1. MEQUINEZ
Era una hora tardía y penumbrosa cuando hicimos nuestra entrada en Mequinez; el polvo, la pesadumbre, el cansancio, la media luz del ocaso y la envolvente muchedumbre que se dispersaba no nos dejaban ver con nitidez los contornos. Así que muy poco puedo referir de la primera impresión que me causó la ciudad. Recuerdo el terreno arcilloso, las murallas terrosas, muy altas, de unos quince pies de elevación; la perspectiva mirada desde el camino, con sus torres, las tapias, las puertas, los olivares… Vi mucha gente, incontable; no creo que haya visto en mi vida a tanta junta; hombres de todas las edades, vestidos de mil maneras; aunque la mayoría con la aljuba rayada, que era la propia del lugar, corta hasta media pantorrilla, holgada, y el manto marrón sobre los hombros. Las mujeres, enteramente cubiertas de la cabeza a los pies, dejaban ver solo sus ojos y algo de la nariz; los niños, casi desnudos.
Después de pasar bajo el gran arco de entrada, la masa guerrera dobló hacia la derecha por un amplio adarve y desapareció lentamente rodeando los espesos muros. A los cautivos entonces nos condujeron por una especie de túnel, un conducto oscuro y estrecho que nos introdujo en un dédalo de tapias, por encima de las cuales asomaban palmeras y naranjos. Cruzamos lo que parecía ser una plaza pública, o tal vez un mercado, porque había vendedores en todas partes: verduras, legumbres, carnes, tortugas, lagartos… Nos miraban con cierta indiferencia, acostumbrados como estaban a ver pasar cautivos frecuentemente. Vi caras compungidas y caras risueñas… Había mendigos, centenares de ellos, cojos, lisiados, ciegos, mancos…; legiones de harapientos merodeando por los arrabales. El barullo dominaba las calles, por donde éramos llevados como en vilo, con frecuencia a empujones, presionados por los de atrás, apretujados contra las ancas de las acémilas y los asnos, contra las paredes, contra montones de escombros, tenderetes, maderas viejas, toldos polvorientos… Y así iba cayendo la noche sobre nosotros, a medida que penetrábamos en los recintos interiores que servían para tener encerrados a los cautivos…
Pero, antes de ir más lejos, bueno será describir con algunos pormenores cómo era aquel Mequinez del que tantas y tan asombrosas cosas se cuentan, las cuales algunas son verdades, otras exageraciones y las más de ellas simples invenciones y patrañas.
Cierto es que, después de ser proclamado sultán, Mulay Ismail había llevado la ciudad a su mayor gloria. Ahora era la capital del reino y la residencia de los principales magnates. Pero, con el fin de impresionar al mundo e instalar su residencia en un solar digno de ser el centro de un imperio, el pretencioso sultán llevaba diez años atosigando a su gente para concluir unas reformas emprendidas en el año 1672, cuando a la muerte de su hermano se hizo con todo el poder. Mandó destruir la anterior alcazaba y una parte de la antigua medina para levantar aquella gigantesca muralla con más de cien torres y dotada de monumentales puertas; hizo construir mezquitas, baños, palacios, bastiones para su guardia, graneros, cuadras de caballos, jardines…; y dispuso que se fortificara un extenso recinto, un gran presidio, donde tener a buen recaudo a sus prisioneros… Porque Mequinez era el reino de los cautivos; diríase que éstos eran más numerosos que los ciudadanos libres. ¿Y quién si no hubiera podido afrontar el sacrificio que suponía hacer tantas obras hechas en tan poco tiempo? Pronto nos enteramos de que treinta mil hombres esclavos se habían afanado durante una década cotidianamente, sin descanso, para levantar el inconmensurable laberinto de alcazabas que componía aquella ciudad fortaleza, habitada en su conjunto por un total de sesenta mil almas, de las cuales la mayor parte vivía fuera de las murallas, en los aduares, junto a los arroyos, en las montañas cercanas y en los poblados de pastores de las llanuras, y acudían solamente a los mercados, durante las fiestas y a pagar los tributos que les exigían los recaudadores del tesoro del sultán.
2. LA VIDA EN EL CAUTIVERIO
De toda aquella grandeza de la cual contaban maravillas, de la hermosura de los jardines y los palacios, nada vimos de momento. Porque fuimos conducidos al interior de las prisiones. Allí, debilitados, enajenados casi, nos tuvimos que conformar alzando los ojos hacia lo único que se veía por encima de los altísimos muros: el firmamento intensamente azul por el día y sembrado de estrellas durante las noches. En aquel apestoso y desangelado lugar, hacinados como si fuéramos ganado, permanecimos doce semanas, que se nos hicieron una eternidad por tener que malvivir con una pobre y única ración de alimento al día; comidos de piojos, moscas, mugre y sarna. En fin, ya digo, como animales…
Poco se puede contar de aquella mísera existencia, porque nada de particular sucedía, excepto el monótono transcurrir de las jornadas, desde el amanecer hasta el ocaso. Al menos estábamos protegidos, en quietud, no teníamos que caminar y nadie venía a incordiarnos. ¡Y nos manteníamos juntos!
No obstante, no todo fue caos durante el encierro. A pesar de la aglomeración y el poco espacio en que hacíamos la vida unas dos mil personas, reinaba entre nosotros cierto orden. La mayoría éramos cristianos; gente de diversos orígenes, condiciones y suertes. También en aquel purgatorio contaba el linaje, la cuna, la posición y la hacienda que se poseyera en España. Porque todos allí albergábamos la esperanza de ser rescatados un día y regresar, y recuperar aquello que por el momento considerábamos perdido. Todo se anotaba a cuenta para el incierto futuro: los favores, las mercedes, los préstamos de servicios…; todo se compraba y se vendía fiado, por si algún día podía cobrarse en efectivo…
Había en el cautiverio sus autoridades: alcaides, jueces y alguaciles. Toribio de Ceuta siguió mandando sobre el grupo de La Mamora, como así fue acordado y refrendado en su día. Él continuaba en su potestad con denuedo, con auténtica vocación; aun siendo analfabeto, pequeño y jorobado. Nos dirigía frecuentes admoniciones, nos defendía mediante sus rudos subalternos, nos daba ánimos y ponía paz entre nosotros cuando había disputas.
No sé de dónde le venía al Ceutí aquel empeño en el mando, pero no pondré en duda su valía y su temple, providencial para quienes estábamos tan abatidos y desorientados.
Reuniéndonos nada más llegar, nos lanzó un largo discurso, como una arenga, para mantenernos organizados:
—Compadres —empezó diciendo—, ya estamos en Mequinez, cautivos, como bien sabíamos que tendríamos que estar después de rendir La Mamora. Esto es lo que hay, ésta es nuestra suerte… Desesperándonos nada conseguiremos… Esto es cuestión de paciencia, nada más y nada menos que eso: cuestión de paciencia y de no perder las esperanzas. No queda otra que encomendarse a Dios y esperar que vengan muy pronto a rescatarnos…
—¿Cuándo crees que será eso, alcaide? —le preguntaron—. ¿Tardarán mucho?
—Ah, eso solo Dios lo sabe… Ojalá, compadres, pudiera deciros algo sobre ese menester… Pero lo ignoro; no soy adivino… Únicamente puedo deciros que lo peor aquí será dudar… Yo ya me he visto en este trance y os aseguro que se puede salir adelante; se puede sobrevivir, con astucia, con asentimiento; sin venirse abajo, sin dejarse arrastrar por la melancolía… Pero tampoco confiando ingenuamente que será mañana, pasado mañana o dentro de una semana cuando vendrán a liberarnos… Pensar eso es una necedad. Mejor es hacer la vida sin poner fechas y, el día menos pensado, ¡la libertad!
—¡Ay, Dios te oiga! —exclamó una mujer—. ¡Parece que lo estoy viendo!
—Pues deja de verlo —repuso él—; porque pasará el tiempo… y te desilusionarás cuando menos lo esperes. Ten confianza, pero no te impacientes…
Se hizo un silencio mortal, como un vacío en el que todos allí podíamos sentir ese tiempo perdido, extinto, fugado…
3. CAUTIVOS, PERO, GRACIAS A DIOS, EN FAMILIA
A todo se hace uno, por duro que sea, cuando hay fe… Pero sin ese don, ¡qué difícil es a veces vivir! Era triste ver cómo algunos perdían los ánimos y enloquecían. Esto les pasaba sobre todo a los que se encontraban más solos, más aislados, más perdidos… Porque los lenitivos del cautiverio son la compañía, el consuelo, el calor humano…
Ya nos lo advirtió el Ceutí:
—Aferraos a la amistad, al compañerismo y al cariño de los otros. Porque solos no llegaréis a ninguna parte en este navegar a la deriva por los días, las semanas y los meses, sin rumbo y en desamparo. Si permanecemos unidos, aguantaremos hasta el final.
Y veló nuestro alcaide desde el primer momento para que se mantuvieran unidas las familias, para que no se separasen los grupos naturales de amigos ni se disgregasen las tropas, cofradías y tripulaciones de marineros que un día habitaron San Miguel de Ultramar. Por otro lado, a los que no tenían a nadie se les buscó acomodo y compaña.
Los niños, más que nadie, ¡qué pena daban! Era muy lastimoso verlos en aquel mundo, sin más horizonte que los fríos muros y aquel polvoriento patio donde se condensaba tanta indigencia, enfermedad y mortandad humana. Por eso era menester tratar de que todos ellos encontrasen quien les proporcionase cuidados y cariño. Así que los repartimos entre todos. A los que andaban huérfanos sin padre, sin madre, ¡sin nadie!, los acogimos como si fueran nuestros.
Y aquel pequeño de ocho años, el monaguillo que descorrió la cortina del Nazareno, nos correspondió a nosotros, al ama, a don Raimundo, a Fernanda y a mí, que verdaderamente habíamos llegado a ser una auténtica familia. Su nombre era Doroteo, pero le llamaban Dorito. Andaba el pobre de aquí para allá, como un perrillo vagabundo, pegándose a unos y otros, sin que nadie terminase de ocuparse de él del todo; lo cual era de comprender, porque casi no se le oía quejarse, menudito como era, y porque tampoco daba mucha guerra el pobrecillo; se ponía por allí, a la sombra de los que le hacían algo de caso, y como todo el mundo estaba demasiado preocupado por sus propios problemas, casi no se reparaba en su presencia y soledad. Así que Fernanda empezó a darse cuenta de que estaba desnutrido, mocoso y lleno de sarpullidos; de que no tenía quien le amparase, aun siendo tan pequeño. Y un día, comprobando que verdaderamente estaba solo del todo, le preguntó:
—¿Y tú, Dorito, no tienes madre?
El niño puso cara extrañada, con esos ojos azules tan abiertos, el pelo rubio apelmazado y la naricilla roja requemada, sin contestar nada.
—¿No tienes madre? —insistió ella.
—Yo sí —respondió al fin, con timidez.
—¿Y dónde está?
—No lo sé…
—¿Cómo que no lo sabes? Si tienes madre, en alguna parte estará… ¿No es ninguna de las mujeres que hay aquí?
—No, ninguna.
—Entonces… ¿Dónde está tu madre?
Se encogió de hombros él, con una sonrisita de despiste.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó conmovida Fernanda—. ¡Tú no tienes madre!
—Sí que la tendré —dijo el niño—; pero no sé…
Fernanda se echó a llorar, le abrazó, le llenó de besos…
—¡Ay, criatura…! —sollozó—. Pero… ¡Dorito! ¡Mi niño! ¿Por qué no lo has dicho? ¿Por qué no…? ¡Tú te quedas conmigo a partir de hoy! ¡Tú te quedas con nosotros!
Luego estuvimos preguntando y nos enteramos de que el pequeño había sido comprado en Salé por un comerciante de zapatos, que luego se lo vendió en La Mamora a un viejo tullido, que acabó muriéndose, y que finalmente lo habían recogido los frailes. En fin, con este ejemplo se podrá hacer una idea de lo que pasaba; de la precariedad y la malandanza humana que nos rodeaba.
Fernanda llevó a Dorito al lado del pozo, sacó agua, lo lavó, le buscó por donde pudo algo de ropa, se la arregló y lo puso como nuevo, si es que allí algo pudiera parecer mínimamente decente… Pero, del antes al después, ¡daba gloria verlo!, como un muñeco, tan aseadito y tan contento. Y ella después se fue directamente al alcaide y le dijo:
—A Dorito lo cuidaré yo a partir de hoy. ¿Le parece bien a vuaced?
—¿Y cómo va a parecerme mal? —respondió el Ceutí—. Eso es lo que tenemos que hacer: ocuparnos los unos de los otros. ¿O no es lo que vengo diciendo desde el principio? —Y, después de quedarse pensativo un momento, añadió—: Pues ya tenéis hijo Cayetano y tú, mujer. Aquí se trata de hacer familias… Así los moros verán que sois de verdad marido y mujer… Porque tú estás de muy buen ver, Fernanda, y no es menester que se piensen que andas soltera… ¿Comprendéis lo que quiero decir?
¡Claro que lo comprendíamos! Seguía el ingenioso juego de los matrimonios apañados… Y a mí me pareció muy oportuno que nos ocupásemos de Dorito; no solamente por el pobre niño, sino también por nosotros, para evitarnos problemas, aunque esté mal el decirlo…
Así que, desde aquel día, la cosa quedó de la siguiente manera: fingíamos que doña Matilda y don Raimundo eran los padres de Fernanda, y por ende mis suegros y los abuelos de Dorito. Había que ver la suerte de engaños que teníamos que urdir para salir adelante airosos, sin problemas: ¡mentiras y enredos! Con el fin de despistar a los moros. Pero bueno es decir que aquello tenía su propio encanto…
Todo era ir pasando lo mejor posible las primeras semanas en un mundo confuso, donde la persona tenía poco valor y se perdía la perspectiva de quiénes éramos cada uno y de los destinos que en otro tiempo creímos nuestros ilusoriamente.
4. FERIA DE CAUTIVOS
Transcurrió un tiempo indeterminado, tal vez dos meses, en el que no hubo más oficio ni tara que sobrevivir en medio del hacinamiento y la miseria, ver la forma de conservar la esperanza y mantener vivos nuestros sueños. Pero más adelante quiso Dios que empezasen a cambiar las cosas; no digo que para mejor, pero al menos comenzaron a cambiar…
Era pleno verano, sería ya julio, cuando aparecieron por allí los intendentes que el sultán tenía nombrados para gestionar los asuntos de sus cautivos. Venían con sus secretarios y escribientes; hombres muy duchos en la industria de poner en tareas varias y sacarles partido a toda aquella masa humana que consideraban propia y susceptible de producir beneficio. Hasta entonces no se habían preocupado de nosotros porque todavía andaban muy afanados en las campañas guerreras, las conquistas, los saqueos y la cosecha de más cautivos; porque su avidez de apresar gente parecía ser insaciable… Estos administradores hicieron recuento, inspeccionaron y tomaron buena nota de la importancia y número de cuantos estábamos allí; valorando en consecuencia las ganancias que se podían obtener con los rescates y, en su caso, de la aptitud para el trabajo de los hombres más sanos y fuertes.
La supervisión fue lenta, minuciosa y, como se comprenderá, harto humillante. Uno por uno, nos hacían pasar por un examen, en el cual valoraban el origen, la edad, las fuerzas físicas, la salud, las cualidades personales… Nadie se libraba de la agraviante observación de sus ojos escrutadores, de las preguntas, del manoseo, de tener que enseñar hasta los dientes y las vergüenzas… A ellos tuvimos que contarles todo: quiénes éramos, de dónde veníamos, el valor en su caso de los bienes que poseíamos en España; nuestros oficios, nuestra hacienda, nuestras habilidades y la consideración que teníamos cuando fuimos hombres y mujeres libres. Porque, en suma, nuestro cautiverio constituía la base de un negocio, de un sustancioso modo de obtener pingües ganancias.
Y el alcaide, que era conocedor de la urdimbre del negocio, nos explicó lo que iba a pasar después del reconocimiento que duró varias jornadas completas.
—Compadres —nos dijo—, aquí todo sigue su orden; el que mandan las leyes del cautiverio. Somos mercancías, nada más… Y ahora vendrá el repartimiento…
5. EL REPARTIMIENTO
—Aquí hacen las cosas siempre de la misma manera, —explicó el Ceutí—. Esto es un negocio y, como tal, tiene su propio método. ¿No os dije que yo ya he estado aquí y que conozco bien el percal? Pues bien, dejadme que os advierta de lo que ha de venir… Llevamos aquí en las prisiones más de dos meses, compadres, aunque os parezca que ha pasado una eternidad… Durante todo este tiempo, ellos, los moros, se habrán hecho sus componendas. O sea, que habrán estado con las cuentas, los cálculos, los números…; porque tienen que saber muy bien con qué ganado cuentan: ya que, para ellos, nosotros somos solamente eso: ganado; género del que esperan obtener sus ganancias. Y los beneficios que pueden sacar de nosotros han de venirles principalmente por tres vías: la primera, el rescate, los dineros que piensan exigir a cambio de nuestra libertad; la segunda vía será nuestro trabajo, todo aquello que podamos hacer para ellos y que les resulte útil… Lo que significa que cada uno de nosotros deberá ejercer aquí un oficio. ¿Por qué creéis que os preguntaron en la inspección los intendentes quiénes erais, lo que sabíais hacer, si teníais habilidades o experiencias? Ni más ni menos porque quieren sacar provecho de nuestras personas…
Escuchábamos muy atentos, por lo que nos convenía, esperando que aquellas lecciones del Ceutí nos sirvieran para aliviar nuestra situación en ese dichoso repartimiento, que todavía no sabíamos a ciencia cierta ni lo que era ni cuándo iba a ser.
—Alcaide —le pregunté yo—, ¿y qué hay de la tercera vía? Nos acabas de decir que los moros buscan sacar beneficios de nosotros por tres vías; has nombrado las dos primeras, ¿y la tercera?
El Ceutí se puso muy serio; arrugó el morro, carraspeó y luego contestó, guiñando el ojo:
—Tienes razón, Cayetano; tres vías son, en efecto, o sea, tres maneras de ganar dinero a nuestra costa. Pero la tercera… En fin, la tercera me la callaré, no sea que os cause desazón…
Se levantó un gran murmullo entre los cautivos, que se sintieron descontentos por esta explicación, desconcertados y nada conformes con que se les ocultara la tercera vía. Así que yo me lancé y le dije:
—No nos dejes así, alcaide, con ese misterio suspendido en el aire… Ya que has empezado diciendo que las vías eran tres, debes decirnos la tercera; si no, haber dicho que eran solo dos…
Se lo pensó y, al cabo, contestó:
—Está bien, lo diré… Pero, compadres, temo que os desaniméis, ya que la tercera vía es la peor para nosotros…
—¡Dilo de una vez! —le instó la gente.
—¡Nos tienes en ascuas!
—¡Habla y no te calles nada!
El Ceutí, circunspecto, entrelazó los dedos sobre su barriga, y dijo:
—Compadres, si estos moros de Mequinez no lograran sacarles a nuestros compatriotas y familiares de España todo el dinero que esperan, nos venderán como esclavos. Eso es lo que hay, compadres… Ya lo he dicho…
A estas palabras del alcaide siguió un silencio mortal, roto solo por algún que otro suspiro. Esa tercera posibilidad era la más terrible.
Y el Ceutí, viendo el efecto que había causado en nosotros conocerla, prosiguió:
—Pero… ¡no os preocupéis, compadres! Eso no va a pasarnos, porque pagarán nuestro rescate…
—¡Ah, Dios te oiga!
—Dios se apiade de nosotros.
—¡Pagarán! ¡El gobernador lo juró!
El alcaide sonrió al vernos esperanzados y continuó:
—Y ahora, compadres, explicaré qué es eso del repartimiento, porque a buen seguro va a ser muy pronto, tal vez mañana o pasado… Ya habéis visto cómo nos han examinado y preguntado. Pues bien, el repartimiento tiene que ver con eso: ahora vendrán los intendentes y nos sacarán de aquí para repartirnos entre la gente rica y principal de Mequinez, para que trabajemos para ellos, para que les sirvamos y para que, en su momento, les paguemos una parte de nuestro rescate por los gastos que harán nuestros amos en el mantenimiento de nuestras pobres personas. O sea, que, encima de que vamos a trabajar sin cobrar nada, deberemos pagarles nosotros a ellos…
—¡Qué descaro!
—¡Qué sinvergüenzas!
—¡Qué villanía!
El alcaide meneó la cabeza lacónico, resignadamente sonriente, y sentenció:
—Esto es lo que nos toca en suerte, compadres, ésta es la vida del cautivo…
6. ¡FRAILES!
Esperábamos el dichoso repartimiento con una mezcla de sentimientos: con vacilación; debatiéndonos entre el anhelo esperanzado y el miedo receloso; lo primero, porque ya estábamos muy cansados de estar en aquella prisión desamparada, como gallinas en un corral; y lo segundo, porque al menos allí estábamos juntos y en cierta manera organizados, ayudándonos unos a otros, mientras que no sabíamos dónde podían llevarnos y con quién.
En esta incertidumbre pasaron algunas semanas más, aguantando un calor tremendo, que nos agotaba y que nos iba dejando sin ánimos, sin ideas y hasta sin ilusión, embotados, permanentemente agobiados por enjambres de moscas de día y por ejércitos de chinches por las noches.
Y el alcaide, al ver que tardaban en repartirnos, se preguntaba extrañado:
—¡Qué raro…! ¿Por qué no harán ya el repartimiento? No sé qué estarán pensando estos demonios de moros… La última vez que yo fui cautivo hicieron el reparto al mes de estar aquí…
Porque Toribio de Ceuta había sido cautivo dos veces más en su vida, además de ésta, y la última vez que estuvo en Mequinez fue durante su segundo cautiverio, hacía solamente tres años. Por eso sabía tanto de estos menesteres; digamos que era un cautivo veterano. A pesar de lo cual, le habían salido mal los cálculos y eso le tenía en un sinvivir.
Hasta que una mañana se produjo una novedad que nos llenó repentinamente de esperanzas.
Todo comenzó cuando alguien empezó a gritar: —¡Frailes! ¡Frailes! ¡Alabado sea Dios! ¡Vienen los benditos frailes a rescatarnos!
Se armó un revuelo enorme. Todo el mundo se puso en movimiento, alborotado, sin que supiéramos de dónde venía el aviso ni quién lo proclamaba con aquellas voces que seguían anunciando:
—¡Frailes, frailes, frailes…!
Y en medio de la batahola que corrió hacia las puertas de la prisión, vi al alcaide, apresurado y con la cara desencajada. Le pregunté:
—¿Qué pasa? ¿Qué frailes son ésos? ¿Es verdad que nos rescatan?
—¡Qué sé yo! —respondió entre jadeos—. ¡Vamos a ver!
La multitud se agolpaba delante de la puerta, como en una locura colectiva, con los rostros transidos, con lágrimas, con una ansiedad indescriptible… Creían de verdad que había llegado la hora tan esperada: ¡que los frailes venían a rescatarnos!
Vinieron los carceleros con sus varas y empezaron a poner orden. Solo después de repartir algunos golpes lograron que la gente se echara a un lado y que se hiciera cierto silencio temeroso.
Entonces apareció ante nuestros ojos una visión que parecía llegada del mismísimo cielo: ¡frailes! En efecto, había allí frailes vestidos con el bendito hábito de la Orden de la Santísima Trinidad y de los Cautivos, conocidos como trinitarios; los que tenían como misión redimir a aquellos infelices caídos bajo el yugo de la cautividad, los cuales allí éramos ¡nosotros! He ahí el motivo de tanta alegría y entusiasmo.
Porque no era nada aventurado, nada ilusorio suponer que estaba muy cerca nuestra libertad, ya que nadie ignoraba cuál era la dedicación principal de los frailes trinitarios. Por toda España corrían frecuentes noticias de las buenas obras de estos hombres abnegados y santos; de los viajes que hacían a tierras de moros para hallar, consolar y salvar a los cautivos. Sus hábitos blancos y las cruces rojas y azules sobre el escapulario eran signos de redención, de liberación, y su sola vista representaba para nosotros la única posibilidad de salir de la prisión.
Así que los cautivos, al tenerlos delante, no paraban de gritar:
—¡Llevadnos a España, padres!
—¡Sacadnos de esta cárcel!
—¡Caridad, padres! ¡Caridad y libertad!
Imposible describir las sensaciones que se nos despertaron dentro: la esperanza, la ilusión, la alegría… Hasta los que estaban enfermos y sin fuerzas parecieron cobrar bríos y se levantaron de su postración para ir a ver a los frailes.
Costó mucho que se acallasen las voces y que hubiera el silencio necesario para poder oír lo que los benditos trinitarios venían a decirnos. El alcaide tuvo que tomar cartas en el asunto y servirse de sus hombres para calmar a la gente. Y éstos, con autoridad, pedían una y otra vez:
—¡Callad! ¡Dejad hablar a los padres! ¡Silencio!
Cuando al fin se pudo conseguir que reinara el orden y que cesara el alboroto, fue el Ceutí quien tomó primeramente la palabra y, dirigiéndose a los frailes, dijo:
—¡Bendito sea Dios, hermanos trinitarios! ¡Venís como caídos del cielo! ¿Qué tenéis que contarnos? ¿Qué noticias nos traéis? ¿Seremos redimidos pronto?
Los dos frailes eran de estaturas semejantes, e igualmente resultaban venerables vestidos de blanco. Aunque uno de ellos, por ser de mayor edad, parecía ser el superior; delgado, reposado y con unos ojos bondadosos. El otro, el más joven de los dos, era pelirrojo, pecoso, asimismo delgado, pero más robusto y de expresión más retraída. Suponíamos que hablaría el primero, el más viejo; pero no fue así, sino que habló el barbitaheño:
—Hermanos nuestros —dijo con una voz taimada—, benditos seáis del Señor…
Yo le oía muy bien, porque estaba delante, apenas a diez pasos de él, pero los de atrás protestaron:
—¡No nos enteramos! ¿Qué dice? ¡Hable más alto, padre, por caridad!
—Hermanos —repitió el fraile—, benditos seáis del Señor… Venimos enviados por el Dios misericordioso, bondadoso y fiel… De Él viene todo don… Él ha de daros la libertad…
—¿Qué dice? —gritaron los de atrás.
—¿Que somos libres?
—¡Aleluya! ¡Bendito sea Dios!
Y se formó de nuevo un enorme alboroto, con alaridos, albórbolas, empujones y gran agitación del gentío.
—¡Silencio! —pidieron de nuevo los hombres del alcaide—. ¡Callaos o vendrán los guardias con las varas! ¡Dejad hablar a los frailes!
Cuando se hubieron calmado, el trinitario pelirrojo volvió a tomar la palabra, poniéndose muy serio.
—¡Hermanos! —dijo con mayor energía—. Comprendemos vuestra impaciencia, vuestra angustia y vuestro sufrimiento. Estamos aquí para ayudaros. Ésta es nuestra misión: tratar de que seáis redimidos cuanto antes; daros la libertad que tanto anheláis…
Calló un momento, mirándonos con pena, y luego añadió:
—Pero lamento tener que comunicaros que eso, por ahora, no podrá ser… Todavía no ha llegado ese momento, pero confiemos en Dios…
Un denso murmullo, hecho de suspiros de desilusión, de quejas y gemidos, se elevó como un lamento fúnebre. Aquellas palabras cayeron sobre nosotros como una lluvia de agua helada. Y algunos preguntaron ansiosos y frustrados:
—¿Y cuándo nos redimirán?
—¡Por Dios! ¡Decidnos cuándo!
—¿Pasará mucho más tiempo?
El fraile juntó las manos, se las puso delante del pecho y contestó compadecido y sincero:
—Hermanos, lo siento, lo siento en el alma… ¡Nada puedo deciros! ¡Ojalá pudiera! Pero nada sé sobre ese menester que no sepáis vosotros… Estoy enterado de que el gobernador de La Mamora juró acudir cuanto antes a los ministros del rey… Pero aquí no se han recibido noticias después… No sabemos si ya se conoce en España vuestro cautiverio. Nosotros somos solo pobres frailes que nos ocupamos del hospital de Mequinez y muy de tarde en tarde recibimos cartas de España… Pero no os desaniméis, hermanos, confiad en Dios y en nosotros. ¡Pedidle a Dios más paciencia! Y en cuanto tengamos buenas noticias, correremos a comunicároslas…
De muy poco consuelo nos servían aquellas explicaciones. Todo eso, en efecto, ya lo sabíamos nosotros. En conclusión, debíamos seguir esperando; no quedaba otro remedio, nada más podía hacerse…
Los frailes traían consigo una carreta cargada con panes y dátiles, que repartieron para mitigar algo nuestro padecimiento: penas con pan son menos… También fueron a ver a los enfermos que estaban postrados o moribundos. Y luego rezaron, nos dijeron nuevas palabras de aliento y nos bendijeron. Se despidieron prometiendo que no nos abandonarían y que enviarían una pronta carta a sus superiores de España para darles la referencia de cuántos éramos y el tiempo que llevábamos en Mequinez.
7. REPARTIDOS Y, A PESAR DE TODO, ESPERANZADOS
Pasó otro mes y algunos días más. Los buenos frailes no se olvidaron de nosotros: venían todos los sábados y los domingos; traían los dátiles y el pan, nos decían misa, nos confortaban con sus sermones y sus plegarias… Pero de la redención no decían nada más que lo que ya sabíamos: era menester esperar, confiar, enviar cartas, no desanimarse… La gente mientras tanto iba desmayando cada vez más, enflaquecida, enferma, moribunda…
Y resultó que, cuando ya nos habíamos olvidado del repartimiento, se presentaron una mañana los intendentes del sultán con un contingente de guardias y los escribientes provistos de sus cuadernos y anotaciones. Todo fue a continuación rápido y atropellado, con voces, malos modos y empujones. Ponían a algunos a un lado, como apartados, y a otros se los llevaban con prisas.
—¡Nos reparten! —exclamó el alcaide—. ¡Por fin nos reparten!
A él le tocó el turno pronto, porque tenía allí sus amistades y vino a sacarlo un moro poderoso para llevárselo a su casa. Cuando le vimos salir, nos quedamos como álamo sin sombra, muy desolados, porque el Ceutí había llegado a ser indispensable a la cabeza de la desgraciada caterva que componíamos aquellos tres centenares de almas provenientes de La Mamora.
Tuvimos que pasar todavía un par de días más en la prisión, llenos de incertidumbre y preocupación, temiendo que pudieran separarnos. Pero, al tercer día, cuando ya se habían llevado a casi todos para repartirlos, vino a por nosotros uno de los carceleros y nos condujo hacia la puerta.
Recorrimos los pasadizos por donde cuatro meses antes nos acarrearon al encierro, íbamos temerosos, pero a la vez ilusionados, porque el solo hecho de salir de la prisión renovaba en cierto modo nuestras esperanzas. Yo les iba diciendo por el camino:
—No os preocupéis, nos sacan de aquí… ¡Bendito sea Dios! Nada puede ser peor que este asqueroso lugar… Dondequiera que nos lleven…
Salimos al fin a una especie de plaza, donde había mucha gente, animales, tenderetes, voces, algarabía… Estábamos tan nerviosos y confundidos al vernos por fin en el exterior que no acertábamos a enderezar nuestros pasos, empujados por los de atrás. Yo llevaba de la mano a Fernanda, y ella a su vez tiraba de Dorito; nos seguían el ama y don Raimundo. Y solo una idea me pasaba por la cabeza: que no iba a consentir que nos separaran.
De pronto, mi sorpresa fue enorme cuando descubrí en medio del gentío al Ceutí; muy sonriente, vestido con una aljuba limpia, con los brazos abiertos.
—¡Compadres! —exclamó—. ¡Vosotros os venís conmigo! ¡Vamos, compadres!
Extrañados por aquel encuentro inesperado, nos quedamos maravillados, mirándole, mientras la puerta de la prisión se cerraba ruidosamente a nuestras espaldas, sin que ningún guardia nos incordiase ya ni nadie más nos dijera lo que debíamos hacer.
Miré a un lado y otro. Y en medio de toda aquella confusión, vi cómo se llevaban a otros cautivos; pero a nosotros nadie se dirigía, excepto el Ceutí que seguía diciendo:
—Pero ¿qué os pasa, compadres? ¿No me oís? ¡Vamos! ¿Qué hacéis ahí parados? ¿Queréis acaso que os vuelvan a meter en la cárcel?
—¿Adónde vamos? —le pregunté en mi desconcierto—. ¡¿Somos libres?!
—¡Ah, ojalá!… Nadie es libre en Mequinez… Pero a partir de ahora estaremos mucho mejor, compadres. Vendréis conmigo a una casa donde nos espera una vida mucho más llevadera… ¡Andando, seguidme!
8. COMO PÁJAROS A LOS QUE LE HAN ABIERTO LA JAULA
Íbamos en pos del Ceutí por las calles de Mequinez, entre el abigarrado gentío, aturdidos por el ruido, por el colorido, por el movimiento, por percibir los deliciosos aromas de las especias, de las hierbas olorosas, de los jabones fragantes, del almizcle, de las soporíferas esencias… Era como si una oscura cortina se hubiese descorrido repentinamente mostrándonos la maravilla de un mundo vivo y haciéndonos sentir que resucitábamos, después de tanto tiempo como habíamos permanecido en la tumba de la prisión. Y a medida que nos alejábamos del encierro, adentrándonos por el intrincado y misteriosos laberinto de callejuelas, por la angostura de los pasadizos y adarves, nos parecía penetrar en una suerte de ensueño.
Por delante, con sus pasos cortos, desiguales y sin gracia, Toribio nos guiaba, volviéndose de vez en cuando para apremiarnos:
—¡Vamos! ¡Deprisa, compadres, que nos esperan para comer!
Él conocía palmo a palmo aquella infinidad de vericuetos y travesías; caminaba resuelto, sin reparar en la multitud que nos parecía tan amenazante, a pesar de que aquella gente estaba afanada en sus cosas, en comprar, vender y acarrear abastos de todo género; o sencillamente quieta, conversando o entregada al tedio delante de las puertas de las casas.
El Ceutí era pequeño y rengo, pero corría como un ratón, perdiéndose por entre las oleadas de aquella morisma; diríase que estaba imbuido de una energía secreta. Y le seguíamos porque, en medio de todo aquello tan extraño para nosotros, confiábamos a ciegas en él.
Hasta que, de repente, oí gritar a mis espaldas:
—¡Ay, no puedo más! ¡Por Dios, esperadnos!
Me detuve y, al volverme, vi la cara sudorosa de doña Matilda, que estaba parada y doblada sobre sí misma, jadeante, con una expresión aterrada y en extremo vencida por el agotamiento.
—¡Vamos! —le dije.
—¡Ay, que no puedo…! ¡Que no tengo fuerzas…!
Fernanda y Dorito también se habían detenido. Todos estábamos derrengados; ¡tanto tiempo sin apenas movernos en reclusión! Los cuerpos estaban flojos, embotados, famélicos…
—¿Y don Raimundo? —le pregunté, al darme cuenta de que no se le veía por ninguna parte.
—¡Qué sé yo! —respondió el ama—. Se habrá quedado por ahí atrás… ¡Bastante tengo yo con cuidar de mí misma! ¡Si no puedo con el alma…!
—Esperad aquí —dije, mientras iba a desandar el camino en busca del administrador.
Gracias a Dios, lo encontré a pocos pasos, al volver una esquina; estaba el pobre hombre desorientado en mitad de la calle. Lo cogí del brazo y lo llevé hasta donde esperaban los demás. Nuestras cabezas no tenían agilidad para pensar y el poco ánimo que conservábamos no nos permitía grandes esfuerzos.
Y Toribio, que había regresado al percatarse de que no podíamos seguirle, comprendió que debíamos ir más despacio.
—Ya falta poco, compadres —nos animó—. Pronto podréis descansar al fin.
No nos engañaba: apenas tuvimos que recorrer un par de callejas más, doblando alternadamente a izquierda y derecha, y acabamos en una plazuela solitaria, donde rumoreaba una fuente bajo un sicómoro.
—Aquí es —dijo el Ceutí, señalando con el dedo una puerta—. Ésta es la casa de mi amigo Abbás el Bonetero. Compadres, tenéis suerte… Me habéis caído en gracia y pensé que, cuando llegase el repartimiento, no debíais ir a mal sitio. Yo me ocupé de todo. Porque, como ya os dije, tengo en Mequinez amigos bienhechores. ¡Adentro pues! Que os esperan el baño, buenas camas y un plato con verdadera comida… Aquí vais a estar como en vuestra propia casa…