XI. El Muñeco
Lo fastidiaba, lo fastidiaba hasta casi hacerlo sollozar. Mario hacía esfuerzos para que no se desencadenara en su interior, a la más insignificante falta de dominio, el alud de iracundo despecho, de rabia sin solución que, en efecto, lo haría llorar, irremediablemente como a un niño al que se le hubiese contrariado en lo más sensible y retorcido de sus rencores secretos, de sus resentimientos inmisericordes. Encontraría a la maldita, encontraría a la infeliz puta de Lucrecia aunque tuviera que buscarla en el infierno. Le quedaban cerca de dos horas antes de que Elena pudiera hacer nada en el despacho del prestamista. Como de intento, la roja pupila del semáforo detenía al coche en cada cruce. No hubo nadie que contestara en el departamento de Lucrecia. A los quince minutos de furia, una tras otra, las puertas de los vecinos, en el corredor, inquirían por turno con la estúpida mirada impertinente de mujeres aburridas y cansadas hasta el odio, con sus delantales pringosos, las manos húmedas del fregadero, los cabellos en desorden enredándoseles entre los labios y la actitud perversa, maligna, de quien está a punto de satisfacer una venganza desinteresada e improbable, pero que ha venido esperando con pertinaz y amarga devoción. Nadie. El silencio desesperado de algo que acaso contuviese la respiración al otro lado de la puerta. Mario había dejado de oprimir el timbre para golpear con la punta del pie, con los puños, mientras las mujeres, de nuevo en el corredor, ahora sin querer regresar a sus sórdidas cocinas, a sus grasientos desperdicios, miraban cínicas y atentas, confiadas con tranquilo reposo en el espectáculo que habría de sobrevenir.
—¡Al carajo, pinches viejas alcahuetas jijas de la tiznada! —Era imposible, imposible que Luque estuviera dentro y se negase a abrir. Daría su alma por encontrarla en la calle, en cualquier lugar, tan sólo para asegurarse de que no estaba dentro, toparse de pronto alegremente con ella, al salir, a la entrada del edificio. Bajó a saltos la escalera y todavía se detuvo algunos minutos, como un imbécil, a esperar allá abajo. Pensó en el puesto de comidas de La Jaiba donde Lucrecia cenaba antes de entrar en el cabaret. Era temprano, pero tal vez estuviese ahí por alguna causa.
Le molestaba terriblemente no haber tomado otro coche, pero no tuvo tiempo, de advertirlo. El chofer terminaría por enloquecerlo con aquellos deseos atormentadores que le hacía sentir de no oírlo toser más. Llevaba un viejo capote de soldado y junto a él iba su mujer, con el aire firme, distante (un aire tenso, una forma de la ternura, con un horror y una desolación apenas diferidos) de quien no escuchaba las toses húmedas, cóncavas, blandas; de que no existían, de que eran inocentes, sin que entrañaran amenaza o peligro alguno para su hombre, como si no fuesen otra cosa que el fingimiento despreocupado de esa rabia convulsa y opaca con que los pulmones desgarrarían por dentro las sanguinolentas paredes. Ella simplemente era un animal aterrado que no podía expresarse sino por estupefacción, como cuando la tierra tiembla. El mismo sobrecogimiento de las bestias en los temblores, al despatarrarse, rígidas y obscenas, los ojos abiertos más allá del propio impulso de su miedo, hasta ya no parecer ojos suyos. El ojo de la mujer, degollado en el espejo retrovisor, anhelante y fijo encima del hombre, mirándolo toser. El tipo estaba listo. Reventado y listo para el embarque; de eso ni hablar. Las calles, las esquinas, los ángulos, las casas, invadían el automóvil por el parabrisas, por los lados, con el airecito frío de diciembre. El ojo degollado de la mujer seguía ahí autónomo, vigilante, estúpido, amoroso. Era un ojo que hablaba sin moverse, sin reaccionar: el ojo con la inteligencia más absoluta de la muerte.
—¿Por qué no cierras el cristal de tu ventanilla? —Ya casi delatándose, ya casi diciéndole (el ojo del espejo se resistía a llorar, ese ojo abandonado en el mostrador de un carnicero), ya casi dándole a entender que no tenía remedio, que estaba listo, que ya no había nada que hacer y era lo mismo cerrar o no la ventanilla, pero que de todos modos supiese cuando menos que ella le tenía cierta especie elemental, bronca, torpe, solitaria, de amor miserable, inconsciente, sin luz.
Mario Cobián los odiaba, mucho más a él, sin comprender esta cosa sucia, esta horrible piedad. Ya se habrían olvidado que iba en el coche. Ellos ya no se dirigían a ninguna parte. Los ojos del chofer se clavaron en el espejo. El espejo retrovisor era una especie de punto de vista para dejar recados, una transferencia de cada quien para no encontrarse directamente, como si dialogaran a través de otra persona.
—Sentado así como estoy —dijo con una lucidez sorprendente en la entonación de las palabras, confiado por completo en que no moriría pronto—, siquiera la tos me deja en paz.
Respuesta de mariguano, pensó Mario Cobián. Tuberculoso y mariguano. Se contestaba a sí mismo, a sus tercos y miedosos pensamientos, no a lo que había oído. Otras cosas, como si todo marchara bien. Como si estar sentado ahí, tras del volante, lo ayudara en algo, el frío de estas noches de diciembre que lo esperaba durante la velada, una noche de escupitajos y de toses, junto a la mujer con su ojo de perro angustiado en el retrovisor. Debían ser ya más de las seis de la tarde, se dijo Mario. A las seis entran los choferes que trabajan de velada. Casi todos se hacen acompañar de sus hembras, aunque nomás lo hagan por desconfianza de que no se acuesten con otros. O vaya a saberse por qué. Como soldaderas. Jovita Layton había sido soldadera. Había sido de todo antes de conocerlo y de trabajar con las serpientes y el enano. Le contaba cómo era la cosa en los cuarteles, por las noches. Mario Cobián se moría de risa. Pero hoy era para morirse de rabia. Las parejas dormían en el suelo, unas junto a otras, formando una hilera encima de sus petates. La soldadera acariciaba a su hombre dormido, vuelta hacia él, los rostros muy juntos, mientras el vecino le iba por entre las piernas, sin más ni más. Putas hasta la pared de enfrente. Todas. La Lucrecia no le habrá querido abrir por eso, metida con algún otro ahí dentro.
No había podido resistirse a ir en su busca después de que dejó encargado el veliz con don Victorino. El gusto y la satisfacción con que esperaba encontrarla para confiárselo todo, el robo, la nueva vida que iban a hacer juntos, Mario había decidido que en Tijuana, a donde llegan tantos gringos y se gana en dólares.
—Agarre por Lecumberri para que después se meta por Ferrocarril Cintura —el chofer se volvió ligeramente, menos que de tres cuartos.
—Por ahí mismo iba yo a tomar, señor —había una especie de desencanto profesional en el hecho de que el cliente se le hubiese adelantado a indicarle el camino—. Tengo más de veinte años en el volante, señor. Usté dirá si no he de conocer bien las calles por donde agarro —en su voz no había el más leve tono de agravio, sino más bien un orgullo triste y cansado. Un sentimiento, mezcla de cólera y desprecio, hizo a Mario echarse hacia atrás en el asiento: veinte años de no haber sido en la vida otra cosa que un simple chofer, como si un tribunal invisible le hubiese descargado encima esa sentencia de trabajos forzados. Y ahora el acceso de tos. El chofer detuvo el coche pegado a la acera, mientras se sacudía por dentro con el ruido de una lluvia de municiones sobre una lámina herrumbrosa, y trataba de ahogar la tos sobre un gran paliacate con el que se cubría los labios.
La mujer se volvió hacia Mario con la expresión aprensiva, suplicante, mientras se le quebraba una sonrisa con la que parecía subrayar aquel miedo de que el cliente abandonara el vehículo.
—Dispense usté, joven. Orita se le pasa. El pobre anda muy resfriado. No vaya usté a creer que es la tis —si el cliente huía ante el temor de un contagio, ahí se acababa todo para su hombre, ya no iba a tener fuerzas para seguir luchando.
Hasta este momento se daba cuenta Mario de lo espantoso que era el rostro de la mujer, con ese cabello cortado a tijeretazos y los ojos redondos, fijos y muertos, como en un chimpancé tristísimo. Bastaba con mirarla para advertir que el hombre no tenía salvación, igual que si estuviera muerto ya. Sería divertido saber si, pese a todo, también lo engañaba. Pero cuándo no. Nunca les falta con quién. Otro mono como ella. Encontraría a Lucrecia en el puesto de La Jaiba, caso de no haberse quedado acostada con alguno. Un cliente habría sido distinto, pero Lucrecia jamás llevaba un cliente a su propio departamento. Comenzaba a explicarse por qué no quiso nunca darle una copia de la llave, la muy méndiga. Arrancaron antes de que el chofer terminara de toser.
El ojo asombroso y entontecido en el retrovisor, pero ahora el ojo de él —ella se había echado hacia la derecha— mirándola rencorosamente, con un aire lastimado quizá por aquello que dijo de la tis. Lo que Mario quería era llegar, le importaban un demonio los dos, que reventaran cuanto antes. De pronto se sobresaltó, desprevenido en absoluto ante algo en lo que no se le había ocurrido pensar: el agente viajero, su nuevo aspecto de agente viajero. Habría que darle una explicación a La Jaiba, en primer lugar. No estaba previsto que se encontrara con ninguna de sus antiguas amistades, las amistades de El Muñeco, ni antes ni después del golpe. Luque y él solos para siempre, eternamente, ya sin vínculos con el pasado, limpios, tranquilos, y de repente olvidaba que se había convertido en otro hombre e iba a encontrarse con La Jaiba como si no hubiera pasado nada, otra vez El Muñeco de siempre, sólo que bajo su disfraz de agente viajero. Era preciso inventar algo, lo que fuera, cualquier cosa. La culpa era de Lucrecia.
La pareja, en el asiento delantero del coche, discutía sordamente, a medias palabras, con furtiva complicidad.
—Nomás a que te maten, nomás a que te maten —objetaba ella en relación con algún asunto impreciso, pero ajeno, indeseado, que parecía imponérsele al margen de todo. Aquí la calle ya no estaba asfaltada y a cada tumbo la pareja se mecía sin el menor sentido, como si sus cuerpos no tuvieran peso y entrechocaran de un modo voluntario, consciente.
Esta apariencia de intención voluntaria en el moverse de sus cuerpos, atrayéndose y rechazándose, rebotando uno con otro, abandonando la cabeza a un balanceo inerte, de objeto autónomo y no vivo, los desprendía de la realidad inmediata, el vehículo en que iban, los baches de la calle, el cliente que llevaban en el asiento de atrás, y les daba la condición precisa de dos locos, aprisionados dentro de un círculo de ideas y propósitos intraducibies, pero que tampoco se comunicaban entre sí a modo de que fuesen comprendidos mutuamente.
—Nomás a que te maten, nomás a que te maten —repetía la mujer con una voz desafinada y patética, de campana rota—. Con lo malo que estás —los ojos del hombre miraban hacia adelante, por el parabrisas, pero conducía como si mirara otra cosa, un precipicio seguro y desconocido, del que era necesario precaverse con ese pánico abstracto, interno.
—Orita no discutas, viejita; orita no —trató de acelerar la marcha a pesar de los baches. Había que desembarazarse del cliente lo más pronto posible, antes de que la mujer hablara más de la cuenta. Tomó en dirección de la calle de Los Herreros, hacia donde comenzaban las interminables hileras de puestos de comidas. Eran unas barracas horribles, con el aspecto de cenicientos murciélagos que tuviesen las alas desplegadas.
—Con lo malo que estás —repitió la mujer—. No vayas, es mejor que no vayas. Prefiero verte preso. Ahí siquiera estarás seguro —la mujer se balanceaba, ebria, absurda, y de pronto algún bache más pronunciado la hacía dar un salto convulso y furioso, como si por dentro la impulsara el golpe de un hipo descomunal.
—Cállate ya, vieja —la imploración del hombre era cavernosa y al mismo tiempo dejaba escapar el aire entre palabra y palabra, como si la voz estuviese llena de agujeros—; si te traje a la velada fue para que no te quedaras por ahí chismeando. Cállate. Tú ves la tempestad y no te hincas.
Habían llegado al punto donde el cliente lo pidiera. Entre las dos cabezas de la pareja se interpuso el brazo de Mario Cobián, con el billete de cinco pesos entre el índice y el medio, tendido hacia el chofer como quien muestra el color de un naipe a su vecino de juego. Era gracioso y elegante. La mujer se había soltado a llorar de un modo áspero y sin pudor, con esos gemidos disparejos e irremediables que estallan en los velorios de súbito, cuando nadie lo espera, después de un largo ensimismamiento general. Con las dos manos sujetó el antebrazo de Mario Cobián antes de que éste pudiera retirarlo, el rostro vuelto hacia él en la actitud de una urgencia desesperada, sin alternativas.
—¡Por vida suyita, joven! —exclamó—. Si mañana mi viejo se mete en eso de la huelga, me lo van a matar. Endenantes le dije mentiras: pero ya la maldita tis no me le da reposo. ¡Mírelo nomás cómo está! Sólo con que lo metan preso se me salva. Tenga por seguro que habrá balazos y él es de los meros jefes del dichoso comité. Avise usté a la policía. Con que apunte las placas del coche, con eso tiene.
El chofer la tiró de los cabellos con una mano y con el puño de la otra le dio un golpe seco y preciso en los labios. Su voz tenía el mismo diapasón opaco, suplicante y amoroso.
—¡Cáaallese, cabrooona! Usté no sabe de esas cosas —y luego, hacia Mario—. No le haga caso, señor —en un tono cortés, de disculpa.
Mario Cobián, a tiempo que bajaba del coche, hizo en el aire un ademán apresurado e indiferente.
—¡Muy bien hecho! —aprobó por el golpe. Ya en la acera, se detuvo unos pasos más adelante—. Conmigo puedes estar tranquilo, mi viejo —dijo hacia el chofer—. ¡Yo no soy ningún chiva!
Escuchó a sus espaldas, mientras se alejaba, un acceso de tos, hueco, subterráneo, y la voz de la mujer.
—¡Perdóname, mi viejito santo! Yo nomás lo que quiero es que no te mueras.
Que se largaran mucho los dos al carajo, se dijo Mario Cobián.