19

A un paso de junio, los días ya eran más largos de lo normal y el sol no se ponía hasta tarde. Sin embargo, su anhelo de ir a Montjuïc a echar un vistazo quedó aparcado ante la realidad. La luz menguaría de igual forma y estaba cada vez más cansado después de todo un día de no parar. Lo de Montjuïc también podía ser un tiro al azar. Otro más.

Añoraba su casa, su intimidad, el silencio.

La cama, aun sin Patro.

—¿Por qué tenías que marcharte precisamente en estos días? —le reprochó al viento.

En la juventud, los días no cuentan.

Uno más, uno menos…

En la vejez cuentan todos.

—Vamos, inspector Mascarell —se rindió.

Se dirigió a las Ramblas por la calle Hospital y pasó por delante de la pensión Rosa, su primer hogar al llegar a Barcelona una vez liberado por el régimen. De allí había salido una mañana para irse a vivir con Patro, aceptando su invitación de compartir piso.

Compartir piso.

Luego cama.

Imprevisible amor, siempre sorprendiendo.

Amor y también necesidad.

Bajó la cabeza y continuó caminando, víctima de una súbita aprensión. Pronto haría dos años de aquello. No era mucho tiempo, tal vez todo siguiera igual, o tal vez no. Pero no quería ver a nadie. Durante unos metros temió que una voz le detuviera o que se encontrara con un recuerdo más.

No sucedió nada y llegó a las Ramblas. Subió por ella en dirección a la plaza de Cataluña buscando un taxi libre sin éxito. Por su cabeza desfilaron preguntas e inquietudes en tropel. Siempre que un caso se metía con fuerza en su ánimo le sucedía igual. Al menos cuando era policía de verdad.

Entonces y siempre. Ahora.

Pensó en todo lo que le habían dicho las personas a las que había visto a lo largo del día.

Y cuanto más quería olvidarlo…

—Mañana, mañana…

En julio del 47, Patro se había acostado con él inesperadamente. Un milagro. Y había vuelto a la vida. Una vida y una redención. Su vida y la redención de ella. Después, ya viviendo juntos, aquella noche, cuando Patro se metió en su habitación y se arrebujó a su lado en la cama…

El beso.

Las caricias.

El olvido.

—No soy joven.

—Eres la mejor persona que he conocido.

—No se ama así, se ama con los sentidos.

—Entonces mírame, tócame, huéleme, óyeme… Y déjame que por primera vez crea en algo puro y honesto, Miquel. Déjame que crea en ti.

Un hermoso comienzo.

Solía pensar en ello.

Ahora eran marido y mujer, y ella era feliz.

Se olvidó de Patro cuando un taxi hizo centellear su luz a unos metros y reaccionó. Levantó la mano y, más que su gesto, lo que lo detuvo fue su grito.

—¡Taxi!

Se introdujo en él y se dejó caer en el asiento trasero, a plomo. Una bendición. El hombre esperó paciente a que le diera una dirección de destino y cuando iba a darle la suya, en la esquina de Valencia con Gerona, cambió de idea inesperadamente.

María.

María sola en casa.

Se oyó a sí mismo pedirle que le llevara a Sants.

Luego cerró los ojos y sucumbió a sus pensamientos, de vuelta al caso.

Virgili muerto, Macià detenido, Sunyer con un solo brazo.

¿Había atropellado Roura a Mateo?

¿Quién más se escondía detrás de todo aquel lío?

—¿Se encuentra bien, señor?

—Sí, sí.

—Parece cansado.

—Un día duro.

—Da gusto volver a casa, ¿verdad? Yo llevo doce horas al volante y en cuanto le deje…

Doce horas al volante del taxi. Todos sobrevivían como podían.

—Tiene un trabajo distraído.

—Eso sí, distracción no me falta. La semana pasada me nació una niña ahí mismo, donde está usted, y como ayudé en el parto, porque no llegábamos al hospital, ahora los padres se empeñan en ponerle mi nombre. —Soltó una risa—. Bueno, en chica, claro. Manuela.

Cada cual con su historia.

Algunas simples. Otras mortales.

Por una vez, habló con el taxista. Necesitaba despejarse y dejar de pensar.

Pagó la carrera y bajó del coche diez minutos después. Se había gastado la mitad de lo que llevaba encima, milagrosamente, al salir de casa. Y todavía le quedaba un último taxi.

Éste sí, a casa.

Subió al piso de Mateo, ahora ya de María en solitario, y en cuanto ella le abrió la puerta se le echó a los brazos temblando, igual que si se liberara de una enorme tensión. Miquel no pudo hacer otra cosa que corresponderla, aunque abrazar a otra mujer que no fuera Patro se le hacía extraño.

Tan extraño como cuando abrazó a Patro sin olvidar a Quimeta.

—Gracias por venir… —le susurró.

—Quería ver cómo estabas antes de ir a casa.

—Pasa, pasa.

Llegaron al comedor y se sentó en la butaca. Como un fardo. María apareció tras él con un vaso de agua en la mano después de meterse en la cocina a toda velocidad. Se lo agradeció y lo apuró de tres largos sorbos. Le hizo un gesto para que no le trajera más y ella se sentó en una silla.

—Quítate la chaqueta.

—Gracias. —La obedeció y se la quitó sin siquiera levantarse.

—Pareces cansado. —Se la puso con cuidado en otra silla, para que no se le arrugara.

—Llevo todo el día de aquí para allá.

—¿En serio?

—Claro.

—¿Y has averiguado algo?

Sabía que era la pregunta oportuna. La única. Y se dio cuenta de que no tenía ninguna respuesta para ella. ¿Qué le decía? ¿Le hablaba de sus sospechas? ¿Le contaba que probablemente Mateo había traicionado a sus amigos por salvarla?

¿Amigos misteriosos que andaban tras algo tan grave, tanto, que la policía había caído sobre ellos como un tanque, torturándoles hasta haber matado ya al menos a uno?

—Tu padre estaba metido en algo gordo —admitió—. Pero de momento no sé qué podía ser.

—¿Papá? —Puso cara de asombro.

—Sí, él —asintió—. Mi viejo camarada Mateo Galvany.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Todos los indicios van en la misma dirección, querida.

—¿Y esos hombres?

—No puedo hablarte de ellos.

—¿Por qué?

—Porque si la policía vuelve a detenerte y te interrogan, cuanto menos sepas, mejor. Por eso.

—No puedo creerlo.

—Pues créelo, y te juro que lo siento de veras.

—Pero ¿les has visto?

—No, a ninguno.

—No entiendo… —Frunció el ceño.

—María, necesito hacerte algunas preguntas.

—¿A mí? —Le mostró su asombro—. Te he dicho todo lo que sé, o sea nada.

—Vivías con él —insistió—. Los detalles cuentan. Tienes que recordar cosas de estas últimas semanas.

—Pero si no abría la boca.

—¿Qué hizo la semana anterior a su detención?

—Lo de siempre, dar algún paseo, decir que iba al cine y me imagino que visitar a esa mujer…

—Iba a jugar al ajedrez.

—Sí, se aficionó de golpe, es verdad.

—Esteve Roura le metió esa afición.

—Eso no lo sabía. Ya te dije que nunca había oído ese nombre.

—¿Lo ves? Si te olvidaste de contarme eso, también puedes haberte olvidado de otras cosas.

—¿Cuáles? —Abrió y cerró las manos impotente.

—Piensa en sus hábitos, sus costumbres, sus rutinas, lo que comentaba escuchando la radio, o leyendo el periódico…

—¿Oyendo la radio? Puedes imaginártelo. No soportaba casi nada. Le enfermaba escuchar la voz de Franco, el tono grandilocuente y demagógico de la propaganda, las continuas referencias religiosas. Se ponía furioso. Y lo mismo con el periódico. Decía que todo eran mentiras al servicio del régimen. A veces creía que iba a estallar, rojo como una granada, puños apretados…

—¿Y lo que pudo hacer fuera de lo normal, él u otra persona, una visita inesperada…?

María alzó las cejas.

—Vino una persona, sí.

—¿Cuándo? —Miquel se envaró.

—Pues… un par de días antes de que… —La palidez reapareció en su semblante.

—¿De que os detuvieran?

—Sí.

—Vamos, María —la alentó a seguir.

—El hombre que vino no le encontró.

—¿Te dijo qué quería? ¿Te dio su nombre?

—Me dijo que venía de parte de otro y que fuera a verle.

—¿Te explicó el motivo?

—No, sólo que fuera a verle.

—¿Y el nombre?

—No me dio el suyo, pero sí el de la otra persona… —Bajó la cabeza intentando concentrarse y superar aquel nuevo temblor—. Lo malo es que no…

—Haz memoria. Puede ser importante.

—Era bastante… —El esfuerzo la hizo angustiarse—. Quiero decir que era muy poco común, aunque apenas le presté atención. —Cerró los ojos y volvió a abrirlos para agregar—: Yo lo asocié con policía porque era algo así, Poli… Poli-no-sé-qué…

—¿Policarpo?

—¡Sí! —exclamó excitada—. ¡Policarpo Hernández, Domínguez…!

El que abrió ahora los ojos fue Miquel.

—¿Policarpo Fernández?

—¡Sí! —Apretó los puños emocionada—. ¡Policarpo Fernández!

—Dios… —Suspiró reclinando la espalda en la butaca como si le hubieran pegado un puñetazo.

—¿Le conoces?

—De cuando tu padre y yo éramos inspectores, vaya si le conozco. Y es tan asombroso que…

—¿Puede tener algo que ver con todo esto?

—Si efectivamente hablamos de él, sí, María. El Poli era un tipo de cuidado antes de la guerra, de los que caen de pie, sirviendo a Dios y al diablo. Y si vive, que parece que sí, seguirá igual, porque para él no había rojos o azules, comunistas o fascistas. Su única religión era el dinero, la supervivencia y el poder, algo que no tiene color. Tu padre y yo nos las vimos y deseamos para meterlo entre rejas.

—¿Lo lograsteis?

—No, nunca.

—¿En serio? —No pudo creerlo.

—Era escurridizo, listo, hábil, jamás con delitos de sangre, siempre con personas que le hicieran los trabajos sucios. Repartía bien el dinero. Jueces, policías, abogados… Y estaba metido en casi todo, juego, prostitución, contrabando y cualquier lindeza parecida. Mateo y yo nos volvimos locos. Desde luego, visto en la distancia, era todo un personaje.

—Pero ¿por qué papá tendría que ver con un tipo así?

—Ni me lo imagino —reconoció.

—¿Y si me equivoco?

—¿Cuántos Policarpos con apellido vulgar crees que hay en Barcelona, o cuántos que conociera tu padre de los viejos tiempos? —Se tomó unos segundos de reflexión antes de continuar—: ¿El que vino sólo te dijo que fuera a verle, seguro?

—Sí, seguro.

—¿Cómo era ese hombre?

—Pues… bastante siniestro, la verdad. Traje oscuro, un poco más bajo que yo, ojos pequeños, con una cicatriz bastante aparatosa en la barbilla que le iba así, en diagonal hasta la mitad del cuello. —Se lo explicó gráficamente, tomó aire y se quedó pensativa, molesta consigo misma—. Se me había pasado por alto completamente. Fue… tan rápido e insustancial.

—¿Qué dijo tu padre cuando le diste el recado?

—Nada, como si tal cosa.

—¿No le preguntaste?

—¿Yo? ¿De qué iba a servir?

—¿Sabes cuándo fue a verle?

—Ésa misma tarde, seguro. No me lo dijo tal cual pero regresó ya de noche, más allá de la hora habitual en él. Cuando salía con esa mujer estaba en casa como mucho a las diez, y si iba a jugar al ajedrez, antes, a las nueve más o menos. Ésa noche volvió pasadas las doce.

—¿Te pareció raro?

—No, pero ahora que lo dices…

—¿Qué?

—Por la mañana me lo encontré mirando por la ventana, ahí mismo. —Indicó el punto exacto a su derecha—. Yo ya estaba vestida y arreglada para irme a trabajar. Le deseé buenos días, se volvió hacia mí, me sonrió con ternura y me dijo que probablemente volverían a serlo.

—¿Te pareció un rayo de esperanza?

—Me pareció raro. ¿En papá? ¿Una sonrisa de buenos días y eso de que volverían a serlo? Papá vivía sin esperanzas, Miquel. En él todo era odio y resquemor. Yo creo que de no ser por mí se habría quitado la vida. Pero no quería dejarme sola. Supongo que no le di mayor importancia hasta ahora. Si crees que esa visita es importante…

Miquel apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca.

—Mañana lo sabré.

—¿Qué harás?

—Ir a ver a Policarpo Fernández, si es que todavía sigue viviendo en el mismo sitio, con su clan familiar y toda la gente que le rodeaba entonces, igual que un pequeño ejército.

—Siento haberte causado tantos problemas —se lamentó ella.

—Mateo era mi amigo, y pese a reencontrarle, no volví a verle desde octubre pasado.

No le dijo la causa de que no regresara.

Celoso de su intimidad con Patro.

Dispuesto a no seguir castigándose con el pasado.

—Estar con papá era como viajar al infierno —concedió María absolviéndole de toda culpa—. Yo tampoco habría vuelto.

Miquel sostuvo su mirada. Era una mujer mayor, castigada. Quizá algún día volviera a ser amada. Quizá algún día amaría de nuevo. Quizá algún día el tiempo reflotaría su corazón y su esperanza igual que un corcho sumergido en lo más profundo del mar. Sus ojos eran libros abiertos. Cualquiera podía leer en ellos. La última tragedia de su vida acababa de dejarla sola.

—He de irme —susurró él.

—Quédate a cenar. No hay mucho, pero algo…

—No, María, en serio, gracias —intentó detenerla.

—Por favor. Ésta mañana has dicho que Patro está fuera.

—¿Sabes lo cansado que estoy?

No insistió con la voz. Lo hizo con la mirada.

Miquel no pudo luchar contra eso.

Quizá seguía debiéndoselo.

—Está bien —se rindió—. Pero haz lo que tengas a mano, ¿de acuerdo? Yo ni siquiera pensaba cenar, te lo digo en serio. Lo único que necesito es dormir ocho horas seguidas.

María se levantó y fue a la cocina.