X

P asaron las semanas, los meses y los años. Alma y Tessa solapaban tristezas, en su amarga existencia, desde la devastadora bajeza de la desesperación.

Durante toda la noche, y casi durante todo el día, recibían a aquellos hombres de pasado bucanero y presente enfermizo que se aliaban con el tiempo traicionero para dar rienda suelta a sus más oscuros deseos.

Las dos hermanas trabajaban en un largo pasillo con pequeños y numerosos compartimentos, más bien nichos, donde se pasaban encerradas el día entero. Una minúscula letrina, embadurnada de moho y vomitados resecos, hacía de aseo, y un hilo musical, que resoplaba ridículas canciones que hablaban de amor, acompañaba su desconsuelo.

Y así, entre clientes abominables, cantaban a la vida. O a la muerte, que en su caso ambas eran la misma cosa. Y se escuchaban la una a la otra consolándose, mientras entonaban su canción, que podía atravesar las delgadas paredes y recorrer todas las estancias.

Alma y Tessa se acostumbraron al dolor, se inmunizaron a la desdicha, desnudándose ante poetas naufragados en la perdición, sin más paisajes que la noche envenenada, sin más testigos que el silencio, ese angustioso silencio que se interrumpía tan sólo por gemidos y lamentos y que les punzaba el pecho, les apretaba el corazón.

Aquellos ladrones de almas las manoseaban y violaban hasta llegar el alba. Hasta que ellas empezaron a dejarse manosear. Y violar. Mientras tanto, miles de sueños se ocultaban tras los tristes reflejos de las luces de neón y miles de penas yacían bajo aquellas caras jóvenes y tersas.

Caras tan hermosas como las de sus compañeras: Irina, que cada vez que las veía en el pasillo, cuando iban y volvían de la letrina, les daba la bienvenida a la tristeza; o Vanessa, que también había sido vendida por su padre y jamás sabría si éste conocía la verdad de su paradero; o Maya, que a los pocos meses enloqueció y fue admirada por algunas, ya que los locos son a menudo la envidia de los cuerdos, presos del miedo; o Cherrie, cuyo sueño era la muerte; o Perlie, que se recreaba con la visión de que algún cliente se la llevaría lejos de allí, como en una película de la actriz para la que nunca trabajó; o Peachie, que fue llevada a Manila con sus tres hermanas y nunca más las vio; o Estrella, que les explicó lo que eran las ladillas cuando Tessa y Alma tenían fuertes picores; o Agatha, que les indicó que no besaran a los clientes porque no era propio de prostitutas; o Melody y Cindy, a las que Tessa sorprendió tocándose y besándose apasionadamente en la sala verde; o Nancy, que a ratos hacía alguna broma y provocaba la risa —aquella risa patética de cuando el que ríe es infeliz— a sus queridas compañeras.

Siempre era el mismo ritual: sonaba el timbre, Mary Jane abría, el cliente pasaba a la sala roja, o la verde, papá Gerry hablaba con él, las chicas iban entrando a la habitación, a veces guiñándole el ojo, a veces tocándole. Él elegía. La chica iba a su cubículo y el hombre la seguía. Y de nuevo la misma letanía.

—¿Cuál de ellas quieres? Las conozco a todas —afirmaba Gerardo Medina, alias papá Gerry, a los clientes.

Pero no, no las conocía, no tenía ni idea de sus sueños ni de sus miedos, de sus anhelos o sus pavores. De su orfandad de amor. No sabía que todas ellas, a pesar de ser muy diferentes en sus caracteres y tesituras, tenían algo en común: le odiaban. Detestaban con toda su fuerza a aquel hombre que las había engañado y traído hasta ese cuchitril de lamentaciones, aquel falso protector que era pérfido y malvado como el mismo demonio.

El odio les robaba horas de sueño y las destruía lentamente. Como ácido sulfúrico para sus almas. Como el viento violento que erosiona montañas con sutileza engañosa. Las degradaba, las aniquilaba poco a poco hasta eliminarlas por completo. Y así, entre inquinas y plañidos, se consumía su tiempo en aquel coro de Babel en el que el acento común era el pecado. Porque en todos aquellos fariseos sudorosos no existía ni el más mínimo ápice de bondad. Por no existir, no existía ni el remordimiento. Ni aquellos segundos de docilidad y mansedumbre que tienen, a veces, algunos malos, que parece —aunque sea una ilusión— que por un instante dejan de serlo.

Entre turno y turno, Tessa miraba al cielo por un pequeño orificio que se abría desde su compartimento. Y pasaba las noches atormentada con la humillante visión de la luna sucia. Tal vez, pensó, algún día la mariposa verde la remolcaría lejos de allí, y volaría tan, tan, alto que podría tocar la luna. Y acariciarla, mitigando para siempre el dolor de pellizcos y arañazos pasados.

Y disimulando su desdicha con una gruesa capa de maquillaje, pensó que la pena tal vez se contagia. Si ella transmitía su aflicción, si lograba que aquellos clientes conectaran con su profundo dolor y se apiadaran de ella, tal vez la ayudaran a salir de allí y podría buscar a la mariposa verde. Y se propuso desabrocharse el corazón para dar rienda suelta a su dulzura y convencerles de que la ayudaran.

Pero ni eso sirvió para cambiar la actitud de aquellos caballeros que no eran caballeros, y que galopaban encima de sus cuerpos como un caballo enfermo, derramando espuma por la boca y clavando, en cada curva de sus cuerpos voluptuosos, penetrantes miradas, encendidas por el odio. A veces el odio se disfraza de amor.

Tessa, que había empezado a fumar compulsivamente, apagaba sus cigarrillos en el marco del pequeño agujero que daba al cielo y allí dejaba, noche tras noche, una marca de la espera vacía, tatuando la pared con un pequeño redondel de ceniza, como una herida gris abierta para siempre. A tenor de aquellas circunstancias y de aquella soledad desgarradora, se refugió en sus compañeras. Apenas veía a Alma, ya que las habían separado como castigo por todas las veces que habían intentado huir, aunque luego todo se hubiera quedado en intentos frustrados con duras reprimendas.

Tan sólo se escuchaban la una a la otra mientras cantaban bien alto su canción. Y se abrazaban con la voz, se acariciaban con las notas. Como los animales que se lamen, con decoroso cuidado, las llagas abiertas.

—Ya están otra vez las concubinas y su jodida canción —gritaba entonces Gerardo Medina. Y les pegaba nuevamente, a cada una en su cuarto, ante la impasividad de Mary Jane, que cada vez era más retorcida y violenta.

Tessa recibió fuertes palizas cuando papá Gerry se enteró de que intentaba convencer a los clientes para que la ayudaran a escapar. Pero, pasadas las semanas de castigo, se ganó de nuevo su confianza y la dejó pasar una hora al día en la sala verde, donde podía conversar un rato con sus compañeras y compartir desdichas. Porque aparte de las palizas y violaciones de papá Gerry y sus amigos o clientes, poco más había para compartir.

Con quien más coincidía Tessa era con Irina, que tenía turnos parecidos. Ésta la observaba mientras miraba la luna y se mortificaba con la tragedia de verla tan sucia.

—Noto que ya no queda en ti la niña que fuiste, Tessa. Y eso es muy triste. No dejes que suceda —dijo de pronto Irina.

Y Tessa, sin dejar de contemplar la degradación de aquel astro manchado, se dio cuenta de que Irina estaba en lo cierto. Hacía ya mucho tiempo, quizás demasiado, que había dejado de ser una niña en el corazón. La Tessa que observaba las puestas de sol rojizo y presenciaba en silencio cómo el cielo encontraba el mar ya no estaba. Se había esfumado, incluso de su memoria. Y se propuso encontrarla de nuevo. Si volvía a ser una niña, si se esforzaba por devolver a su cuerpo ultrajado la Tessa que paseaba entre campos de amapolas y descifraba los mensajes del canto de los grillos, tal vez volvería a ver a la mariposa verde. Y podría juguetear con sus alas y montarse en ellas. Y escapar de allí. Lejos de allí.

Y se propuso amanecer siendo la niña que fue antaño. Y colarse, sigilosa, en aquel universo sumergido, ese paraíso poblado por bellas criaturas y por las voces del mar.

Irina sacó entonces una inyección, una cuchara y una pequeña bolsa de plástico con algo en su interior. Y con un mechero, el mismo mechero amarillo que Tessa había visto en la mano de papá Gerry, calentó la parte inferior de la cuchara.

—¿Qué es esto? ¿Estás enferma? —preguntó Tessa a Irina mientras ésta se clavaba la aguja en el brazo izquierdo.

—Sí, estoy enferma, enferma de tristeza, ya te lo dije una vez. Pero con esto dejo de estarlo. Esto me devuelve a la niña que fui. Y me olvido de todas las penas. Me lo consigue papá Gerry a cambio de turnos dobles.

Tessa miró de refilón la aguja y pensó en los caminos y matorrales de Cuyo, en las cañas de bambú, en la arena de la playa, en las voces del mar y en el juego saltarín de los jilgueros.

—¿Puedo yo también tomar esta medicina? —preguntó.

Tessa tenía la esperanza de que aquella aguja pudiera, tal vez, liberar su corazón, esclavo de la pena. Quizás aquella pócima secreta la sacaría de la mazmorra de odio y la elevaría hasta dejarse arrastrar por los vientos de Cuyo.

Irina le ató una goma negra en el brazo y la ayudó a clavarse la aguja, sonriendo sin sonreír, como si dos hilos invisibles tiraran de las comisuras de la boca.

Y observó la expresión de Tessa mientras se dejaba inyectar y volver a ser una niña en el corazón. Sus ojos se pusieron en blanco durante unos instantes y una extraña sensación, de gran bienestar, invadió lentamente su cuerpo, recorriéndolo como se recorren los campos de Cuyo. Y cantó de nuevo, para que su voz traspasara las finas paredes de aquel burdel de Malate y las notas volaran muy alto, casi a la altura de la luna sucia:

Ojalá los días pasados nunca se hubieran transformado.

Y fuera todo como cuando era un bebé en los brazos de mi madre.

Me gustaría escuchar de nuevo la canción amorosa de mi madre.

Aquella canción de amor mientras yo estaba en la cuna.

Y en mis sueños, que son sueños profundos,

me vigila un astro y me guía una estrella,

y en compañía de mi madre, la vida es cielo.

Mi corazón compungido sigue esperando el balanceo de la cuna.

Y entonces vio cientos de mariposas, danzando alrededor, creando mil formas y colores. Pero no divisó, ni por asomo, la belleza esplendorosa de la mariposa verde.

XI

L as bolsas de supermercado con el asa en el medio seguían yendo y viniendo por las asfaltadas calles del barrio de Makati y Manila parecía otra ciudad en medio de aquel inaudito trasiego.

Las sesiones de trabajo con Carol Méndez iban mejorando y, a decir verdad, observando el gran trabajo realizado por Hope for Them, cada día comprendía mejor su mala leche. Era indudable que allí se necesitaba una líder con carácter, con agallas, con decisión. Con dos cojones, diría Ricardo.

Quedaban muy pocos días para irme de nuevo a Madrid y el informe estaba prácticamente terminado. Así que Carol empezó a presentarme a algunas personas anteriormente traficadas y explotadas que, tras años de recuperación, habían conseguido rehacer sus vidas con otros trabajos, parejas estables, e incluso, olvidar —parcialmente, porque dudo que vivencias como las que me contaron se puedan despegar fácilmente de la memoria— su otra vida.

Las historias casi inconfesables que escuché aquellos días por boca de sus propias protagonistas eran difíciles de plasmar en un informe y más difíciles de entender. Por inverosímiles y rocambolescas. Y, desgraciadamente, por reales. Todas aquellas víctimas, en su mayoría mujeres, me regalaron conversaciones riquísimas de las que aprendí mucho. Me enseñaron que el con el cuerpo se puede comerciar, pero nada más. Porque el alma sólo se comparte con quien uno quiere, pero no se vende jamás.

Por otro lado, la curiosidad por los temas en los que me había iniciado mi nueva amiga Glenda Dalus iba en aumento. Todo aquello no me hacía ni pizca de gracia. Cada noche, antes de acostarme, me sorprendía a mí mismo buscando por Internet todo lo relacionado con Alicia Araneta, con la Congregación de la Virgen de los Milagros o, simplemente, con milagros. Así, en general.

Tal vez movido por aquella obsesión recurrente, decidí llamar por teléfono a la tía Leonor. Antes de volar hacia Manila, me había dicho que tenía aún contactos en aquella ciudad y creía recordar —porque cuando ella habla, todo el mundo desconecta— que me había contado que aún se carteaba, o llamaba en Navidad, con un sacerdote de Manila. Así que le pedí el contacto para poderle llamar y averiguar si tenía algún dato sobre aquella misteriosa congregación. Pensé, además, que ése sería mi regalo de despedida a mi amiga Glenda Dalus. Ésa iba a ser mi última aportación en aquella historia escabrosa de la que quería olvidarme pronto, a pesar de que despertara en mí una curiosidad insólita.

Aquel esfuerzo —la llamada a la tía Leonor— conllevaba el sacrificio de estar casi una hora con la oreja pegada al teléfono, escuchando las maravillosas historias del tío Ramón. Pero la ocasión lo merecía.

La tía Leonor, recordándome que es un soplo la vida y que mañana Dios dirá, se mostró encantada de que quisiera ver a su amigo sacerdote. No me apetecía contarle todas aquellas historias oscuras y me limité a ofrecer una mentirijilla facilona —me quiero confesar, tía, hace mucho que no me confieso—. Y en parte algo había de verdad en aquella afirmación, porque vaya si hacía tiempo que no me confesaba, creo que desde unos días antes de mi primera comunión.

El padre Carlos Elizalde, así se llamaba el sacerdote al que conocía la tía Leonor, era un filipino de ascendencia española. Había estado muy vinculado a la Embajada de España en Manila cuando mi tío Ramón trabajaba allí. Estaba ya bastante mayor, pero, al parecer, se mantenía en activo, colaborando estrechamente con el arzobispado y varias asociaciones religiosas.

Salí de Diamante Mansion y me dirigí de nuevo a la puerta del Greenbelt 5, el centro comercial donde había quedado con Glenda; nos habíamos acostumbrado a encontrarnos siempre allí, con lo que ni siquiera era ya necesario concretar el lugar. De ahí iríamos a Intramuros, cerca de la parroquia de San Agustín, donde tenía su despacho el padre Carlos Elizalde.

Glenda se puso contenta con la noticia sobre aquella entrevista con el sacerdote y había mostrado interés. De lo contrario, me lo habría hecho saber. Menuda era ella.

—Te advierto que los crucifijos me dan mucha grima —soltó Glenda de repente cuando ya estábamos en el taxi.

—Pues en la iglesia de los milagros te vi muy decidida.

—Porque allí no hay crucifijos.

—¿Pero por qué particularmente los crucifijos?

—A ver, amigo: ¿tú verías normal que dentro de unos años se representara a personas en una silla eléctrica? ¿No lo verías macabro? ¡Pues esto es lo mismo! ¡Qué ganas de tener a alguien torturado colgado en la pared!

Las ocurrencias de Glenda me hacían reír mucho, y así estuvimos, riendo, todo el trayecto, que duró mucho porque el tráfico era infernal.

—¿Qué tal con Andrea? —me preguntó de pronto.

—Pues igual. O mal, que es lo mismo. Pero tengo miedo de hablar con ella directamente. Si le cuento lo que hay, que ya no siento nada, lo pasaremos mal, no será fácil y no acabará de la mejor manera.

—Ay, amigo, quien está abierto al amor debe estar abierto al dolor. Y viceversa. A menudo son proporcionales y paralelos. Y autoprotegerse en exceso puede tener consecuencias muy nocivas. ¿Tu corazón qué te dice?

—¿El corazón?

—Sí, sí, amigo, el corazón. ¿Es que no sabes que habla y nunca miente?

—Pero a veces nos engaña un poco... —le respondí, sin saber muy bien el significado de mis palabras pero intuyendo que eran ciertas.

—Nos engañamos nosotros mismos, no el corazón, amigo mío.

—El corazón y la cabeza, curiosa combinación —le dije, con una vena filosófica que nunca había tenido y que sólo Glenda había conseguido sacar en mí.

—¿Crees que están reñidos la cabeza y el corazón? Yo no lo creo. —Miró el paisaje urbano de grises y se evadió de nuevo en sus pensamientos—. A veces, demasiado a menudo, perdemos el contacto con nosotros mismos. Eso es lo que nos pasa a todos —pronunció tras unos segundos, tal vez pensando en voz alta y sin que yo la entendiera muy bien.

Así era Glenda, soltaba afirmaciones escuetas pero con mucha seguridad, sencillas pero complejas a la vez. Propias de los sabios que lo son sin saberlo.

Llegamos por fin a un antiguo edificio de Intramuros y en la puerta esperaba el padre Carlos Elizalde. Era un hombre alto, muy poco encorvado para su avanzada edad —me había dicho la tía que tenía casi noventa años— y de movimientos vigorosos, sin rastro de la parsimonia que uno espera de un cura tan mayor. No dejaba de juguetear con su teléfono móvil como si acabara de descubrir aquel tipo de artilugios. Había trabajado muchos años con el obispo y estaba muy bien relacionado con numerosas congregaciones de la capital y de las provincias de Filipinas.

Tras recordar a la tía Leonor y al tío Ramón de una manera que me confirmó que mi pariente era un crápula —«pobre mujer, pobre mujer, lo que sufrió con aquel hombre»—, nos invitó a sentarnos en un pequeño despacho y, tras ofrecernos café americano y pastelitos de arroz, empezó a hablar:

—La profunda inserción social de la Iglesia católica, heredada de épocas ancestrales, se refleja en el hecho de que aún hoy el setenta y cinco por ciento de los filipinos de más de diez años aprenden a leer en instituciones que dependen de ella —empezó diciendo, sin saber yo muy bien a qué venía aquel discurso.

Glenda estaba totalmente atenta a las paredes de la salita, observando de reojo un enorme crucifijo que quedaba a su derecha —ya fue mala pata—. Tan sólo centró nuevamente su atención en el sacerdote cuando yo formulé la pregunta tan esperada:

—Padre, ¿conoce el caso de Alicia Araneta y el milagro de la Virgen de su congregación?

—Por supuesto que lo conozco. ¡Y quién no! Os voy a contar algunas cosas sobre este caso, pero antes dejadme que os aclare algunos datos —respondió, ante la expresiva reacción de Glenda, con los ojos abiertos como naranjas—. Uno de los fenómenos más curiosos experimentados por la religión católica son las diversas imágenes y estatuas de santos llorando o sangrando. Por lo general, se trata de esculturas que representan a Jesús o a la Virgen María, aunque también ha habido casos de este fenómeno con imágenes de otros santos.

—¿Pero la Iglesia los aprueba?

—Cada caso es diferente, pero muchos de ellos sí son verdaderos, al igual que lo han sido durante toda la historia las apariciones marianas y otros milagros. En 1953, en la ciudad italiana de Siracusa, una mujer llamada Antonina Janusso, que había llevado un embarazo problemático, contó que el 29 de agosto vio a la Virgen llorar. La imagen de la Virgen había sido hecha en un estudio de la Toscana y cuando Antonia se casó con Angelo, su marido, la llevaron consigo a Siracusa. Se dice que esta Virgen lloró durante cuatro días y que el primer milagro realizado fue la completa recuperación de Antonia y un parto sin problemas.

Glenda arqueó los ojos y movió ligeramente las comisuras de los labios hacia abajo, disimulando mal su incredulidad. El padre Elizalde prosiguió:

—También se ha dicho que los pañuelos con los que limpiaron las lágrimas a la Virgen y que fueron enviados a distintos países fueron los responsables de muchos milagros, uno de ellos en España, tu país, Enrique. A partir de entonces se la empezó a conocer como la Virgen de las Lágrimas.

Aunque no me vi a mí mismo, creo que se me quedó en la cara la misma expresión que a Glenda unos segundos antes.

—Pero uno de los casos más conocidos y que más polémica ha levantado es el de Civitavecchia. En 1995, una diócesis de Italia reportó que la Virgen de la Paz, que estaba en un jardín, lloró en varias ocasiones e incluso ante un obispo. Se hicieron muchos estudios y se descubrió que la sangre era humana.

—Pero con cromosomas XY. Era la sangre de un hombre, seguro que de algún impostor —intervino Glenda, orgullosa de tener aquella información.

—Lo cierto es que el misterio nunca ha sido aclarado y no se sabe si realmente la Virgen lloraba o se trataba de un engaño. La imagen se trasladó poco después a la parroquia de San Agustín y durante varios años no ha mostrado ninguna otra señal de llanto o sangre —dijo Elizalde con energía.

—¿Lo ve, padre? ¡Un truco! Por cierto, ¿puedo fumar? —preguntó Glenda. A mí casi me dio un soponcio con su atrevimiento.

—Si me invitas a uno, hija, sí —contestó el sacerdote, para mi sorpresa y mi convencimiento, a partir de ese momento, de que Carlos Elizalde y Glenda Dalus se habían caído bien.

Lo cierto es que Glenda era malhablada, directa y poco refinada, pero resultaba difícil que no resultara simpática. Uno no podía evitar dejarse seducir por sus peculiaridades, que realmente la hacían única. Y sus afirmaciones, a pesar de ir presentadas en un envoltorio burdo, eran casi siempre verdades muy acertadas.

—Estos milagros a mí me parecen un negocio —insistió Glenda.

—Bueno, hija, es cierto que la cantidad de dinero que se mueve cada vez que una Virgen llora sangre es un aspecto que alimenta el escepticismo, no sólo el de personas como tú, sino también del propio Vaticano.

—No me diga que no se han descubierto muchos trucos...

—Sí, hija, no lo negaré. Los más habituales son dos: a menudo se utilizan imágenes con pequeños conductos dentro que van a parar al supuesto orificio de los ojos, con sangre líquida o simplemente con líquido con colorante. Los conductos están tapados por un barniz en el yeso. Si se raspa en los ojos de la estatua, los conductos se dejan abiertos y la sangre cae por los orificios, dando la impresión de que está derramando sangre de la nada.

Al padre Carlos se le veía entusiasmado con aquella conversación.

—Otro truco —prosiguió— es usar un tipo de estatua que si se deja durante la noche en un jardín donde hay rocío por las mañanas se consigue que la imagen llore. Es muy sencillo. Simplemente se coloca un colorante en el surco bajo los ojos y son las condiciones ambientales las que hacen el resto. Por eso no es posible estudiar uno de estos casos sin tener en cuenta todo, incluso la meteorología del entorno en el que se encuentra la supuesta estatua milagrosa.

—¿Y eso de los iluminados o las personas que dicen que ven o escuchan a la Virgen? —preguntó Glenda, enfrascada en aquella conversación a dos en la que yo sólo estaba de oyente.

—Bueno, la historia está plagada de ellos. Y muchos han sido reconocidos por la Iglesia. Bernadette Soubirous en Lourdes, los pastores de Fátima, o incluso, las personas que actualmente ven a la Virgen en Medjugorje. Y os aseguro que esos sitios tienen algo especial.

—¿Y no le parece sospechoso que únicamente pasen estas cosas en sitios católicos? —me atreví a preguntar yo.

—Dios se aparece según las manifestaciones religiosas y las circunstancias de cada país, hijo. No creas que este tipo de milagros se reducen sólo al catolicismo. En India, por ejemplo, existen numerosos dioses, entre ellos Ganesh, el dios elefante, que se supone que absorben leche. Y así en cualquier religión.

—Otro truco, seguro. ¿Y Alicia Araneta? —le interrumpió Glenda casi chillando.

—No vayas tan rápido, hija. Luego os cuento. Es importante conocer bien lo que ocurre en Filipinas, un país con numerosas expresiones de este tipo. ¿Conoces el Viernes Santo en San Pedro Cutud, verdad?

—Buah, están locos... —exclamó mi amiga.

Miré a Glenda haciendo un gesto de interrogación con los hombros, a la espera de que me informara, tal y como empezó a hacer:

—Se clavan en cruces durante Semana Santa en la ciudad de San Fernando, a 70 kilómetros al norte de Manila. Están jodidamente locos.

—Lo están, hija, lo están. Efectivamente, varios hombres son clavados en la cruz durante las representaciones de Viernes Santo —siguió Elizalde volviendo a dirigirse a mí—. El ritual no es aprobado por la Iglesia de Filipinas, pero sigue siendo uno de los actos de San Pedro Cutud que atraen a más gente.

—Vaya..., —no se me ocurrió nada más que decir.

—Los devotos católicos son crucificados en grupos, de manos y pies, a una cruz de madera, con clavos de diez centímetros remojados previamente en alcohol para prevenir la infección. El propósito de esta acción, que yo veo como una salvajada, es arrepentirse de sus pecados, pedir la curación de algún familiar enfermo o cumplir una promesa. Hay algunos que incluso repiten año tras año. Dicen que es su manera de agradecer a Dios diversos favores.

—A esa hija de puta sí que la tendrían que crucificar, la muy zorra —se le escapó a Glenda refiriéndose claramente a Alicia Araneta.

Carlos Elizalde la miró y no puso cara de sorpresa ni de desagrado ante sus improperios, que a mí, lo reconozco, me tenían algo abochornado. El sacerdote siguió hablando como si nada:

—Aquí en Filipinas ha habido también muchas supuestas apariciones, hija. Desde los quinientos niños de la escuela Emilia Auginaldo de la isla de Luzón, que tuvieron una visión de ángeles en los años ochenta, hasta las visiones de Jesucristo que tiene Stanley Villavicencio, un hombre que tras estar clínicamente muerto, y esto os lo puedo asegurar, volvió a la vida con estas visiones. Este caso fue aprobado, incluso, por su eminencia el cardenal Ricardo Vidal, que después de extensas investigaciones, declaró que la experiencia de Stanley es auténtica. Incluso la Conferencia de Obispos Católicos de Filipinas dio su aprobación oficial y una recomendación especial.

—¿Y qué es ahora de él? —pregunté, por participar un poco en la charla.

—Stanley vive en Cebú y es padre de trece hijos. Al parecer, es una persona muy humilde, amable y con una inocencia casi infantil. Es miembro de la Cruzada de la Divina Misericordia de la Arquidiócesis de Cebú, y desde 1993 se dedica a tiempo completo a la difusión mundial de la devoción a la Divina Misericordia.

—Vayamos a la Congregación de la Virgen de los Milagros y a esa hija de p... —insistió Glenda, pero Elizalde la interrumpió en seco, tal vez para evitar más tacos.

—Ése es un caso muy complicado, hija, muy complicado. Lo cierto es que ese grupo es más secta que otra cosa. Una secta destructiva, quiero decir.

—Eso ya lo sabía yo. La muy perra....

—Calma, hija, calma. Y sobre todo, por favor, no os acerquéis mucho a ellos. Son peligrosos.

Demasiado tarde, pensé. Carlos Elizalde siguió hablando, con un tono más pausado, que tal vez denotaba mayor preocupación:

—Están muy encerrados en sí mismos y no tienen absolutamente ninguna relación con la Iglesia. Ni sus sacerdotes lo son, ni su iglesia está autorizada para que se celebren misas. De hecho, es un solar ilegal con mucha problemática urbanística. Por otro lado, hay incluso dos casos de muertes en las que todo apunta a que se trataba de exorcismos fallidos por parte de esa mujer... Un buen amigo lo denunció, pero el caso se archivó misteriosamente y mi amigo acabó dejando el país porque decía que le seguían y recibía amenazas. Así que no hizo nada más. No sé muy bien a qué habéis venido ni qué queréis averiguar. Pero sea lo que sea, no os metáis en esos asuntos, de verdad que no puede salir bien. Todo Manila sabe que esta mujer es la propietaria de gran parte de los burdeles de la ciudad y que no es trigo limpio.

El resto de la conversación con el padre Carlos Elizalde fue bastante distendida, pues dejamos de lado el tema que nos había llevado hasta allí y ante el que aquel sacerdote dicharachero mostraba un pavor indisimulado.

Regresamos a Makati con otro taxi y noté a Glenda más pensativa y callada de lo usual.

—Quique... —dijo tras media hora de silencio.

—¿Qué?

—Yo también creo que me siguen. No son imaginaciones, te lo aseguro. Y uno de ellos es el policía del ojo blanco. Ya sabes a quién me refiero.

—¿El inspector Danilo Alcántara?

Glenda tragó saliva y asintió con la cabeza, mientras miraba al taxista de reojo, como si su paranoia alcanzara a aquel pobre conductor, como si éste fuera una especie de espía enviado. A decir verdad, hasta yo me estaba obsesionando.

Aquella noche me propuse ir solo hasta la calle de P. Burgos, justo al borde de Makati, y centro de la mayoría de prostíbulos de Manila abiertos en época más reciente. Si bien antaño se localizaban en Malate o Ermita, ahora la mayoría de estos clubes de alterne estaban situados en esta calle, una enorme avenida iluminada con la luz de neón de los locales que ocupaban ambos lados.

A medida que caminaba por aquella avenida, los porteros me daban folletos con las fotos de las chicas y me invitaban a entrar.

Durante las últimas semanas había conocido a muchas víctimas del tráfico y había observado su lado más humano, más personal, más íntimo en el sentido menos corporal de la palabra. Por eso quería ver cómo era uno de esos locales y me rendí a la imprudente curiosidad humana. La misma que mató al gato y le jugó, tantas veces, malas pasadas al hombre.

Finalmente, tras unas cuantas cervezas de efecto desinhibidor en un bar aparentemente normal, me atreví a entrar en uno de los clubes. Una vez dentro, no logré relajarme, a pesar de los efectos de aquella borrachera sutil que me hacía sentir más ligero.

A mano izquierda había una hilera de sofás de color granate con pequeñas mesitas redondas delante, donde recibía a los clientes alguna chica sentada. Tal sólo había dos hombres, muy obesos y sudorosos; parecían alemanes, tal vez ingleses. No quise fijarme. A la derecha, en un pequeño escenario con espejos detrás, había varias chicas bailando. Todas estaban vestidas con sujetadores y bragas, de varias formas y colores. Llevaban mucho maquillaje y se contoneaban al ritmo de la música. Todas tenían, cosida en aquella ropa interior, una plaquita redonda, a veces roja a veces negra, con un número escrito.

Una chica que estaba sentada en los sofás se levantó y, en inglés, me invitó a sentarme y esperar.

—Ahora vendrá mamasan —dijo. Yo conocía ya de sobra aquella palabra, mamasan, en otros lugares madame.

Por fin vino una mujer mayor, aunque tampoco tanto. Tendría unos cuarenta años, pero comparada con aquellas chicas, casi niñas, que danzaban en el escenario y me observaban tocándose el cuerpo, parecía una auténtica anciana.

—¿Qué quieres beber, guapo? —dijo con una enorme sonrisa.

—Un whisky con lo que sea —contesté, pensando que más alcohol aliviaría mis nervios, alterados por aquella decisión estúpida de haberme acercado hasta allí.

Mientras esperaba mi bebida, se acercaron muchas chicas, que empezaron a acariciarme y a lanzarme miradas lascivas pasándose la lengua por los labios, de lado a lado, lentamente. Yo, estúpidamente, me dejaba hacer. Yo mismo me había metido en la boca del lobo, de qué serviría, pues, tener una actitud esquiva.

La mamasan volvió con mi cubata y me acarició la cara:

—Eres bastante guapo. ¿Cuál de ellas te gusta, eh? La puedes invitar a una bebida.

Sin preguntar precios y pretendiendo que había hecho aquello muchas veces, señalé a la número nueve.

—No tienes mal gusto —dijo la mujer, indicándole a aquella chica que bajara del escenario—. Princess es muy fogosa, ya verás.

La chica se sentó a mi lado y pidió una copa de algo burbujeante, tal vez champán, tal vez simple zumo de manzana con gas. Poco me importaba. Sin saber muy bien cómo proceder, inicié la conversación, depositando mi mano en su muslo.

Se llamaba —al menos entre aquellas paredes— Princess y me explicó que era de una isla (no recuerdo el nombre) y que había llegado a Manila porque tenía una hija de dos años y quería darle una educación y un futuro mejores. Y que me lamería el cuerpo entero. Y que aquel trabajo era duro pero que mamasan se portaba muy bien con ellas. Y que me haría una felación como nadie antes. Y que algún día dejaría aquella vida y tendría un trabajo mejor. Y que quería que la llevara a unas habitaciones del piso de arriba y le hiciera el amor (no utilizó esta expresión, creo). Y que su hija estaba creciendo mucho. Y que me haría gozar infinitamente. Y que la quería mucho, a su hija.

Me invadió entonces una pena infinita, aumentada todavía más por mi embriaguez. Y vi reflejadas en ella a todas las chicas con las que me había entrevistado en Hope for Them. Y me dio asco haberme acercado a ese lugar y estar escuchando a esa desdichada, a la que muy probablemente le daba asco yo. Y me arrepentí, con toda el alma, de estar en aquella calle.

Me dio tanta lástima que antes de levantarme apresuradamente, sin muchas explicaciones y dejando varios billetes de pesos filipinos encima de la mesa, la abracé y la besé. En los labios y como se besa a quien se ama. Hasta morir, como decía Marguerite Duras en El amante, de ese amor misterioso de los amantes sin amor.

XII

H acía ya cinco años de las elecciones de 1992, en las que Corazón Aquino, la anterior presidenta, respaldó a Fidel V. Ramos, ex jefe del Estado Mayor durante el gobierno de Ferdinand Marcos. Esta decisión no fue aplaudida entre muchos de sus partidarios, incluyendo la Iglesia católica, ya que Ramos era protestante. Y aunque Ramos obtuvo tan sólo un pequeño tanto por ciento de los votos de ventaja, éstos fueron suficientes para suceder a Cory (así la llamaba el pueblo) Aquino como líder del país.

Durante la presidencia de Ramos, el país había experimentado un importante desarrollo económico. Aquel presidente intentó cortar y reestructurar la exagerada burocracia de Filipinas y procesar a los grandes evasores de impuestos. Y a pesar de enfrentarse a la insurgencia comunista, al movimiento islámico separatista en Mindanao y la crisis financiera asiática de aquel año, 1997, supo mantener la estabilidad del país.

Aquella prosperidad económica de Filipinas se traducía en un gran aumento de clientes de Manila Girl, el piso de Malate que, maquillado con luces de neón, tan rojas e hirientes como el infierno, era el marco de la existencia de Alma y Tessa.

Y así, recorriendo a ciegas el tiempo dormido, recibían decenas de clientes al día. Cada uno con sus perversidades, sus dominios de oscuridad, sus arañazos de malicia.

Tessa envidiaba a las compañeras que tenían un corazón más liviano y que, en consecuencia, sufrían menos o se entregaban a la esclavitud como en un juego, imaginándose princesas de un cuento de carmines y lentejuelas. Pero ella no. Tessa lloraba y sufría, y anhelaba una vida en la que volvieran a volar los pájaros. Y nadar los peces. Y oler las flores. Y susurrar el aire. Por eso empezó a tomar repetidamente la medicina que le suministraba Irina, o directamente papá Gerry, y que la trasladaba, durante unos instantes, a un mundo mejor.

Y se evadía del infierno, un día tras otro, con el mismo ritual: fundir la medicina colocada en una cuchara, absorberla con una aguja, anudarse al brazo una cinta de goma negra y pincharse. Luego, poco a poco, la medicina recorría todo su cuerpo. Y su alma. Y ésta se dejaba acariciar por cientos de mariposas. Y se descolocaba con el viento. Y se cubría con las plumas caídas de miles de gavilanes cruzando el cielo.

Alma la había visto pincharse en una ocasión y le gritó que no lo hiciera, pero la encerraron nuevamente en su pequeña celda; cada vez pusieron más celo en separarla de su hermana.

Aquel día, Tessa aún no había tomado su dosis y por eso se sentía inquieta, angustiada. Hacía mucho tiempo que había desistido, al igual que Alma, de la idea de escaparse de allí. Las palizas que les habían dado, cada vez que las habían descubierto, las escarmentaron de tal modo que se anclaron en las profundidades de los desgastados sofás de Manila Girl. También había abandonado el sueño de que un cliente se apenara de ella y se la llevara lejos de allí. Los intentaba enamorar, seducir con su llanto sincero, clamando piedad mediante el silencio. Pero no hubo éxito, todo eran promesas vacías de intención.

Los dientes de Mary Jane se habían ennegrecido todavía más y su mirada era cada vez más profunda. Hacia adentro. Tanto que casi se podía adivinar en sus ojos el centro de la tierra, un abismo inquietante, aterrador. Como el fondo de un pozo oscuro que se traga vidas enteras y apaga gradualmente sus ecos en la caída.

Tessa, aquella noche, se sentía tan sola como cualquier día desde que llegó a Manila, hacía ya algunos años. Miró por la triste ventana de la sala verde y pensó en Cuyo. En las clases de doña Consuelo. Y en sus amigas del té. Y en su padre, el bobo de Prudencio. Y en las viejas del pueblo. Y en los vecinos de la plantación. E imaginó lo que sería de ellos, después de los años transcurridos. Y se acordó de su último día en la aldea, cuando aún se escuchaba el canto reconfortante de los grillos y se adivinaban las voces traídas por la brisa del mar.

Se percató también de que hacía mucho tiempo, quizás demasiado, que no veía a la mariposa verde. La última vez que la vio la había percibido gigantesca en el cielo, aleteando con furia contra la borrasca. Y por primera vez pensó que tal vez nunca había existido. Porque en su vida sólo había luces rojas y sábanas mugrientas. Miró la luna y se dio cuenta de que seguía sucia. Más manchada que nunca. Y observó el cielo, que había dejado de tener estrellas desde hacía mucho tiempo atrás.

Aquella visión la arrastró a otros tiempos, en los que jugaba con Alma y recogía jazmines y buganvilias. Qué lejos quedaba todo eso ya. Ahora ella y su hermana vivían sin vivir. Sin flores, sin orugas encadenadas, sin la mirada cálida de su madre Dolores.

Hacía años que les habían robado del mapa de su alma el lugar donde los sueños ondean con el viento de la imaginación y huelen a rosas. Y a ropa limpia. Y a hierba mojada. Hacía ya mucho tiempo que sus sentidos sólo captaban la peste agria de los clientes y, en alguna ocasión, el perfume barato de Mary Jane.

Cerca de la ventana, en el suelo, una botella de champán vacía, medio rota, era testigo de un tiempo que no pasaba y que se consumía como una hoja seca a la que las pisadas van arrancando fragmentos. Si la muerte fuera como una botella, imaginó, la descorcharía y bebería hasta la última gota. Desesperadamente. Como un náufrago sediento abriendo la boca bajo la lluvia huidiza.

Su corazón desnudo no soportaba más aquella existencia de dolor ni a los monstruos pestilentes que la poblaban. Eran muchos y todos desprendían el mismo olor. Estaba el señor del traje gris, que simplemente la miraba mientras se masturbaba; o aquellos cinco amigos que se presentaban cada sábado por la noche y la violaban en cadena; o el enano de la gorra azul, al que papá Gerry se refería como cliente «especial» —pagaba más—, al que le gustaba orinar y defecar encima de ella, para esparcir luego sus excrementos en su cuerpo pueril —su alma había envejecido, pero no su piel de porcelana—. O los coreanos, también clientes especiales, que la colgaron del techo, sostenida por dos cadenas clavadas en los pezones, hasta que se desgarró y cayó en el suelo, ante la fría mirada de papá Gerry, que le miraba el pecho desangrado con indiferencia. El cuerpo de Tessa, tras miles de días y noches plagados de martirios, mostraba tatuajes de tormento que perforaban su piel. Como los cráteres de la luna. Y su alma, escupida y despellejada, exhibía incisiones abiertas, llenas de pus.

Aquella velada, la tensión en Tessa por la falta de su medicina iba en aumento. Irina no había terminado con un cliente y papá Gerry llevaba unos días en las provincias, buscando nuevas compañeras para Manila Girl. Compañeras que fueran vírgenes, que vendieran más.

Tessa miró la luna de nuevo y le pareció ver reflejado en ella al diablo recorriendo pueblos y aldeas, como hizo en Cuyo bastante tiempo atrás. Imaginó a sus familias. Y a los grillos. Y a los insectos. Aquella misma noche se encadenarían, una vez más, los corazones de niñas como la que ella fue.

El temblor, ahora incontrolable, le invadió el cuerpo. Y la luna se agigantó ante sus ojos. Contemplarla resultaba casi insoportable. Y desvió la mirada hacia la puerta de la sala verde, tras la que se encontraba el largo pasillo iluminado por una tenue bombilla. Detrás de las finas paredes de la izquierda, que no llegaban al techo, en alguno de los compartimentos, estaría Alma manoseada y babeada por algún esperpento de aliento fétido.

La angustiosa agitación que hacía vibrar el cuerpo de Tessa era cada vez más difícil de reprimir. Y sintió cómo el cielo se incendiaba y sus llamas caían con furia a un océano negro, repleto de veleros al abordaje y tiburones envilecidos por el odio. Ojalá el temblor me matara, pensó. Y a la vez deseó tomar pronto su medicina y ver minúsculas mariposas revoloteando alrededor. Aunque no eran la mariposa verde, acariciaban suavemente su cara y su cuerpo entumecido. Y así, sonriendo, quieta, mirando hacia ningún lugar, permanecía siempre después de inyectarse aquel remedio que la dejaba entrar momentáneamente en el cielo.

La puerta por fin se abrió. Era Irina. Llevaba en la mano derecha una pequeña bolsa de tela gris. Tessa, temblando, sonrió con los labios pesados. Reconocía esa bolsa. Allí Irina llevaba siempre la cuchara y la aguja cuando las dos tomaban la medicina juntas. Y volaban un rato, acicateadas por aquel dulce aguijón. Lejos de las tinieblas. De las miradas pervertidas. De las risas de perdición.

—Dame, por favor. Necesito más —suplicó Tessa con la voz ahuecada.

Irina, con risa malévola —esa risa que se le pone a los buenos cuando las adversidades terminan por destrozar su bondad—, le dio más. Tessa se pinchó de nuevo y, mientras soltaba la goma, echó su cabeza hacia atrás.

—Dame más, quiero más —le exigió.

—¡No, no, no puedes ponerte más! —exclamó Irina

Pero Tessa sabía muy bien lo que decía. Conocía bien que si se inyectaba más líquido podría regresar a las aldeas cubiertas de amapolas y a los caminos ladeados por cañas de bambú. Y correr hasta la playa. Y contemplar el atardecer en silencio. Y rendirse al vendaval del amor eterno.

—¡Que me des más, te he dicho, puta! —gritó Tessa. E Irina se asustó, porque nunca la había escuchado con aquella voz y usando aquellas palabras, más propias de papá Gerry que de la amiga que pasaba los ratos muertos (o los pocos vivos que le quedaban) observando la luna y cantando nanas.

—¡Si no me das más te voy a rajar, guarra! —insistía Tessa, imitando la voz de un hombre.

Irina, entre lágrimas súbitas y silenciosas por la violencia en el tono, le dio más. Y Tessa repitió el ritual: fundió la medicina colocada en una cuchara, la absorbió con una aguja, se anudó al brazo una cinta de goma negra, y se pinchó. Luego, poco a poco, aquel líquido recorrió todo su cuerpo. Y su alma. Y ésta se dejó acariciar por cientos de mariposas. Y descolocarse con el viento. Y cubrirse con las plumas caídas de miles de gavilanes cruzando el cielo.

Tessa intentó incorporarse y levantarse, pero se desplomó de golpe y su espalda, de repente, se retorció entre espasmos contra el suelo.

—¡Ayuda! ¡Ayudadme, por favor! ¡Os lo suplico! —gritó Irina. Y dejando el cuerpo de Tessa apoyado en la moqueta carcomida, corrió desesperada por el pasillo, golpeando con furia las cabinas, desde las que salían todavía gemidos de placer—. ¡Por favor, por favor! ¡Os lo ruego! ¡Tessa está muy mal! ¡Por favor!

Las puertas empezaron a abrirse y las chicas fueron saliendo, desnudas y alertadas, hacia la sala verde. Alma, que estaba con un cliente apestoso, corrió también hacia allí, despavorida, chillando, llorando, pronunciando entre desgarrados lamentos el nombre de su hermana.

Cuando llegó a la sala verde, Tessa yacía tumbada en el suelo, boca arriba, echando espuma por la boca y repitiendo los espasmos, cada vez más lentos y distanciados entre sí.

Pronto se formó alrededor del cuerpo morado de Tessa un corrillo de compañeras y algunos clientes, que se colocaban los pantalones, mirando el cuerpo de aquella chica en el suelo.

—Ésta se muere porque está podrida. Miradla, hasta le sale mierda por la boca —vomitó Mary Jane, apartando a los curiosos.

Y Alma rabió. Porque lo único podrido allí era la maldad que las había torturado todos esos años, no la candidez de su hermana. Y, tirada en el suelo, cantó bien alto:

Ojalá los días pasados nunca se hubieran transformado.

Y fuera todo como cuando era un bebé en los brazos de mi madre. Me gustaría escuchar de nuevo la canción amorosa de mi madre. Aquella canción de amor mientras yo estaba en la cuna.

Los espasmos del cuerpo de Tessa iban disminuyendo. Sus ojos estaban muy abiertos, en blanco, y su boca, torcida. Y expulsó el aire una sola vez, muy alto y muy fuerte, con un mazazo de carraspera.

—Creo que está muerta... —dijo Irina con un hilo de voz y la piel erizada. Mientras, con su mano derecha cerraba, en una caricia, los ojos incendiados de Tessa y con la izquierda apretaba, con fuerza, el antebrazo de Alma.

Alma siguió cantando entre sollozos, abrazando con fuerza el cuerpo de su hermana. Las dos habían oído, de niñas, que las personas siguen escuchando durante unos segundos, aún después de morir. Y por eso entonó su canto, las estrofas que siempre las habían unido. La nana de la niña alegre y la canción de la concubina triste. La canción del amanecer de esperanza iluminando la playa y la canción de la luna sucia y el cielo hueco. Todas las notas y todos los silencios atrapados en una melodía eterna:

Ojalá los días pasados nunca se hubieran transformado.

Y fuera todo como cuando era un bebé en los brazos de mi madre.

Me gustaría escuchar de nuevo la canción amorosa de mi madre.

Aquella canción de amor mientras yo estaba en la cuna.

Y en mis sueños, que son sueños profundos,

me vigila un astro y me guía una estrella,

y en compañía de mi madre, la vida es cielo.

Mi corazón compungido sigue esperando el balanceo de la cuna.

Tessa miró de nuevo la luna y le dio la impresión de que las manchas desaparecían. Unos tímidos destellos empezaron a chispear en la cúpula oscura y le indicaron que en el cielo volvían a nacer estrellas. Como purpurina lanzada al aire por el soplido de un hada mágica.

Y escuchó la canción, la misma que cantaba su hermana y a la que ahora acompañaban otras voces conocidas. Como las voces de la brisa marina que regresaban como vuelven los viejos amigos, siempre dispuestos a tenderte la mano.

Se sentía feliz, libre. Como cuando saltaba por el campo. Como cuando iba a dormir y su madre la arropaba. Como cuando cantaban los grillos. Y tuvo ganas de volar lejos de allí y reencontrarse con todos ellos.

Y entonces la vio, apoyada en la ventana. Elegante, impasible, observándola y sonriendo con complicidad, asintiendo y aprobando, como una reina de terciopelo. Era la mariposa verde. Tan bella como nunca la había visto, tan radiante como jamás la pudo apreciar. Ni siquiera cuando la vio por primera vez en Cuyo.

—Ven conmigo —le dijo ella con voz melosa—. ¡Vuela!

Pero Tessa no la comprendió. ¿Cómo podía volar con los brazos? ¿Cómo podía emprender el vuelo? Y en el reflejo del cristal encontró la respuesta. Se dio cuenta de que algo había cambiado. Y volvió a creer en los milagros.

La imagen revelada en su propio reflejo de la ventana era nítida y radiante. Sus alas eran inmensas y de un intenso color turquesa. Se había convertido en una mariposa, en una preciosa mariposa azul. Y se abrazó, con las alas, a la mariposa verde. Y bailaron un vals al son del canto de los grillos, que entonaban, repetidamente, la nana de antaño.

Y volaron. Se alzaron y recorrieron el cielo, reconfortadas por la luz de la luna impoluta. Y sobrevolaron los rascacielos de la ciudad hasta llegar a Cuyo. Y allí se dejaron rascar, como los gatos, por las ramas tiernas de las buganvillas, hasta que llegó el amanecer. Y, para dar la bienvenida al nuevo día, continuaron el vuelo hasta alcanzar la playa y el mar que tiempo atrás les acariciaba los pies. Entonces Tessa miró hacia abajo y se contempló de nuevo, batiendo sus hermosas alas azules en el espejo del agua cristalina, danzando en los reflejos desdibujados del coral y la madreperla. Y pasó a formar parte, para siempre, de los poemas del viento. De ese conjunto de voces que susurran cosas a través de la brisa, hablando, unas veces de amor y otras de desesperanza.

XIII

A ún con la resaca del remordimiento por haber acudido a la calle de P. Burgos y entrado en uno de sus locales —aunque fuera consumiendo menos de lo que podría haber consumido—, llamé a Glenda para que me acompañara al aeropuerto. Se había ofrecido unos días antes para llevarme en su coche y ayudarme con el equipaje el día en que volviera a Madrid, así que le tomé la palabra.

Me costaba creer que mi estancia en Filipinas hubiera pasado de forma tan fugaz. Se habían sucedido las semanas veloces como un rayo. Para ser sincero, me entristecía —y mucho— irme de allí. Había aterrizado en Manila a desgana y ahora, tres semanas después, las vivencias me habían atrapado y me conectaban, misteriosamente, con aquella ciudad inmensa. Como la película que nos auguran muy mala y nos acaba encantando. Como la persona a la que creíamos imbécil y luego nos termina encandilando, haciéndonos sentir un poco culpables en el proceso.

Eso era exactamente lo que sentía hacia Manila. Al fin y al cabo, recordamos un lugar en función de lo que hemos vivido en él. No son los edificios, ni la gastronomía, ni los museos los que nos unen a un sitio, sino nuestras propias vivencias. Y lo experimentado en la capital del país de las 7.107 islas era sin duda positivo: encontrar a una nueva amiga, Glenda Dalus, con la que estaba tan a gusto; compartir trabajo, aunque empezara con mal pie, con Carol Méndez y observar de cerca su admirable trabajo; y, sobre todo, conocerlas a ellas, a las decenas de chicas con las que tuve la oportunidad de dialogar distendidamente. Ellas me demostraron que cualquier momento es bueno para iniciar de nuevo la vida. Por muy malas y devastadoras que sean las circunstancias, siempre se puede empezar de nuevo. Tan sólo la muerte nos priva de ese derecho.

Mi vuelo salía a mediodía, así que quedé con Glenda a las diez de la mañana. Tomamos un café, en honor a los días pasados, en uno de los bares cerca de Greenbelt 5, como habíamos hecho siempre. Y cuando pedí la cuenta a la usanza europea, como si escribiera con un bolígrafo imaginario, Glenda volvió a burlarse de mí:

—Tantos días en Filipinas y aún no has aprendido que aquí la cuenta no se pide así. Si haces esto te van a traer un bolígrafo, amigo.

Y entonces solicitó ella que trajeran la cuenta, contorneando, con las dos manos, un rectángulo imaginario en el aire. Así es como se pedía la cuenta en Filipinas, y estaba visto que no lo había conseguido aprender.

Subimos luego al coche y nos dirigimos al aeropuerto. Las terminales del Ninoy Aquino International estaban muy concurridas. No podían entrar en la antesala de inmigración las personas que no mostraran su billete o su reserva a los policías de la puerta, así que me tuve que despedir de Glenda antes de acceder al recinto.

Nos abrazamos durante un buen rato hasta que unos golpecitos en la espalda por parte de Glenda me indicaron que tocaba separarse. Me pareció, por un momento, que sus ojos se humedecían ligeramente. Pero mi amiga era de ese tipo de personas tan, tan sinceras, que no necesitaban ni llorar para que se note su aflicción. La gente auténtica lo dice todo con una sola mirada. No hace falta nada más. Y Glenda Dalus era auténtica.

La noté, sin embargo, algo tensa. Seguía insistiendo en que la seguían, incluso creía, fehacientemente, que habían entrado en su apartamento.

Cuando ya estuve dentro del avión, abrí el informe que tendría que entregar dos días después a don Beltrán, aunque mis pensamientos seguían en Makati, en Quezon City y en todos los barrios que había conocido. Incluso, o especialmente, en P. Burgos. No por mi experiencia nocturna, que quedó en nada, sino por todas las chicas a las que había conocido y que habían estado encerradas entre aquellas paredes, a la luz del neón intermitente. Y por las que no conocía, que muy probablemente lo estarían en aquel mismo momento.

Mis pensamientos pasaron de nuevo a centrarse en las amistades que había hecho: en Glenda, tan directa y malhablada pero tan leal a los principios más nobles; en Carol Méndez, que, a pesar de haberme parecido en un primer momento una solemne gilipollas, me había ido resultando cada vez más interesante. Tanto, que hasta me parecía guapa. Lo peor —o lo mejor— de las despedidas es no saber si serán para siempre.

Pensé en el inspector Danilo Alcántara, cuya inquietante mirada denotaba, efectivamente, que algo escondía. Y en la siniestra Alicia Araneta, la persona que, aun a muchos metros de distancia, me había provocado el miedo más grande que había conocido jamás.

Mis recuerdos volvieron de nuevo a P. Burgos y a sus antros. Aquel pensamiento, no sé por qué (tal vez por el beso final), me llevó rápidamente a Andrea y su comportamiento cada vez más extraño. O tal vez era sólo una proyección de mis sentimientos, cada vez más distantes e inexistentes, porque lo peor del desamor es cuando nos lleva a no sentir nada, ni siquiera algo malo. Tenía ya muy claro y decidido que cuando llegara a Madrid quedaría con ella. Y le diría que no quería continuar con la relación, si es que a esa alturas lo nuestro podía calificarse con ese nombre.

El resto del viaje fue bastante cansino. Muchas horas de espera en el aeropuerto de Bangkok y más horas de vuelo hasta llegar a Barajas.

Madrid me recibió luminoso y el verde de los abetos ante la parada de taxis me recordó entonces, ligeramente, a los parques de Greenbelt 5.

Llegué a mi casa, donde todo seguía en su sitio, y encendí el portátil. Quería ver, de nuevo, si había noticias acerca de Alicia Araneta. O si alguien de Manila me había enviado novedades. Me alegró ver que en la bandeja de entrada tenía ya un email de Glenda:

¡¡¡¡¡¡¿Qué pasa, Kikeeeeeee?!!!!!!

¿Cómo ha ido el viaje? Espero que muy bien y que en el avión te hayan sentado al lado de alguna rubia despampanante, que lo de las alturas tiene mucho morbo...

Por aquí todo bien. Bueno, excepto por estos putos cabrones que me están siguiendo. Espero que a estas alturas sepas ya que no son imaginaciones mías. Hoy me he dado la vuelta, caminando por Glorieta, y le he visto. Al policía del ojo blanco. Ese cabrón...

Pero estoy avanzando en la investigación, ya te contaré. Daré con la verdad de esa zorra, te lo juro. Te mantendré informado, amigo.

Glenda

PD: No te olvides de Manila, ¿eh? Los del norte os olvidáis muy pronto de todo... ;-) Te echo ya de menos.

Y más abajo, otro email, de Carol Méndez, me regaló una sonrisa. Al fin y al cabo, no era tan desconsiderada y supuse que también había cambiado su percepción sobre mí a medida que nos habíamos ido conociendo:

Apreciado Quique:

Espero que el vuelo de regreso a España haya ido bien.

Quería comentarte que ha sido un placer trabajar contigo y que espero que nuestras reuniones fueran fructíferas. Tu jefe es un desagradable y un incompetente (se lo puedes decir tranquilamente de mi parte), pero me ha sorprendido gratamente comprobar que tiene en el equipo personas que merecen la pena.

Siento que nuestras primeras entrevistas fueran algo difíciles.

Te deseo todo lo mejor. Saludos,

Carol Méndez

PD: Las chicas te envían también muchos recuerdos. Desde ayer ya me están preguntando constantemente si sé algo de tu regreso. Quedaron encantadas contigo.

Decidí que no era necesario decirle nada a don Beltrán acerca de aquel mensaje tan explícito de Carol Méndez, con el que, por otro lado, estaba totalmente de acuerdo, y me levanté para poner una lavadora con la ropa sucia de los últimos días en Manila.

Al día siguiente fui a trabajar. Encontré la oficina igual que antes de Manila: caras de hastío, mal ambiente flotando en el aire y don Beltrán llamándome a su despacho. Aunque siempre me pareció oscuro, ahora veía aquel lugar verdaderamente tenebroso.

—El informe está bastante bien, debo felicitarle, pero no se lo crea demasiado —me dijo desde su sillón, mirándome por encima de las gafitas de cerca con el mismo tono rimbombante de siempre.

Al no contar todavía con un nuevo responsable para la zona de Asia, me pidió supervisar otros informes de Camboya, Laos y Nepal, además, lógicamente, del trabajo pendiente de mi departamento, lo que provocó que me acordara de toda su ilustre familia. Y no precisamente por sus títulos nobiliarios.

Cuando la jornada laboral terminó, regresé a casa. Por la calle de siempre, viendo los autobuses de siempre, las caras de siempre, las tiendas de siempre, el Madrid de siempre. Y entonces me di cuenta de lo poco que cambian las cosas en nuestra ausencia, aunque nos creamos su epicentro. Nos vamos, una temporada corta, larga —o tal vez para siempre—, y no pasa nada. Eso es lo que sucede en nuestra ausencia: absolutamente nada. Todo alrededor sigue igual, girando, rodando, esclavizado por ese impulso invisible, y a menudo enfermizo, que arrastra la cotidianeidad.

Somos mucho menos importantes de lo que creemos. Y esa revelación, la de no ser tan imprescindibles, nos devuelve a la grata revelación de que sólo nuestra vida importa y de que eso es, precisamente, de lo único que deberíamos preocuparnos. Nosotros y nuestras vivencias, observadas desde nuestro punto de vista, son, al fin y al cabo, lo verdaderamente importante —aunque a veces, erróneamente, nos valoremos sólo enmarcados en otros contextos y otras personas—. Porque nuestra vida es lo único que realmente nos pertenece. Nada más.

Por ello me decidí a reorientar la mía. La sentimental, al menos, que era la que más descontento me tenía. Lo que me aprisionaba en un estado de poca satisfacción —decir desdicha sería desmesurado— lo había creado yo. Solemos construir nuestros propios barrotes, nuestras cárceles del alma. Ahora, después de conocer a tantas personas a las que habían encerrado en el sentido más literal de la palabra —aunque fuera entre rejas de luz de neón y muros de espejos—, me di cuenta de que aquella celda era obra mía. Y sólo yo tenía las llaves para abrir las puertas y obtener la libertad. Y seguramente la libertad de Andrea.

La llamé y quedamos para cenar. Decidimos encontrarnos en la puerta del Rodilla de Callao. Había detrás un japonés que nos solía encantar.

Mientras acudía a la cita, fui ensayando mentalmente mi discurso —«Andrea, hace tiempo que no estamos igual que antes, casi no nos vemos, ni nos llamamos, te noto más fría y me doy cuenta de que yo también lo estoy, estarás de acuerdo conmigo en que... bueno... ya sabes... esto es difícil de decir... no sé... tal vez darnos un tiempo sería lo mejor, ahora mismo, tal y como están las cosas... no sé... ¿tú cómo lo ves...?»—.

Ensayé para mis adentros lo que le iba a decir, incluso la cara que iba a poner, imaginando su reacción, sus comentarios —¿por qué será que cuando preparamos una charla o una discusión nos inventamos mentalmente las respuestas de nuestro interlocutor?—, tal vez sus lágrimas.

Pronuncié mentalmente y de forma repetitiva el discurso mientras mi corazón se aceleraba. Pero no me hizo falta decir nada. Porque ella se me adelantó con un saludo frío —dos besos— y una actitud descaradamente distante:

—Estoy con Álvaro desde hace seis meses. Empezó como un juego, pero ahora estamos enamorados. Lo siento —me escupió así, como si nada, sin preámbulos, abofeteándome con la visión de ellos dos juntos: novia y uno de mis mejores amigos.

Permanecí inmóvil durante unos segundos, sin decir nada. No era capaz de mirarla a los ojos, aunque no tenía nada que esconder. Por no mirar, no podía ni dirigir la vista hacia abajo, hacia mi café (porque ni siquiera cenamos, ella propuso que charláramos en un bar), rodeado por el sobrecito de azúcar descuartizado.

No era por ella por quien se tambaleaba ahora mi estabilidad, sino por la traición baja de mi amigo, si es que alguna vez lo fue. Álvaro, la mosquita muerta, el amigo educado, discreto, el que nunca rompía platos pero arrasaba vajillas enteras sin levantar la voz. Aquello era una solemne patada al centro de la autoestima y la confianza en los demás.

Regresé sumido en aquella visión, intentando recordar los últimos seis meses (¡seis meses!) en los que quedábamos todos juntos. Y me acordé de aquella ocasión en que los dos, aunque por separado, traían el pelo mojado, como si se acabaran de duchar, e incluso les gasté una broma. Qué ridículo me sentía ahora. Y que cínicos tenían que ser, los dos, por haber aguantado aquella situación tanto tiempo.

Y pensé, pensé mucho. Por ello no me acuerdo de lo que hice durante las horas siguientes, al volver a casa. Porque pensar nos impide vivir el momento y recordar. Y cuando repetimos en la mente, una vez tras otra, la imagen de nuestros quebraderos de cabeza, vivimos sin vivir.

Llamé inmediatamente a Ricardo. Quería saber si él conocía aquella relación y si también él me había traicionado, pisoteando nuestra amistad como cuando se apaga con ímpetu un papel incendiado en el suelo. Si tenía que recibir otro puñetazo de ese calibre quería recibirlo ya, ese mismo día.

Ricardo reaccionó como lo que me confirmó que era: un amigo. En veinte minutos estaba en mi apartamento, escuchándome atentamente. Incluso recordó en voz alta la anécdota de los pelos mojados y la broma que yo gasté. Él tampoco había sospechado, por nada, aquella alevosía trapera. Y se sulfuró.

—¿Qué haces? —le pregunté, cuando cogió su móvil con rabia.

—Llamar a ese subnormal —contestó

—No, tío, déjalo, de verdad. No quiero estropear vuestra amistad, eso es cosa mía.

—¿Eres gilipollas o qué? No quiero un amigo capaz de hacer algo así, tío.

Y cuando desde el otro lado descolgaron el teléfono, Ricardo chilló furibundo. Y le dijo que era un hijo de la gran puta, un capullo y un bastardo maricón, y que eso a un amigo no se le hace, y que por él estaba muerto, y que era un hijo de puta de arriba a abajo, porque una putada así no se le hace a un amigo. Y que si lo tenía delante le pegaba una hostia que lo enviaba a la puta mierda. Eso es, a la puta mierda, que es donde merecía estar.

Colgó y lloró. Desconsoladamente. Con la mano abierta aguantándole la cara. Como cuando éramos unos renacuajos, muchos años atrás, y disimulaba sus lágrimas en el cine en el momento en que, en 1, 2, 3... Splash, apresan a la sirena.

La traición de un amigo, sin embargo, me llevó a constatar la lealtad de otro. Porque Ricardo se portó como un auténtico y verdadero amigo. No sé cómo define la palabra amistad el diccionario, pero, a partir de ese momento, debería incluir su retrato.

Y es que un golpe vital siempre conlleva alguna revelación buena, una verdad que tal vez pasaba de largo o permanecía invisible y que sólo descubrimos tras un contratiempo. Como cuando alguien muy enfermo entiende que hay que disfrutar la vida (una verdad que no siempre asumimos). Y es que no hay pellizco sin caricia. No hay tragedia sin bendición.

Los días siguientes no fueron nada fáciles. Poco a poco me empecé a preparar para ir comunicando la ruptura a las personas de mi entorno más directo. Y lo fui diciendo, poco a poco, a mis padres —«hijo, ya nos dábamos cuenta de que no estabais tan bien, pero no nos atrevíamos a decirte nada, te lo podrías haber tomado mal, eso lo tenías que ver tú solito, son cosas tuyas, ya sabes que aquí estaremos para lo que sea»—, a la abuela Rosa —«qué disgusto, hijo, con lo buen chico que parecía Álvaro, esto es una canallada»—, a la tía Leonor —«a mi esa chica no me gustó nunca, tú ahora vive y pásalo bien»—. Y a Ana, mi hermana, que me dijo que ahora tendría que vivir un duelo —la muerte de una relación— y que, por lo tanto, atravesaría todas sus etapas. Y, efectivamente, así fue.

Los días posteriores no quería ver a nadie, ni responder emails, ni acudir al trabajo, con lo que me inventé una infección estomacal (negación y aislamiento, primera fase). Después me empecé a enrabietar por todo y con todos, incluso con los que no tenían nada que ver con Andrea y Álvaro (ira, segunda fase). Más tarde me esforcé para ir más allá de la experiencia traumática que era pensar en los seis meses de engaño (negociación, tercera fase). Pasaron unas semanas y comencé a comer menos, o simplemente, a no comer, a escuchar canciones lacrimógenas en el iPod todo el santo día (depresión, cuarta fase). Hasta que me empecé a sentir más en paz y asumir aquello; ya no me apetecía soltarles el rollo a todos sobre mi mal de amores y me di cuenta de que la vida sigue, o debe seguir (aceptación, quinta fase).

Pasaron un par de meses y llegó otro domingo (que me seguía pareciendo el día más depresivo de la semana) y fui a comer a casa de mis padres. Hacía ya tiempo que habíamos cambiado como centro de reuniones familiares la casa de la abuela —«ya está muy mayor y se pone nerviosa organizando estas comidas», decía mamá— por el piso de mis padres, en El Viso. Como de costumbre, vinieron la tía Leonor y también Ana, que se encontraba en Madrid.

Ya no se hablaba de Andrea en mi presencia, pues yo lo había pedido. Quería borrón y cuenta nueva. Así que me preguntaron por el trabajo (que era un agobio, por cierto, con la responsabilidad de dos departamentos a la vez) y salió el tema de Manila y del tráfico humano. Yo les di cifras y les conté ejemplos de vivencias de personas traficadas. Y les dije, porque así era, que España ocupaba un importante lugar en el listado internacional de los países con más tráfico humano.

Miré el móvil tras la sobremesa. Tenía diez llamadas perdidas —yo y mi puñetera manía de tener el teléfono silenciado—. Eran de Carol Méndez. Me extrañó mucho que llamara tantas veces a mi móvil español, y en un domingo. Las únicas dos ocasiones en que me había llamado durante todo ese tiempo habían sido en lunes y por cuestiones relacionadas con un par de detalles del informe. Y justamente en ese mismo instante llegó un mensaje escrito, también de ella:

Llámame URGENTEMENTE, por favor. Es IMPORTANTE. Es sobre Glenda.

La llamé inmediatamente, inquieto y apresurado. Pero comunicaba todo el rato, detalle que me preocupó aún más. Nunca he sido especialmente intuitivo, pero en aquella ocasión supe que algo malo había sucedido. Automáticamente probé a llamar a Glenda, pero no me cogía el teléfono. Al momento, aún no sé por qué, pedí a mi padre que me dejara conectarme a Internet desde su ordenador. Y, cruzando los dedos, mientras esperaba resultados, escribí el nombre Glenda Dalus en Google. Había treinta entradas. Por un momento me pareció que se me nublaba la vista y no quise leer lo que ya adiviné en un primer vistazo. Y abrí el primer enlace, Manila Times:

OTRA PERIODISTA ASESINADA EN MANILA

El cuerpo sin vida de la periodista Glenda Dalus, de treinta y cinco años de edad, apareció ayer por la mañana flotando en el río Pasig de Manila.

Aunque, según los testigos, el cadáver presentaba evidentes signos de violencia, el comisario Danilo Alcántara, encargado del caso, ha confirmado hoy en rueda de prensa que se baraja el suicidio como la explicación más probable.

Dalus, soltera y sin hijos, había tenido una brillante carrera profesional y, según los expertos, uno de los futuros más prometedores en el campo del periodismo de investigación. Destacó por sus brillantes artículos de denuncia al gobierno de Gloria Macapagal-Arroyo y algunos casos de corrupción.

Los últimos dos años los había dedicado a investigar, como free-lance, aspectos relacionados con el tráfico humano en la capital, aunque los portavoces del caso no han querido pronunciarse al respecto.

Una vez terminen las investigaciones y el dictamen del forense, el cuerpo de la periodista será trasladado a su ciudad natal, donde recibirá cristiana sepultura.

No quise, ni pude, seguir leyendo. Mis manos temblaron y el pulso se me aceleró hasta alcanzar una velocidad incontrolable. Escuché, literalmente, el latido agitado de mi corazón. Y todo giró alrededor como un torbellino en el que no era capaz de detenerme.

Podía haber recordado, en pocas décimas de segundo, mis vivencias con Glenda, sus palabras sabias, su lealtad a la verdad, su tenacidad para cumplir sus propósitos, sus guiños, sus tacos, sus bromas siempre inteligentes. Podía haberme cagado en Alicia Araneta y en la Congregación de la Virgen de los Milagros. Podía haberme sentido culpable por haber relativizado las sospechas de mi amiga y no haberme quedado unos días más en Manila. Podía haber odiado a Danilo Alcántara, que encima se había hecho con el caso y había insultado a su memoria con la hipótesis del suicidio, confirmándome su implicación en este asunto oscuro. Podía incluso haberme cabreado con Glenda y haberle echado en cara, aunque ya no me escuchara ni pudiera leer nunca más mis emails, que no tenía que haberse metido en la investigación. Pero no lo hice. Sólo vino a mi cabeza el pensamiento más nimio, más absurdo, más idiota. Deseé, obsesivamente, que no colocaran un crucifijo en su ataúd. No le gustaban los crucifijos. Que pusieran lo que fuera. Pero un crucifijo no. Y entonces, impotente y abatido, golpeé fuertemente el ordenador. Llorando, chillando. No recuerdo nada más.

XIV

E l viaje de retorno a Manila transcurrió borroso y atemporal como envuelto en una neblina gris.

Unos días antes le había solicitado un permiso especial a don Beltrán y, al explicarle los motivos que me llevaban a volar de nuevo hacia Filipinas, se mostró —menos mal— relativamente comprensivo.

Pude encontrar un billete para una semana después, así que no tuve tiempo de acudir al funeral. En todo caso, tenía la certeza de que Glenda no hubiera tenido en cuenta ese detalle. Hasta los funerales son como una fiesta, me dijo en una ocasión. Y los que son sinceros y verdaderos, como era Glenda, saben muy bien que las penas, las verdaderas, se llevan por dentro, independientemente de los actos sociales a los que den lugar.

Mi despedida, mi homenaje a la nueva amiga de la que no pude disfrutar durante mucho tiempo, fue acudir de nuevo a aquella ciudad. Pero lo que me oprimía el pecho cada vez que la recordaba, no era el pensamiento egoísta de no gozar más de su amistad, sino ella, Glenda, y todo lo que se iba a perder de ahora en adelante, lo que ya no iba a disfrutar. Dicen que la muerte es justa, porque les llega a todos por igual: buenos y malos, pobres y ricos. Pero aquello me parecía tan injusto como apresar cuerpos humanos en la jaula del tráfico humano, el mismo contra el que Glenda luchó de forma tenaz hasta el último de sus días.

No podía quitarme de la cabeza la repentina desaparición de mi amiga y las oscuras circunstancias que rodeaban su muerte. A ratos, el pensamiento se evadía por unas décimas de segundo, pero pronto regresaba a mi memoria, fustigándola con un latigazo de realidad.

Llegué muy pronto a Barajas, así que me conecté a Internet durante una hora y entré a las últimas noticias relacionadas con aquel suceso. Y volví a rabiar:

GLENDA DALUS SE SUICIDÓ

El inspector Danilo Alcántara, responsable de la investigación sobre la muerte de Glenda Dalus, confirmó ayer, durante otra rueda de prensa, que la periodista terminó con su vida por voluntad propia. El caso queda cerrado.

Según informó el inspector, Dalus venía sufriendo, desde hacía mucho tiempo, una profunda depresión. Por otro lado, las conclusiones forenses han revelado que ingirió una gran dosis de barbitúricos poco antes de dejarse caer al río, dejando además tres notas de despedida que confirman el suicidio.

Aquella bazofia era una absoluta invención. Glenda era feliz y no tenía ningún interés en quitarse la vida. Lo hubiera sabido, o intuido. Si a algo se aferraba intensamente mi amiga era a la vida. No se la habría quitado jamás.

El malvado de Danilo Alcántara había vuelto a mover fichas para salirse con la suya y que Alicia Araneta, o quien fuera el responsable de la muerte de Glenda, escapara absolutamente impune. Caso cerrado. Vaya mierda. Pura mentira. Afirmar aquello era una solemne canallada. Por supuesto, lo de las tres notas también me olió a chamusquina. Todo aquel que hubiera conocido a Glenda sabría muy bien que todo lo escrito en aquellos artículos no tenía nada que ver con la verdad. La ha matado él, pensé, cada vez con más convencimiento.

Cuando aterricé en Manila pedí al taxi que me llevara directamente al apartamento de Glenda. Allí me estaba esperando Carol Méndez. Ese día se iban a repartir sus enseres y a dejar vacío el piso antes de que su propietario lo alquilara a un nuevo inquilino.

Me costó tragar saliva al pasar por Greenbelt 5 y ver, fugazmente, el bar en el que solíamos quedar. Allí mismo ella había insistido en su teoría de que la seguían y yo, imbécil de mí, infravaloré el peligro que corría. Si hubiera reaccionado a tiempo, si me hubiera comportado como se espera que haga un amigo. Pero no lo hice. Pensé que eran paranoias y la tomé por una fantasiosa.

El taxi paró ante la puerta de su edificio, situado también en Makati. Saqué del maletero mi pequeña maleta de mano y entré. El portero, que me había visto en alguna ocasión cuando acompañaba a Glenda a su casa, me miró con cara seria, simplemente asintiendo. No podía haber hecho nada mejor. En determinadas situaciones, sobran las palabras.

Carol Méndez se había ofrecido para alojarme en su casa, algo que me sorprendió mucho, pues las personas con su carácter y personalidad suelen ser muy celosas de su intimidad y de su espacio. Por supuesto, agradecí un gesto que me venía a confirmar, una vez más, que, en el fondo, Carol no tenía nada que ver con la imagen que había proyectado en nuestra primera entrevista, hacía ya tres meses.

Subí en el ascensor los trece pisos hasta el apartamento con impaciencia palpitante. Llamé a la puerta del 13 C y Carol me abrió. Estaba llorando y me abrazó en un gesto sincero y espontáneo, algo que nunca antes adiviné en su actitud.

—Gracias por venir, Quique. Le tenía que haber escuchado, le tenía que haber hecho más caso. Nunca me tomé en serio aquello, sólo le advertía que fuera con cuidado, pero tenía que haberle protegido más. —Y siguió llorando.

La intenté calmar —aunque me desgarrara en la conciencia el mismo remordimiento— y le tomé la mano, que ella apretó con fuerza.

Me condujo hasta dentro. El apartamento de Glenda, en el que yo había estado en dos ocasiones anteriores, era un pequeño estudio, que ella tenía muy desordenado, como todos los genios, aunque luego conozcan cada milímetro de su propio desorden. El piso estaba formado por una sala y otra habitación, que ella usaba como dormitorio y estudio. En el sofá estaba un matrimonio mayor, abrazado, que sacaba, uno a uno, fotografías y documentos de una caja de zapatos. Reconocí a sus padres, pues Glenda me había enseñado una vez una fotografía suya. Al otro lado de la sala, justo detrás de la barra de la cocina americana, dos chicos, sus hermanos, vaciaban, en silencio, los armarios de la cocina.

—Ven, entra, necesitan estar tranquilos —me indicó Carol, señalando el dormitorio. Y se sentó en la silla del pequeño escritorio, delante del ordenador y de un montón de papeles. Yo me apoyé en la cama y me entretuve en alisar la colcha con la mano por hacer algo en aquella situación difícil.

Cuando conseguí disolver de mi garganta el nudo que me oprimía, inicié la conversación:

—Carol, esta teoría del suicidio es la información menos veraz que he escuchado en mucho tiempo.

—Lo sé, Quique. Es increíble que ese hombre haya manipulado así a los periodistas y a la opinión pública con este caso. No nos han dejado dar nuestra versión, a pesar de que hemos intentado hablar con la prensa, enviar cartas a distintos medios. Pero no las han publicado, incluso a todos los directivos de periódicos, muchos de ellos grandes amigos de Glenda, les han prohibido ceder espacio para informar de este asunto, amenazándoles incluso con la posibilidad de cerrar sus medios. Como en tiempos del régimen de Marcos. A los testigos que encontraron el cuerpo les han tapado la boca. Con dinero, imagino.

—¿Crees que ha sido él?

—No sé si el propio Alcántara o alguien de la congregación, pero cada vez tengo más claro que ambos son una misma cosa. Están todos metidos, Quique, todos. Sinceramente, hasta que ha pasado esto no quería ni entrar en lo que Glenda investigaba, porque son temas escabrosos más allá de la gestión de Hope for Them y no quería inmiscuirme en estos asuntos, más allá de advertirle que tuviera cuidado. Ya tengo que ver bastantes cosas en mi día a día como para meterme en otros barrizales. Le fallé. Tendría que haberla ayudado. Porque ahora que estoy profundizando en ello, creo que Glenda estaba a un paso de desenmascarar un asunto muy feo y probar que la Congregación de la Virgen de los Milagros es la tapadera de la mitad de prostíbulos de esta ciudad. Ahora quiero averiguar algunas cosas que no me cuadran, que me despistan.

—¿Como cuáles?

—Glenda quedó, el día antes de su muerte, con el inspector Danilo Alcántara. Me extraña que después de su encuentro volviera tan tranquila a su apartamento. Ella, si creía haber avanzado en el caso, escribía siempre algún email a alguien, o dejaba constancia de ello. Pero de lo único que hay constancia de este último tramo de la investigación es de que Glenda pasó las últimas dos semanas buscando el rastro de un nombre. Se volvió algo obsesivo.

—¿Qué nombre? ¿Alicia Araneta?

—No. Loyola Cueva. Redirigió todas sus investigaciones y sondeos hacia ese nombre. ¿Te suena?

—Loyola Cueva —repetí lentamente—. No me suena de nada. ¿Quién es?

—Nadie.

—¿Cómo?

—Pues eso, que no existe. No consta en ningún lugar. Glenda llamó a amigos periodistas para que siguieran la pista de ese nombre o aportaran algún rayo de luz, pero ninguno fue capaz de encontrar nada. También aprovechó sus contactos en hemerotecas, bibliotecas, videotecas, registros, hospitales y no obtuvo ninguna pista acerca de esta mujer. Revisó registros, revistas, libros, partidas de nacimiento, de defunción. Y no dio con nada.

—¿Crees que Loyola Cueva podría ser el verdadero nombre de...?

—El nombre verdadero de Alicia Araneta. Eso es, automáticamente, lo que pensé en un primer momento. Pero ¿cómo puede ser que tampoco conste ese nombre en ningún lugar? Lo más probable es que Alicia Araneta, o como se llame en realidad, haya usado ese otro nombre en algún otro periodo de su vida o incluso en otro lugar. No sé, es lo único que se me ocurre cuando le doy vueltas. No es lógico que dedicara todos sus últimos días a indagar obsesivamente quién era Loyola Cueva.

Entonces, por un momento, se hizo el silencio, roto tan sólo por los sollozos de la madre de Glenda que venían desde la sala.

—Nunca tendré una amiga igual —dijo, más bien sentenció, Carol mirándome a los ojos—. Hay amigos que son irrepetibles, insustituibles y que te cambian totalmente. A veces un amigo puede serlo todo, tu manera de ver la vida, tu manera de pensar las cosas, o incluso de establecer tu escala de valores. Recordarla duele tanto.

—Algún día la podrás recordar con una sonrisa, seguro —le dije.

—No. No podré. Lo sé. El dolor es el precio del recuerdo.

—¿Qué puedo hacer para ayudar, Carol?

—¿Quieres ayudar de verdad?

—Por supuesto.

—Subestimé los avances de Glenda en la investigación, o la utilidad que pudieran tener sus conclusiones. No es tan fácil romper las cadenas que controlan tantas personas juntas, y tan peligrosas. Y por eso no la ayudé, no hice nada. En el fondo, veía inútil su investigación, aunque le llevara a descubrir cosas. ¿Qué esperanza de cambiar las situaciones se puede tener cuando sabemos que hay un policía con poder controlándolo todo? Pero ahora, con su muerte, no quiero que sus esfuerzos queden ahí, inservibles, realizados en vano. Sería injusto que lo que provocó que perdiera su vida, tan valiosa, se quede por siempre jamás en unas mentiras publicadas en la prensa y un caso cerrado. No me lo puedo permitir. No nos lo podemos permitir.

—¿Pero qué podemos hacer nosotros? —pregunté.

—Seguir investigando, Quique, eso es lo que podemos hacer —y me miró girando exageradamente hacia mí el tronco sobre la silla—. Por ella. Y por todas las otras personas que, como ella, perdieron la vida tratando de esclarecer la verdad, sea cual sea.

—¿Pero cómo quieres investigar? ¿Yendo a la iglesia? ¿Viendo milagros? ¿Qué más podríamos hacer que no hubiera intentado Glenda? Los límites de nuestras posibilidades están muy marcados.

—Estoy convencida de que podemos seguir las pistas que ella detectó durante los últimos días. Si pensamos, si indagamos, si recorremos los mismos lugares y retomamos sus recorridos... Seguro que daremos con algún nuevo indicio, lo sé. Loyola Cueva. Hay que dar con ese nombre. Ahora va a venir alguien que nos puede ayudar.

—¿Quién? —sentí la misma curiosidad, entre el entusiasmo y la alerta, que cuando Glenda me explicaba detalles del caso.

—¿Te dijo alguna vez Glenda que una de nuestras beneficiarias, Jenny, tiene un hermano que trabaja en casa de Alicia Araneta?

—Creo que sí me lo comentó —contesté sin pensarlo mucho.

—Trabaja en su casa, como ayudante. Al parecer, dejó de tener contacto con su familia desde el mismo momento en que fue entregado por su familia a una red de prostitución masculina. Poco después estaba trabajando para Araneta en su mansión de Forbes Park. Pero últimamente ha recuperado, secretamente, el contacto con Jenny. Aunque no me entusiasma la idea de que Jenny le presione demasiado. Si le descubrieran, todos sabemos cómo acabaría ese pobre chico.

En ese mismo momento sonó el timbre, y Carol acudió a abrir. Aproveché el momento para asomarme al marco de la puerta que separaba la habitación de la sala y comprobé que los padres de Glenda seguían mirando fotografías mientras sus hermanos iban sacando más enseres de los armarios y cajones. Ajenos a todo, inmersos en su dolor. Pronto desvié la mirada hacia Carol, que se acercaba de nuevo a la habitación acompañada por la nueva visitante, una chica muy joven, bajita y algo regordeta. Venían hablando entre ellas en tagalo.

—Jenny no habla inglés; te iré traduciendo.

Mientras Carol hablaba, la chica se enjuagaba las lágrimas con un pañuelo, mirando detenidamente cada rincón de la habitación.

—Está muy apenada. Jenny quería mucho a Glenda. Todas la querían —dijo Carol. Se le humedecieron los ojos y le tembló la barbilla, pero tragó saliva y contuvo el llanto—. Dice que su hermano la vio en el sótano.

—¿A quién? ¿Qué sótano?

—A Glenda, la misma noche en que se supone que murió. Estaba en el sótano donde se reúnen los responsables de la congregación, debajo de la iglesia de los milagros.

—Glenda y yo estuvimos allí y te aseguro que no hay ningún sótano ni compartimentos secretos. Allí no hay nada.

Carol volvió a dirigirse a Jenny en tagalo. Y ella contestó. La respuesta era larga.

—Dice que sí hay un sótano —la interrumpió Carol—, pero no sabe dónde. Pero sí hay un sótano. Y Glenda estuvo retenida allí horas antes de morir. Su hermano la llamó y empezó a contárselo, pero colgó enseguida. Y al día siguiente pasó lo que pasó. Ya no ha vuelto a llamar desde entonces y está muy preocupada.

—Pues hay que decírselo a la policía.

—¿Bromeas? ¿Con un responsable de la investigación metido de lleno en la mafia y un testigo retenido por la persona más perversa de la ciudad que, además, está conectada con el policía?

Carol tenía razón: aquella investigación era un pez que se mordía la cola, una maraña que no se podía desentrañar. Mientras nosotros hablábamos, Jenny volvió a echarse a llorar.

—¿Por qué no nos acercamos a la casa de Araneta?

—¿Estás loco? Lo que tiene en Forbes Park es una fortaleza más que una mansión, rodeada de medidas de seguridad, perros furibundos y escoltas armados.

—¿Y su hermano de qué trabaja exactamente?

—Ayuda de cámara, dicen ellos.

—¿Ayuda de cámara?

—Es su amante, uno de los juguetes que tiene Alicia Araneta en su alcoba. Todos menores. El hermano de Jenny tiene dieciséis años.

De pronto, la conversación se vio interrumpida por un grito proveniente de la sala. Era la madre de Glenda:

—¡Váyase de aquí, los asesinos no son bienvenidos en esta casa!

Carol, Jenny y yo nos dirigimos de nuevo a la puerta y no dimos crédito a la escena. Alto, corpulento, con su ojo blanco, impertérrito, el comisario Danilo Alcántara estaba plantado en medio de la sala. No habíamos escuchado el timbre ni sabíamos qué hacía allí. Los padres de Glenda se habían levantado del sofá y el padre sostenía a la madre. Sus hermanos, con el mentón alzado, le contemplaban amenazadores.

—Ya les ha oído, no es bienvenido en esta casa —repitió Carol con tono calmado—. Váyase por donde ha venido.

El comisario nos observó a todos y cada uno de nosotros. Y de repente le sonó el móvil, que, como melodía, tenía una canción de discoteca, algo en lo que ya me había fijado durante nuestro primer y único encuentro.

La madre de Glenda se soltó de los brazos de su marido, y en pocos segundos había plantado su cara a pocos centímetros de la de Alcántara, escupiéndole con furia.

—Vayan con cuidado, ustedes dos. Esto es una advertencia seria —dijo el comisario mirándonos a Glenda y a mí, mientras se secaba el rostro con un pañuelo blanco. Y se fue tal como vino.

Nos quedamos perplejos ante aquella cínica cortesía, que parecía más bien una aparición fruto de una alucinación colectiva que algo real. Porque resultaba realmente mezquino que encima se presentara allí. Costaba asimilar que Alcántara hubiese sido capaz de una maldad tan retorcida. No habíamos tenido tiempo de recriminarle nada, ni acusarle. Tan sólo la madre de Glenda había podido reaccionar ante la inesperada visita de aquel asesino.

¿No había tenido suficiente con acabar con Glenda para, encima, venir a amenazarnos? ¿Por qué acudió al apartamento ese mismo día? ¿Cómo sabía que estaríamos juntos? ¿Por qué y de qué nos advirtió?

Las horas pasaron y, finalmente, tras calmar a la madre de Glenda y registrar a fondo la habitación de ésta en busca, tal vez, de algún micrófono oculto, decidimos proseguir la tarea de ordenar en cajas la vida de nuestra amiga al día siguiente.

Nos despedimos todos en el portal, silenciosamente, que suele ser el mejor de los recursos y el lenguaje más universal, y Carol y yo nos dirigimos a Quezon City, cerca de las oficinas de Hope for Them, que es donde vivía ella.

Su apartamento estaba en un enorme edificio que formaba parte de un conjunto de tres rascacielos idénticos, de color gris oscuro y con la fachada un tanto desgastada.

La vivienda era pequeña, como casi todas en Manila, pero aun así contaba con dos habitaciones que daban al salón, una estancia con la cocina integrada. Una tercera puerta daba a un minúsculo baño de baldosas blancas y cortinas de plástico en la ducha con formas de burbujas.

—Ésta es tu habitación —me indicó Carol, abriendo la puerta que quedaba a la izquierda. Un sofá cama desplegado con toallas limpias encima me daba la bienvenida para las próximas semanas, que todavía no sabía cuántas serían, pues, a decir verdad, no sabía muy bien cuál era mi papel en todo aquello.

Mientras yo me daba una ducha, ella aprovechó para preparar la cena. Quién me iba a decir, en aquella primera reunión que mantuve hacía meses con Carol Méndez, la antipática fundadora de Hope for Them, que ahora me estaría duchando en su casa. Y que encima nos caeríamos bien. Y me sentí extraño. Y, uno tras otro, mis pensamientos me llevaban de nuevo a Glenda y a su triste final.

Cuando salí del baño —ya vestido, pues aparecer con una toalla enrollada a la cintura me hubiera resultado violento, la confianza aún no era tal—, la vi más guapa que nunca. Se había recogido el pelo en una coleta, dejando despejado su cuello, esbelto y delgado. Su piel era fina y tersa, de un color marfil que había visto en muy pocas filipinas. Nunca antes había reparado en lo hermosa que era. La mirara como la mirara —aunque intentaba disimular para que no notara nada extraño en mis miradas—, no le encontraba defectos. Durante todo el día me había fijado en que, cuando lloraba, lo hacía como una actriz de los años cuarenta, en las películas en blanco y negro, con lágrimas grandes y espesas, deslizándose lentamente sin interrupciones. Como una caricia.

Carol sostenía dos copas de vino blanco y me acercó una.

—Por Glenda —dijo, invitándome a brindar.

—Por Glenda —respondí, a sabiendas de que ella, si estuviera allí, disfrutaría ese momento y se alegraría de aquel brindis.

Bebimos el primer sorbo mirándonos a los ojos. Y, por un instante, creí percibir que ella también me miraba de forma distinta.

—Carol, ¿crees que Glenda era feliz? —le pregunté.

—Por supuesto que lo era. Era de las pocas personas que conozco que era feliz de verdad, que conocía y apreciaba realmente el valor de la vida. A menudo, los seres humanos perdemos el contacto con nosotros mismos. Ella no lo perdió jamás. Ella y su vida eran una misma cosa, y eso, créeme, pasa en contadas ocasiones. Envidio a las personas que son capaces de fusionar ambas cosas. Glenda era feliz, Quique. Nunca se tomó las cosas a la ligera. Estoy convencida de que sabía que su vida corría peligro. Y por eso vivió los últimos meses con gran intensidad, disfrutaba cada momento como nunca había hecho antes.

—¿Crees que sabía que iba a morir pronto?

—Lo único que sé es que asomarnos a la muerte nos reconcilia con la vida —dijo, perdiendo la mirada en la pared con cierto misterio—, y que ella, durante las últimas semanas, hizo las paces con todo y con todos.

Cenamos los espaguetis a la carbonara que había preparado y nos quedamos bebiendo el vino restante en el sofá, hablando durante tres horas.

—Supongo que Glenda te contó que hace poco he dejado una relación de muchos años —le conté, tal vez con la confianza propiciada por las copas de chardonnay.

—Glenda jamás hablaba a un amigo de la vida del otro, una rara y loable delicadeza.

—¿Tienes pareja? —me atreví a preguntarle.

—No, no tengo. ¿Para qué sufrir? La vida ya es suficientemente complicada como para complicárnosla más. Además, si no me aguanto ni yo misma, ¿cómo me va a aguantar otro? Mi vida profesional, además, me deja poco tiempo para dedicárselo a una relación. Las dos cosas son incompatibles. Glenda siempre me decía que probara a soltar el timón y me dejara llevar por la corriente. Bueno, qué más da ahora. No tengo pareja por cosas de la vida, supongo.

—¿Pero la has tenido alguna vez? No es posible que una chica como tú, guapa, inteligente, no tenga rendidos a los hombres, haciendo cola.

—Gracias por los halagos. Pero hablemos de otra cosa... —Carol miró el reloj de la pared, cerca de la barra de la cocina—. Vaya, ya es muy tarde. Mañana nos espera otro largo día. ¿Querrás acompañarme un rato a las oficinas? Seguro que a las chicas les gustará verte, están muy afectadas con todo esto. Verte las reconfortará y distraerá. Les conviene. Luego podemos volver al apartamento de Glenda y seguir recopilando información. Por cierto ¿sabes una cosa...?

—Dime...

—Nada, nada, es una tontería...

—¿Qué? Venga, Carol, si es una tontería, dímela.

—Nada, nada, es una estupidez, de verdad —y sonrió.

—Por favor...

—Glenda estaba obsesionada con que teníamos que ir a cenar algún día. —Y encogió los hombros, alzando las cejas exageradamente.

—¿Tú y yo? ¿En plan cita? —No sabía si me sorprendía más que Glenda hubiera dicho eso o que Carol se atreviera ahora a confesarlo.

—¡Tenía cada cosa!

—¡Pues hecho, Carol! ¡No se hable más! Esta semana iremos a cenar en su honor, elijo yo el sitio.

—Qué miedo, a saber qué restaurante elegirá el español... Glenda, que conste que lo haré por ti —dijo, mirando al techo, aliviada al poder bromear ligeramente tras aquellos días teñidos por la tragedia.

Nos levantamos y nos dimos las buenas noches con un ligero movimiento de cabeza. Pero antes de entrar en mi habitación, me giré y le pregunté algo que me rondaba desde que había dejado Madrid:

—Carol, quería hacerte una pregunta que te sonará extraña...

—Dime.

—¿Había un crucifijo en el ataúd de Glenda?

—¡Claro que no! No le gustaban los crucifijos. Había un ramo de lirios, precioso, de todas las chicas.

Y entonces, por primera vez en los últimos días, sonreí. Ligeramente, pero sonreí. Di las gracias por aquellos momentos en los que el sentido común se apiada de la pena y le concede una pequeña válvula de escape. Aunque dure sólo unos segundos.

Y antes de entrar en nuestras habitaciones, que estaban enfrentadas, con el salón por medio, nos giramos y nos miramos un par de veces. Y nuestras miradas se cruzaron como nunca hasta ese momento. Tal vez el dolor nos hace más receptivos, más débiles o más abiertos a otros sentimientos. Y aunque no pude ni quise ponerle nombre en aquel momento a lo que empezaba a sentir por Carol, me di cuenta de que era algo especial. Entonces no lo sabía, ni fui consciente de lo que realmente noté en aquellas décimas de segundo. Pero ahora, con la distancia y objetividad que me brinda el paso del tiempo, lo puedo afirmar con total certeza: en aquel mismo momento, cuando ella me deseaba buenas noches, con el rostro hinchado por las lágrimas de los últimos días y el pelo recogido, me enamoré, intensa y perdidamente, de ella. Sería para siempre. Pero yo entonces no lo sabía. Sólo el paso de los años, de unos cuantos años más, me lo confirmaría. Sería la primera vez en mi vida que me enamoraría de verdad. Y la última. Fue un principio sin final.

XV

H acía pocos meses que había terminado el gobierno de Joseph Estrada, un ex actor de cine que fue vicepresidente de Ramos y que había sido elegido presidente en 1998 por una aplastante victoria. Durante su campaña electoral se comprometió a ayudar a los pobres y desarrollar el sector agrícola del país, medidas que le proporcionaron una gran popularidad, especialmente entre las comunidades de la población más vulnerables.

Pero su presidencia fue perseguida, poco después, por escándalos de soborno y de corrupción. El 20 de enero de 2001 el Tribunal Supremo lo destituyó y fue sustituido por la entonces vicepresidenta Gloria Macapagal Arroyo.

Hija del anterior presidente, Diosdado Macapagal, la nueva presidenta se convirtió en la decimocuarta presidente de Filipinas y segunda mujer en ocupar el cargo.

Una de sus primeras órdenes fue prohibir a los miembros de su familia establecer tratos económicos con oficiales del Gobierno. La flamante presidenta también prometió promover el turismo en Filipinas.

Alma, que a veces escuchaba esas noticias por boca de algún cliente, deseaba que el aumento de turismo no llevara nuevos clientes al Manila Girl, no quería —más bien no podía— soportar más hombres pestilentes. Y, mientras tanto, añoraba a su hermana y la recordaba en cada momento.

Hay personas que llenan de luz una estancia y Alma lo sabía a ciencia cierta. Para aquel descubrimiento no le había sido necesario leer ni grandes novelas ni artículos sobre grandes actrices. Tan sólo tenía que pensar en Tessa para darse cuenta de que iluminaba con su sola presencia. Porque los últimos años había estado viviendo a oscuras. No la veía, ni la escuchaba, ni la sentía cerca. No había contado ni los años que habían pasado desde que se llevaron su cuerpo atado en una camilla, envuelto en una bolsa de plástico en vez de sobre una cama de azucenas. No le dijeron dónde la enterraban, tan sólo que la tirarían en alguna fosa común. Por eso prefirió inventar un lugar mejor para el eterno descanso de su hermana gemela. Y la imaginó cerca del mar, del mar que antaño las vio crecer y jugar en la playa, ante la mirada amorosa de su madre.

Había pasado mucho tiempo desde que, entre los sollozos apagados de algunas compañeras y la mirada despreciativa de papá Gerry, quien, al saber la noticia, se limitó a encogerse de hombros y decir «una menos», el destino le arrebató el cuerpo de su hermana y se lo llevó lejos de allí.

Desde entonces, desde aquella fatídica noche en la que Tessa había dejado de respirar para siempre, nadie abrigaba ya su corazón a la intemperie, ni escuchaba su canción, ni le decía que estarían siempre juntas y que tenían que intentar, de nuevo, escaparse de allí.

Ahora, a la luna no la contemplaba nadie y el paraíso invisible ya no existía, porque sólo Tessa lo podía percibir. Y Tessa ya no estaba.

No podía, ni quería, olvidar los hermosos sueños que compartieron, los abrazos robados, las lágrimas que derramaron juntas, las confidencias en el desconsuelo. No quería comer ni beber y su cuerpo menguaba ante la dolorosa nostalgia que carcomía su existencia como un parásito letal.

Irina acudía a su pequeña cabina cada rato libre que le permitían los clientes:

—Tienes que comer, Alma...

Pero Alma no escuchaba, concentrada en adivinar si más allá del sonido sonaba su canción, tal vez entonada por fantasmas. Y entonces negaba con la cabeza, porque sabía que sólo Tessa podía escuchar en el viento y ver en la oscuridad.

Ojalá alguien, tal vez el espíritu de su hermana, pudiera volcar el cielo desde arriba, y empaparla con una ducha de estrellas, arrastrando para siempre toda la costra putrefacta que rodeaba su alma. Ojalá pudieran volver aquellos días en los que eran un cuerpo con dos cabezas y nada las podía separar. Ahora su propia vida se reducía a un perpetuo anhelo de muerte. Tessa se le había adelantado y había logrado irse de allí. Cualquier salida era mejor que estar atrapada entre aquellas paredes.

Desde hacía unas semanas, Alma tenía también permiso para descansar en la sala verde entre cliente y cliente. Y así pasaba los minutos (pocos, pues cada vez eran más los visitantes), recordándola y acariciándose la piel como si fueran las manos de su hermana. Sólo así, en sus pensamientos, en la imaginación de un mundo mejor, la recordaba. Y, por si acaso la estaba escuchando desde más arriba del cielo estrellado, le cantaba su canción:

Ojalá los días pasados nunca se hubieran transformado.

Y fuera todo como cuando era un bebé en los brazos de mi madre.

Me gustaría escuchar de nuevo la canción amorosa de mi madre.

Aquella canción de amor mientras yo estaba en la cuna.

Aquella tarde, sus cantos se vieron interrumpidos por un calor insoportable y por los gritos de Mary Jane, que corría por el pasillo como una posesa. Alma notó que estaba muy sudada y que el bochorno iba en aumento, pero siguió buscando a Tessa en su propia voz:

Y en mis sueños, que son sueños profundos,

me vigila un astro y me guía una estrella,

y en compañía de mi madre, la vida es cielo.

Mi corazón compungido sigue esperando el balanceo de la cuna.

Entonces, de repente, unas manos la zarandearon, despertándola de un largo sueño. O tal vez de una pesadilla:

—¡Alma, nos tenemos que ir rápido, se está incendiando el edificio! ¡Deprisa! —gritó Irina, exaltada.

—¡Corred, joder! —chillaba Mary Jane desde el fondo del pasillo.

Alma reaccionó al cabo de pocos segundos y se apresuró hacia su cabina, donde recogió unos cuantos pesos que un cliente le había entregado años atrás, sólo para ella. En ese mismo sobre había empezado a acumular alguna propina. Era el dinero que había estado reuniendo todos esos años para la huida, la escapada que Tessa y ella habían estado planeando siempre para ir en busca de su futuro (o su pasado, pues a veces ambos son una misma cosa).

Puso los pesos en el bolsillo de su minifalda roja y bajó precipitadamente las estrechas escaleras. Era la primera vez, en muchos años, que salía de allí. A duras penas conocía el camino. Corrió hacia abajo, tropezándose con compañeras y clientes, que corrían también, notando ya en sus espaldas el amenazante calor de las llamas.

Cuando llegó a la calle, se sintió desorientada. Notó el aire fresco, aunque fuera un callejón poco ventilado y repleto de antros. Y se percató de que un nuevo perfume invadía sus fosas nasales, un aroma que no tenía nada que ver con los cigarros de papá Gerry, los calzoncillos sucios de los clientes o el perfume barato de Mary Jane. Aquél era el olor de la libertad, su libertad, y la estaba reclamando insistentemente, como el náufrago que bate sus brazos bajo un helicóptero, temiendo que pase de largo.

Y entonces se dio cuenta. Aquélla era la única oportunidad que tenía para ser libre, para escapar e irse muy lejos de allí. Mary Jane no estaba cerca, ni papá Gerry. Seguían arriba, recogiendo documentos y billetes acumulados bajo las moquetas. Alma deseó que el fuego se los tragara y los carbonizara para siempre. Que quedaran atrapados en las llamas de su propio infierno.

Corrió por el callejón, sin rumbo fijo y sin mirar atrás. Dejaba atrás definitivamente los clientes asquerosos, las torturas de papá Gerry, las miradas flageladoras de Mary Jane y el recuerdo punzante del cuerpo muerto de su hermana Tessa. Pero también quedaban atrás las confidencias de sus compañeras, la complicidad del dolor compartido, el consuelo de Irina. Ahora era libre y no sabía si su cuerpo y su alma lo podrían resistir, pues estaban ya moldeados a la esclavitud. Paradójicamente, temía no ser capaz de asimilar su libertad recién conquistada.

Con la respiración profunda y asmática, acabó por alcanzar el paseo marítimo, donde no había luces de neón, ni clientes apestosos, ni moquetas desgastadas. Y creyó estar soñando, aunque rápidamente se dio cuenta de que todo lo que sucedía era realidad. Temió entonces que la encontraran, que apareciese papá Gerry entre las rocas del espigón y la arrastrara de nuevo al infierno. Pero entonces lo imaginó entre las llamas, agónico, y aquella visión la tranquilizó.

A veces, muy de vez en cuando, algún marinero se la quedaba mirando, o alguna madre, que paseaba con sus hijos antes de volver a casa y preparar la cena, tapaba los ojos de sus retoños cuando se cruzaban con ella. Entonces se miró y se dio cuenta de que, con aquella minifalda roja y aquel top negro, llamaba la atención y provocaba el escándalo. Y sintió vergüenza de sí misma. De su vida y de su existencia.

La noche iba apareciendo sobre la bahía y las luces del cielo se apagaban una vez más. Alma comprendió que ahora debía retomar su vida desde la herida, volver al punto de partida, aunque estuviera presa de la soledad más devastadora.

Tras dormir algunas horas en el empedrado de un portal, amaneció decidida a regresar a Cuyo. Contó los pesos de su bolsillo y se dirigió al puerto para coger un ferry que la llevara a la isla y a su pueblo.

No sabía qué habría sido de su padre, o de doña Consuelo. Si se reencontraba con ellos, les preguntaría por qué no las habían ido a buscar. O escucharía de su padre aquello que tanto temía y que una compañera le dijo una vez: él las había vendido sabiendo muy bien adónde iban.

Cuando el ferry finalizó su trayecto, el corazón de Alma latía agitado. Aquello parecía otro lugar, todo le resultaba distinto. Aunque, muy probablemente, quien había cambiado era ella. La niña risueña que saltaba en los caminos y jugueteaba con su hermana y reía abiertamente era ahora una chica triste y escuchimizada, ojerosa y maloliente. Alma ya no era nada, tan sólo un cuerpo hueco que albergaba un corazón que latía mecánicamente. Nada más. No había Alma sin Tessa. Y como Tessa ya no estaba, Alma existía sin existir.

El autobús frenó en seco y Alma reconoció el paisaje. Por un instante le pareció que no había pasado el tiempo. Y vio viejas, que eran como las viejas de siempre, cotillas y maliciosas, husmeando y cuchicheando en voz baja cada vez que veían a alguien. Una chica con minifalda roja y top negro no pasaría desapercibida. Si pasaba por delante, la reconocerían y se apiadarían de ella, ayudándola quizás. Su necesidad de auxilio podía más que el amor propio y el orgullo.

Atravesó todo el pueblo y nadie la reconoció. Cuyo recordaba a dos hermanas preciosas que jugaban en la orilla del mar, y corrían veloces entre los campos de amapolas, y hacían ramos con las buganvillas. Pero no las reconocieron en ella. Ni siquiera ella las reconocía en su propio reflejo.

Creyó que se había confundido cuando llegó al monte y no vio su casa, la misma en la que habían nacido y en la que su madre Dolores las arropaba todas las noches y les cantaba su nana. Allí no quedaba absolutamente nada, sólo campos secos con algún montón de basura desperdigado. El mismo huracán que había aniquilado por completo su alma y se llevó para siempre a su hermana también había pasado por allí. Sin tregua ni piedad.

Acudió entonces a la plantación. Quería llamar a la puerta de la mansión, reencontrarse con doña Consuelo y refugiarse en sus brazos protectores. Se la imaginó llorando, besándola en la frente, diciéndole que las había echado de menos. Entonces preguntaría por Tessa. Y Alma le contaría, entre lágrimas, que había muerto unos años atrás. Y se abrazarían de nuevo, ante la mirada compasiva de las amigas del té.

Pero la mansión estaba totalmente abandonada. No quedaba ni un mínimo resto de algún tiempo mejor. Sus ventanas estaba tapiadas con maderas oscuras y los hierbajos habían crecido en el jardín.

No había nadie alrededor a quien poder preguntar sobre el paradero de las personas que vivían en esa casa, así que Alma clamó en vano al cielo por aquel abandono.

Regresó apresuradamente al centro del pueblo y se fijó en que habían cambiado incluso las tiendas. Ya no reconocía nada ni a nadie, ni siquiera a las viejas, aunque seguían siendo viejas y encorvadas. Había pasado demasiado tiempo. Entonces se atrevió a entrar en uno de los establecimientos y preguntar.

La plantación había cerrado hacía unos años, cuando el marido de doña Consuelo murió. Y al poco tiempo, también falleció ella. Dicen que de pena.

Y la casita en la que en su día vivió un matrimonio con dos gemelas fue demolida. El viudo que vivía en ella, solo y amargado, un tal Prudencio, había muerto ahogado en alcohol, tal vez atormentado por oscuros remordimientos. Alma lo imaginó entonces sin vida, podrido por el recuerdo, mirando al infinito como los ignorantes que miran sin ver, que escuchan sin oír, que hablan sin decir. Y, sorprendida, se apiadó un poco de él.

Bajó hasta la playa, intentando adivinar a Tessa en las flores que bordeaban el camino. Pero la dulzura del paisaje se le antojó amarga y no fue capaz de evocar en aquellos tristes helechos la esencia de su otra mitad.

La playa estaba desierta, y el viento, que antaño la acariciaba, ahora parecía ir en su contra. El mar sonaba sin que nadie lo oyera. Porque sólo Tessa o su madre Dolores lo sabían escuchar. Ella nunca había sabido. Y sentada, atrajo las piernas hacia el cuerpo, escondiendo la cabeza entre las rodillas. Y rompió a llorar, deseando que su propio llanto la ahogara.

Dios le había dado la espalda y la había dejado sola. Ya no tenía nada que ganar o perder en la vida, porque ya no le quedaba nada. Por no quedarle, no le quedaban ni ganas de cantar. Quiso hacerlo, pero se sintió desgraciada y ridícula. Y decidió apagar el canto por siempre jamás.

Ahora estaba sola en medio del universo, un universo que le habían entregado su madre y su hermana Tessa y que ahora no podía disfrutar. Porque ellas ya no estaban.

Y se dio cuenta de que, irremediablemente, el destino seguiría su curso. El tiempo agitaba el tiempo. La vida despertaba a la vida. No quedaba más remedio que entregarse a ella.

XVI

D esperté sin saber muy bien dónde estaba. La luz mañanera atravesaba implacable las cortinas de la habitación y la presión del sofá cama en mis riñones fue un augurio de que tendría la espalda resentida durante todo el día.

Abrí la puerta de mi habitación y allí estaba Carol, dándome los buenos días y preparando el desayuno. La imagen que me ofreció era muy distinta, cada vez más, de la Carol Méndez fría e insolente que aún tenía parcialmente retenida en mi memoria. Llevaba un camisón que le llegaba a la altura del muslo, dejando al descubierto sus piernas, brillantes y sedosas, como si unas medias invisibles matizaran su piel. Entonces, cuando se volvió para coger algo de la estantería, la hubiera rodeado por la espalda y le hubiera besado el cuello, recorriéndolo con los labios, acariciándolo a besos, hasta asomarme a su cara. Pero me limité a desearle una hermosa mañana, algo mucho más prudente en aquel estado de somnolencia parcial en el que todavía estaba inmerso.

La música sonaba alto y los movimientos lentos de Carol parecían moverse al ritmo de la melodía. Fue uno de aquellos momentos —que son pocos y duran solamente un instante— donde todo parece una película, cada gesto es poesía y las personas avanzan en una misma dirección.

—¿Qué es esto que suena? —pregunté.

—El cisne, de Saint-Saëns, una de mis piezas favoritas.

—¿Pero a esta hora no te duermes más con esta música?

Carol se echó a reír. Yo no podía dejar de contemplarla, incluso en más de una ocasión creo que ella se percató de mi atontamiento. Pero disimuló discretamente, como venía haciendo desde el día anterior cada vez que, inexplicablemente, me quedaba embelesado ante sus palabras o movimientos.

Fuimos a la oficina de Hope for Them y allí estaban algunas de las chicas a las que la organización había rescatado y que ahora colaboraban con ella. Cuando me vieron, me abrazaron y lloraron, pronunciando continuamente el nombre de Glenda entre sollozos tagalos. Y allí me volvió a inundar el recuerdo de mi amiga y su trágico final.

Luego esperé a que Carol firmara unos documentos y nos fuimos juntos, de nuevo, a casa de Glenda. Hicimos todo el trayecto en silencio. Nuestros pensamientos, tal vez, estaban muy lejos el uno del otro. O tal vez no.

Cuando entramos en el apartamento, el trabajo estaba ya prácticamente hecho, pues sus hermanos habían empezado a trabajar muy temprano —sus padres ya no quisieron regresar—, ordenando las pertenencias de nuestra malograda amiga. Habían colocado en dos grandes cajas de cartón, a nuestra disposición, todo lo relacionado con el caso de Alicia Araneta y la Congregación de la Virgen de los Milagros.

Mientras ellos acababan de repasar el apartamento, prácticamente vacío tras el paso del camión de mudanzas, Carol y yo nos sentamos en el suelo y volcamos todos los papeles, dispuestos a concentrarnos en lo que nos había llevado allí.

—A ver, recapitulemos. Quique, ayúdame a amontonar toda la documentación en orden cronológico. Hay que empezar desde el principio y luego, poco a poco, intentar averiguar cómo se llega al nombre de Loyola Cueva.

—Esto es lo malo. Hay un vacío entre medias. No existe ningún nexo que nos conduzca a esta mujer, sea quien sea.

—Eso nos parece ahora, pero daremos con ello.

Juntos, en memoria de nuestra amiga común, empezamos a recomponer las piezas del puzle que le había arrebatado la vida. Por ella, y sólo por ella, nos esforzaríamos por desentrañar ese misterio. Hasta dar con las últimas piezas.

Por un lado teníamos dos nombres: Alicia Araneta y Loyola Cueva. Ninguna de las dos denominaciones constaba en ningún lugar; eran nombres fantasma. Por el otro, teníamos a una mujer que utilizaba uno de ellos en la actualidad y, probablemente, llevó el otro en algún momento de su vida. Pero si ninguno de los dos nombres constaba en registros o archivos, ¿cómo averiguaríamos el verdadero nombre de aquella mujer? Las leyendas urbanas que circulaban sobre ella la situaban en su infancia y juventud en una zona de chabolas de Manila, un entorno en el que no cuadraban dos apellidos tan ilustres, propios de la alta alcurnia filipina. Por otro lado, su enorme parecido a Imelda Marcos y las teorías que se rumoreaban acerca de ese detalle sumaban misterio al conjunto de datos que completaban nuestra información.

En segundo lugar teníamos una enigmática asociación llamada Congregación de la Virgen de los Milagros, basada en el culto a las lágrimas de sangre que lloraba una imagen de la Virgen María y en las visiones de una iluminada. Pero la Iglesia no reconocía oficialmente ni a la congregación ni los milagros. Sabíamos, además, que el grupo había estado relacionado con extraños casos de exorcismos que habían terminado en misteriosas muertes, cuyas investigaciones habían quedado paralizadas.

Contábamos, además, con una certeza: existía algún tipo de vínculo entre la congregación y muchos de los prostíbulos de la ciudad, aunque no dispusiéramos de fuentes de verificación palpables que probaran el nexo. Lo único que sabíamos a ciencia cierta era que el noventa por ciento de los miembros de la organización eran trabajadoras del sexo y que, sospechosamente, en sus mensajes la Virgen les pedía que siguieran trabajando en aquel terrible negocio.

Y en último lugar, estaba el comisario Danilo Alcántara, que se empeñaba en maquillar las investigaciones, o, simplemente, silenciarlas, manipulando las informaciones facilitadas a los medios de comunicación siempre que implicaran el riesgo de salpicar a Alicia Araneta. Pero tampoco se podía probar la vinculación entre aquel hermético policía y la organización religiosa.

No había nada más. Únicamente toda aquella información que había ido recopilando pacientemente durante dos años Glenda Dalus y cuyo colofón era una pista final indescifrable, basada tan sólo en un nombre: Loyola Cueva.

Las únicas herramientas que teníamos para avanzar en el caso eran nuestras propias intuiciones y el hermano de una beneficiaria de Hope for Them que trabajaba en la casa-fortaleza que Araneta tenía en el carísimo barrio de Forbes Park. Sin embargo, a esas alturas, y aunque nadie se atreviese a decirlo en voz alta, no sabíamos si seguiría con vida. Era más que probable que lo hubieran descubierto facilitando información a su hermana y hubiesen decidido, simplemente, quitarlo de en medio. Eran muy capaces de ello. A la vista estaba.

Sabíamos también, gracias a ese último soplo, que Glenda pasó sus últimas horas retenida en el centro de operaciones de la congregación, cuya ubicación desconocíamos.

Llegamos al mediodía estudiando al milímetro todo aquel papeleo que nos conducía, una vez tras otra, al mismo lugar: ninguno.

Al final de la mañana, Carol regresó a la oficina y yo me quedé comiendo en un fast food del centro comercial Glorieta. Esa noche, unas horas después, habíamos quedado para nuestra cita.

—¿Dónde me llevarás a cenar? —preguntó Carol curiosa.

—Sorpresa...

—¡Cuánto misterio! ¿Pero dónde quedamos?

—Mmm... En el hall del Shangri-La.

—¡Vaya con el abogado español! ¡Qué lujos!

El Shangri-La de Makati, uno de los mejores hoteles de la ciudad, era el primer lugar que se me ocurrió para impresionarla. Tenía ganas de ir allí de todas maneras, ya que todas las guías hablaban de él y desde España alguien me había comentado que era un lugar emblemático. Por ello me decidí a ir a cenar al Shang Palace, uno de los muchos restaurantes que aloja el hotel.

Con el duplicado de llaves que me había entregado Carol, regresé a su apartamento para ducharme y cambiarme de ropa. Quería estar realmente a la altura de la ocasión, aunque ella fuera a la cita directamente desde el trabajo y me hubiese insistido en el carácter informal del encuentro.

La luz del sol entraba todavía por las ventanas, pero con menos intensidad que unas horas antes. El calor era insoportable, así que encendí el aire acondicionado y me quedé un rato tumbado en el sofá, mirando la programación, americana en su mayoría, que ofrecían los múltiples canales de televisión.

Cuando salía de la ducha con la toalla anudada en la cintura —ahora sí me lo podía permitir; no había nadie en la casa—, me pareció escuchar un ruido en el rellano. Miré con cautela la mirilla y el corazón casi me dio un vuelco. Fuera, observando fijamente la puerta, como si adivinara que había alguien al otro lado, volvía a estar él: alto, con su ojo blanco, imponente, aterrador y en actitud desafiante.

Salí del marco de la puerta y, echando el pestillo, me apoyé de espaldas en la pared, en silencio. Agarré, casi por inercia, algún objeto contundente que quedaba cerca; ahora no recuerdo con exactitud qué era, aunque creo que se trataba de un pisapapeles de metal. Me quedé quieto, en esa misma posición, mucho rato, no recuerdo cuánto. Cuando me incorporaba ligeramente para observar, veía claramente, por debajo de la puerta, la sombra oscura de sus pies. No se movía.

Yo no sabía si hacer ruido para dar a entender que había personas en la casa o permanecer en silencio por si acaso fuera eso, personas, lo que estaba buscando el inspector Alcántara. Opté por el silencio.

Durante unos segundos, que me parecieron eternos, me quedé absorto mirando de reojo la sombra de sus pies. Hasta que sonó su móvil, con aquella ridícula canción de discoteca que no había escuchado nunca en un teléfono. Y se fue. Desapareció la sombra debajo de la puerta y desapareció su imagen a través de la mirilla cuando volví a echar un vistazo.

No me atreví a salir hasta pasada una hora, con lo que se me hacía ya tarde para llegar puntual a mi cita con Carol. El tráfico entre Quezon City y Makati a esas horas podía ser infernal.

Afortunadamente, no había mucha circulación. Cuando ya estaba en el taxi, recapacité sobre aquella visita. ¿Cómo sabía el comisario que queríamos seguir investigando? ¿Me había seguido hasta allí? ¿Habría intentado entrar en casa de Carol? ¿Por qué tenía tanto interés en nosotros? ¿Tan cerca estábamos de averiguar alguna verdad comprometedora? ¿Tan poderosos nos veía? Dudé si llamar a Carol para contarle lo sucedido y advertirle que tuviera cuidado. Pero opté, una vez más, por callar. Para qué alarmarla si la iba a ver en muy poco rato y le podría contar lo ocurrido cara a cara.

Sin lugar a dudas, el peligro estaba cerca, aquello no era un simple juego. Ahora estaba clarísimo, pero no sentí, como sí había sentido al conocer a Glenda, ningún arrepentimiento por haber regresado a Manila para meterme de nuevo en la investigación. Me movía un irresistible sentido de justicia. No podíamos permitir que la pérdida de Glenda fuera una muerte más en vano. Su vida valía demasiado como para entregarla así como así.

El taxi me dejó en la puerta de Glorieta, uno de los centros comerciales más importantes de Makati, colindante, prácticamente, con la multitud de edificios y jardines que componen Greenbelt. Justo enfrente, rodeado por fuentes y coches de lujo, emergía el hotel donde iba a tener mi primera cita formalmente informal con Carol Méndez.

A ratos me invadía un ligero sentimiento de culpabilidad por permitir que fluyeran en mí sensaciones como las que estaba experimentando cuando pensaba en ella. En aquel momento, cuando se suponía que vivía un doble duelo, el de la muerte de una amiga y la separación de una pareja tras muchos años de relación, no tocaba tener esos sentimientos. Pero luego pensaba en Glenda y en lo que se alegraría, allá donde estuviera, con aquella cita. Y supongo que Carol pensó exactamente lo mismo cuando decidió confesar los comentarios que Glenda le hizo en vida y se animó a ir a cenar conmigo.

Pensé también en el carácter de Carol. A pesar de haberme ofrecido una imagen totalmente distinta, mucho más cordial que la que tuvo en nuestros primeros encuentros, era extremadamente reservada y a ratos parecía que le incomodara enormemente que le dirigiera algún piropo o la mirara con picardía. Como si su corazón estuviera cerrado herméticamente y no dejara escapar ningún sentimiento hacia afuera.

Una vez dentro del Shangri-La, me quedé sentado en uno de los aparatosos sofás de terciopelo de la suntuosa recepción. Mientras la esperaba, observé detalladamente las enormes arañas de cristal que colgaban del techo. Tendrían cuatro metros de diámetro y, vistas desde abajo, eran impresionantes.

De golpe, el murmullo de la gente que había en el hall, hablando en un continuo bisbiseo, me alertó de que algo anormal estaba sucediendo. Todos miraban hacia la puerta y golpeaban con el codo los brazos de sus vecinos de conversación. En el ambiente flotaba la sensación que se crea cuando en algún lugar público aparece un gran personaje o alguien muy, muy famoso. Pronto adiviné que no estaba equivocado.

Habían pasado tantas cosas en los últimos días, y tan estrambóticas, que ya no sabía si empezaba a tener visiones. Incrédulo, reconocí rápidamente a la persona que entraba, en ese mismo momento, por la puerta del hotel, rodeada de escoltas y alborotando la tranquilidad reinante. Aunque en un primer momento creí que era Imelda Marcos, pude reconocer rápidamente, en aquellos andares, en la actitud farsante, soberbia y esperpéntica, a Alicia Araneta. Iba vestida de morado y lucía tres rosarios y un enorme escapulario rodeándole el cuello. Los escoltas miraban alrededor e incluso me pareció percibir un intenso olor a incienso.

Cuando ella y su comitiva se encontraban cerca del sofá en el que estaba yo sentado, creí por un momento que se dirigirían a mí, pero pasaron de largo y siguieron avanzando hasta el vestíbulo inferior. Creí advertir, por un momento, que me miraba de reojo al pasar. Alicia Araneta, observada de cerca, era todavía más aterradora que cuando la vi en la iglesia.

Justo en ese momento me hubiera encantado ser como mi amigo Ricardo y acercarme a ella para decirle a la cara que era una hija de la grandísima puta, que me cagaba en todos sus muertos y en sus vivos —si es que habían sobrevivido a la desgracia de tenerla cerca—. La hubiera maldecido cogiéndola por el pescuezo hasta que cantara toda la verdad y confesara, de rodillas, los crímenes que se habían cometido a su malévolo arbitrio.

Pero no lo hice. Simplemente temblé de rabia. Temblé por dentro, aunque tanto, tanto, que por un momento pensé que aquel temblor se convertía en algo perceptible desde el exterior.

Me dirigí rápidamente a la puerta principal. Una hilera de coches de lujo y decenas de escoltas con pinganillos en la oreja y gafas de sol —aunque ya hubiera anochecido— eran la prueba evidente de que en el interior había algún pez gordo. Me hubiera gustado gritar a los cuatro vientos que el pez gordo era tan sólo un tiburón podrido.

Entonces apareció Carol y me sentí aliviado. Venía espectacular. Nunca la había visto tan guapa. Supuse que finalmente había tenido tiempo de ir a su casa —probablemente nos habíamos cruzado—, porque llegó ataviada con un vestido negro que dejaba sus hombros al descubierto. Ahora sí parecía la protagonista de una película antigua. Hermosa y a la vez enigmática. Me saludó con un beso en la mejilla y me tomó del brazo.

—Te voy a llevar a un sitio mejor —le dije decidido, mientras la arrastraba lejos de allí, pensando que no era necesario, en ese lugar y momento, avanzarle mis dos desafortunados encuentros.

—¿Por qué vas tan deprisa? —preguntó.

Y entonces, cuando el Shangri-La ya quedaba lejos, y nos aproximábamos a la zona de restaurantes de Greenbelt, me atreví a contarle lo sucedido. Ella se limitó a escucharme, preocupada por la extraña visita en el rellano del apartamento. Sé que me creyó. Ya había dudado demasiado, en su momento, de su amiga Glenda como para no darse cuenta, a esas alturas, de que cualquier episodio extraño que presenciáramos correspondía a la realidad.

Avanzábamos a paso lento, paseando más que andando, y yo no podía evitar mirarla. Cuando se sabía descubierta por mí, bajaba la cabeza con una caída de ojos irresistible. A pesar de ello, un telón invisible de cautela seguía cubriendo sus reacciones.

El latido de mi corazón empezó a acelerarse de nuevo y me decidí a romper más el hielo, a avanzar un paso en aquel juego. Me giré hacia ella y ella hizo lo mismo. Como si ni Carol ni yo controláramos aquel movimiento. Como si fuéramos dos títeres en un guiñol con final feliz. Y nos besamos.

Nunca antes me había sentido igual con un beso. Puede sonar cursi, pero Dios sabe que es verdad. Lo sentí entonces y lo siento ahora, años después. Se me erizó la piel y un escalofrío recorrió mi espina dorsal. El pecho me batió con fuerza, como si la felicidad absoluta me zarandeara el cuerpo y, literalmente, se me disparara el corazón. Y, por primera y única vez en mi vida, pensé que los domingos no serían tristes nunca más.

No sé si fue un beso largo, o corto, si fui yo quien lo propició o fue ella. Recuerdo tan sólo que seguimos paseando sin decirnos nada, mirándonos a trompicones, cogidos de la mano, avanzando por aquella enorme avenida de Makati sin saber muy bien dónde íbamos. En el sentido literal y en el figurado.

Estando ya en Greenbelt, vimos un restaurante con mesas en la terraza y farolillos colgantes amarrados a las ramas de un árbol. Un pianista engominado sonreía a las mesas y tocaba melodías que iban acorde con el ambiente. Aquel lugar nos llamaba a gritos.

—Éste es, aquí te voy a llevar a cenar —dije, agradeciendo al azar el encuentro de aquel lugar espléndido.

—Es precioso... —murmuró ella

Y por primera vez, mientras pronunciaba aquellas palabras casi tímidamente, Carol me pareció realmente frágil, delicada. Absolutamente vulnerable. Y me dieron más ganas de abrazarla. Y de protegerla, aunque no supiera muy bien de qué.

Durante los primeros minutos de la cena, mi mano buscó constantemente la suya para acariciarla suavemente o aproximarla a mis labios con los ojos cerrados. Teníamos la mirada clavada el uno en el otro y sólo respondíamos al camarero cuando, en el tercer aviso, nos advertía de su presencia con un discreto carraspeo.

Pedimos pasta y vino blanco. Y hablamos sobre política, sobre Oriente y Occidente, sobre aspectos que no tenían nada que ver ni con ella ni conmigo, ni con aquella situación, pero que nos conectaban inmediatamente, sobre todo cuando íbamos comprobando con agrado que en la mayoría de temas compartíamos opinión.

—Al final me convencerás de que los del norte no sois tan bobos —me dijo con picardía.

El piano seguía envolviéndonos con su melodía. Y supe, con certeza, que recordaría ese instante durante toda la vida. Y que, por mucho tiempo que pasara, sería capaz de recordar cada una de sus palabras y sus movimientos. Efectivamente, no me equivocaba. Aunque no lo corroboraría hasta mucho tiempo después.

Se le soltó un mechón de pelo y cuando lo quise colocar detrás de su oreja con otra caricia, me di cuenta de que había cambiado totalmente de expresión, sus ojos se humedecían y su pecho se agitaba con una respiración entrecortada. Cogió el bolso y, ante mi perplejidad, se levantó bruscamente.

—¿Qué pasa? ¿Has visto algo? ¿Soy yo? ¿Qué he dicho? ¿He hecho algo mal? —pregunté sobresaltado.

—No tiene nada que ver contigo, déjalo. Ha sido un error quedar, una gran equivocación.

Y se marchó a paso rápido, dejándome totalmente desconcertado, sin saber cómo reaccionar. Pagué rápido la cuenta y, ante la sorpresa del camarero y de las mesas de alrededor, salí despavorido de allí, intentando correr tras ella y alcanzarla. Pero ya no estaba. Recorrí todos los locales de Greenbelt, paseé por los jardines centrales por si la podía divisar. Pero no quedaba ni rastro de Carol. La llamé compulsivamente, pero no cogía el teléfono. Me di cuenta de que estaba empapado de sudor. No entendía en absoluto aquella reacción súbita y desmesurada.

Tal vez había tenido el mismo pensamiento que yo, cuando me sentía parcialmente culpable por coquetear con ella sin dejar pasar el tiempo suficiente tras la muerte de nuestra amiga. Tal vez se había arrepentido de quedar conmigo y, en el fondo, no sentía nada por mí. Quizás había sido todo fruto de la debilidad del momento y ahora se daba cuenta de que estábamos haciendo una solemne tontería. Intenté recapitular mis últimas frases, por si había dicho o hecho algo que la hubiera podido ofender. Pero nada me cuadraba. Acataría lo que fuera, pero necesitaba una explicación.

Decidí coger un taxi e ir a su apartamento. Seguro que en algún momento de la noche regresaría a casa; lo más seguro es que estuviera ya de camino. Allí la esperaría, le preguntaría de nuevo por qué me había plantado en el restaurante y, en cuanto lo supiera, fuera por la razón que fuera, haría de nuevo mi maleta y buscaría un hotel. Haberme alojado en su casa no había sido una idea brillante.

Cuando ya estaba muy cerca de la parada, aún desconcertado, la vi. Estaba sentada en un banco, con su vestido negro arrugado y el pelo suelto y desordenado.

Me acerqué y, sin decirle nada, me senté a su lado. Ella levantó la cabeza y me miró con la mirada perdida.

—Carol, ¿por qué te has ido así, de repente? Necesito saberlo, por favor. Sea lo que sea, lo entenderé.

—No, no puedes entender nada, Quique. No tienes ni idea.

Y entonces su pecho se hinchó de nuevo, pero esta vez explotó en un llanto desbocado y sincero de lágrimas negras, sin ataduras ni vergüenzas. Sin telón que cubriera sus impenetrables sentimientos. Sin máscaras que escondieran su rostro.

Y lloró. Simplemente lloró. Lloró por la canción que sonaba en el piano cuando, minutos antes, se había levantado de la mesa. Lloró porque la música la transportó a tiempos pasados que nunca hubiese querido recordar. Lloró porque era una nana filipina que la devolvió a lo que ella había sido. Porque era la nana que cantaba con su madre y su hermana, y que siempre las mantuvo unidas. Lloró porque, cuando su madre murió y las dejó huérfanas de amor, en un poblado cercano a Cuyo, su propio padre las había vendido a una red de prostitución de Manila. Lloró por los clientes apestosos y depravados que, durante años, torturaron su cuerpo y su alma de forma atroz. Lloró por su proxeneta, que había muerto calcinado en un incendio y que la humilló tanto y tan profundamente que consiguió alejarla de sí misma. Lloró por su hermana Tessa, que decidió quitarse la vida con una sobredosis cuando no pudo soportar aquella existencia.

Lloró por todo cuanto había perdido. Por la niñez arrebatada y la inocencia mancillada. Lloró porque, tras conseguir escapar de sus traficantes, se dio cuenta de que el mundo, su mundo, había cambiado y ya nada volvería a ser igual. Lloró recordando el día en que, sin tener a nada ni nadie, decidió empezar una nueva vida con unos pocos pesos que había sisado a sus clientes. Lloró por los días difíciles en que trabajó limpiando unas oficinas del puerto, mientras observaba, cada noche, cientos de niñas traficadas, como ella lo había sido, llegando a Manila. Lloró porque el recuerdo de su hermana gemela, a la que veía todos los días en el espejo, le llevó a hacer justicia y fundar, con sus ahorros, la organización Hope for Them. Lloró recordando el día en que decidió cambiarse de nombre para siempre. Porque no hay Tessa sin Alma ni Alma sin Tessa.

Lloró por la soledad que se había impuesto al negarse a compartir su pasado con nadie, excepto con Glenda, que cumplió con su palabra de ser discreta hasta la muerte. Lloró porque sin su cómplice y confidente, su buena amiga, ahora se volvía a sentir vulnerable y frágil. Como una pluma en el viento. Como una madera en alta mar. Lloró porque le resultaba imposible hacer las paces con el pasado y evitar que éste arruinara su presente. Lloró porque las cosas que no se comparten acaban quemando por dentro. Lloró porque no se sentía con fuerzas para afrontar su vida y por la debilidad de los cimientos que se tambaleaban tras la aparente fortaleza de su nueva identidad. Lloró por no haber llorado hasta entonces.

Lloró porque tenía celos de mi vida normal, de mi pasado normal, de mis experiencias normales. De la vida que nunca tuvo. Lloró por su incapacidad de amar. Lloró porque una melodía, que no había escuchado en mucho tiempo, la devolvió, a través del piano de aquel restaurante, a las fuentes del dolor y le estropeó, una vez más, las ganas de seguir viviendo.

Lloró porque la vida cojea, a menudo, por culpa de heridas abiertas que no cicatrizan. Lloró porque los recuerdos inoportunos terminan asomándose como una pesadilla recurrente y caen como una losa que nos atrapa y nos impide avanzar. Y el presente, aparentemente tranquilo, es apisonado por un pasado que siempre regresa. Como el eco de una vieja canción.

XVII

L a iglesia era altísima. Tanto, que mi vista no podía alcanzar la cúpula del techo. Los cristales de los laterales mostraban imágenes de demonios fornicando que a ratos se movían. El olor, una mezcla de incienso y azufre, se hacía insoportable. Y un humo gris en el interior del templo ofuscaba mis sentidos y dificultaba mis movimientos.

Alma y Tessa estaban en el altar y clamaban auxilio, pero me costaba levantar los pies del suelo y recorrer el pasillo central para acudir a su rescate. Alicia Araneta, con los dientes llenos de sangre, como un vampiro, me cerraba el paso pronunciando sortilegios en tagalo.

Aunque las veía de lejos, me di cuenta de que estaban unidas por el pecho, como dos siamesas con un mismo corazón. Cantaban una canción de discoteca, como la melodía del móvil del comisario Alcántara.

A medida que avanzaba, el suelo se hundía y me tragaba hacia adentro, como arenas movedizas; y mis pies pesaban cada vez más, como si estuvieran recubiertos por una capa de plomo.

Justo a mi izquierda, las velas rojas que rodeaban a un santo se encendieron a la vez. Y entonces vi que el santo no era un santo, sino Glenda vestida con una túnica marrón, vomitando un líquido negro por la boca y llorando sangre como la estatua de la Virgen.

Miré hacia atrás y me di cuenta de que me perseguía el comisario, que cada vez se encontraba más cerca de mí. Iba vestido con una túnica morada y portaba un cirio desde cuya punta emergía un cuchillo afilado.

Me desperté sobresaltado y miré rápidamente el reloj de la mesilla de noche. Eran las dos de la madrugada y, para variar, las pesadillas recurrentes de los últimos días, desde mi fatídica cita con Carol, volvían a asomarse en mi sueño, hasta entonces placentero.

Después de que me confesara los estremecedores detalles de su pasado, volvimos juntos a su casa y nos quedamos dormidos y abrazados en el sofá, con la ropa puesta. Al día siguiente, la vi tan distante y tan ausente de mí, que yo mismo decidí alojarme en un hotel y dejarla tranquila en su casa. Le hubiera dicho que no me importaba nada, que allí estaba yo para ayudarla a olvidar el pasado, a amar, a entregarse, aunque costara su tiempo. Tendría con ella toda la paciencia requerida y sería delicado en mis palabras y hechos para que poco a poco nuestra relación pudiera avanzar. Pero ella no me facilitaba mucho las cosas a pesar de mis esfuerzos. Simplemente asintió cuando le dije que tal vez lo mejor era no alojarme en su casa. Así que me marché a un hotelito de Makati, la zona que me resultaba más familiar.

Aunque estuvo dos días sin responder a mis mensajes ni llamadas, finalmente me llamó para reanudar la investigación.

Lo cierto es que no podía quitármela de la cabeza ni del corazón, donde ya había entrado para siempre. Y aunque evitaba llamarla constantemente y decirle todas las cosas que me pasaban por la mente e invadían mis sentimientos, no quise parecer un enfermo obsesivo y en más de una ocasión regresé al hotel cuando ya estaba frente a su edificio, dispuesto a esperarla durante horas hasta que me cruzara con ella en el portal.

Nervioso, con el corazón palpitando a ritmo desenfrenado, me presenté en el bar en el que me había citado aquella mañana y que era, para más dolor, donde me solía encontrar con Glenda.

No se sabía nada más del caso, y el chico que trabajaba en la mansión de Alicia Araneta no había dado señales de vida, algo muy desalentador.

Carol apareció vestida con una camiseta blanca y unos vaqueros ajustados, el pelo recogido y su perfume, entre fresco y dulzón, me devolvió de nuevo a la noche de nuestra cita, a cuando todo iba bien.

No sabía si seguirla llamando Carol o dirigirme a ella como Alma, con voluntad de acercarme un poco más y demostrar que nada en su pasado me importaba. Sin embargo, decidí que muy probablemente se sentiría insultada o herida si utilizaba su nombre verdadero con pretendida normalidad. A esas alturas, además, era más que probable que se hubiera arrepentido de explicarme su verdad y de compartir conmigo, como compartió entre lágrimas, las desventuras que sufrió en su joven vida. Así que actué como si nada, como si aquella confesión, provocada por la melodía de una vieja canción, nunca hubiera existido.

Tras saludarnos con un beso en la mejilla —que se me clavó por dentro causándome un daño indescriptible—, nos sentamos en una mesa de la terraza. Noté que mis labios ardían al ausentarse en ellos su boca, y una angustia hiriente poblaba mi pecho al no poder envolverla en un abrazo.

—¿Llevas el ordenador? ¡Conéctate, rápido! —me pidió, algo sobresaltada.

—¿Por qué? —le pregunté, temiendo nuevas catástrofes.

Encendí el portátil y me conecté a la red inalámbrica de la cafetería, como había hecho tantas veces en presencia de Glenda, cuando andábamos los dos enfrascados, ella más que yo, en descifrar cada pista de la investigación.

Tras abrir directamente la página de Google, le tendí el portátil, para que seleccionara ella lo que me quería mostrar. Tecleó deprisa y rápidamente volvió a situar la pantalla frente a mí.

—Mira esto...

Empecé a leer la página principal del Manila Times, y me quedé perplejo, una vez más, al ver aquella noticia:

EXTRAÑA DESAPARICIÓN DEL COMISARIO

DANILO ALCÁNTARA

El conocido comisario Danilo Alcántara, famoso por sus intervenciones en casos de tráfico humano y su mano dura con los traficantes y criminales más peligrosos del país, se encuentra desaparecido desde hace tres días.

Alcántara fue visto por última vez mientras paseaba en las cercanías de su residencia de Salcedo Village (Makati, Manila), según ha reportado la Policía de Manila, en la que Alcántara tenía mucho poder.

Casado y padre de dos hijos, Danilo Alcántara estaba vinculado con la Congregación de la Virgen de los Milagros, un grupo religioso, liderado por la multimillonaria Alicia Araneta y del que se conocen pocos detalles. El portavoz de la familia, sin embargo, no ha querido dar detalles acerca de esta afiliación, al considerarla «irrelevante para este caso». Las oficinas centrales de la congregación, ubicadas en una iglesia de Malate, han permanecido cerradas los últimos días.

Se baraja la teoría del secuestro a cambio de liberaciones de presos, o la venganza por parte de algún grupo de crimen organizado que Alcántara logró disolver durante los años ochenta.

El portavoz de la familia afirmó, a las pocas horas de denunciar la desaparición, que no han recibido aún ninguna llamada y que siguen a la espera, con el convencimiento de que está con vida retenido en algún lugar.

Aquella noticia, que aumentaba el carácter surrealista de los hechos encadenados de las últimas semanas, me olió a chamusquina, no la acababa de entender. La intuición me decía que tanto Alcántara como Alicia Araneta, y otros responsables de la congregación, se habían fugado y nunca más los encontrarían. Pero la lógica me recordaba que aquella teoría no tenía ni pies ni cabeza. Lo que estaba claro eran las fuertes conexiones de Alcántara con la cúpula del poder, así que fugarse ahora, sin venir a cuento, como si su posición en aquel siniestro organigrama se hubiera debilitado de repente, carecía de sentido. Miré atónito a mi compañera y me encogí de hombros.

—No entiendo nada, Carol. Además, me sorprende mucho una cosa: por primera vez se habla de la congregación y de él en un mismo artículo. Hasta ahora nadie los ha relacionado públicamente. Es algo chocante... ¿Quién firma la noticia?

—La firma el periódico, en general. Pero a mí no me extraña que lo digan. Es lógico: no está él para impedir ni censurar que lo publiquen. Y es precisamente este detalle, el que lo publiquen impunemente, el que me hace pensar que no se trata una desaparición voluntaria, que realmente le ha pasado algo malo a Danilo Alcántara. Si esta desaparición fuera una tapadera, él seguiría controlando a la prensa entre bambalinas.

—¿Pero qué le va a pasar si los principales criminales son sus aliados?

—No lo sabemos, Quique. Piensa que desconocemos las rivalidades que tienen entre ellos.

—¿No llevaba escolta?

—Eso es otra cosa que me extraña. Sí, siempre iba escoltado, y no me cuadra en absoluto que estuviera paseando por Salcedo tan tranquilamente. No le va.

—Qué raro todo...

—Quien haya logrado hacerse con él, Quique, para secuestrarlo o matarlo, es alguien muy poderoso. Ese hombre es invencible.

—¿Crees que puede haber sido secuestrado para exigir liberaciones?

—Qué va, eso ya son fantasías de quien haya escrito el artículo. Los periodistas inventan siempre. Las personas a las que él metió en la cárcel son asesinos y proxenetas, no presos políticos. No sé, es todo muy extraño, Quique. La única certeza que tengo es que debemos ir con mucho cuidado. Todo puede ser una táctica de ese perro viejo. No debemos subestimar nuestro papel en este juego. Fuera lo que fuera lo que descubrió Glenda en su recta final, es algo crucial, muy importante. Y no saben si nosotros somos conocedores de esa verdad reveladora, sea la que sea. Ahora vámonos, no hay mucho tiempo.

—¿A dónde?

—A las oficinas centrales de la Policía.

—¿A los dominios de Danilo Alcántara? ¿Qué dices?

—Ésta es una buena oportunidad para tantear si podemos descubrir algo nuevo en su ausencia.

—¿Crees que es una buena idea? No creo que debamos ir allí...

—Por intentarlo no perdemos nada.

Subimos a un taxi y me fijé en la boca desdentada de su conductor. Recordé entonces que, en una ocasión, yendo con Glenda, ya me había montado en ese taxi. El taxista me reconoció, me dio la mano y se dirigió a mí en inglés:

—Siento lo de su amiga, lo vi en los periódicos. Hay gente muy mala en Manila, muy mala, hay que ir con cuidado. —Y emitió un chasquido mientras negaba con la cabeza—. ¿Dónde les llevo?

—A Roxas Boulevard —respondió Carol—, al edificio de la Policía.

—¿Ha pasado algo? —preguntó aquel hombre sobresaltado.

—Nada, no se preocupe, todo está en orden —respondió ella, como si realmente aquel berenjenal policíaco en el que, por circunstancias ajenas a mi voluntad, me encontraba inmerso, fuera una balsa de aceite.

Cada vez que el vehículo paraba en un semáforo, el taxista nos miraba con cara de lástima desde el espejo del retrovisor. De repente, le dijo a Carol algo en tagalo. Ella se incorporó hacia delante de golpe, como si aproximándose le pudiera escuchar con más detenimiento. Iniciaron una conversación en tagalo en la que sólo entendí una palabra: «Sementerio». Y, cuando terminaron, Carol me miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué pasa, Carol? Me estás asustando...

—Glenda cogió varias veces este mismo taxi pocos días antes de que él viera la noticia de su muerte en los periódicos. Me está diciendo que siempre iba a un mismo lugar.

—¿Dónde...?

—Al Cementerio del Norte.

—¿Un cementerio?

—Acabo de recordar que una vez Glenda me dijo algo de un cementerio. Me contó que alguien, ahora no recuerdo quién, le había dicho que el cuartel general de la congregación estaba en realidad en un cementerio de Manila.

—¿Por qué no me lo habías dicho antes?

—Ni me acordaba, Quique. Me lo contó una vez, mientras yo estaba trabajando. Y cuando Glenda me empezaba a hablar de sus avances, yo siempre desconectaba, no quería hacerle caso ni darle importancia. Me acabo de acordar ahora, Quique. Había pasado por alto totalmente ese comentario.

El taxista seguía atentamente nuestra conversación desde el espejo, atónito por los tonos indescifrables y la intensidad de cada frase incomprensible, más propios de películas de suspense y acción. Nadie en su sano juicio, y que no estuviera al tanto de la investigación, habría entendido de lo que hablábamos.

—Quique, estoy segura. Sea lo que sea lo que buscamos, está allí. —Y seguidamente dio órdenes al conductor para cambiar la ruta.

El coche derrapó y giró en una pirueta muy poco propia del ordenado barrio de Makati. Íbamos, directamente, al Cementerio del Norte.

Conocido antiguamente como Paang Bundok, la necrópolis ocupaba 45 hectáreas de la zona norte de Manila y estaba considerado el camposanto más grande de la ciudad, por delante de La Loma y del cementerio chino.

Propiedad de la Municipalidad de Manila, tuvo sus orígenes en el siglo XIX y fue construido siguiendo los arquetipos arquitectónicos de los cementerios andaluces de la misma época. Cuando los españoles se retiraron de Filipinas, pasó a ser de uso exclusivo para los habitantes de la capital, especialmente para los sectores más adinerados.

La pobreza y la necesidad de encontrar un lugar donde vivir habían propiciado, durante los últimos años, que más de diez mil familias filipinas convirtieran el cementerio en su hogar. Yo no podía imaginar cómo sería aquel lugar, pues el último sitio en el que habría imaginado un poblado chabolista era un camposanto.

Algunas familias vivían en sus propios panteones, heredados de varias generaciones atrás, aunque la mayoría vivían allí con el consentimiento de los dueños, cuidando del mantenimiento y seguridad de las tumbas. Aquel cementerio era una pequeña ciudad autosuficiente donde hasta se localizaban tiendas y diferentes servicios en medio de los muertos. Según me explicó Carol, todos los habitantes de aquella necrópolis tenían alguna función: mientras unos trabajaban como enterradores o como albañiles al cuidado de nichos y panteones, otros cobraban unos cuantos pesos por llevar los féretros en los entierros.

Tras pasar una zona llena de floristerías repletas de coronas, nos adentramos, a través de una enorme verja con garita de seguridad, en el cementerio. Los taxis podían acceder al recinto sin problema, así que el coche avanzó.

Me asombró muchísimo aquel lugar. Cientos de familias jugaban a cartas o simplemente charlaban encima de las tumbas, algunas de ellas habilitadas como pequeñas chabolas con carpas de plástico y uralita. En algunos lugares, incluso, las cabañas se levantaban aprovechando los gruesos muros poblados por nichos.

Cuando bajamos del coche, un niño se me aproximó y me entregó algo. Lo dejé caer automáticamente al suelo cuando me di cuenta de que eran restos humanos. A pocos metros, un grupo de chiquillos amontonaba huesos dándoles forma de construcción, como si fueran castillos de arena. Un poco más atrás, unas mujeres cocinaban en fogones de gas mientras nos miraban sonriendo. Las condiciones higiénicas de aquel lugar eran, sin lugar a dudas, más que cuestionables.

—¿Pero no les dicen nada? ¿Cómo les permiten vivir aquí? —pregunté asombrado.

—¿Y qué quieres que hagan? Las autoridades se ven desbordadas por esta situación y no pueden solucionarlo. Con una superpoblación tan desmesurada, el problema de la vivienda no es de fácil solución. Mejor en un cementerio que en medio de la calle.

—Carol, esto es enorme, ¿qué quieres encontrar aquí?

—¿A qué lugar en concreto acudía nuestra amiga? —preguntó en inglés dirigiéndose al taxista.

—No lo sé —contestó él—; siempre la dejaba fuera de la puerta principal; ella no quería que entrara con el taxi. Y tampoco que la esperara después.

—Pues no nos espere tampoco, ya nos apañaremos para volver —le respondió Carol.

—¿Están seguros? —insistió el taxista.

—Sí, lo estamos.

La miré dudando; tampoco me parecía prudente quedarnos a nuestro aire, pero no quise contradecirla. Parecía tener muy claro —me temía que tan sólo lo parecía— qué era lo que teníamos que encontrar.

Recorrimos el lugar durante dos horas y pronto empezó a anochecer. Grupos de personas regresaban hacia la zona donde se encontraba la puerta de acceso, lo que parecía un claro indicador de que iban a cerrar de un momento a otro. La idea de quedarnos solos allí, entre tanto muerto, no me hacía ni pizca de gracia.

Pasamos varias veces por delante de las tumbas de personajes ilustres de la historia de Filipinas, como la familia de los Roxas, cuyo panteón se ubicaba en una especie de plazoleta. Estaba presidido por la tumba de Manuel A. Roxas, primer presidente de la Tercera República de Filipinas independiente y el líder filipino que menos tiempo había ocupado el poder, desde 1946 hasta su muerte repentina, en 1948.

—Quique...

—Dime...

—No, nada, imaginaciones mías.

—Dime, por favor —insistí, convencido de que, a esas alturas, cualquier pensamiento que nos rondara la cabeza no se quedaba tan sólo en una simple suposición imaginaria.

—Creo que nos han seguido hasta aquí...

—¿Quién? ¿Dónde están? —pregunté intentando dominar mi sobresalto.

—Ahora no veo a nadie, pero ya hace rato que me voy fijando, y me ha parecido que dos hombres nos estaban siguiendo.

Con actitud más precavida, seguimos avanzando entre los mausoleos, algunos de ellos, verdaderas obras de arte. Había tumbas de todo tipo: masónicas, chinas, judías, militares.

—Yo me rindo —le dije, plantándome en seco cuando ya habíamos pasado tres veces por el mismo lugar.

—¿Ahora te vas a rendir? Qué cobarde...

Estuve a punto de decirle que no era la más indicada para darme lecciones, que la verdadera cobardía era no entregarse al amor, levantar defensas contra los propios sentimientos y huir cuando se presentaba la oportunidad de enfrentarse al pasado con la ilusión por el presente. Pero no le dije nada de eso. Simplemente callé, como siempre.

Entonces me volví a dar cuenta de que Carol estaba muy quieta, sin pestañear, con la mirada concentrada en algún punto por encima de mí. Ahora parecía que era ella la que estaba presenciando una aparición.

—Dios mío —musitó, atónita.

Me giré lentamente, sin saber qué me encontraría a mis espaldas. Vi tan sólo un panteón enorme, en forma de pirámide. Se alzaba en medio de un parterre de rosales rodeado por una pequeña verja negra que llegaba a la altura de las rodillas. Y cuando me fijé en el nombre de la persona o familia que estaba enterrada dentro, y que estaba grabado sobre el mármol, se agitó de nuevo mi corazón:

LOYOLA CUEVA

(1917-2001)

Nos miramos y tuvimos el mismo pensamiento. Si bien no habíamos encontrado el nombre de aquella mujer en ningún registro ni partida de defunción, ante nosotros se erigía el lugar donde estaba enterrada. De haber existido, llevaba muerta ocho años y había pasado a mejor vida a la edad de ochenta y cuatro. Nos aproximamos a las vallas y abrimos la pequeña puerta que conducía al jardín. En medio, a unos diez metros, se encontraba la enorme pirámide. La luz anaranjada de la puesta de sol provocaba sombras confusas, y cada rincón de aquella tumba parecía esconder una trampa mortal.

Nos dirigimos directamente al enorme portalón de bronce que conducía al interior de la pirámide. Pero estaba herméticamente cerrado. Hicimos fuerza, tocamos todos los trazos de los dibujos de metal, que reproducían el calvario de Jesucristo, tal vez con la esperanza de que se abriera la puerta de forma automática. Pero todo fue en vano.

Rodeamos aquella mole, recorriendo las paredes inclinadas del mausoleo. El cielo estaba cada vez más oscuro y la ausencia de alumbrado empezaba a dificultar nuestra visión.

—Mierda, aquí no hay nada —exclamé, queriéndome convencer de que la relación entre el nombre que investigaba Glenda y el que figuraba en aquel panteón era una simple coincidencia.

Entonces Carol tropezó con algo y cayó al suelo. Escondida entre las rosas se veía claramente una pequeña puerta de madera, parcialmente oculta por hierbajos sin cortar.

Tiré de un agarradero circular de metal negro y me dio otro vuelco el corazón cuando comprobé que se abría. Carol me agarró el brazo y lo apretó con fuerza.

—El famoso sótano —dijo con voz temblorosa.

Llegados a ese punto, teníamos poco que perder. Quedaba todavía la opción de volver a cerrar y regresar a casa. Tal vez aquel portalón conducía a alguna sala donde el cuidador del jardín guardaba sus herramientas y nosotros ya nos estábamos montando una película en la mente. Como dos visionarios. Como dos locos. Al fin y al cabo, pudiera ser que todos los sucesos que habían estado ocurriendo en las últimas semanas nos hubiesen convertido en unos paranoicos y que las cosas no fueran tan rocambolescas como las estábamos imaginando.

Debíamos decidir qué hacer en pocos segundos. No podíamos estar eternamente con aquella puerta semiabierta y mirándonos sin saber qué hacer o decir. La supuesta desaparición de Danilo Alcántara nos reconfortaba inocentemente y nos hacía estar más confiados, pensábamos que no teníamos nada que perder si traspasábamos aquella puerta, tras la cual unas estrechas escaleras de piedra sólida se fundían con la oscuridad absoluta.

Cuando empezamos a descender, los escalones parecían inacabables. Yo iba primero. El tiempo avanzaba a un ritmo extraño y no podíamos ver el reloj para calcular todos los minutos, aunque parecían muchos, que tardábamos en bajar las escalerillas. Tan sólo podíamos ir palpando a tientas ambos lados, húmedos y llenos de moho. De pronto, se escucharon, muy tenues, unas voces que venían de abajo. Frenamos en seco y entonces me di cuenta de que a pocos metros, justo detrás de Carol, alguien también se había parado. Se escuchaba su respiración.

Carol me agarró del hombro y yo toqué su mano. Sabíamos que no podíamos hablar, ella también había notado que teníamos a alguien detrás de nosotros. El corazón se me disparó de nuevo. Tuve miedo de que se pudiera escuchar mi latido.

Entonces sonó un móvil, a menos de un metro de la espalda de Carol. Conocía aquella espantosa canción de discoteca, la había escuchado en más de una ocasión.

Sentí un estruendo y a los pocos segundos noté un golpe muy fuerte en la cabeza. Todo se volvió negro. No recuerdo más.

XVIII

C uando desperté, noté un terrible dolor de cabeza y sentí la sangre reseca en mi cuero cabelludo. Veía borrosamente varias siluetas ante mí, pero aún no podía apreciar con nitidez quiénes eran. Dudé por un instante si estaba teniendo una pesadilla otra vez.

Quise llevarme la mano a la cabeza para comprobar si tenía alguna herida abierta, pero rápidamente me di cuenta de que me encontraba atado, estirado en algún lugar muy duro que atormentaba mi espalda. Fui recuperando la conciencia poco a poco y casi a tientas palpé que lo que me amarraba totalmente eran gruesas correas de cuero. No era una camilla el lugar en el que me habían aprisionado, sino una especie de altar de piedra.

Sin reparar todavía en los rostros de las personas que tenía ante mí, recapitulé e intenté recordar dónde estaba. Me vinieron entonces a la cabeza los últimos minutos antes de haber perdido el conocimiento.

Volví ligeramente la cabeza hacia la derecha y me di cuenta de que, dispuestos paralelamente, había dos altares más. La sala era circular, con una bóveda oscura, iluminada tan sólo por la luz de numerosos cirios y dos patéticas bombillas. Las paredes grises estaban repletas de moho y humedades. El agua de una gotera caía impertinente en un cubo de plástico, rompiendo el incómodo silencio que inundaba la estancia.

En el altar de mi derecha, el del centro, atada igual que yo, estaba Carol todavía inconsciente. Me tranquilicé al percibir su respiración en el perfil de su pecho.

En el altar del otro extremo, más lejos de mí, yacía el cuerpo de un hombre, sin atar. Quedaba demasiado lejos para ver si respiraba, pero adiviné que estaba muerto. Incorporé la cabeza todo lo que la correa de mis hombros me permitió y me pareció volver a estar soñando. Lo reconocí al momento. Aquel cuerpo desnudo y amoratado, lleno de cortes, era el del comisario Danilo Alcántara. Concluí rápidamente que la persona que nos había golpeado en las escaleras no podía haber sido él, sino alguien con su teléfono. Danilo Alcántara, a juzgar por el estado de su cuerpo, llevaba días muerto.

Me esforcé por distinguir las caras de las personas que, quietas, de pie, me observaban. Y pronto pude distinguir aquella silueta, con su pelo cardado. E inundó mis fosas nasales su pestilente aroma, fuerte y desagradable, aunque ella lo llevara creyendo que era un perfume embriagador. Alicia Araneta me miraba fijamente. Una sonrisa cínica y despiadada se dibujaba en su rostro maquillado, más bien pintarrajeado.

Vestía una túnica rojiza y llevaba en el cuello un enorme rosario de madera con crucifijo de oro.

—Buenos días, señor Guzmán —dijo con voz impostada, la misma que ponen los seres más abominables cuando quieren parecer gentiles y compasivos.

—¿Qué quiere de nosotros? —le pregunté, todavía atontado.

—¡¿Qué quieres tú de mí, hijo de puta?! —chilló mientras se aproximaba velozmente hacia mí para golpearme fuertemente en la cara.

A su lado, cuatro hombres robustos, dos de ellos encapuchados y dos a cara descubierta, me vigilaban con miradas frías. Uno de ellos sostenía un revólver.

—¿Estás cómodo, querido? —preguntó, cambiando por completo de registro y volviendo a poner su voz fingida de persona educada.

—No mucho.

—Vaya, pues aquí murió la zorra de tu amiga, la periodista fea. Pobrecita, qué pena. Tan joven, y acabar como acabó.

Volví a temblar de rabia, que era lo único que provocaba en mí aquella mujer. No dije nada, ni tampoco la insulté, que es sin duda lo que hubiera hecho de buena gana. Pero cualquier palabra mía podría haber provocado un nuevo arrebato de violencia y eso era lo último que deseaba en aquel momento. Me aferraba a la esperanza de salir de allí con vida, aunque parecía poco probable.

Araneta se acercó entonces a Carol, que seguía inconsciente. Estudió su cara con detenimiento, a muy pocos centímetros de ella. Sentí una enorme necesidad de protegerla, pero resultaba difícil con aquellas cintas de cuero que me inmovilizaban.

—Dale cuatro golpes, ésta se despertará enseguida —ordenó a uno de los matones.

Cuando uno de los encapuchados ya tenía el brazo alzado para golpearla, Carol tosió y fue abriendo los ojos poco a poco. Intentó incorporarse pero las correas no la dejaron. Miró a ambos lados agitando la cabeza y se quedó perpleja al descubrir el cadáver del comisario Alcántara, postrado en el altar de su derecha. Luego me miró angustiada y volvió a agitarse al ver a Alicia Araneta observándola con su pérfida sonrisa.

—¿Qué quieres de nosotros? ¡No vas a conseguir nada! ¡Tarde o temprano te descubrirán, seas quien seas! —gritó—. No pasará mucho tiempo hasta que averigüen tu verdadera identidad y desenmascaren tus falsos milagros, la policía no es tonta.

—¿De verdad? —contestó ella con cinismo mientras desviaba la mirada hacia el cadáver del comisario.

—¿Cómo te llamas, embustera? ¿Loyola Cueva? ¿Alicia Araneta? Descúbrete, bruja —increpó Carol.

Aquel sucedáneo de Imelda Marcos emitió una risa aguda, desagradable, histérica, totalmente forzada. Los hombres le siguieron la corriente.

Repentinamente, su rostro se tornó serio y frío. Pasaba de un registro a otro con enorme facilidad y de forma compulsiva. Sin lugar a dudas, era una persona psicológicamente alterada, una auténtica psicópata.

—¿Acaso no somos todos esclavos de un personaje? —preguntó mirando fijamente a Carol.

El silencio se apoderó nuevamente de la sala.

—Eres un monstruo —gemí yo.

—Todo lo que hago, llámalo como quieras, lo hago por amor, querido, por amor. Amo mi trabajo, amo a la santísima Virgen, amo a Jesucristo. Adoro la belleza —respondió con una dulzura nauseabunda.

—¿A cuánta gente te has cargado, bruja? —preguntó Carol.

Alicia Araneta miró hacia arriba y emitió un profundo suspiro, como si fuera una profesora a punto de perder la paciencia.

—Yo mato por amor, querida. En nombre del amor y la belleza. ¿Acaso se pueden cuantificar la belleza y el amor?

Escuché sus palabras envenenadas sabiendo que aquella frase no era suya. Recordaba perfectamente un documental que había visto sobre Imelda Marcos en el que ésta respondía exactamente lo mismo cuando era interrogada acerca de los vestidos y cuadros que compró con el dinero de las arcas públicas de Filipinas.

Uno de los encapuchados se acercó a mí. Su cuerpo estaba a la altura de mi cabeza, impidiéndome ver la cara de Carol. Alicia Araneta asintió y chasqueó los dedos. Entonces aquel hombre sacó de su túnica un bisturí y lo aproximó a mi rostro. Cerré fuertemente los ojos y escuché a Carol gritar.

—Empieza por el brazo —ordenó Araneta—, que mueran lentamente y purguen sus pecados. Y que aprendan a no entrometerse en asuntos que no son de su incumbencia.

Noté cómo el sicario hacía un corte transversal que recorría mis venas desde la altura del codo hasta la muñeca. Pensé en mis padres, que ya nunca más me verían con vida, y eso si es que los restos de mi cuerpo descuartizado eran descubiertos alguna vez. Pensé en don Beltrán y en el maldito día en que me pidió que elaborara un informe sobre el tráfico humano en Filipinas. Pensé en Andrea, a la que tal vez mi muerte le remordería en la conciencia por haberme engañado durante meses. Pensé en Álvaro, que compartiría con Andrea la tortura de aquel pensamiento. Pensé en Ricardo, que me lloraría siempre. Pensé en Ana. Y en la abuela Rosa. Y en la tía Leonor.

Y me dejé acariciar por el recuerdo de Glenda, convertido en dulce consuelo.

Pero, por encima de todo, pensé en Carol, en lo que le costaría superar ese momento si salía con vida de allí. Que tuviera que soportar más peso en su espíritu era lo último que deseaba para ella.

El encapuchado giró alrededor del altar y se colocó al otro lado. Reparé entonces en que a mi izquierda había dispuesta una pequeña mesa con más cuchillos y bisturís. Algunos de ellos, manchados de sangre reseca.

—Ojalá te lo hagan algún día a ti, hija de puta —gritó Carol. Aquélla fue la primera y única palabrota que le escuché decir jamás.

Nuevamente, nos envolvió el silencio. No se escuchaban ni las goteras.

—Vaya, vaya, señorita Méndez, qué pronto nos olvidamos de los viejos amigos... —dijo con aparente tranquilidad Alicia Araneta, acercándose a Carol y tendiéndole la mano, como si ella se la tuviera que besar.

Carol abrió los ojos exageradamente y tembló de pánico, como si contemplara, en los dedos de aquella farsante, un arma letal. Como si hubiera visto un fantasma.

XIX

L as llamas hacían estragos en Manila Girl y el humo gris no dejaba ver la salida con claridad. A tientas, con movimientos intuitivos, arrastrándose por el suelo, Gerardo Medina buscó la puerta hacia la calle. Sus bolsillos estaban rebosantes de billetes acumulados durante mucho tiempo. Todos de los grandes.

Antes de topar con el marco de la puerta, esquivando como pudo las partes de la moqueta que ardían, divisó a Mary Jane en el suelo, tosiendo muy fuerte y haciendo desesperados esfuerzos para sobrevivir al violento fuego.

Que se chamusque esta vieja inútil, pensó. Y siguió avanzando hacia la salida, levantándose, una vez traspasada la puerta, y corriendo escaleras abajo. Se tropezó con algún cuerpo muerto, casi carbonizado, pero a él nada le importaba. La vida, sobre todo si se trataba de la de otros, no tenía ningún valor.

De su frente, perlada de sudor, supuraba pecado y de su boca podrida, por no hablar de su alma, emanaba una respiración asmática. Pero consiguió llegar a la calle. Había logrado escapar del incendio con vida.

Miró atentamente las caras del corrillo de curiosos que se hacinaban en la salida, bordeando los cordones de protección que habían dispuesto los bomberos. Pero no vio a ninguna de ellas. Todas sus concubinas habían escapado. Mal negocio. Tampoco le pareció ver a ningún policía. De haberlos, tampoco le reconocieron a él. El campo estaba libre.

Sabía muy bien que el incendio no había sido fortuito y que detrás de aquel accidente se escondía un hombre, el único ser humano al que temía por encima de todo. Ni un cortocircuito, ni un cigarrillo en la moqueta olvidado al descuido. Las llamas habían sido provocadas por el hombre de las gafas de sol.

Con el odio batiéndole el cuerpo, avanzó por la calle hacia la plaza. Desde allí giraría a la derecha y tomaría Roxas Boulevard, mucho más despejado.

Mientras caminaba, esforzándose por parecer sereno y no llamar la atención, pensó en aquel barrio, Malate, donde acababa de perder su principal negocio. A esas alturas, qué más daba.

Aquella zona ya no era lo que había sido en su día, cuando los cuerpos sinuosos de las mujeres más bellas de Filipinas se ofrecían en todo su esplendor. Las mejores prostitutas, que él mismo mercadeaba, se entregaban sin reservas a los clientes de mayor solvencia, satisfaciendo las exigencias más sofisticadas

Con el alcalde Alfredo Lim, empecinado en convertir la zona en un lugar más decente, las casas de alterne estaban despareciendo poco a poco. Fue aquel edil el que ordenó que cerraran sus otros dos pisos, precisamente en los que más chicas producían, día tras día, noche tras noche, cantidades incontables de dinero y fortuna.

Pero al alcalde no le tenía miedo, tan sólo le odiaba. El hombre al que temía era el de las gafas oscuras. Sólo a él.

El resto de la humanidad no le acobardaba. Papá Gerry se sabía más poderoso que nadie, capaz de destrozar vidas enteras, de diseñar las torturas más indecibles, de encontrar todo tipo de víctimas para dar rienda suelta a las oscuras perversiones de sus clientes, de acobardar a cualquiera con una sola mirada.

Pero el hombre de las gafas oscuras era distinto. Él sí imponía, él sí era capaz de arruinarle la vida, aunque Gerardo Medina no lo iba a permitir tan fácilmente.

El proxeneta había nacido cuarenta y cinco años antes en un pequeño pueblo llamado Catibac, cercano a Catarman, en la provincia filipina de Camiguin.

Su madre, que murió cuando él era un niño, era ama de casa y su padre andaba todo el día metido en extraños negocios de compraventa. Gerardo creció con los maltratos de su padre, que, cuando llegaba a casa con unas copas de más, no dudaba en quitarse el cinturón y azotarles repetidamente a él y a su hermano. Desde entonces, Gerardo Medina aprendió a odiar y a acumular rabia contenida. Algún día la desataría y entonces lo temerían como él temía a su padre. El odio sería, para siempre, su fiel aliado.

A los dieciséis años escapó de su casa con el dinero que le robó a su padre y se plantó en la ciudad. La Manila de entonces estaba dominada por los yakuza, así que pensó que la mejor forma de sobrevivir sería unirse a la mafia japonesa con mayor poder. Con ellos aprendió a cortar dedos, a rajar cuellos hasta que la víctima se desangrara, a violar repetidamente a cualquier ser vivo que se le antojara. No le hizo falta aprender a odiar, a no ser compasivo, a reírse de la desgracia de los demás, a tener los pensamientos más malvados y retorcidos. No le fue necesario adquirir esos sentimientos porque ya los llevaba consigo cuando llegó a la ciudad.

Durante esa primera época en Manila, empezó a alternar con amigos como Renato Atong Versoza, Arturo Casimiro, Steve García, Pedro Magalang. Todos perversos y peligrosos. Pero no tanto como él. Y cuando comprendió que hasta sus propios camaradas le temían (porque la especialidad de Gerardo Medina era oler el miedo ajeno), empezó a situarse entre los verdaderamente poderosos, a trapichear con droga y a hacerse, muy pronto, con la mitad de los negocios sucios de la capital filipina. Su triunfal carrera en los suburbios de la legalidad fue tan meteórica que hasta los yakuza, cada vez con menos poder en Manila, se amedrentaron ante aquel monstruo.

La juventud y el buen físico de Gerardo Medina, que empezó a ser conocido como papá Gerry a partir de aquel momento, le permitieron engañar a muchas jóvenes de las zonas chabolistas de la ciudad. Las enamoraba con su labia barriobajera y su astucia traidora y pronto las forzaba a vender sus cuerpos a otros hombres a cambio de una cantidad de dinero, cuyo mayor porcentaje se embolsaba él.

Y así recorrió pueblos y provincias, desde Olilio hasta Palaan, en busca de nuevas víctimas, a las que enredaba prometiendo maravillosos trabajos en la capital. En otros casos, cuando reconocía la avaricia en la mirada de los padres, las compraba por una módica cantidad de pesos. Por suerte para él, no era la única persona mala en el mundo.

Por otro lado, la naturaleza había dotado al joven Gerardo Medina de un físico que resultaba atractivo para ambos sexos, atractivo del cual él se servía a su conveniencia. Tuvo todo tipo de aventuras y desvaríos con hombres y mujeres, a los que usaba y de los que abusaba a placer, utilizando su encanto letal o las más viles amenazas. Nunca le tuvo a nadie nada parecido al cariño verdadero y, por supuesto, no se enamoró jamás. Cualquier sentimiento mínimamente humano no cabía en un destructor de almas como él. Se podría decir que papá Gerry sólo servía a un amo: a sí mismo.

Abrió varios locales de alterne mediante la extorsión y el chantaje, y amenazó y cameló a policías y autoridades desde la vil bajeza del soborno. Así, a través del delito y la mentira, consiguió dominar los bajos fondos de la ciudad en tan sólo un par de años. Gerardo Medina se había convertido, para orgullo suyo y vergüenza de Dios, en el mayor traficante humano de Filipinas. Ese pensamiento, y el hachís fumado en salvajes orgías, provocaban en él un leve esbozo de sonrisa.

En esas fiestas, a Gerardo le gustaba jugar con la ambigüedad: disfrazado de mujer, engañaba y seducía a sus víctimas, a las que, una vez en su poder, sometía a toda clase de torturas sexuales.

Pero ya nada era como antes. Ahora, mientras recorría los callejones de Malate, ahogándose aún con el hollín y aguantando el dolor de las quemaduras en su pierna derecha, su pasado glorioso parecía una realidad muy lejana.

Sin embargo, se había salido con la suya una vez más y había logrado hacer algo que siempre se le dio muy bien: escabullirse y engañar. Si no le encontraban, le darían por muerto, le imaginarían calcinado entre los escombros de Manila Girl. Sabía que nadie se iba a esforzar en identificar los cuerpos hallados en el interior del local, conocía muy bien la forma de trabajar del cuerpo policial y sabía que se fiarían de la declaración de alguna chica escapada que, echando la vista atrás, creería recordar que le había visto tirado en el suelo, quemándose entre gritos. Había simulado estar ardiendo con ese único propósito.

Acudió a una de las zonas de chabolas donde aún le quedaban «amigos», aunque esa palabra queda muy lejos cuando el odio y el temor son los lazos que unen a un grupo de personas. Se escondió en casa de un traficante de drogas e hizo un par de llamadas desde una cabina de teléfono para organizar su huida del país. Durante el incendio había acumulado dinero y oro suficiente como para vivir un año a cuerpo de rey.

Un coche robado le sirvió para salir, peinado, arreglado y luciendo un traje caro, hasta el aeropuerto internacional.

Sus contactos en control de pasaportes le esperaban para dejarle escapar impunemente. Todo estaba bajo control. Su poderosa maldad era capaz de saltar todas las barreras. Le reconfortó saber que todavía tenía poder, a pesar de los últimos años de decadencia. El miedo no tiene fecha de caducidad.

Pasó tranquilo las pocas horas que estuvo en el avión, porque cuando no se tiene conciencia no se pueden tener remordimientos. Y cuando estaba entrando en un estado de somnolencia, la azafata anunció el destino del vuelo: Bangkok. La capital tailandesa sería el trampolín de la nueva vida de Gerardo Medina.

Los oficiales del departamento de inmigración tailandés hicieron la vista gorda a la hora de dejarle pasar sin problema. Las llamadas y contactos habían vuelto a surtir efecto. Otro obstáculo vencido.

Gerardo Medina conocía muy bien Bangkok. Algunos de sus locales en Manila habían sido decorados a imagen y semejanza de los mercados humanos de alrededor de Silom, donde cientos de chicas bailaban al son de la música y se exponían como mercancía. Pero su destino, ahora, no era Silom, sino otro lugar en el que nadie le buscaría.

El taxi se acercó a su punto final, ubicado en la calle Sukummbit. Aquella enorme avenida era una de las principales arterias de la ciudad, junto con las calles Silom y Sathron. Gerardo Medina conocía el edificio al que se dirigía y en el que estaría encerrado durante varios meses, según las previsiones.

La adrenalina recorría su sangre, sus planes estaban saliendo tal y como había planeado y se volvía a sentir una persona con poder.

El taxi paró y papá Gerry contempló aquel edificio alto y robusto que se erigía ante él y que sería su casa en los próximos meses: el hospital Bumrungrad.

Internacionalmente conocido, aquel lugar, fundado en 1980, era el hospital más grande y prestigioso de Asia y era visitado, anualmente, por más de cuatrocientos mil pacientes provenientes de todo el mundo. Con más de quinientas camas y treinta centros dedicados a varias especialidades, cada una de ellas encerraba su secreto.

Dos hombres le esperaban en la puerta y le comunicaron que todo estaba preparado. Tras hacer los trámites pertinentes para el ingreso, le acompañaron a la habitación 49, una de las impresionantes suites con las que contaba el hospital para alojar a los pacientes con muchos recursos.

Los dos anfitriones se turnarían para hacer guardias en la puerta y le traerían cada día todo lo que él les pidiera, empezando por el Manila Times.

Fue ese periódico el que le dio, al tercer día de ingreso, la primera satisfacción. Orgulloso, con el brillo del mal reluciendo en sus ojos, leyó y releyó aquella noticia, que le corroboraba una vez más el éxito del plan:

INCENDIO EN PROSTÍBULO ILEGAL ACABA

CON LA VIDA DE SU PROPIETARIO

El propietario de Manila Girl, ubicado en Malate (Manila), ha sido dado por muerto después de que acabaran las investigaciones relativas al incendio del conocido local, en el que se calcula que han fallecido ocho personas.

Gerardo Medina, conocido como papá Gerry, estaba considerado una de las personas más peligrosas del país. Llevaba a sus espaldas numerosas órdenes de busca y captura por asesinato, tráfico de drogas y apropiación indebida, entre otros delitos. Tenía cuarenta y cinco años. No estaba casado ni tenía hijos reconocidos.

Los portavoces de la Policía han confirmado hoy en rueda de prensa que el fuego empezó con el cigarrillo de un cliente, propagándose al poco tiempo por todo el local.

Descorchó una botella de champán francés y brindó con los dos hombres, que se alegraron del éxito de su jefe.

Pasaron los días y las semanas y se aproximó la fecha de la primera operación. El reloj retaba al tiempo y los minutos se hacían eternos, aunque Gerardo Medina mantenía la calma y la frialdad. En cualquier momento vendrían los camilleros y lo conducirían hasta el quirófano. Allí le esperaría un viejo amigo, reputado doctor del hospital y uno de los clientes «especiales» de Manila Girl.

Como agradecimiento, aquel médico se había ofrecido a prestarle sus servicios quirúrgicos si algún día los necesitaba. Y a eso había acudido papá Gerry a Bangkok.

Antes de bajar al quirófano, los dos hombres le llevaron lo que había pedido: dos lijas de plata. Conocía muy bien las técnicas para eliminar las huellas dactilares, así que decidió empezar el proceso en la misma habitación, con la colaboración de sus dos ayudantes. Abrió las manos lentamente y asintió con la cabeza, indicándoles que ya podían comenzar.

Aquellos hombres empezaron a lijar sus manos sin compasión, mientras papá Gerry mordía con fuerza una toalla para reprimir los gritos. Los dedos y las manos se impregnaron pronto de sangre, pero Gerardo Medina les pidió que siguieran. Había que rematar aquella faena para que saliera a la perfección.

Cuando entraron las enfermeras, una se desmayó y la otra se abalanzó para limpiar el reguero de sangre que ahora caía con fuerza en el suelo impoluto de la suite. Y Gerardo Medina sonrió. Porque, oficialmente, ya no existía. La mitad del plan estaba cumplido.

Pasaron varios meses y con ellos, numerosas operaciones. Hasta que llegó el día de la verdad. El doctor empezó a desenrollar lentamente las vendas de su cara. Cuando el rostro quedó al descubierto, uno de los dos hombres dejó caer el vaso que sostenía y se llevó las manos a la boca para reprimir un grito. El otro se echó hacia atrás.

—Dios mío, ¡es igual! —chilló una enfermera, sosteniendo con dificultad una bandeja llena de gasas.

Gerardo Medina se palpó los pechos. Ahora encontraría el placer sobando su propio cuerpo. Y se levantó de la cama para encararse al futuro.

—¿Preparado? —le preguntó el médico.

Gerardo Medina asintió y los dos hombres le colocaron delante de un espejo de gran tamaño. El traficante humano más peligroso que jamás había conocido Filipinas quedó maravillado con la imagen que se reflejaba ante él. Desde el espejo, llevando la misma bata de hospital que él llevaba y haciendo sus mismos gestos, le observaba Alicia Araneta, su nueva identidad.

Gerardo Medina había resurgido de sus cenizas, dejando entre ellas su nombre verdadero. Un tratamiento hormonal y un pasado inventado harían el resto.

En un golpe maestro, papá Gerry había decidido ir un paso más lejos que otros criminales: no sólo había cambiado su rostro, sino también había optado por un cuerpo de mujer. Se estremecía de placer anticipando las posibilidades criminales que se abrían ante él gracias a su nuevo aspecto. El ambiguo proxeneta había cumplido su sueño de convertirse en una dama de la alta sociedad.

Los dos ayudantes fueron arrancando las fotografías de Imelda Marcos con las que habían forrado las paredes de la suite, metieron los nuevos vestidos y zapatos en las numerosas maletas y dispusieron en una carpeta negra el pasaporte y documentos falsos. Alicia Araneta había recibido el alta y ya podía abandonar el hospital.

Bajaron a la calle y Alicia les pidió dar un paseo por la avenida. Tenía que acostumbrarse a caminar con tacones y sabía, además, que pasear por la vía pública, con aquella nueva identidad, no sería fácil en Manila, donde cada dos por tres la confundirían con la viuda del ex dictador.

Alicia Araneta se sintió invencible, infernalmente poderosa. El plan había salido redondo. No le temía a nada. Ni siquiera al hombre de las gafas oscuras, que, a esas alturas, estaría satisfecho con la muerte de Gerardo Medina en una redada convertida en incendio.

Pero Alicia Araneta se equivocaba. El hombre de las gafas oscuras le había seguido desde el primer momento en que salió de aquel prostíbulo de mala muerte que se reducía a cenizas.

No se había dado cuenta de que se había quedado haciendo guardia en la zona de chabolas, que había seguido la pista del coche robado que utilizó para ir al aeropuerto y había observado, desde una distancia segura, cómo sus contactos corruptos de los aeropuertos le ayudaban en su plan.

Ignoraba que había volado a Bangkok en el mismo avión que él y que ahora le vigilaba, tras meses de espera paciente haciendo guardia en la puerta del Bumrungrad.

No sabía que incluso había alquilado una de las habitaciones del hotel de enfrente, desde donde podía seguir, a través de unos binoculares, cada movimiento de la habitación 49 en el inmenso hospital.

El hombre de las gafas oscuras había preferido darle manga ancha para que escapara del incendio y trazara más planes maquiavélicos. Prefería seguir comprobando hasta dónde era capaz y servir fría la venganza.

Lo único que lamentaba, y con lo que no contaba cuando ideó la redada, era que el incendio causaría la muerte de ocho inocentes. Y, aunque aquel pensamiento le torturara por dentro, tenía la esperanza de que aquellas vidas al menos sirvieran para acabar con el personaje más peligroso del país.

Alicia Araneta lo vio en la acera de enfrente del hospital, mirándola desafiante desde el refugio de sus gafas de sol. Quiso pensar que no la reconocería, que no repararía en que tras un nuevo cuerpo se escondía su alma putrefacta. Pero el hombre de las gafas oscuras podía percibir la maldad en su mirada, aquella mirada llena de odio que ni siete operaciones habían podido ocultar.

Pidió a los dos hombres, nerviosa, que se la llevaran rápido de allí, pero entonces el hombre de las gafas oscuras ya estaba cruzando la avenida y esquivando el tráfico, para aproximarse a ella y agarrarla fuerte del brazo.

Alicia Araneta temía las firmes convicciones de su enemigo, su lucha tenaz contra la corrupción, su dureza con los delincuentes y su constancia para perseguirlos. Amargamente, Araneta se dio cuenta de que sus peores temores se hacían realidad, que aquel hombre la perseguiría hasta el mismísimo infierno si hiciera falta, sin duda ni desmayo.

Gerardo Medina, ahora convertido en Alicia Araneta, había sido capaz de engatusar a los más liantes, alimentar codicias y satisfacer egos a su voluntad. Pero no se veía capaz de vencer el poder de un hombre que tenía la inconmovible fe del converso.

Alicia Araneta se dejó agarrar por el hombre de las gafas oscuras y ordenó a sus dos acompañantes que regresaran tranquilamente a su hotel. Ella podía valerse sola. Sabía cuál era el talón de Aquiles de la gente buena. Y pergeñó rápidamente una trampa, un as en la manga que no podía fallar.

Muy tranquila, le propuso ir a un bar y sentarse en una de sus mesas. El hombre de las gafas oscuras aceptó la invitación, aun sabiendo que las intenciones de aquel esperpéntico retrato andante de Imelda Marcos estarían teñidas de peligro.

Se sentaron en la mesa y Alicia Araneta tembló. Le imponía aquel hombre, le aterraban los valores que tan bien representaba, pero se tenía que esforzar para que no se notara. El hombre se quitó entonces las gafas oscuras y Alicia Araneta aún se sintió más incómoda. El ojo blanco de aquel hombre bueno parecía un lector de almas, un identificador de delito.

Danilo Alcántara había conseguido, en pocos años, cerrar la mayoría de sus prostíbulos, seguirle la pista y ahora, en una ciudad tan alejada de Manila, dar con él. Pero la flamante Alicia Araneta no estaba dispuesta a que torciera sus planes para una nueva vida y tenía las armas necesarias para impedirlo.

Araneta habló, mientras aquel hombre la escuchaba, analizando, atónito, cada recoveco de su nuevo rostro. Y cuando ella terminó de hablar, pasada una hora, el hombre bueno se volvió a colocar las gafas oscuras para disimular, tal vez, su conmoción.

Alicia Araneta se levantó y le deseó una buena vida, sabiendo que nunca más la molestaría. El plan no había fallado. La maldad había ganado la batalla.

Danilo Alcántara amaba a su mujer y a sus hijos, eran el centro de su existencia, por encima incluso de su compromiso para eliminar el tráfico humano y las actividades delictivas que asolaban su ciudad. Por ello, Araneta recitó de memoria los nombres de los colegios a los que iban sus hijos, la peluquería a la que acudía regularmente su mujer, la matrícula de sus coches, la dirección de su casa de verano. Araneta demostró al comisario que conocía todo sobre su vida, que, si quisiera, cualquiera de sus esbirros podría acabar con su mujer y sus hijos en cuanto ella lo ordenara. Sin embargo, no fue eso lo que arredró a Alcántara, un hombre que lo habría dado todo por ver en la cárcel al engendro que tenía delante... todo menos su buen nombre. Y Araneta era la única que sabía que en una época de su vida, Danilo Alcántara había colaborado con la yakuza. Obsesionado con una prostituta de apenas quince años por la que había estado a punto de abandonarlo todo y pasarse al lado del crimen, se salvó in extremis al ver morir a ésta a manos de papá Gerry. Aquel crimen había sido un aldabonazo en su conciencia. Desde aquel momento, Alcántara no sólo dejó su vida equívoca, sino que decidió consagrar todos sus esfuerzos a acabar con papá Gerry, quien para él encarnaba toda la vileza que asolaba los suburbios de Manila.

A Danilo Alcántara no le quedaría más remedio para proteger a los suyos de sí mismo que tener la boca cerrada, dejando al monstruo impune. Conocía demasiado a Gerardo Medina como para ignorar que sería capaz no sólo de matarlos a todos a la mínima traición, sino de obligarles a vivir bajo la sombra de la ignominia de su padre y marido. Tenía la certeza de que papá Gerry conseguiría incluso envenenar cualquier dispositivo de protección de testigos que protegiera a los suyos. Y pensó, entonces, que esperaría. Unos años de espera, observándolo de cerca desde el silencio, lo debilitarían. Entonces, además de haber protegido a su familia, podría apresar a su bestia negra para siempre.

Alicia Araneta salió de la cafetería y se dirigió a su nueva vida. Regresaría a Manila y allí usaría la religión para aprovecharse de más inocentes. Porque se sabía capaz de retar al mismísimo Dios. El único precio de aquella batalla divina era el remordimiento de conciencia y él carecía de conciencia. Se inventaría una vida y sería capaz, incluso, de justificar la ausencia de huellas dactilares en sus dedos.

A su nueva vida tan sólo se llevaba dos cosas de la vida anterior, ambas oscuras y repulsivas: su alma y un anillo con una piedra negra, el mismo con el que aterró a medio Manila. A partir de ese momento, le seguiría dando suerte para continuar encadenando almas y arrastrarlas al infierno.

Danilo Alcántara se quedó sentado en la mesa, pensativo, impotente. Ya no quedaban fórmulas para romper el círculo vicioso de odio y crueldad en el que Alicia Araneta continuaría rodando.

Le quemaba por dentro pero no quedaba más remedio que rendirse ante la maldad, ser su cómplice. Su esposa y sus hijos lo merecían.

Y por eso permaneció callado los años siguientes, y desvió pruebas cuando otros policías, más jóvenes y menos desgastados que él se acercaban a la verdad de Alicia Araneta. Y manipuló a la prensa para que aquella mujer nunca se viera amenazada por la legalidad ni le rondara la cabeza hacer algún daño a la familia Alcántara.

Pero la verdad es reincidente y sabe esperar. Y, muchos años después, dispuesto a servir fría su venganza, le confesaría todo a una periodista insistente que empezó a indagar sobre Alicia Araneta.

Juntos, él y la periodista, movidos por el sentido de la justicia, decidirían perseguir al demonio, fueran cuales fueran las consecuencias.

Ignoraban, sin embargo, que lo pagarían muy caro pocos días después. El diablo fue más sabio que ellos.

XX

H acía muchos años que Carol no había visto de cerca aquel anillo con la piedra negra incrustada. Creía muerto a su dueño; lo había imaginado, muchas veces, ardiendo en su propio infierno de odio, engullido por las llamas hasta consumirse en su propia miseria. Ahora se daba cuenta de que había resucitado y se había apoderado de un cuerpo ajeno. Le sorprendió no haberse dado cuenta antes, no reparar en que los ojos del diablo son siempre los mismos, nunca cambian.

Pero su memoria, a pesar de arrastrar los jirones de mil y una noches de tormento, tal vez más, había olvidado la frialdad de aquella mirada maligna.

Alicia Araneta rio despiadadamente mientras Carol temblaba y lloraba, sin poder retirar la mirada de aquel anillo.

—Acabad con ellos, me aburren —ordenó Araneta a los dos encapuchados.

Los esbirros se aproximaron a la mesilla donde se amontonaban los bártulos que acabarían con nuestras vidas dispuestos a contribuir, una vez más, a la victoria de aquel ser abominable.

Carol viajó con la mente hasta el incendio de Manila Girl, muchos años atrás. Trataba de acordarse de la última vez que creyó verle con vida. Juraría que lo había visto rodeado por las llamas, gritando de dolor. No podía entender cómo se había reencarnado en aquel malévolo remedo de dama de la alta sociedad. Aquello parecía obra del mismísimo demonio.

Uno de los hombres encapuchados se acercó a Carol, mientras el otro se aproximó a mí. Cada uno llevaba en la mano un cuchillo, mucho más grande y afilado que el bisturí con el que me habían cortado el brazo.

La herida me quemaba, como si tuviese latido propio, pero era tanta la rabia que sentía por dentro que me olvidé de aquel dolor. Y cerré nuevamente los ojos a la espera de un daño mucho peor. Deseé que terminaran rápido. No pasó la vida ante mí ni pedí un último deseo. Sólo pensé que quería morir rápido y agradecí, interiormente, las prisas impuestas por aquella villana.

Alicia Araneta no podía reprimir la risa, que ahora ya no era impostada, ni imitaba a la de una dama distinguida, sino que resonaba grave y profunda como la de un hombre. Como la de una bestia capaz de despedazar almas cándidas.

Se oyó entonces un fuerte barullo que venía de la única puerta que daba a esa sala circular, y a la que accedían, muy probablemente, las escaleras por las que habíamos bajado. Tras varios batacazos, la puerta se desplomó y tras ella aparecieron decenas de policías armados, apuntando a Alicia Araneta y a los hombres encapuchados, que inmediatamente tiraron al suelo sus cuchillos. Los otros dos esbirros se tiraron inmediatamente al suelo.

Por un momento creí estar soñando. Aquella visión era, tal vez, la primera imagen que tenía del cielo o el lugar, fuera cual fuera, donde íbamos a parar los muertos cuando dejábamos de respirar. Pero yo seguía vivo, lo que quería decir que aquella escena estaba sucediendo en realidad.

Mientras tres policías esposaban a Alicia Araneta, otros dos nos liberaron de las correas a Carol y a mí. A nuestra derecha, un oficial cubría, con una tela gris, el cuerpo sin vida del comisario Alcántara. Y entonces comprendí que aquel buen hombre nos había estado siguiendo con el único propósito de protegernos y advertirnos del peligro que corríamos, para impedir nuestras muertes. Desgraciadamente, no había podido evitar la suya.

Carol se incorporó y lloró, mirando hacia la bóveda del techo. Al poco tiempo, se me acercó y me abrazó, besando delicadamente las heridas de mi brazo. Nos abrazamos tan, tan fuerte, que pude escuchar un crujido y dejé de escuchar el sonido del trasiego de policías, coches y sirenas que venía desde arriba.

Tras subir los últimos escalones casi nos cegó la luz del primer sol de la mañana. La pesadilla, por fin, había terminado, a pesar de haber resquebrajado nuestras vidas para siempre jamás.

Las autoridades habían sido alertadas por el hermano de Jenny, que había logrado escaparse de la mansión de Forbes Park y acudir directamente a los cuarteles generales de la policía filipina, donde dio detalles de la localización exacta del sótano y advirtió a los agentes del inminente peligro que nos acechaba, pues había escuchado, unos días antes, a Alicia Araneta tramando el plan.

El taxista que nos había llevado al camposanto el día anterior también había decidido dar parte a los agentes de su barrio. No quería que nos sucediera lo mismo que a aquella periodista, risueña y campechana, que había llevado hacía unas semanas al mismo lugar, episodio que había tenido un fatal desenlace.

Pasó una semana y yo seguía ingresado en el hospital de Manila. Los médicos querían que la herida del brazo no se infectara y me recuperara bien. Carol no se apartó de mi lado y me colmó de cuidados. Sus mimos eran sinceros y propios de un alma limpia como la suya. Dolía no poderla amar.

Dos policías hacían guardia en la puerta por si acaso Gerardo Medina o Alicia Araneta —fuera la que fuera la identidad de aquella persona, por llamarla de alguna manera— había dejado a algún esbirro el encargo de que acabara con nosotros. Pero la calma aparente regresó a nuestras vidas y a las de todas las víctimas de aquel individuo.

Carol tendría que superar el shock que le había producido la revelación de la verdadera identidad de Alicia Araneta, la última reencarnación del hombre que había causado su eterna desgracia y la muerte de Tessa. Gracias a los apuntes de Danilo Alcántara, la policía había podido reconstruir lo ocurrido en el Manila Girl. Los encargados de la investigación, unos agentes curtidos en decenas de batallas contra el crimen, apenas podían dar crédito a los singulares detalles de aquella historia. Gerardo Medina-Alicia Araneta se había ganado a pulso un lugar de honor entre los peores psicópatas de la historia.

Al octavo día, cuando ya me tenían que dar el alta de un momento a otro, llamaron a la puerta. Tras ella aparecieron todas las beneficiarias de Hope for Them a las que había conocido. Llevaban un enorme ramo de flores y un regalo para mí. Era una fotografía enmarcada. Conocía bien aquella imagen y recordaba perfectamente el día en que fue tomada. Me la hice con Glenda en el bar de Makati donde solíamos quedar. Desde aquel marco, Glenda me quiñaba el ojo.

El sentimiento que invadía mi estómago durante los últimos días subió hasta apoderarse de mi garganta. Y se me hizo un nudo que dolía, hasta que no me pude contener y lloré abiertamente. No sentí pudor ni vergüenza, aunque me miraran todas.

Lloré por Glenda, por su sentido de la lealtad y la verdad. Lloré por el comisario Danilo Alcántara, que sacrificó su ética profesional por otra causa: la del amor a su familia. Lloré por el hermano de Jenny, que logró escaparse de su tormento con el único afán de protegernos. Lloré por el taxista, que decidió hacer lo posible por socorrer a dos desconocidos. Lloré por todas aquellas chicas que ahora me estaban mirando mientras también lloraban sin parar. Por los tormentos que vivieron y por haber sabido hacerles frente en nombre de la vida. Lloré incluso por Tessa, a la que nunca conocería, pero cuya canción sonaría para siempre en mi corazón. Y lloré por su hermana, Alma, que tenía ahora mismo a un metro de mí convertida en Carol Méndez, una luchadora que, a pesar de serlo, no se veía con suficientes agallas para entregarme su amor.

—Encended el televisor —nos dijo la enfermera.

Estaban ofreciendo en directo los funerales del comisario Alcántara, que fue despedido casi con honores de Estado, en el Cementerio del Norte. Unos días antes, en el funeral por Cory Aquino, las calles se habían abarrotado de gente lanzando flores y expresando su luto. Ahora, se repetía el mismo ceremonial que conmemoraba el nacimiento de un nuevo héroe nacional. Y es que realmente eso es lo que fue el comisario Alcántara. Permitió durante una época que el mal avanzara, es cierto. Pero lo hizo por defender a los suyos... hasta de sí mismo y sus errores de juventud.

Sus restos mortales descansarían, para siempre, en un lugar privilegiado del camposanto, a pocos metros, pura casualidad, del mismo lugar donde murió. Su esposa e hijos presidieron el cortejo fúnebre, tristes por la muerte de un padre pero satisfechos por saber que el amor que les mostró siempre fue verdadero.

Gerardo Medina, cuya identidad durante los últimos años había sido la de Alicia Araneta, fue encarcelado en la Manila City Jail, la cárcel de la capital filipina, donde sigue cumpliendo condena a día de hoy. La muerte de Glenda, y de tantos otros periodistas y víctimas del tráfico humano y de su extorsión, por fin había sido vindicada.

La iglesia de los Milagros, en Malate, fue derribada al cabo de poco y hoy en día ese terreno está ocupado por una cafetería de una conocida cadena americana. La imagen de la Virgen estaba trucada con pequeños orificios de los que emanaba la sangre humana que la propia Alicia Araneta se extraía. Nunca hubo ningún sótano en los cimientos de aquella capilla.

La Municipalidad de Manila vendió el oro que revestía todas sus paredes, así como las valiosas reliquias que poblaban sus altares, repartiendo una parte de lo obtenido con su venta entre varias organizaciones dedicadas a la lucha contra el tráfico humano (entre ellas, Hope for Them). La otra parte sirvió para construir, en el mismo lugar donde estaba enclavado el sótano en el cementerio, un mausoleo en honor de todas las víctimas del tráfico humano.

Loyola Cueva nunca existió. Aquel nombre, así como las fechas de nacimiento y defunción que se grabaron en el panteón del Cementerio del Norte, habían sido otra de las invenciones de aquella farsante.

El nombre y el trabajo impecable de mi amiga Glenda no pasarían nunca más desapercibidos, tal y como confirmaba la noticia que leí el mismo día en que salí del hospital:

ABIERTA LA PRIMERA CONVOCATORIA

DEL PREMIO DE PERIODISMO GLENDA DALUS

La organización Hope for Them ha presentado las bases de la primera convocatoria del Premio de Periodismo Glenda Dalus, que premiará anualmente a reporteros que hayan destacado en la lucha contra el tráfico humano y la defensa de los Derechos Humanos.

La periodista Glenda Dalus, cuyo nombre lleva el galardón, falleció hace un mes a manos de una de las mafias más peligrosas que han existido en toda la historia de Filipinas y que utilizaba el nombre de Congregación de la Virgen de los Milagros. Este grupo organizado ha sido desmantelado esta misma semana.

Según Carol Méndez, fundadora y directora de Hope for Them y amiga de la malograda periodista, este premio es «un incentivo para todas aquellas personas que centren sus esfuerzos profesionales en la lucha por la verdad y la defensa de las libertades humanas», añadiendo que «éste es el mejor homenaje que podemos hacerle a nuestra amiga, además de tenerla siempre presente todos los días de nuestras vidas».

El premio estará dotado con 100.000 pesos y será sufragado por la familia del comisario Danilo Alcántara, que formará parte del jurado.

Agradecí que mi nombre no saliera en ninguno de los numerosos artículos que poblaron los periódicos durante los días siguientes a la detención de Araneta. Pedí fervientemente a la policía y a los colegas de Glenda que evitaran la publicación de ningún dato mío. No quería que mi familia conociera jamás lo ocurrido en Manila para evitarles sufrimientos innecesarios. Todos respetaron mi petición, especialmente Carol, a la que me ligaban ahora varios secretos de los que no se desvelan jamás y unen para siempre.

Envié un email a España hablándoles a todos de una caída tonta de una moto alquilada en la isla de Boracay. Así justificaría las cicatrices del brazo y mi ausencia laboral durante las últimas semanas.

Faltaba un día para regresar a España y a la creciente nostalgia que ya se asomaba se sumaba la enorme tristeza por separarme de Carol.

Me acompañó al aeropuerto. Mientras observábamos la ciudad en silencio desde el taxi veloz, sentí, literalmente, el corazón roto. Entendí entonces por qué se utiliza esa expresión.

Cuando llegó el momento de despedirnos a la entrada del aeropuerto, me costó tragar saliva. Nos abrazamos muy fuerte, casi hasta rompernos, y permanecimos así mucho rato. Y volví a escuchar un crujido.

—Carol, ¿estás segura de que no quieres arriesgarte? Dejaría el bufete y vendría a vivir a Manila, seguro que encontraría algún trabajo. Por favor, te lo suplico.

—Lo hemos hablado mucho estos días, Quique, ya sabes que no. Tengo miedo y el miedo no me permite ser yo misma. Tú mereces mucho más.

—No digas tonterías. Eres lo máximo que puedo merecer.

—¿Una minusválida emocional?

—¡No digas eso ni en broma! ¿Me oyes?

—Es verdad, Quique, es lo que soy. Éstas son mis cicatrices. Y no curarán nunca.

—Carol, por favor...

—Quique, daría todo cuanto tengo para ser todo cuanto soy, o mejor dicho, todo cuanto fui algún día. La niña alegre, confiada, dispuesta a entregarse. Pero esa niña se fue hace mucho tiempo, no existe. No sé amar, no puedo amar. El amor no está hecho para mí. Ese sentimiento y yo somos incompatibles.

—Mírame y dime que no me amas.

—No lo haré, porque mentiría...

—¿Entonces?

—No es eso, Quique, ya lo sabes.

—¿Qué debo hacer para que me creas, para demostrarte que no te haré daño nunca, que te querré siempre?

—Nada, no puedes hacer nada.

—Te amaré siempre...

—No digas cosas que luego no son verdad. El amor tiene fecha de caducidad. Como una canción que pasa de moda. Mi recuerdo en tu memoria se perderá algún día entre mil más.

—No es cierto.

—Lo es.

—Hay amores que duran siempre, Carol. El que yo siento por ti no terminará nunca. Algún día te demostraré que es verdad lo que te digo.

Hay certezas que no se disipan nunca. Estuve convencido en ese momento y lo sigo estando ahora. Si el amor fuera algo pasajero o irreal, simplemente no existiría. Pero no fui capaz de hacérselo entender. Ésa fue mi derrota.

No hay nada peor que compadecerse de uno mismo. Lo sé muy bien. Porque en el momento de mi partida, cuando el avión despegaba del suelo de Manila, dejando para siempre las vivencias más intensas de mi vida y la posibilidad de entregarme al amor verdadero, sentí lástima de mí mismo. Desde entonces, a decir verdad, la he sentido siempre.

EPÍLOGO

Madrid, 2 de julio de 2011

H an transcurrido muchos meses desde aquel día en que la vi por última vez, mientras se despedía de mí, en el aeropuerto de Manila. No he querido contar el tiempo que ha pasado, porque las cosas importantes no llevan cifras y sobreviven a cualquier fecha.

Prometí demostrarle que hay amores que pueden durar lo que dura una vida. Pero ella no me creyó. Pasé el vuelo de regreso inmerso en las vivencias que habían tenido lugar en la capital filipina, apretando con fuerza el recuerdo para retenerlo por siempre jamás y guardarlo eternamente en mis equipajes del alma. En Madrid me esperaba el resto de mi vida, aunque pensé que no la sentiría mía nunca más.

Muchos días —y muchas noches— he anhelado volver a acariciar el suave rostro de Carol y besar su estilizado cuello. A menudo he recurrido a mi memoria, fiel aliada, para mirarla de nuevo a los ojos y abrazarla hasta terminar en un crujido, como aquella última vez. Y así lo hago cada vez que abro mis maletas del recuerdo y regreso a Manila cerrando los ojos. Hay personas y vivencias que sólo podemos recuperar cuando hacemos esto.

Las personas que poblaron aquellos días vivirán eternamente en mis equipajes del alma y preservarán el sabor agridulce de sus ilusiones y desventuras, tiñendo los días de un color anaranjado, como el cielo del atardecer sobre la bahía de Manila.

Las semanas siguientes a mi regreso avanzaron lentamente, pesando como una losa. Mitigué el tiempo maquillando el corazón con amores pasajeros —amores por decir algo— y tapé las heridas sangrantes con tiritas de albedrío. Pero los parches terminan cayendo y las llagas que se resguardaban vuelven a sangrar en un reguero constante.

Tal vez Carol tenga razón. Quizás los amores no pueden durar eternamente. Sólo el tiempo me dirá si estaba en lo cierto. Creo que seré incapaz de entregarme al amor con la misma intensidad con la que me entregué a ella, aunque nuestros recuerdos comunes se redujeran a un beso y a una conversación sincera. Hay personas a las que se ama incluso después de haber muerto. Y Carol es una de ellas. Estoy convencido.

Durante las primeras semanas le envié muchos correos, rogándole que me permitiera amarla y entregarle todo el amor y cuidado que le había sido arrebatado durante tanto tiempo. Incluso estuve a punto de volar de nuevo a Manila y retenerla a mi lado a fuerza de mimos. Pero no quiero contrariar su voluntad ni adueñarme de su dolor, pues sólo le pertenece a ella.

Desde ese día me he conformado con seguir sus hazañas a través de Internet e intercambiar con ella correos estrictamente profesionales. Así he podido saber que su organización ha logrado en poco tiempo ser muy reconocida en Asia por su labor respecto al tráfico humano. Que ha ganado numerosos premios y su tarea ha sido premiada a nivel internacional. Que está estudiando Derecho y que ha sabido convertir el Premio de Periodismo Glenda Dalus en uno de los galardones más prestigiosos del país. Que nombra a su amiga en cada entrevista y que le ha rendido homenaje hasta el día de hoy.

Cuando leo sus entrevistas, la imagino pensándome, llevándome en sus equipajes del alma, cobijándome secretamente en el cojín de sus recuerdos, mezclados con la arena de la playa de Cuyo y con el eco de su canción eterna.

Me parece leer siempre entre líneas que sigue sin poder entregarse a una pareja. Tal vez, efectivamente, nunca fue capaz de amar. Y lo cierto es que yo, después de amarla, no sé si podré volver a hacerlo.

Tanteé otro trabajo, en un bufete idéntico a Buvé y Asociados, por si mi vida profesional lograba ocupar todas mis pasiones en la vida, segando, por fin, los recuerdos y el amor callado. Pero resultó imposible. Ni la vida puede ser nunca unidireccional ni las pasiones encerradas en un saco como si estuvieran muertas.

La sensación de estar siempre de paso en esta vida fugaz me acompañaba todos los días y el tiempo dormido pasaba sin pasar, llevándome a su antojo como el viento otoñal que arrastra a la deriva una hoja seca.

Hasta que un buen día, hace pocos meses, decidí darle sentido a mis vivencias en la capital filipina. Las cosas que marcan el alma deben ir más allá. Empecé así a destinar mi tiempo en mejorar la vida de tantas personas que, como Alma y Tessa, perdieron el alma cuando alguien les robó el cuerpo.

Y creé la Asociación Tessa, una organización dedicada a apoyar, a través de donaciones y asesoramiento legal, organizaciones que, como Hope for Them, luchan diariamente para evitar que nuevas víctimas caigan en la lacra del tráfico humano y dispongan de mejores perspectivas en el horizonte de sus vidas.

La tía Leonor me cedió una zona de su casa en Puerta de Hierro que he habilitado como oficina. No está céntrica, pero, en época de crisis económica, ahorrarme un alquiler me viene de lujo. Varias amistades de la abuela Rosa y de mis padres me han ayudado con las primeras cuotas de socios y así, poco a poco, he podido ir avanzando en esta nueva lucha.

Una de las organizaciones a las que apoyamos desde la Asociación Tessa es, lógicamente, Hope for Them. Nunca quise dar explicaciones de por qué elegí este nombre para la organización. Ese secreto será lo que nos siga uniendo, eternamente, a Carol y a mí. Porque aunque dos personas se separen, hay lazos que el tiempo no puede desatar.

Sé que mi modesta aportación no le devolverá a Carol las amapolas ni los caminos de Cuyo, ni las orugas encadenadas y las noches estrelladas, ni la brisa del mar y la arena dorada de la playa. Pero sí evitará que otras chicas vivan lo que a ellas, tristemente, les tocó vivir.

A veces, cuando reabro los equipajes del recuerdo, me embarga la esperanza de que, tal vez, algún día pueda regresar a Manila y amarla para siempre. Mientras, me conformaré con cobijarla permanentemente en mi memoria. Hasta los viajes difíciles se hacen más soportables cuando se lleva en la maleta el contenido adecuado.

Quién sabe si algún día las heridas de Carol cicatrizarán. Me he prometido a mí mismo estar preparado para volar a su lado y emprender con ella una nueva vida. Me he propuesto no acobardarme nunca ante el amor, entregarme a él deliberadamente, porque todo lo que traiga, aunque a veces conlleve lágrimas, merecerá la pena. Lo sé. Ojalá algún día Carol venza sus miedos y desabroche su corazón. Mientras tanto, las tardes de los domingos me seguirán pareciendo tristes.

A pesar de ello, no voy a dejar que el sol se muera en cada atardecer y que con él se apaguen los recuerdos y las esperanzas. Por eso me regalo, en este equipaje de palabras, el testimonio de mis vivencias en Manila. No quiero olvidarlas jamás. Y si algún día la rutina diaria y el ajetreo me esclavizan en la cárcel del olvido, me entregaré de nuevo a estas palabras, ahora impresas en papel. Y recordaré. Volaré de nuevo a Manila y reiré con Glenda, pasearé de la mano con Carol y hablaremos de Tessa con el consuelo agridulce de la aceptación y las heridas curadas.

Este escrito impedirá que sus voces se arrastren hacia el silencio del olvido. Es la única esperanza que tengo de que nunca mueran. Acordarme de ellas también me ayudará a recordar quién soy.

Porque yo soy ellas. Y ellas son yo. Los atardeceres de Manila que vieron sus ojos estarán siempre reflejados en los míos. Y su vieja canción sonará siempre dentro de mí, acariciándome el alma en los posibles momentos de desventura que me depare la vida.

Cuando abra mis maletas, me acordaré de ellas y del amor que les entregué. Siempre formarán parte de mi equipaje. Sólo así, permaneciendo intactas en la memoria, podrán vivir eternamente. Como la brisa del mar. Como los poemas del viento. Como ese conjunto de voces que susurran cosas a través de la brisa, hablando, unas veces de amor y otras de desesperanza.

Ojalá los días pasados nunca hubieran cambiado.

Y fuera todo como cuando era un bebé en los brazos de mi madre.

Me gustaría repetir la canción amorosa de mi madre.

Aquella canción de amor mientras yo estaba en la cuna.

Y en mis sueños, que son sueños profundos,

me vigila un astro y me guía una estrella,

y en compañía de mi madre, la vida es cielo.

Mi corazón compungido sigue esperando el balanceo de la cuna.

Ojalá los días pasados nunca se hubieran transformado.

Y fuera todo como cuando era un bebé en los brazos de mi madre.

Me gustaría escuchar de nuevo la canción amorosa de mi madre.

Aquella canción de amor mientras yo estaba en la cuna.

Sa Ugoy ng Duyan, canción de cuna tradicional filipina.

AGRADECIMIENTOS

A Ana Rosa Semprún, directora general de Espasa, por proponerme escribir esta novela. A Miryam Galaz, mi editora, por alentarme en cada momento. Sin sus ánimos continuos me habría quedado a la mitad. A Belén Bermejo, por sus buenas sugerencias.

A Anna Lee Fos, de la Trade Union Congress of the Philippines; a Cedric Bagtas, de la National Wages and Productivity Comission; a Dolores Alforte, de ECPAT Filipinas; a Ronald Romeo, de Visayan Forum. A todos ellos, gracias por su detallada información y su valioso tiempo.

A Glenn Manlapaz, de Perla Mansion, por la logística de mi estancia en Manila. A Berta Baulenas, por sus palabras de ánimo, siempre oportunas y alentadoras. A Jordi Nadal, por haber dado a mi vida el curso que me llevó hasta aquí. A Larry Dalus, por su impagable ayuda en Manila (¡papoy!). Al personal del Consulado de España en Manila, especialmente a su canciller, Manuel Alamar, por sus eficientes gestiones con mi pasaporte perdido. A Ronald Lastimado, de Seair, por recuperarlo. A Sandra, por sus pacientes gestiones.

A Maruja Torres, por su asesoramiento. A Pitita Ridruejo, por compartir sus conocimientos. A Pilar Cánovas, por su impagable mediación. A Hemant Nandrajog, por su apoyo incondicional. A Carolina Barrantes, por dejarme incluir en la novela algo que escribí para ella. A todas las personas —amigos, colegas y compañeros de trabajo— que me animaron a dar este paso. A los alumnos y tutores de ESEP, por su asesoramiento espontáneo con las portadas. A Fernando Velázquez, por componer la prodigiosa banda sonora de El orfanato. A Óscar Capella, bastante famoso pero un gran desconocido.

A Jenny, July, Estrella, Stephanie... por abrirme las puertas de sus almas, llevarme de la mano hasta sus recuerdos y transmitirme su valentía ejemplar.

Al lector, por coger este libro en sus manos.

A la vida, por haber puesto en mi camino esta aventura editorial.

A quien me haya olvidado de incorporar en esta lista, por saberlo perdonar.

NOTA DEL AUTOR

A unque las historias narradas en esta novela son pura ficción e incluyen numerosas licencias literarias, el tráfico humano continúa siendo una triste realidad a día de hoy y se cobra un sinfín de vidas.

Todas las cifras que aparecen en el contenido de la novela son reales y basadas en documentación verificada y contrastada mediante entrevistas con víctimas, miembros de organizaciones y responsables de estamentos relacionados con este asunto que realicé durante varios meses de trabajo, uno de ellos en Filipinas.

El tráfico humano, en sus distintas variables, vulnera descaradamente los derechos humanos más innegables a toda persona y, por lo tanto, no podemos darle la espalda. Ocurre mucho más cerca de lo que creemos.

La reforma de leyes y sistemas a nivel internacional es indispensable para evitar la proliferación del tráfico humano, pero la vigilancia y denuncia por parte de los ciudadanos de a pie son premisas básicas para detenerlo.

En las siguientes páginas, el lector encontrará variada información relacionada con el tráfico humano que he querido incluir, así como un listado con algunas de las organizaciones que, desde Filipinas y otros lugares del mundo, trabajan para combatir esta lacra.

Bombay (India), abril de 2011

TRÁFICO HUMANO EN FILIPINAS

E l protagonista de esta novela, Enrique Guzmán, viaja a Manila con el propósito profesional de hacer un informe acerca de posibles mejoras para la Ley contra el Tráfico Humano en Filipinas. Si bien es cierto que los hechos posteriores responden a la más absoluta ficción, sí es cierto que numerosas organizaciones especializadas en tráfico y en derechos humanos luchan por solucionar los vacíos legales existentes en la lucha contra esta lacra.

Filipinas creó, en el año 2003, la Ley contra el Tráfico Humano (RA 9208) con el objetivo de «institucionalizar normativas que contribuyan a la eliminación del tráfico de personas, especialmente de mujeres y niños, estableciendo los mecanismos necesarios para la protección y apoyo a sus víctimas, proporcionando penas a quienes violen sus derechos». Sin embargo, desde que la ley está en vigor, sólo en quince casos los traficantes han sido condenados (a fecha de enero de 2010). Esta cifra representa un porcentaje muy pequeño respecto a los casos que se han denunciado y aún más pequeño respecto a los numerosos casos de tráfico humano que ocurren diariamente en el país. De hecho, esta cifra fue presentada en 2009 por el Departamento de Estado de Estados Unidos como el indicador más evidente de que la lucha contra el tráfico humano en Filipinas es fallida.

Los principales motivos del fracaso de esta ley se atribuyen a tres aspectos clave:

1) Retraso en los procesos judiciales. A pesar de las provisiones legales, la mayoría de casos de tráfico humano tardan una media de dos años en resolverse. La saturación del sistema judicial filipino ocasiona que, a menudo, estos casos los lleven jueces con poca especialización en la materia y poco conocimiento específico acerca del tráfico humano, debilitando el proceso.

2) Poca predisposición de las víctimas. Una vez pasada su situación de explotación, son muchas las víctimas que quieren olvidar rápidamente y no avivar los recuerdos. Por ello, son las primeras que no desean seguir tenazmente la lucha contra sus traficantes, lo que deriva en la impunidad de éstos.

3) Ofertas económicas por parte de los traficantes. Muchas veces, los traficantes ofrecen importantes cantidades económicas a sus víctimas antes de ir a juicio. Eso comporta que las denuncias se retiren y éstos sigan traficando impunemente.

Algunas de las recomendaciones por parte de organizaciones especializadas en la lucha contra el tráfico humano en Filipinas contemplan una mejora de la ley, una mayor especialización por parte de los agentes implicados en el proceso judicial y un mayor control de la corrupción.

¿QUÉ PUEDES HACER TÚ?

• Ser un ciudadano informado, tomar la iniciativa y estar al día de las leyes y novedades relacionadas con la lucha contra el tráfico humano. La red está llena de información útil y continuamente actualizada.

• Crear sensibilización pública; hablar con tus conocidos, compañeros de trabajo, familiares sobre la importancia de denunciar casos que puedan tratarse de tráfico humano.

• Denunciar. Hasta cuando viajamos, hemos de tener presente que cualquier detalle que nos parezca irregular y sospechoso de tratarse de tráfico humano debe ser denunciado. Decir que la policía de ciertos países es corrupta no es una excusa.

• Apoyar organizaciones que trabajen en la lucha contra el tráfico humano:

United Nations Office on Drugs and Crime

Regional Centre for East Asia and the Pacific

UN Secretariat Building

Rajdamnern Nok Avenue, Bangkok 10200

Tailandia

Tel. +66 2 288 2549

www.unodc.org/eastasiaandpacific/

ECPAT Philippines

143 Anonas Extension

Sikatuna Village, Diliman 1101

Quezon City — Manila (Filipinas)

Tel. (632) 4415108 / 9208151

www.ecpat.net

www.childprotection.org.ph

ecaptphil@gmail.com

Visayan Forum

Manila, Filipinas

Tel. (632) 709 0573 / 709 0711

www.visayanforum.org

help@visayanforum.org

TUCP / Solidarity Center / USAID

Anti Trafficking Project

2F, TUCP Building Masaya and Maharlika Streets

Diliman, Quezon City, Metro Manila 1101

Tel. (632) 433 9440

www.trafficking.org.ph

secretariat@traficking.org.ph

Comission on Filipinos Overseas

Citigold Centre, 1345 Quirino Avenue Corner

South Superhighway, Manila 1007

Tel. (632) 561 8321

www.cfo.gov.ph

cfodfa@info.com.ph

La canción de la concubina

Jaume Sanllorente

© del diseño y la imagen de la portada, más!gráfica, 2011

© Jaume Sanllorente, 2011

© Espasa Libros, S. L. U., 2011

Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

www.planetadelibros.com

Espasa, en su deseo de mejorar sus publicaciones, agradecerá cualquier sugerencia que los lectores hagan al departamento editorial por correo electrónico:

sugerencias@espasa.es

Primera edición en libro electrónico (epub): junio de 2011

ISBN: 978-84-670-3762-3 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S.L.L. www.newcomlab.com