IV. Don Victorino

«Dinero, dinero», suspiró don Victorino en tanto se encaminaba de nuevo hacia su escritorio, para hacer el corte de caja de ese día, después de que hubo reacomodado el extraño veliz: ahora le parecía extraño, quizá de dimensiones excesivas, aunque muy a propósito para el trabajo de un comisionista.

Nada más vivo y palpitante que aquellas cifras, que aquellas deudas reiteradas que el dinero encadenaba dentro del círculo hermético, irrompible, de su movimiento, con la precisión de una máquina sobrehumana, ajena a los hombres y a su voluntad. Cada veinticuatro horas don Victorino recibía un peso en pago de los ochenta centavos prestados el día anterior a esos comerciantes que, de no ser por tales préstamos, tendrían que clausurar de inmediato sus míseros negocios. Eran comerciantes en verdura, legumbres, fruta, que acudían a la refacción diaria de don Victorino —nunca más de veinte pesos— para reponer un artículo que, de no venderse el propio día, ya estaba podrido a la mañana siguiente, razón por la cual la necesidad del préstamo resultaba forzosa, inevitable, regida por una ley superior y soberana, sobre cuyo desarrollo nada ni nadie podía influir. La ley del dinero, ese omnipresente dios sin rostro, pero que tiene el rostro de todos los hombres y los representa en su forma más pura y acabada, tal como ellos no pueden ser por sí mismos en su condición de seres abandonados, impotentes, que carecerían de realidad y existencia verdadera sin el dinero.

Don Victorino detuvo de pronto el curso de sus pensamientos como quien se para a escuchar un ruido confuso y lejano, que se aproxima. Algo se abría paso en su interior, avanzaba como entre las penumbras de un bosque para precisar gradualmente sus contornos: era aquel recuerdo tan buscado y que ahora se rescataba a sí mismo, igual que un hijo pródigo de la memoria, devolviéndosele con esa repentina lucidez donde lo ocurrido en otros tiempos, por más lejano que sea, reaparece en una forma nueva, más inteligente y ordenada de lo que fueron aquellos acontecimientos que se habrán vivido en la realidad, aunque no se quiera, de un modo distinto. Ese brazo del indio, ese brazo rebelde y furioso, encontraba en tal recordatorio su sorprendente referencia, muchos años antes, cuando don Victorino, oficial entonces del ejército, combatía contra los desharrapados y mugrosos zapatistas, tan miserablemente idénticos en todo al indígena de hoy.

Habían caminado esa tarde horas enteras, bajo una terca llovizna helada, para conducir y entregar, en el fuerte de Perote, a un grupo de dieciocho prisioneros zapatistas. No era que poco a poco los odiaran más, a medida que la marcha se hacía insoportablemente fatigosa y comenzaba a nacer en el ánimo de los soldados una desesperación sombría, llena de recelos y un miedo supersticioso, sino que todos se abandonaban, cada vez con menos piedad y remordimientos, a la imprecisa idea de que aquellos prisioneros eran más bien como animales cuyo sufrimiento debía aceptarse con la misma lógica e indiferencia que se tiene ante una bestia de tiro.

En efecto, los estimulaban a seguir la marcha sin odio, casi en silencio, apenas con una interjección cansada, descargando sobre sus costillas o en las corvas el golpe inatento y sin embargo brutal, que parecía indoloro y distante, de las culatas de aquellos fusiles austríacos que usaba entonces el ejército.

Las voces de los soldados se oían, largas y melódicas, con cierta entonación suplicante y desamparada, en la solitaria llanura sin fin:

—¡Áaaaaandale, jijo de tu tiznada maaaaadre…! —y en seguida el culatazo seco y tranquilo. Los zapatistas no decían palabra y reanudaban la caminata sin haberse vuelto siquiera hacia el hombre que los había golpeado. No era necesario, sin duda.

Aquella llovizna, aquella mortaja gris que cubría la tierra entera, aquella ausencia de horizonte, y luego los zapatistas callados y sin dolor. Provocaban una especie de mareo, presentes y pertinaces, como algo inabordable y eterno, ante lo que no se podía hacer nada, iguales a ese llano sin salida, igualmente vacíos y muertos hasta la irrealidad. Se adivinaba el agradecimiento con que los soldados los matarían, la ternura.

También iban con los prisioneros sus propios heridos, tres en total, a cuestas de otros tantos camaradas, quienes, con algo como una cortesía ceremoniosa y distinguida, se turnaban de modo espontáneo para cargarlos en cada ocasión, después de haber cambiado entre sí quedísimas palabras que pronunciaban, el aire impasible y triste, en lo que debía ser su lengua indígena, pues eran nativos de la sierra de La Malinche. Hubo cierto reposo, con el herido que venía boqueando desde tiempo antes, cuando Victorino ordenó que esperaran a que muriera de una vez. No había caso de seguir cargando con él si de cualquier manera ya no iba a llegar vivo a Perote, y se le tendió entonces de espaldas contra la tierra, mientras agonizaba. Poco a poco eran más largos los momentos en que permanecía sin cerrar la boca —no como al principio, en que el boqueo era rápido y vivo—, y el agua de la llovizna, que el moribundo ya no podía tragar, terminaba desbordándosele por encima de los labios. Así, cada vez que esto ocurría, uno de sus compañeros lo ladeaba a modo que la boca se vaciara, para en seguida reacomodarlo en su posición primitiva, con la cabeza sobre una piedra, el rostro vuelto hacia el cielo y la lluvia.

—Vayan escarbando el hoyo —ordenó Victorino a los prisioneros.

—¡Áaaandenle, a rascar la tierra pues…! ¿No oyeron lo que dijo el jefe? —Ahora los instaban a cavar la tierra con ese mismo pregón doliente y los mismos golpes neutros, abstractos, con que los habían venido arreando por todo el camino. Era una visión lenta, agobiadora, sin el menor sentido. Los prisioneros no entendían nada, pero no porque ignoraran el español, sino simplemente porque entender aquello era por demás. «¿No oyeron?». No, no habían oído. Buscaban un punto dónde mirar, dónde poner los ojos —para desistir en seguida—, el aire huérfano y lleno de misericordia, como si eso los justificara ante una imposibilidad impiadosa y sin esperanzas, que no podrían vencer jamás, acorralados, entontecidos, solitarios sobre la deshabitada tierra.

—¿Pos qué no son meramente ni cristianos pa siquiera enterrar a sus muertos? —reclamaba un viejo subteniente de aire bondadoso y justo, a tiempo que le rompía los labios, con la empuñadura de su sable, a uno de los prisioneros. El prisionero cayó de rodillas inclinándose luego, con una especie de impulso hambriento y furioso, para arañar la tierra con ambas manos, aturdido como un perro torpe y juguetón. Los demás lo imitaron con la misma rapidez, igual que si una luz de enloquecida inteligencia se hubiera encendido de pronto dentro de ellos.

—Con orden, con orden —disponía en voz baja y protectora el justo subteniente—. Agarren palos de los que están por ahí, no sean pendejos —añadió.

El tiempo parecía no querer transcurrir, hueco y empecinado, en medio de la asfixiante soledad, en medio de ese aire de acero que temblaba con la llovizna, sin ruido y sin alma. Los prisioneros parecían buitres ciegos y locos en el infinito, entre los federales que iban de aquí para allá, desprovistos de pasos igual que si colgaran de una horca invisible en aquel vacío ageométrico de la llanura.

—El probe no se morirá ni el día del Juicio, por más que le buigan: ansina estuvo boquea y boquea nuestro Señor Jesucristo —se escuchó una voz extraña junto al agonizante. Hubo un estremecimiento de misteriosa certidumbre y pavor.

—¿Quién dijo eso? —preguntó Victorino, pero al parecer nadie había pronunciado aquellas palabras sobrecogedoras, pues todos permanecían callados, expectantes, con la sensación de que comenzaba a ocurrir algo sobrenatural y espantoso de lo que ninguno escaparía. «Ansina estuvo boquea y boquea nuestro Señor Jesucristo». Aquello era extraordinariamente verdadero y terrible. Nuestro Señor Jesucristo. Un anuncio, una presencia tenebrosa. Aquel hombre no moriría, estaba entre ellos, con su boquear gorgoteante y atroz, para no morir nunca y luego extraviarlos a través de esta caminata lóbrega, que iba a volverse entonces la huida sin reposo, aun hasta después de muertos, ante un miedo inconcreto, que no tendría nombre ni forma, omnipresente como una piel infinita que los cubriera a todos.

—¿Quién dijo eso? —repitió Victorino, pero ahora con un tono inseguro en el que no puso la menor autoridad.

Nadie. Sin duda debió ser alguno de los zapatistas. El moribundo dejaba caer la mandíbula con el mismo estupefacto abandono del muñeco de un ventrílocuo, igual que en una fija carcajada de madera, con una precisión vivaz y terca, llena de escondida malicia, pues cuando ya parecía que iba a quedarse así, después de largos, increíbles instantes, se cerraba de golpe cada vez, apresurada y sobrehumana. No; no moriría.

El rebaño de soldados y prisioneros aguardaba con un disimulo vago, de movimientos imprecisos y gratuitos, entrecruzándose unos con otros sin objeto, sin mirarse ni darse cuenta de lo que hacían, cada quien aislado de los demás, ebrios y solitarios hasta la pérdida del tacto. «Ansina estuvo boquea y boquea nuestro Señor Jesucristo». Aquello iba a durar toda la vida, eternamente, más allá del fin. Los zapatistas llevaban algunos años de estar arrodillados dentro de la infeliz y entrañable zanja de tierra húmeda, que habían hecho a muy escasa profundidad, apenas para cubrir a un hombre tendido.

—¡Quihubo! ¿Qué esperan pa enterrarlo, no miran que ya acabó? —Las palabras de Victorino produjeron un desamparado movimiento, de reticente desesperación y miedo, entre los prisioneros zapatistas. Las miradas negras y desnudas se posaron con una dulzura bárbara y quebrada sobre aquella mandíbula viviente. El estertor del moribundo se oía ondular por el aire, como un abejorro acosado y sometido por la lluvia, pero que a cada ocasión reemprendía su tenaz vuelo con una ronca ansiedad de vivir.

—¡Ándenle, cuerudos éstos! ¿Pos qué no oyen que deben darle sepultura a su compañero? —El rostro noble del viejo subteniente se contraía de iracunda belleza mientras descargaba los golpes de su sable sobre los brazos y las espaldas de los indios zapatistas, quienes se cubrían la nuca con las manos echándose boca abajo contra el suelo.

—Mero es mejor que nos maten —se escuchó la misma despaciosa y amarga voz que había hablado antes junto al moribundo.

Sin embargo eran prisioneros, pensaba Victorino. Habían terminado por formar una masa inverosímil, abrazados entre sí con la ardiente desesperanza de los náufragos en mitad del océano. No se podía hacer nada, nada en absoluto.

—A ver, subteniente Godínez; tome unos hombres de tropa y que entierren al cristiano ése —ordenó por último. La noche había caído de golpe como una cuchilla negra y rotunda.

Se alumbraban con unas antorchas de pencas secas de maguey. Victorino seguía la maniobra a corta distancia, con un aire fatigado y melancólico. —Apisónenlo bien fuerte, no sea que vayan a desenterrarlo los coyotes y se lo coman —recomendaba con parsimoniosa solicitud el subteniente Godínez.

Apenas terminaron de danzar sobre la tumba los zapatones de los soldados, cuando aquello ocurrió. El brazo había brotado de la tierra como un resorte, con el ímpetu rabioso de una conciencia lúcida y perdida, en alto, desnudo, igual que una cenicienta raíz horrendamente humana.

—¡Vámonos! ¡Déjenlo ahí! Así pasa con estos indios —había comentado don Victorino entonces.