V

L os primeros segundos que transcurrieron nada más levantarme, en aquel primer día en Manila, fueron de total desorientación. La borrachera provocada por el ajetreo del viaje daba paso a una resaca espesa, rancia, que me llevaba a maldecir, hacia adentro, mi desdicha laboral.

No entendía qué diablos hacía, casi de repente, en aquella ciudad tan lejana y ajena, tan vasta y desconocida, en la que había amanecido, como el que despierta de una operación, tras largas horas de anestesia, con un órgano nuevo.

No me despertó la alarma del móvil, que todavía no había sonado cuando me levanté, sino la alarma natural con la que he nacido y que siempre me permite levantarme exactamente a la hora deseada, o incluso antes; tal vez tenga el cerebro unos minutos adelantado.

A las nueve de la mañana me esperaban en las oficinas de Hope for Them, la organización local que había estado preparando los resúmenes de las entrevistas con otras organizaciones del país y con la que trabajaría, codo a codo, durante tres semanas.

Al final del dosier que me había dado don Beltrán tenía apuntada la dirección de sus oficinas centrales. Estaban en una zona llamada Quezon City a la que tenía que ir en taxi. La persona con la que me debía entrevistar y despachar durante esas semanas era una tal Carol Méndez, fundadora y directora de la organización. Esperaba de corazón que trabajar con ella resultara fácil y ameno.

Salí de Diamante Mansion y seguí las indicaciones que me había dado la chica de la recepción para llegar a la parada de taxis más cercana. Derecha, luego izquierda, luego derecha otra vez. Y una vez allí, en la misma puerta del centro comercial Greenbelt 5, delante del Asian Institute of Management, estaba la parada de taxis prometida.

Efectivamente, el barrio en el que me alojaba, Makati, era el mejor de la ciudad. Una vez que el taxi traspasó sus fronteras invisibles, el panorama visual de la ciudad cambió por completo, dando paso a barrios destartalados y poblados, de vez en cuando, por enormes zonas de chabolas. Aun así, me seguía pareciendo una ciudad mucho más desarrollada y bonita de lo que había imaginado en un primer momento.

Tras varios recorridos improductivos con el taxi por recovecos laberínticos, preguntando a diestro y siniestro, dosier en mano, dónde quedaba exactamente aquella dirección, llegamos a la puerta del recinto. Una verja de afiladas lanzas negras dejaba entrever los jardines y, a la derecha, fijada en un grueso muro gris, una pequeña placa de granito negro, más lápida que placa, rezaba el nombre de la organización.

Los cuarteles generales de Hope for Them eran una especie de nave industrial, ni muy pequeña ni muy grande, reconvertida en oficinas y rodeada de un bonito vergel, mitad jardín mitad patio, repleto de buganvillas.

Dos fornidos guardias de seguridad me miraron de reojo, desde el enorme portalón, mientras bajaba del taxi. Unos segundos más tarde, me pararon cuando me disponía a franquear la puerta.

—¿Gusmán? —preguntó uno de ellos esbozando algo parecido a una sonrisa, pero sin separar los labios, más bien apretándolos—. ¿Enrrrrrike Gussssmán, verdad? Pase.

Y tras empujar la verja e invitarme a cruzarla, se cuadró, llevándose la mano derecha a la frente a modo de saludo militar, como si se encontrara ante un jefe de estado pasando revista.

Una vez que entré en la propiedad y recorrí un estrecho camino adoquinado que atravesaba el césped del jardín, me topé con una diminuta recepción en la que había una pequeña mesa circular. Me presenté y conté el propósito de mi visita. La chica de la recepción no parecía entender inglés, pero no dejaba de sonreír y asentir con la cabeza, invitándome a sentarme en una de las estrechas sillas que a duras penas cabían en la salita.

En ese preciso momento salía de la única puerta un chico con pinta de español. Eso también debió de adivinar él en mí, pues me saludó en castellano y se puso a charlar conmigo. Era un escritor de Barcelona que acababa de reunirse con Carol Méndez porque se estaba documentando para una novela inspirada en Manila y en el tráfico humano.

Tras intercambiar unas palabras con él, me percaté de que la chica de la recepción se había levantado y me indicaba, con el brazo y desde la misma puerta, que la siguiera.

Después de despedirme rápidamente del escritor, crucé aquella puerta, entrando en un despacho claro y luminoso. Tendría unos siete metros cuadrados, pero la luz que se filtraba por la amplia ventana hacía que pareciera enorme. De espaldas, una mujer miraba al jardín a través de la cristalera, ocupada por un antiquísimo aparato de aire acondicionado. Sin girarse siquiera, empezó a hablar.

—Ya ve, señor Guzmán, unos se creen que éstos son temas para vender novelas y otros, como usted, quieren conocer tan sólo los números y las leyes, olvidando en todo momento que hay personas detrás. ¿Dónde queda el término medio? —Y suspiró, girándose sin tenderme siquiera la mano—. Soy Carol Méndez, directora de Hope for Them. Siéntese.

—Encantado de conocerla. Me ha costado un poco encontrar las oficinas —dije, queriendo romper el hielo con una sonrisa forzada.

—Ahórrese historias que no me interesan y empecemos a trabajar.

Aquella mujer era tan sumamente borde que no encontré las palabras adecuadas para pronunciar en aquel momento, con lo que opté, como era propio en mí —y lo sigue siendo ahora, para qué negarlo— por el silencio.

Carol Méndez tendría mi edad, treinta y pocos. Era delgada y con gruesa cabellera. Rasgos finos y elegantes. Pero, a pesar de aquella belleza en la que uno reparaba sólo si prestaba atención a sus facciones, transmitía un halo gélido que actuaba como una fuerza invisible, echando a cualquiera hacia atrás.

Se sentó y, sin cambiar la expresión ni encorvar lo más mínimo su espalda recta, miró fijamente hacia los papeles que estaban colocados encima de su mesa y reanudó la conversación:

—Su jefe me ha enviado un email. Con muchas prisas y de malas maneras, por cierto. Y me explica, así, como si nada, que no vendrá la persona con la que me he estado enviando emails todos estos meses, sino un sustituto —y me miró de arriba abajo— que encima no tiene ningún conocimiento en profundidad ni experiencia en tráfico humano. Pero, eso sí, prisas a todo, exigencias siempre. Todos son igual, los de Occidente, «los del norte», como dicen ustedes. Tan sólo saben meter prisas a otros, olvidando fácilmente las ocasiones en que no cumplen y somos nosotros los que debemos callar. Pero ¿quiénes se creen que son? ¿Eh? ¿Acaso saben más que nadie? ¿Acaso pone en algún lugar que ustedes son superiores o tienen más derechos?

Medité un momento, decidiendo si mandarla a la mierda directamente o callar, que fue, ¡cómo no!, lo que finalmente hice.

Carol apartó unos papeles y los acumuló a ambos lados de su escritorio, dejando desnudo el trozo de mesa que nos separaba. Aquel gesto me demostró que, a pesar de su brusquedad, grosería y maneras muy poco apropiadas, se trataba de una persona centrada, con un foco claro en todo lo que hacía.

No obstante, cada vez que abría la boca era para superarse en antipatía.

—Oiga, señor... —Examinó los papeles de su derecha con pretendido poco interés, mostrando deliberadamente que no se acordaba de mi nombre—. Guzmán, eso es. Sepa que ésta es mi oficina y soy yo quien pone las reglas. ¿O me va a decir que usted decidirá cómo serán nuestras sesiones de trabajo? ¿Qué se creen? ¡Colonos imperialistas! ¿Sabe? No hay, en absoluto, tanta diferencia entre sus antepasados y ustedes. Siempre imponiendo, siempre colonizando, siempre...

—Si le parece, empecemos a trabajar —la corté, pretendiendo ser igual de desagradable.

Por fin, levantó la vista y me miró, seriamente. Comenzó a hablar como si nada hubiese sucedido.

—El tráfico humano es la esclavitud de los tiempos modernos. Exactamente eso. Y Filipinas sufre enormemente este tipo de esclavitud.

Abrí mi Moleskine negra y empecé a tomar notas mientras ella seguía hablando.

—Los traficantes se aprovechan de las víctimas potenciales, con falsas promesas, cuando están débiles y en situaciones vulnerables. Más de doce millones de adultos y niños en el mundo son víctimas del trabajo forzado, la explotación sexual y la prostitución obligada. Casi tres millones de este total que le estoy dando, aproximadamente, terminarán en condiciones tan infrahumanas que su estado de salud y su propia vida se verán amenazados.

—¿Y qué porcentaje está en Filipinas? —pregunté, temiendo que volviera a arrojar uno de sus improperios.

—Se calcula que el 56 por ciento de las víctimas de tráfico humano están en Asia y Pacífico. Ya ve, nos toca siempre lo peor en esta parte del mundo —contestó, suavizando el tono—, pero es importante ver primero el problema desde un punto de vista global. La industria del tráfico humano genera 31,6 billones de dólares y afecta a 161 países del mundo, ya sea como lugares de origen, tránsito o destino. Se calcula que unos 127 han visto nacer a víctimas del tráfico y unos 137 las han explotado. Se explotan cada año cerca de 1,2 millones de niños.

—¿Niños?

—La mayoría de las víctimas tienen entre dieciséis y veinticuatro años y, aunque parezca mentira, han recibido una educación media. Se estima que un 95 por ciento de las víctimas han sufrido violencia física o abusos sexuales durante el tiempo que han estado explotados. Un 43 por ciento de las víctimas se utiliza para todo tipo de explotación sexual comercial. El 98 son mujeres y niñas.

Me entraron ganas de decirle que, si bien en un primer momento ella me había reprochado, por ser «del norte», un excesivo interés en las cifras, ella no dejaba de vomitar números con una frialdad inaudita. Pero elegí ser precavido y simplemente escuchar y seguir apuntando.

—Un 52 por ciento de los traficantes son hombres. En un 45 por ciento de los casos el traficante es un desconocido de la víctima, mientras que en el 46 se conocían. La mayoría de traficantes son del mismo lugar donde se comete el delito. Este año ha habido 5.606 procesamientos y 4.166 sentencias en todo el mundo relacionados con tráfico humano.

—Pero es que me interesa especialmente el caso de Filipinas —me atreví a decir.

—Yo decidiré lo que le debe o no le debe interesar. Recuerde: ésta es mi oficina y aquí mando yo.

Y me volvió a mirar a los ojos, desafiante, barriéndome con la mirada de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como si mi cara fuera una cancha de tenis y mis dos ojos los contrincantes del torneo.

—Filipinas aprobó en 2003 la Republic Act 9208, también conocida como Ley contra el Tráfico de Personas, que sentó normativas para eliminar el tráfico humano, especialmente en mujeres y niños —prosiguió, volviendo a su tono adusto—. Lo cierto es que Filipinas es un lugar de destino y tránsito de víctimas de tráfico humano y muchas de ellas salen de aquí para acabar explotadas en otros países, como Emiratos Árabes o Estados Unidos. Pero ya hablaremos de los destinos otro día más a fondo.

Le tenía que haber dicho que ya conocía aquellos datos, que los tenía muy bien apuntados y recopilados, pero me limité a escuchar, totalmente atemorizado por la violencia que emanaban sus palabras cada vez que abría la boca.

—Desde 2003, por ejemplo, se han denunciado 938 casos: 387 fueron llevados a la justicia bajo la RA 9208, junto con otros 23 por violación de leyes relacionadas con ésta. Pero, a día de hoy, casi siete años después, 335 casos están pendientes de resolución en la oficina del fiscal, mientras que 167 casos han sido desestimados.

—Ahora le haré una pregunta obvia, señorita Méndez... —insinué.

La mujer arqueó exageradamente las cejas, con una insolencia supina, seguramente esperando de mi boca alguna tontería o pregunta de su desagrado.

—¿Qué papel desempeña en todo esto el gobierno filipino? —dije con simulada seguridad.

Sorprendentemente, asintió y prosiguió, esta vez sin impertinencias.

—El gobierno de Filipinas no cumple completamente los estándares mínimos para la eliminación del tráfico humano, y ésa es una de nuestras luchas. Se deben hacer más esfuerzos para poder corregir el elevado nivel de corrupción que permite que crímenes muy serios relacionados con la retención forzada de personas sigan ocurriendo.

—Y si dice que muchas víctimas entran en otros países, eso significa que esos países están muy implicados ...

—Algunos estudios calculan que cerca de 2,5 millones de personas en todo el mundo están bajo las redes de traficantes, aunque la mismísima UNODC, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen, cree que se desconocen las cifras reales porque muchas víctimas no están identificadas. La propia UNODC recuerda que el Protocolo de la ONU contra el Tráfico de Personas, en vigencia desde 2003, fue firmado y ratificado por más de 110 países. Sin embargo, muchos gobiernos aún no lo han puesto en práctica. Pocos delincuentes son condenados y la mayoría de las víctimas nunca reciben ayuda. Muchas, incluso, son castigadas por delitos, como la entrada ilegal en el país al que fueron obligados a ir.

Adivinando un tono más calmado en sus afirmaciones y expresiones faciales, me atreví a preguntarle concretamente por el trabajo de Hope for Them.

—Principalmente, ejercemos labores de rescate. Durante los últimos años nos hemos especializado en rescatar a víctimas cuyo destino ha sido Manila, centrando nuestros esfuerzos en los prostíbulos de la ciudad. Muchas trabajadoras del sexo son explotadas y están secuestradas en contra de sus intereses. Aunque el tráfico de Manila como destino final está mucho más controlado en los últimos años, sigue existiendo. No se puede tirar la toalla. Recientemente hemos abierto una casa de acogida en una de las terminales portuarias. Al puerto de esta ciudad llegan cada semana numerosos menores en barcos procedentes de otros puertos de varias zonas del país, como Mindanao o Visayas. El destino de muchas de estas víctimas es, la mayoría de los casos, trabajar explotados en distintos negocios, especialmente en prostíbulos u otros tipos de talleres ilegales. Colaboramos con la Autoridad Portuaria de Filipinas y otras agencias del gobierno para establecer una serie de lugares donde se puedan alojar mientras solucionamos legalmente sus respectivos casos.

—¿Trabajan también con la Policía? —pregunté

—Sí, lógicamente, con la Policía también.

Le dije entonces que esa misma semana tenía una reunión con un policía, Danilo Alcántara, para recopilar más datos.

—Ese comisario no es trigo limpio. No se fie de él —sentenció rápidamente—. Claro, es tan sólo una advertencia, porque hará lo que quiera, ya lo sé. Como siempre hacen ustedes. Los del norte.

—¿Por qué? ¿Hay alguna razón en concreto por la que no me pueda fiar de él?

Dudó unos segundos, pero hizo caso omiso a mi pregunta y siguió su discurso como si aquel nombre jamás hubiera surgido en nuestra conversación.

—Como le decía, las víctimas en esos momentos están asustadas, perdidas, desorientadas. Las han engañado, les prometen trabajos que luego no existen. Y se dan cuenta casi inmediatamente. La mayoría de víctimas que hemos rescatado, casi siempre chicas, reconocen que se percataron de su fatal destino casi al momento de dejar sus pueblos. En algunos casos, sus familias han sido también engañadas. En otros, y aunque parezca inconcebible, son partícipes de la mentira.

En ese momento, alguien golpeó la puerta impetuosamente, y una voz femenina, grave y contundente preguntó desde el otro lado si se podía pasar.

Casi sin esperar respuesta, la puerta se abrió. Apareció una chica menuda y, a la vez, corpulenta, con el pelo negro, muy negro, y muy corto. Unas gafas de culo de botella le achicaban los ojos hasta hacerlos parecer pequeños botones de azabache. La invitada espontánea me miró y sonrió abiertamente, tendiéndome la mano.

—Pasa, pasa, Glenda, ya estábamos terminando, ¿verdad, señor Guzmán? —dijo Carol. Y aunque quise decirle que no, que aunque fuera el primer día contaba, al menos yo, con todo el tiempo del mundo, temí nuevos brotes de antipatía en su actitud y preferí asentir resignadamente.

La tal Glenda apretó mi mano con fuerza y seguidamente se presentó.

—Ya me han contado quién eres. Eres Enrique. Puedo llamarte Enrique, ¿verdad? Mi nombre es Glenda Dalus. Encantada de conocerte. Soy periodista, estoy especializada en tráfico humano y ahora mismo estoy manejando datos muy interesantes que tal vez te sean de utilidad.

—Glenda ha sido muy útil a la hora de elaborar nuestros informes —interrumpió Carol, haciendo un amago de intentar sonreír, aunque un gesto amable en su cara chirriaba estrepitosamente— y se encarga de todo el material de prensa. Aunque, ya se sabe cómo son los periodistas... A veces les gusta añadir sangre o historias que no vienen a cuento. ¿Verdad, Glenda?

—A ésta no le hagas ni caso —dijo Glenda sin mirarla, con lo que intuí que o bien se despertaban gran antipatía o bien eran amigas del alma. Pronto me di cuenta de que era lo segundo.

—Glenda anda metida en asuntos que más vale no tocar. Pero ella va a lo suyo, sin hacerme caso. Ya ve, es un poco como ustedes. Los del norte —espetó Carol, volviendo a usar aquella coletilla con retintín.

Me perdí un poco con aquella conversación. Había detalles que me resultaban indescifrables: el inspector Alcántara era poco fiable y Glenda andaba entrometida en asuntos escabrosos. Tal vez, después de todo, resultara que Carol Méndez era una simple paranoica y tuviera miedo de algo. Como todos los neuróticos.

—¿No me digas que ya le has llenado la cabeza de tus fantasías al escritor? —increpó de nuevo Carol con su tono insolente, que, definitivamente, era el suyo natural.

—Sí, he estado tomando un café con él. ¿Qué pasa? Y no son fantasías, Carol. Son realidades contrastadas, lo sabes —respondió Glenda, mirándome como si me tuviera que convencer de algo que yo ignoraba.

—No la escuche, señor Guzmán —insistió Carol—. Se cree que es Jessica Fletcher, investigando asesinatos allá a dónde va.

—Simplemente, estoy haciendo mi trabajo en su esencia, Carol. Soy periodista de investigación. ¿Qué tiene eso de malo?

—Tiene de malo que te puede pasar como a los otros. Hay temas en los que es mejor no entrar. Parece mentira que no lo sepas. Y a usted, abogado intrépido —remató Carol dirigiéndose a mí—, también le doy este consejo: hay terrenos en los que no se debe entrar. Ya sabe lo que dicen: si uno juega con fuego, se acaba quemando.

Me despedí amablemente, simulando estar encantado con nuestro primer encuentro —aunque lo cierto era que estaba profundamente defraudado con la arrogancia de Carol Méndez— y me acerqué a la puerta. Tampoco había entendido nada de aquel último diálogo entre Glenda y la directora de Hope for Them. ¿A qué temas peligrosos se referían? ¿Qué es lo que investigaba aquella filipina bajita tan peculiar que, sin apenas conocerla, ya me caía bien? ¿Quiénes eran los otros y que les había pasado?

Intercambié el número de teléfono con Glenda Dalus y ésta me aseguró que en pocos días me llamaría y me daría «información de la buena». Qué raro era todo. Y qué mala pata que mi contacto con Hope for Them fuera tan sumamente desagradable. Iba a trabajar durante tres semanas con una persona que me caía francamente mal.

El resto del día lo ocupé paseando por los distintos centros comerciales de la zona en la que me alojaba —Greenbelt, Glorieta...—, pero para mis adentros me repetía, una y otra vez, las afirmaciones de Carol Méndez durante nuestro encuentro. Como una melodía pegadiza que, aunque nos disguste, se incrusta con fuerza en la memoria, sonando repetidamente a lo largo del día. Entre todas ellas, una frase me había llamado especialmente la atención: «El tráfico humano es la esclavitud de los tiempos modernos».

Sonaba tremendo, pero era muy cierto. Qué poco tardaría en saberlo.

VI

E l tiempo dormido transitaba sin avanzar en la isla de Cuyo. Como una niebla. Como una bruma que deja entrever las siluetas de los obstáculos, impidiendo caminar a paso certero. Y el viento, mientras tanto, surcaba las horas y los días a un ritmo lento, repartiendo caricias sin esperar recompensas.

Alma y Tessa crecían en el dolor del duelo, en el pesar, oscuro y callado, que las lágrimas, secretamente, acarrean por dentro. Y avanzaban inseparables. Como las orugas encadenadas. Como el canto cómplice de dos jilgueros mañaneros.

El recuerdo de Dolores perfumaba cada momento de sus jóvenes vidas y la nostalgia pululaba, como un silencioso tormento, tiñendo de grises el paisaje de alrededor.

Mientras Alma disimulaba su aflicción con amplias sonrisas, Tessa preservaba en su expresión el semblante serio, observando el cielo en silencio, atentamente, envuelta en dolor. Y, a veces, muy a veces, la veía pasar. Sus alas eran de color verde intenso y tenía el tamaño de una mano. Desde su vuelo regio y distinguido, le guiñaba el ojo y le daba consuelo. «Estoy aquí», le decía. Y Tessa, sonriendo tímidamente, seguía con la cabeza el reguero imperial de su recorrido celeste.

Nadie la veía, solamente Tessa podía presenciar su paso fugaz. Entre cien pájaros la reconocía. Entre mil vientos adivinaba su voz. Era la mariposa más bonita del cielo.

Una vez se posó pausadamente sobre la rama tierna de un magnolio y dejó quietas sus alas, observándola detenidamente. «No estés triste», le susurró. Y emprendió nuevamente el vuelo. Tessa, admirándola, asintió. Y le prometió no sucumbir al abandono, a esa pereza mortífera y sempiterna provocada por el desgarro incurable que es la ausencia de un ser querido.

Aquella mariposa de aleteo sublime emanaba un olor especial, perceptible tan sólo en las fosas nasales de Tessa. Desprendía esa fragancia inconfundible del abrazo protector e incondicional de una madre. Derramaba sutilmente en la atmósfera ese aroma, limpio y reconfortante, al que huelen las sábanas cuando, tras la ventana, suenan los grillos o cae la lluvia.

Entonces, Tessa sabía, más que nunca, que aquella belleza voladora era Dolores, su madre, que, cruzando océanos, playas y campos de amapolas, la vigilaba y velaba por su bienestar. Y cuando la veía pasar, le cantaba, dedicándole la nana que las había unido para siempre:

Ojalá los días pasados nunca se hubieran transformado.

Y fuera todo como cuando era un bebé en los brazos de mi madre.

Me gustaría escuchar de nuevo la canción amorosa de mi madre.

Aquella canción de amor mientras yo estaba en la cuna.

Y en mis sueños, que son sueños profundos,

me vigila un astro y me guía una estrella,

y en compañía de mi madre, la vida es cielo.

Mi corazón compungido sigue esperando el balanceo de la cuna.

Su hermana Alma, aún ignorando las privilegiadas visiones de Tessa, reconocía aquel canto como se reconocen los tesoros perdidos y se unía al tarareo. Y las dos entonaban notas encadenadas con silencios, tejiendo, repetidamente, la vieja canción. Cantando con el corazón. Con el alma. Hasta que algo, tal vez un nudo, tal vez una piedra rasgada y puntiaguda, se instalaba en sus gargantas hasta doler e impedir que la voz pasara. Y se miraban, llorando, Alma más que Tessa. Esta última sabía que muy cerca, bailando valses con la brisa del mar, estaba la mariposa verde a la que había prometido no estar triste. Y las promesas, después de todo, se deben cumplir.

Consuelo de León, la propietaria de la plantación, se compadecía cada día más de aquellas muchachas, huérfanas de madre y, en la práctica, también de padre, pues de bien poco servía el desgraciado de Prudencio.

Por ello, les siguió dando clases particulares de inglés, español y piano. Y les explicó que ya eran mujeres cuando, asustadas, llegó el momento de hacerlo. Y las consolaba cuando se sentían tristes y solas y apenas podían contener su amarga añoranza. Y bromeaba con ellas, tratando de que sonrieran a la vida que aún las esperaba.

Alma, a ratos, reía, emanando algo parecido a la alegría. Y Tessa sabía, en ese preciso momento, que estaba tan triste como ella. La conocía bien. Y comprendía que su pena iba por dentro, pues a veces los más alegres son, proporcionalmente, también los más tristes.

Las gemelas hacían las tareas del hogar y en sus ratos libres acudían a la mansión de los León, para que doña Consuelo les diera clases o las escuchara tocar el piano.

Un día, regresando a casa después de haber estado toda la tarde con doña Consuelo y sus amigas del té, Tessa observó que un hombre las seguía. Alma iba un poco adelantada por el camino y no prestaba atención al entorno. Tessa, mientras se engarzaba un jazmín en una horquilla y se lo colocaba delicadamente en el pelo, lo vio.

Y así, sucesivamente, un día tras otro. El hombre las miraba con una extraña sonrisa y las seguía. Sólo Tessa se percató de la presencia de aquel extraño cuyo brillo era tan visible como el de las luciérnagas. Pero su luz estaba agriada, oscurecida, y se contorneaba como un halo podrido. Como las moscas hambrientas alrededor de una gacela muerta. Como el moho putrefacto apoderándose de un suculento manjar.

Unos días después llamaron a la puerta de la humilde morada en la que vivía Prudencio y sus dos hijas. Tessa la abrió y tras ella apareció él, el hombre extraño.

Se llamaba Gerardo Medina, venía de Manila y quería hablar con su tutor legal.

Tessa observó su mano derecha, en la que destacaba un grueso anillo de oro con una piedra negra incrustada. En ese momento, intuyó que su alma era tan opaca y oscura como aquel pedrusco.

Los días y las tardes se sucedían, y cuando regresaban a casa, el hombre de mirada sombría estaba siempre allí, hablando con el bobo de Prudencio, poblando la estancia de un ambiente extraño, lóbrego, cargado de misteriosa maldad y mal fario.

Alma asumió su presencia con naturalidad. Un nuevo amigo de su padre, el bobo de Prudencio. Pero Tessa sabía, sin saberlo, que algún sucio secreto habitaba en los escondrijos podridos de su alma. Un día Prudencio habló:

—Gerardo os ha encontrado un buen trabajo en Manila, como ayudantes en la casa de una actriz muy famosa. Ya veréis qué bien estaréis. Allí tendréis más futuro que aquí. En este pueblo no hay futuro y yo pronto tendré que dejar la plantación, estoy ya viejo y cansado —dijo el desgraciado de su padre utilizando una erudición inusual.

Aquella frase cayó como una losa pesada en el ánimo de Alma y Tessa. Sintieron, literalmente, que se les rompía el corazón. Pensaron que no habían oído bien. ¿Dejar el pueblo? ¿La isla? ¿Qué iban a hacer ellas en Manila, una ciudad enorme de la que habían oído todo tipo de peligros? No querían marcharse de allí, no querían dejar los campos y el mar. Ni el recuerdo de su madre, impregnado en cada anochecer, en cada tarde, en cada despertar. Perfumándolo todo. Permanecieron calladas, impertérritas, mirando detenidamente a aquel hombre que las seguía penetrando con su mirada gélida y su sonrisa maligna. Tessa supo entonces que Gerardo Medina era malo. Muy malo. Porque solamente las personas muy malas, o muy desgraciadas, consiguen dar más miedo o más pena al sonreír.

Durante los días que siguieron a aquel anuncio, la mariposa verde no paseó ante la atenta mirada de Tessa, y Alma dejó de ser alegre.

Llegaron el día y la hora marcados. Todo sucedió tal y como les habían adelantado. Cogieron la poca ropa que tenían y, con el alma partida, se despidieron de todo cuanto quedaba en aquella casa. Sus camas, las paredes, el olor de su madre y su niñez. Un furgón blanco llegó al anochecer. Subieron, sin poder mirar a su padre a los ojos.

El furgón estaba escacharrado, olía a podrido y lo conducía un hombre apestoso y con colmillos de oro. A su lado, en el asiento del copiloto, Gerardo Medina las observaba fijamente.

—Podéis llamarme papá Gerry —les dijo—. Confiad en mí, pequeñas, seré bueno con vosotras.

Ese mismo día, en aquel preciso momento, Alma y Tessa cumplieron dieciséis años en el cuerpo y cien en el alma.

El vehículo arrancó, dejando el olor de las sábanas limpias en un desguace de recuerdos. Alma y Tessa, entonces, sin poder llorar, presas del miedo y del desconcierto, supieron, con tan sólo mirarse, qué debían hacer. Y entonaron su canción, la misma que su madre Dolores les había enseñado y que las protegería siempre de toda vileza.

Alma empezó a pensar que tal vez fuera cierto aquel trabajo, en la casa de una actriz. E imaginó velozmente que quizás fuera una mujer amable y acogedora. Y que les enseñaría interpretación y algún día serían también actrices famosas. Volverían entonces a Cuyo y vivirían en una casa enorme, como la mansión de los León, en el centro de la plantación, pero al lado del mar.

Y mientras Alma se dejaba inundar por los sueños, Tessa escuchaba el latido intenso de su corazón, que sonaba alto como una alarma agorera. Como un trueno estremecedor. Como un rayo punzante.

A pesar del recelo intuitivo de Tessa, ninguna de las dos sabía hasta qué punto aquellos mismos hombres, que las miraban sonriendo malévolamente desde la parte delantera de la furgoneta, hilvanaban para ellas un destino manchado de crueldad. De toda la maldad de la que, desgraciadamente, es capaz el ser humano.

Pasadas unas horas, que se hicieron eternas como un millón de noches, embarcaron en un ferry que se integró en la oscuridad absoluta de la alta mar en la noche, rumbo a Manila. Como un túnel que penetra en otra dimensión, en otro mundo desconocido y fantasmagórico. En cierto modo, así era.

Mientras, lejos ya de ellas y de Manila, el bobo de Prudencio, con la pequeña fortuna de mil pesos doblados, agarrados por la mano izquierda con la fuerza de la culpa, observaba el vacío con el desprecio de los ignorantes que miran sin ver, que escuchan sin oír, que hablan sin decir.

Y entonces Tessa la volvió a ver. Alzó la mirada y allí estaba. Enorme. Imponente. Dominando la cúpula oscura encima del mar. La mariposa verde lo ocupaba todo y batía sus alas con furia desde el cielo neblinoso. Nunca la había visto tan grande ni tan agitada.

Aquélla fue la última vez en su vida que vería, en todo su esplendor, la mariposa verde. No regresaría nunca más. Como tampoco volverían los jazmines. Ni el radiante colorido de las buganvillas. Ni doña Consuelo y sus bromas compasivas. Ni los paseos por el campo. Ni el sonido de los grillos. Ni las voces del viento.

Aún hoy cuentan las viejas del pueblo, que siempre fueron viejas y nunca dejaron de serlo, que aquella misma noche el fantasma de Dolores, desde algún lugar que sólo conocen los santos, levantó estrepitosamente las olas, las más temibles y furibundas que se han visto jamás en el poblado de Cuyo.

Y cuentan también que el mar rugió, rasgando desesperadamente la orilla con pezuñas de coral, como la mano que se aferra a la vida en la baranda del abismo. Y salpicó violentamente las rocas de lágrimas heridas, como un volcán en erupción. Como un corazón que explota en mil pedazos, imposibles de recomponer.