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De noche, en la cama, supo lo mucho que le iba a costar conciliar el sueño.
La culpa no sólo era de la carta escrita a lo largo del día, sino también de aquel beso.
Se llevó la mano a la mejilla.
¿Por qué los besos de los niños tenían sabor?
Elsi se lo había dado antes de echar a correr con su amiga, repitiendo su gesto de la primera vez, rápido y afectuoso. Un beso de cariño, dulce, de rendido afecto.
Un beso que se había ganado a pulso.
Y quien es capaz de merecer un beso…
Se dio la enésima vuelta en la cama.
—¿No puedes dormir? —Escuchó la voz de Dora a su lado.
—Oh, sí, sí, perdona.
—¿Te preparo algo?
—No, en serio.
—¿Un té?
—Duerme, no seas tonta.
—No serías tú si no te involucraras hasta el fondo, cariño —musitó la adormilada voz de su compañera.
Hasta el fondo.
No le habría ido nada mal un té, o un calmante. Cuando le costaba dormir se sentía presa de una desazón mayor que la del insomnio en sí. «¡Ah, los niños son traidores!», pensó. «¡Sorprenden con lo mejor y más puro de sí mismos! ¡Pueden dar afecto con una facilidad que asusta!». Y en un mundo siempre zozobrante, que se movía al filo del egoísmo, la incertidumbre y la crueldad humana, cualquiera sabía que eso era algo peligroso. Un niño igual mataba con su sinceridad como atravesaba los gruesos muros de la conciencia con su desparpajo.
Abrió los ojos y miró la oscuridad.
Nadie veía en la oscuridad, pero él sí.
La oscuridad era una pantalla, como la de los cinematógrafos.
Unos meses atrás había pedido a su amigo Max Brod que, cuando muriera, destruyera toda su obra, todas aquellas páginas escritas y nunca publicadas.
Ahora se daba cuenta de que las cartas de Brígida a Elsi quedarían fuera de esas llamas.
Qué tontería.
¿Importaba mucho?
No las escribía él, sino Brígida.
La tercera procedía de Viena. Quizás le había salido menos vital, menos entusiasta que la de París o, incluso, la de Londres. Claro que Viena era una ciudad adusta y pragmática, noble y aburrida. ¿Se había dejado algo? Podía levantarse para echarle una última ojeada, o reescribirla por la mañana, antes de su cita en el parque Steglitz. La simple idea de enfrentarse de nuevo al papel le hizo rebelarse. No, ni hablar. La dejaría tal cual. La siguiente la escribiría… desde Venecia, sí, maravilloso, una ciudad perfecta para dejar volar la imaginación.
Brígida en San Marcos, Brígida en el vaporetto, Brígida en góndola. Fascinante.
La hospedaría en el marco más bello, el Hotel Danieli. Por alguna parte tenía fotos. Y al siguiente día… ¡Moscú! Sin duda un gran contraste. Luego seguiría por España, Grecia, Hungría… ¿Sólo el Viejo Continente? No, ¿para qué limitarse?
Brígida cruzaría el mar. Los misterios de África, el exotismo asiático, la fascinante América de norte a sur.
¿Por qué estaba tan excitado? ¿Se acababa de volver loco? ¡Sí, de atar! Si alguien se enteraba de su historia con Elsi no necesitaría morirse de tuberculosis.
Le encerrarían directamente en un manicomio.
Otra vuelta en la cama.
Un gemido de Dora.
—Voy a prepararte una tila —se enfurruñó ella.
—No, perdona, lo siento…
Su compañera ya caminaba en dirección a la cocina como una sonámbula, envuelta en su somnolencia.