VI

Los pasos de Bautista y de Rosendo eran firmes y llenos de denuedo.

—Dame el bote un momento, lo llevaré yo —pidió Bautista el recipiente de engrudo con que habían fijado parte de la propaganda.

Rosendo quiso negarse justamente porque se sentía muy cansado y aquello entonces le daba proporción de sacrificio a la circunstancia de cargar el bote, sin embargo de lo cual no pudo impedir que las manos de su compañero se lo arrebataran. Se sentía muy feliz, pero no de una felicidad vana y sin sentido, sino de algo muy fuerte, muy noble, desconocido y bello.

Las tinieblas parecían hacer del mundo algo por completo deshabitado y sin atmósfera. A lo largo y a lo ancho, suspendidos en la noche más bien igual que dos ahorcados pendientes sobre un abismo, mientras caminaban en esa nocturna eternidad hacia un punto, hacia un confuso ideal que estaría del otro lado de las tinieblas, los pies de Rosendo y Bautista herían la sobrecogedora superficie del tiradero a lo largo y lo ancho de la espesa negrura, casi nada más en un proceso de levitación. Exactamente dos ahorcados.

En Rosendo se adivinaba una especie de alegre y desmesurada efervescencia romántica, pues al igual de lo que ocurre con los jóvenes que se sienten llenos de orgullo cuando creen haber dicho algo que los hace aparecer buenos, audaces o valientes, estaba seguro de haber ganado una jerarquía moral reconfortante, saludable y enaltecedora por su forma de entusiasmarse y admirar la entereza de los camaradas, como en el caso de Fidel, y así, no podía sino atribuir a cierta reserva afectuosa de militante más experimentado el taciturno silencio de Bautista y su caminar sobrio e impenetrable, en absoluto sin palabras, en medio de la oscuridad, que le parecían, de todos modos, una forma del reconocimiento de dicha jerarquía.

Mas Bautista guardaba silencio tan sólo porque no le era posible apartarse de la mente aquella desconsiderada frase que Fidel dijo sobre Bandera, frase que, por otra parte, para Rosendo había sido de tal modo admirable. «La que puede esperar es ella, porque está muerta.» Ella, la propia hija de Fidel. Palabras de su padre. Como en la Esparta antigua. «Sobre el escudo o bajo el escudo.»

Cuando menos esto podría dar margen —pensó Bautista— a que se exclamara con emocionada oratoria sentimental que la niña estaba sobre y bajo el escudo, victoriosa y muerta en su cuna, breve mártir involuntario sin ataúd. Sin ataúd. Sin dinero para el ataúd. Fidel lo dijo, blanco y frío, blanco y frío en medio de las paredes blancas y frías y junto a la muertecita, defendiéndola con miedo de que se la llevasen al cementerio en ese mismo instante; interponiéndose con miedo de que le arrebataran el cordero de su sacrificio, su ofertorio pascual. Decisión y palabras de un padre, de un Abraham que inmolase algo querido y doloroso ante quién sabe qué dioses horrendos.

Bautista apretó los labios. «Quizá —se dijo—, si es que me engaño —si se engañaba al pretender como correcto que el dinero se emplease en la compra del ataúd y no en el envío del periódico a provincias—, se trate tan sólo de una cuestión privada acerca de sentimientos o falta de sentimientos filiales.»

De todos modos ése no era el problema. El problema era otro. Casi como quien se refiere a una cuestión desagradable. El amor a los hijos. El no tener nada que pueda atarnos a la tierra. «Porque cualquiera que quisiese salvar su vida la perderá.» Bautista lanzó una breve y silenciosa maldición. ¿Para qué recordar los evangelios? Tampoco se trataba de eso. Amor o desamor a los hijos y, en la disyuntiva, amor o desamor a la causa. Ellos, los comunistas, debían vivir únicamente para la causa, no tenían derecho a una vida personal, íntima, privada. ¿Pero hasta qué punto podía ser esto prácticamente posible?

Tal pregunta condujo a Bautista, no a la respuesta que buscaba, sino al recuerdo de ciertas lecturas que ahora le parecían sorprendentes. Una joven soviética (Bautista recordaba el hecho a propósito de un cuestionario que cierto famoso escritor sometió a los estudiantes rusos) contestó con respecto a la pregunta de qué sentido tendrían bajo el socialismo «sentimientos burgueses» tales como el amor, los celos y demás, algo muy semejante a la idea de que «si la familia está llamada a transformarse y desaparecer como institución en sus formas actuales, el amor hacia los hijos, lógicamente, desaparecería a su vez». La cuestión era ardua. En el fondo, y a pesar de todos los razonamientos, se sentía una especie de oscuro rechazo defensivo, igual a esas oposiciones que experimenta el alma contra el incesto, contra lo excesivamente fuera de lo normal.

Tal vez aquello más que una «teoría» fuese una actitud, un deseo de contrariar dolorosamente los sentimientos individuales propios para en esta forma poder sufrir por la causa. Era un modo de sacrificio, sin duda, pero de ninguna manera una idea social o una doctrina. Como en los cristianos, pues a éstos también les habrá complacido morir entre las garras de los leones en su afán de imitar el sacrificio de Cristo. Sin mucho esfuerzo Bautista imaginaba hasta los detalles de la expresión con que aquella joven soviética habría pronunciado sus palabras; una expresión tan ardiente, jubilosamente entusiasta y audaz como la de los jóvenes comunistas de aquí o de no importa qué país de la tierra que, con irreflexiva jactancia, se juzgaban capaces de ser distintos al resto de los hombres y capaces de no abrigar en su inmaculado e ingenuo corazón ninguna de las pasiones que son el tormento de los demás.

De todos modos la joven soviética era conmovedora. Tan conmovedora como los primeros cristianos. Tan conmovedora como Rosendo o Fidel.

«La que puede esperar es ella, porque está muerta.» Bautista no se podía quitar de la cabeza, con todo, estas palabras, como tampoco se podía quitar de la cabeza la candorosa frase de Rosendo sobre aquella actitud de Fidel con respecto a su hija: «Para mí es una de las más bellas lecciones». Sonrió. La más bella de las lecciones, sí, una lección de desprendimiento y sacrificio. «La que puede esperar es ella, porque está muerta.» Naturalmente, un cadáver siempre puede esperar, porque ya no tiene nada que esperar. La más bella de las lecciones, pero no sólo eso, sino, asimismo, algo aturdidoramente lógico, lógico hasta carecer de sentido como todas las cosas en exceso razonables.

Si la familia debe desaparecer, también desaparecerá, sin duda, el amor a los hijos. Aquello era tan repugnantemente razonable como el resultado que arrojaría la mezcla de dos compuestos químicos de naturaleza conocida y experimentada y de la cual no podía esperarse sino ese ya previsto resultado: H2O. Hache dos O. Agua, sin duda alguna. Ninguna otra cosa sino agua.

Porque, en efecto, la que podía estarse ahí quieta dentro de su cuna era Bandera; lo que no podía ni debía estarse ahí quieto era el periódico. El periódico es la voz del Partido, la voz del pueblo; en suma, la voz de Dios. Aturdidoramente lógico aunque, a pesar de todo, el imaginarse Bautista la niña muerta y sin sepultura, hasta que hubiese la cantidad de dinero indispensable para un pequeño lote de tercera en el cementerio de Dolores, le causaba una bochornosa impresión de irritante culpabilidad. ¿Por qué lo permitió? Él podía haber replicado enérgicamente a las pretensiones absurdas de Fidel, pero en cambio se dejó aplastar por la religión de éste, por ese comunismo completamente católico de Fidel que presuponía los sacrificios gratuitos e inútiles, sin ningún otro sentido que la propia y egoísta edificación moral, no se sabía a cuenta de qué o por qué.

Era como si Fidel creyese en Dios. Desde luego en un dios materialista —mejor si se pudiera comprobar en el laboratorio—, un dios capaz de renunciar a su propia existencia en cuanto se descubriera que existía. O tal vez se tratase —se le ocurrió este pensamiento maligno— de la práctica de algún esotérico ejercicio yogui de esos en que, por ejemplo, se aspira el infinito por boca y nariz hasta rebasar los límites de la resistencia pulmonar, y que Fidel hubiera querido revertir a su propia higiene doctrinaria en la forma de alguna extraña saturación interna de sus tejidos, con el propósito de que su ser alcanzara por dentro el nirvana de alguna extravagante Bienaventuranza Marxista. Esto era un poco risible pero quizá podría ser cierto. ¿De qué otra manera se explicaba entonces? ¿Hasta qué punto había sido preciso, hasta qué extremo había sido necesario e indispensable emplear el dinero destinado al sepelio de la niña en el envío del periódico al interior de la República? ¿Hasta qué punto? Bautista se mordió los labios sin saberse responder. «El periódico se podría haber enviado un día u otro», se dijo como en una obsesión, pero pensando a la vez que tras de estas palabras se encerraba una censura más amplia y general, no sólo del hecho en sí mismo, sino de toda una serie de procedimientos y actitudes de Fidel. Si se trataba —en sus labios se dibujó una sonrisa—, si se trataba en realidad de un ejercicio yogui, aquello no dejaba de tener, es decir, lo tenía mucho más claramente cómico y estúpido, un aspecto delirante, «hindú» —le produjo una nueva sonrisa este adjetivo—, un aspecto absurdo y jactancioso.

Mas de pronto pensó que tal vez sus razonamientos no fueran justos del todo al recordar que él mismo había incurrido en actitudes semejantes a las de Fidel y, precisamente, en relación con dineros del periódico.

Fue en una ocasión en que un compañero suyo, momentos antes de ser detenido por la policía, le hizo entrega de una cantidad perteneciente a la organización. La circunstancia lo había impresionado. Se dijo que aquel camarada prefería caer en la cárcel sin un centavo, para no verse en la inminencia de cometer el crimen de tomar alguna pequeña cantidad del Partido, digamos, aunque fuese para cigarrillos. En ese entonces Bautista sintió cólera, pero ahora le vinieron a la mente todos los hechos de su propia actitud.

En cuanto aquel compañero le hizo entrega del dinero aquello se volvió terrible. Los veinte pesos comenzaron a quemarle dentro de los bolsillos. ¿Qué debería hacer? Lo de menos era entregarlos, pero no había forma de comunicarse con sus camaradas, quienes, juzgándolo vigilado por la policía, le tenían prohibido visitar, durante una temporada, los puntos de reunión. Estaba el recurso de guardarlos en su casa pero lo rechazó de inmediato. Si su madre y su hermana, como era seguro, no tenían para la comida, a Bautista le sería imposible resistir la tentación de entregarles ese dinero. Entonces optó por el único camino: vagar por las calles, de preferencia por los sitios frecuentados por los compañeros del Partido, hasta encontrarse con alguno de ellos. Así pasó tres abominables días sin comer.

Hubiera sentido una enorme tranquilidad si pudiera en estos momentos descubrir dentro de sí algo, algún impulso lo suficientemente sincero como para poder calificar su conducta de entonces como estúpida. Pero, por el contrario, hoy mismo se sentía orgulloso de ella; orgulloso, heroico, petulante de satisfacción.

Recordaba —con la filial ternura autocompasiva con que uno recuerda sus actos bondadosos: la ayuda a un amigo en bancarrota o el perdón (un poco forzado, aunque no nos demos cuenta de ello) de alguna injuria que se nos haya inferido— cómo supo vencer la tentación de tomar una pequeña suma después de las primeras veinticuatro horas en que no probó alimento, cuando tomarla hubiera sido tan fácil y justificado; y más tarde ese asombro de sus compañeros, esos ojos admirativos, esa pena, cuando pudo volver en compañía de un camarada que lo condujo a la redacción del periódico, muerto de hambre y sin fuerzas.

Aquel rostro de sus camaradas era inolvidable, pero junto a eso Bautista tampoco podía olvidar su propia conducta vergonzosa: cómo había ensayado él mismo, histriónicamente, con hipócrita astucia, su aparición ante ellos: el aire de doliente fatiga con que se dejó caer en una banca y la fingida y despreocupada calma con que hizo referencia a su ayuno. No obstante ellos habrían considerado, de la misma manera en que hoy lo juzgaba Rosendo a propósito de Fidel, que aquello era «una de las más bellas lecciones». ¡Sencillamente intolerable y tan «yogui» como cualquier otra estupidez parecida!

¿Por qué, entonces, pensar mal de Fidel y de su horrible prurito de santidad? Todo aquello no era sino una carrera de sacrificios, un afán desmesurado y evidentemente enfermizo, en cada quien, de ser mejor que los otros, aunque el camino para serlo fuese estéril y vano y sin ninguna finalidad concreta.

Súbitamente Bautista se detuvo en seco después de lanzar una exclamación sorda y rabiosa. «¡Me lleva el carajo!», casi gritó al sentir que había pisado algo blando y viscoso entre los desperdicios del tiradero. Arrastró el pie contra la tierra a tiempo que lanzaba otra colérica maldición y sentía en las ventanas de la nariz la infame pestilencia.

«Y no es siquiera de un animal —estalló para sí mientras trataba de limpiar la suela de su zapato—, sino precisamente de un ser humano.» Sintió tanta rabia que hubiera querido descargar un puñetazo contra alguien.

Con mucha extrañeza por aquella exclamación, Rosendo se detuvo unos cuantos pasos adelante pero sin atreverse a inquirir nada. En el cielo brillaron unas estrellas increíbles, casi ilusorias, que le hicieron pensar, con infantil dulzura, que aquélla era la primera noche en que desempeñaba una actividad tan peligrosamente atractiva como la de fijar propaganda en las calles. Antes había desempeñado trabajos menores, llevar paquetes al Correo, repartir volantes, pero hoy esto era diferente, lleno de aventura. En quién sabe qué extremo de la ciudad perdida en las tinieblas, tal vez la madre de Rosendo, sin dormir, aguardara su vuelta, pero esta hipótesis en lugar de inquietarlo le causó una singular especie de gozo, de orgullo. Volvería a ella igual que un hijo nuevo para besar su frente con estremecida suavidad, con un beso desconocido, lleno de amor y elocuencia, que sería la única forma en que pudiera confesarle su hermoso secreto de la vida, la única forma de transmitirle esa quieta luz interna que desde ahora llevaba en su ser.

No quiso apartar la vista de las distantes estrellas. Aquello era semejante a entregárseles y adquirir entonces una creencia inconmovible en algo muy profundo y verdadero. «Un camarada ejemplar, un extraordinario camarada», pensó, casi con beatitud, que alguien podría expresarse así de él mismo.

Bautista sacudió otra vez el pie sobre la tierra con una cólera desesperada que a cada momento se volvía más angustiosa e inquieta. ¡Aquella miserable materia, dúctil y húmeda bajo el pie!

«¡De hombre!», se dijo con un repulsivo sentimiento de náuseas, «¡de hombre…!»

En virtud de una asociación lógica pensó en los seres que habitaban el tiradero, en esas horribles sombras cuyos sentimientos aparecían siempre lo más cínica y crudamente desnudos. Ni más ni menos que sus semejantes. ¿Por qué iban a ser distintos a él, distintos a los demás hombres? Criaturas de Nuestro Señor. La única diferencia era que ahí, en el tiradero, no tenían necesidad alguna, de ninguna especie, de disfrazar sus pasiones y sus vergüenzas.

En el otro mundo de los hombres —ese otro mundo que se presume no sea un tiradero—, la porquería y la miseria morales estaban ocultas por el más púdico de los velos, pero de todos modos eran de idéntica naturaleza.

«Me expreso como un pastor protestante», masculló para sí.

Aquellos pensamientos, sin duda, no eran sino una derivación de lo que sentía en la planta del pie, a través de su zapato, en una forma suave y muellemente pegajosa. Una pura cuestión de indicios reveladores. La señal para una ética o para un sistema científico. Tanto daba la deyección del hombre como la manzana de Newton, tratándose de puntos de partida. La gravitación universal o la defecación universal.

La nube que se interpuso en el pedazo de cielo donde cintilaban las tres o cuatro estrellas que Rosendo contemplaba, no logró disipar las ensoñaciones de éste, llenas de tranquila complacencia y bondad, angélicas en lo absoluto. La nube era cual una mano, primero con un remoto matiz de luz lejana, y después negra, posesiva, una ola celeste que se extendiera a cubrir algún sitio del océano cósmico que hasta entonces había permanecido mágicamente al descubierto y que ahora tornaba a sumergirse en su reino insondable. Más allá de todo lo visible estaba el misterio del infinito, que es el misterio más amado entre todos los misterios porque el hombre será su dueño cuando sea libre. Esta idea causó una viva emoción en Rosendo. Imaginaba el advenimiento de una especie de tierra prometida, que era a la par la imaginación de algo inconcreto, muy puro y transparente —tan sólo emociones abstractas de dulzura, diafanidad del alma y amor a los semejantes—, y también la imagen del trabajo alegre, del esfuerzo optimista y generoso, en medio de hombres sanos y rectos donde Rosendo era como un alado fantasma que todo lo veía con una sonrisa de cariño inefable. Rosendo experimentaba un anhelo confuso, casi nostálgico, de amar entrañable y castamente a una compañera luminosa y buena, con la cual recorrería campos inmensos bañados por la luz del sol, pero en esos momentos una exclamación de Bautista irrumpió como rudo proyectil en sus quimeras.

—¡Al diablo! —dijo Bautista en alta voz y se aproximó en seguida a Rosendo con aparente ánimo de decir alguna cosa, mas sin agregar nada, invadido por un inexplicable sentimiento de desesperanza, lleno de amargura y fatiga. «¡Al demonio! —se repitió—. ¡Si al menos hubiera sido de algún animal…!»

Aquello era como recibir una ofensa cruel, pero al mismo tiempo estúpida. Cruel y estúpida en su condición de ofensa proveniente de un ser humano. Del estúpido y cruel ser humano. Iba a dar rienda suelta a los peores insultos, pero se detuvo de pronto ante la aparición en su mente de una idea inesperada que casi lo hizo sonreír por el giro desconcertante que imprimía a sus pensamientos.

«Si me ciñera a una lógica rigurosa —pensó con una sensación de alivio— no debía sentirme ofendido, pues eso con lo que me he emporcado no es otra cosa que el producto de un hombre igual que yo, de un semejante cuyas deyecciones, que son las mías propias, no debieran —quiso encontrar la palabra adecuada—, no debieran… escandalizarme.» No pudo reprimir una risa breve y bulliciosa. Se divertía un poco. Pero un poco con cierta adustez alarmante.

¡El desprecio de uno mismo y el amor a los demás! «¡Estupendo! —se volvió a decir—. Pero de todos modos no siento que pueda despreciarme a mí mismo lo suficiente.» Pensaba que aun cuando realizara los mayores esfuerzos por experimentar vergüenza de sí mismo, lo más que podía lograr era la sensación de que estaba mirando su imagen reflejada en un espejo convexo y, por descontado, con la tranquilidad de conciencia de que esa imagen no correspondía a su ser real. Ésta era una forma, al menos, de sano desprecio de sí mismo, sin riesgo alguno, en la figura de las grotescas distorsiones del espejo, pero —tal pensamiento comenzó a inquietarlo— no significaba que la distorsionada imagen suya que veía no tuviera, también, una existencia tan real como la imagen verdadera.

Dudó un largo instante. Quedaba el recurso de suprimir el espejo. La idea era seductora. Todos los espejos de la tierra, uno por uno. Ignorar cómo se es, qué facciones se tienen, qué expresión. La ignorancia de uno mismo hasta llegar al aniquilamiento, a la desaparición total. Mas el hecho de que suprimamos el espejo —pensó de pronto— no quiere decir que suprimamos el hecho de la reflexión de nuestra imagen como un fenómeno en sí, independiente de nosotros. Es decir, que seamos reflejables así exista o no el instrumento para reflejarnos. ¿Qué es aquello entonces en virtud de lo cual la imagen de un espejo se torna tan existente e indiscutible como la propia figura que en él se refleja? ¿Si ambas existen, cuál es la verdadera? El problema no se puede plantear desde el punto de vista de si lo reflejable es la verdad y lo reflejado es la mentira. Ambos son idénticos, unidos uno al otro como hermanas siamesas que no pueden vivir si alguna de las dos muere; que se determinan recíproca, mutuamente. Tampoco el problema radica en la sustitución del espejo convexo por uno plano. Sustancialmente las figuras que uno y otro reproducen continúan siendo fieles al original y dependientes de él en absoluto. O sea, que tanto la imagen distorsionada como la que no lo es, existen tan sólo y exclusivamente mientras haya un cuerpo, un ser del que ellas se proyecten, de igual modo que ese ser sólo existe en tanto tiene la propiedad de reflejarse, de comprobarse fuera, al otro lado de él mismo. Aquí nace y se explica, entonces, el problema del hombre y su condición. Si el hombre tiene frente a sí un espejo que lo distorsiona, comprende desde luego que aquello no es sino el resultado de un acondicionamiento peculiar del espejo, en las ondulaciones de cuya superficie está el origen de tal distorsión. Pero si el espejo no lo distorsiona sino reproduce algo que él cree o está convencido firmemente sea su imagen verdadera, las cosas cambian del todo, se subvierten. Ahora la imagen que está dentro del espejo se mira en mí, a su vez, como una imagen distorsionada. Tiene la misma actitud mía, de confiada seguridad, en que yo soy su mentira, su juego. De súbito el espejo convexo soy yo. En mí se mira mi propio ser con otros rasgos y otras proporciones que, no obstante, son esencialmente mis rasgos y mis proporciones. Ha comenzado el martirio. Ya no podré salir de mi espejo, ni éste podrá salir de mí. Soy también un horrible espejo espantoso de todos los hombres. «Mirarnos en nuestra realidad —pensó Bautista—, en nuestra contradictoria realidad, tanto desde afuera como desde adentro del espejo. Ver con valentía nuestras reales distorsiones, nuestras deyecciones.»

Parecía imposible, sin embargo. «Me desprecio a mí mismo —suspiró—, pero no en mi propio ser, a salvo de toda censura, sino en la imagen del espejo, en la imagen de los demás; en el ser de mis horribles, sucios y asquerosos semejantes.»

Bautista y Rosendo se encontraban ya en el declive de un pequeño valle donde convergían las colinas de basura, un poco más negras del resto de la noche, y que eran como un embudo, mucho más que visual, irritantemente olfativo y gustativo, un embudo cuya sucia atmósfera se untaba al cuerpo, lo barnizaba sin remedio.

«Pero ¿a qué conduciría —se preguntó Bautista— el desprecio de uno mismo en su propia persona?» A pesar de que se esforzaba por dar cierta ligereza frívola a sus pensamientos, éstos comenzaban a desasosegarlo, a relacionarse oscuramente con algo impreciso que ya no era un problema de ideas, sino casi se diría un problema de sensaciones. Tal vez la aproximación inconsciente y temeraria a un recuerdo despóticamente sumergido, con el que Bautista no quería encontrarse, del que intentaba huir con todas sus fuerzas.

Un miedo cautivador, un impulso enigmático, lo impelían, empero, a través de esa inesperada y tortuosa acechanza, hacia el descubrimiento de aquel pasado que la perfidia de su memoria escamoteaba y que Bautista, en la más sutil de las luchas interiores, al mismo tiempo quería y no quería reencontrar. «¿A qué consecuencias conduce —se interrogó entonces de nuevo —el desprecio propio?» El tono de ligera burla que empleó mentalmente ya era una defensa en contra de ese recuerdo que se escondía en su interior.

«Si el hombre —pensó en un último intento de escape—, si el hombre en lugar de despreciarse en los otros, que es lo conveniente —el cinismo de la frase “lo conveniente” le agradó en extremo—, llegara a hacerlo en su propio ser individual y en una forma verdadera, sin duda no le quedaría otro recurso que el suicidio, como a Cristo.» Esta idea casi estuvo a punto de hacerlo sentirse satisfecho. Aspiró ampliamente, pero un cierto sabor de miasmas en la atmósfera le dio una especie de tristeza sucia y apagada. «Entonces —prosiguió el hilo de sus pensamientos—, el censurar en los otros los vicios y miserias de uno mismo, el mirar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio (el repugnarme la mierda que pisé tan sólo por pertenecer a uno de mis semejantes y no a mí o un animal), no es otra cosa que un honrado principio de conservación, conservación del individuo, de la familia, de la sociedad, del Estado y, consecuentemente, de la humanidad toda; es decir, entonces un principio ético cuyas bases se asientan en el impoluto y aséptico Imperio del Excremento Amado.» Hizo una pausa. «Defeco, luego existo», concluyó con una sonrisa.

En tanto caminaban hacia las fábricas, Bautista sintió que la sucia materia bajo el zapato ya no le molestaba, pero en cambio de súbito se le hizo inmensa, sin fin, la extensión del tiradero. «¿Es que nunca saldremos de aquí?» Debían cruzarlo, llegar hasta el otro extremo y luego esperar ahí, emboscados, acechantes, a que diesen las cinco de la mañana —la hora en que la corriente de luz se interrumpe en la ciudad— para en seguida, al amparo de las sombras, fijar las proclamas del Partido en las paredes a efecto de que los obreros del primer turno las leyeran antes de ser destruidas por gendarmes y veladores.

—¡Es muy fácil —dijo en voz alta, pero sin que sus palabras correspondiesen a los pensamientos que lo embargaban— que se pierda uno en mitad de toda esta mugre y con esta maldita oscuridad de los diablos!

El oír su propia voz no le dio tranquilidad ni hizo que desapareciera de su espíritu la inquietud confusa, adversa, que lo oprimía. Era como el deseo de que alguien, un ser plácido y amoroso, estuviera junto a él, e inesperadamente, con dolido asombro y con miedo, descubrió que tras de todo aquello no se encontraba otra cosa que la nostalgia que sentía por Rebeca, su antigua mujer. Bien extraños, reveladores y amargos habían sido los caminos que hoy lo llevaron a su recuerdo: quiso rechazar aquella memoria lacerante, pero ya la figura quieta, dulce, los ojos como almendras de color castaño, la negrísima columna de cabello sobre la nuca, recogida por el vivo relámpago de un listón, los dos hemisferios del cuerpo separados por la blusa clara y la falda café oscuro —tal como la vio por última vez— de Rebeca, había herido su recuerdo en una forma acabada y en todos sus detalles. La manzana de Newton. La gravitación universal o la podredumbre universal. Apretó los dientes con angustia.

Se había dicho siempre que su ruptura con Rebeca no implicaba para él resentimiento alguno, ni tampoco todo ese tortuoso rencor, esos celos agresivos y tristes y esa repugnancia que tiene a la vez algo de innombrablemente amoroso y sexual, que deja como postreras y amenazadoras cenizas la separación de dos amantes. Pero aquella extraordinaria subversión de su espíritu que había comenzado desde el instante en que pisó aquella miserable materia, fue como el descorrer del velo que cubría sus pasiones, y ahora ante sus ojos se le mostraba la verdad amarga y desnuda. Era mentira toda aquella actitud libre, tranquila, normal, serena, «civilizada», que decía tener ante Rebeca. Aquello era mucho más comparable en todo con un infierno donde latían la pasión, el sentirse frustrado, incompleto y, simultáneamente, torturado por las causas más inexpresables, cierto impulso de venganza, turbios deseos de posesión y celos. El espejo convexo donde podía mirar una realidad interior exacta que siempre trató de ocultarse.

Ascendieron Bautista y Rosendo hasta lo alto de la colina de desperdicios desde donde era posible ver el lejano resplandor de la zona fabril que parecía ser el sordo resplandor de la corona solar de algún eclipse siniestro. Rosendo lanzó un hondo suspiro, se detuvo un momento y en seguida ambos reemprendieron la marcha descendiendo nuevamente por la colina.

Deseaba con toda su alma no pensar en Rebeca. ¿Es que —se preguntó con energía, casi con una contracción muscular del vientre—, es que, en realidad, honradamente, aún la quiero? ¿Honradamente? Sabía por experiencia, cuando se encontraba ante un problema de ese tipo, cuán lleno de peligros era el uso de la palabra honradamente. Esta sola palabra le había hecho llegar a conclusiones opuestas a las que creyó tener en un principio, pues a la luz de ella se deshacían los engaños y los sofismas que él mismo se inventara. «¿Es que la quiero aún —pensó otra vez—, a pesar de todo?» Con cólera y tristeza reconoció que sí, que aún la amaba y que la frustración de ese amor no sólo lo hacía muy desgraciado, sino que le creaba cierta incompatibilidad torturante para amoldarse a la vida toda, para convivir con las gentes sin que le fuera posible ignorar que todas ellas tenían dentro del alma un secreto rincón inconfesable, donde abrigaban las peores vergüenzas.

En el lapso de un segundo apareció ante sus ojos el recuerdo pormenorizado de aquel amor, desde la noche en que ambos se conocieron, hasta la última mañana en que Bautista esperó a que ella desapareciera a lo lejos, entre los transeúntes, por la calle, después de que habían conversado lamentable, horrendamente sin encontrar salida alguna.

Esta entrevista final había sido en un restaurante, en torno a una de las mesas donde las tazas de café permanecieron intactas ante la impertinencia desasosegada del mozo, primero calientes, humeantes, y después poco a poco frías, resumen de la propia vida amorosa de los dos, mientras discutían recorriendo todos los matices de la cólera, de la amargura, de los celos, del deseo, esos problemas eternos del hombre y la mujer que son al mismo tiempo tan gigantescos y tan insignificantes.

Bautista creyó en un principio que de esta conversación podía surgir un reencuentro jubiloso, limpio, que iba a ser el verdadero amor rescatado. Pero ella se obstinaba, con el empecinamiento de una muralla infranqueable —aunque lo contrario hubiera sido la salvación de ambos—, en continuar con sus engaños y falacias, impidiendo así que renaciera la antigua y hermosa transparencia de trato que siempre existió entre ellos y que ahora se derrumbaba.

La luz del sol era de un dorado pálido cuando se despidieron en una esquina, en medio de gentes que iban de aquí para allá, afanosas, ajenas a los tormentos del bien y del mal, de la vida y de la muerte. «De cualquier manera —dijo ella por último, al despedirse— te esperaré; te esperaré siempre.» La imagen de su blusa blanca y su falda café oscuro desapareció después a lo lejos. Te esperaré, te esperaré. ¿En los brazos de quién? ¿Por qué, Dios mío, se empeñaba Rebeca en estas mentiras tan estúpidamente deleznables?

El recuerdo de la noche en que se conocieron se unía en Bautista a una red de escuelas nocturnas para trabajadores —sus festivales inocentes, sus fines de curso, las excursiones que realizaban al campo—, de cuyo funcionamiento fue encargado durante algún tiempo. Sólo le disgustaban las piernas de Rebeca, muy parejas y uniformes, sin distinción, cortas y redondas, sólidamente cilindricas.

Bautista había llegado a la escuela donde Rebeca era alumna unos minutos antes que las clases concluyeran, y después de sentarse tímida y silenciosamente en la última fila de bancos, miró sin mayor interés a la muchacha menuda, un poco circular, de brazos llenos y duros, que en esos instantes escribía ante el pizarrón. Después todo aquello comenzó a anudarse hasta ser una parte de su propia biografía, un mundo intenso.

Bautista no podía olvidar una tarde en que ambos salieron de paseo a las afueras de la ciudad.

La blancura de las nubes era intensa, bárbara sobre el insolente azul del cielo, donde la limpidez de la atmósfera parecía hacer girar la cadena de montañas con una lentitud inaprehensible a los ojos pero que se adivinaba como con el corazón, como con quién sabe qué finos y ocultos instrumentos de la sensibilidad.

El blanco vestido de Rebeca, agitado por el viento, era una incruenta llama de un claro fuego que ardería suave y calladamente, con una tibieza palpitante. Bautista la tomó de la cintura derribándola con suavidad sobre la grama, bajo un pirul que en seguida proyectó el lento alternar de luz y sombra de sus ramas sobre el encendido y anhelante rostro de ella. Este oscilar de las sombras daba a los ojos de Rebeca una intermitencia de destellos donde parecía descubrirse una gran, quieta y sorprendida inquietud, un desamparo temeroso y un abandono aprensivo ante lo violento del amor, tan diáfanos, que contemplándola así, indefensa bajo su cuerpo, casi como si demandara un poco de piedad, Bautista se sintió arrebatado por una ola de ternura y de enamorada compasión, y entonces la cubrió de besos, sustituyendo el apetito que sentía hacia ella con el más impetuoso y casto de los impulsos.

Al sentirse derribada en tierra, Rebeca había contenido la respiración con una alarma llena de deseos. Hubiese querido —y ésta fue su preocupación desde que salieron de la ciudad— que aquello no ocurriera en el campo, sino en algún otro sitio menos poético, menos incómodamente poético. El hombre la tenía entre sus brazos y la inminencia de lo que iba a suceder —ella no pensaba, en modo alguno, ni evitarlo ni propiciarlo— la hizo quedarse quieta y con el aire tan inocente, que aquello, sin proponérselo, antes deseando expresar lo contrario, era como una reprobación, como una callada y rencorosa censura. No obstante esperó el momento con ansiedad. Ahora las manos de Bautista abrirían su corpiño —como aquella vez en que, desesperadas y febriles, le hicieron saltar el botón de la blusa— para cubrirla de caricias infantilmente torpes, llenas de apresuramiento y nerviosidad.

Pero Bautista no traspuso la frontera cuya entrada Rebeca no tenía reparo en franquearle. En lugar de desprender de sus ramas el hermoso fruto del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, dejóse seducir por un cierto prejuicio de conmiseración, de culpa.

Rebeca se desprendió de sus brazos con un movimiento que era simultáneamente hábil, gracioso y, con desenvuelta e intencionada malicia, incitante.

En la expresión de Bautista se dibujó una enorme pena y un arrepentimiento verdaderos. La tomó de los brazos, por encima del codo y no pudo pronunciar palabra alguna mientras sus ojos se quebraban por las lágrimas. «Lo más puro, lo más bello, lo más transparente de la tierra», se dijo cándidamente a tiempo que la oprimía con furia. El instante fue inolvidable. Todavía transcurrió una larga pausa en que Bautista no acertó a romper su emocionado silencio, mientras en las pupilas de Rebeca parecía brillar un destello de juguetona ironía.

—Eres lo mejor que he conocido en la existencia —dijo Bautista por fin, en voz alta y trémula—. Te quiero mucho.

Grotescas, atroces palabras.

Ahora todo eso no era sino un horrible pasado y Bautista descubría con disgusto, a tiempo que caminaba sobre los desperdicios del tiradero, que el pisar la basura y emporcarse los pies singularmente se había convertido en un símbolo de todas las cosas, tan amadas en otro tiempo, que él jamás hubiese querido considerar hoy como inmundicia y miseria.

De pronto sintió junto a él que Rosendo se detenía, con un estremecimiento extraño pero muy preciso y lleno de temor.

—¿Oíste? —preguntó Rosendo, tan tímidamente como si pronunciara una palabra amorosa—. ¿Oíste?

Algo se arrastraba frente a ellos, algo extrahumano pero con capacidad de inteligencia y, quién sabe por qué, con otras capacidades como el frenesí y el dolor. Era, sin duda, un cuerpo activo y a la vez sangriento: se movía apresurado, con terror y rabia, igual que un sordomudo cruel que quisiera consumar a solas algo monstruoso y bajo.

—No camines —ordenó Bautista a Rosendo. Temblaba.

Nada podían hacer, nada podían impedir de cuanto ocurriese.

—No te muevas —insistió Bautista inmotivadamente pues Rosendo no intentaba respirar siquiera—. No te muevas.

Aquello se arrastraba reptando con un viviente ruido de lucha apagada e inmisericorde.

Bautista se decidió por fin a encender un cerillo. Ahí, a dos pasos, un perro inmenso, sobrecogedor, devoraba el cuerpo hinchado de otro animal. No se movió el perro. Hundía el hocico en las entrañas del animal con una fiereza astuta y fría, dueña del destino, dueña de las cosas.

Rosendo y Bautista estaban helados de pavor.

—¿Lo has visto? —preguntó Rosendo con desarticulada entonación.

La pequeña llama del fósforo, como ocurre cuando la oscuridad es muy intensa, los iluminaba de tal forma, con tal vigor de contraste, que los rostros aparecían con mayor asombro y mayor consternación de los que en realidad tenían. Un segundo más y apagaríase la mínima luz del cerillo y entonces el perro terrible se elevaría creciendo hasta el cielo, hasta las nubes sordas, como un árbol malo y negro.

«Debemos huir», se dijo Rosendo, pero Bautista, hechizado, inmovilizado, estaba fijo ahí, como una rota estructura sin sonido.

Súbitamente se escucharon, provenientes del lejano reloj de la Penitenciaría, cuatro series de tres campanadas.

Bautista se sacudió por una especie de risa tonta que en seguida fue secundada por Rosendo. Eran como dos locos absurdos que se balanceaban a uno y otro lado en mitad de las tinieblas.

—¡Las cuatro! —casi gritó torpemente Rosendo—. ¡Las cuatro!

¿Cómo era que ninguno de ambos se había dado cuenta, un cuarto de hora antes, que el reloj había sonado apenas las tres cuarenta y cinco? Sin dejar de reír, caminaron un trecho hasta llegar al extremo del tiradero, desde donde ya dominaban la zona fabril.

Sentáronse sobre unas piedras y ambos tendieron la vista, casi complacidos, sobre aquel panorama de esfuerzo, de lucha, de activo combate que era el barrio obrero con sus fábricas, con sus músculos, con su rumor sano, con su fragancia de aceite y petróleo.

Bautista permaneció callado un largo instante.

—Mira —exclamó de pronto en voz muy queda—, la vida es algo muy lleno de confusiones, algo repugnante y miserable en multitud de aspectos, pero hay que tener el valor de vivirla como si fuera todo lo contrario.

Recordó que éstas eran, casi textualmente, palabras dichas por Gregorio.

El silencio era grande y duro.

Debían cumplir su tarea y se encaminaron, entonces, calladamente, hacia las fábricas.