16
Otra casa humilde, sin portería. Humilde y estrecha, con sólo un piso por rellano. Humilde pero no pobre, porque había algo en ella que la hacía digna: el arco de la entrada, los balconcitos labrados, el remate de la azotea, visible desde la calle. La habían maltratado los años y la falta de cuidados, sólo eso. Al barrio también le costaba recobrar la alegría anterior a la guerra, aunque los teatros del Paralelo brillasen siempre con su propia luz y la promesa de una evasión temporal.
No se metió en el portal de inmediato. Primero miró una vez más, disimuladamente, a derecha e izquierda.
Nada.
O la policía había mejorado, convirtiéndose en sombras casi invisibles, o allí no existía vigilancia alguna.
Si Sunyer estaba ya preso, ¿para qué vigilarla? Y si seguía huido como Roura, ¿iba a volver a su casa?
—Acabarás paranoico.
¿Por qué le daba cada vez más miedo el lío en el que se estaba metiendo?
Subió despacio a la primera planta y llamó a la puerta. El silencio al otro lado le hizo ver que no había nadie. Subió al segundo y se encontró con lo que ya esperaba. Lo mismo que en la vivienda de Roura, la puerta del piso había sido violentada. Patada policial, sin miramientos. Arrancada de sus goznes, la madera se sostenía en pie mediante un simple apoyo a base de haberla inclinado sobre el marco. Una cadena con un candado la había protegido un tiempo, pero también estaba rota, forzada. O un ladrón intentó beneficiarse de la situación, o un vecino entró a curiosear, o tal vez sí que Maurici Sunyer regresó en un momento u otro a por algo.
Miquel lo aprovechó.
Sostuvo la puerta con ambas manos lo justo para que su cuerpo pudiera colarse por el hueco. Luego la volvió a dejar donde estaba.
El piso de Maurici Sunyer era más humilde que la casa: paredes desconchadas, papel pintado y medio arrancado o caído en el comedor, poca luz en el resto y mucho vacío. Demasiado vacío. La única cama estaba en la habitación principal y tenía el colchón reventado, con sus restos esparcidos por el suelo. Las puertas del armario, abiertas de par en par, ofrecían un espectáculo igualmente mísero, sin apenas ropa y la que quedaba aparecía diseminada sin orden aquí y allá. Los cajones de una cómoda estaban vacíos.
En otro tiempo, allí tuvo que vivir una familia entera, porque el piso, aunque alargado y estrecho, tenía demasiadas habitaciones para un hombre solo.
El teléfono estaba en el pasillo, adosado a la pared. Tomó el auricular y comprobó que sí, que había línea.
Un teléfono vivo.
Alguien que vivía humildemente mantenía un servicio que no todo el mundo era capaz de pagar o disfrutar. Porque, de todas formas, ¿quién iba a llamarles o a quién iban a llamar?
Centró su atención en el comedor.
Una mesa, tres sillas desiguales, un aparador… Pero lo más importante estaba también en el suelo, como si alguien hubiese arrancado algo de las paredes o un viejo álbum de recortes hubiera sido destripado. Se agachó para recoger unas hojas de periódico, medio rotas algunas, amarillentas la mayoría.
Le bastó con una ojeada.
Recortes de un pasado luminoso y perdido.
Primero vio la imagen de un hombre fornido, bajo, no gordo pero sí musculoso, ya un poco calvo, vestido con equipación atlética. Sonreía con una medalla al cuello y sostenía una pequeña corona de laurel en las manos. Después leyó los titulares de aquellos recortes, todos anteriores a 1936.
«Mauricio Sunyer, campeón de Cataluña de lanzamiento de peso», «Sunyer a siete centímetros del récord de España», «Mauricio Sunyer, la joven esperanza del atletismo catalán», «Sunyer, quinto en los campeonatos celebrados en Berlín compitiendo con los mejores especialistas europeos», «Medalla de oro para Sunyer con un lanzamiento de…».
La historia de un hombre arrasada y arrojada al suelo.
Si no estaba ya preso, ¿se escondía con Roura?
Miquel dejó los recortes en el mismo lugar, pero no los pisó. Siguió moviéndose despacio, vigilando dónde ponía los pies. Un modo de respetar algo, aunque ya fuera tan inútil como tardío.
Casi en un ángulo del comedor descubrió los sobres, grandes, de color crema claro.
Abrió los ojos al ver en uno de ellos un nombre familiar.
«Pascual Virgili - Cardiólogo».
Volvió a agacharse y los recogió. Cuatro en total. Le bastó con atisbar el interior del primero para darse cuenta de que su contenido eran radiografías. Extrajo una. Eran del torso de una persona. Según la etiqueta inferior, de Mauricio Sunyer Claret. Comprobó las fechas: junio de 1946, abril de 1947, marzo de 1948 y febrero de 1949.
Buscó más a fondo en los sobres sin encontrar nada, ningún informe. Miró por el suelo. Revolvió viejos recibos así como algún que otro recuerdo, hasta dar con tres hojas de papel perdidas junto con documentos diversos. Tres hojas con el mismo membrete de Pascual Virgili.
No entendió la jerga, pero fuera lo que fuera, no parecía nada bueno.
«Aneurisma de aorta torácica», «Tratamiento conservador», «Extremo cuidado»…
Luego, recomendaciones, una dieta…
El último nexo estaba ahí.
El lazo que unía a Virgili y a Sunyer, médico y paciente.
¿Qué podía significar eso?
Estuvo a punto de llevarse los informes médicos. Desistió de ello. Bastante se estaba ya mezclando en el caso. Memorizó algunas frases y descripciones y volvió a dejarlo todo en el suelo.
No quedaba mucho más por hacer.
Pese a todo, metió la cabeza por el resto de la casa: el lavadero, el pequeño inodoro, la cocina, dos habitaciones vacías, un minúsculo trastero igualmente desértico. La guerra debía de haberse llevado las medallas, los trofeos, los reconocimientos del Maurici Sunyer deportista y atleta.
Llegó al recibidor, apartó un poco la puerta y salió al rellano sin necesidad de moverla demasiado. Cuando se dio la vuelta se encontró con él.
Un niño.
Un niño de unos diez u once años, cara de listo, avispado, cabello cortado a cepillo, pantalones cortos, zapatos más grandes que sus pies, sucios.
—Hola —le dijo.
—¿Quién es usted? —El pequeño no se confió.
Salía del piso. No valía la pena mentir, sólo engañarle lo justo.
—Un amigo de Maurici.
—¿Conoce al campeón?
—¿Le llamáis así, el campeón?
—Sí, porque lo es.
—¿Dónde vives?
—Arriba.
—¿Sabes qué pasó? —Señaló la puerta reventada.
—Vino la policía —le contó con la mayor de las naturalidades.
—¿El día 22?
—No sé, era domingo. Montaron un alboroto de mil demonios. —Miró hacia arriba tras decir esa palabra, por si le escuchaba alguien, seguramente su madre.
—¿Se lo llevaron?
—No, no estaba en casa.
—¿Y más tarde?
—No lo sé, pero no creo. Es muy listo.
Un admirador.
—¿Adónde pudo ir?
—Ni idea. —Se encogió de hombros.
—¿Tú eres su amigo?
—Sí, el único.
—¿Por qué el único?
—No sé, pero lo somos.
—¿Le caes bien?
—Dice que me parezco a su hijo.
—¿Y dónde está su hijo?
—Murió. —Y le aclaró—: Cuando la guerra.
—¿Y su mujer?
—También murió. Y sus padres. Murieron todos.
—¿Así que estaba solo?
—Tiene un hermano, pero no sabe nada de él desde que acabaron los tiros. Oiga. —Le miró con cara de sospecha—. ¿No dice que es su amigo?
—Hace mucho que no le veo. Desde los días en que era campeón, antes de la guerra.
—¿Usted le vio competir? —Abrió los ojos.
—Sí —mintió con aplomo.
—¿Era tan bueno como dice?
—Mucho.
—Lo sabía. —Sonrió lleno de felicidad—. A mí me ha contado cosas estupendas, cómo ganó algunas de sus pruebas. Es emocionante.
—¿Por qué no siguió compitiendo después?
—¿Cómo iba a hacerlo con un solo brazo, hombre?
—¿Perdió un brazo?
—Sí, el izquierdo. Y aunque echaba la bola con el derecho ya no pudo seguir, o no le dejaron. Por eso y por ser rojo. ¿Usted también era rojo?
—¿Cómo perdió el brazo?
—En el frente. Se lo arrancó un obús. Dígame, ¿era rojo o no?
—Sí, lo era.
—Bueno. —Se quedó serio.
—¿De qué vive ahora?
—Ayuda aquí cerca, en la tienda de ultramarinos de la señora Luisa. Tiene un solo brazo, pero le basta para cargar cajas y todo eso, porque es muy fuerte. La señora Luisa tampoco tiene a nadie y a Maurici le basta con muy poco para comer.
—Parece que lo sabes todo.
—Sí. —Se mostró orgulloso de su dominio y su popularidad.
—¿De verdad no tienes ni idea de dónde pueda estar?
—No, ya se lo dije a la policía.
—¿Te interrogaron?
—Sí. —Sacó pecho—. Pero si iban a por Maurici es que se equivocaban. Les dije que no sabía nada y ya está.
Miquel le revolvió el pelo con simpatía. Los dos miraron con cierta tristeza la desvencijada puerta de la casa del campeón de Cataluña de lanzamiento de peso.
—¿Qué será ahora de este piso? —se preguntó en voz alta.
—La policía dijo que no entráramos ni tocáramos nada, pero eso fue hace una semana y no han vuelto.
—¿Dónde está la tienda de la señora Luisa?
—Saliendo a mano izquierda, en la calle San Bertrán.
Puso un pie en el primer peldaño de la escalera y se detuvo.
—¿Tenía amigos? —volvió a dirigirse al chico.
—Que yo sepa no. Nunca le vi con nadie.
—¿Pascual Virgili, Esteve Roura, Enric Macià, Mateo Galvany…?
Movió la cabeza negativamente.
—Sí, parece que eres su único amigo —asintió él.
—Siempre está muy serio, menos conmigo, aunque mi madre dice que está loco, que todos los solitarios lo están, y más habiendo perdido a su familia entera.
—¿Te contó alguna vez por qué tiene teléfono?
—Dice que lo necesita, por si un día llama su hermano, aunque cada vez ha perdido más las esperanzas. También dice que es por dignidad, que si uno va renunciando a todo acaba no siendo nada.
Un resistente.
Tal vez un idealista.
¿Peligroso como todos ellos?
—Gracias, chico —se despidió de él.