1. LA AURORA DE LA TRANQUILIDAD

No sé cuántas horas había dormido; me pareció que despertaba de la eternidad. Raras veces sucede ese prodigio, esa magia que te lleva a creer que has vuelto a nacer, porque en la hondura y la nada del descanso profundo es como si se liberara todo el temor, toda la angustia, todo el dolor… y el mundo y la vida fueran de pronto nuevos. Había tenido apacibles sueños; no los recordaba, pero habían dejado en mí el poso de la felicidad. Contribuyendo quizás algo a esto la extrema blandura de la cama, la dulzura de una almohada y la suavidad de una manta de lana… Todavía tenía los ojos cerrados, pero iba sintiendo, no obstante, los contornos de la alcoba pequeña, aseada, discreta, en la que se abría una gran ventana a oriente, dando al patio interior de la casa. El silencio era total…

Mi primer pensamiento cuando salí de aquel ensueño fue de alegría. Experimentaba esa reacción del alma que ya no desea, de manera alguna, retornar a la desgracia; y que la descubre lejana, olvidada… Así, sin querer ver, me iba haciendo consciente únicamente del presente, y abandoné todas mis fuerzas en una espera; no sabía de qué cosa, ni por qué…

Pero, de improviso, la intuición de una presencia me asaltó inundándome de una felicidad indecible. Entonces abrí por fin los ojos y me encontré con dos rostros impregnados de claridad, dos caritas preciosas… Y como me daba el sol de la ventana directamente, se me figuró que seguía soñando: ¿eran dos ángeles? Para mí como si lo fueran: Fernanda y Dorito estaban sentados a mi lado, mirándome, dorados de limpia luz…

Salté de la cama, me abracé a ellos y lloré, lloré de pura dicha…

Nos hallábamos por fin fuera de la prisión y amanecíamos en la casa de Abbás el Bonetero, el amigo de Toribio de Ceuta. Después de tantas penalidades, de la incomodidad y la mugre, de dormir durante meses en el duro y frío suelo, ¡qué maravilla despertar allí!; al abrigo de unas paredes encaladas, frente a un ventanal por el que se veía una pacífica palmera… Y qué felicidad tan grande evidenciar que seguíamos vivos y que permanecíamos juntos. Mi alma quería expresar todo eso y ninguna palabra hubiera sido capaz de manifestarlo, así que mis brazos estrechaban a esas dos frágiles criaturas mientras mis lágrimas fluían con la esperanza y el consuelo… Tal es la juventud: pronto considera inútil el dolor y se enjuga los ojos; porque sigue la vida y no hay más opción que continuar con ella; esto es, ¡vivirla!

2. EN LAS CASA DE ABBÁS, EL BONETERO

Toribio el Ceutí nos había hecho un favor impagable, logrando que fuéramos acogidos en la casa de su amigo. De los múltiples destinos que pudieron habernos tocado en suerte en el repartimiento, aquél era sin duda el más beneficioso. No es que supusiera que ya fuéramos del todo libres, porque todavía seguíamos siendo cautivos y propiedad del sultán, pero al menos podíamos vivir en Mequinez con comodidad, sintiéndonos seguros y gozando de la posibilidad de movernos con cierta autonomía. Lo cual, después de haber estado tanto tiempo encerrados entre muros tan altos que solo habría podido remontar un pájaro, suponía una maravillosa y nueva sensación.

Nada más llegar, nos proporcionaron unas estancias propias, nos ofrecieron un baño y nos dieron ropa limpia a los cinco. No hace falta decir que estábamos encantados. Cuando se ha sobrevivido con tan poco, cualquier pequeño beneficio parece un verdadero lujo. Al sentirnos limpios, alimentados y bajo un techo, tan de repente, nos encontramos como en la misma gloria.

No es que la casa fuera muy grande, pero nos parecía un verdadero palacio. La fachada era semejante a las de las demás viviendas de Mequinez: de puro adobe amasado con paja, pero bien lucida con una capa de estuco arcilloso. El ancho portón daba a un zaguán amplio y éste a un patio interior, de altos muros, al que se asomaban galerías en sus dos pisos. Al final había otro patio donde crecía una altísima palmera y al que daban nuestras habitaciones. El ambiente interior resultaba fresco, íntimo y cuidado, con muy pocos muebles. La vida se hacía en la estancia más amplia, abierta al primer patio. El suelo estaba cubierto con tapices en los que se distribuían los mullidos colchones que servían como único asiento.

El día de nuestra llegada no vimos al dueño de la casa. Nos recibió una mujer muy dispuesta; alta, voluminosa; los ojos rasgados y las pupilas grandes; la mirada penetrante, como indicio de fogosidad en su carácter. Se llamaba Manola y nos sorprendió que hablara perfectamente el español. Lo cual no era de extrañar, puesto que era española y malagueña. El Ceutí la presentó como la esposa del tal Abbás el Bonetero, el dueño, el cual según dijo se hallaba de viaje.

—¡Pobres criaturas! —exclamó ella, llevándose las manos a la cabeza, nada más ver nuestro lamentable estado—. ¡Qué desastre! Lástima de cautivos que tan mal cuidados andan… Estos moros no tienen caridad ninguna.

Y era de comprender su asombro: ¡había que vernos! Estábamos sucios, cochambrosos, con la porquería de muchas semanas adherida a nuestros pobres cuerpos. Mas si fuera solamente eso… Habíamos enflaquecido hasta el punto de parecer esqueletos. A los que éramos por naturaleza más o menos delgados antes del cautiverio se nos notaba bastante; pero a doña Matilda, que siempre fue rellenita, no se la reconocía: parecía otra mujer, con una figura enteramente diferente; el cuello largo y fino, la barbilla afilada, los pómulos marcados y los ojos saltones; por no hablar del talle y la absoluta falta de relleno donde antes hubo redondeces… De igual manera, don Raimundo parecía insignificante, mucho más envejecido y sobrándole la ropa vieja y sucia por todos lados.

El baño fue una experiencia inusitada; algo que ya casi habíamos olvidado. Nos tenían preparada agua caliente, jabón y estropajos, y hasta nos parecía que perdíamos algo muy nuestro cuando, friega tras friega, lográbamos desprender la negra mugre. Pero la mayor sorpresa llegó cuando nos miramos por primera vez al espejo y nos vimos tan flacos.

—¡Ah, ésta no soy yo! —gritó con desgarro el ama—. ¡Si parezco una galga!

Luego estuvo llorando durante un largo rato encerrada en su habitación. Nos tenía preocupados.

—Dejémosla, pobrecilla —nos decía Fernanda, que la conocía mejor que nadie—. Todo esto ha sido muy duro para ella, demasiado duro… Y tiene que desahogarse.

Pero don Raimundo, aun estando tan débil, sufría mucho al oírla sollozar; se fue a la puerta del cuarto y le dijo: —No llores, esposa mía; ya verás como pronto nos rescatarán… Y volverás a engordar cuando puedas comer todo lo que quieras… ¡Anda, esposa, no llores!

Dentro doña Matilda dejó de gemir, abrió con brusquedad la puerta y asomó bramando indignada:

—¡Cómo que «esposa»…! ¡¿Será posible bobada más grande?! ¡Le he dicho a vuaced que no me llame «esposa»! ¡Yo no soy su esposa! ¡Era lo que me faltaba!

Don Raimundo se quedó perplejo, mirándola entre el respeto y el cariño, y añadió sin titubear:

—Aquí somos marido y mujer, Matilda; ésas son las normas… ¡No te enojes, mujer!

El ama dio un grito, cerró de un portazo y prosiguió dentro con sus sollozos de desesperación.

Y don Raimundo, volviéndose hacia nosotros, dijo: —No comprendo por qué se pone así… Ahora que todo se va arreglando; ahora que tenemos una casa… A esta esposa mía no hay quien la entienda…

Fernanda y yo nos miramos llenos de preocupación. Hacía tiempo que veníamos percatándonos de que el administrador parecía no ver la realidad; que de vez en cuando era como si perdiese la razón y dijese cosas incongruentes. Ya en la prisión le habíamos visto como enajenado, confuso y ausente. Y empezábamos a darnos cuenta de que se había tomado tan en serio lo de los matrimonios fingidos que había llegado a creérselo del todo.

Tanto era así que Manola también se lo creyó y resultaba muy difícil hacerle ver la auténtica realidad; porque don Raimundo se dirigía siempre al ama llamándola «esposa» y la trataba como si de verdad lo fuera.

—No me entero —nos decía la mujer de Abbás—. ¿Están o no están casados esos dos?

—No, no —contestaba Fernanda—; ella es viuda y él soltero.

—Pues parecen un matrimonio… Discuten como si de veras lo fueran…

3. SECRETOS Y NEGOCIOS OCULTOS

Habíamos creído en un principio que Toribio el Ceutí iba a vivir con nosotros en la misma casa. Eso nos daba mucha tranquilidad. Pero resultó luego que se alojaba en otra vivienda, que al parecer se hallaba lejos de la nuestra. Por ese motivo, antes de irse nos reunió para darnos algunas explicaciones:

—Compadres —nos dijo—, yo no voy a dejar de ocuparme de vosotros. Me voy a otro lugar, pero no dejaré de venir a veros. Aquí, en la casa de mi amigo Abbás, podéis estar tranquilos. Nadie se meterá con vosotros y espero que no tengáis que volver a la prisión…

—¡Ay, Dios mío! —exclamó doña Matilda—. ¡Allí no! Allí no, porque moriremos…

—Esté tranquila vuestra merced —la tranquilizó el Ceutí—. Como digo, ya no tienen por qué temer. Abbás es un buen amigo mío y, aunque se encuentra ahora de viaje dedicándose a sus negocios, su esposa Manola cuidará de vuestras mercedes hasta su vuelta. Ambos, Manola y el Bonetero, son personas de mi entera confianza; nos conocemos desde hace años y estarán encantados de teneros en su casa… Comprendo, compadres, que estéis preocupados, porque todo aquí es nuevo para vosotros y nunca antes os habéis visto en un trance semejante. Pero yo tengo experiencia en estas lides y os aseguro que todo se arreglará; tarde o temprano se solucionará… Cuando regrese Abbás, dentro de algunas semanas, quiera Dios que no tarde mucho más, se arreglarán las cosas. Ya lo veréis, compadres, confiad en mí… Os he traído a buen sitio, Manola cuidará de vosotros.

—Sí —le dije—, confiamos en ti, alcaide; porque no has dejado de ayudarnos… Pero dinos al menos cómo se arreglarán las cosas… Necesitamos saber algo más… ¿Quién arreglará las cosas? ¿Quién se ocupará de lo nuestro? ¿Cuánto tiempo crees que estaremos en esta casa esperando?

Él agachó la cabeza pensativo y con evidente perplejidad. Y yo, al ver que dudaba y que no respondía a mis preguntas, insistí:

—¡Dinos algo, alcaide! ¿Cuánto más hemos de esperar? ¿Qué debemos hacer?

El rostro del Ceutí se sonrojó, perdiendo su habitual seguridad, y respondió turbado:

—Compadres, esto es muy complicado… Por muchas explicaciones que os dé yo, os seguirá resultando muy difícil entender lo que aquí sucede… Todo esto del cautiverio y el rescate tiene su miga… No es fácil… Vosotros no dejéis de confiar en mí y no perdáis la esperanza… Yo me ocuparé de todo, compadres…

No me quedé nada satisfecho con aquella explicación. Me parecía que había demasiado misterio en sus palabras y me intranquilicé.

—¿Por qué no te explicas con claridad? —inquirí nervioso—. ¿Nos ocultas algo? ¡Dinos de una vez lo que pasa! ¡Necesitamos saber qué se mueve debajo de todo esto! ¡Por Dios, habla!

Vaciló él, resopló, y luego, vencido al fin por mi insistencia, me dijo:

—Está bien, Cayetano, te lo contaré todo… Pero será mejor que hablemos tú y yo a solas en un lugar aparte…

—¡Nada de eso! —protestó doña Matilda—. ¡Nosotros también queremos enterarnos!

—No, no, señora —le dijo él con suavidad—. Haga vuestra merced caso de mí… Hay cosas que requieren su entereza, su estado de ánimo; y vuacedes están cansados y demasiado débiles. Ya se enterarán a su tiempo…

Con estas explicaciones se quedaron conformes, aunque todavía confusos. Así que el Ceutí y yo nos fuimos fuera de la casa, al rincón de la plazuela donde estaba la fuente. Y allí, en la umbría que propiciaba el sicómoro, fui puesto al corriente de un montón de circunstancias y asuntos oscuros que ni siquiera había podido imaginar.

—Lo primero que debes saber —empezó diciendo el Ceutí—, antes de nada, es que no hay otra manera aquí de hacer las cosas que la que te voy a referir. Y debes creerme, Cayetano, sin hacerte juicios precipitados sobre mi persona ni sobre ninguno de los individuos que nombraré… ¿Comprendes a qué me refiero?

—No, no lo entiendo —contesté completamente confundido—, no comprendo nada… ¡Habla con claridad!

Me miró a los ojos con ternura, apreciablemente conmovido, me dio un par de cachetes cariñosos en la cara y dijo:

—Ah, Cayetano, muchacho, no creas que no me duele tener que contarte todo esto… Pero la vida es dura, muy dura, y hay que salir adelante como sea, aunque a veces no nos agrade lo que tenemos que hacer…

—¡Habla de una vez, diantres! ¡Me estás poniendo muy nervioso!

Inspiró con fuerza, como llenándose del ánimo que necesitaba, y dijo calmadamente:

—Bien, hablemos con franqueza, compadre… Esto de los cautivos es un gran negocio, ya sabes eso. El sultán y toda su corte viven ricamente a costa de las ganancias que obtienen por ello. Pero también para la gente más baja y con menos poder: simples comerciantes, artesanos y hasta los pequeños negociantes sacan su tajada… Para toda la gente de aquí es un gran negocio el cautiverio, vuestro cautiverio, el mío… Eso lo sabe todo el mundo y no es ningún secreto, porque a nadie se le oculta y yo mismo os lo he explicado reiteradas veces… La gente en esta ciudad vive de eso; le sacan un gran beneficio… En fin, se han acostumbrado al trapicheo con los desgraciados cautivos y aquí nadie ve mal ese oficio… Pues bien, compadre, me duele mucho tener que decirte esto; pero ya veo que no me queda otra… Estos amigos míos de Mequinez, los que nos amparan en sus casas, no nos acogen por pura caridad cristiana, no lo hacen por desinterés… Sino todo lo contrario: por auténtico y simple negocio, por interés, por ganarse un buen dinerito fácil… O sea, que piensan sacar un beneficio a costa de vuestro rescate, el cual les corresponde en la parte que les toca por teneros a buen recaudo en sus casas, vigilados y mantenidos… Eso es lo que hay, compadre; ya te lo he dicho, aunque me duela…

Me quedé atónito, sin saber qué pensar acerca de lo que me contaba. Las sospechas acudían a mi mente; así que acabé preguntándole en un susurro:

—Entonces, ¿el Abbás ese ganará dinero a costa de nuestro rescate? ¿Te refieres a eso?

—A eso mismo, ni más ni menos…

—¿Y tú…? ¿Y tú, alcaide, sacas algo de todo esto?

Arrugó el hocico, frunció el ceño, guiñó el ojo y respondió:

—Pues claro, compadre; yo también obtendré en su momento la parte que me corresponde. Me sabe muy mal confesarlo, pero he decidido no andarme con mentiras. Si lo digo, lo digo todo… Aquí todo el mundo saca lo suyo, ¿voy a desperdiciar yo la oportunidad? Yo me ocupo de gestionar los repartos, de entenderme con los que hacen los tratos para decirles cuáles son las piezas más gordas del lote; es decir, para hacer averiguaciones y ponerles al corriente de lo que pueden sacar de cada cautivo. Porque de aquéllos que más tienen en España se puede sacar más… ¿Comprendes, compadre? Me duele mucho decírtelo, pero así son aquí las cosas; así es la vida, compadre…

A él le dolería tener que darme aquellas explicaciones, pero a mí me cayeron encima de la cabeza como mazazos. Resultaba que aquel hombrecillo tan dispuesto, a quien considerábamos nuestro bienhechor, no era otra cosa que un aprovechado… Pero, como no terminaba de creérmelo, le dije:

—Alcaide, tú también eres cautivo… ¡Estuviste con nosotros todo el tiempo en la cárcel!

—Sí, compadre, yo también soy cautivo —contestó con aparente sinceridad, llevándose la mano al pecho—. Y yo también tendré que pagar a su tiempo el rescate por mi libertad. Por eso, compadre, debes comprenderme… No tengo bienes, parientes ni hacienda y he de cuidar de mí mismo. Mis amigos de aquí me ayudan, pero yo he de ayudarles a ellos… ¿Lo entiendes, compadre?

Asentí con un resignado movimiento de cabeza, como aceptando sus razones. ¿Qué otra cosa podía hacer? Él lo había explicado con toda claridad: éramos mercancía y nada más. Allí no se andaban con compasión ni contemplaciones. A nosotros nos habían considerado gente rica, y por lo tanto, susceptible de proporcionarles un mayor beneficio. Así funcionaban las cosas entre toda aquella gente de Mequinez que vivía del gran negocio de los cautivos.

Nada podía reprocharle al Ceutí. Al fin y al cabo, conservábamos la vida gracias a él. Nos había protegido, cuidado y orientado en un mundo hostil para nosotros, en el que no hubiéramos podido salir adelante sin su ayuda. Y ahora venía lo más triste: asimilar que no era tan buena persona como suponíamos; que era un simple superviviente que se movía por oscuros intereses.

Y como viera él que yo le miraba entre la sorpresa y la indignación, exclamó amigablemente:

—¡Vamos, compadre, no pongas esa cara! ¡No me mires de esa manera! Estáis salvos tu novia, tu ama, don Raimundo y tú, atendidos en una buena casa, bien comidos y a la espera solo de la redención… Que hay que pagar luego…, pues pagáis y en paz. Esto es así… Yo no hago sino tratar de salir adelante…

—Visto de esa manera… —dije irónico, sin salir todavía del pasmo.

—¡Pues claro, compadre! ¡Anda, alegra esa cara!

A estas alturas, y después de haber escapado una tras otra de tantas adversidades pasadas, no iba a desasosegarme aquel descubrimiento, por desagradable que resultase. Pero había todavía cosas que no me cuadraban del todo y, ya puestos, quise saberlo todo acerca de aquel negocio.

—Está bien, Toribio —le dije—, en cierto modo alcanzo a comprender tus razones y no quiero hacerme ningún juicio sobre ti… Pero no acabo de entender cómo se harán luego los tratos del rescate y qué parte tienen tus amigos en todo esto… ¿Quién es ese tal Abbás el Bonetero al que todavía no hemos visto? Porque estamos en su casa, atendidos por su mujer, pero a él no lo conocemos en persona, sino solamente por el nombre…

—Yo te lo explicaré, compadre —respondió muy conforme—. Justo es que conozcas hasta el último detalle; que desliemos del todo la madeja, ya que hemos empezado a tirar del hilo…

Entonces me contó con detenimiento cómo se organizaba el negocio de los cautivos; un complicado entramado en el que participaba Mequinez en su conjunto. Arriba del todo como dueño soberano y amo de los destinos y las voluntades de cuantos vivían allí, fueran libres o esclavos, estaba el sultán Mulay Ismail, que había amasado su inmensa fortuna con la productiva industria del cautiverio. Seguíanle en la jerarquía del poder y por consiguiente en el volumen de los ingresos, sus ministros, visires y consejeros. A continuación estaban los magnates del reino, ordenados a su vez en un minucioso escalafón que abarcaba tanto al ejército como a la sociedad civil, incluidos los ulemas, que eran algo así como el clero. Y, por último, siguiendo un exhaustivo orden de beneficiarios, estaba el resto de la población; es decir, cuantos tenían el rango de ciudadanos y súbditos del sultán por ostentar el derecho de vivir dentro de las murallas de Mequinez.

Una vez visto esto, el Ceutí pasó a explicarme cómo funcionaba el negocio.

—Si no hubiese cautivos —dijo—, no tendrían sultán, ni visires, ni magnates, ni ejército, ni murallas… En fin, si no fuera así, ¿qué carajo va a haber en un sitio como éste, donde no hay nada más que camellos, cabras y dátiles? De los cautivos ha salido todo el reino, toda la riqueza y la poca gloria que aquí pueda verse. Porque no ha habido en Berbería más trabajo que el de ir a apresar gente, ya sea en los mares, en los territorios vecinos, en el país de los negros o en el mismísimo infierno si fuera menester… Y como la cosa les ha ido muy bien, como puede verse, toda su codicia se centra en cautivar más y más, pidiendo cada vez mayores rescates. Esta gente ya no sabe vivir ni ganarse el sustento de otra manera. De ahí que tengan un ejército nada menos que de ciento cincuenta mil hombres, veinte mil caballos, cuatro mil camellos y solo Dios sabe cuántos burros…

—¡Increíble! —exclamé.

—Ya ves, compadre —continuó—. Y la cosa funciona así: se cosechan los cautivos como si fuesen trigo y se guardan en los «graneros», que son esas prisiones donde nos tuvieron, de las cuales únicamente visteis una mínima parte, pues son harto más grandes, con capacidad para albergar cuarenta mil almas. Aunque, como ya sabes, muchos cautivos, los más afortunados, viven en las casas de los particulares, como vosotros, compadres. Pues bien, una vez que se tiene hecho el agosto, empieza el trapicheo; o sea, enviar gente a los sitios donde viven los familiares y vecinos de los desdichados prisioneros para sacarles el precio de su libertad. Y en ese trato, porfía y regateo es donde intervienen centenares de hombres; negociantes que hacen de su vida un constante ir y venir de los puertos a Mequinez y de aquí a los puertos, para sacarse unas buenas ganancias con el tanto por ciento de las comisiones que les corresponden. ¿Has comprendido, compadre?

—Perfectamente —respondí lleno de asombro—. Ahora ya sé cómo funciona la cosa.

—Muy bien —dijo—, pues ahora te diré quiénes son mis amigos aquí y a qué se dedican. El primero de ellos se llama en cristiano Andrés Pilarón, aunque aquí se le conoce con el nombre de Jalil; el segundo es el dueño de la casa donde vivís, Abbás el Bonetero, y el tercero es Ibrahim, conocido como el Tuerto, pues le falta un ojo, en cuya casa yo me hospedo. Todos ellos fueron cristianos, bautizados en España, pero acabaron dando aquí con sus huesos, por cautiverio unos y por mercachifleo otros, y renegaron haciéndose mahometanos. Eso, como ya verás, compadre, es muy frecuente en estos lares: son muchos los cristianos, hijos y nietos de cristianos que, por haber sido cautivos y buscar su libertad, o por pura codicia, se dejaron circuncidar y abrazaron la fe de Mahoma. Pero no así yo, compadre; ése no es mi caso, yo nací cristiano y moriré cristiano… ¡Lo juro!

Dentro de todo lo malo que me estaba contando, al menos eso me pareció honrado por su parte. Pero me espanté del todo cuando prosiguió:

—Mis amigos no son mala gente que digamos… Son como todo el mundo aquí; como ya te he referido. Un día empezaron a dedicarse al negocio y hoy ya no pueden quitarse del vicio… En fin, compadre, que viven del trapicheo de los cautivos. Se montan en sus mulas y camellos y se van a las puertas de Ceuta, Larache o Melilla, donde entran en conversaciones con los frailes mercedarios y trinitarios y les dicen quién está aquí y quién no; les indican el rescate que se pide por ellos y acuerdan los pormenores de la liberación. Todo esto, naturalmente, haciéndose pasar por mercaderes cristianos y honrados que fueran allá a sus tratos de mercancías, sin que aparentemente tuvieran nada que ver con lo que hay debajo… ¿Comprendes, compadre?

—Comprendo, comprendo… ¡Miserables!

—Ah, compadre, la vida es así de engañosa, así de cruel… Pero no te enojes, compadre, porque, a fin de cuentas, si no fuera por esos hombres no habría rescate ni libertad. Si no fuera por ellos, ¿qué sería de vosotros? Moriríais aquí después de agotaros como pobres esclavos.

—Pero esos hombres —repuse indignado—, esos amigos tuyos, viven a costa del sufrimiento. Si eso no es maldad, que venga Dios y lo vea… Renegaron de su fe y sus creencias, ¡de su patria!, y ahora se enriquecen con el sucio negocio de trapichear con pobres hombres, mujeres y niños…

—Esto es lo que hay, compadre… No diré que no tengas razón, pero así es la vida…

—Si un día me los echo a la cara… —dije con rabia—. Si Dios quiere que los tenga delante… ¡Buitres!

El rostro del Ceutí se demudó. Y repuso muy serio:

—Mal harías enfrentándote a ellos, compadre. Nada tienes que ganar con eso y, en cambio, te pondrás en peligro tú y pondrás en peligro a los tuyos. Sigue mi consejo, compadre: deja todo como está; no te indignes, no quieras trastocar las cosas… Este mundo está torcido y tú solo no podrás enderezarlo. Así que aguanta, espera y confía en que no ha de pasar demasiado tiempo antes que seáis libres…

Me tomé muy en serio esto último que dijo y creí comprender que me lanzaba un mensaje. Entonces, lleno de entusiasmo, le pregunté:

—¿Por qué dices eso ahora? ¿Sabes algo? ¿Tienes noticias del rescate?

Sonrió con su habitual picardía, guiñó el ojo y respondió:

—Sí, compadre. Esos tres amigos míos, Pilarón, Abbás y el Tuerto, salieron hace tres semanas camino de Ceuta. A estas alturas ya habrán entrado en conversaciones con los frailes… Pronto tendremos noticias… Pero, compadre, sigue este consejo: olvida todo lo que te he contado y, por supuesto, nada de esto refieras a tu novia, a doña Matilda y al viejo. Ellos no tienen por qué desengañarse ni sospechar aquí de nadie; así será todo más llevadero, así estarán más confiados y tranquilos… ¿Comprendes lo que quiero decir, compadre?

Asentí con un movimiento de cabeza y estreché la mano que me tendía, haciéndole ver así que obedecería a las razones de su recomendación. Ciertamente, no era prudente tener problemas precisamente ahora. Y, además, quería librarles a ellos de la gran desilusión que yo acababa de llevarme.

4. UNA MUJER MUY PIADOSA

Nuestra vida de cautiverio siguió en la casa de Abbás el Bonetero; la cual para nosotros era más bien la casa de Manola, su mujer; una española de buen corazón, con desparpajo y extraordinaria mano para la cocina. Suponía yo que ella sabría de sobra en qué turbios asuntos estaba metido su marido y que sería conocedora de que los dineros no entraban en aquella casa por la venta de bonetes precisamente… Pero doy fe de que, si lo sabía, lo disimulaba muy bien, ya que nunca mencionó más oficio al referirse al ausente Abbás que el de los bonetes que traía desde Ceuta cada tres meses y que se vendían muy bien —según decía— en Mequinez y sus alrededores.

Nada podía yo reprocharle, aunque sospechase algo, porque era muy buena con nosotros: nos compró ropas nuevas, no nos escatimaba el alimento y se la veía esforzarse diariamente para hacernos felices. Y de esta manera, como en familia, pasaron algunas semanas más sin que tuviéramos mayor preocupación que esperar las noticias de nuestra redención. No dejando Manola pasar un solo día sin que nos dijera llena de convencimiento:

—Anímense vuestras mercedes y tengan confianza; que cuando menos lo esperen volverá mi marido para decirles que ya está todo arreglado en Ceuta y que muy pronto vendrán los frailes a redimirlos. Ya verán cómo no ha de pasar la Natividad del Señor sin que eso ocurra… Y pónganse en manos de Dios y de la Virgen; no dejen de rezar, que eso es muy importante… Ya rezo yo también constantemente pidiendo que no tarde el día…

Y yo pensaba: «Cualquiera que la oiga hablar, diría que es una monja de la caridad y su marido un santo; cuando se van a forrar a costa nuestra». Porque Manola, a pesar de todo, era muy piadosa. Su esposo se habría hecho mahometano, pero ella tenía a todas horas en la boca a Jesucristo y a su Santísima Madre. Tanto era así, que no faltaba a la misa que decían los frailes a diario en el hospital, a pesar de que no se encontraba cerca de la casa.

Pero, cuando le dijimos que queríamos ir con ella a la misa, nos quitaba la idea visiblemente azorada:

—No, mejor que no salgan a la calle de momento vuestras mercedes; ni aun a misa… Así nos ahorraremos complicaciones; no sea que empiece a verlos la gente y se les excite la curiosidad… Aquí en las ciudades de moros no es prudente que las mujeres anden demasiado por ahí, dejándose ver, y mucho menos si son cristianas y cautivas…

Y tenía mucha razón al aconsejarnos de esta manera. Bien lo sabía yo, porque Toribio el Ceutí me hacía recomendaciones semejantes: andar con discreción, no hacer vida pública, estar en casa recogidos… Recordatorios que me parecían en extremo oportunos para las mujeres principalmente.

Pero, con todo, empecé a sentir mucha curiosidad. Llevábamos demasiado tiempo encerrados y me entraban grandes deseos de salir a las calles para ver cómo era la vida en aquella ciudad y para intentar enterarme de algo. Así que, insistiendo, acabé convenciendo a Manola para que me dejase ir con ella al hospital.

—De acuerdo —asintió al fin—. Pero habrás de vestirte a la manera de los moros, bien cubierto ese pelo castaño con el turbante, e irás caminando detrás de mí, siguiéndome a veinte pasos, para que no piensen que andamos juntos.

Así se hizo. Salimos una mañana muy temprano. En las calles apenas había gente. Caminábamos deprisa, pasando por delante de los talleres de los carpinteros, herreros, talabarteros, tejedores… La vida empezaba cadenciosa a esas horas y los hombres salían adormilados; vestidos con las aljubas rayadas; las barbas crecidas y lentos los movimientos. Las mismas caras tenían los alfareros que vi por la ventana de un sótano, trabajando la arcilla, macilentos, con las piernas desnudas al aire; y, asimismo, los curtidores que revolvían apestosas pieles en grandes tinas o los carniceros que degollaban un carnero en plena calle, dejando correr la sangre por el suelo sucio…

Manola se detuvo al fin delante de un edificio medio en ruinas. Llamó a la puerta, mientras yo me quedaba a diez pasos, sin atreverme a avanzar, cumpliendo con sus indicaciones. Entonces abrió aquel fraile pelirrojo que nos visitaba en la prisión. Ella le dijo algo y luego se volvió para hacerme una seña con la mano. Me acerqué y entré con ellos.

Aquello era el convento de los trinitarios y a la vez el hospital; si es que verdaderamente se lo pudiera llamar de una u otra manera. Porque ni parecía hospital ni convento; era apenas un par de casuchas unidas: en una vivían los frailes y en la otra, acostados en esteras sobre el suelo, yacían los enfermos y moribundos, hacinados y en muy malas condiciones.

El fraile me reconoció enseguida y se asombró al verme limpio, saludable y con mejor aspecto.

—¡Alabado sea Dios, hermano! —exclamó—. Si no pareces el mismo… En apenas un mes te han devuelto el lustre…

—Yo los cuido muy bien, padre —dijo Manola—, ya lo sabe vuestra caridad.

—Sí, Manola, ya lo sé. Ahora es menester que vengan pronto a redimirlos.

—Se lo pido a Dios todos los días —contestó ella—. Y me da la corazonada de que no ha de pasar mucho tiempo… Antes de la Natividad del Señor habrá de ser, padre.

—¡Dios te oiga, hija!

Estando en esta conversación fue llegando más gente, hasta juntarse unas veinte personas. Todos se conocían, pues diariamente se reunían para la misa, ya que eran cristianos; aunque no todos eran españoles, sino que también había franceses y portugueses.

Como no vi por allí al otro fraile, aquél que era más viejo, pregunté por él. Me dijeron que estaba en Fez, ciudad que se hallaba a diez leguas de Mequinez, donde también había cautivos de los que ocuparse.

El fraile pelirrojo se llamaba fray Pedro de los Ángeles; era de Sevilla y llevaba allí ya más de cuatro años, siendo muy querido no solo por los cautivos a los que asistía, sino también por muchos hombres y mujeres libres cristianos, y aun por los moros que le tenían por hombre bueno y virtuoso.

Después de la misa, como le sabía tan ocupado con tantos trabajos como tenía cuidando enfermos y cautivos, me ofrecí a él por si en algo podía ayudarle.

—Claro que puedes ser útil, hermano —me dijo—. Aquí siempre hacen falta manos, porque las tareas nunca acaban. ¿Vendrás?

—No tengo nada mejor que hacer en Mequinez —contesté—. Así que cuente vuestra caridad conmigo.

Y a partir de ese día, sin faltar, acudí cada mañana a la misa y luego me quedaba ayudando, curando las heridas, repartiendo comidas, limpiando o simplemente esperando dispuesto a hacer lo que fray Pedro tuviera a bien mandarme.

5. LA LIBERACIÓN DE DON RAIMUNDO

Sobrevino un tiempo raro, en que nuestra vida fluyó en Mequinez con una calma extraordinaria. A veces incluso me sorprendía por la ausencia de sobresaltos, tan acostumbrados como habíamos estado a vivir en vilo últimamente. Era como si mis pensamientos sobre el pasado reciente se esparcieran involuntaria e imperceptiblemente, sin dejarme resquicios del desasosiego, del temor, de la inminencia del peligro… Ahora todo parecía haber quedado sometido a un orden y una tranquilidad que incluso resultaban naturales, aceptados. Uníase a esto la reconfortante sensación que se experimentaba al recuperarse la salud, el vigor, por el alimento y el descanso. Porque Manola nos cuidaba de más; se esmeraba cocinando para nosotros y no escatimaba en gastos. Hasta llegué a pensar que esas atenciones suyas eran la consecuencia de sus remordimientos. Esto es, que nos atendía tan bien porque en el fondo se sentía culpable de nuestro cautiverio; porque sabía a lo que se dedicaba su marido y se consideraba de alguna manera cómplice, y en cierto modo, carcelera como todos en Mequinez. No obstante, si tenía remordimientos, Manola no los hacía visibles, no se la veía reservada ni afectada por ninguna preocupación o ansiedad; muy al contrario, manifestaba una alegría y un brío que lograba comunicarnos a todos. Toribio el Ceutí estuvo muy acertado cuando nos vaticinó que en aquella casa íbamos a sentirnos como en la nuestra propia.

Las comidas eran tan buenas y abundantes que acabamos engordando muy pronto; lo cual nos devolvió nuestras naturales figuras, ya que habíamos estado demasiado flacos. Dorito, principalmente, acusó la transformación, convirtiéndose en un par de meses en un niño precioso, enérgico y feliz; sin perder su candor y su docilidad. Fernanda se puso guapísima cuando su cara recobró el color, su precioso pelo el brillo y la serenidad se aposentó en sus claros ojos. Doña Matilda recuperó sus redondeces, la lozanía, la energía y hasta su poderío y su endiablado carácter. Si Manola se lo hubiera permitido, habría acabado haciéndose el ama de la casa; porque, perdido el miedo, empezó a meterse en todo siguiendo los dictados de su imperiosa manera de ser.

Solo don Raimundo me preocupaba; me preocupaba mucho, porque, en vez de mejorar, parecía ir empeorando día a día: menguaba, se iba encorvando, sus pasos empezaban a ser torpes, vacilantes; andaba como ausente, perdido y desmemoriado, sirviéndose ya del bastón. Y si solo fuera eso… Además, y era esto lo que más me inquietaba, se iba apoderando de él una suerte de locura, un extravío de la razón; confundía el pasado y el presente, mezclaba los acontecimientos, no veía la realidad… Al principio nos tomábamos un poco a risa sus extravagantes figuraciones, sus despistes y sus chifladuras. Como cuando se empeñaba a toda costa en que doña Matilda y él estaban casados de verdad; algo que le decía a todo el mundo y que, verdaderamente, había llegado a creerse del todo él mismo. O cuando llamaba hija a Fernanda o nieto a Dorito. Todo eso tenía cierta lógica, puesto que el fingimiento de la falsa familia había durado mucho tiempo y nos lo habíamos tomado muy en serio.

Pero, a medida que pasaron los meses, la demencia de don Raimundo se precipitó y empezó a ser causa de honda preocupación entre nosotros. Sirva como ejemplo de lo que refiero lo que sucedió el día de Todos los Santos, cuando Manola tuvo a bien ofrecernos un verdadero banquete.

El día 30 de octubre cumplíamos un mes desde que salimos de la prisión y a Manola le pareció que sería oportuno agasajarnos para celebrarlo, aprovechando a su vez que al día siguiente era la fiesta de los Santos. Para tal menester, mató unos gallos y se puso a cocinarlos. Doña Matilda y Fernanda estuvieron encantadas ayudándola durante toda la mañana a desplumar las aves y realizar el resto de los preparativos de la comida. Se las oía parlotear amigablemente, reír, canturrear y hasta discutir con toda confianza. Me hacía feliz sentir el rumorear de las voces femeninas y comprobar que, gracias a Dios, nuestra vida de provisionalidad en la casa de Abbás en nada se asemejaba a nuestro pasado cautiverio.

Disfrutando de estas percepciones, en aquella hora del mediodía, me quedé como absorto en el patio, viendo la fuerza de la luz haciendo brillar sus destellos entre las hojas de la palmera; sentí entonces como unas oleadas cálidas que batían mi pecho, y mis pensamientos se dispersaron por doquier, como las doradas cintas que formaban los rayos del sol que descendían entre las palmas, tocándolo todo, acariciándolo y haciéndolo resplandecer. A mis ojos, las flores de otoño, las paredes ocres, las plantas, el tronco de la palmera, los tejados y el sicómoro de la plazuela, delante de la casa, relucían con el mismo brillo, reflectante, del chorro que rumoreaba en la fuente. Y las personas bajo esa luz me causaban el mismo efecto: Fernanda, en su hermoso sosiego, me transmitía un amor inconmensurable, como un ser al que sentía mío, sin asomo alguno de sombra o malicia; Dorito parecía un ángel, sentado en un poyete de piedra, jugueteando con las hormigas del suelo. Todo se había purificado con el sufrimiento y cobraba ahora luminosidad y verdad, como esos rayos del mediodía. Y mientras en la cocina seguía el guisoteo, que iba dejando ya escapar los deliciosos aromas del gallo con almendras, apareció por allí Fernanda, que iba a por no sé qué cosa, sumida en sus pensamientos al atravesar el patio. Me fui hacia ella, la retuve, la abracé, la besé con pasión, y le dije lleno de dicha: —¡Acabo de tener un presentimiento, querida mía! Me miró como extrañada, sin decir nada, pero apremiándome con sus ojos para que se lo dijera. Así que añadí:

—Pronto, muy pronto nos redimirán… Lo sé. Estoy tan seguro como de que Dios existe. Y tú y yo seremos por fin libres… Y emprenderemos esa nueva vida… ¿Lo crees? Se le escaparon unas lágrimas. Sonrió y respondió:

—Sí, lo creo… También yo tengo esa corazonada…

Estábamos del todo abstraídos, gozando de nuestro abrazo y de nuestro augurio feliz, cuando, de pronto, sentí un fuerte golpe en las posaderas. Di un respingo y me volví: ahí estaba don Raimundo, enarbolando su bastón amenazante y diciendo con indignación:

—¡Qué poca vergüenza! Delante del niño… ¿Es que ya no hay decencia en esta casa? ¡Suelta a esa muchacha, aprovechado, caradura!

Nos quedamos estupefactos, mirándole, sin poder comprender aquella actitud suya que nos cogía completamente por sorpresa. Mientras tanto él seguía despotricando sin sentido:

—¡Aquí lo que hace falta es mano dura! Me tenéis cogido el pan debajo del brazo… Pero esto se va a acabar… A partir de hoy en esta casa se va a hacer lo que yo diga… ¡Esposa! ¿Dónde estás, esposa? ¡Matilda, ven aquí inmediatamente!

Salieron el ama y Manola, alertadas por aquellas voces. Como nosotros, miraban a don Raimundo, sin alcanzar a entender lo que le pasaba.

—Pero… ¿qué diantres está diciendo? —le llamó la atención doña Matilda—. ¡Cállese de una vez vuaced y no alborote, demonios!

—¡Cállate tú o te doy un bastonazo! —replicó él colérico—. ¿Qué maneras son éstas de hablarle a un esposo?

El ama se quedó boquiabierta, sin acabar de creerse lo que veían sus ojos.

—Pero… ¿se ha vuelto loco del todo? —balbució.

—¿Loco yo? ¡Loca tú, que no piensas nada más que en ti misma! ¡Egoísta!

Y después de soltar estos exabruptos, el administrador se dio media vuelta y se fue dando resoplidos.

—¿Adónde va ahora? —me preguntó el ama con la cara desencajada—. ¿Se puede saber qué le pasa?

Me encogí de hombros, pues estaba yo igualmente desconcentrado. Y mientras permanecíamos perplejos en el patio, oímos crujir la puerta que daba a la calle.

—¡Se va de verdad! —exclamó Manola—. ¡Hay que detenerle, no vaya a pasarle algo!

Corrí tras él y logré alcanzarlo enseguida, antes de que acabase de atravesar la plazuela. No me resultó fácil calmarle, porque estaba muy alterado; pero finalmente, dándole la razón en todo, conseguí convencerle de que volviera a entrar en la casa.

Más tarde, cuando ya estábamos sentados a la mesa para disfrutar de la comida, nuestros semblantes se veían cariacontecidos, con aire de mucha preocupación. Fray Pedro estaba también allí, invitado por Manola por la fiesta, y no le habíamos contado nada; así que, como nos veía afligidos, trataba a toda costa de consolarnos:

—¡Hermanos, ánimo! —decía—. ¿Qué os pasa? Hoy es el día de Todos los Santos. ¡Es fiesta! Pronto seréis libres, ¡alegrad esas caras!

Y don Raimundo, al oírle hablar de esa manera, se puso repentinamente muy contento, eufórico, y exclamó:

—¡Diga que sí, padre! Si eso mismo es lo que yo les estoy repitiendo todo el día: que no se amarguen, que confíen en la Divina Providencia, que crean en Dios… ¡Ay, si no fuera por mí, qué sería de ellos!

Nos alegramos entonces mucho, porque, si bien no se le veía del todo cuerdo, parecía actuar con cierta normalidad.

La comida fue desde ese momento afable. Nos parecía mentira estar sentados a una mesa que tenía mantel, platos, pan tierno, un guiso caliente de gallo con almendras… ¡Un lujo! Así que agradecíamos todo aquello, encantados, sintiéndonos como en un sueño.

Pero, cuando fray Pedro alabó la manera de cocinar de Manola, diciendo que la comida era exquisita e inmejorable, don Raimundo se alteró nuevamente y, muy contrariado, repuso:

—Pues tendría que ver vuestra caridad cómo hace el pollo mi señora esposa… ¡Una delicia! Ella siempre guisó muy bien, porque es muy lista y muy hacendosa… Cuando vivíamos en Sevilla…

Al oírle decir estas cosas, el ama se puso furiosa; no soportaba ya que la tratara como a su mujer y se encaró con él: —¡Le he dicho a vuaced más de cien veces que no me llame «esposa»! ¡No soy su esposa! ¡Vuaced es soltero! ¡Y yo soy viuda!

Don Raimundo se la quedó mirando con unos ojos extraviados y contestó con una voz rara, como una queja profunda que le nacía muy dentro:

—Serás desagradecida… ¿Tú te crees que yo me merezco este disgusto? ¿Por qué me tratas así delante de toda la familia? ¡Tú eres mi esposa, Matilda! ¡Te pongas como te pongas!

A partir de ese instante, comprendimos y aceptamos ya que don Raimundo se había vuelto loco de remate. Ya no podíamos tratarle como a una persona normal… Durante los días siguientes, la cosa empeoró mucho; no quería probar alimento, únicamente tomaba agua; no dormía y se pasaba las noches deambulando por la casa, dando voces, desvariando y sin dejarnos descansar a los demás. Se escapó varias veces y llegamos a temer que terminara perdiéndose por el laberinto de la ciudad o metiéndose en algún problema. Y finalmente acabó sin poder caminar, exhausto, agotado por tanta ansiedad, por dar tantas voces, por no saber ya ni dónde estaba y ni siquiera quién era… Por último, calló su boca definitivamente; solo nos miraba con ojos delirantes… De este estado pasó a no poder levantarse de la cama; entrando a continuación en una precipitada agonía…

Nos tuvo pendientes de él, llenos de preocupación y de pena, hasta que expiró el día 15 de diciembre, sin haber logrado verse rescatado. Dios le otorgó la verdadera libertad; la que es para siempre…

Lo enterramos fuera de las murallas, en un pequeño y discreto cementerio donde reposaban los difuntos cristianos. Allí estuvimos llorando mucho, porque nos impresionaba el lugar, tan desolado…

6. FRAY PEDRO DE LOS ÁNGELES

Fray Pedro de los Ángeles era un hombre extraordinario; una verdadera bendición en medio de aquel mundo extraño y hostil para nosotros. Su nervio templado, la dulzura, la invariable gravedad y sabiduría de sus palabras, nos ayudaban mucho. Y como Toribio el Ceutí había desaparecido misteriosamente y no volvió más por la casa de Abbás el Bonetero desde poco después de confesarme que participaba de los beneficios que se sacaban con los rescates, el fraile se convirtió en nuestro único apoyo y referencia en aquella vida de espera e incertidumbre.

Yo seguía yendo invariablemente cada mañana al hospital, para ocuparme de los enfermos; pero también para beneficiarme de los consejos y las sabias pláticas del fraile. Ocuparse de los enfermos era un trabajo muy duro, al que acababas no obstante acostumbrándote. Le ahorraré al lector los detalles de lo que tuve que ver mientras me dedicaba a aquella humanidad recogida allí cuando ya no servía para trabajar, ni para sacar de ellos beneficio ni dineros algunos por su rescate; cuando ya solo esperaban la muerte…

Cuatro años llevaba en Mequinez fray Pedro. Casi siempre estaba solo; porque el otro fraile, como ya dije, cumplía la misma misión en Fez y solo venía muy de tarde en tarde. ¡Qué vida la de aquellos santos trinitarios! Solo podrá comprenderse si se tiene presente a Dios… Eran muy pobres, estaban a merced del desprecio, de los insultos, de la arbitrariedad de un mundo que se servía del ser humano sin compasión para lograr ganancias sin cuento.

Nunca oí una queja de la boca de fray Pedro, únicamente, de vez en cuando, decía con aquiescencia:

—Poco podemos hacer por esta pobre gente; pero Dios, que todo lo sabe, guarda en su divino misterio la explicación de todo esto…

Yo, en cambio, no era capaz de hallar en mí tanta resignación y acababa por exasperarme algunas veces.

—¡No lo comprendo! —me quejaba—. ¿Por qué Dios no hace algo…?

Y él, con una calma grande, con su expresión reposada, me decía:

—No te hagas preguntas, Cayetano… Confía, solo confía… ¿Acaso crees que los que se creen libres lo son de verdad? Mil cautiverios sin cuento hay en esta vida, aun sin prisiones ni cadenas… Hasta los que se suponen ricos y felices se saben en el fondo cautivos: de sus afectos, de sus deseos, de sus pasiones, de sus pertenencias… Todos somos aquí cautivos… Aunque solo lo seamos del tiempo que pasa… Pero caminamos a pesar de eso, hermano, caminamos todos hacia la libertad… Y solo Dios puede liberarnos… Él destruirá un día todas las cárceles, todas las cadenas serán rotas, soltados los ataderos, descorridos los cerrojos y abiertas todas las puertas… Nuestra fe puede ver eso, porque mira más allá de este mundo, que es apenas una sombra que pasa…

Y yo, que me quedaba arrobado por estas explicaciones, quería saber más no obstante, y contesté:

—Sí, lo creo… Quiero creerlo, fray Pedro… Pero no lo veo… Porque no pienso solo en mí… Pienso más que nada en la gente que tanto quiero; en Fernanda, en el pequeño Dorito; son tan débiles, tan indefensos… ¿Por qué tengo que ser testigo de sus sufrimientos? ¿Hay derecho a eso? Rezo a Dios… Pero parece que no escucha… ¡Llevamos pasado tanto…!

Me miró con ternura, suspiró y respondió lleno de convencimiento:

—No pierdas la confianza, Cayetano. Dios sabrá remediar todos los males a su debido tiempo. Y en tanto eso sea, no podemos hacer otra cosa que cumplir con nuestro cometido… Tú haces lo que tienes que hacer: cuidar de ellos. Sé fuerte pues y no te vengas abajo, ahora que todo va llegando a su final… Lo que dispone el Señor está bien y debe ser aceptado como viene. Si no somos capaces de entender eso, siempre acabamos siendo esclavos de tristes ambiciones y ansias vanas: ser inmunes, creernos que únicamente podemos confiar en nuestras pobres fuerzas… La vida debe ser vivida con lo que conlleva, incluidos el dolor y la contrariedad… Añoras la libertad y la felicidad, eso es muy natural; pero en esa misma añoranza está la intuición de otra vida; la vida verdadera… Y ésa es la vida de Dios…

—Quisiera verlo… ¡Debéis creerme! Quisiera verlo, pero no puedo…

Se puso muy serio, enarcó las cejas y, clavando en mí la penetrante mirada de sus ojos profundos, dijo:

—Te creo… Somos humanos, Cayetano, y por eso somos tan frágiles. Pero es más fuerte y más verdadero lo que no se ve que aquello que alcanzan a ver nuestros ojos; porque tener fe es ver de verdad; o sea, ver más allá…

7. COMPARTIENDO LA FE

Debía rezar, quería rezar; para tener fuerzas, para ser capaz de ver de verdad, de ver más allá… Pero con frecuencia todo en torno a mí se volvía oscuro, pesado, lechoso… Me dominaban mis pensamientos cambiantes y era un amasijo de dudas y de negros presentimientos… A veces sentía mi alma sacudida y como si fuese una barca expuesta a un temporal. Me decía: «A pesar de todo estamos vivos; debo esperar y confiar; debo tener fe». Y de nuevo me rehacía hallando la energía suficiente para seguir adelante, para tener el ánimo tranquilo y comprender que todo era cosa de seguir adelante… Mas era inevitable sentir que esos recursos se desvanecían de nuevo fácilmente; apareciendo otra vez el sinsentido, la brutalidad y el hastío del cautiverio. Sobre todo, porque pasaban los días y las semanas, sin que hubiera ninguna novedad…

Procuraba aguantar solo toda esta incertidumbre y no dejar que me viesen decaído o vacilante. Pero a veces me venía completamente abajo y entonces tenía que compartir mis ansiedades.

A Fernanda le conté lo que había estado hablando con fray Pedro y cómo él me había estado confortando. Ya sabía que ella era más fuerte que yo… Y me dijo con mirada soñadora:

—Yo sí que creo que pronto seremos libres, Tano. ¡Lo veo perfectamente! ¿Tú no? Hace tan solo unos días me dijiste que tenías un presentimiento: que pronto nos darían la libertad…

—Sí, pero ahora me asaltan las dudas…

Al oírme decir eso se quedó pensativa, como extrañada por mi poca fe. Luego se echó a reír y entonces el extrañado fui yo.

—Anda, ven aquí —me abrazó. Puso su mano en mi nuca y estuvo jugueteando con los dedos entre mi pelo—. ¡Qué niño eres!

—Sabes que no me gusta que me digas eso —refunfuñé en su oído—. No me trates como a un crío.

Soltó una risita maliciosa y contestó:

—Sí que lo sé y por eso te lo digo: eres eso, como un crío. Los hombres os creéis muy fuertes, pero ¿qué sería de vosotros sin nosotras, las mujeres?

La apreté contra mi pecho. Tenía razón: ¿qué hubiera sido de mí en medio de todo aquello sin ella? Ni siquiera era capaz de imaginarlo…

—Te quiero mucho, Fernanda —le dije tímidamente—; muchísimo… Eres mi ángel…

Se apartó un poco. Frunció el ceño para concentrarse y, mirándome, dijo:

—Pues escúchame con atención…

Hizo un silencio y, con voz turbada y firme a la vez, prosiguió:

—¿Recuerdas al Señor de La Mamora? ¿Al Nazareno?

Asentí con un movimiento de cabeza. Y ella entonces dijo:

—Yo sé que no debemos temer… está con nosotros, hasta el final… Soñé que venía a rescatarnos… ¿Sabes? ¡Era tan real! Desde entonces perdí el miedo y estoy segura de que muy pronto Él vendrá…

—¡Dímelo otra vez! —le rogué con ansiedad.

—Él vendrá, Tano… Estoy completamente segura… Él nos rescatará… Jesús no se olvida de nosotros… Solo en Él debemos confiar… Solo a Él debemos esperar…

8. LLUVIA DE ESPERANZA

Hay veces en la vida que pareciera que todo lo que nos sucede obedece a un plan previsto, al designio oculto que nada tiene que ver con nuestros esfuerzos, ni con los arranques de la voluntad o los destellos de la inteligencia; sino con algo misterioso que se escapa al entendimiento, que quizá no podemos comprender, pero que está ahí, como esperando a que estemos en íntima conexión con ello depositando toda nuestra confianza, abandonándonos a su misterio…

Eran ya los últimos días de diciembre, por la Natividad del Señor, cuando desperté de repente una noche, sobresaltado. El viento bufaba, aullaba. Estaba casi amaneciendo después de una larga noche de oscuridad. Me levanté de la cama y miré por la ventana: en el pedazo de cielo que se veía, refulgió el resplandor de un relámpago, al que siguió el horrísono estallido de un trueno que retumbó en toda la casa. A continuación hubo un silencio extraño. Luego se desató una lluvia violenta que crepitó en los tejados, en la palmera y en los enlosados del patio.

La voz quejumbrosa y aguda de Manola resonaba entre sus rápidas pisadas en el suelo del zaguán. Fernanda y Dorito también estaban despiertos e igualmente asustados, porque alguien llamaba con fuertes golpes a la puerta.

—¡Ya va! —gritaba Manola—. ¡Un momento! ¡Ya voy!

—¿Quién será a estas horas? —preguntó Fernanda—. ¡Con esta tormenta!

Me vestí y fui a ver qué pasaba. En ese momento abría la puerta Manola: allí fuera estaba fray Pedro de los Ángeles, bajo la lluvia, cubierta con la capa negra su cabeza.

—¡Por Dios, padre! —exclamó Manola—. ¡Qué susto nos ha dado! Pase vuestra caridad.

Entró el fraile. Venía empapado y apreciablemente nervioso. Nada más verme, dijo:

—Cayetano, debes venir conmigo ahora mismo.

—¿Adónde?

—Ya te lo diré por el camino… ¡Vamos!

Cogí mi capa, me la eché por encima y salimos a toda prisa. Fuera las cintas blancas de los relámpagos se precipitaban sin descanso sobre las casas, iluminando los alminares que se recortaban en la penumbra. Anduvimos deprisa, corriendo casi, por las calles embarradas, mientras el chaparrón nos fustigaba, helado, calándonos hasta los huesos…

—¿Adónde vamos? —preguntaba yo.

Pero el fraile no respondía; iba delante, con el hábito pegado al cuerpo, con pasos largos y apresurados, doblando esquinas, saltando por encima de los charcos, como llevado en volandas por una decisión y un ciego propósito que yo desconocía.

Así, atravesando la obstinada cortina de lluvia, fuimos de una parte a otra de la ciudad, hasta llegar a unos lodazales que terminaban en un terraplén cubierto de cascotes, de basuras, de huesos pelados de las bestias… Y allí se detuvo, en un muladar donde el agua corría en torrenteras, arrancando y arrastrando la tierra, entre desperdicios y escombros.

—¡Aquí! Aquí es… —dijo jadeante—. Ahí está…

—¿Qué? ¿Qué es lo que hay ahí? —pregunté, tratando de ver con mis ojos empañados.

Fray Pedro señaló con el dedo algo que estaba delante de nosotros, tapado por el barrizal. Y luego se arrodilló junto a ese algo.

Me acerqué: parecía un cuerpo humano, todo él enfangado, yaciendo entre la podredumbre del basurero.

—¿Qué es? ¿Es un muerto…? —quise saber horrorizado. El fraile extendió sus manos hacia aquel cuerpo rígido; se abrazó a él, lo levantó con esfuerzo y sollozó:

—¡Señor! ¡Ay, mi Señor! ¿Cómo te han hecho esto…?

Entonces pude verlo con claridad, porque el agua de la lluvia intensa lavó su imagen; retiró el barro y la desveló ante mí: ¡era el divino Nazareno de La Mamora! Alguien lo había arrojado allí, en aquel infecto muladar…

Y me quedé como paralizado, mirando la cara serena, ¡tan humana!; la expresión intensa, los ojos penetrantes… Era una visión sobrecogedora, resplandeciendo a cada instante a la luz de los relámpagos, en la incierta opacidad de la madrugada y del nublado cielo; con las brillantes gotas como sudor en la frente y como lágrimas en sus ojos… ¡Bendita la luz de su mirada!

Estuvimos allí un rato quietos, arrebatados, arrodillados, como orantes, mientras fray Pedro sostenía en sus brazos la pesada y desnuda figura…

—Vamos a llevárnoslo de aquí —dijo al fin.

Se quitó la capa y entre los dos envolvimos con ella la imagen. Después la cargamos sobre nuestros hombros y emprendimos la cuesta llevándola con cuidado. Así anduvimos con mucho esfuerzo por los arrabales, por los adarves, por las calles… Pensaba yo: «Esto sí que es una procesión de verdad; esto sí que es una estación de penitencia…». Porque sentí que llevaba a cuestas algo muy grande; algo que trascendía la pura hechura de madera de cedro, la simple devoción, el rito, las rutinas de la religión… Cargábamos con la fe en bruto, con la esperanza bajo la lluvia…

9. EL SEÑOR RESCATADO

Llevamos la imagen del Nazareno al hospital. Allí lo estuvimos lavando cuidadosamente, con respeto. Sobrecogía mucho verlo de cerca, por el tono oscuro de la madera, la perfección de la talla, la suavidad de los rasgos… Y por todo lo que representaba, como icono que era del Salvador. Porque, aunque sabemos bien que las esculturas que representan al Señor, a la Virgen María y a los santos son hechura humana, también sentimos que son sagradas, porque recogen en sí la fe de la gente, las plegarias, las devociones… No resulta fácil abstraerse tanto como para no participar de ese misterio. Y, además, aquella imagen de Cristo era tan real, tan prodigiosamente inspirada, que impresionaba e imponía tocarla.

Cuando el Nazareno estuvo seco del todo, lo pusimos encima de una mesa y lo estuvimos contemplando emocionados. Gracias a Dios, apenas había sido dañado; tenía solamente algún rasguño y un poco astillado un pómulo.

—Menos mal que no lo destruyeron —observó fray Pedro—. ¡Parece un milagro! Hubiera sido una verdadera lástima perder algo tan bello…

Como el Cristo estaba desnudo, porque le arrebataron su túnica el día que se tomó La Mamora, nos pareció oportuno vestirlo: le pusimos una capa sobre el hombro derecho, cubriéndolo a la vez desde la cintura para abajo, de manera que solo quedaba al descubierto parte del torso, un brazo y las manos que tenía juntas y amarradas sobre el vientre.

—Ecce homo —dijo fray Pedro—. He aquí el hombre… Un cautivo más de tantos… Como vosotros…

Delante del Nazareno encendimos una lamparilla de aceite y pusimos un jarrón con flores blancas. Luego vinieron los enfermos a venerarlo. Resultaba conmovedor verlos turbados, rezar, besarle los pies y hasta derramar lágrimas de emoción. Seguramente nunca antes en sus vidas habían visto una talla como ésa…

Y yo no dejaba de pensar en lo extraño que resultaba todo aquello: en que hubiera tenido que ser yo precisamente a quien le tocó ir a recuperar la imagen; y seguían grabados muy vivamente en mi memoria el muladar, el barro, la lluvia, los relámpagos… Todo aquello parecía tener una misteriosa conexión con el asalto de La Mamora, nuestro cautiverio y las penalidades que estábamos pasando. Así que acabé contándole a fray Pedro cómo fue el saqueo, el despojo y lo que pasó con el Nazareno y con el resto de las imágenes.

—Todo eso lo sabía —me dijo—, porque otros cautivos me lo contaron. He rastreado todo Mequinez, preguntado, indagando, para saber qué había pasado finalmente con todos aquellos objetos sagrados… Y así fui dando con algunos indicios y conseguí recuperar la imagen de la Virgen y de san Miguel Arcángel; pero del Nazareno nadie sabía nada… Y entonces, cuando ya no esperaba encontrarlo, porque suponía que había acabado quemado o roto en mil pedazos, vinieron ayer tarde a decirme que habían visto a uno de los ministros del rey vestido con la tunicela morada bordada en oro, ¡la del Nazareno! Corrí al palacio y pedí audiencia al ministro. Gracias a Dios, tuvo a bien recibirme… Nada le reproché por que vistiera la túnica, pero le supliqué de rodillas que me dijera dónde estaba la imagen… no lo sabía, pero me indicó el nombre de uno de sus servidores que debía de saberlo por haberse encargado de ir a deshacerse de la talla. Por él me enteré de que había sido arrojado en aquel muladar, a las afueras de la ciudad… No pude ya dormir en toda la noche y, antes del amanecer, cuando estalló la tormenta, no pude más… Me levanté y decidí ir a pedirte que me acompañaras a buscar la imagen…

10. ¿PRESENTIMIENTO O INSPIRACIÓN?

Cuando volvía a casa, pensaba en todo esto por el camino. La tormenta ya se había calmado y solo caía una lluvia fría y pausada. La mañana era fría, gris y deslucida, con olor a humedad y lodo sucio. Los nubarrones se desplazaban hacia occidente y el cielo parecía hosco. Pero en mi alma había una extraña alegría; volvía a mí el presentimiento: todo aquello iba a terminar muy pronto…

Cuando llegué a la plazuela, no la encontré solitaria como de costumbre: dos carretas estaban detenidas delante de la casa de Abbás; había gente por los alrededores y una recua de mulas abrevándose en el pilón junto a la fuente. Y al reparar en que la puerta del Bonetero estaba abierta de par en par, cuando de ordinario permanecía cerrada, me sacudió una corazonada: «¡Abbás ha regresado!», me dije sobresaltado.

Entré y recorrí el zaguán y el primer patio en cuatro saltos. Al final de la casa, en el segundo patio, formando un corrillo alborozado bajo la palmera, estaban Manola, Fernanda, el ama, Dorito… ¡Y el Ceutí! Y con ellos había tres hombres: uno desgarbado, muy moreno; otro rechoncho y, el tercero, con un parche tapándole el ojo. Ya no había duda, si este último era Ibrahim el Tuerto, los otros dos debían de ser Abbás y Pilarón…

Fernanda corrió hacia mí con la cara encendida de alegría y se colgó de mi cuello, exclamando entre lágrimas de felicidad:

—¡Nos vamos, Tano! ¡Nos rescatan!

Me quedé paralizado sin ser capaz de asimilar aquella maravillosa noticia. Se me hizo un nudo en la garganta y solamente pude murmurar:

—Bendito… Bendito sea Dios…

Nuestra dicha era tan grande que no sabíamos si reír, llorar o ponernos a bailar. Doña Matilda había cogido en brazos a Dorito y saltaba con él; Fernanda sollozaba abrazada a mí y yo sentía que me habían abandonado todas mis fuerzas, dejándome en un estado de languidez que me impedía el movimiento y el razonamiento.

Y permanecimos no sé cuánto tiempo dominados por aquella turbación… Hasta que el Ceutí nos sacó de ella exclamando:

—¡Compadres, calma! ¡Prestad atención! Ya habrá tiempo para festejarlo… ¡Ahora, escuchadme, compadres!

Le costó que le atendiéramos, ¡tan arrobados estábamos! Y cuando vio que permanecíamos ya pendientes de lo que tenía que decirnos, me presentó a sus amigos:

—Compadre, éstos son Abbás, Pilarón e Ibrahim; como ves, han regresado ya de Ceuta… Traen muy buenas noticias, compadre; parece ser que las cosas se arreglan para vosotros: muy pronto seréis redimidos y podréis regresar al fin a España…

Doña Matilda dio un suspiro sonoro, una suerte de gemido, y después se puso a gritar alzando la mirada y las manos al cielo:

—¡Alabado sea Dios! ¡Gracias, gracias, Dios mío! ¡Virgen Santísima! ¡Santos del cielo!

—Calle, señora, y déjeme terminar —le rogó imperativamente el Ceutí—. Deje ahora vuestra merced en paz a los benditos santos y preste atención, diantre.

—Es que me va a dar algo… —contestó ella—. ¡Me va a dar algo!

—Pues cuide de que no le dé, señora; porque estaría bueno que le diera ahora que va a ser libre…

Cuando consiguió calmarnos del todo, Toribio nos reunió y nos explicó con más tranquilidad el asunto: sus amigos, que delegaban en él las explicaciones, habían entrado en conversaciones con los padres trinitarios de Ceuta, tal y como estaba previsto, contándoles que esperábamos en Mequinez la redención y tratando con ellos los pormenores del rescate. Y los buenos frailes, fieles a su misión, se habían puesto inmediatamente en camino y venían ya para negociar con los ministros del sultán nuestra libertad…

—¿Cuándo? ¿Cuándo llegarán aquí? —les pregunté con ansiedad.

Abbás el Bonetero tomó ahora la palabra. Era un hombre pausado y reservón, que evidentemente se guardaba para sí los detalles que no le convenía revelar; pero, escuetamente, respondió a mi pregunta:

—Pronto; tal vez dentro de una semana o dos… Eso solo depende de los avatares del viaje…

—Pero… ¿Vienen los frailes? ¿Vienen de verdad?

—Sí, sí, no dude de eso vuaced… Los padres redentores vienen ya de camino…

Habló ahora Pilarón; gordezuelo, barbudo, con venillas azuladas en la nariz.

—No se impacienten ahora vuacedes —dijo—. Lo que falta por hacer no es tan sencillo…

—¿Y qué falta por hacer? —inquirí con nerviosismo.

—Los pormenores de la redención —respondió—. Lo cual tiene su trabajo y su tiempo… Los frailes traen el dinero recaudado para ello; pero deben ponerse de acuerdo con el sultán… Ésa es la costumbre en estos casos. Eso es lo que mandan las leyes de aquí…

Ibrahim el Tuerto, por su parte, permanecía en silencio, asintiendo a todo lo que decían sus camaradas, sonriente y observándonos fijamente con su avispado ojo sano.

Aquellos astutos hombres sabían hacer muy bien su oficio. En ningún momento decían nada que pudiese darnos algún indicio de que llevaban parte en el negocio. Ante nosotros aparecían como los benefactores a quienes les debíamos en última instancia nuestra salvación. Y yo, que conocía el trasfondo de la farsa, debía aguantarme y callar; porque tenía constantemente pendiente de mí al Ceutí, que escrutaba con mirada de lince mis reacciones…

Así que dije, fingiendo resignación:

—Hágase todo como deba hacerse… Pero debo ir a llevarle la noticia a fray Pedro de los Ángeles, que no está enterado de nada y considero que debe estar al corriente…

No pareció gustarles nada la idea, pero como yo insistiera con cara de inocencia, acabó asintiendo el Bonetero:

—Ea, me parece muy bien; pero fray Pedro nada tiene que ver con esto; y no suele participar en las conversaciones con los ministros del sultán. Él solo se ocupa de los enfermos… De las redenciones se encargan los frailes de Ceuta.

11. ESQUIVANDO EL MAL Y LOS NEGROS FONDOS

Supe que había hecho bien yendo cuanto antes a comunicarle a fray Pedro de los Ángeles el asunto porque, cuando supo que los mercaderes habían venido de Ceuta, en sus ojos apareció súbitamente un asomo de duda.

—Hum… —murmuró pensativo—. Resulta que ésos ya están aquí…

Luego se puso visiblemente nervioso, le lanzó una mirada afectuosa y suplicante al Nazareno y dijo:

—¡Señor, ahora es cuando debes ayudarnos! ¡Es el momento! ¡Pon tu mano poderosa, Señor!

La intensidad de aquel ruego penetró hasta mi corazón y me estremecí, comprendiendo que algo grave habría de por medio, alguna complicación o contrariedad.

—¿Qué sucede, fray Pedro? —le pregunté—. ¡Dígame vuestra caridad ¿qué pasa?!

Él contestó inspirando de forma audible, como si la pregunta removiera su preocupación:

—Ahora debemos actuar con cautela, con suma cautela y rapidez…

—¡Por Dios, no me asuste vuestra caridad! —le dije lleno de ansiedad—. Hace un momento estaba yo muy contento por la noticia, pero ahora veo que no todo está resuelto… ¡Dígame qué sucede, fray Pedro!

El fraile sacudió la cabeza con pesar y murmuró:

—Que Nuestro Señor nos tome en sus manos y nos ayude. Ahora vamos a necesitar su auxilio… Debemos sortear una serie de obstáculos… Porque los demonios querrán entorpecer la redención… Pero, no te preocupes, conseguiremos vencer en esto…

—No comprendo lo que quiere decirme vuestra caridad… Hable más claro, por favor.

Me miró entre compadecido y alentador:

—Cayetano —dijo, poniéndome la mano en el hombro—. Aquí en Mequinez la máxima es: cada cual para sí… Debes comprender esto para alcanzar a ver la importancia y la dificultad de lo que tú y yo tenemos que hacer desde este mismo momento. Porque debemos pasar por encima de todo tipo de sutiles operaciones, zancadillas, engaños, mentiras… En fin, debemos actuar con mucha inteligencia para no pisar la multitud de víboras que se mueven a ras de suelo esperando morder a cualquiera que amenace sus intereses…

Se me encendió dentro como una luz, porque me daba cuenta de que lo que me estaba diciendo tenía mucho que ver con lo que Toribio el Ceutí me contó.

—Empiezo a comprender —dije—. Vienen los frailes trinitarios con los dineros del rescate y ahora todo el mundo querrá sacar su parte de ganancia, de una manera u otra… ¿No se trata de eso?

—Exactamente, Cayetano. En otras palabras: cuando lleguen los frailes a Mequinez con esos dineros, saldrán negociadores e intermediarios por todas partes complicando los tratos para beneficiarse. Y esos hombres en cuyas casas os hospedáis, como Abbás el Bonetero, Pilarón, el Tuerto e incluso el Ceutí, tratarán a toda costa de inflar los precios para conseguir su tanto por ciento.

—¡Canallas, bandidos! —exclamé, ardiendo de rabia—. ¡Y parecía que eran buenas personas…! ¿Cómo no les remuerden las conciencias?

Fray Pedro seguía mirándome condolido y, compartiendo mi consternación, dijo:

—Esos hombres siguen solo a un guía: la necesidad. Casi carecen ya de conciencia y han hecho una especie de tabla rasa con sus principios; desconocen ya la virtud, el desinterés, la caridad… Sus madres son dos: la miseria y la ignorancia… os sacaron de la prisión para el repartimiento puestos de antemano de acuerdo con los carceleros y los funcionarios del sultán, mediante el pago de sobornos, contentando con regalos a unos y a otros… Se trataba de teneros bien guardados, sanos, alimentados y lejos de los peligros y las enfermedades que acaban con las vidas de tantos cautivos. Porque, si hubierais muerto en la cárcel, se acabó el negocio. Sin embargo, de esta manera, recogidos en sus casas, solo ellos saben dónde estáis y el precio que se puede pedir por vuestra libertad… Y ahora, cuando vengan los frailes, vuestros custodios correrán a presentarse a los intendentes del sultán para decir cuántos cautivos tienen, dónde están y si están sanos o enfermos, las riquezas que poseen en España y el dinero que se puede pedir por ellos; porque, por desgracia, en este mundo no somos todos iguales, cada uno tiene su precio… Satanás pone el precio y complica las vidas de los hombres… Cuando para Dios todos somos iguales…

—Es terrible —dije apesadumbrado—. ¿Y qué podemos hacer?

—Yo sé lo que hay que hacer —respondió con firmeza—. Tú regresa ahora a la casa del Bonetero y sigue la vida como si nada. Finge estar contento y haz como si esta conversación no se hubiera producido. Y yo mientras tanto actuaré por mi cuenta; porque debo prepararles el terreno a mis hermanos trinitarios antes de su llegada, para que no los extorsionen ni engañen.

—Haré todo lo que me digáis, fray Pedro. A partir de hoy solo me fiaré de vuestra caridad.

—Muy bien, Cayetano. Vuelve ya a la casa y espera noticias mías. Dentro de poco enviaré a alguien para que vaya a avisaros del día y la hora exacta en que debéis salir de la casa del Bonetero sin que se enteren esos truhanes. Escapad entonces de allí con disimulo y venid aquí al hospital a toda prisa. De la rapidez y la cautela con que actuemos dependerá el éxito de este plan… Yo me encargaré de todo lo demás… Y rezad, hermanos, poneros en las manos del Nazareno; Él nos ayudará…

12. SIN NOVEDADES

En la casa de Abbás el Bonetero la vida transcurrió a partir de aquel día con una normalidad exenta de mayores novedades; a pesar de que se palpaba en el ambiente la impaciencia por la inminencia de la llegada de los trinitarios; lo cual suponía para todos allí un acontecimiento trascendental: ganancias para los dueños de la casa y la libertad para nosotros. No obstante, allí todo el mundo disimulaba sus verdaderas intenciones; y yo también, siguiendo el plan de fray Pedro.

Aunque habrá de comprenderse cómo me reconcomía por dentro sentarme a la mesa con aquellos hombres sin alma y tener que participar en las conversaciones, esforzándome en todo momento para poner buena cara e incluso mostrarme agradecido por que nos tuvieran allí recogidos y hubieran ido a hacer las gestiones de nuestro rescate a Ceuta. Ya que, aparentemente, eran personas normales; que disfrutaban juntándose para comer y que se mostraban amigables en todo momento. Pilarón hasta resultaba gracioso, ocurrente, contando chistes que nos hacían reír con ganas. Abbás apenas hablaba; andaba enfrascado en la venta de los bonetes y parecía que siempre tenía en la cabeza únicamente los números, las pérdidas y las ganancias. Y el Tuerto era simpático; así le parecía sobre todo a doña Matilda, que se pasaba largos ratos conversando con él, muy distraída y divertida con las cosas que aquel hombre tosco, pero con cierta gallardía natural, le contaba acerca de sus viajes y aventuras.

Toribio el Ceutí, por su parte, seguía igual que siempre; aparentemente preocupado por nosotros y dispuesto a solucionar cualquier problema. Durante las partidas de cartas que cada tarde echábamos afablemente bajo la palmera del patio, me costaba mucho tener que pensar mal de él y aguantar por dentro lo que sabía de sus sucios manejos.

Así pasó todo el mes de diciembre, con la Natividad por medio, el Año Nuevo, la Epifanía y la fiesta del Bautismo de Nuestro Señor; en un estado cada vez más anheloso y contingente; esperando, confiando, rezando…

13. PRECIPITACIÓN Y NERVIOS

Un día de mediados de enero, por la tarde, se presentó en casa de Abbás un hombre enviado por el fraile. El corazón me dio un vuelco cuando me comunicó que debíamos salir lo antes posible siguiendo el plan previsto.

Ahora venía lo más difícil: hacer los movimientos con todo cuidado para que nadie notase nada raro allí. Para eso, hablé primeramente con Fernanda, llevándola a un lugar apartado, con toda discreción:

—Presta atención —le dije con una seriedad que ella debía interpretar como un apremio apurado—. Coge a Dorito y llévalo fuera de la casa, a la fuente que hay en la plaza… Haced como que vais a beber con naturalidad…

Me miró muy extrañada, sin comprender. Así que tuve que añadir con mayor gravedad:

—Haz lo que te digo y no me hagas preguntas. Y procura que Manola no vea nada anormal ni en tu cara ni en tus movimientos. No recojas nada, ninguna pertenencia, ni objeto alguno, ni siquiera una prenda de abrigo… ¡Date prisa!

Un momento después, la vi salir con el niño de la mano, cruzando la plazuela hacia la fuente. Esperé un tiempo prudencial y luego fui a buscar a doña Matilda. Con ella la cosa resultaba más difícil, pues la hallé en la cocina ayudando a Manola. Pensé durante un breve instante lo que debía hacer y luego, cubriéndome un ojo, le dije:

—Doña Matilda, necesito que me ayude: se me ha metido algo en el ojo…

Era una excusa muy tonta, demasiado tonta, y como era de esperar, no resultó: salieron ambas mujeres a mirarme el ojo, soplármelo, a toquetearme los párpados… Me puse muy nervioso y exclamé:

—¡Ya! ¡Ya me ha salido! Muchas gracias… ¡Qué alivio!

Volvieron ellas a la cocina y yo, muy aprisa, salí a la plazuela. Allí junto a la fuente esperaban Fernanda y el niño, con cara de no saber qué hacer.

—¡Vamos! —les apremié—. ¡Seguidme todo lo deprisa que podáis!

Corrimos por el laberinto de callejuelas que nos separaban del hospital. Y no tardamos en llegar. Fray Pedro nos recibió con visible intranquilidad.

—¡Los padres redentores están en Mequinez! —nos anunció—. ¡No hay tiempo que perder!

—¿Dónde están? —le pregunté.

—En el palacio del sultán. Ya han empezado las negociaciones… Debemos ir allí de inmediato.

—¡Dios Santo! —exclamé—. ¡Doña Matilda está en la casa de Abbás!

—¡Corre! ¡Corre a por ella y llévala a la puerta del palacio! Allí os esperaré yo con Fernanda y el niño. ¡Esto es cosa de mucha urgencia! ¡Corre y tráela como sea!

Volví a la casa y entré lleno de decisión. En la cocina seguían aquellas dos, ajenas a todo, canturreando. Y sin más trucos, le dije al ama imperativamente:

—¡Vuaced se viene conmigo!

Las dos mujeres se quedaron pasmadas, mirándome:

—¡Vamos, doña Matilda, sígame! —insistí con más ímpetu, agarrándola por el brazo.

—Pero… ¿Adónde me llevas? —balbució ella, resistiéndose a soltar la cazuela de barro que tenía entre las manos.

Entonces no me quedó más remedio que arriesgarme a decirle la verdad delante de Manola.

—¡Vámonos de una vez, diantre! ¡Los frailes redentores están en Mequinez! ¡Hoy seremos redimidos!, ¿o quiere vuaced quedarse aquí…?

El ama dio un grito y soltó la cazuela que se hizo añicos contra el suelo. A su lado, Manola empezó a dar voces llamando a su marido:

—¡Abbás! ¡Abbás, corre, ven enseguida! ¡Abbás! ¡Esposo!

Conseguí arrancar de allí a doña Matilda y conducirla hacia la puerta, a pesar de que Manola se interponía para impedir que saliéramos, mientras no dejaba de gritar como una loca:

—¡Abbás, corre! ¡Ven, Abbás! ¡Que se escapan! ¡Que se van los cautivos!

Le di un fuerte empujón y la arrojé a un lado. Ella entonces empezó a chillar más fuerte todavía, pidiendo socorro fuera de sí. Pero el Bonetero, gracias a Dios, no andaba por allí cerca. Así que pudimos huir y perdernos pronto por un intrincado mercado, entre los tenderetes, confundidos en medio del gentío…

Un rato después, estábamos delante de la gran puerta del bastión que albergaba el palacio, donde nos esperaba fray Pedro con Fernanda y Dorito.

14. LA IMPACIENCIA

En el palacio del sultán ya había empezado el complicado regateo que precedía a la redención. Una larga fila de cautivos, tres centenares, acompañados por sus amos y carceleros, esperaba su turno en medio de un ambiente cargado de ansiedad, con voces, discusiones, lamentos y alguna que otra pelea.

Los frailes trinitarios redentores eran tres: fray Jesús María, el padre Juan de la Visitación y el padre Martín de la Resurrección. Se hallaban ambos sentados delante de una mesa, en la que tenían las listas de los nombres, los cuadernos, las bolsas, los montones de monedas de oro y plata… Les asistían sus ayudantes: una docena de caballeros españoles que los acompañaban y les daban escolta en su ardua misión. Uno de ellos custodiaba el arca donde se guardaban los dineros. Y los intendentes del sultán estaban muy pendientes del negocio, como auténticos tratantes, para no dejarse escapar la mínima ganancia.

Fray Pedro se acercó a la mesa. Mientras, nosotros nos quedábamos a distancia, en un extremo del enorme patio donde se realizaban todos estos trámites, y vimos cómo los frailes se levantaban para saludarle y atenderle. Comprendimos que se ocupaban de nuestra redención, porque nos miraban de vez en cuando, a la vez que consultaban los papeles.

Después nos llamaron. Estábamos hechos un manojo de nervios. Fernanda y el ama, cogidas de la mano, no dejaban de rezar y de suspirar, pálidas de impaciencia.

—Ay, encima esto, encima esto —se iba lamentando doña Matilda llorosa—. Encima esto…

—Ánimo, ya falta poco —le dijo Fernanda—; no se venga abajo ahora, que ya casi somos libres…

Y el ama, muy humillada, sollozó:

—Ay, me he orinado encima… ¡Con tantos nervios!

En la mesa de los tratos nos preguntaron los nombres, la procedencia, los detalles de nuestro cautiverio… A todo eso tuve que contestar yo, porque ellas no eran capaces de articular palabra…

Los redentores, después de hacer sus anotaciones, sacaron del arca unos puñados de monedas que estuvieron contando. No pude enterarme de la cantidad de dinero que pagaron; nunca me lo dijeron…

15. LA NEGOCIACIÓN

No sé cuántas horas pasaron, pero se nos hizo una eternidad, hasta que por fin vino fray Pedro para anunciarnos con cara de satisfacción:

—Hermanos míos, ya está resuelto, el rescate se ha pagado. Todo ha sido mucho más fácil de lo que podía preverse; porque, al parecer, una señora se ocupó en Sevilla de entregarles una buena cantidad a los frailes y un papel donde estaban escritos vuestros nombres…

—¡Doña Macaria, la veedora! —exclamó el ama—. ¡Seguro que ha sido ella! ¡Me lo prometió! ¡Bendita sea!

—Es muy posible —dijo el fraile—, porque sabemos que se trata de una de las damas que quedaron libres antes del asalto.

Un momento después, se acercó a nosotros uno de los funcionarios del sultán para certificar el trato. Nos miró, nos preguntó cómo nos llamábamos y dónde habíamos sido apresados, cuando se lo dijimos, asintió con la cabeza y le dijo algo en su lengua a fray Pedro. este tradujo:

—Me pregunta en qué prisión o casa habéis estado recogidos y le he dicho que en la prisión del sultán. No hay que darle más explicaciones, porque ya han cobrado el rescate.

No acababa de decir esto, cuando se oyeron de repente fuertes voces que nos sobresaltaron:

—¡En marcha todo el mundo! ¡Nos vamos!

Nos volvimos y vimos venir a los ayudantes de los frailes, apremiando a los cautivos. Las negociaciones habían llegado a su fin. Los ministros del sultán recogían sus dineros y parecían satisfechos. Era el momento de la partida…

—¡Gracias sean dadas a Dios! —exclamó con alivio fray Pedro—. Todo se ha hecho con rapidez y sin complicaciones… Ahora es menester salir cuanto antes de Mequinez… Así se hace siempre, con la premura de un simple negocio; como si de ganado se tratase… ¡Qué lástima!

16. EL ÚLTIMO CAUTIVO

Toda aquella gente se puso en movimiento en un santiamén. En la explanada que se extendía delante del arco de entrada a los palacios esperaba ya una recua de mulas, camellos y asnos para formar la caravana. Nos parecía mentira pensar que, de un momento a otro, íbamos a abandonar aquella ciudad donde habíamos padecido tanto…

Pero todavía, antes de la partida, sucedió algo que nos tuvo con el alma en vilo hasta el último instante.

Esperábamos con mucha inquietud a que los ministros del sultán dieran el permiso para ponernos en camino, y se estaban terminando de cargar los últimos pertrechos en las bestias y los carromatos. Entonces fray Pedro se preocupó de que tuvieran mucho cuidado con un bulto muy especial: el gran envoltorio que contenía al Nazareno de La Mamora, que el fraile había mandado traer desde el hospital muy bien empaquetado para que fuera llevado a España, porque así lo habían solicitado las autoridades militares, teniendo noticia de que se hallaba en Mequinez. Todos sabíamos allí lo que contenía aquel embalaje, porque había corrido la voz durante las horas que duró la negociación. Pero, al parecer, los intendentes del sultán no lo sabían.

Fuere casualidad, fuere que alguno de los funcionarios moros se había percatado, aparecieron por allí cuatro guardias y empezaron a examinar el fardo, con caras escrutadoras, palpándolo y con apreciable interés por saber qué era aquello.

—Ay, Dios mío —masculló fray Pedro—. Me temo lo peor…

Y se preocupaba con razón, porque, un instante después, se presentó uno de los intendentes y les ordenó a los guardias que cortaran las cuerdas y desliaran los cueros y las telas que formaban el envoltorio.

con gran desasosiego, vimos aparecer la imagen, a la vez que los funcionarios del sultán se alteraban y empezaban a dar grandes voces, espantados y con evidente enojo.

Hubo a continuación un momento muy tenso, en el que fueron llegando más funcionarios; hasta formarse una gran algarabía, violenta, amenazante, llegando algunos al extremo de lanzarles improperios e incluso zarandear a los frailes, recriminándoles que hubieran tratado de sacar de allí oculta la escultura.

Fray Pedro hacía grandes esfuerzos para calmar a unos y otros, dándoles explicaciones; diciéndoles que la imagen había estado desechada, abandonada en un muladar. Pero ellos no entraban en razón, alterándose cada vez más y replicando a voz en cuello que el Nazareno no saldría de allí; que era propiedad del sultán y que no nos lo llevaríamos sin su consentimiento.

De esta manera, en medio de nuestra congoja y angustia, llegamos a temer que no nos dejaran partir a nadie; porque la crispación era muy grande…

Hasta que, pasada como una hora de tensión, sucedió lo que menos esperábamos: se presentó allí el sultán en persona; venía rodeado por sus ministros, con el gesto grave, la mirada de fuego y ademanes impetuosos.

Nos obligaron a echarnos por tierra, igual que aquel día que entró victorioso en La Mamora. Se me hizo entonces que volvíamos al mismo punto y que nuestro calvario iba a empezar de nuevo…

Pero, con mucha humildad, los frailes se fueron hacia el rey moro y le estuvieron suplicando que les dejase llevarse al Nazareno; razonándole que ningún valor tenía para él, que era simple madera; mientras que para nosotros significaba mucho… ¡como si fuera nuestro mismísimo rey!

El sultán los escuchó, meditó, sonrió y habló lacónicamente en un español perfecto:

—¿Vuestro rey?, ¡cuán estúpidos sois los infieles cristianos!

Los frailes aceptaron sumisos el insulto y volvieron a sus ruegos, insistiendo tanto, que convencieron al sultán.

—¡Sea! —sentenció al fin—. Podéis llevaros a vuestro rey de madera; pero pagad por él como por un cautivo más…

—¿Cuánto? —preguntó fray Martín de la Resurrección, que era el que se ocupaba de los dineros.

El sultán se lo pensó, antes de contestar con displicencia:

—¡Treinta doblones de oro!

Allí mismo se cerró el trato. El padre abrió sin rechistar el arca, contó las monedas, las puso dentro de una bolsa y se las entregó.

El sultán tomó el dinero, dio media vuelta y entró en su palacio seguido por su cortejo, dejándonos allí postrados y temblando.

Seguidamente, el caballero que guiaba la caravana dio la orden tan esperada:

—¡Arriba todo el mundo! ¡Nos vamos! Nos abrazamos a fray Pedro, con lágrimas. —¡Sois libres, hermanos! —nos dijo emocionado. Su mirada gris, profunda, reflejaba dicha.

Pero a nosotros nos entristecía dejarle allí, por felices que nos sintiéramos en aquel momento.

—¡Dios le bendiga! —le dije—. Toda nuestra vida recordaremos a vuestra caridad… Y no dejaremos de rezar… Nunca dejaremos de estar agradecidos…

—En el cielo volveremos a encontrarnos —murmuró, bendiciéndonos.

Era 20 de enero, a la caída de la tarde, cuando salimos de la ciudad de Mequinez, caminábamos sumidos en un silencio meditativo, roto solo por el ruido de las pisadas de las bestias y el chirriar de los ejes de los carromatos… No nos atrevíamos siquiera a volvernos para mirar hacia atrás… Por delante, se abría la calzada entre huertos y labrantíos verdes. Luego ascendía por unas pendientes, zigzagueaba ligeramente en las alturas y proseguía adentrándose entre los cerros, el sol se ocultó por su perdedero, y a su tiempo salió la luna… Ni de noche ni de día se podía parar; porque la libertad requiere su propio esfuerzo, sus fatigas y su senda…