s
Se sentía vacío.
Vacío de mente, con el cerebro hueco y las sensaciones rebotando por sus paredes como si fueran pelotas de goma. Vacío de alma, como si se tratara de una vid seca y retorcida a la que ya no queda ni un grano de uva ni una sola gota de vino. Vacío de estómago, inapetente, con el cuerpo tan liviano que ni siquiera lo sentía más allá de aquella ingravidez.
¿Qué le faltaba?
No a él, sino a la historia.
¿Por qué su voz interior le gritaba que se detuviera un segundo a reflexionar?
¿Por qué su instinto le agitaba la razón, advirtiéndole como solía hacer siempre con la alarma de su sexto sentido? ¿Por qué se comportaba igual que si le acabasen de arrancar el espíritu?
—¿Así que os habéis despedido?
—Sí.
—¿Cómo estaba ella?
—Me ha abrazado, me ha dado uno de sus enormes besos en la mejilla, me ha dicho que nunca me olvidaría y me ha deseado suerte.
—¿Ella a ti?
—Sí.
—Tenía que haberla conocido.
—Puedes ir al parque.
—Has dado vida a una insólita fantasía, querido.
—No, lo único que he hecho ha sido recuperar a un ser humano. Lo más triste habría sido la Elsi despechada por la pérdida de su muñeca.
Quería contarle a Dora que había llorado pero no podía.
Se sentía tan estúpido…
Tan ridículo…
Y al mismo tiempo tan bien, a pesar de aquel vacío que le alertaba de que faltaba la última pieza por encajar en la historia.
—Tendrás que bajar al parque a otras horas —apuntó su compañera.
—Además de su cartero soy su amigo.
—Ya no, y lo sabes. Será distinto.
—¿Por qué?
—Si te ve, si habla contigo, ella recordará a Brígida. Lo que necesita es… no diré que olvidarla, pero sí dejarla ahí, en su memoria, tan quieta como pueda mientras la vida continúa.
—Eres toda una intérprete de personalidades infantiles.
—Bastante —admitió Dora—. Dar clases requiere mucha perspicacia. Casi tanto como la que necesita un escritor.
—Todo esto te ha parecido divertido, ¿verdad?
—Fascinante —aseguró convencida—. Nunca te había visto trabajar tan enloquecidamente y tan a gusto.
Franz Kafka se hundió un poco más en la butaca. Dora se inclinó sobre él y le besó en la frente. Después salió de la sala dejándolo solo un momento.
Con sus pensamientos.
Los vacíos.
—Vamos, piensa —musitó para sí.
El cierre de la historia. El broche.
Pero ¿qué podía haber más allá de la boda de Brígida?
Las palabras de Elsi revoloteaban como mariposas de hierro por su mente.
«Brígida estaba sola, y ya no lo está», «Es feliz, estoy contenta», «Me cae bien Gustav».
¿Por qué él no encontró un cartero de muñecas cuando era niño?
¿Por qué tuvo que enfrentarse siempre a su padre?
¿Por qué no había muñecas viajeras en la vida real?
Es en la infancia el tiempo de creer en las muñecas. Y es en la infancia cuando existen los finales felices. Pero mucho más necesarios son en la madurez los carteros capaces de recibir cartas que sólo un loco puede ser capaz de escribir.
Un loco.
Finales felices.
—¿Volverás al manuscrito que tienes encallado? —Oyó la voz de Dora flotando en algún lugar de la casa.
«Los poetas levantan castillos en el aire, los locos los habitan, y alguien, en la vida real, cobra el alquiler».
A veces recordaba frases que no sabía de dónde salían.
—Franz, ¿me has oído?
—Sí, Dora.
—¿Sí me has oído o sí vas a volver a tu libro?
—Las dos cosas.
Un loco.
Finales felices.
¿Cuál era el final feliz de una historia con una muñeca viajera y una niña que había recuperado la paz gracias a tres semanas de cartas maravillosas?
—¿Cuál es el final feliz de una historia con una muñeca viajera y una niña que ha recuperado la paz gracias a tres semanas de cartas mágicas? —exteriorizó sus propios pensamientos en voz alta.
Dora volvió a aparecer por la puerta de la sala.
—Creo que ya lo sabes —se cruzó de brazos al ver que él estaba empezando a sonreír de oreja a oreja.