PRÓLOGO

Madrid, 7 de marzo de 2011

Hay equipajes que son diferentes a un equipaje normal. Se trata de maletas que no se pierden en aeropuertos, ni se estropean, ni se desgastan con el tiempo, ni siquiera se olvidan en el apeadero de alguna estación remota.

Son bagajes que se llevan tatuados para siempre en el alma, compuestos por momentos transcurridos y sensaciones vividas, confeccionados con bolsas desgastadas por los vaivenes de la emoción y destinados a vivir —vivir, sí, porque nunca mueren— repletos de gracias y desgracias que nos unieron un buen día a los demás.

Valijas que hablan de risas, de lágrimas, de abrazos, de confidencias, de miradas cómplices, de ideas compartidas, de intercambios enriquecedores... Equipajes de ida y vuelta, de dar y recibir, de aceptar bonitos recuerdos como regalos eternos para entregarlos de nuevo a sabiendas de que permanecerán, para siempre, en el preciado baúl de los recuerdos, ese mismo que Dios nos regaló en forma de memoria.

Brindan cargas que no pesan en kilos, sino en lecciones; incluso aquellas que los humanos nos negamos a aprender, a pesar de reincidir en los errores.

Estos equipajes acarrean todo tipo de recuerdos. Los hay nebulosos, porque permanecen rodeados siempre por un misterioso velo de embriaguez (quizás si desveláramos su nitidez llegaríamos a pensamientos de los que nos escabullimos). Otros, en cambio, despiertan del coma cuando, por azar, nos reencontramos con cartas añejas o retratos que creíamos perdidos entre montones de papel. La memoria los recupera lentamente y van entrando, sigilosos, en ese jardín de melancolía por el que paseamos cuando pretendemos recordar.

También hay recuerdos que nos esforzamos en sepultar, pero, a pesar de que los enterramos con la arena de otros tiempos mejores, continúan hostiles y desafiantes, aflorando en la superficie de la memoria, una vez tras otra, como un baúl que sigue flotando a pesar de las cadenas que ponemos en torno a él.

Y aunque el tiempo avanza, y con él nos disfrazamos a veces de un personaje ficticio, los baúles que componen los equipajes del alma albergan nuestra verdadera identidad. Contienen la esencia de lo que realmente somos o hemos sido, como las capas de un árbol que se refugian eternamente tras la corteza. Y nos ayudan a no perder nunca el norte, a recordar nuestra verdad: porque quien olvida de dónde viene termina olvidando hacia dónde va.

Hoy, con la perspectiva de ese tiempo que camufla amarguras en el subconsciente y dulcifica los recuerdos, creo que voy lleno de esos equipajes. Y espero que también yo haya colmado de alguna cosa con valor los bagajes de las mujeres a las que conocí, hace ya algunos años, en un lugar de Asia de cuyo nombre —Manila— sí quiero acordarme.

Quiero contar todo acerca de ellas para que algún día pueda releer esto y pueda responderme a las preguntas que, muy probablemente, me pellizquen impacientes durante largas noches de insomnio.

Buscaré en la oscuridad de la habitación la respuesta a mis dudas. Y abriré los ojos, exageradamente, tratando de ver la luz en lo opaco. Intentaré escuchar, con atención, algún sonido revelador más allá del silencio. Pero sólo veré una inmensidad oscura y únicamente percibiré el latido agitado de mi corazón inquieto.

Será entonces cuando podré abrir estas páginas y hallar en ellas todas las respuestas, desgranadas suavemente. Serenas por el efecto apaciguador de los días que han ido pasando. Verdaderas por el escudo invisible con el que se arman aquellos que, como yo hago ahora, escriben sin sentirse observados por los ojos de su lector.

Comprenderé en ese momento mi verdad y, con alivio, la reconoceré entre las líneas que voy cincelando con el bolígrafo en este papel desnudo. Estas palabras serán, para siempre, parte de mi equipaje.

Podré abrir las maletas del alma y volar con la mente hasta las calles de Manila, evocando momentos, miradas y lugares que nunca quise entregar al olvido.

Y allí están esperándome, hermosas, radiantes, jóvenes (la ventaja del recuerdo es que los seres a los que evocamos no envejecen jamás). En mis maletas del alma las observo inalteradas y serenas, rodeadas por ese perfume agridulce que desprenden los buenos recuerdos. Cuando las imagino, me miran mientras cargan mochilas en las que anidan sentimientos que no caducan, sensaciones que nunca zarparán ni se perderán en el mar de la amnesia.

Se confunden, coquetas y cómplices, con telas de seda. Se muestran a contraluz, dibujando siluetas desnudas que danzan como sólo ellas danzaban. Se contorsionan elegantemente tras los reflejos borrosos en copas manchadas de carmín rojo.

Rojo, ése era el tono de sus labios carnosos, inocentes y culpables a la vez. Rojo, como aquellos vestidos con los que revelaban un contorno perfecto. Rojo, el único pigmento capaz de combinar lujuria y tormento. Rojo pasión y rojo sangre. Aquél era su color.

Y cuando abro los baúles que se amontonan en mi memoria —unas veces constantes, otras de forma fugaz—, ellas me ayudan a acordarme intensamente de aquellos meses en los que empecé a existir de otra manera, a sentir de otra manera, a asimilar la vida y respirarla, a abrir las compuertas de nuevos caminos. En definitiva, a ser la persona que ahora soy. Todo, gracias a ellas.

Quiero que su esencia perdure para siempre en estas páginas, por si algún día esto se esfuma por culpa del tiempo, por las ráfagas traicioneras que el paso de los años puede llevar consigo. Qué cínico el tiempo, que a menudo erosiona la memoria en aquellos que querrían recordar y la conserva —cruel destino— en aquellos que venderían el alma a cambio del olvido.

Tampoco habrá en estos papeles el efecto engañoso de la distancia. Qué pérfida y desleal la distancia, que confunde los sentimientos y mitiga los amores (o los hace tan extremos y tan pasionales que acaban no siendo verdad). La distancia, maldita distancia, que apacigua rencores y distorsiona mensajes como una vulgar borrachera.

Ahora, con el tiempo y la distancia como aliados forzosos —porque aquí los condeno a permanecer presos eternamente—, puedo abrir mis maletas del recuerdo cuando me apetece. Y busco en el neceser para reencontrar esas risas, tristes y huecas, en el barrio de Malate o en la calle de P. Burgos. O escarbo a ciegas en los compartimentos de la bolsa de mano, recuperando anhelos prohibidos y secretos deseos que me unieron para siempre a ellas en las peores calles de aquella ciudad.

Fueron momentos duros y difíciles. Pero las peores tragedias pueden ser, con el tiempo, verdaderas bendiciones. Aunque nos demos cuenta muchos años después.

Entonces, cuando todo era infortunio, ellas —ellas, que sufrían más que yo; ellas, que lloraban más que yo; ellas, que se estaban muriendo más rápido que yo— me regalaron baúles enteros de ilusiones y dulzura, de dedicación y cuidado. Por eso, hoy, gracias a ellas, mi equipaje pesa más. Mucho más. Y de cosas buenas.

Para recordarlas en mis maletas y baúles ni siquiera tengo que escuchar —como tantas veces escucho— aquellas viejas melodías. Ni tampoco me hace falta mirar las cicatrices que nunca desaparecerán de mis brazos. Ni las del alma, que aunque no son perceptibles, son más profundas que las del brazo.

Las imágenes de aquellos días estarán para siempre impresas en las etiquetas de tantos momentos facturados en el aeropuerto de la amistad y desfilarán como desfilan las maletas en su reencuentro con los pasajeros: esbeltas, majestuosas, esperando el momento para ser recuperadas.

Espero que en sus bolsas y paquetes también viaje algo de mí, aunque posiblemente no lo sabré nunca. Estaría más que orgulloso de poder decir que tatué de bonitos recuerdos unos corazones tan valiosos como los suyos.

Pasarán los días. Y los meses. Y, año tras año, el viento otoñal arrastrará las hojas secas. El astro Sol abandonará nuestras monótonas vidas, dando paso a una nueva estación. Y, tras muchos inviernos, cuando la vida esté en cuarto creciente y el alma en dolor menguante, tal vez me reencuentre con ellas en algún tramo del camino, reconociendo las arrugas del llanto en su piel. Sus caras estarán ajadas y nada tendrán que ver con la imagen que exhalan mis equipajes. Pero las reconoceré, ya lo creo. Por nada del mundo pasaría por alto sus miradas, tan afanosas de vida y de muerte a la vez.

Reabriremos nuestras maletas y nos reiremos juntos, acariciando viejas remembranzas como se acarician en la soledad las fotografías más preciadas. Y llenaremos el baúl, una vez más, de nuevas razones para recordar y proseguir así nuestro viaje, acarreando este equipaje común.

Aunque ya he desistido de mi ilusión, y sé que repetir aquellos encuentros resultará casi imposible a estas alturas, me gusta fantasear con ese momento y recrearlo en mi mente, por si algún día ocurre.

Quiero relatar exactamente aquellos hechos que empezaron a componer mi existencia. Una vida en la que, como en un libro caído al azar, el viento pasó las páginas delicadamente, descubriendo sentimientos en carne viva para dejarlos secar a la intemperie de forma lenta y sutil.

La vida es igual que una novela. Unos disfrutan de la lectura en cada frase: subrayan palabras y expresiones que usarán luego, disfrutando de cada línea, de cada letra, llorando un poco, incluso cuando termina algún que otro capítulo.

Otros, en cambio, pasan rápido las páginas para llegar antes al final, aunque luego les decepcione.

Lo que sucede es que no han asimilado el contenido de ninguna de sus frases. Han leído su vida, han pasado las páginas de su existencia, sin amar. Y quien no ama no recuerda. No puede recapitular, por mucho que quiera, con tanta intensidad como los que sí se entregaron a sentimientos nuevos o a sufrimientos que, aunque duelan, nunca son tan punzantes como el miedo a sufrir, ese pavor destructivo que nos acobarda y paraliza.

Los equipajes de los que no supieron amar —o no pudieron, que también los hay— están poblados por miles de voces que, como las maletas baratas, pesan más que su contenido. Vuelan hinchados por promesas vacías que se lanzaron a la incertidumbre, sin saber muy bien qué proyectaban. Arrastran esperanzas infértiles que se confunden y se integran entre sí, desembocando en un único sonido, cada vez más débil e imperceptible a la memoria humana. Sus recuerdos terminan diluyéndose en el silencio, en ese tormento que es el silencio cuando está compuesto por ecos vacíos, inhabitado por las voces de amantes que no se quisieron jamás.

Ese tipo de viajeros, los que arrastran maletas desocupadas y recuerdos huecos, no podrán recordar. Porque nunca amaron.

Pero este equipaje, el que escribo en estas páginas mientras abro baúles y despliego vivencias, va lleno de amor, lleno de un amor que es mío. Así podré recordarlo siempre. Me pertenece. Nadie sabe cuánto.