V. Elena

Elena abrió los ojos, sobresaltado y confuso, en seguida de un sacudimiento muscular con el que estuvo a punto de mover el veliz. Al darse cuenta de que se había dormido, cierta especie de anestesia helada y temblorosa le subió desde los pies, acumulándosele tras de las rodillas, mientras lo ahogaba una respiración galopante, el rostro y las manos empapados de sudor. Prestó atención al silencio extraño —y ahora sospechoso, amenazador— que lo rodeaba. Era lo peor de todo, sin las voces, sin aquel transcurrir reptante de los deudores, con su esperanza miedosa, pero que ignoraban su presencia, ajenos a él, no como este silencio que ya estaría sobre su pista, mirándolo.

Acaso habría roncado, pensó con zozobra: quién sabe en qué maldito momento y desde entonces acechaba alguien en su derredor, con minutos llenos de sostenida cautela, de tenso, rígido y cuidadoso silencio, como quien se dispone a matar una araña ponzoñosa y se acerca, se acerca, se acerca. Debían estar oyendo su corazón, ésos, quienes fueran, o tal vez nada más don Victorino sólo, el corazón de Elena que latía como el émbolo de una locomotora. Los ojos que caían sobre él, puestos encima del veliz, lo estarían escuchando, se dijo, pues los ojos de otro se sienten, miran, se adueñan: hay esos ojos en la oscuridad, hay esa oscuridad que mira, que abraza, que nos rodea y desnuda, cuando no se sabe nada, cuando creemos que nadie nos mira y ellos están ahí atentos, en algún punto, en medio de nuestros delitos, en medio de lo que queremos esconder.

Lo habrían descubierto con aquel ronquido, claro está, pero Elena estaba dispuesto a esperar hasta el último momento antes de hacer nada, hasta el momento en que ellos abrieran el veliz. ¿Ellos?, se interrogó. En realidad no sentía que fueran más de uno, en tal caso don Victorino nada más, sin duda. Imaginaba cómo habría sido para él: primero escuchar ese ronquido de algo dentro del veliz, la sorpresa, el miedo. Este miedo que no lo dejaba hacer ruido —y simultáneamente, el deseo de defenderse, de poner en juego toda su astucia y el dominio de sí: porque aquello había dejado de roncar de pronto, y entonces era lógico que estaría en guardia, dispuesto también a luchar del modo que fuese, quién sabe con qué recursos. Quizá don Victorino habría pensado al principio que se trataba de algún animal, pero este animal tampoco dejaría de ser un monstruo en su mente, hasta convertirse, a fuerza de hipótesis y deducciones, en el monstruo real que era: un enano, algo muchísimo más peligroso que todo lo demás. Entonces el combate debía ser lento y preciso, como ya lo estaba siendo ahora, una cacería de ruidos, de respiraciones, de presencias y cosas inesperadas.

¿Desde cuándo habría comenzado Elena a roncar? ¿En qué punto de su sueño? Recordaba haber tenido un sueño sin formas, pero de una extraordinaria exactitud. Eran unas materias suyas, que le pertenecían físicamente, pero que no tenían cuerpo ni se sujetaban a su mandato, autónomas y conscientes, con una especie de recursos para comunicarse con él sin palabras, en lo que quedaba al descubierto su gran maldad, sin que se pudiera decir por qué. Se sabía que funcionaban de algún modo dentro de su cuerpo, ocupadas en realizar los menesteres más sucios y repugnantes, lo que las hacía sentirse a ellas mismas dentro de una casta superior, que les daba ciertos derechos cínicos y llenos de insolencia. Su manera de hablar era algo como un movimiento ondulatorio, en extremo agitada y versátil, sobre las sienes de Elena, donde se jactaban escandalosamente de acciones abstractas que cada una habría hecho mejor que las demás, tales como estas y aquellas cosas, de las que, con todo, resultaba imposible decir en qué consistían, pero que formaban parte muy concreta de Elena, quien lo debía agradecer de algún modo, sin esa soberbia suya de enano abominable. Pero si él no se lo había buscado ni lo deseaba, argüía Elena con desesperación; muchas gracias, pero que se fueran, que lo dejaran solo, sin fastidiarlo más con eso, con su presencia maligna, malintencionada, perversa, de rufianes, de ratas de albañal. Entonces esto provocaba una excitación delirante en las materias, que en lo sucesivo hacían todo más de prisa, con una cólera risueña y detallada, muy particular, aumentando la velocidad de su movimiento en una forma vertiginosa, con lo que hacían notar cierto despecho activo, múltiple, donde se autodevoraban para vomitarse en seguida a sí mismas con un ritmo incesante, cada vez más enloquecedor, hasta que apareció ese párpado de Mario Cobián, como si llenara toda la pantalla de un cine y que parecía una especie de sexo de mujer, con aquellas pestañas. Aquí fue donde Elena despertó, sin saber ahora a qué atenerse respecto a nada, con el cerebro absolutamente vacío por la más estúpida perplejidad.

Deslizó la mano con precavida lentitud por encima de su cuerpo hasta el bolsillo donde guardaba su navaja española de muesca. No la usaría sino en caso de ataque, pensó, pues de cualquier manera estaba dispuesto a representar la escena de histeria de los buenos tiempos de Jovita Layton, conforme a su plan primitivo. Ese sudor de la navaja, completamente húmeda. Aplanó la mano contra la tela de bolsillo, sobre su muslo, para secársela, pero el sudor fluía como de una esponja. En lo que iba a terminar esta pendejada, se dijo con fastidio, todo por darle gusto al Muñeco. Adiós aquellos bonitos planes de montar un burdel a todo lujo y de que Mario cortara a esa puta de la Lucrecia, para ya no estar atenidos a su dinero. «Al carajo todo», suspiró con desaliento, con la tristeza de ya no poder rescatar su dignidad quién sabe hasta cuándo. Pero y bien, ¿no pasaba nada? Ya era tiempo. ¿O estaría solo en el despacho de don Victorino y el prestamista ya se habría ido a descansar?

No; qué diablos, ahora esto. Elena puso todos sus sentidos en escuchar: era un ruido metálico, de resortes que se estiraban como una musiquita y permanecían vibrando unos segundos. Una silla de ésas que dan vueltas y se echan para atrás, conjeturó. En seguida la voz sobresaltada de don Victorino:

—¿Y tú? ¿Qué diantre quieres? —Silencio. Elena no acertaba a establecer si las palabras se dirigían a él mismo o a otra persona ahí presente: claro, pues podía tratarse de un ardid del prestamista—. ¡Qué! ¿Por qué no contestas? —Se estremeció echándose a temblar como un azogado, aunque las palabras siguientes, dichas en voz queda, apocada y dulce, debieran tranquilizarlo.

—Pos nomás esperaba ocasión de decirle de un empriéstamo que vengo a solicitarle, señor —se escuchó el tono indígena rampante y tímido de aquella voz desconocida.

Pero Elena ya no temblaba de miedo, sino de indignación, de odio violento y puro, al escuchar lo que ocurría entre don Victorino y el indígena. El desgraciado, el infeliz, el hijo de toda su desdichada madre del viejo usurero. Esto no era una casa de caridad, había dicho el ruin prestamista, sino un negocio: un imperio potente y sagrado donde don Victorino era el rey. ¿Habría recorrido el indio imbécil estos barrios de la ciudad, había visto sus calles, sus callejones, sus plazas, había contado sus barracas, sus puestos, sabía el número de sus comerciantes en pequeño? Pues eso mismo; éste era el imperio de don Victorino, y aquellas gentes, hombres, mujeres y niños, sus tributarios, sus vasallos, que no podrían vivir sin él, sin el rico y generoso prestamista que a diario los salvaba del hambre y la miseria. Un rey, ¿se daba cuenta? Alguien como lo debió haber sido su Moctezuma, el emperador de todos los indios, si es que todavía se hablaba de él entre ellos, para que comprendiera con esta comparación la propia grandeza de don Victorino, que aquí estaba en su trono, ante el cual comparecía un indio estúpido, andrajoso, descalzo y más sucio que el bote de la basura, dizque para solicitar un préstamo. (Son palabras como de loco, pensó Elena, y el viejo no las pronunciaría de saberse ante testigos, pero se aprovechaba de que están solos). «Así que no me ha descubierto como lo creí en un principio, gracias a Dios», añadió el enano sin perder el odio hacia don Victorino a causa de aquella forma cobarde y vil de conducirse con el indefenso indígena.

La risa de don Victorino era de pronto la de una vieja obscena y ofrecida, la de esas horribles ancianas que tratan de seducir a los jovencitos, no sin antes regañarlos con enorme escándalo: un préstamo, un préstamo, repetía en medio de esa risa. Anda, se dijo Elena, no vaya a resultar ahora con que también es maricón.

—Pero a ver, a ver —agregaba don Victorino con una entonación falsa y maligna—, ¿a cuánto asciende ese préstamo que solicitas? Quiero decir: ¿qué cantidad de dinero es la que te hace falta?

El indio no repuso en seguida, sino que dejó pasar un lapso prolongado, lleno de dudas, en que ambos interlocutores guardaron silencio —se adivinaba, sin embargo, la risita en los labios de don Victorino, su aire triunfante.

—Tres pesos —dijo el indio por fin—. Ciertamente que son muncho, pero es lo menos que pide el negocio del mosco, pa que resulten unos centavitos de ganancia.

El mismo Elena sonrió: lo que consideraba mucho el pobre indígena, tres pesos, ni siquiera lo suficiente para comprarse una botella de tequila. No, el maldito usurero del demonio debía recibir su castigo; hay cosas que no deben dejarse pasar así nomás en la vida, cosas que no son para tolerarse ni por el más mendigo de los hombres.

—¿El negocio del mosco? —La risa atragantó a don Victorino con un estruendoso y apoplético acceso de tos. ¿Qué podía ser eso del mosco? El indio explicó de lo que se trataba. Para alimentar a sus pájaros la gente compra cierta clase de moscos que se crían en los pantanos del Lago de Texcoco. Con tres pesos él podía adquirir unos kilitos, para revender después en pequeñas cantidades de diez, de veinte centavos, pues sólo de tal modo era posible ganarle algo a la mercancía.

Elena estaba a punto de reventar por la ira que se había adueñado por completo de su alma; jamás nadie había merecido con tanta justicia el robo que iban a cometer como el asqueroso prestamista éste.

Pero algo vino de súbito a desviar el giro de sus pensamientos: una sospecha, una conjetura, una adivinación extraordinarias, que casi lo hacen lanzar un grito. ¡El indio, el indio, el indio condenado! ¿Cómo no se le fue a ocurrir antes? La cosa no podía ser más lógica: el indio era más listo que todos ellos juntos. Claro que no estaba ahí sino para asesinar y robar después a don Victorino, naturalmente. Toda esa comedia de idiotez, ese fingimiento, ese negocio absurdo de los moscos, aquella forma de hablar, la paciencia con que escuchaba esa sarta de tonterías de don Victorino, el reinado de Moctezuma, los tres pesos que le parecían mucho, y luego eso, eso de esperar a quedarse a solas con el prestamista.

Elena se sentía aturdido, anonadado. Ahora sí que se trataba de una catástrofe en toda la línea; no sólo el derrumbe de los planes del robo, sino de los suyos propios, los que Elena tenía previstos para un fracaso, pero no un fracaso de naturaleza tan inesperada y ridícula, aunque también como para ponerse a llorar. ¿Quién iba a creerle la farsa del hipnotismo, si el indígena tarugo asesinaba al ingenuo, al pobre, al tonto de don Victorino?

Pero si la cosa ya había comenzado, Dios mío. Contuvo la respiración y apretó los puños en espera del desenlace. Había que desentrañar el significado de los ruidos, un trabajo arqueológico del oído, e interpretar los movimientos, el aleteo del aire, la entonación, las intenciones secretas, la hipocresía, la doblez de las frases, pues todo iba a ser engañoso, lleno de acechanzas, de emboscadas, estratagemas y trampas sin fin —en otro sentido un espectáculo encantador, de no estar Elena en el juego.

Ahora el indio retrocedía unos pasos: esas plantas desnudas de los pies sobre la tarima del piso, un arrastrar de arenillas —la tierra, el barro de la calle que deja el paso de numerosas gentes por un lugar— y la forma de deslizarse de tales plantas, pegadas a la superficie, no un paso atrás, en que se levantan los pies, sino un repliegue para asentar el cuerpo, afirmarlo y lanzarse luego al ataque, con la ventaja de un espacio intermedio para blandir el puñal.

—¿Qué más garantía que mi palabra de hombre? —exclamó el indio. Estas palabras ya eran un reto apenas disimulado por la entonación empobrecida y humilde, ladina, del indio sagaz y calculador: hacer que don Victorino abandonara su posición tras del escritorio, eso era. Ahí estaban los resortes de la silla giratoria comprimiéndose con un ruido en escala descendente, la contraria de cuando alguien se apoya hacia atrás contra el respaldo: don Victorino habría adelantado el pecho sobre el escritorio para enfatizar su actitud ante las palabras del indio, pero aún sin levantarse de la silla.

—¿Qué demonios dices? —la voz de don Victorino era más bien de una incredulidad despreciativa, con náuseas, como quien está a punto de aplastar una cucaracha. Desde luego significaba que había descubierto las secretas intenciones del indio, imponiéndose sobre él con un toque dominante, seguro y autoritario, de gente acostumbrada a mandar. Elena sintió sobre sí mismo el influjo de esta emanación del poder, de esta naturalidad para abatir a los adversarios, que se desprende del hábito que tienen los fuertes de serlo, de saber emplear con espontánea desenvoltura esa fuerza que llevan en la masa de la sangre y con la cual nacen. Comenzó a experimentar una involuntaria admiración empalagosa hacia don Victorino, un turbio deseo de sometérsele.

Pero el indio por su parte parecía no ceder. Repitió aquello de su palabra de hombre. Era preciso tomar una determinación para salvar a don Victorino, se dijo Elena; las cosas habían llegado a su punto más grave: ahora ya el indio no iba a detenerse, todo estaba dispuesto para enfurecer a don Victorino y que cayera en la trampa. Elena lanzaría un grito desde el veliz —decidió en último extremo—, un grito que nadie esperaba, aterrador, increíble proveniente de un veliz, pues ante todo era forzoso en absoluto impedir el asesinato de don Victorino, no verse comprometido en algo peor que un robo y de lo que no resultaría nada fácil escapar.

Pero antes siquiera de que terminase de pensarlo, la escena se precipitó, violenta, con furia seca, silenciosa, dentro de una extraña confusión. La silla giratoria había caído al suelo y en seguida se escuchó algo muy parecido a cuerpos que se trenzaban en un forcejeo apagado y jadeante, entre sordos monosílabos, después de que alguien —y no se podía dudar de que era el malvado indio traicionero— produjo ese movimiento elástico y preciso en que se adivina el salto del animal que se lanza contra su presa.

Elena castañeteaba los dientes con terror al advertir, casi de un modo visual, la forma en que don Victorino moría, asesinado, sin lanzar siquiera un grito —alguna mordaza, tal vez—, con el indígena encima, prendido a él como un leopardo. El indio, el indio avieso y siniestro, que se les adelantaba y que había venido a estropearles su magnífica tarea.

Pero ya no era cosa de lamentos ni de hacerse reflexiones inútiles. Se trataba de salir lo mejor librado de este mal trance, que, con todo, podría resultar más fantástico de lo que pudieran haber imaginado nunca, se le ocurrió de pronto.

Aflojó la mano con la navaja española; había terminado por dolerle sobre la piel de apretarla con tanta fuerza. Eso es —pensó. El dolor en la palma de la mano lo hizo meditar en su propia excitación, en que se dejaba llevar por sus nervios —hasta ahora sentía el impacto de la navaja, la mano convulsa, crispada con un frenesí inconsciente. Eso, dominar los nervios, sobreponerse al miedo, al pánico, en eso iba a consistir todo.

Por lo pronto, esperar a que don Victorino muriera, a que entregase en buen momento su puerca alma al Creador. Se escucharía. Iba a ser una muerte claramente auditiva, el libre y ansioso ruido de las monedas de plata del depósito, cuando el indio estuviera seguro de que ya podía disponer de ellas con la autorizada aquiescencia del cadáver de don Victorino. Casi escuchaba ese ruido; los movimientos precipitados, sin juicio, sin cálculo, del asesino que quiere terminar cuanto antes con lo único que le falta por cumplir: el objeto del crimen, pero que siempre cumple mal, desfalleciente, como si hubiera perdido de golpe todo interés en el asunto y comenzara a sentir una enorme, una extenuadora piedad de sí mismo, y, simultáneamente, una gran admiración por haber cometido el crimen. Una admiración aterradora.

En ese preciso momento vendría la navaja española. El enano monstruoso que aparecería de repente en medio de las abiertas tapas de una ostra, con la navaja, Cristo santo, un enano que apuntaba con la navaja, que lanzaba un grito sordo y se deslizaba luego hacia el indio paralizado de pánico.

«Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?». Sonrió: pudiera ser una frase así; algo conminatorio, apocalíptico, como de un demonio descomunal y vengador, proveniente del fondo mismo del infierno.

El efecto iba a resultar infinitamente más artístico, más completo, más extraordinario que las antiguas escenas con Jovita Layton.

Aguardó unos segundos. Voces inarticuladas, algo como los gemidos de un loco con la boca llena de trapos, casi una cosa como amantes que hicieran el amor despiadadamente, a la sombra de una calle, por la noche, a dentelladas rabiosas, con un silencio trabajoso, de sordomudos febriles. ¡Por su madre! ¿Por qué no gritaba don Victorino?

Había en el aire algo como una resistencia, algo que se detenía al ser empujado. Pero de súbito sintió el enano que todo aquello era una escena fabulosamente distinta: una realidad portentosa y nueva, un milagro, una revelación alegre y sólida, como cuando se cree tropezar con un muro en las tinieblas y no hay nada, sigue el espacio abierto, libre y feliz.

Un cuerpo que caía, una masa ambigua, y luego la santa, la pura, la viviente voz de don Victorino:

—¿Cómo te atreviste a decirme eso? ¡Tu palabra de hombre…! ¡Bah! ¡Me cago en ella!

¡Sí, sí, que lo hiciera, que lo hiciera por el resto de la eternidad!

Elena había regresado al paraíso.