18

Llegó a la calle Robadors diez minutos después, caminando cada vez más despacio. Le dolían los pies y un poco la espalda, aunque nada comparado con la cabeza y la sensación aplomada de las piernas. Necesitaba una aspirina y tumbarse. El bar La Palma estaba por encima de la esquina de San Rafael, pero no vio a nadie parecido a Pura según la descripción de la señora Luisa. La mayoría de las prostitutas tenían puntos en común. Ropa, maquillaje, exuberancia, actitud… Algunas eran muy mayores, resistían, exhibían su mercancía corporal con el aplomo y la veteranía de tantos años. Otras eran más jóvenes y desafiaban al mundo desde su vitalidad. Los precios debían de ser para todos los gustos y bolsillos. Necesidad y punto.

No tuvo más remedio que acercarse a una, ya en San Rafael, a cinco metros de la esquina. Tendría unos cuarenta y pocos años y era vulgar. En cuanto apareció en su radio de acción y más cuando se detuvo, ella se transformó, entró en funcionamiento toda su maquinaria de seducción: la mirada cárdena, los labios entreabiertos, el escote que era como un escaparate de lo que guardaba en su interior…

Por un momento, Miquel pensó en las mujeres guapas y selectas de El Parador del Hidalgo, donde había reencontrado a Patro.

Por un momento.

—¿Está por aquí Pura? —Fue directo.

Un destello de insatisfacción titiló en sus ojos negros maquillados de negro bajo unas espesas pestañas negras.

Lo superó muy rápido.

—Tiene un trabajo, guapo. Pero yo valgo por dos. Y si me das motivos, hasta por tres. —Se inclinó sobre él para que la viera mejor y la oliera—. Encima cobro sólo por una, porque soy así de generosa.

El perfume barato le aturdió.

—No soy un cliente —dijo.

—Todos lo sois, prenda.

—¿Volverá aquí?

La mujer comprendió que era una roca. Eso acabó de desanimarla.

—No, si te parece tiene una oficina.

—¿Cuándo…?

—Mira tú por dónde, hablando del rey de Roma…

Siguió la dirección de sus ojos. Pura caminaba a buen paso por San Rafael hacia Robadors para recuperar su puesto en la calle. La señora Luisa tenía razón: era un pedazo de mujer, abundante en todo, sobre todo en pecho, caderas y formas exuberantes, curvas y contracurvas. Su belleza, como la de la mayoría, estaba ajada por el trabajo y la edad. Le calculó unos cuarenta, tan lejos de la juventud como de la vejez. Los labios eran muy carnosos. El escote un vértigo. La falda, con un corte vertical, permitía ver la longitud y rotundidad de sus piernas. Llevaba unos imposibles tacones sobre los que mantenía un elegante equilibrio natural.

—Gracias —se despidió de su interlocutora.

—Te arrepentirás, precioso. —Ella le dio la espalda.

Se puso en medio de la calle. Pura notó que la esperaba. Empezó a sonreír faltando unos tres metros para alcanzarle. Ni siquiera le dio tiempo a hablar.

—Hola, cielo, ¿qué tal? ¿Me esperabas?

—Eres Pura, ¿verdad? —Quiso confirmarlo aunque no hiciera falta, sólo por romper el hielo.

Pero no había hielo, sólo calor.

—¿Recomendado? ¡Hum!, ¿quién te quiere bien? —Le abanicó con sus pestañas.

—Maurici Sunyer.

A la prostituta le cambió la cara.

—Oh, Dios… —exclamó sin poder evitarlo—. ¿Está bien?

—No lo sé. He salido de la cárcel, le ando buscando y me han dicho que la policía le persigue.

—¿Has salido de la cárcel? ¿De qué cárcel?

—Indultado. Por un pelo.

—Has tenido suerte, cariño. —Se relajó un poco—. ¿Quién te ha dicho que Maurici y yo…?

—La señora Luisa.

—Entiendo.

—Mira, no le veo desde la guerra. Necesito encontrarle, es muy importante.

Ella hizo un gesto de impotencia.

Cien por cien sincero.

—Yo no sé qué puede haberle pasado, cielo, ni en qué lío podría estar metido. Una cosa es la carne y otra el pescado, ¿me entiendes?

La carne era ella.

—Por lo que parece, eres su única amiga.

—Sí. —Sacó pecho—. Me hago querer y él es muy buen hombre, muy activo, muy fuerte. ¡Y lo que le gusta el sexo, por Dios! —Puso cara de éxtasis—. Le pierde. Si no fuera lo que soy… Le falta un brazo, pero de aquí para abajo… —Le puso una mano en la cintura y la deslizó rozando su cuerpo, el vientre, el bulto del sexo bajo el pantalón—. Tú también pareces fuerte, amor. —No olvidó su trabajo—. A mí es que los hombres así me ponen…

—Necesito verle. —Detuvo su mano—. Quizá te dijo algo…

Pura relajó su actitud.

Casi llegó a rendirse.

—Desde que la poli fue a por él y se marchó… Ya no volverá, eso seguro. Les tenía miedo. Miedo y odio. Pobre Maurici. Toda una vida tragando mierda para esto, sea lo que sea.

—¿Tenía adónde ir?

—No, que yo sepa.

—¿Alguna compañera tuya?

—Era la única para él —proclamó con orgullo—. Tenía buen gusto.

—Pero algo te diría. Según la señora Luisa, te contaba cosas del pasado, de cuando competía, incluso de la guerra.

—Hablábamos mucho, sí, aunque no del presente, sólo del pasado. Del presente lo único era su odio por todo, por lo que le hicieron, lo que le arrebataron. De haber podido, se habría convertido en un maquis o un anarquista, y con un solo brazo… Por lo general no me trago la mierda de los demás, pero él era diferente. A veces incluso cenábamos juntos, como una pareja normal. —Dulcificó su expresión levemente.

—¿Le veías mucho?

—Al menos una vez a la semana. Por lo general dos. Si estaba de suerte, tres y le cobraba menos. Ya te digo que el sexo le volvía loco. Y más conmigo.

—Tuvo que meterse en algún problema. ¿No le notaste raro?

—No sé qué decirte.

—Éstos últimos días. Según la señora Luisa, parecía un cadáver ambulante.

—Bueno, estaba preocupado, eso sí.

—¿En qué sentido?

—En todos. Filosofaba mucho sobre la vida, la muerte, el destino… Decía que un solo hombre había cambiado el destino de España y que también uno solo podía devolver el país a la normalidad.

—¿Se refería a Franco?

—Sí. —Miró a su alrededor por si había oídos indignos—. ¿Quieres bajar la voz?

—¿Te suenan los nombres de Esteve Roura, Pascual Virgili, Enric Macià o Mateo Galvany?

—No, ¿por qué?

—¿Sabías que estaba enfermo?

—Sí. —Sonrió como una niña mala—. Me decía que lo mejor que podía pasarle era estirar la pata dentro de mí. Yo le contestaba que ni se le ocurriera.

—¿Te dijo también que iba a morir?

—¿Qué? —Frunció el ceño.

—¿No te contó eso?

—¡Quita ya! —Se enfadó de veras.

Maurici Sunyer se lo había confesado a la señora Luisa, pero no a la mujer con la que se acostaba.

Un último rasgo de orgullo.

—Tenía algo muy grave en el corazón. Una cosa llamada aneurisma.

Los ojos de Pura se ensombrecieron.

Luego se iluminaron con la presencia de unas lágrimas apenas contenidas.

—Me estás tomando el pelo.

Miquel no dijo nada.

La miró fijamente.

—Mierda… —gimió la prostituta.

—Lo siento.

—Es que siempre caen los mejores, o los más infelices —exhaló sin fuerzas.

—Intenta recordar estos últimos días, por favor. Su hermano Ernest está vivo, en México —continuó con su mentira—. No puede llamarle. Se merece esa noticia.

—¿Y qué quieres que te diga? —Se vino abajo, cansada de tanta charla—. ¿Sabes la de clientes que me cuentan la intemerata? A veces me toca hacer más de madre que de puta. Él estaba traumatizado por la guerra, ya te lo he dicho. —Se desesperó un poco más—. Coño, todos los suyos muertos y él manco. Maravilloso, ¿no? Decía que, con sólo un brazo, aún era capaz de batir el récord de España, pero que no le dejaban competir, más por rojo que por manco. Y eso que últimamente había vuelto a entrenar.

—¿En serio?

—Sí, iba a Montjuïc a echar piedras. Cogía una del tamaño y peso de esa bola que tiran y la arrojaba lo más lejos que podía. Me contó que aún era el mejor, que la tiraba un buen puñado de metros más allá. Estaba orgulloso de eso.

—¿Pudo decírtelo para alardear o presumir?

—En la cama todo son flores, amor, pero él lo contaba de verdad. ¿Quién le dice a una puta que se va a tirar piedras, si no? Yo le animaba, claro. El pobre…

—¿No te parecía extraño, y más estando enfermo?

—También follaba estando enfermo, ¿y qué? ¿Extraño? A mí nada me parece extraño, querido. —La prostituta que había hablado con él acababa de conseguir un cliente y pasó por su lado moviéndose de forma endiablada, colgada de su brazo. Eso la molestó—. Oye, aquí de cháchara contigo no me voy a comer un rosco y soy la mejor, ¿sabes?

—Ya me iba, perdona.

Ella lo retuvo.

—Tienes cara de no haber estado con una mujer desde hace mucho.

No era buena psicóloga.

Puta sí. Psicóloga no.

—Estoy casado. —Le mostró el anillo.

—Pero tu mujer será mayor, como tú, y ya no te puede dar lo que te daré yo.

—Gracias. —Se separó un paso.

Suficiente para que ella no pudiera alcanzarle.

—Si encuentras a Maurici, dile que le echo de menos. —Reapareció la mujer que llevaba dentro.

—No tengo a quién preguntar.

—Hace buen tiempo. Puede dormir en cualquier parte.

Otro paso más.

—¿Por qué lado de Montjuïc va a entrenarse?

—Hay un terreno donde a veces juegan los niños, un campo de fútbol o algo así. No sé el nombre, si es que lo tiene. Me habló de que subía y bajaba por la calle Margarit porque ahí vivieron sus abuelos hace mucho tiempo y le gusta, por eso lo recuerdo. Cerca están las barracas.

La cara oculta de Barcelona, la mísera.

—Suerte, Pura —le deseó.

La puta ya no respondió.

Pasaba un hombre cerca, y la miraba con ojos sedientos.

Ella fue hacia él y casi le hundió la cabeza entre los pechos.