Capítulo 2 - La instalación de la justicia militar en Madrid
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LA INSTALACIÓN DE LA JUSTICIA
MILITAR EN MADRID
Poco después del mediodía del 19 de julio de 1936, el general Fanjul se presentó en el Cuartel de la Montaña para dirigir la rebelión militar en la capital de España. Una de sus primeras órdenes fue la impresión del bando de estado de guerra que iba a imponer en la ciudad. En su preámbulo se afirmaba que el objetivo de la rebelión era «salvar a España de la ignominia» y que los alzados estaban «dispuestos a que no sig[uier]an gobernando bandas de asesinos ni organizaciones internacionales». Pero jamás llegó a proclamarse. El 20 de julio, las fuerzas leales asaltaron el cuartel y aplastaron la rebelión[1]. Ocho días después, el directorio militar insurgente en Burgos (la Junta de Defensa Nacional de España) declaró oficialmente la ley marcial (el Estado de Guerra) en todo el territorio español[2]. En el primer artículo de aquel bando se decía que «el Estado de Guerra, declarado ya en determinadas provincias, se hace extensivo a todo el territorio nacional». Los rebeldes pretendían afirmar su autoridad, por así decirlo, en zonas —como Madrid— donde la sublevación había fracasado. La ley marcial insurgente no se haría realidad en las calles de la capital hasta el 29 de marzo de 1939, cuando las autoridades castrenses volvieron a promulgar el bando. Pero la justicia militar de posguerra tomaría julio de 1936 (y no marzo de 1939) como punto inicial de referencia; tal y como el jurista militar Eugenio Fernández Asiain dijo en 1943: «La defensa del antiguo orden político [republicano] constituye la verdadera rebelión[3]».
La justicia militar no iba a ser la única expresión jurídica de las reclamaciones de legitimidad de los rebeldes. Uno de los primeros decretos promulgados por la Junta de Defensa Nacional (el 24 de julio) le atribuía la legítima custodia de todos los bienes, propiedades y derechos del Estado español[4]. Tras el fin de la Guerra Civil, el régimen de Franco invalidó sistemáticamente todas las decisiones tomadas por las autoridades republicanas durante la contienda. Los veredictos dictados tras el 18 de julio de 1936 por juzgados y tribunales republicanos de lo civil, lo penal y lo contencioso-administrativo fueron declarados nulos sin excepción[5]. También fueron invalidados todos los cambios en el Registro de la Propiedad y todas las anotaciones de nacimientos, decesos y matrimonios en el Registro Civil introducidos por las autoridades republicanas[6]. A raíz de ello, no fueron inhabituales las modificaciones de nombres de niños y niñas por orden administrativa. En julio de 1939, las autoridades locales del distrito madrileño de Chamberí cambiaron, por ejemplo, el nombre de pila de una tal Pasionaria Fernández por el más respetable (desde el punto de vista ideológico) de Juliana[7].
Aun así, la justicia militar fue el medio principal a través del que los rebeldes hicieron efectivos sus extraordinarias pretensiones de legitimidad. ¿Cómo pudieron justificar tales aseveraciones? De manera significativa, en su proclamación de la ley marcial en julio de 1936, la Junta de Defensa Nacional no hizo referencia alguna a su rebelión contra el gobierno legalmente constituido en aquel momento, sino que se limitó a expresar el celo con el que pretendía cumplir con «sus deberes en momentos tan solemnes[8]». El estado de guerra (y la rebelión militar en sí) eran acciones derivadas de una larga tradición de intervención militar en los asuntos civiles. El ejército no solo tenía la obligación normal de defender el Estado soberano frente a sus enemigos exteriores, sino que también le correspondía la tarea de mantener el orden interno. Ya en 1812, la constitución «liberal» de Cádiz preveía la existencia de un ejército y una armada permanentes que tuvieran encomendada la misión de encargarse de «la defensa exterior del Estado y la conservación del orden interior[9]».
Esa dualidad de la función militar quedó legalmente consagrada en la Ley Constitutiva del Ejército de 1878. El artículo 2 de la misma estipulaba que «la primera y más importante misión del ejército es sostener la independencia de la patria y defenderla de enemigos exteriores e interiores[10]». Los tribunales militares franquistas invocaban habitualmente el texto legal de 1878 como fundamento de su autoridad para juzgar a acusados civiles. Cuando el dirigente socialista Julián Besteiro solicitó en su juicio militar de julio de 1939 que su causa fuera vista por un tribunal ordinario, su apelación fue rechazada bajo la alegación de que, en julio de 1936, el ejército español asumió «los legítimos poderes de la Nación para, por imperativo mandato de su ley constitutiva, defenderla de sus enemigos exteriores e interiores, personificados entonces por los componentes del Frente Popular que detentaban el Gobierno de España», y para cuya supresión nació el Nuevo Estado franquista. Siguiendo esa lógica, «la oposición armada al mismo [al Nuevo Estado] integra[ba] un delito de rebelión militar». A Besteiro se le impondría una sentencia de treinta años de prisión[11].
El Frente Popular no era la primera manifestación histórica de ese enemigo interior. Durante buena parte del siglo XIX, lo había sido más bien el movimiento carlista de signo tradicionalista. En las guerras civiles de las décadas de 1830 y 1870, el ejército actuó no como enterrador, sino como protector del Estado liberal. Los frecuentes «pronunciamientos» militares del período 1820-1874 no buscaban la destrucción, sino la preservación del gobierno constitucional liberal; de hecho, los liberales decimonónicos no veían en el ejército una amenaza tanto como un mecanismo para efectuar cambios políticos deseados[12].
Las representaciones militares del enemigo interior empezaron a variar hacia el final del siglo XIX. Ese cambio se debió en parte a las tensiones sociales generadas por la modernización. Las fuerzas armadas fueron un recurso utilizado con creciente frecuencia para reprimir el descontento popular. Su participación en labores policiales internas no era ninguna novedad: por ejemplo, la Guardia Civil, creada en 1844 para mantener el orden público en las zonas rurales, estaba sujeta a la disciplina castrense y comandada por oficiales militares. De 1878 a 1932, incluso formó oficialmente parte del ejército español[13]. Pero lo cierto es que, ya antes del año 1900, había empezado a ser cada vez más habitual que los gobernadores civiles suspendieran las garantías constitucionales, declararan el estado de guerra y movilizaran a unidades del ejército regular para aplastar huelgas y manifestaciones en sus provincias. En el período transcurrido entre junio y octubre de 1899, por ejemplo, se recurrió a la ley marcial para sofocar disturbios en Valencia, Zaragoza, Barcelona y El Ferrol[14].
Sin embargo, la pérdida del imperio en 1898 hizo que los militares se cuestionaran si la política constitucional misma no podía constituir una amenaza interna a la nación. En los momentos inmediatamente posteriores al desastre de 1898, la oficialidad, sintiéndose insegura ante lo acaecido, culpó al gobierno civil de su derrota y creyó ver en el pujante movimiento catalanista suficientes indicios como para temer que la desintegración de España no tardara en seguir al fin del imperio[15]. Cubriéndose con el manto de guardián exclusivo de la nación frente al separatismo, el ejército obtuvo por la Ley de Jurisdicciones de 1906 el derecho a castigar a la población civil por «ultrajes» a la «nación» tras el incidente del ¡Cu-Cut!, de noviembre de 1905, cuando un grupo de oficiales saqueó las oficinas de un semanario satírico catalanista[16]. Pero la Ley de Jurisdicciones de 1906 no inauguró, sino que simplemente amplió, la jurisdicción militar ya existente sobre la población civil. Conforme al Código de Justicia Militar de 1890, incluso cuando no regía ley marcial alguna, los tribunales militares tenían potestad para castigar a paisanos por delitos cometidos contra el ejército. De hecho, dicho código contemplaba tantos delitos «civiles» que era único en toda Europa[17]. Tan útil demostraría ser el Código de 1890 como mecanismo jurídico para el castigo de enemigos interiores que el régimen de Franco lo mantuvo vigente hasta julio de 1945[18].
La aparición de un cierto nacionalismo militar excluyente se vio acelerada por la intervención española en el norte de Marruecos a partir de 1904 tras la firma de una serie de acuerdos internacionales con Gran Bretaña y Francia[19]. La Semana Trágica —los disturbios acaecidos en Barcelona en julio de 1909 provocados por la llamada a filas de reservistas obreros para su despliegue en Marruecos— acentuó el temor de los militares al enemigo interior[20]. La prolongada y sangrienta pacificación del Protectorado marroquí propició el surgimiento de un endurecido cuerpo colonial de oficiales para el que el gobierno del Estado en manos civiles no solo suponía un obstáculo en la «cruzada» contra los moros infieles, sino también una amenaza para la «regeneración» de la nación española misma[21]. En septiembre de 1923, la mayoría de los oficiales coloniales (o «africanistas») apoyaron el pronunciamiento del general Primo de Rivera. En esa ocasión, el estado de guerra no se promulgó contra unos huelguistas o unos manifestantes, sino contra el propio gobierno parlamentario[22].
Aunque los africanistas se implicaron en el golpe militar de 1923, no controlaron su planificación ni su ejecución. De hecho, el general Primo de Rivera era conocido por su postura «abandonista» en el conflicto de Marruecos[23]. No sucedió lo mismo, sin embargo, en julio de 1936, cuando la mayoría de las principales figuras participantes en la rebelión militar fueron oficiales africanistas. Entre ellos se contaban no solo los generales Mola (director de la conspiración), Sanjurjo (máxima autoridad nominal del levantamiento) y Franco, sino también los generales Cabanellas (primer presidente de la Junta rebelde de Burgos) y Saliquet (cabecilla de los rebeldes en Valladolid). Este último es, obviamente, el mismo que se convertiría en capitán general de Madrid tras la Guerra Civil y a quien le correspondería la responsabilidad de implementar la justicia militar en la capital[24].
Así pues, para comprender bien la justicia militar que se impuso en Madrid, no podemos ignorar la medida en que la experiencia colonial había llegado a condicionar las percepciones del enemigo interior hasta 1936. El sofocamiento de la insurrección revolucionaria encabezada por los socialistas en Asturias en octubre de 1934 fue crucial en ese sentido. El empleo de tropas moras bajo el mando de Franco en una región de España que no había estado jamás bajo el dominio árabe simbolizó una especie de reconquista a la inversa. El moro infiel se transformó así en un aliado contra una amenaza interna mayor: la de la izquierda española[25]. El desarrollo de aquella «guerra de frontera» (por usar la reveladora expresión que utilizó Franco para referirse a ella) presagió cómo castigarían los rebeldes a sus enemigos después de julio de 1936: con una brutal fase inicial seguida por un empleo masivo de la justicia militar. Unos 15 000 civiles serían acusados del cargo de rebelión militar tras octubre de 1934.
El papel de las fuerzas armadas en la represión del levantamiento de octubre de 1934 nos indica a las claras que la República no redujo en lo esencial la capacidad de aquellas para castigar a los enemigos interiores. De hecho, los artículos de la constitución de diciembre de 1931 que garantizaban los derechos civiles permanecieron más tiempo en suspenso que en vigor debido a la reiterada vigencia del estado de excepción durante esos años. Desde finales de 1933 hasta julio de 1936, España estuvo permanentemente bajo alguno de los diversos estados de emergencia contemplados en la Ley de Orden Público promulgada por el gobierno republicano-socialista en julio de 1933. Dicha ley (no derogada por el régimen de Franco hasta 1959) estipulaba tres tipos diferentes de estado excepcional, el más severo de los cuales otorgaba al ejército plenos poderes cuando «la autoridad civil no pudiera “dominar en breve término la agitación y restablecer el orden[26]”».
Los tribunales castrenses retuvieron amplios poderes punitivos contra acusados civiles incluso en períodos de normalidad constitucional republicana. Aunque la Ley de Jurisdicciones de 1906 fue derogada en abril de 1931, un decreto promulgado un mes después ratificaba el derecho de los tribunales militares a juzgar delitos civiles contemplados en el Código de Justicia Militar de 1890[27]. Aunque la Guardia Civil dejó de formar parte del Ministerio del Ejército en 1932, continuó estando militarizada. Lo mismo sucedió con la Guardia de Asalto, una fuerza policial de ámbito urbano creada por los gobiernos de coalición republicano-socialista del bienio 1931-1933[28]. Poco puede sorprendernos, entonces, que varios de los destacados africanistas que tomaron parte en la sublevación militar de julio de 1936 hubieran ejercido cargos policiales prominentes en tiempos de la República. El general Sanjurjo fue director general de la Guardia Civil entre 1928 y 1932. Su sustituto fue el general Cabanellas[29]. Asimismo, el primer comandante de la Guardia de Asalto fue el africanista Agustín Muñoz Grandes, futuro comandante falangista de la División Azul[30].
Esta tradición de intervencionismo militar en los asuntos civiles ayuda a entender más fácilmente por qué los conspiradores de 1936 pudieron concebir su rebelión como una restauración del «principio de autoridad[31]». No obstante, el cerebro de la rebelión militar, el general Mola, no creyó ni por un momento que pudiera dar un golpe de Estado incruento como el que diera el general Primo de Rivera en 1923. En su primera directiva de mayo de 1936, Mola recomendó a sus compañeros de conspiración la impartición de «castigos ejemplares» contra los partidarios del Frente Popular durante el período mínimo necesario para asegurar el éxito de la rebelión[32]. Lo que sí creía Mola, sin embargo, era que la victoria de los conspiradores sería rápida y les proporcionaría el control del aparato estatal republicano existente, lo que facilitaría el castigo de la resistencia por medio del tradicional recurso a la jurisdicción militar[33].
El fracaso a la hora de hacerse con el control del Estado republicano no llevó, sin embargo, a los alzados el 18 de julio a admitir que eran rebeldes en lucha contra un gobierno legalmente constituido. Lo que sí significó fue que la implementación de la justicia militar fuese caótica y localizada hasta que la lenta reconstrucción de una estructura nacional de dicho aparato judicial dio lugar a un sistema operativo en el invierno de 1936-1937. En el verano de 1936, por ejemplo, la restauración del «principio de autoridad» en la zona insurgente consistió en un ejercicio brutal de limpieza política en el que la mayoría de ejecuciones y encarcelamientos fueron llevados a cabo sin sanción jurídico-legal alguna y, a menudo, a manos de perpetradores civiles[34]. Durante ese período, los tribunales castrenses se reservaron prioritariamente para figuras militares y políticas de primera fila que no habían aceptado la legalidad de la rebelión militar[35]. Por ejemplo, en Valladolid, el 14 de agosto de 1936, catorce hombres fueron procesados por un tribunal militar rebelde, representante del «poder legítimo […] encarnado en la Junta de Defensa Nacional». Entre ellos se encontraban Luis Lavín (gobernador civil republicano) y José Maestro y Juan Lorenzo (diputados parlamentarios socialistas que habían sido enviados a Valladolid por el gobierno republicano de Madrid para sofocar la rebelión en aquella provincia). Sin el más mínimo asomo de ironía, el tribunal militar los halló culpables de «trama[r] planes contrarios al Movimiento Militar Nacional, y da[r] instrucciones […] para producir en los elementos marxistas [de Valladolid] una reacción violenta en contra de dicho movimiento». Fueron sentenciados a la pena de muerte en virtud del artículo 237 del Código de Justicia Militar de 1890 al ser considerados «adheridos al movimiento de rebeldía contra el poder legítimo[36]».
En el otoño de 1936, las autoridades franquistas se esforzaron algo más por proveer un sistema ampliado y más uniforme de justicia militar. Esas iniciativas fueron consecuencia, en parte, de una tendencia general a la centralización del poder en la zona insurgente tras la investidura del general Franco como comandante en jefe del ejército alzado y jefe de Estado, y de la creación de una nueva administración —la Junta Técnica— en octubre[37]. Fue también un síntoma del optimismo generalizado entre los sublevados debido a los rápidos avances de las fuerzas franquistas que hacían creer que la caída de Madrid (y, por lo tanto, el fin de la guerra civil) era inminente. Así, el 24 de octubre, se promulgaron los Decretos 42 y 43 por los que se creaba el Alto Tribunal de Justicia Militar bajo la presidencia del general Jordana (quien sería posteriormente ministro de Exteriores de Franco en 1938[38]). El 5 de noviembre, el Decreto 55 encargaba a ocho Consejos de Guerra (o tribunales castrenses), dieciséis juzgados instructores y una Auditoría del Ejército de Ocupación la gestión de la implementación de la justicia militar en el Madrid «liberado[39]». Esta columna jurídica, encabezada por el coronel Ángel Manzaneque y Feltrer, se reunió en Navalcarnero (a 30 kilómetros de Madrid), donde recibió órdenes de aguardar a la entrada de las tropas franquistas en la capital[40]. Finalmente, como es bien sabido, Franco no llegó jamás a entrar a lomos de un corcel blanco en Madrid en 1936[41]. La columna jurídica de Manzaneque y Feltrer se retiró a Talavera de la Reina (Toledo), donde pasó el invierno de 1936-1937 recopilando información tomada de los periódicos republicanos y del boletín del Estado, la Gaceta de la República. Ese material sería utilizado a la conclusión de la Guerra Civil por los juzgados y tribunales castrenses madrileños[42].
Cuando se hizo evidente que el asalto inicial franquista sobre Madrid había fracasado y que la contienda sería probablemente una guerra civil prolongada, se promulgó el Decreto 191 de 26 de enero de 1937, que ordenaba que los procedimientos para la rápida implementación en masa de la justicia militar prevista para la capital fuesen aplicados en otras zonas inmediatamente después de ser ocupadas por el ejército franquista[43]. La Auditoría del Ejército de Ocupación fue de núcleo del sistema franquista de justicia militar durante la guerra. En febrero de 1937, nada más caer Málaga ante el asedio de un contingente diverso de tropas italianas, de milicias carlistas y falangistas, y de unidades del ejército regular bajo el mando de Queipo de Llano, la mencionada oficina fue transferida a dicha ciudad. Allí procesó una media de 200 causas diarias durante un centenar de días[44]. En junio de 1937, fue enviada al norte, a Bilbao, para castigar por delito de rebelión militar a los recién derrotados vascos[45].
Eso no significa que la institucionalización de la justicia militar franquista en la zona insurgente a partir de 1937 estuviera exenta de problemas. No solo fueron habituales las ejecuciones extra judiciales a cargo de las milicias carlistas y franquistas durante las primeras semanas de la ocupación de Málaga, sino que la Auditoría del Ejército de Ocupación tuvo también que dirimir conflictos de competencias con los italianos y con otra columna jurídica que respondía únicamente ante Queipo de Llano[46]. Las ejecuciones arbitrarias prosiguieron a medida que las victorias militares iban sumando miles de prisioneros y extensas áreas de territorio densamente poblado al ámbito de control franquista. Tras el desmoronamiento final de la resistencia republicana en el norte en octubre de 1937, en Asturias los escuadrones falangistas se dedicaron a «darles el paseo» a numerosos prisioneros republicanos, cuyos cuerpos sin vida acababan en el fondo de un pozo, una zanja o un barranco[47]. Pero los estudios locales sugieren que esos ajusticiamientos extrajudiciales se produjeron cada vez más en los márgenes de un sistema de justicia militar en continua expansión; en la provincia de Granada, por ejemplo, el incremento del número de tribunales castrenses (que de tres en 1937 pasaron a ser 28 en 1939) puso fin casi por completo a las ejecuciones arbitrarias en masa que tan comunes habían sido allí en 1936[48].
Los principales elementos característicos de la justicia militar en Madrid en 1939 estaban presentes, pues, en la España franquista antes ya del fin de la Guerra Civil. La supremacía jurídica de una jurisdicción militar que conocía de toda clase de causas fue instaurada por la declaración nacional del Estado de Guerra el 28 de julio de 1936. Cada grupo territorial del ejército rebelde contaba con una sección jurídica (una Auditoría de Guerra[49]) encabezada por un juez auditor[50]. Este tenía como función valorar si un supuesto «delito» entraba dentro de las atribuciones de la jurisdicción castrense. Si así era, la causa se remitía a un juez instructor militar, cargo al que solo podían optar oficiales de carrera[51]. Este juez militar investigaba entonces las alegaciones, con instrucciones precisas de terminar sus indagaciones lo antes posible (por ejemplo, tomando declaración únicamente a los testigos «más importantes[52]»). Una vez finalizada la instrucción de la causa, esta se enviaba a un Consejo de Guerra (un tribunal castrense), compuesto por cinco oficiales, que fijaba la fecha del juicio[53]. Solo entonces tenía el acusado acceso a un abogado defensor, que en ningún caso podía ser civil y que solo disponía de un máximo de tres horas para examinar el autoresumen de la instrucción antes de la vista[54]. Este abogado defensor y el fiscal presentaban luego en el juicio sus alegaciones ante el tribunal militar, los miembros del cual podían —si así lo consideraban oportuno— solicitar la comparecencia de testigos antes de pronunciar sentencia[55].
Un rasgo significativo del sistema de justicia militar previo a 1936 era la autonomía de la que cualquier tribunal castrense gozaba a la hora de dictar sentencia. Los artículos 172 y 173 del Código de Justicia Militar de 1890 no solo concedían a esos tribunales el derecho a promulgar las sentencias que considerasen «justas», sino también la facultad para determinar una sentencia basándose en los factores «atenuantes» o «agravantes» que hallaran en el caso. La naturaleza invertida de la justicia militar posterior a 1936 no hizo más que reforzar esa autonomía previa. Todos los individuos condenados por tribunales castrenses fueron hallados culpables de una definición legal del delito de rebelión militar tal como aquella se recogía en el Código de Justicia Militar de 1890, concretamente, en los artículos 238-241 y 252. Entre las figuras concretas allí contempladas y aludidas con mayor frecuencia por los tribunales castrenses como motivación de sus penas, estaban (por orden de gravedad) la «adhesión a la rebelión» (que conllevaba pena de muerte o treinta años de prisión), el «auxilio a la rebelión» y la «excitación a la rebelión». Además, se aplicó también el cargo de «negligencia» a aquellos miembros de las fuerzas armadas de preguerra de quienes se estimaba que habían incurrido en «omisión en el cumplimiento de sus deberes» en julio de 1936 (es decir, que no habían apoyado activamente la rebelión militar[56]). De todos modos, la jurisdicción militar se amplió considerablemente tras la proclamación de la ley marcial en julio de 1936 sin que se proporcionaran directrices concretas acerca de la relación entre los «delitos» recién creados y las definiciones jurídicas de rebelión militar ya existentes. En semejante situación, los juzgados y tribunales castrenses dependían de la publicación periódica de ciertas líneas de orientación por parte del Alto Tribunal de Justicia Militar[57]. Estas instrucciones, dada la lógica invertida de la justicia militar franquista, eran necesariamente tan generales que casi carecían de sentido. En marzo de 1937, una circular explicaba la diferencia entre el delito de «adhesión a la rebelión» (que suponía potencialmente la muerte del reo) y el de «auxilio a la rebelión» (penado con un máximo de veinte años de prisión). En el caso del primero, según se leía allí, los acusados, «además de su ayuda o cooperación a la rebelión, est[á]n identificados con la misma y persig[ue]n con sus actos precisamente los fines de esta, como compenetrados con los rebeldes y unidos también en espíritu a ellos[58]».
Las generalidades jurídicas colocaron a los consejos de guerra en una posición de poder para formular su propia interpretación de qué debía entenderse por cada una de las diferentes figuras legales de la rebelión militar. El único control a la discrecionalidad de los tribunales militares contemplado en el derecho castrense era el Auditor de Guerra[59]. Todas las sentencias de prisión dictadas por tribunales militares eran provisionales hasta que la máxima autoridad castrense territorial (es decir, el general jefe del ejército de cada zona) las confirmaba o las rechazaba[60]. Por lo general, esta autoridad actuaba asesorada por su auditor de guerra, que examinaba previamente el fallo para asegurarse de que el tribunal castrense había actuado de conformidad con el derecho militar y con la evidencia presentada en el auto de la causa. Pero ni siquiera en el caso de que estas autoridades superiores discreparan de la decisión de un consejo de guerra podían revocar la sentencia e imponer otra por su cuenta: la causa tenía que ser remitida entonces al Alto Tribunal de Justicia Militar para que este la viera de nuevo y emitiera un fallo definitivo[61].
La no provisión de directrices legales detalladas sobre lo que constituía exactamente un delito de «rebelión militar» significó que el alcance de la capacidad de encausamiento de la administración judicial castrense nunca estuviera bien definida. Esa ausencia de claridad facilitó la expansión sin precedentes de la justicia militar en Madrid tras el z8 de marzo de 1939. Los ocho Consejos de Guerra y los dieciséis juzgados instructores previstos originalmente en el decreto del 5 de noviembre de 1936 para satisfacer la demanda de justicia en la capital se mostraron a todas luces insuficientes. Al acabar 1939, eran ya diecisiete los tribunales militares operativos en la ciudad[62] y siete en las localidades de Aranjuez, Alcalá de Henares, Colmenar Viejo, El Escorial, Getafe, Torrelaguna y Navalcarnero, en la misma provincia. De la instrucción de las causas se encargaban, como mínimo, cincuenta jueces instructores temporales y permanentes. Estos se organizaban no solo por criterio geográfico, sino también por gremios o profesiones de los acusados: se nombraron jueces instructores específicos para investigar a funcionarios, a empleados del ferrocarril, a periodistas y a empresarios, así como a oficiales de carrera y a tropa del ejército de preguerra.
Un efecto concomitante de lo anterior fue la masiva expansión del Cuerpo Jurídico Militar. Ya a fecha de 8 de abril de 1939, se cursó orden a todos los oficiales de carrera de Madrid que hubieran ejercido en tribunales militares de preguerra para que se presentaran ante las autoridades pertinentes para su reenganche[63]. Algunos jueces castrenses, como el coronel Ricardo Monet y Taboada, que ejercía en Colmenar Viejo, incluso volvieron al servicio activo tras haber sido dados de baja con anterioridad del ejército franquista[64]. Otros, especialmente en las localidades del entorno provincial, eran parientes de víctimas de los republicanos. El 26 de noviembre de 1942, por ejemplo, Miguel Martínez Martínez, jornalero de 24 años de edad, se enfrentó a un consejo de guerra en Madrid acusado de haber tomado parte en el asesinato del cacique local de Brea de Tajo, Jaime Díaz Conthe, y la esposa de este en 1936. El juez castrense que había instruido la causa en aquel pueblo era pariente de Díaz. El fiscal admitió ante el tribunal militar que el instructor había ejercido presión sobre algunos testigos de cargo para que identificaran a Martínez. Pese a ello, logró que se aceptara su petición de pena de muerte. Martínez fue fusilado el 27 de enero de 1943[65].
La necesidad de oficiales con formación jurídica era tan acuciante que incluso hubo que llamar a filas a algunos que habían servido en el ejército republicano y habían recibido condenas de tribunales militares franquistas. El capitán Lucas López Massot era el comandante del ejército republicano en el sector de El Escorial en noviembre de 1936. Aunque sus sentenciadores admitieron que López era un derechista, el Consejo Supremo de Justicia Militar (tribunal supremo castrense a partir de septiembre de 1939) le impuso pena de un año de cárcel en 1940 y lo dejó en libertad condicional. En marzo de 1941, López aparecía ya como miembro del tribunal militar número 4 en Tarancón (Cuenca)[66]. No obstante, la principal fuente de reclutamiento de personal para la jurisdicción castrense radicaba, al parecer, en la llamada obligatoria a filas de abogados y jueces civiles[67]. Pero estos no bastaban; así, aunque se suponía que todo el personal militar que trabajaba en el sistema de justicia castrense debía estar formado por oficiales, tal requisito se relajó en el caso de los rangos más bajos de dicho sistema, sobre todo, entre los puestos administrativos de los juzgados de instrucción (los «juzgados militares» propiamente dichos). De ahí, por ejemplo, que el 5 de enero de 1942 el secretario del juzgado militar (de instrucción) temporal número 4 fuese el soldado raso Melchor Gallardo Fernández[68]. La acuciante escasez de personal provocó también frecuentes traslados: el día 22 de ese mismo mes, el soldado Santiago Valiente Hernández había pasado ya a ocupar el puesto de Gallardo[69].
Las necesidades de personal y los traslados no hicieron más que fomentar una implementación caótica y arbitraria de la justicia militar. José Méndez Leyra, un dependiente de 20 años de edad, fue condenado a muerte el 9 de noviembre de 1939 por haber tomado parte en las ejecuciones efectuadas en el cuartel de la Montaña tras la rendición de este el 20 de julio de 1936. El expediente de su causa se perdió tras la sentencia. Debido a los constantes cambios de personal en los juzgados, aquel no volvió a localizarse hasta octubre de 1942. Méndez sería finalmente indultado el 30 de mayo de 1943[70].
El número exacto de causas procesadas por la colosal maquinaria jurídico-militar desplegada para castigar los crímenes de la Guerra Civil en Madrid tras el 28 de marzo de 1939 es extraordinariamente difícil de determinar. La única estimación previa (superior a las 130 000 causas) se hizo más de cincuenta años atrás[71]. Y esa cifra es, casi con total seguridad, una burda exageración. Podemos seguir la evolución de la justicia militar en la provincia de Madrid a partir del número de sumario (o expediente) asignado a cada sentencia. Así, por ejemplo, el primer número de sumario asignado por las autoridades castrenses madrileñas correspondió a la causa de Julián Besteiro y Rafael Sánchez Guerra, los únicos miembros del Consejo de Defensa Nacional del coronel Casado que optaron por quedarse en Madrid y ser testigos de la entrada de las tropas franquistas[72]. En diciembre de 1939, los tribunales militares estaban dictando ya fallos condenatorios contra individuos que llevaban asignados números de expediente superiores al 50 000. El 29 de diciembre, Plácido Asensio García, alcalde del pueblo de Chozas de la Sierra en julio de 1936, fue sentenciado a muerte en Colmenar Viejo con el número de sumario 55 612[73]. En 1943, esos números eran ya de seis cifras. Por ejemplo, la causa contra Manuel Muñoz Martínez, director general republicano de Seguridad entre el 28 de julio de 1936 y marzo de 1937, que fue juzgada en Madrid el 28 de noviembre de 1942, llevaba el número 114 328[74].
La aparente proximidad del número de sumario de Muñoz a esa estimación original de 130 000 causas es, en realidad, una ilusión, porque, como ya se ha señalado anteriormente, la organización territorial de la justicia militar no se correspondía con la división administrativa provincial de España. Para que nos entendamos, en la jurisdicción de la Auditoría del Ejército de Ocupación (rebautizada posteriormente con el nombre de Primera Región Militar tras la reorganización territorial castrense de julio de 1939) se incluían no solo Madrid, sino también otras provincias del centro de España, como Toledo, Cuenca, Ciudad Real, Cáceres, Badajoz, Segovia y Ávila[75]. Así pues, entre marzo de 1939 y el 8 de noviembre de ese mismo año, momento en el que se crearon dos nuevas auditorías en Aranjuez y en Mérida para aliviar el volumen de trabajo en las provincias de Toledo, Cuenca, Ciudad Real, Badajoz y Cáceres[76], el auditor de guerra responsable de Madrid también iniciaba las diligencias de las causas de otras provincias. Por consiguiente, muchas de las más de 100 000 instrucciones registradas no eran causas de la provincia de Madrid[77].
Hay que decir, eso sí, que el número de causas no era equivalente al número de individuos encausados. Eso significa que a muchas personas se las investigaba y juzgaba colectivamente. Al parecer, la frecuencia de esa práctica variaba según la provincia. En Albacete, la media por causa era de cuatro personas imputadas[78]. Sin embargo, en Logroño, las causas se instruían generalmente contra cada individuo por separado[79]. En lo que a Madrid respecta, las causas colectivas no eran infrecuentes. De hecho, en algunas de ellas, estaban imputados un elevado número de individuos. Por ejemplo, el 3 de febrero de 1940, fueron juzgados en la capital 65 empleados de la filial española de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits (la Compañía Internacional de Coches Cama)[80]. Una de las consecuencias de los enjuiciamientos colectivos fue la presencia habitual de familias en el banquillo de los acusados. El 3 de junio de 1939, se juzgó en Madrid a miembros de dos familias distintas con un mismo número de condena, el 7390. Agustín Fidel Trinidad, su esposa María Encarnación y el hijo de ambos, Isidro, eran una de las familias. En la otra estaban Juan José Barbadillo Cerrada y su hijo Juan José Barbadillo López. Todos habían sido acusados de tomar parte en mayor o menor grado en arrestos y asesinatos en 1936. Todos fueron sentenciados a muerte salvo María Encarnación y Juan José Barbadillo Cerrada[81].
De todos modos, no deberíamos exagerar tampoco el carácter colectivo de la justicia militar. En una lista de 6000 sentencias militares recopiladas en Madrid por las autoridades de la jurisdicción de la LRP en 1944 había un total de 8041 nombres de personas acusadas (o, lo que es lo mismo, 1,34 por sentencia)[82]. Además, no parece que los imputados en los encausamientos colectivos fueran seleccionados al azar, sino que, más bien, lo eran sobre la base de una acusación general común a todos los reos enjuiciados. Así, el 17 de mayo de 1939, dieciséis vecinos de la localidad de Yepes (Toledo) fueron juzgados con el número de sumario 2358 en Madrid. Todos estaban imputados con el cargo de haber formado parte del llamado «Comité de Salud Pública» del pueblo, que ordenó diversos asesinatos en el verano de 1936[83].
Para complicar aún más el cálculo de una estimación más o menos precisa, hay que tener en cuenta que el sistema de justicia militar estaba plagado de instrucciones duplicadas como consecuencia de la existencia de denuncias múltiples (tanto de particulares como de organismos del Estado) contra un mismo individuo. Gerardo Cadenas Fernández se enfrentó a un consejo de guerra en Getafe el 9 de septiembre de 1939 tras haberle sido instruidas nada menos que diez causas por separado[84]. Además, muchos acusados eran juzgados en rebeldía. En ese tipo de causas, el juez militar competente cursaba orden por medio de una notificación en la prensa local al imputado ausente para que se presentara ante el tribunal. En muchos casos, como es lógico, el acusado no llegaba nunca a enfrentarse físicamente a un tribunal castrense porque ya había muerto o porque había partido para el exilio. El 3 de marzo de 1940, Mariano Juan Castro compareció ante un tribunal militar sin seis de sus compañeros de sumario (concretamente, el número 2126). Mientras él recibió una sentencia de muerte por su participación en el asalto al cuartel de la Montaña en julio de 1936, los demás acusados fueron declarados fugitivos[85]. La frecuencia con la que se daban esos casos puede apreciarse en una orden remitida a todos los directores de diarios de Madrid por la autoridad encargada de la censura, el director general de Prensa, en abril de 1941. En ella los conminaba a imprimir todos los avisos emitidos por jueces militares a pesar de las quejas sobre el elevado ancho de columna que ocupaban en las páginas de los periódicos. Su única concesión al respecto fue permitir que tales notas aparecieran en un tipo de letra más reducido[86].
En cualquier caso, el amplio y poco definido alcance de la jurisdicción militar tras la Guerra Civil implica que toda estimación de carácter general resulte engañosa. El ejército no solo se arrogó el enjuiciamiento de «delitos» asociados con la guerra, sino también el derecho a juzgar otros de «orden público» cometidos después del conflicto. Cierto es que el ejército había confundido tradicionalmente la disidencia política con la alteración del «orden público» y, de hecho, el bando que declaraba el estado de guerra en Madrid en marzo de 1939 no fue ninguna excepción en ese sentido, pues en él se definían como rebelión actos como la «propalación de ideas subversivas» o la producción y distribución de material clandestino[87]. De todos modos, varios delitos comunes, como el robo a mano armada, fueron incluidos también dentro de la figura penal de la «rebelión»[88]. En realidad, durante los primeros meses de ocupación militar de Madrid, la justicia castrense fue el único sistema judicial penal plenamente operativo. Los juzgados ordinarios, privados por el sistema de justicia militar no solo de competencias para juzgar muchos delitos de naturaleza no castrense, sino también de personal preparado, se fueron reconstituyendo con extraordinaria lentitud. Los nombramientos de magistrados de la Audiencia Territorial de Madrid no se hicieron hasta agosto de 1939[89] y los de los jueces de primera instancia aún se demoraron un mes más[90].
La reconstitución paulatina del sistema de tribunales ordinarios en 1939 no significó necesariamente una reducción de las atribuciones de la jurisdicción militar sobre la población civil, pues diversos decretos de posguerra colocaron una serie de nuevas figuras delictivas bajo el ámbito de actuación de los tribunales castrenses. A la jurisdicción militar fue asignado, por ejemplo, el delito de estraperlo, regulado por una ley de 2.6 de octubre de 1939[91]. De manera similar, la tarea de investigar y determinar la responsabilidad penal por accidentes ferroviarios fue también transferida al ejército en febrero de 1941 porque se entendía que el funcionamiento fluido de la red de ferrocarriles era un asunto de seguridad nacional[92]. Sobre esa base jurídica se abrió el sumario número 107 485 contra dos empleados ferroviarios, Higinio Cid López y Miguel Martínez Huedo, imputados por el descarrilamiento de un tren Madrid-Aranjuez el 11 de agosto de 1941 en la estación de Atocha. En noviembre de 1942 fueron condenados a seis meses y un día de prisión por negligencia[93].
Tampoco hay que olvidar que la justicia militar continuó instruyendo causas —como de costumbre— por infracciones de la disciplina castrense a cargo de soldados y personal militar en general. El 14 de diciembre de 1942, el recluta de 18 años de edad Clemente Gamelia Diport fue juzgado por deserción tras ausentarse de su cuartel sin estar de permiso en noviembre de 1940[94]. La jurisdicción militar también trató incidentes entre personal militar y población civil. El soldado raso Emilio Soto Rojo fue investigado en el sumario número 22 716 tras haber atropellado y matado a la niña Teresa Mira Verdullas el 11 de diciembre de 1939. La causa fue sobreseída después de que los testigos apoyaran la versión del acusado de que la pequeña pasó corriendo de improviso por delante de su vehículo militar[95].
Aun teniendo en cuenta todos esos matices y salvedades, de lo que no hay duda es de que miles de individuos se enfrentaron a una investigación militar para determinar sus responsabilidades penales durante la Guerra Civil. Después de todo, la sucesión de decretos emitidos en las primeras semanas de la ocupación había convertido automáticamente a todos los funcionarios, oficiales de carrera y soldados de tropa, empresarios, y trabajadores del transporte en objetivos potenciales de investigación militar por su supuesta utilidad para la «rebelión». Aquella fue una empresa ingente; pensemos, por ejemplo, que los transportes públicos eran uno de los principales empleadores de mano de obra en Madrid[96].
La decisión de usar la ocupación como única base «objetiva» de la delincuencia relacionada con la Guerra Civil comportó inevitablemente que hasta los grupos sociales y políticos asociados con el nuevo régimen tuvieran problemas con los tribunales militares. Y no hubo mejor muestra de ello que el inicio de diligencias contra todos los miembros de las fuerzas armadas y de seguridad de preguerra[97]. Tampoco el tamaño de este colectivo era nada desdeñable: Madrid no solo era la sede central de la burocracia militar y policial de preguerra, sino que, en virtud de las medidas tomadas por los gobiernos republicanos de Azaña y Casares Quiroga, concentraba en julio de 1936 la mayor cantidad de unidades del ejército y de policía de toda España con el propósito de disuadir posibles sublevaciones tanto de la izquierda como de la derecha[98]. Se ha escrito que los miembros de esas unidades, elegidos inicialmente por su fiabilidad política, se mantuvieron generalmente leales a la República tras julio de 1936[99]. No obstante, las instrucciones incoadas por la justicia castrense en la posguerra indican que muchos militares de carrera —sobre todo, entre los oficiales— solo sirvieron en el ejército republicano por miedo o por necesidad y, tras los momentos iniciales, acabaron colaborando en alguna actividad antirrepublicana clandestina.
En cualquier caso, ni siquiera el auxilio a la causa franquista tras las líneas enemigas eliminaba la responsabilidad penal de haber servido a un ejército «rebelde». El comandante de infantería Emilio Sánchez Caballero compareció ante un tribunal de oficiales el 29 de agosto de 1939. En julio de 1936, fue destinado al Estado Mayor del ejército en Madrid, pero logró eludir el servicio militar a la República hasta octubre de 1936. A partir de esa fecha, sin embargo, se vio obligado a servir en una sección de intendencia del Ejército Popular, donde, de todos modos, pudo sabotear la organización de suministros destinados al frente de batalla. Pese a que el tribunal militar de posguerra ante el que se juzgó su caso elogió su historial durante la contienda, también sentenció «que cuantos han prestado servicio en el Ejército Rojo aunque no participasen de la ideología y métodos revolucionarios o fueran contrarios a ella es indudable que han contribuido a sostener la rebelión». Sánchez fue condenado a un año de prisión por «auxilio a la rebelión militar[100]».
La implementación de este principio inflexible fue origen de considerables fricciones en 1939 entre los tribunales castrenses y sus instancias superiores, pues tanto el auditor de guerra como el Alto Tribunal de Justicia Militar invalidaron varios veredictos por considerarlos demasiado indulgentes. Muchos tribunales militares se mostraban reacios a condenar a sus antiguos compañeros de armas. El comandante de artillería Gonzalo Zabaleta Galván estaba destinado en el Estado Mayor del ejército en julio de 1936, pero se mantuvo escondido hasta octubre, cuando fue obligado a presentarse en el Ministerio de la Guerra del gobierno de la República. Nombrado jefe del Servicio de Municionamiento del Ejército del Centro (republicano), consiguió facilitar —hasta su retiro en 1938— la llegada a la inteligencia militar franquista de información sobre los suministros republicanos de municiones. Además, en enero de 1937, se aseguró de que los morteros de 50 milímetros de calibre incluidos en un envío destinado a las unidades republicanas del frente de Guadalajara quedaran inutilizados. Como seguramente era de esperar, Zabaleta fue absuelto de todo cargo por un tribunal de oficiales el 14 de diciembre de 1939. Sin embargo, el auditor de guerra expresó su desacuerdo con la sentencia y la causa fue elevada al Consejo Supremo de Justicia Militar en marzo de 1940. Este revocó la absolución e impuso una condena de tres años de prisión por «auxilio a la rebelión». El fallo del alto tribunal afirmaba que las actividades clandestinas del acusado en beneficio de los franquistas no podían borrar la realidad de los dos años de servicio prestados en el ejército republicano. En concreto, la acción de sabotaje que llevó a cabo en enero de 1937 fue «de poco relieve si se compara con la que pudo llevarse a cabo por la índole y complejidad del servicio que le estaba encomendado, en el que le hubiera sido relativamente fácil introducir un confusionismo en el envío de municiones dada la diversidad de modelos y calibres[101]».
Ni siquiera la participación en la fallida rebelión militar en Madrid podía eximir de responsabilidades legales por un posterior servicio a la República. El coronel Pérez, en su calidad de Jefe del Estado Mayor de la Primera División en julio de 1936, estuvo en contacto constante con el general Mola a propósito de la planificación de la sublevación en la capital. Aun así, tras el fracaso de esta, consiguió convencer a un tribunal castrense republicano en noviembre de 1936 de que él, en realidad, se había mantenido leal a la República. Tras su consiguiente absolución, intentó (sin éxito) aprovechar los buenos oficios de la embajada sueca para huir a la España franquista. Al no lograrlo, pasó oculto el resto de la guerra, dirigiendo una columna falangista clandestina. Pese a aportar referencias favorables de varios dirigentes franquistas (incluido el general Muñoz Grandes) en el consejo de guerra que se le formó en febrero de 1941, el tribunal castrense dejó constancia en su fallo de que el acusado había sido absuelto por un tribunal republicano y que, en aquel momento, había celebrado su exculpación exclamando: «¡Viva la República!». De resultas de ello, se le impuso una condena de seis meses y un día de prisión por dejación en sus deberes como militar[102].
Uno no puede por menos que preguntarse por qué, en el contexto de la implementación masiva de aquella justicia militar, las autoridades castrenses superiores mostraron semejante determinación a la hora de imponer ese principio, incluso contra los propios partidarios del régimen. Quizá la respuesta haya que buscarla en la sentencia del Consejo Supremo de Justicia Militar de enero de 1940 a la causa abierta contra el comandante Albarrán Ordóñez. Tras fracasar en su intento de escapar a la zona insurgente en el verano de 1936, Albarrán fue obligado a organizar las fuerzas republicanas en el frente de Somosierra durante un tiempo antes de ingeniárselas para ser relevado de su puesto por una baja por enfermedad (fingida) en noviembre de 1936. Tras participar en actividades quintacolumnistas a partir de ese momento, acabó siendo arrestado por la policía republicana en octubre de 1937 y sentenciado a la pena capital, condena que le fue conmutada con posterioridad. Liberado de una cárcel republicana el 28 de marzo de 1939, tuvo que comparecer ante un tribunal militar el 8 de septiembre de 1939. Tras ser absuelto por este, su causa fue remitida por el auditor de guerra al Consejo Supremo de Justicia Militar por discrepancias del primero con el veredicto. En una nueva sentencia que imponía a Albarrán una pena de dos años de prisión por «auxilio a la rebelión», el alto tribunal castrense recordaba al infortunado quintacolumnista que todo oficial de carrera «tenía el deber de llevar al sacrificio su vida antes que prestar servicio a los enemigos de la Patria[103]».
La lógica invertida de la justicia castrense se evidencia en la interpretación que por lo general se hizo del servicio en el ejército republicano. La jurisprudencia franquista se basó, según el jurista Fernández Asiain, «en la negación de la cualidad de ejército a la masa rebelde[104]». Los tribunales militares no reconocían el rango adquirido en el ejército republicano. Ninguno de los paisanos incorporados a la oficialidad de las fuerzas armadas regulares de la República a partir de julio de 1936 podía ser juzgado por tribunales de oficiales (que eran los específicos para militares de cierto rango), y los acusados que ya eran militares de carrera en la preguerra eran juzgados conforme a su rango en julio de 1936. De ahí que Adolfo Prada, el último comandante republicano del Ejército del Centro, fuese condenado con arreglo a su grado en julio de 1936: el de capitán de infantería[105]. Conforme a esa misma lógica, tampoco la deserción hacia las filas del ejército republicano era castigada con arreglo al delito que habría sido de esperar en un caso así (el de «traición», según el artículo 222 del Código de Justicia Militar), pues ello habría significado el reconocimiento de la existencia de un ejército convencional oponente[106]. Cuando Luis Aparicio Ibáñez, desertor de las filas franquistas en el frente de la Ciudad Universitaria de Madrid el 26 de mayo de 1937, fue condenado por un tribunal castrense en Alcalá de Henares en septiembre de 1939, lo fue por el delito genérico de «adhesión a la rebelión»[107].
Aun así, la negación en todo momento por parte de los franquistas de la condición de ejército (en el sentido convencional del término) a sus adversarios ayudó en cierto modo a delinear mejor los contornos del delito de rebelión militar y eximió de ser juzgados por la justicia castrense a numerosos voluntarios civiles o reclutas que ocupaban los rangos más bajos del escalafón del ejército de la República. Tras la rendición del 28 de marzo, todos los miembros de la antigua guarnición del ejército republicano en Madrid recibieron orden de presentarse el 31 de marzo para ser internados en los campos de concentración instalados en Carabanchel, El Pardo, Rivas de Jarama, Perales de Tajuña, Tielmes, Chinchón y los estadios de fútbol de Chamartín y Vallecas[108]. También se habilitaron recintos similares en El Escorial, Alcalá de Henares, Aranjuez y el colegio madrileño Miguel de Unamuno[109]. Estos campos no tardaron en llenarse: un informe militar remitido a Franco el 5 de abril mencionaba una cifra de «al menos» 48 900 prisioneros, 17 000 de los cuales en Chamartín[110]. El hacinamiento alcanzó tal extremo que hubo que instalar rápidamente un nuevo campo en Guzmán el Bueno[111].
Aquellos no eran campos de exterminio. Sin duda hubo en ellos asesinatos irregulares, cometidos tanto por guardias de los campos como por grupos derechistas (principalmente, falangistas) que visitaban las instalaciones en busca de republicanos que tenían en su lista de «buscados» y que, una vez identificados, sacaban de allí y jamás volvían a ser vistos[112]. Y también es cierto que las condiciones de los campos eran, en líneas generales, atroces[113]. Pero, aun así, su función principal no dejaba de ser la de clasificación de los prisioneros de guerra. Los campos de concentración regulares habían surgido ya en la primavera de 1937 en respuesta al elevado número de prisioneros capturados en la ofensiva del Ejército del Norte franquista sobre Vizcaya[114]. Los criterios de clasificación de los prisioneros (una mezcla de factores sociopolíticos y militares) se decretaron por orden militar en marzo de 1937[115]. Según lo allí estipulado (en términos muy generales y vagos), quienes pudieran demostrar su lealtad a la causa franquista, serían puestos de inmediato en libertad vigilada; quienes se hubieran alistado voluntarios en el ejército republicano, pero no hubieran incurrido en ningún tipo de responsabilidad penal, serían clasificados como prisioneros de guerra y retenidos bajo arresto. Por último, los jefes y oficiales del ejército enemigo y los «individuos capturados o presentados que se hubiesen destacado o distinguido por actos de hostilidad contra nuestras tropas [las franquistas]» y en «delitos comunes o contra el derecho de gentes» serían transferidos a los tribunales militares para que estos instruyeran contra ellos las diligencias oportunas.
Los campos de concentración cumplieron, pues, una triple función mientras duró la guerra. Además de ser un mecanismo de identificación de «criminales rojos», sirvieron de fuente de suministro de nuevas tropas para el ejército franquista (pues lo lógico era que quienes superaran el proceso clasificador acabaran participando en el combate contra la República) y de mano de obra forzada (la de quienes eran clasificados como prisioneros de guerra). Sintomática de la importancia del sistema de campos fue la creación, en julio de 1937, de la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros (ICCP), bajo el mando del coronel Martín Pinillos y Blanco de Bustamante, gobernador militar de Cáceres[116]. La ICCP, organismo constituido para el período de duración del conflicto armado, sustrajo los campos a la jurisdicción de los mandos de los cuerpos territoriales del ejército insurgente y los colocó bajo control jerárquico directo de Franco. Al término de 1937, habían sido clasificados ya 106 822 prisioneros en más de sesenta campos[117].
La consecuencia principal de la clasificación fue la obtención de nuevos reclutas para el ejército franquista: en 1937, 59 000 prisioneros de guerra (un 55% del total) fueron considerados lo suficientemente fiables desde el punto de vista ideológico como para luchar por la causa franquista[118]. Ello no significa que el sistema de campos no produjera también mano de obra forzada ese mismo año 1937: 34 143 prisioneros de guerra fueron destinados a 66 batallones militarizados de trabajos forzados distribuidos a lo largo y ancho de la España franquista[119]. Estos prisioneros trabajaban en cumplimiento de la definición franquista de «reparación» que también se utilizaría en el período de posguerra. Según el decreto de mayo de 1937 que regulaba los mencionados batallones de trabajo, a estos brazos forzados se les atribuía el «derecho/obligación» de trabajar. Dicho de otro modo, se les otorgaba el derecho a participar en la reconstrucción material de España, pero también se les suponía el deber de hacerlo, ya que los republicanos eran «culpables» de haber causado la Guerra Civil[120].
No obstante, la ICCP jamás llegó a formar la base de un sistema permanente de campos de concentración. Las incesantes necesidades militares de tropas adicionales y el enorme número de prisioneros hechos en las ofensivas franquistas (al acabar la conquista de Cataluña, en febrero de 1939, el ICCP tenía jurisdicción sobre 237 103 de ellos[121]) frustraron las esperanzas que Martín Pinillos pudiera albergar de crear una estructura estable de campos fundada sobre el principio del «derecho/obligación» de prestación de trabajos forzados[122]. Los rudimentarios campos de concentración de la posguerra fueron clausurados en muy poco tiempo. En Madrid, el único que permanecía operativo en 1940 era el del colegio Miguel de Unamuno[123]; de los demás, no quedaba ninguno, según parece, después del verano de 1939, a raíz de la liberación de los exsoldados republicanos (que no de los oficiales) pendientes de su clasificación definitiva por parte de comisiones clasificadoras de prisioneros establecidas por distritos[124].
Esta distinción entre oficialidad y tropa a la hora de procesar los despojos del ejército republicano se basaba en la premisa de que solo quienes habían obtenido puestos de oficial durante la guerra podían ser juzgados y condenados penalmente en atención a la importancia del rango adquirido en esos años[125]. Esto es algo que se puede apreciar en la diferencia de veredictos con la que se despacharon las causas de dos voluntarios del ejército republicano en los tribunales militares de Madrid durante las primeras semanas de la ocupación militar. El 19 de mayo de 1939, Fernando Cueto Blanco, panadero de profesión, fue juzgado junto a su amante, Francisca Jiménez, tras ser denunciado por registrar los cadáveres de víctimas derechistas durante el verano de 1936 y robarles los objetos de valor que halló en ellos. Cueto fue absuelto de ese cargo cuando el tribunal militar que veía su causa rechazó la denuncia presentada contra él, a pesar de que, como afiliado al sindicato socialista UGT, había sido voluntario del ejército republicano[126]. Una semana antes, el 12 de mayo, Álvaro Aparicio López, técnico industrial de 27 años de edad, compareció en otro juicio ante un tribunal castrense. Aparicio tenía, desde el punto de vista de los franquistas, unos antecedentes políticos más llamativos que los de Cueto. Afiliado antes de la guerra a las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (las JONS), el grupúsculo fascista encabezado por Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo Ortega, se integró en Falange cuando la directiva de las JONS aprobó la fusión entre ambas formaciones en 1934. Arrestado en Madrid en julio de 1936, logró escapar de prisión en noviembre con una falsa identidad y pasó a la clandestinidad hasta febrero de 1937, cuando, acuciado por la falta de recursos económicos, ingresó en el sindicato anarquista CNT y se alistó en el ejército republicano. En la primavera de 1938, Aparicio se había convertido ya en capitán del Estado Mayor y utilizó su posición para ayudar a reclutas derechistas y para facilitar la transmisión de secretos estratégicos a la inteligencia militar franquista. Pese a ello, fue hallado culpable de «auxilio a la rebelión»[127].
Si se criminalizaba así a incorporados civiles que obtenían puestos de oficial en el ejército republicano, era porque los franquistas se negaban a contemplar la posibilidad de que los ascensos dentro de las fuerzas armadas de la República respondieran a otra cosa que no fuera el compromiso ideológico de los ascendidos con la «causa rebelde». El 4 de julio de 1939, a Julio Martínez del Olmo, mecánico electricista de 23 años, se le formó consejo de guerra en Alcalá de Henares del que salió con una condena de treinta años de prisión por tratarse de una «persona de antecedentes izquierdistas [que] se alistó como voluntario el 19 de julio de 1936 habiendo alcanzado en el llamado Ejército Rojo al grado de Capitán en el citado año»; tan rápido ascenso solo podía significar, según sus juzgadores, que era un «destacado extremista»[128].
A pesar de que en 1939 se observó una diferencia entre el trato dispensado a la tropa y el reservado a los oficiales de la guarnición madrileña del derrotado ejército republicano por parte de las autoridades militares, el efecto real de dicha diferencia quedó bastante limitado por la indefinición de los contornos y el alcance de la justicia invertida franquista. Desde el momento en que los insurgentes «ilegalizaron» el gobierno republicano el 18 de julio de 1936, el servicio en el ejército de la República dejó de ser tenido en cuenta para convalidar años de servicio militar obligatorio. Así, en las Navidades de 1939, se convocó el reemplazo de mozos de la provincia de Madrid para el servicio militar de los años 1936-1941: es decir, tanto de aquellos a quienes correspondía cumplir el servicio durante los dos años siguientes, como de aquellos otros a quienes se les suponían pendientes los tres años anteriores[129]. A quienes les tocó hacer la «mili de Franco» se les destinó a batallones de trabajo compartidos con prisioneros de guerra no pertenecientes al reemplazo de 1936-1941 que habían sido declarados «desafectos» por una comisión de clasificación de prisioneros[130]. Al menos 150 de dichos batallones (formados por una media de 600 hombres cada uno) realizaron trabajos forzados para la reconstrucción de España a comienzos de la década de los cuarenta[131].
Por otra parte, y dado que la jurisprudencia militar franquista no reconocía a su oponente como un ejército en el sentido convencional, procedimientos que serían considerados normales en unas fuerzas armadas regulares para el mantenimiento de su capacidad de combate —como los castigos de las infracciones de la disciplina militar— fueron entendidos como actos criminales. Las autoridades castrenses franquistas instauraron cuatro tribunales especiales para investigar las acciones de los tribunales militares y la policía de la República[132]. Quienes hubieran participado en mayor o menor grado en las ejecuciones de desertores se convirtieron en potenciales reos de homicidio. Antonio Navacerrada Arias, campesino de 20 años de edad, fue sentenciado a muerte por el tribunal militar de Torrelaguna en diciembre de 1939 por el asesinato de Manuel Ramos, un soldado raso de su misma compañía del ejército republicano. Navacerrada supuestamente había denunciado a Ramos ante el teniente de su compañía después de que este le hubiera revelado a aquel su intención de desertar hacia las líneas franquistas; Ramos fue fusilado a raíz de tal denuncia[133]. Asimismo, los guerrilleros republicanos que realizaban incursiones en la zona insurgente para destruir objetivos militares fueron tratados como terroristas por los tribunales castrenses de posguerra. Nueve miembros de la 300.ª División Guerrillera con base en El Escorial durante la Guerra Civil fueron juzgados por el tribunal militar de dicha localidad el 21 de septiembre de 1939. Todos fueron condenados a muerte por incursiones llevadas a cabo en Segovia en 1938-1939[134].
En todo caso, los antiguos miembros del ejército de la República hechos prisioneros por los franquistas eran tan susceptibles como cualquiera de ser investigados por acusaciones de «delitos» cometidos durante la «ocupación» republicana de Madrid. Aparte de los resultados de las investigaciones de la propia policía militar franquista, que entró en la capital en los días inmediatamente siguientes a la ocupación, las denuncias y las acusaciones llegaban hasta las autoridades castrenses desde diversas fuentes. La principal de las demás fuentes oficiales fue la policía regular reconstituida. Ballbé ha destacado la naturaleza tradicional de la fuerza policial franquista, que se mantuvo militarizada incluso tras la guerra. Las únicas reformas sustanciales introducidas al acabar el conflicto se refirieron a la abolición de la fuerza de policía urbana creada en tiempos de la República (la Guardia de Asalto) y su sustitución por la Policía Armada, así como a la absorción de la antigua policía aduanera y de fronteras (el Cuerpo de Carabineros) dentro de la Guardia Civil[135].
En términos generales, la policía tenía encargada la tarea auxiliar de localizar a los sospechosos de «delitos» y proceder a los interrogatorios preliminares de estos antes de transferirlos al sistema de justicia militar para que se les instruyera una causa y se les juzgara. Y digo «en términos generales», porque la relación institucional entre la policía y la justicia castrense se caracterizaba en 1939 por una total falta de regulación. Tan vaga (incluso caótica) relación desde el punto de vista legal quedó claramente ilustrada por el caso del escritor y poeta republicano Miguel Hernández. Arrestado por la policía portuguesa el 30 de abril de 1939 cuando trataba de huir de España, fue entregado a la policía de aduanas española en Rosal de la Frontera (Huelva). Tras un breve interrogatorio, el gobernador civil de la provincia (máximo responsable de la policía en su demarcación) transfirió a Hernández a la jurisdicción de la auditoría de guerra de Madrid. Sin embargo, Hernández llegó en mayo de 1939 desde Huelva a la prisión de Torrijos en Madrid sin que el juez que instruyó su causa (el sumario número 21 001) durante todo ese verano tuviera conocimiento de ello y sin que constara documento alguno en el que se indicaran los motivos del arresto ni por qué estaba detenido bajo la autoridad militar. Como consecuencia de ello, el director del centro penitenciario solicitó a la policía de Madrid que se hiciera cargo de la detención de Hernández mientras ellos averiguaban más detalles sobre las circunstancias de su arresto original. Aunque la policía se puso en contacto con sus colegas de Huelva, lo único que sacaron en claro fue que Hernández había sido detenido cuando intentaba entrar ilegalmente en Portugal y que había sido colaborador en diversos periódicos republicanos; nadie les mencionó que había sido transferido a la jurisdicción castrense. Como resultado, y tras recibir el aval favorable del escritor derechista José María de Cossío a propósito de la conducta de Hernández durante la Guerra Civil e informarse de que el suegro del poeta, guardia civil de profesión, había sido asesinado por milicianos republicanos en 1936, la policía franquista decidió excarcelar al escritor en agosto de 1939. Aunque parezca increíble, lo cierto es que las autoridades militares no se enteraron de que había sido puesto en libertad hasta su incomparecencia en la vista del 7 de octubre de 1939 del consejo de guerra formado contra él. Tras una serie de apresuradas pesquisas, Hernández fue localizado de nuevo en su pueblo de origen, Orihuela (Alicante). Allí fue arrestado y trasladado a la prisión de Conde de Toreno en Madrid. Sometido finalmente a consejo de guerra en enero de 1940, se le impuso la pena de muerte por la supuesta condición de comisario político que alcanzó «haciéndose pasar por el poeta de la revolución», según el propio tribunal añadió con sorna[136].
Que la policía se responsabilizara unilateralmente de la detención y posterior liberación de Hernández sin referencia a autoridad judicial alguna muestra lo amplio que era el alcance de las potestades arbitrarias de aquel cuerpo. De todos modos, España siempre había sido una nación en la que el habeas corpus había constituido más bien una aspiración de los liberales antes que una realidad concreta. Incluso durante la República, el gobierno republicano-socialista promulgó una ley «de vagos y maleantes» que autorizaba a la policía a arrestar y detener por tiempo indefinido a aquellas personas sospechosas de ser «peligrosas»[137]. En dicha categoría genérica se incluían los «vagos habituales», los «rufianes», los mendigos profesionales, los alcohólicos y toxicómanos en general, cualquier individuo cuya conducta revelase una «inclinación» a la comisión de delitos, y aquellas personas que mostraran una contravención «habitual» de las disposiciones penales[138]. Esta ley, no revocada hasta 1978, fue invocada con asiduidad por la policía franquista durante ese primer período de la posguerra. El 5 de mayo de 1942, por ejemplo, una nota policial anunció el arresto de diez «maleantes»[139].
El grado de confusión generado por la ausencia de unas reglas formales sobre el arresto y detención de presos y prisioneros en 1939 era tal que el régimen no tenía ni idea del número de reclusos encerrados en sus cárceles. El 9 de enero de 1940, se dictó una orden por la que se creaban comisiones provinciales de clasificación (presididas por un coronel del ejército) que se encargarían de entrar en las prisiones y clasificar a los internos con arreglo a los siguientes criterios: reclusos sin orden de detención; reclusos retenidos por orden de la policía; y reclusos retenidos bajo la jurisdicción militar. Los presos de las dos primeras categorías debían ser puestos en libertad[140].
La relación entre el partido único —la Falange— y la justicia militar se caracterizó tanto por la tensión como por la confusión. El papel formalmente reservado a Falange (y a su Servicio de Información e Investigación) en el castigo de los «criminales» de la Guerra Civil se limitaba a la transmisión de información a las autoridades castrenses. Carecía de competencias concretas para arrestar y retener a individuos y solo podía abrir diligencias investigadoras contra miembros del propio partido a efectos de depuración interna. De todos modos, ya vimos en el capítulo previo que las actividades de Falange en abril de 1939 sobrepasaron ese límite de actuación teórico. Además, la reticencia de los falangistas a aceptar un estatus subordinado al del ejército no se ciñó únicamente a las primeras semanas de posguerra en Madrid. En septiembre de 1939, la dirección nacional del Servicio de Información e Investigación falangista se sintió en la obligación de emitir una orden para sus agentes en la capital recordándoles que no estaban autorizados a realizar detenciones ni registros domiciliarios[141].
En otras localidades de la provincia, también era manifiesta la escasa disposición de los falangistas a respetar la autoridad militar. El jefe local de Falange en Barajas, un joven de 21 años llamado Gregorio Nájera Sevillano, reinó en el pueblo como si este fuera su feudo privado tras su nombramiento en 1939. Entre otras cosas, ordenó arrestos arbitrarios y extorsionó económicamente a los lugareños, confiscó propiedades de forma ilegal y organizó patrullas nocturnas sin autorización. Lo que precipitó su caída definitiva fue su harto imprudente decisión de enviar a tres jóvenes falangistas a detener al mando local de la Guardia Civil en su propia casa en la madrugada del 5 de enero de 1940. Lejos de dejarse arrestar, el susodicho comandante de la Guardia Civil interrumpió secamente a los falangistas anunciándoles que estaban detenidos y estos prorrumpieron entonces en lágrimas e imploraron su perdón. Aunque tal demostración de humildad sirvió para que conservaran la libertad, su jefe, Nájera, no tuvo tanta fortuna: fue arrestado y enviado a la prisión de la cercana localidad de Alcalá de Henares[142].
En ocasiones, la ausencia de cooperación entre el partido y los cuerpos de orden público del Estado era tan grave que suponía un riesgo potencial para la seguridad del jefe del Estado, el general Franco. El 16 de julio de 1941, el director general de Seguridad, el teniente coronel Caballero Olabezar, escribió a su superior, el coronel Galarza (ministro de Gobernación), quejándose de que la Falange no estuviera informando con antelación a la policía de los recorridos seguidos por Franco durante el ejercicio de sus funciones como máximo dirigente del partido. Le preocupaba en especial la nula información de la que disponía acerca de la visita de Franco a los talleres ferroviarios de la localidad de Villaverde prevista para el siguiente 18 de julio, dado «el sector social que habita [allí] y cotidianamente trabaja en aquella parte de la población[143]».
De todos modos, a veces se exagera la indisposición falangista para colaborar con la autoridad militar. Los informes del partido sobre los antecedentes «sociopolíticos» de los acusados eran un elemento esencial de las investigaciones judiciales castrenses. En enero de 1941, la oficina madrileña del Servicio de Información e Investigación de Falange remitió un total de 4168 informes a los juzgados y tribunales militares[144]. Esa información fue extraída de sus propios archivos, que en 1940 contenían un catálogo con fichas de nada más y nada menos que 529 875 nombres de sospechosos (cerca de la mitad de la población total de la provincia), así como unos 174 000 expedientes personales en los que se incluían detalles adicionales sobre el perfil «socioeconómico» de individuos determinados. Lo más llamativo es que todo aquel arsenal de información había sido recopilado por una organización que, en 1940, tenía únicamente a 339 agentes en nómina (incluyendo 35 administrativos y oficinistas); el número de agentes llegaría incluso a reducirse en 1941, cuando algunos de ellos se presentaron voluntarios para combatir con la División Azul en el frente soviético de la Segunda Guerra Mundial[145].
Los limitados recursos a disposición del Servicio de Información e Investigación en Madrid dan una idea del grado en el que este dependía de los datos y detalles suministrados por la población en general[146]. De hecho, a la hora de entender por qué hubo tantas instrucciones judiciales militares abiertas en Madrid nada más finalizar la guerra, no podemos ignorar la importancia de las presiones ejercidas desde abajo por españoles «de a pie» que trataron de aprovechar la naturaleza invertida y vagamente definida de la justicia castrense para saldar sus propias cuentas pendientes. Desde luego, fue el régimen mismo el que abrió aquella caja de Pandora. Las autoridades militares emitieron un edicto el 30 de marzo que disponía que todas las personas que tuvieran información sobre «crímenes» cometidos en Madrid durante la Guerra Civil estaban obligadas a denunciarlos[147]. En cualquier caso, y como la oleada de denuncias recibidas en las comisarías de la policía franquista durante las primeras semanas de la ocupación militar bien demuestra, muchas eran las personas dispuestas a cooperar con aquella orden de inmediato.
La significativa importancia de las denuncias personales es visible en la existencia de investigaciones duplicadas. No era inhabitual que una misma persona, arrestada inicialmente por la policía o sometida a diligencias judiciales militares de oficio, tuviese luego que afrontar un nuevo sumario de resultas de la denuncia de un particular. Rafael Sánchez Guerra, el político republicano católico protagonista del primer sumario militar abierto en Madrid tras la ocupación franquista de la capital, fue juzgado y condenado a treinta años de prisión en junio de 1939. También fue investigado por el sumario número 1030, cuyas diligencias se iniciaron a instancias de una denuncia presentada por Asunción Muñoz contra él el 30 de abril de 1939 por no haber protegido al padre de esta, desaparecido durante la Guerra Civil[148]. Aunque esta segunda acusación sería desestimada en el caso de Sánchez Guerra, lo cierto era que la existencia de denuncias múltiples podía traducirse en comparecencias repetidas ante tribunales militares. Esa fue la suerte que corrió Julián Barbajosa Parrilla, un agente judicial de 62 años de edad. Sometido a consejo de guerra el 13 de abril de 1939 en virtud del sumario número 146 por razón de su perfil profesional, acabó siendo absuelto por aquella causa. Sin embargo, tuvo que comparecer posteriormente ante un tribunal militar por el expediente número 17 093 el 10 de febrero de 1940, acusado en esa ocasión (por un denunciante particular) de haber tomado parte en diversos arrestos practicados en 1936. También entonces obtuvo un veredicto absolutorio. Por último, tras ser denunciado de nuevo, en este caso, por Guadalupe Fernández, volvió a enfrentarse a un juicio castrense por el sumario número 64 555 el 6 de agosto de 1941, bajo la acusación de haber delatado a la propia denunciante a los grupos milicianos republicanos en 1936. Y se le exculpó por tercera y definitiva vez[149].
Dado el contexto de arrestos en masa y ejecuciones sistemáticas que se vivió en aquel entonces, habrá quien sienta la tentación de atribuir toda esa cooperación popular con las instancias judiciales franquistas al miedo y el terror. Pero esta explicación resulta inadecuada, incluso, para los primeros meses de posguerra. Hubo muchos individuos que se negaron a cooperar con las autoridades castrenses. El personal de la Hemeroteca Municipal de Madrid, por ejemplo, se escudó en las ordenanzas municipales para rechazar las peticiones de la policía militar que pretendía llevarse consigo varios volúmenes de periódicos republicanos allí guardados. Los investigadores militares se vieron obligados, pues, a solicitar copias de diarios y revistas por los cauces reglamentarios establecidos para obtener las fotografías o la información sobre los «criminales rojos» que andaban buscando[150]. Y los de la hemeroteca municipal no fueron los únicos funcionarios madrileños que no se inmutaron ante los requerimientos de las autoridades militares. Muchos de los que, por su dedicación laboral, fueron objeto de una investigación castrense automática de oficio se negaron a nombrar a ningún «rojo» destacado dentro de su ámbito de trabajo[151].
Lógicamente, cabría cuestionarse la repercusión real de esos actos de no cooperación en la implementación general de la justicia militar en 1939, sobre todo, si la comparamos con el impacto de las denuncias interesadas. Los tribunales castrenses tuvieron que lidiar con multitud de casos sustanciados sobre denuncias banales. El 19 de junio de 1939, Manuel Bueno Fernández se sentó en el banquillo de los acusados ante un tribunal madrileño porque su vecina en el edificio sito en el 34 de la calle Vallehermoso, María de la Cruz, lo denunció al acabar la guerra acusándolo de haberla denunciado a un grupo de milicianos en el verano de 1936. Aunque a María de la Cruz no le había pasado nada malo de resultas de aquella primera denuncia, ella insistía en que Bueno había malmetido en aquel momento a los milicianos en contra de ella diciéndoles que estaba «para pegarle cuatro tiros[152]». Dos semanas más tarde, el 4 de julio, Dominica de la Peña Soria, ama de casa de 44 años de edad, fue juzgada por un tribunal militar de Madrid por haber «amenazado» a sus vecinos durante la guerra y por haber exclamado que «había que hacer mucha limpieza» política[153].
Los tribunales castrenses también conocieron habitualmente causas relacionadas con hurtos de poca monta producidos tras el 18 de julio de 1936. María Jesús Rubio Sánchez y sus tres hijos, evacuados de guerra y residentes en el número 3 del paseo de la Florida de Madrid, fueron juzgados en esta ciudad el 26 de junio de 1939. El dueño del inmueble, Fernando Sanz, los denunció por robar parte del cortinaje y la mantelería de la vivienda aun cuando la mayoría de los artículos presuntamente hurtados le habían sido devueltos al final de la guerra[154]. Conviene reseñar que, en todos estos ejemplos, los acusados fueron hallados culpables[155]; la lógica invertida de la justicia militar criminalizó aquellas acciones. Casos banales como estos acabaron irremediablemente entremezclados en el sistema de justicia militar con otros en los que había graves acusaciones en juego (de asesinato, por ejemplo). No hay indicios que señalen que las causas se procesaban según un cierto orden de gravedad. Así, por ejemplo, el 5 de mayo de 1939, Miguel Torres Guerrero, carpintero de 32 años, e Inocencia Crespo Crespo (de 28 años) se sentaron en el banquillo de los acusados del tribunal militar número 8 de Madrid. Mientras Crespo recibió una sentencia de seis años de prisión por «insultar» a unos derechistas llamándolos «fascistas» según lo instruido en el sumario número 10 357, Torres fue condenado a muerte por el sumario número 10 359, en el que constaba una acusación de asesinato contra él. Presuntamente, había tomado parte en el asalto al cuartel de la Montaña del 20 de julio de 1936 y había detenido allí a un sargento que luego entregó a unos guardias de asalto para su posterior fusilamiento[156].
En 1940, las prisiones de Madrid continuaban repletas hasta los topes. Aunque sea difícil dar con cifras oficiales (pues, como hemos visto, ni siquiera el régimen estaba seguro de cuántas personas mantenía en reclusión), el testimonio de los propios presos no admite otra conclusión. Uno de ellos, José Leiva, un periodista anarquista que posteriormente (en 1945) se convertiría en miembro del gobierno republicano no comunista de Giral en el exilio, escribió que el hacinamiento era tal que algunas cárceles no admitían ingresos de nuevos internos[157]. Según sus estimaciones, unas 50 000 personas malvivían apretujadas en las penitenciarías de la capital en 194o[158]. La superpoblación carcelaria constituye un excelente indicador de los escasos avances realizados por el sistema de justicia militar en cuanto a resolución de casos en 1939, ya que el régimen tuvo que convencerse incluso de la necesidad de dispersar a los reos convictos por toda España. Rafael Sánchez Guerra fue trasladado desde la madrileña prisión de El Cisne a la Prisión Central de Cuéllar (Segovia) el 19 de junio de 1939, días después de que (el 9 de junio) se le impusiera la ya mencionada sentencia de treinta años de cárcel[159]. Julián Besteiro fue recluido en Carmona (Sevilla) tras su juicio en julio de 1939[160]. Lo irónico de la situación es que muchos de aquellos presos veían con buenos ojos en 1939 la larga espera para celebrar vista ante un tribunal castrense, ya que daban por sentado que el régimen de Franco caería por sí solo antes de que dieran por concluidas sus respectivas causas. En noviembre de 1939, circuló por los barrios pobres y las prisiones de Madrid el rumor de que estaba al caer la proclamación de restauración de la monarquía, acompañada de una amnistía general[161]. Ese bulo alcanzó tal difusión que el director general de Seguridad se vio en la obligación de publicar en la prensa una advertencia formal de que la divulgación de rumores sería castigada con dureza[162].
No todos los reclusos ni sus familias se conformaban con aguardar pacientemente la caída del régimen de Franco. Algunos estaban dispuestos a ofrecer dinero o, incluso, sexo a cambio de procurarse la conclusión temprana de una causa, ya que los jueces castrenses y sus asistentes gozaban de un considerable poder a la hora de retrasar o acelerar las diligencias, y de decidir la libertad condicional de los condenados[163]. Algunos de ellos utilizaron ese poder para obtener favores económicos o sexuales de los familiares de los acusados. Pablo Cruz, auxiliar de justicia en el tribunal militar número 6 de Madrid durante el verano de 1939, obtuvo la liberación de Luis Fernández, preso contra el que se estaban instruyendo diligencias judiciales, a cambio de dinero y de sexo con la esposa de este. Por desgracia para la mujer de Fernández, María Ventoso, esta cayó embarazada de Cruz y falleció durante un aborto ilegal practicado el 1 de septiembre. Cuando la policía militar investigó las actividades de Cruz, descubrió que muchas familiares de presos habían acudido a visitarlo en su propio despacho; también halló una larga lista de nombres de presos por cuya liberación estaba intercediendo en aquellas fechas. Cruz fue condenado a muerte el 13 de septiembre de 1939[164].
Los franquistas entraron en Madrid el 28 de marzo de 1939 decididos a juzgar delitos de «rebelión» (mal entendida y definida) a través del medio que tradicionalmente se había usado en España para castigar a los «enemigos interiores»: el sistema de justicia militar. Aquella determinación provocó incluso el extraño (aunque lógico) enjuiciamiento de derechistas que habían ayudado desde la clandestinidad a la causa franquista aunque sirvieran formalmente en las filas del ejército republicano. Los ejecutores de aquel sistema sabían que la implementación de la lógica invertida de la justicia militar acarrearía la apertura de miles de causas y trataron en consecuencia de proporcionar el marco institucional apropiado para ello. Ya a finales de 1939 era evidente que aquellos esfuerzos no estaban siendo suficientes; además de tratar con quienes el régimen percibía como causantes y sostenedores de la «rebelión», la jurisdicción castrense también tuvo que abordar las peticiones populares de «justicia». Transcurridos nueve meses de la «paz» de Franco, los tribunales militares continuaban trabajando a toda máquina para conseguir castigar a los enemigos de la pasada Guerra Civil.