IV

Gregorio veía con un miedo muy diáfano, y simultáneamente con una especie de incierta cólera en proceso de formación que le causaba vergüenza de sí mismo (cuando sabía que esta cólera era necesariamente artificial y destinada tan sólo para ocultar ante los demás, y de ser posible ante él también, sus verdaderas emociones), cómo iban apareciendo poco a poco, a la luz de las hogueras y antorchas, el rostro y el cuerpo de ese fantástico conde de Orgaz, a medida de que Jovita los limpiaba con un trapo húmedo ante el atento, casi afectuoso, seguir sus movimientos de los pescadores, que no por ello perdían de vista a Ventura, quien en una curiosa actitud herméticamente sacerdotal e inescrutable distaba unos cuantos pasos de ahí.

Las mujeres se preparaban con voces confidenciales y unciosas a todo ese conjunto de ritos de masoquista religiosidad que se derivarían de la presencia del cadáver, mientras se agrupaban atrás de sus hombres, como un duelo de negros pájaros, envueltas en rebozos que era imposible decir de dónde los habrían obtenido.

Gregorio se daba cuenta de que todos sus puntos de vista morales habían naufragado dentro de esa atmósfera y que su propio espíritu comenzaba a no ser ya distinto del de esos seres, e iba a quedarse ciego también. Aquello era como un alud que barriera su conciencia, transformándola en su sentido más elemental, a semejanza de los pasajeros de un barco a punto de hundirse y cuyos instintos se desatan sin consideración alguna, libres, soberanos, animales. Con todo, aún no era claro el fenómeno que se producía en su corazón. ¿En qué podría consistir en verdad esta progresiva ceguera de su alma, este naufragio? ¿En qué parte concreta de los hechos o de la conducta de los individuos o de la atmósfera era posible encontrar el secreto del alucinante laberinto en que sus puntos de vista se perdían, en que sus concepciones e ideas se trastocaban? ¿Acaso en Ventura y en sus abrumadoras, inaprehensibles maquinaciones de zahorí, de brujo, de impávido tlacatecuhtli? ¿En dónde?

Todos los pescadores parecían aguardar, entre agradecidos y asustados, el instante en que se les descubriera el nombre del cadáver, que para ellos sería igual a ese instante de disimulado placer que experimentan de manera inesperada y gratuita quienes de pronto, gracias a una casualidad milagrosa, asisten a la indiscreta revelación de algún misterio o acontecimiento que no les pertenece y al que no los liga sino su anecdótica presencia de espectadores que están dispuestos, en honrada retribución, a conmoverse de manera correcta y adecuada al más leve indicio.

Mas lo fabuloso era que Gregorio no se sentía ajeno a este placer, a este concupiscente copular de emociones, donde la satisfacción se disfrazaba de piedad, la venganza de condolencia, el odio de temor de Dios.

Gregorio notaba algo de enloquecido en todos, una cierta melancolía soez, igual que la tristeza que asalta a los hombres en los lupanares al mirarse unos a otros con diferentes prostitutas en el mismo cuarto, cuando la luz se enciende, y que es una tristeza cuya única confesión se resuelve apenas en atormentadora procacidad, bárbara y cínica. A cada momento Ventura le parecía más inquietante a causa de su omnividencia, pues ninguna cosa se le ocultaba y sin duda adivinaría paso a paso, sin posible equívoco, cada uno de sus pensamientos. Siempre Ventura. Siempre su tenebroso humus de enigmas y profecías que era como la fuente nutricia de ese poder ante cuyo imperio Gregorio comenzaba a doblegarse sin remedio.

Había una especie de síntoma delator intraducible, idéntico al del juez que espera confundir al reo con la inesperada revelación de su delito, en el empeño de Ventura por mostrarse ajeno a los sucesos, con el rostro hacia el cielo y la mano apoyada en la empuñadura del machete, pero de modo que al asociar Gregorio esta imagen con un curioso relampagueo irreflexivo que le sorprendió en el ojo, y al advertir cierta vigilancia regocijada, llena de disimulo, con la que ese ojo seguía los movimientos de Jovita, se dio cuenta de que Ventura estaba al tanto de la identidad del cadáver y que, entonces, trataría de impresionar a los presentes con un golpe de efecto a propósito de atribuirse, sin que lo dijera, tan sólo con la gravedad imponente de su apariencia taumatúrgica, facultades milagrosas en absoluto fuera de lo común, para quién sabe qué uso salvaje, quizá para acrecentar ese humus de su liturgia de donde se alimentaba el desamparo de aquellas gentes, que, a falta de otro pan de esperanza, sólo tenían una especie de nostálgico deseo de algún dios, fuese éste como fuese. Pues tal vez a partir del momento en que se dio cuenta de que había un cadáver al otro lado del dique, dentro de las aguas del río, para aquellos campesinos Ventura habría sido el único, el elegido entre todos por la Divinidad para traducir el cabalístico mensaje con el que la Muerte o los antepasados muertos indicaban a sus hijos la presencia de algo profundo y extraño, y que sólo era posible conocer por intermedio del hombre a quien el don de una conciencia doble otorgada por el Más Allá permitiese la percepción de la segunda realidad, de la desconocida realidad interior de las cosas.

Y así era en efecto, porque aquel fragmento de minuto en que Ventura interrumpió su canción, antes que nadie sospechara siquiera que habría un cadáver en el río, y en que, con la sobreinteligencia de los animales que perciben la proximidad de una serpiente, su actitud cautelosa y atenta se hizo casi podría decirse solemnemente abstraída, solemnemente adivinatoria —la misma actitud de grávido misterio que adoptan todos los jefes de tribu, la misma con que Moisés se habrá alejado de sus hombres para oír en el Sinaí los mandamientos de la Ley de Dios: «… y volvía Moisés a poner el velo sobre su rostro, hasta que entraba a hablar con Él…»—, fue para todos como el segundo de un iluminado, el segundo de un ser en sobrenatural relación con el misterio, que tuvo la virtud de fortificar el lazo que unía a Ventura con esa grey siempre en trance de sentirse huérfana y sin dioses, pero a la que, cuando alguno de estos dioses le era devuelto en la figura de su transmigración terrestre de patriarca, de caudillo, de sacerdote, parecía reconfortársele otra vez con la seguridad de su destino.

Gregorio experimentaba un raro desconcierto, ya a punto de creer en la potestad de Ventura, a pesar de que su razón hacía esfuerzos por no sucumbir. De ser cierta —pensaba— una doble vista anímica en aquel tuerto, de ser cierta esa capacidad de captar la naturaleza múltiple de los hechos, pero sobre todo la dirección inesperada y el encadenamiento al parecer arbitrario e ilógico de tales hechos, habría sido, sorprendentemente, no el producto de un determinado afinamiento de la inteligencia, sino el proceso de una cierta sustitución biológica de aquellos sentidos, la invalidez de cuyos órganos los obligaba a trasmutarse, a aparecer bajo la forma de un nuevo instrumento de la percepción. Así, lo que la falta del brazo y el ojo sustraían a su conocimiento del mundo exterior mediante el tacto y la vista, tal vez se le diese a Ventura, en cambio, a través de instintos primitivos, de adivinaciones ancestrales —ese ver con el oído, ese «ni te miras en la oscuridad, de tan silencito», que de tal modo sorprendieron a Gregorio— y de sentimientos atávicos, que serían exactamente los mismos con que la especie se cuidó, en el hombre de las cavernas, de descubrir eso ya trascendente y religioso de que tras el relampaguear del rayo se encuentre la cólera de un dios, o en el tenebroso oscurecerse la tierra durante los eclipses se manifieste el anuncio de las peores calamidades y desgracias.

No obstante, por más que su razón tratara de esclarecer las cosas, todo aquello aún encerraba para Gregorio algo muy oscuro e informulable que, sin él saberlo o adivinándolo apenas —una sospecha en la que no quería pensar—, no era sino la forma de correspondencia entre los hechos exteriores y el proceso de evolución de su espíritu, el cual, en virtud de todo lo que para él representaba el cadáver, había regresado a su condición primitiva de espíritu supersticioso, temeroso e inválido, que necesitaba explicaciones de orden mágico, explicaciones fuera de todo principio racional, mientras que su entendimiento antes que burlarse de ellas, como hubiera sido en otras circunstancias, las temía cual se teme un comienzo de locura.

Ventura sonrió hacia Gregorio desde el sitio donde se encontraba. «Tú también ya lo sabes —pensó a propósito de quién era el muerto—. Pero lo que más te extraña es que yo lo haya sabido desde mucho antes», y sentía un enorme gozo, pues la inquietud de Gregorio no era sino el reconocimiento de que él, Ventura, fuese un ser superior que veía más allá de las cosas, «que veía lo que no se ve».

Ventura pensó en esto con orgullo.

«Cuando perdiste el ojo —recordaba que así fueron las proféticas palabras que dijo su propia madre en otros tiempos, antes de que él se lanzara a la Revolución—, tenías la edad de seis meses y ahora es imposible que puedas acordarte. Pero no te creas un infeliz por estar tuerto: tú verás más que los que tienen dos ojos, tú verás las cosas que no se ven.»

Ventura estaba demasiado pequeño, en realidad, cuando perdió el ojo para acordarse del suceso, pero como ocurre siempre que las anécdotas de nuestra primera infancia se nos cuentan no sólo pormenorizadamente, sino apoyándose en la supervivencia de algunas impresiones lejanas y casi abstractas que aún prevalecen en nosotros, el relato de su madre, la precisión y características de cuyo escenario eran imposibles en el recuerdo, le había formado a medida que con el tiempo se fue divorciando de su condición de relato impersonal, relativo a esa tercera persona sin nada en común con él en que se veía al imaginarse niño, una especie de memoria onírica perfecta y de una vivencia mucho más real y tangible que la de cualquier otro recuerdo menos inconsciente y remoto.

«Has de haber sufrido mucho», le decía su madre, «pero no lloraste ni tantito así».

Cuando Ventura hacía un esfuerzo lograba imaginar el desarrollo de la acción en una tarde polvorienta y nebulosa cuyo dato principal, y sin duda el único cierto, era un sabor a tierra y materia seca en los labios.

Sin embargo de que este recuerdo tenía una disposición confusa y abigarrada, como cuando se trata de reconstruir un sueño excesivamente atormentador y el resultado se limita a la aparición, en la mente, de una hidra mitológica de cien cabezas cada una de las cuales representa a una de las indescifrables emociones soñadas, también, como en esa otra clase de sueños que son producto de la realidad inmediata del cojín que nos cayó en el pecho o el cigarrillo con que, dormidos, estuvimos a punto de incendiarnos —y que por eso pierden entonces su condición de sueños para confundirse con la realidad de que nacieron—, tenía a su vez unos contornos vivos, diáfanos y llenos de lacerante precisión.

En esta forma de aquella figura de mujer que musitaba quién sabe qué rezos tristes ante el Santo Señor de Chalma, después de que, con mucho cuidado, había puesto a calentar entre la lumbre del brasero la hoja de un viejo cuchillo de Amozoc, no podría decirse que fuese o la imagen de la madre de Ventura tal como de niño la contempló ese día, a los seis meses de edad, o la imagen que de adulto se formó a través del relato que le hiciera de los acontecimientos. Pero el cuchillo de Amozoc, en cambio, que Ventura conservaba —con aquella leyenda que le hizo grabar: «Verás las cosas que no se ven»— sí era un hecho real e indiscutible.

Un poco antes de que Ventura perdiese el ojo, su madre estaba en un rincón, arrodillada. De pronto lanzó un grito:

—¡Si se muere, Dios me ha de perdonar!

Gracias a un misterio de amor, a una casi alimenticia relación maternal y a una memoria antigua del origen —aunque no tuviese sitio en el recuerdo y fuese a su vez una referencia narrada—, aquel grito era un hecho viviente, una circunstancia concreta, más allá del sueño.

«El Santo Señor de Chalma y la Virgen Santísima no quedrán que salgan mal las cosas, me decía dentro de mí al mirar con mucha lástima tu ojito todo puerco de pus», narraba su madre a Ventura, años después.

No hubo ningún otro recurso, ya que de no extirparse el ojo enfermo sin duda también se perdería el sano.

Pero aquello fue, nada más, ruido y olor antes que dolencia, y si Ventura no conservaba memoria de sufrimiento alguno, cierto olfato muy específico cuyo nervioso desasosiego descubría los olores semejantes a ese de su infancia —sin embargo no idénticos, pues aquél era imposible de reproducir en su indescriptible naturaleza—, como el de la carne quemada o el del cabello que arde, y cierta disposición patológica a descomponer dentro de la bóveda craneana, agrandándolos, hipertrofiándolos, determinados ruidos como los que se producen al desgranar mazorcas o triturar con los dientes algún objeto duro, hacían que emergiera de su más honda subconciencia la imagen, precisa y rigurosa en la esfera de su sensibilidad, aunque fuese improbable y ya solamente una turbia alegoría en lo que se refiere a sus contornos físicos, del bárbaro acontecimiento.

Cuando ocurrió el hecho su madre fue entonces nada más una sombra violácea que al aproximarse a él cerraba todo su campo de visión, igual a un planeta del tamaño del cielo; una sombra caliente, a cada segundo más caliente, hasta que de súbito se convertía, al penetrar dentro de la cuenca del ojo el abrasador cuchillo, en un relámpago púrpura, en un destello sangriento, que a su vez era la mezcla de las más espantosas impresiones donde el ruido interno de la órbita del ojo, al raspar del cuchillo, se confundía con el olor de la córnea o con las luces hirientes de los filamentos nerviosos, que no cesaban de vibrar.

«Tú verás más que los que tienen dos ojos. Tú verás las cosas que no se ven.»

Gregorio volvió furiosamente el rostro hacia Ventura en espera de que por fin hablase y creyó descubrir en su solitaria pupila un destello de burla victoriosa.

Todos se habían agrupado en derredor del Tuerto con mucho sigilo y lentitud hasta quedarse ahí, estáticos, con la equívoca expresión servil y casi sonriente de quienes han asistido a un hondo, redentor milagro de viscosa expiación.

Gregorio apretó los dientes. El Entierro del conde de Orgaz. La misma mezcla secreta e impúdica de reprimido goce, de disimulada hipocresía, de miedo a la muerte y de tranquilidad por no tratarse de la muerte propia, y que también él experimentaba, pues desde un principio —a pesar de que trató de engañarse al respecto— sabía el nombre del cadáver.

Ventura caminó hacia el muerto con cierto aire solemne, se inclinó sobre él y volvióse luego hacia todos los indios para hablarles en su lengua popoluca.

—¡Yo ya estaba enterado —dijo—, pero quise esperarme a que lo miraran ustedes con sus ojos: el difunto no es otro que Macario Mendoza! —sonrió hacia Gregorio con la misma expresión de burla misteriosamente triunfante y agregó en castellano—: Pero puedes estar seguro, compañero Gregorio, que ninguno de nosotros lo mató…

La satisfacción de todos por la muerte del odiado jefe de las Guardias Blancas se palpaba en el aire.

Aquella ira que se negaba a nacer agitaba ya francamente el pecho de Gregorio, pero cierta inmotivada y asombrosa timidez le impedía manifestarla. Se aproximó al cadáver en un insospechable impulso sádico, para mirarlo a sus anchas. Dos de los caciques que estaban muy cerca del cuerpo y que lo veían tenazmente y con enojo, se alejaron para dejar espacio en torno al difunto. Gregorio observó aquel vientre abultado, blanco a fuerza de no tener sangre, aquellas arrugas posteriores a la muerte, aquella cara.

Macario Mendoza muerto era el mismo de siempre, mas también otro hombre. Gregorio pensaba que, de sumarse los rasgos de ese rostro, el total de esa suma permanecería inalterable con respecto al total de la suma que arrojó antes aquel otro rostro que Macario tuvo en vida, pero que cada rasgo en lo particular tenía una naturaleza extraña, diferente a su naturaleza primitiva, no sólo por el nuevo color adquirido, ese añejo blanco marfil de las aletas de la nariz o ese azul ligero de los párpados, sino porque cada uno de ellos enfatizaba alguna parte concreta de las que lo constituían, dándole una individualidad desconocida, inédita, igual a lo que ocurre con el rostro de los payasos, que vistos en abstracto carecen en absoluto de comicidad y son, sin embargo, los rostros de gente viva cuya expresión es la más próxima a la muerte.

En alguna parte Gregorio había leído que el rostro humano tiene un número harto limitado de expresiones y hasta que el rostro de ciertos animales es más expresivo que el del hombre. Aquello, que le parecía correcto por cuanto a los rostros vivos, no lo juzgaba en igual forma por lo que hacía al de los muertos. La muerte imprime una fisonomía nueva, cambiante y extraordinaria, al ser humano; pero aún más, hace de esta fisonomía algo único, tan característico y privativo de cada persona como lo son las huellas digitales. Esto lo sabía muy bien Gregorio desde sus años de academia, cuando dedicaba largas horas al estudio de cadáveres en el anfiteatro del Hospital General.

«Sí —pensó después de considerar las facciones de Macario Mendoza—, no cabe la menor duda.» La fisonomía del hombre es un conjunto de cifras convencionales —se dijo con furia: estos pensamientos le parecían demasiado razonadores e «intelectuales»—, un conjunto de simulaciones a través de las cuales es muy difícil, cuando no imposible, descubrir la verdad interna de cada individuo, pues el rostro no es el «espejo del alma», sino el instrumento de que el hombre se vale para negar su alma, para disfrazarla, para dar de ella, voluntariamente o no, es decir, apenas tan no voluntariamente como en el caso en que la fisonomía se maneja por sí sola ante un acontecimiento inesperado, la versión que reclaman las circunstancias. No se explicaría la existencia del rostro humano, que no es otra cosa sino un instrumento de relación, sin la existencia de la sociedad —de las sociedades humanas de cualquier clase—, en la misma forma como sin la sociedad tampoco se explicaría la existencia del lenguaje articulado, aunque por lo que se refiere al rostro éste tenga muchísimo menos recursos que aquél. La fisonomía, el conjunto de las facciones, no es sino una convención social, uno de los utensilios de que el hombre dispone para convivir con sus semejantes —semejantes, es decir, seres que se le asemejan, entre otras cosas, por tener también un rostro—, y en este sentido no se puede esperar de él nada más allá de eso.

El amor, el odio, la piedad, la cólera, el desprecio, la inquietud, se expresan, sin contar otras formas, por medio del rostro, sean ciertos o no, eso no importa; pero la suma de estos sentimientos y todos aquellos que quieran agregársele, no es lo que constituye el alma, cuya compleja estructura, mutabilidad y versatilidad extraordinarias son inaprehensibles aun para el propio dueño.

«Pongamos que detrás de un rostro bello pueda ocultarse un monstruo de perversidad —Gregorio respiraba con fuerza y su frente se cubría poco a poco de sudor—, así como, al contrario, un rostro monstruoso (lo Bello y lo Feo, otras dos convenciones) disimule a un espíritu arcangélico; pero de pronto el ser perverso que tiene un rostro bello realiza un acto noble, desinteresado y grande, mientras el hombre bueno de rostro feo comete una acción vil y vergonzosa. En ambos casos el resultado ha sido justamente el que se esperaba en cada rostro; sin embargo, ni lo malo del bueno ni lo bueno del malo nos han dado una versión, siquiera aproximada, antes nada más circunstancial, inexacta, contraria y despistadora, de su verdadero espíritu.»

La explicación era bien clara para Gregorio: sólo en el rostro de un cuerpo sin alma —se decía—, sólo en el hombre que ya no es un ser social, que ya no ama, que ya no sufre, que ya no lucha; en una palabra, que ya no está obligado a condicionar las manifestaciones de su espíritu a las circunstancias cambiantes de la vida, es posible descubrir el alma verdadera. Así, para dar una versión aproximada de las almas humanas, habría que aplicar a los vivos, mediante una especie de proceso de reducción al absurdo, la medida de los muertos. «No puede ser más cierto —reafirmó Gregorio—, es absolutamente indudable.»

La dificultad en el anfiteatro consistía en que se trataba de cadáveres anónimos, los datos de cuya expresión por no tener referencia alguna con respecto a lo que en vida fueron no podían aplicarse al conocimiento de los seres vivos sino a ciegas, por medio de un procedimiento semejante al de las deducciones matemáticas y el cálculo de probabilidades, muy penoso. Aquel rasgo que en un muerto indicaba, por ejemplo, egoísmo, y que en cada uno era diferente, rasgo que, por lo demás, también en cada muerto indicaba algo completamente distinto según las condiciones peculiares del caso, sólo podía ser interpretado cuando la persona del conocimiento de cuyo espíritu se tratara, durante un segundo de verdadero descuido, lo repitiese, pero siempre y cuando tal repetición, específica de necesidad, fuera coincidente, no sólo con el rasgo peculiar que en un cadáver determinado representaba el egoísmo, sino con aquel otro rasgo neutro del rostro que al combinarse con el primero, si bien en un cadáver indicó egoísmo, en el rostro de un ser vivo indicaría, conforme al carácter de esta combinación, o sufrimiento o generosidad o amargura o un millar de otras cosas. El problema del arte.

—¡Bendito sea Dios que se murió! —oyó Gregorio que a sus espaldas musitaba quedamente Jerónimo Tépatl, el cacique de Santa Rita Laurel.

Gregorio volvió el rostro sin comprender en absoluto esas palabras. Tépatl, por su parte, repuso a la actitud atónita, un poco entontecida de Gregorio, con una mirada de abyecta complicidad. «Bendito sea Dios que se murió.» Quiso reírse y entonces Gregorio volvió la mirada con ansia rabiosa al cadáver de Macario.

Ahora Gregorio sentía hacia el semblante del muerto una atracción enfermiza y le era imposible apartarse la idea de que aquel hombre tuvo en vida el propósito de matarlo. Sin embargo luchaba por no asociar esta idea a la presencia del difunto y por no sentir, junto con los demás, que también sentirían lo mismo, esa dulzura innoble, esa emboscada sensación de triunfo dentro del corazón, que tal vez Gregorio pudiera suprimir dentro de sí de atreverse a manifestarla abiertamente, lo cual, empero, le resultaba imposible. Sin que pudiera darse cuenta se sintió derrotado en la lucha que sostenía. Era una derrota turbiamente placentera, que se infligía a sí propio en lo moral, a semejanza de cuando, por una pretendida aristocracia, tratamos de no rebajarnos al nivel de nuestros cómplices en un delito cometido en común, pero de pronto ese mismo carácter común que nos hermana en el delito, al hacernos iguales a los demás delincuentes, parece absolvernos de la individualidad y la responsabilidad de nuestro pecado, y si bien ha sido infructuosa de nuestra parte la pretensión de ser superiores, esto se compensa con el consuelo de que no somos peores ni mejores que el resto, de tal modo que así nuestra culpa termina por disiparse casi sin dejar huella alguna de remordimiento, como en el caso de las personas que participan en un linchamiento o en la violación colectiva de una mujer —más inocentemente si se quiere: en una bacanal— y pueden sentarse a la mesa rodeados de su esposa e hijos, sin que la tranquilidad de su conciencia se altere en lo más mínimo.

«Él ya no podrá matarme», se dijo entonces Gregorio con claridad, sin la menor vergüenza y como si, no obstante su rostro demacrado y los ojos febriles, su espíritu se desternillara de alegría, de satisfecho regocijo. Pero no fue tanto el asombro que le causara este cinismo crudo y sin ambages en el que con tal frecuencia e impunidad incurre el pensamiento, cuanto que su mente se detuvo a examinar, tan sólo, el hecho sin importancia, pero que sin embargo alguna muy honda tendría, de haber usado un pronombre en sustitución de esas vivas, biográficas dos palabras que eran lo que componían eso que se llamaba Macario Mendoza.

«Él ya no podrá matarme.» ¿Por qué, por qué ese pronombre enigmático, por qué ese él, en lugar de Macario Mendoza?

Sintió que su corazón palpitaba ardientemente. «Ahora todos advertirán mi agitación —se dijo— y hasta acaso piensen que soy el asesino.» Sintió una especie de desconsuelo. «Él ya no podrá matarme», se dijo nuevamente, pero con tristeza, al comprobar que la palabra él no sólo sustituía un nombre, sino una vida, y que pronunciarla era como haber suprimido esa vida por sus propias manos.

Examinó otra vez con desmesurada atención las facciones del muerto, sólo que ahora ponía en este empeño casi una especie de animal frenesí.

Pudo advertir entonces que Macario tenía las mejillas fláccidas y a un tiempo, quién sabe por qué, enérgicas. Esto se explicaba quizás porque al contrario de lo que ocurre con otros muertos, en éste los pómulos habían engrosado en una forma por demás desagradable, cual si debajo tuviese una nuez, y así, era como si la muerte abandonara las mejillas a una especie de inercia orgánica que parecía no ser del todo una renunciación, sino también una protesta, también el nacimiento de nuevos organismos, también el advenimiento de un novísimo y adverso microcosmos donde, sorda y lúgubre, operábase una cariocinesis al revés, la cariocinesis que conduce al exterminio y vuelve a cerrar el atormentador ciclo de la destrucción incesante. Una nuez bajo los pómulos. «¡Y las orejas, Dios mío! —pensó estúpidamente—. ¿Por qué de pronto tan altas, por qué de pronto tan lejos, tan atrás, casi como si estuvieran en la base del cráneo?»

«Él ya no podrá matarme», repitió, «pero evidentemente tuvo intenciones de hacerlo, aunque (y aquí Gregorio se mentía ya sin escrúpulos) sólo hasta este momento me he podido convencer de ello». Porque aquella gruesa y adiposa sotabarba que le sobresalía del inclinado mentón al cadáver de Macario Mendoza, y las dos líneas verticales que le bajaban a ambos lados de la boca, eran un signo irrecusable acerca de la adusta crueldad, de la fría deliberación homicida y de los propósitos que ese hombre tuvo en relación con Gregorio.

«¿A quién me recuerda su cara? —pensó con angustia—. ¿Dónde he visto hace tiempo estos rasgos tan particulares?» Y en seguida se dijo, engañándose a sí propio otra vez, que, en efecto, jamás quiso creer en serio, mientras Macario Mendoza vivía, que éste deseara darle muerte y que sólo hasta el minuto presente, al descubrir, como si se tratara del negativo de una placa fotográfica, el carácter anímicamente verdadero de sus rasgos, había adquirido la certeza de aquello, la certeza de la abominable criminalidad que aquella alma encerraba y que pudo hacerlo su víctima. Se sintió entonces muy bondadoso y confiado, lleno de ternura hacia su propia inocencia y pureza, sin malicia con respecto a la maldad humana, al punto de sentir hacia sí mismo compasión.

Cierto, cierto de toda certeza —ya nadie podría arrebatarle esta idea—, que nunca creyó, ni siquiera cuando ocurrieron los sucesos que así fueron interpretados por la gente, que Macario tuviese intenciones de asesinarlo, y de ahí su vergüenza no sólo por atribuirle tales propósitos sin el apoyo de una previa convicción, sino porque, ya muerto y vencido, se había gozado de su muerte sin esperar tampoco a que aparecieran las razones para ello.

Detuvo por enésima vez su examen, casi poseído por entusiasta ardor, en las dos arrugas paralelas que caían sobre los labios de Macario y en el mentón y en la sotabarba, cuyo conjunto y la verdad de cuya criminal expresión ya no eran sino una fuente de tranquilidad que reafirmaba lo justo que, hoy sí, era sentir dentro de su corazón esa dulce placidez vengativa.

«No —se dijo, ya cual una obsesión—, ni aun en los segundos que precedieron al momento en que iba a intentar mi muerte pude descubrir la elocuencia de estos rasgos. Aquéllos parecían no ser los mismos. Eran otros, disimulados en su verdadera naturaleza por la razón de todavía pertenecer a un hombre viviente, a un hombre con alma viva que estaba obligado a esconder, a falsificar esa alma con la máscara del rostro.» Pensó luego, a cada momento con mayor delectación en la idea, que en el fondo él, Gregorio, era un hombre bueno al que se podía engañar como a un niño a causa de su confianza sin límites en la buena fe de las gentes y en la bondad de todos los seres.

Las cosas aparecían con enorme claridad ante sus ojos y el recuerdo de aquel crimen fallido se transformaba, proyectándose en una nueva dimensión moral, con reconfortante limpidez y sin remordimientos.

En esa ocasión Gregorio iba de camino a Ixhuapan, a pie, cuando Macario Mendoza, a la altura de su propia casa, le salió al encuentro.

Era muy temprano y todo estaba envuelto en una niebla suave y móvil, que de pronto descubría aquí y allá objetos inesperados, una choza, una vieja carreta, un arbusto. En la atmósfera se respiraba una fragancia terrestre de zumo vegetal, de materias que parecían nacer de nuevo.

Mendoza avanzó hacia Gregorio muy tranquilamente. Bajo el ala del sombrero sus ojos parecían brillar con una sonrisa despreciativa.

—¡Hombre! —exclamó Macario después de darle los buenos días—. ¿Qué son esas cosas de no avisar a los amigos cuando sale de viaje? —el tono era como un cuchillo casi transparente de odio. (No lo percibió Gregorio entonces, pero a los dos lados de la boca aparecieron las repugnantes arrugas que hoy veía nuevamente sobre el rostro del cadáver.)

Gregorio replicó con desenvoltura, tratando de penetrar las segundas intenciones de su enemigo.

—¿Le llama usted viaje a tres leguas y media de camino? ¡Para eso no se le avisa a nadie!

La sonrisa despreciativa de los ojos de Macario se hizo más aguda.

—¿Y por qué no? ¿No mira que mi caballo está a su mandar?

Las dos líneas verticales junto a los labios se habían ahondado con rudeza y el mentón se retrajo hacia el pecho. Aquello fue como una prefiguración del actual rostro presente de Macario muerto. El odio y el crimen, sumergidos dentro de una especie de muerte anticipada y destinados a emerger con esa especie de colorante que era la muerte verdadera. El rostro, el alma, el rostro de Macario. «Pero además —pensaba Gregorio—, ¿dónde, en qué otro tiempo y otro sitio he podido yo verlo? ¿A quién se le parece?»

La voz de Ventura interrumpió de súbito el curso de sus cavilaciones.

—¿Qué te pasa? —su tono era alegre—. Parece —agregó con festiva ironía— como si nunca hubieras mirado un difunto.

Gregorio guardó silencio por un momento. Volvió a pensar, ya casi de una manera autónoma, en dónde podría haber visto antes un rostro parecido a éste de Macario Mendoza. A punto de responderse sintió de pronto que las palabras de Ventura, igual que antes las de Jerónimo Tépatl, sólo que por un cauce distinto, alteraban de golpe el carácter de sus sentimientos, hacían cambiar su derrotero, retrotrayendo su espíritu, o al menos la parte de su espíritu que estaba llamada a responder así, a esa nueva zona de adaptación donde antes que expresar regocijo o alguna clase de placentero desagravio por la muerte de Mendoza habría que ceder el sitio a una severa actitud recriminatoria.

—No se trata de ningún juego —repuso a Ventura, pálido el rostro a la luz de las antorchas—. Tendrás que explicarme quiénes se ocultan atrás de este crimen…

Estas palabras, sin embargo, no eran lo suficientemente recriminatorias a pesar de su tono severo y su aire riguroso, aunque, por lo demás, fuesen el punto de apoyo que Gregorio necesitaba.

Paralelamente, en el brevísimo segundo que separó sus palabras de la respuesta de Ventura, se produjo en su cerebro un choque milagroso en que recordaba la analogía del semblante de Macario, como si el rayo que se gestaba de antemano entre las nubes de su memoria a la búsqueda de ese sitio preciso del recuerdo donde debía caer hubiese encontrado tal sitio por fin y lo iluminase ahora con la transparente claridad de su destello. Ahora ya sabía qué le recordaba el rostro de Macario Mendoza: las mismas cejas plegadas por una enérgica arruga en lo alto de la nariz, el mismo abultamiento bilioso y chocante bajo los ojos. «¡Claro está!», se dijo al descubrir en su mente un viejo cuadro que servía a los alumnos de San Carlos para sus ejercicios de copia y que representaba un comerciante veneciano del siglo XV.

El resultado fue que una gran, vehemente, sincera cólera había logrado adueñarse ya del alma de Gregorio. Pero ahí estaba Ventura, ahí estaba ese horrible dios de un solo ojo, ese invasor de espíritus que todo lo veía.

—Sé muy bien que no es un juego —Ventura no abandonaba su aire maligno y perspicaz—. ¿Pero a poco no es mejor para ti que hayan matado a este cabrón?

Adoptó en seguida un aire misterioso y confidencial:

—Si alguien que te quiere —hizo un ligero énfasis en sus palabras—, si alguien que te quiere no le madruga, tú no tardarías ni tantito en estar estacando la zalea…

Estas palabras desarmaban a Gregorio sin que él mismo supiera la causa.

—¿No te lo dijo ña Camila muy claro —terminó Ventura sin que creyese en la actitud de Gregorio—, no te lo dijo cuando te obligó a encerrar el caballo de Mendoza en el machero, para que mejor te fueras veredeando a Ixhuapan y no tomaras por el camino real onde te esperaba la emboscada? ¿Por qué no quieres creer entonces que el Macario te quedría dar tu agua? —Ventura prorrumpió en una carcajada.

La virtud de todo esto fue que el ánimo de Gregorio, que él confiaba en mantener enérgico y eficaz, se quebrantara. «Si alguien que te quiere no le madruga…» Alguien que te quiere. Aquello implicaba una involuntaria complicidad en el crimen por parte del propio Gregorio.

—De cualquier manera —dijo con enfado, con tedio, casi con repugnancia—, mi obligación es informar de todo esto al Comité Central…

Dirigió en su torno una mirada inexpresiva. Había imaginado desde el primer momento que el asesinato de Mendoza tenía relación con su propia vida y esto le daba la verdadera clave de sus emociones, a partir del momento en que el cuerpo fue extraído del río. La clave de sus emociones y de las mentiras absurdas con que quiso ocultarlas ante sus propios ojos. Aquello era estúpido.

Algunas mujeres habían formado una cruz de ramas e intentaban hundirla en tierra, a la altura de la cabeza de Macario. Jovita había cubierto el cadáver con un sarape y unos hombres preparaban unas angarillas de bejucos para cuando llegase la ocasión de trasladar el muerto, entretanto los demás apartaban dentro de sus ayates el lote de pescado que les había correspondido.

A fuerza de sencillez, de simplicidad tranquila, aquello era muy triste.

La cruz no se sostuvo y cayó golpeando secamente la cabeza del difunto. Las mujeres la volvieron a poner en pie y la afirmaron con unas trancas.

Gregorio se internó un trecho en el monte para sentarse al pie de un árbol, en la oscuridad, otra vez rodeado de las tinieblas, solitario en medio de una tempestad de dudas. En el principio había sido el Caos, pero después la luz se hizo. Mas Gregorio no sabía si las tinieblas donde se encontraba progresarían hacia la luz o hacia una irremediable noche eterna. «Si alguien que te quiere no le madruga.» Alguien que te quiere. El hondo presentimiento de que las tinieblas apenas comenzaban sacudió trémulamente su corazón.

Entre las sombras, a través de las higueras y antorchas, hacia la orilla del río, destacábase, como un espantapájaros grotescamente fúnebre y amargo, la tosca cruz de ramas que era el último túmulo de Macario Mendoza.

«Si alguien que te quiere…»

Un olor muy característico que sintió junto a sí hizo a Gregorio estremecerse. Era nuevamente Ventura.

—Ora sí que de verdad te miro apesadumbrado —dijo en voz muy queda y a Gregorio le pareció que también en un tono conmovido, por lo que no respondió palabra.

Transcurrieron largos instantes de silencio hasta que de la cuenca del río comenzó a elevarse el coro de las preces y los alabados que entonaban las mujeres por el eterno descanso del alma del difunto. Pronto todo aquello se transformaría, de apagado murmullo, en un patético estremecimiento de religión, de amor sexual hacia la muerte, de fruición alcohólica, soledad y desesperanza.

—Dime, compañero Gregorio —dijo de súbito Ventura con sorprendente timidez—. ¿De veras tienes que informar al Comité Central de todo esto…?

Aspirábase en la atmósfera el tufo del pescado que un grupo de mujeres asaba, en los rescoldos de la lumbre, para servirles alimento a sus hombres.

Ante la pregunta, Gregorio se sintió sonreír con un aire resignado y filosófico.

—¡Naturalmente! —repuso con hueca entonación.

Pensó con fastidio en el Comité Central y en cómo sería recibido ahí su informe, igual que si se tratara del de un anarquista; peor aún, con el seguro riesgo de que lo interpretasen en el sentido de que se trataba de un «asunto personal» donde intervenía una mujer enamorada de Gregorio. En otras palabras, ni siquiera como un caso político aunque Macario era el jefe de los Guardias Blancas al servicio de los hacendados.

«Allá arriba», en el Comité Central, era imposible que comprendiesen, no por falta de honradez para ello, sino porque simplemente no podían ver las cosas a través del compacto tejido de fórmulas en que estaban envueltos; no podían razonar sino dentro de la aritmética atroz que aplicaban a la vida. Era imposible, a menos de sustituirlos a todos con gente un poco menos cadáver que ellos. La aritmética de la vida. Dos y dos son cuatro, dos y dos son cuatro, dos y dos son cuatro. Sobre todo Fidel. Sobre todo el pobre de Fidel.

Lo imaginaba perfectamente, el rostro endurecido por el amor a los principios, la mirada fulgurante y ansiosa, el dedo pulgar erecto y tenso, con la animosidad de un unicornio que se dispone a la pelea.

«Es un grave error, camaradas —diría, y ya Gregorio imaginaba cabal y certeramente sus palabras de esos momentos—, un gravísimo error, el empeño de suplantar la lucha de masas por el atentado personal. Pero —y aquí vendría la acusación deleitosa, especiosa, del seminarista rojo, que además era una de las formas que Fidel tenía de autopurificarse, igual que los inquisidores que sufrían ante la tortura de sus víctimas— el compañero Gregorio no sólo ha tenido siempre la tendencia a tolerar tal género de desviaciones y propiciar tales actos de desesperación pequeñoburguesa, sino que ahora él mismo, ni siquiera por causas políticas, sino de vida privada, ha inspirado un asesinato vulgar, sin principios…» Dos y dos son cuatro, dos y dos son cuatro, dos y dos son cuatro. El caso de Fidel tenía para Gregorio algo de fantástico, algo de casi prodigioso, aunque al mismo tiempo algo de muy abrumador y triste, como si ese hombre hubiese perdido el alma para sustituirla por un esquema de ecuaciones, por una ordenada álgebra de sentimientos estratificados dentro de un sistema frío, simple y espantoso. Habían sido amigos íntimos, pero culpa fue de la superior jerarquía política de Fidel que entre ambos se estableciera una distancia insalvable que estaba llena de palabras tales como disciplina, responsabilidad, deber, principios, rectitud, que habían creado entre los dos una atmósfera enrarecida por reticencias y convenciones donde ya no era posible la ruda franqueza ni la tranquila confianza de otros tiempos. Dos y dos son cuatro. Dos y dos.

Ventura tocó muy suavemente el hombro de Gregorio:

—Y dime, compañero Gregorio —repitió de nuevo esa forma de trato cariñoso y conmovido, con la misma asustada timidez—. ¿Te irán a dar una buena regañada…?

Otra vez Gregorio sintió en la oscuridad que sus labios sonreían con una especie de pena.

—No sólo eso —dijo—. Supongo que me ordenarán regresar a México y que seré relevado —se detuvo en este término militar como si considerase el alcance exacto que tenía—… relevado de cualquier puesto dirigente. (La aritmética. Las ecuaciones. Las fórmulas.)

Guardaron silencio durante mucho tiempo, mientras las mujeres, allá abajo en el río, cantaban las jaculatorias de difuntos.

El comienzo de las tinieblas. «Si alguien que te quiere…»

Se adivinaba un género muy particular, reticente y doloroso, de angustia, en Ventura. De pronto tomó a Gregorio de un brazo.

—Ven conmigo —le dijo en voz queda—; lo que quería decirte es que… —Ventura pareció titubear— una persona quiere hablarte.

El dios antiguo que todo lo contemplaba, que todo lo penetraba. Gregorio no se había equivocado.

Ambos se pusieron en pie y avanzaron hasta salir al camino, lejos del grupo de los pescadores. A sus espaldas poco a poco comenzó a ascender el diapasón de los cantos fúnebres.

—Ya sé quién quiere hablar conmigo —dijo Gregorio, pero más bien con tristeza, sin recriminación alguna—. Lo supe desde el principio…

En un pequeño claro del monte, junto a una vieja enramada en desuso, aguardaba una mujer. Gregorio la reconoció en seguida.

En el primer instante nadie acertó a decir palabra. La mujer, en actitud culpable, permanecía con el mentón obstinadamente clavado sobre el pecho. Su figura, quién sabe por qué, tenía algo de angélico, algo de muy puro y casto, a pesar de tratarse de una prostituta.

—Epifanía quiso decírtelo de sus propios labios —explicó el Tuerto.

La mujer levantó violentamente el rostro, con una impetuosidad entrañable, que le daba una transparencia ingrávida y dulce.

—No te vayas a enojar, Gregorio —musitó en forma apenas audible, con una desconocida voz infantil—. ¡Yo lo maté, porque si no él te mata a ti…!

Gregorio sintió latir con una fuerza extraña su corazón.

—Gracias —alcanzó apenas a exclamar, pues la mujer se había vuelto de espaldas y corría ya por el monte hasta desaparecer en un recodo.