. Uno de*ellos era el que buscaba.

Lo extendió sobre el mostrador, echándole un vistazo.

—Este es —dijo, con acento de triunfo.

Su camarada aproximóse, lo examinó detenidamente, comprobándolo con el original.

—Cierto que es él —contestó, con acento grave—. Y dan cinco mil dólares por su captura, vivo o muerto. ¡Cinco mil pavos, Blue!

—¡Una fortuna!

—¿Avisamos al sheriff?

—¿Te has vuelto loco?

El otro lo miró con cierto reproche.

—El sheriff querría una parte de esa suma, ¿comprendes? ¿Tienes la más remota idea de lo que suponen cinco mil machacantes, Jackson?

—Es cierto. Podríamos comprar...

—Déjate de compras. Nos iríamos de esta región para siempre. Hemos pensado en ello muchas veces, ¿no es cierto? ¿Y por qué demonios no nos hemos ido? Yo te lo diré; porque no hemos tenido ni para comprar un caballo decente. Ahora es nuestra oportunidad. Pero tendrás que hacer lo que te mande. Nunca fuiste muy listo de mollera.

—Quieres que nos apoderemos de él, ¿verdad?

—Tan cierto como la luz de esa lámpara.

—¿Cómo?

—Está con la muchacha, descuidado. Fíjate cómo la camela.

—Pero permanece de espalda a la pared.

—Eso lo hacen todos los pistoleros.

—Si echa mano a las armas...

—Echará mano. Y ésa será nuestra ventaja. Tú irás detrás de mí. Sabes manejar el revólver con bastante rapidez. Llévalo desenfundado y mátalo en el momento en que intente desenfundar contra mí.

—Supón que fallo.

—Estás poniendo las cosas cada vez más difíciles. Si fallas, ¿sabes el resultado?

—Lo adivino.

—Iremos al cementerio. Conque, amigo, abre bien los ojos. No se gana fácilmente una suma semejante. Piensa que seremos, si no ricos, dos vaqueros con alguna fortuna. Estamos cansados de estas llanuras de Nebraska. Lo has dicho muchas veces. Más al sudoeste está el Colorado, las Montañas Rocosas...

—Y los indios.

—¡Maldito seas, Jackson! ¿Cuándo vas a dejar de tener miedo?

—Ese es un asunto comprometido. Podemos partir la suma con el sheriff.

—Yo no parto con nadie. ¿Vamos?

Jackson titubeó.

Había leído de cabo a rabo el pasquín.

Sabía que a aquel hombre se le buscaba por diversos robos en algunos de los Territorios de la Unión, entre ellos en los dos Dakotas, Kansas y Nebraska. Podía estar de paso hacia el Wyoming y el Colorado, y se sentía demasiado seguro, a dos pasos, valga la metáfora, de los Territorios de libre circulación, es decir, en donde nadie podía detenerlo.

Lo que hiciera en la ciudad no lo sabía nadie.

Hasta era posible que estuviera tramando uno de sus espectaculares robos.

Todo esto pasó por la mente de Jackson.

Para un hombre cuya cabeza está a precio, la serenidad del individuo era constante, desafiadora. Debía poseer una visión perfecta de las cosas, unos reflejos sólo fáciles en gentes de inteligencia superdotada. Y ellos eran, simplemente, dos vaqueros que no tenían donde caerse muertos, con una probada ambición por el dinero. Hasta el punto de que estaban dispuestos a jugarse la vida a una sola carta.

—¿Vamos?

La voz de Blue lo sacó de su profundo ensimismamiento.

Miró hacia el forajido.

—Espera —dijo, con simplicidad.

Volvióse hacia el mostrador y se echó entre pecho y espalda una buena copa de whisky. Después, mirando a su compañero con ojos de cordero degollado, exclamó:

—A veces pienso que es más saludable ganar un sueldo mísero que ser rico a costa de la vida de otro hombre. O buscar la fortuna donde sólo puede encontrarse la calamidad, la muerte. ¿Has pensado...?

—¡Cállate, necio!

—Está bien, Blue; será lo que tú quieras.

Las piernas le temblaron a Jackson un momento.

Poco a poco se fue separando del mostrador.

También su compañero había hecho lo propio, adelantándose algunos pasos.

Las gentes seguían entretenidas en el juego, en la bebida, en la contemplación del espectáculo de aquellas muchachas —algunas de ellas— que daban una sesión de baile en el estrecho escenario del teatro interior.

Nadie parecía haberse dado cuenta de aquel tipo; nadie había visto el movimiento de los dos vaqueros; nadie, menos el interesado.

Los ojos del pistolero habían captado aquellos movimientos. Era lo mismo que un puma olisquea a la presa, como el león que espera el paso del hombre, al que barrunta desde una gran distancia.

La hermosa muchacha que estaba a su lado levantó la cabeza.

—No oyes lo que te digo —exclamó, molesta—. Piensas en otras cosas.

—No te muevas de donde estás —dijo él, lacónico.

Ella pareció soliviantarse.

—No te muevas, he dicho —exclamó él, sujetándole fuertemente la muñeca.

—¿Qué ocurre?

—¡Calla!

—¡Por Dios, forastero...!

—¡Por tu vida, quédate donde estás, sigue hablando, como si nada estuviera aconteciendo!

La mano de él le apretó fuertemente la muñeca derecha.

Entonces ella comprendió que estaba pasando algo terrible. No acertaba a volver la cabeza, porque él le había pedido que no se moviera, que no hiciera ningún ademán.

Parecía haber adivinado algo extraño en aquel hombre, cuando por vez primera se le acercó hacía un par de días, lo mismo que le había sucedido cuando por primera vez la acompañó hasta su casa, al final de la ciudad.

Era un hombre agradable, de buenos modales, pero demasiado extraño para comprenderlo. Seguía inclinado sobre ella. Pero ni sus palabras ni sus pensamientos le acompañaban. Miraba con el rabillo del ojo hacia el mostrador, al paso que la mano diestra se apoyaba en la negra culata de una de sus armas, grabada con profundas muescas. Escuchaba su acento meridional. Pero había perdido, por completo, su extraño atractivo, para convertirse en un hombre frío, en un hombre terrible y hasta misterioso.

Respiraba rápidamente.

Ella, disimuladamente, volvió la cabeza. Vio entonces a los dos sujetos que avanzaban por el pasillo del local. Uno de ellos venía delante, y a veces clavaba la mirada, fijamente, en el pistolero. El otro había desenfundado el revólver y caminaba a pocos pasos de su camarada, presto para disparar.

Muchos de los presentes se habían dado cuenta.

Disimuladamente retrocedieron, unos hacia el mostrador, los más en busca de la salida del local. Pero la música continuaba. Las muchachas que formaban el conjunto, o parte de éste, continuaban distrayendo a la clientela. Oíanse las voces de los hombres que estaban sentados más próximos a ellas.

—¿Los conoces? —preguntó el sujeto, de repente.

Ella comprendió.

—Son dos vaqueros de esta comarca.

—¿Solamente eso?

—Sólo. ¿Por qué?

—Vienen hacia aquí.

—¿Qué tiene contra ellos?

—Sería mejor preguntarles qué tienen contra mí.

—Deben haberle conocido de algo.

—Es probable. En algunas ciudades del Este soy bien conocido.

Ella guardó silencio.

De repente, alzó la cabeza.

—¿Qué piensa hacer?

El sonrió.

—Me gustaría saber qué harías tú en mi lugar, cuando dos hombres caminan firmemente con deseos de matarte. La defensa propia es legal.

—Pero ellos no son pistoleros, no son...

—Ellos son unos ambiciosos. Cuando un hombre aspira a tener una recompensa, matando o entregando a otro, vivo, a la Justicia, debe pensar primero, antes que en el dinero que van a darle, en las posibilidades que tiene de salir airoso de la prueba. Ellos van a morir... ahora.

—¡No!

—Quisiera evitarlo por encima de todas las cosas.

—¡Huye!

—Ya no es posible.

—¿Por qué?

—No me dejarían. Están dominados por esa ambición, por la seguridad de que podrán sorprenderme. Y, sin embargo, tú sabes que ellos no pueden cogerme desprevenido. No solamente ellos, sino nadie.

—¿Vas a matarlos?

Sonrió.

—No soy un asesino.

—¿Entonces?

—Es mi vida la que está en peligro.

—¿Por qué quieren cogerte, por qué desean matarte?

—Sería largo de contar.

—Intenta salir por la puerta trasera.

—Ya no hay tiempo.

—Son malos tiradores.

—Lo sé también.

—Y a pesar de saberlo, ¿vas a matarlos?

—¿Los he buscado yo?

—No.

—Son ellos los que caminan en línea recta hacia la muerte. Son ellos los que desean morir. Cuando llegué a esta ciudad, hice la firme promesa de no luchar contra nadie. Pero ya lo ve, querida. No es posible sustraerse a la influencia de esta maldita frontera. Un sheriff publicó una vez mi nombre. Pagaba por mí, vivo o muerto, 5.000 dólares. Aquello fue el principio. Robé algunas reses porque necesitaba vivir. Y dime, ¿cuántos ganaderos hay en el Occidente de la Unión, que no haya robado alguna vez una vaca o un ternero? Lo hacen muchas veces, sin darse cuenta. Marcan las crías de las reses, sin tener presente si la madre de la res marcada estará al otro lado del límite de sus tierras. Por ese delito, que justifiqué era para poder subsistir, me condenaron. Y los 5.000 dólares de recompensa se convirtieron en una horrible pesadilla. Todo el mundo quería ganarlos. Y todo el mundo se enfrentaba contra mí. He vivido momentos en los cuales no daba ni un centavo por mi vida. Por ello tuve que aprender todos los secretos del manejo de las armas de fuego. Por eso me tuve que convertir en un pistolero profesional. ¿Quieres alguna aclaración más?

—Creo que ya no es necesario.

El hombre se envaró.

Poco a poco quedóse en pie, junto a la mesa, en la que ella se apoyaba de codos, sin atreverse a volver la cabeza.

Los ojos de aquel sujeto escrutaron el rostro de Blue, primero, luego el de Jackson. Ambos vaqueros hicieron alto. Se dieron cuenta de que quizá habían andado un poco remisos al acercarse a su enemigo. Y éste estaba alerta, dispuesto a defenderse. Vieron cómo la mano derecha se apoyaba en la culata del “seis tiros”. Y oyeron entonces su voz, recia, glacial:

—¿Me buscan a mí? —preguntó.

Blue se estremeció desde los pies a la raíz de los cabellos. Jackson pareció más entero que su camarada.

—Venimos a detenerle —dijo, con acento ronco.

—¿Por qué razón?

Muchos de los presentes se habían vuelto. Otros se apartaron hacia ambos lados del pasillo, quizá con el deseo de no hallarse en la misma dirección por donde las balas silbarían dentro de unos segundos.

—Porque está reclamado por la Ley.

—¿Sólo por eso?

—Sólo por eso.

—Y por los cinco mil dólares que dan por mi captura, ¿no es verdad?

—Eso es algo que escapa a nosotros mismos.

—Bien, muchachos, ¿por qué no me detenéis?

—Eso es lo que vamos a hacer.

—Para morir. No he venido a este lugar con ansias de lucha, sino pacíficamente. Nada tengo que ver con esta comarca, ni con las gentes que viven en ella. No soy un asesino, ni siquiera un ladrón, sino un hombre que debe defender su propia existencia. A los hombres que, como yo, están clasificados al margen de la Ley, se les achacan infinidad de delitos que nunca cometieron. Eso es lo que ha pasado conmigo. Puede que otros llevaran a cabo los planes y los “negocios” que luego echaron sobre mi espalda. Quiero, con todo esto, poneros en antecedentes, antes de que sea tarde. Saldré de este pueblo tan ileso como entré en él. Ni vosotros, ni ninguno de los que aquí están, tienen la rapidez suficiente para aproximarse a la mía. Por lo tanto, amigos, lucháis porque esa vida, que deberíais conservar, yo mismo os la arrebate.

—Es así cómo engañas a tus víctimas, ¿verdad? —tronó Jackson—. Hablándoles para confundirlas, para matarlas en el acto. Pero conmigo no va eso, ¿entendido? ¡Saca!

Al momento, sus manos corrieron a la culata de las armas.

El forastero casi no se movió.

Pero sí su mano, aquella mano derecha, veloz como la luz del rayo.

Tronó un arma.

Jackson abrió los ojos desmesuradamente.

El golpe de la bala contra su hombro casi estuvo a punto de mandarlo al suelo, a los pies de su compañero Blue, que había levantado las manos, en señal de rendición. Jackson estaba encorvado, lanzaba maldiciones por sus labios, al mismo tiempo que con la otra mano se sujetaba el lugar de la herida. La bala de su adversario debía haberle roto la clavícula...

—¡Atrás! —ordenó el pistolero—. Todos contra el mostrador. Tú no, amigo. Quédate ahí mismo.

La orden iba dirigida a Blue.

Jackson estaba de rodillas.

Debía dolerle horriblemente la herida, porque su rostro era una pura mueca de dolor.

Paso a paso, el pistolero se acercó a Blue, pálido el vaquero como la misma muerte. Mantenía las manos en alto, sin atreverse a bajarlas.

—¿Quién me denunció?

Blue estaba tartamudeante.

—El tenía un... un pasquín de...

—¿Quién se lo dio?

—Es amigo del sheriff de este pueblo.

—Está bien, quien maldito seas, vaquero. Pero dile al sheriff de este pueblo que hoy habéis nacido de nuevo. Dile que no se cruce en mi camino.

Volvióse hacia los demás.

—¡Y vosotros —gritó—, oíd esto! No acabo de saber lo que tiene que hacer un hombre para no tener que matar. He cruzado muchos Territorios de la Unión buscando un lugar de paz, un rincón donde nadie supiera de mí, donde pudiera vivir como los demás. Por lo visto, esto es imposible. Quisiera que vosotros mismos estuviérais en mi lugar, que comprendiérais lo duro que es tener que luchar y matar a. un semejante. Es posible que algún día me liquiden, cara a cara o por la espalda. Pero quien lo haga será más desgraciado que yo, porque a su fama tendrá que añadir la mía, como una fatal herencia de la que nunca podrá sustraerse. Voy a salir de aquí. Mi vida está tasada en cinco mil dólares. No vale la pena condenarse para siempre por esa cantidad, o exponerse a que yo le mate.

Se dirigió a la muchacha, sin volver hacia ella la cabeza.

—Lo he hecho por ti —dijo con voz silbante—. Viven porque tú lo has querido. Y después de todo, me alegra no haberlos eliminado. Vas a emprender un largo viaje, según me has dicho. Puede que alguna vez nos veamos.

Avanzó hacia la salida, empujando a Blue hacia un lado.

Jackson estaba en el suelo, de rodillas, luchando por contener la hemorragia. Los demás hombres, que habían presenciado la escena, se apartaron hacia un lado, dejándole el paso franco.

Lo vieron salir a la calle.

Ella, apartándose de la mesa, buscó la salida posterior.

Cuando el pistolero llegaba a la esquina del callejón, la joven lo llamó.

Volvióse hacia ella.

—¡Vete! —le dijo—. Me han localizado y pueden ocurrir muchas cosas.

—¿Dónde vas? —preguntó la muchacha.

—No lo sé... aún. Voy a cruzar el río esta noche.

—Has dicho que te gustaría que nos viéramos alguna vez.

—Eso es lo que he dicho.

—Quiero encaminarme hacia el Colorado.

—Tal vez vaya a este Territorio. Allí nadie me conoce.

—¿Hacia el Norte?

—Puede. Pero..., ¿qué harás allí?

—Voy con unas familias de emigrantes.

—¿Y abandonas tu... carrera?

—No me gusta este género de vida.

—Tampoco a mí.

—Lo suponía.

—¿Por qué?

—Porque no has mirado ni una sola vez a las muchachas del conjunto.

El sonrió.

—¿Cuál es tu nombre?

—¿Tanto te interesa saberlo?

—Soy muy curioso.

—Llámame Irma.

—¿Sólo eso?

—Irma Looney.

—Es muy bonito. ¿Te acordarás del mío?

—No recuerdo habértelo oído pronunciar.

—Jesse Slade.

Ella le miró, sorprendida.

—Lo conocías, ¿verdad?

Asintió con un movimiento de cabeza.

—Es un nombre bastante conocido —agregó el pistolero—. Un nombre al que van unidos muchos delitos.

—Y esos delitos, Slade, ¿son ciertos?

—No.

—Me alegra mucho saberlo.

—¿Y me crees?

—¿Por qué no?

—Porque nadie suele creer a un hombre, cuando es la Ley quien ha publicado su nombre en molde de imprenta. Es cierto que cometí algunos desaguisados. Pero han acumulado muchos más a aquellos, algunos tan alevosos, que hasta siento repugnancia al recordarlos. Y ahora, vete. ¿Tienes a alguien en Colorado?

—Debe haber un hombre al que hace mucho tiempo que busco.

—¿Prometido?

Ella sonrió, mirándole con burlona ironía.

—No —repuso—. Es mi padre, un buscador de oro. La última vez me escribió desde Laramie, en Wyoming. Pero decía que iba hacia el Colorado. Es allí donde debo encontrarlo alguna vez.

—Que tengas mucha suerte, Irma.

—Igual te digo.