V
Encogida sobre sí misma, los brazos sobre el pecho, cada una de las manos en el hombro contrario, la derecha aún con el sucio ramo de zempaxúchitl entre los dedos y del rostro oculto tan sólo visible la frente pálida, Julia hacía esfuerzos vanos por impedir que su cuerpo se sacudiese por los sollozos, pero esta represión, en lugar de evitarlos, acentuaba los estremecimientos del vientre, del tórax y de las rodillas, en tal forma que el ramo de zempaxúchitl se había vuelto como una desnuda raíz, un músculo herido, poco a poco tremendo y lastimoso, al que daba el llanto un impulso vibrátil incesante, un agitarse atroz donde el sufrimiento aparecía más vivo y desamparado.
Fidel, vuelto de espaldas, con los ojos fijos sobre el rodillo de la máquina de escribir, no acertaba a penetrar el significado de las palabras escritas sobre la hoja de papel, y las repetía en su mente cual un ejercicio inútil y doloroso que, por contraste, destacaba con mayor nitidez la insistente presencia de otros pensamientos desagradablemente taimados. «Materiales para el informe político al Comité Central del Partido.» Las letras eran negras y limpias sobre la hoja blanca.
Fidel pensaba que, en efecto, el sufrimiento de Julia no era falso, no podía ser falso en modo alguno, pero esto, antes que conmoverlo, le causaba una especie de amargo disgusto, de casi rabiosa contrariedad. «Materiales para el informe político…» Hay un Destino (La D mayúscula de Destino apareció muy clara aunque fugazmente en su cerebro) que cada quien, mediante una especie de selección natural voluntaria y premeditada, se otorga a sí propio, y de cuyo cumplimiento no debe permitir que nada ni nadie lo aparte, pues de lo contrario la vida perdería utilidad y significación. Era preciso barrer con cualquier obstáculo que amenazara su destino. Recordó que alguien había afirmado algo así como que el destino de cada quien siempre corresponde a su imagen y semejanza, y esta idea se le hizo de pronto muy rica y profunda, capaz de servir para la interpretación y comprensión de no importa qué casos, como el de Julia, por ejemplo, la muerte de cuya hija era un suceso muy de ella, muy suyo, muy biográficamente suyo, idéntico a Julia misma y a la misión que tenía en la vida en tanto que estaba llamada a padecer los sufrimientos de la existencia común de ambos, relevando a Fidel de esta carga y en tanto que, para servir a dichos fines mientras Fidel podía entregarse a otro género de sufrimiento, impersonal, más hondo y genérico, le estaba prohibido —«contagiar» le pareció el término más adecuado—, le estaba prohibido contagiar tal clase «inferior» de amarguras y dolores a Fidel, no obstante ser ambos los padres de la niña muerta. «Materiales para el informe político al Comité Central.»
Le vino a la memoria entonces un recuerdo que si bien antes no le causó efecto alguno, ahora le parecía irritante y tonto. Se trataba de una conversación sorprendida a bordo de un tranvía —y aquel recuerdo era tan antiguo que justamente no podía explicarse el porqué de su extraordinario regreso a la conciencia— entre dos viejas beatas pertenecientes sin duda a cualquiera de esos innumerables organismos seglares que la Iglesia organiza bajo las más diversas advocaciones divinas. Ambas mujeres vestían de negro riguroso, con un recato tan hermético y radical que se antojaba sin higiene, y sus miradas eran de tal modo huidizas que se sentía angustia al advertir sus esfuerzos por no sorprender en cuanto las rodeaba ninguna cosa que ofendiese la virtud, la santidad y la pureza, al extremo de que casi era fácil adivinar hasta qué punto increíble su imaginación secreta estaría saturada de las más audaces y monstruosas invenciones de pecado.
Alguna inquietud intensa turbaba a una de ellas, porque después de algunos rodeos se atrevió por fin a explicarse. «Pues le contaré a usted —dijo a su cofrade con la vista baja—, que estoy muy preocupada porque hoy recibí carta de mi hermano.» La otra mujer tuvo una reacción de solícita curiosidad. «El pobre está muy malo», prosiguió la primera, mientras una sombra de remordimiento enturbiaba su semblante y sus labios se contraían en un rictus híbrido de despecho y dolor. Sin duda le era en extremo fastidioso y molesto hacer esta confesión pero al mismo tiempo necesitaba de ella para absolverse. «Me dice que los médicos ya perdieron las esperanzas —dijo por último— y que no tiene sino resignarse a morir.» Esperó entonces con un silencio lleno de interés y de cálculo, pero con la actitud contrita y doliente, a que la otra mujer le contestara. Ésta lanzó un largo suspiro devoto, filosófico, trascendente, consolador. «¡Qué quiere usted! —repuso muy convencida y con inaudita tranquilidad—. ¡Así son las cosas! ¡Que muera en paz con su conciencia y Nuestro Señor le perdone sus pecados!» En el rostro de la primera beata brilló un alegre destello de feliz complacencia, y en el jovial apresuramiento con que abundó en los juicios de su compañera se transparentaba esa sensación de descanso y libertad de la persona a quien le quitan un enorme peso de encima. «¡Eso mismo! —dijo con una voz ronca, el volumen de cuya agresividad estaba en relación opuesta al riesgo en que por algunos instantes se creyó de no ser comprendida ni absuelta—. ¡Eso mismo! ¡Que muera en paz! —en igual forma podía decir: ¡qué reviente!—. ¿Qué puedo hacer yo para ayudarlo? —hizo un desdeñoso movimiento de hombros con el cual se desembarazaba del último escrúpulo—. Yo no vivo ya para otra cosa que para servir a Dios. A Él estoy entregada y no puedo distraerme de su servicio. Que el pobre de mi hermano muera en paz», insistió.
Después de esto ambas mujeres permanecieron con la actitud muy dulce y sosegada, el alma henchida del placer de que su útil y bondadosa existencia era grata a los ojos de Dios Nuestro Señor. «Materiales para el informe político al Comité Central.» ¿Por qué diablos haber recordado esta anécdota imbécil de las dos beatas? Las beatas desdeñaban el bien concreto de servir a un semejante en aras del bien abstracto de servir a Dios. Pero ¿podía haber similitud alguna con su caso? ¿Por qué demonios se le ocurrió esta tontería? «Es muy distinto —se dijo Fidel para tranquilizarse—, absolutamente diferente, sacrificar el imperativo de hacer el Bien cotidiano y concreto a pretexto de que se está al servicio de Dios, al hecho, ése sí real y doloroso, de dominar y reprimir nuestras tendencias sentimentales hacia la práctica de ese mismo Bien concreto y cotidiano, cuando no sólo no se está al servicio de un mito como el de Dios, sino ante la existencia de una causa social tangible y verdadera, a la cual es preciso entregar sin regateos todo el esfuerzo y la vida. Es absolutamente distinto.»
Satisfecho con su razonamiento ahora comprendía de súbito las palabras escritas sobre el papel —«Materiales para el informe político al Comité Central del Partido»—, y entonces pudo hacer que girase el rodillo de la máquina de escribir con un pequeño movimiento en la palanca de los espacios; para en seguida poner la palabra «Primero» bajo el encabezado.
El ruido de las siete teclas al ordenarse una tras otra se escuchó como el breve caer de un puñado de granizo, en contraste muy extraño con los sollozos de Julia, prolongados y guturales. Luego, pero con una continuidad violenta y furiosa, pudo escucharse un nuevo y más nutrido golpear de granizos en seguida de la palabra primero: «Acerca de los errores cometidos entre los trabajadores del campo. Problema del camarada Gregorio Saldivar, actualmente en Acayucan, Veracruz». He aquí el Destino. He aquí que una voluntad soberana imprimía un impulso razonado al instrumento mecánico y gracias a este impulso el carro de la Remington consumaba fielmente su misión en la vida al recorrer esa trayectoria del margen izquierdo al derecho de la hoja de papel. Todo regresaba al orden. Todo volvía a su cauce.
Ciudad Juárez no apartaba la vista, a cada momento el aire más entontecido y ausente, de la figura de Julia. En medio del cuarto, los pies fijos al suelo como con goma, el cuerpo de Ciudad Juárez oscilaba con un suave balanceo que de pronto, al poner en peligro la estabilidad del ritmo por exceso de descompensación de su diagonal, interrumpíase con un sacudimiento brusco para retomar nuevamente la elipse de su vaivén, mientras a todo esto correspondían extraordinarias gesticulaciones del rostro y el ilegible musitar de frases inconexas, las cuales, no obstante, tal vez para el propio Ciudad Juárez sí tuviesen algún significado muy hondo y lleno de elocuencia. —Lo hice porque no había más remedio —dijo sin embargo tan claramente, que el propio Fidel volvió a mirarlo con un asombro aprensivo e inquieto.
«Porque no había más remedio», repitióse a sí mismo Ciudad Juárez y esto lo hizo que se sintiera desolado y culpable. «Ahora ya lo saben —pensó— ahora pueden hacer lo que quieran conmigo, hasta expulsarme del Partido si así lo juzgan necesario.» Tuvo unos inmensos deseos de llorar, y antes de que se diese cuenta copiosas lágrimas corrían por sus mejillas hasta caer en sus labios entreabiertos, con lo cual terminó por experimentar una sensación de alivio y dulzura. Sentía dentro del alma una placidez melancólica y llena de tristeza, de la cual derivaba un enorme cariño hacia todos los seres, una convicción de que todo era bondadoso y puro, al extremo que hubiese deseado besar los pies de Julia o acariciar la frente de Fidel.
Al mirar la botella de tequila, que había vuelto a tomar en la mano, esto pareció darle la noción de una nueva realidad, porque entonces, con una presteza y desenvoltura sorprendentes se encaminó al brasero, de donde, después de haber llenado un jarro con café al que puso un chorro de tequila, regresó al lado de Julia para consumir la bebida sin que, entretanto, apartase la mirada atónita de las flores de zempaxúchitl que en la mano derecha de Julia se movían en forma tan extraña e impresionante.
Un calor salobre quemaba las pupilas de Julia, bajo las lágrimas, a través de la negrura roja, cárdena, malva, amarilla, de sus ojos cerrados. Se sentía sin cuerpo, un punto en la inmensidad oscura, casi nada más una noción incorpórea flotando en el interior de una descomunal campana neumática, una idea, la muerte de su hija, que carecía de forma, que era Julia misma, que era Julia con su cuerpo, pero sin existencia material, o más exactamente, como si se hubiese convertido ella misma en la horrible sensación de estar lejos, sola, mutilados los miembros, pulverizada hasta su extinción la caja del cuerpo para que sólo quedase esa cosa aguda que era la muerte de su hija, y a esto sin límites se redujese su ser, su ser Julia, de dolor, nada más la muerte de Bandera. Pero a medida que el sufrimiento traspuso el punto máximo de su desarrollo, aquel peso cálido que Julia sentía sobre los ojos al correr de sus lágrimas se fue independizando de la muerte de su hija para transformarse en la noción de que esos ojos y esas lágrimas existían como entidades pertenecientes a un ser humano concreto, y que ese ser concreto era ella, era Julia. «¡Qué espantoso padecer!», se dijo trémulamente, pero al reconocerlo así sentía que ese padecer se disipaba, ya no era suyo, igual que una vieja vestidura abandonada.
Sus sollozos comenzaron a atenuarse lentamente, hasta cesar por completo, y aunque esto le causara cierta vergüenza a causa de ya no sufrir, pronto aquello fue como si su alma hubiese entrado en una clara atmósfera lustral, amplia y llena de sosiego. Permaneció aún con el rostro oculto entre los brazos, mientras su pensamiento se evadía, casi en alegre fuga, a través de ensoñaciones insospechadas, contradictoriamente dulces, anhelantes, angustiosas y tranquilas, en que se mezclaban o un fugaz recuerdo infantil o la memoria de un confuso instante de dicha o la visión de un paisaje olvidado.
Julia se veía dos años antes, en Jalapa, cuando trabajaba como estenógrafa en la oficina de la fábrica de San Bruno. Aquello era primeramente un olor a naranjas, a un tiempo acre y aromático, que se unía en seguida al recuerdo de las propias naranjas, redondas y relucientes, que colgaban por encima de las empalizadas de las huertas, en las callejuelas que conducían a la carretera de San Bruno. Al lado de esto la imagen de un chiquillo —quién sabe por qué el chiquillo, pero ahora mucho más cómico, mucho más cómico hasta provocar en Julia, no obstante la muerte de Bandera, una sonrisa— que caía a sus pies, como un chicozapote maduro, con exactitud un chicozapote blando y sin ruido, desde la copa del árbol donde robaba fruta, en plena banqueta, y al mirar a Julia echaba a correr con el atolondrado susto de un conejo para perderse a la vuelta de una esquina. Después el paso a nivel de la carretera; una vendedora de manzanas cimarronas y el cielo, a veces azul —la delicia de gozarlo, azul intenso y maravilloso por las tardes, en el Paseo de los Berros (y aquí, inopinadamente, un ingrato recuerdo que se apresuró a suprimir)—, o a veces gris, taimado y lluvioso hasta desesperar, para que, por último, con todos estos fragmentos de cielo, de naranjas, de aromas, la memoria de Julia terminara por establecer con todos sus detalles la composición de lugar de aquel periodo de su vida, de hacía dos años, antes que Fidel la trajera consigo a la ciudad de México.
San Bruno era una poblacioncita obrera en las inmediaciones de Jalapa. En torno del viejo y feo edificio de la fábrica textil se agrupaban las viviendas de los trabajadores, pequeñas, blancas y de rojos tejados, formando una calle que no iba muy lejos, sino que se interrumpía en el paso a nivel del ferrocarril Interoceánico, por el rumbo de la ciudad, y por el opuesto, hacia la fábrica, terminaba en una modesta presa de cemento a la que el Sindicato de Trabajadores bautizara con el nombre de Carlos Marx.
Desde el incómodo pupitre donde realizaba complicadas operaciones en el despacho de la negociación —antropomórficamente se había personalizado de tal modo a esta oficina de muebles viejos y polvorientos escritorios, hasta el extremo de atribuirle capacidades de acción y pensamiento como las de un ser humano, que las gentes no reparaban en ese principio de la elaboración de los mitos religiosos en que incurrían al decir «el despacho ordena esto» o «el despacho ha resuelto tal cosa», cuando se trataba de alguna disposición de los patronos relativa a la marcha de la fábrica—, a través de una ventana con rejas, se le mostraba todos los días a Julia, excepto los domingos, que era el día de descanso, la perspectiva de un trozo de la calle, a un lado, con la escuela primaria en un primer término, y al otro la limpia y pequeña presa sobre cuya espejeante superficie reverberaba en agudos reflejos la luz del sol.
Antes de las diez, aunque en ocasiones se alterase tal regularidad, escuchábase, largo y trémulo, el silbato del tren a su paso por Las Vigas («¿Las Vigas o Banderilla?»), última estación donde hacía breve escala para seguir a Jalapa, y en seguida, profundo y ronco, como por debajo de la tierra, el afanoso jadear de la locomotora que continuaba vibrando por distintos rumbos y con distintas intensidades, hasta escucharse finalmente el estrépito de sus ruedas que transformaba la monotonía de su registro anterior para pasar a otro más suave y cóncavo, en el instante en que el convoy trasponía el cruce de la carretera.
Al calor de este recuerdo Julia se retrajo más sobre sí misma, oprimiéndose el cuerpo con los brazos. Escuchó muy lejos, tan oportunamente como si al irrumpir en el campo de sus imágenes las ilustrara con lo mágico de su presencia real, el quejumbroso y doliente silbato de una locomotora que era casi la misma de su evocación. Julia pensó en los viajeros de este tren, todos pobres y tristes, todos en busca de una esperanza, de un ideal ilusorio del cual intentarían extraer la burlona y pérfida sustancia de la vida. Hombres y mujeres y niños, cayéndose de sueño en algún atiborrado vagón de segunda clase, listos a perderse en la distancia incógnita con sus maletas sucias y sus bultos inverosímiles. Pero éste no era el silbato de la locomotora de San Bruno. Éste no, Dios mío. Julia estaba ahí, junto a su hija muerta, ahí, con Fidel y Bandera al otro lado de sus párpados, en la oscura, solitaria habitación. ¿Por qué, entonces, aquellas remembranzas? ¿Por qué —pensó con un miedo vago— ese furtivo roce de su memoria con las impresiones de lo que aconteció en aquella casa del Paseo de los Berros?
Algo trataba de extraer de sus recuerdos, alguna fuerza de convicción («Sí, ahora lo comprendo —se dijo inopinadamente con respecto a Fidel—, ahora me doy cuenta sin lugar a dudas.») que sería la fuerza que le permitiera despreciar a ese hombre sin incurrir en injusticia.
Lo que la trastornaba era ese silencio de Fidel, a lo largo de tanto tiempo, ese silencio que ella creía lleno de acusaciones; ese modo hermético de torturarla con una monstruosa sospecha interior que jamás se había expresado en palabras sino sólo por medio de sus actitudes y de su horripilante conducta de hielo; sí, Julia estaba convencida. No desde los últimos días sino desde el primero, desde aquella absurda primera mañana en que trabaron conocimiento y, después de no importa qué charla sin sentido, Fidel le hizo preguntas con un aire glacial e indiferente —hoy el recuerdo era vivísimo hasta el odio— acerca de Santos Pérez, para que terminase con aquellas palabras que a ella entonces la hicieron admirarlo y quererlo por lo generosas: «No tiene la menor importancia; lo esencial es creer en nuestra pureza y entregarnos uno al otro sin reservas», palabras que, según Julia, a la postre habían resultado una mentira abominable. Porque Julia podía interpretar ahora su pasado con los reveladores signos del presente, y si comparaba los gestos, las miradas, las intenciones, las actitudes del Fidel de las últimas veinticuatro horas, con las actitudes, intenciones, miradas y gestos del Fidel de un año y medio atrás, salía a flote una hiriente verdad que en todo tiempo se mantuvo cuidadosamente escondida, pero a la que una poderosa y brutal circunstancia como la muerte de Bandera desenmascaraba sin ningún género de duda en la misma forma en que el virus de una enfermedad aparece en la célula al contacto del reactivo adecuado. «Lo esencial es creer en nuestra pureza y entregarnos uno al otro sin reservas», había dicho Fidel cuando le propuso matrimonio. ¡Cuánto candor, cuánta ingenuidad transparente e infantil creyó entonces Julia descubrir en estas palabras!
Ella no había vuelto a saber de Santos Pérez desde la época en que estudiaron juntos en una escuela nocturna y hubo entre ambos algo muy semejante a un noviazgo, hasta que, dos meses antes de los acontecimientos, se volvieron a encontrar y se reanudó ese mismo tipo de relaciones, aunque la forma en que tales relaciones culminaron —en esto Julia trataba de engañarse pero de una manera tan espontánea y tan obvia que el fenómeno le pasaba inadvertido—, no sólo fue una sorpresa para ella, sino algo imprevisto y fulminante que ya había ocurrido antes de darse cuenta siquiera.
Esa mañana serían aproximadamente las once. Julia se sentía presa de una inquietud singular, mezcla de cólera consigo misma, temor, resentimiento e impotencia, cuyo origen, sin embargo, a pesar de que sabía cuál era, se negaba obstinadamente a reconocer.
Desde el interior de la oficina Julia miraba el paisaje a través de la ventana, mientras la obsedían, en torno al nombre de Santos Pérez, que le era imposible arrancarse de la cabeza, las ideas más torturantes.
Por encima de los tejados, como a través de un vidrio de transparencia defectuosa, hacia el tupido monte que se extendía en derredor, el aire cálido del trópico distorsionaba las líneas de las palmeras, de los platanares y de los papayos, y más allá, como si imprimiese a todo el contorno del paisaje una delicada flexión oscilatoria, hacía vibrar el volumen alegre y colorido de los naranjos cuyos vivos brotes se combinaban, en disparejos intervalos, con la más caprichosa gama de verdes que pueda imaginarse. La calma del ambiente era profunda, impregnada de sopor y de pereza, y aun el ruido de las máquinas dentro de la fábrica reforzaba esa atonía y ese quebrantamiento de la voluntad cual ocurre con el monótono zumbar de un insecto que aumenta la sensación de abrumadora languidez e imposibilidad de hacer nada durante una mañana de mucho sol en el campo.
Julia trataba de rebelarse contra la voluptuosidad del ambiente, que era como la excitación sutil y seductoramente tramposa de un deseo que ya no abandonaría su alerta vigilia, desde que se despertó del neutro sueño de ignorancia donde estuvo. Después de lo que sucedió la noche anterior, todo lo que se relacionara, por más remota que fuese la analogía, con ese recuerdo, la hacía sufrir, casi llorar de rabia y amargura. No porque lo lamentase, sin embargo de sus aspectos brutales, iracundos y llenos de desconsideración —pues en fin de cuentas así había sido desde la primera pareja humana, desde la primer pareja de sucios monos—, sino porque simplemente tenía miedo de que Santos Pérez fuese a defraudarla, a dejarla ahí, tirada, como a todas las mujeres.
Durante esa mañana Julia se repitió varias veces, sin estar convencida, que era una tonta, una verdadera tonta, mas lo que la irritaba en el fondo («¿Por qué demonios lo hice?», se decía sin que esto implicara no obstante el menor arrepentimiento) era el peligro de que en realidad se le tomase así —como una tonta irremediable— en el caso de que Santos se desentendiera de lo sucedido, como bien podía ocurrir.
«¿Por qué, Dios mío, por qué lo hice?», decíase mientras daba grandes paseos a lo largo de la oficina, «¿por qué permitiste que lo hiciera, Dios mío?», y en esta última fórmula, hasta la que había evolucionado el anterior exabrupto de «¿por qué demonios lo hice?» (la trasmutación del demonio en divinidad), que se acogía a lo ineluctable de que Dios no se hubiese dignado interponer su influencia para impedir el acontecimiento, encontró Julia de pronto tal consuelo que se detuvo en mitad del cuarto con la compasiva sensación de ser una víctima conmovedoramente desdichada, una víctima de Dios.
En su defensa contra un remordimiento de todos modos improbable, contaba además con los recursos necesarios para generalizar su caso a la existencia entera, a las bases mismas del mundo, y estos recursos se expresaron en una frase extraordinaria de la cual su vehemente y amarga convicción de tener la justicia y la verdad de su lado no le permitía admitir que fuese un simple escape destinado a compensar las dudas de su conducta:
—¿Si no será la vida nada más un engaño? —dijo en voz queda, quebrada y doliente—. ¿Si no será una constante estafa?
Entonces se sintió muy tranquila y serena y sus labios se entreabrieron en una diáfana sonrisa. «No tengo nada, de qué arrepentirme», dijo para sus adentros, tan segura, limpia y solemne como si todo hubiera sido un sueño.
De súbito el silbato de la fábrica lanzó al aire cuatro toques de alarma. Las mujeres de los trabajadores salieron de lo más profundo de sus viviendas, y en un instante la calle se llenó de gente inquieta y angustiada cuyos ojos no querían apartarse del viejo portón de San Bruno, en espera de algo singular y tal vez terrible.
Cuando Julia bajó —no sin angustia y miedo—, ya todos los obreros habían abandonado el interior de la fábrica y rodeaban a un orador que los instruía en el sentido de concentrarse en el salón de actos para celebrar una asamblea urgente con motivo de graves asuntos.
El salón de sesiones, mitad teatro y mitad cancha de basquetbol, estaba lleno de obreros con sus blusas de trabajo cubiertas por tamo de algodón. Los rostros fatigados mostraban una alegre curiosidad y la satisfacción de que, aparte la importancia o la falta de importancia de los asuntos que la asamblea tratase, aquél era un buen momento de holgar y hacerse bromas con los amigos, cuando menos hasta que el Comité Ejecutivo apareciera. Casi todos los presentes llevaban al cuello un pañuelo encarnado para distinguirse, pues en San Bruno los trabajadores eran «rojos» mientras en otras fábricas de Jalapa, controladas por líderes reformistas, los sindicatos eran «amarillos».
Julia tomó asiento en las primeras filas.
El presidente de debates, un veterano trabajador textil de grandes bigotes y aire patriarcal, indicó a Fidel —que era entonces para Julia apenas algo más que un desconocido— que tomara la palabra. Julia examinó a Fidel con una atención desinteresada y casi indiferente, pero deteniéndose a juzgar su estatura mediana, sus ojos oblicuos, sus pómulos salientes, sus labios trémulos y aquella tez pálida y enfermiza que la hizo de pronto sentir lástima.
Los acontecimientos eran graves, en efecto. Desde tiempo atrás existía una sorda y en veces sangrienta pugna entre los sindicatos de San Bruno y El Dique, las dos fábricas textiles de la localidad, a causa de ser «rojo» el primero y «amarillo» el segundo. Los trabajadores de San Bruno habían hecho esfuerzos por fraternizar con los de El Dique y ahora, en vísperas de la celebración de un pacto de ayuda mutua, resultaba que durante la madrugada de ese día había sido muerto uno de sus líderes.
—La maniobra de provocación —explicó Fidel ante la asamblea— no puede ser más evidente. Por un lado se trata de sabotear el pacto de ayuda mutua que íbamos a firmar con El Dique, y por otro se trata de culparnos del crimen para acusar a nuestro sindicato de terrorismo. La verdad es que Santos Pérez fue asesinado por los propios amarillos.
Escuchar el nombre de Santos Pérez como el del líder muerto fue para Julia algo semejante a caer en un remolino inverosímil, en medio de un torrente que la arrastraba al fondo de una sima donde no era posible ni pensar, ni sentir, ni expresarse. Una negra sima de aniquilamiento, pero donde al mismo tiempo, monstruosamente si se quiere, Julia encontraba la dolorosa satisfacción de no haber perdido a Santos y de haber recobrado —ahora que él ya no podría engañarla, ahora que su pasado sin posible futuro sólo le pertenecía a ella— la imaginaria verdad de que el amor de Santos fue verdadero y leal. En esos momentos lo deseaba con todas las fuerzas de su vida, con toda la ansiedad de su cuerpo palpitante y nostálgico.
—¿A qué hora de la madrugada lo mataron? —preguntó un obrero de cara muy ancha y asimétrica—. A las tres —oyó Julia como en un sueño que repuso una voz ambigua. A las tres. Dentro del negro remolino lo único claro eran esas palabras. A las tres. El odioso obrero de cara asimétrica. A las tres. Apenas salido de sus brazos. «Entonces lo mataron —se dijo Julia— una hora más tarde. Una hora…»
Aquello era para Julia como una revolución interna a la luz de la cual las cosas aparecían en su verdadero sitio, con un significado muy opuesto al que quiso darles en un principio. «Lo cierto es —pensó con orgullo, con placer y hasta con un sentido muy elevado de su propia generosidad amorosa— que anoche yo misma fui la que hizo todo lo posible para que él comprendiera que quería entregármele.»
Este «todo lo posible» encerraba un casi escalofriante mundo de secretos detalles, de besos, de caricias, de situaciones inesperadas y de audaces actitudes, insospechables bajo la apariencia de no importa qué mujer. Sin embargo, ahora Julia no pudo recordar, gracias a la sorprendente convicción de que sus palabras ulteriores eran lo más honrado y verdadero, que no fue ese «todo lo posible» lo que confesó a Fidel cuando ambos —para mayor claridad y limpieza de sus relaciones— trataron del problema, sino que, por el contrario, ella había hecho grandes esfuerzos, bajo el disfraz del más convincente de los desenfados, por reducir a la insignificancia las cosas y aun había añadido —sin que creyese traicionar tampoco la memoria de Santos—, con esa vaguedad de palabras al amparo de cuyo pretendido pudor prosperan tan eficazmente como veraces tal tipo de confesiones, que aquello había sido «algo tan absurdo, desagradable y tan no sé cómo decirte», que lo mejor era olvidar para siempre el suceso. En fin, de todos modos había sido para Julia un cambio de valores, pero un cambio que por extraña paradoja le causaba alegría, no obstante originarse en la muerte de Santos Pérez, haciéndola aceptar como lógico —en virtud de una paradoja todavía más extraña— quince días más tarde —quince, ya que el tiempo no es una noción ética— su casamiento con Fidel.
Le había causado una gran sorpresa la proposición matrimonial de Fidel, pero poco a poco se repuso. Era muy verosímil aquello de estar enamorado de ella desde el principio. Cierto. (¿Por qué si no esa forma insistente de mirarla y esos encuentros en la carretera al parecer ocasionales?) Y también aquello de que antes no se había atrevido a confesarle nada por el escrúpulo de no interferir con Santos Pérez, pero sobre todo por creer que ella, en realidad, quería a Santos Pérez verdaderamente. «¿Era cierto?», había preguntado Fidel. Julia se sintió muy turbada ante esta pregunta. ¿Debía o no decirle la verdad? ¿Era necesario? ¿Y si con decirle la verdad lo único que obtendría era alejarlo o crearle mil reservas tontas? Escogió entonces un camino intermedio, pero que tuvo la virtud de parecerle tan valientemente honrado que la hizo crecer ante sus propios ojos. «Creo que sí», le dijo, «pero eso es ya tan sólo un recuerdo… que procuraré olvidar con tu ayuda, si tú sabes comprenderme, si tú sabes entender mi espíritu…». Pero le faltaba aún otra prueba. «¿Tuvieron relaciones sexuales?», preguntó tímida, ansiosa y aprensivamente Fidel. En la forma en que Fidel hizo esta pregunta Julia creyó advertir la súplica de una negativa. (Con cuánto placer hubiera dicho que no, y cuán odioso se le hacía hoy el hecho de que Fidel se lo hubiese preguntado.)
«No es que tenga un interés especial —prosiguió Fidel— en saber lo ocurrido entre tú y Santos Pérez, pero en todo caso preferiría saberlo de tus propios labios.» Aun en aquel entonces Julia apretó los dientes de rabia. «Y todavía ha de ser tan estúpido —se dijo— que sin duda esperará conocer todos los detalles. ¡Por Dios, que no pregunte más!» Sin embargo, la actitud de Julia no correspondió a estos pensamientos. Miró directamente a Fidel y en sus pupilas se produjo, sin que ella lo invocara, el milagro gratuito de una llama de pureza, de sinceridad inaudita. «Sí —replicó en voz muy queda, tranquila, con la cual parecía entregar el alma entera—, sí, Santos y yo tuvimos esas relaciones. ¿Quieres saber más?».
Al recordar esas cosas, Julia se sentía tremante de santa cólera. ¿Qué más esperaba Fidel de ella? ¿Por qué, entonces, no había comprendido las cosas? ¿Por qué no habría creído en sus palabras aunque éstas no fueran completa, rigurosamente ciertas? ¿Qué culpa tenía ella de que las relaciones humanas fueran tan imperfectas y equívocas?
Permanecía aún con la cabeza entre los brazos y el ramo de zempaxúchitl sujeto con furia en la mano. Había encontrado por fin lo que buscaba. Había logrado obtener ese sentido de justicia con cuyo auxilio abandonaría a Fidel sin el menor remordimiento. «Gracias, Dios mío —se dijo con una sensación de descanso dentro del alma—, porque las cosas son ya muy claras para mí. Fidel no ha tenido nunca la superioridad de espíritu necesaria para olvidarse de lo que sucedió y aún hoy —agregó con los dientes apretados sin darse cuenta de lo monstruoso de la calumnia—, aún hoy está seguro de que Bandera es hija de Santos Pérez.»
Pudo entonces sentir libremente un hermoso odio infinito.
Sentado sobre un pequeño trozo de madera, Ciudad Juárez se mecía suavemente, con una tonta sonrisa alcohólica dibujada en los labios, mientras Fidel continuaba escribiendo en la máquina. Parecía que todos se hubiesen olvidado de la presencia del cadáver de Bandera.
De pronto se interrumpió Fidel volviéndose ligeramente.
—¿Quieres darme otra vela? —le pidió a Julia—. Porque ésta de aquí está por terminarse…
Julia no se movió de su sitio, ante la dolorosa extrañeza de Fidel, por cuya mente cruzó una sombra de amargo presentimiento. El hecho de que Julia se sublevara en esa forma hizo que la sintiera verdaderamente lejana y perdida, al mismo tiempo que como el ser que más amaba en la existencia; pero en lugar de pronunciar la menor queja se dirigió al trastero igual que un autómata y tomó la vela que Julia no quiso darle. «Julia, Julia, Julia», se dijo con desesperación, mas procuró serenarse y concentrar todas las fuerzas de su mente en el trabajo.
Leyó lo que había escrito: «Problema del camarada Gregorio Saldívar, actualmente en Acayucan, Veracruz». Pero era imposible. Aquella actitud de Julia lo había alterado y su cerebro se negaba a disciplinarse. «Sin embargo, ¿por qué dar una importancia tan grande a estas cosas?», se dijo con amargura. «Nada es eterno, todo cambia, todo se transforma», añadió más romántica que estoicamente. Sería de un sentimentalismo tonto creer en la duración permanente del cariño. Ése era asunto para las novelas de folletín. No obstante le dolía en carne viva la idea de perder a Julia. «Problema del camarada Gregorio Saldívar», volvió a leer.
En su mente incidían, como en un abstruso rompecabezas, las conjeturas, las ideas y recuerdos más disímbolos. «Julia ha dejado de amarme», exclamó para sí de pronto pero sin aceptar del todo la idea, y entonces estableció una serie de inquietantes asociaciones entre sucesos que tenían que ver con Gregorio —por estar mirando ahí escrito su nombre en el papel— y con Julia, por su negativa a obedecerlo; de tal modo que de esa negativa, asociada al presentimiento de que Julia lo hubiera dejado de amar, nacía una amarga concomitancia —que era la forma del miedo a que Julia y él llegasen a encontrarse en una situación parecida— con un penoso conflicto doméstico en el cual figuraba Rebeca, en otro tiempo la mujer de Bautista. Un conflicto absurdo, estúpido: Rebeca se había acostado con Gregorio.
Experimentó una terrible alarma al imaginar que en esos momentos su rostro reflejara la misma expresión que aquella vez el rostro de Bautista, con los labios temblorosos y la mirada patética, ridículamente triste. Las palabras de Bautista habían salido en aquella ocasión como de un gramófono lejano y muy antiguo con un tono débil y chillante, de involuntaria pero también inevitable lacrimosidad, que hubiera sido para reírse de no ser el mismo tono de voz con que se habla de un hijo muerto. «Si los compañeros Gregorio y Rebeca lo hicieron por amor —fueron sus palabras— yo no tengo ningún empeño en ser un obstáculo entre ellos, pues la consecuencia lógica sería entonces que continuaran sus relaciones —había clavado los ojos en su mujer como si la acariciara con la tristeza más grande del mundo—; la camarada Rebeca está en completa libertad de escoger.» Una pausa larga y vacía, en que hubo un silencio espantoso. «Ahora que si los compañeros —Bautista se pasó un gigantesco trago de saliva—, si los compañeros Gregorio y Rebeca lo hicieron por divertirse —el verbo divertirse había resultado singularmente trágico—, yo quiero decir aquí, con toda honradez, que Rebeca puede estar segura que sabré olvidar y en adelante nada turbará la tranquilidad de nuestra vida.» Fidel recordaba la escena con una especie de calosfrío. Se había sentido perplejo. Él también supo olvidar a su tiempo el asunto de Santos Pérez y lo hizo con rectitud absoluta, sin ningún resabio. Aguardó con ansiedad la respuesta que tendrían las palabras de Bautista y se quedó, entretanto, con la mirada agresivamente fija sobre Gregorio. «¡Claro! —había pensado de él—. Tú no dirás una palabra, maldito intelectual de los diablos; tú harás una frase filosófica, algún sistema, y si a ella se le ocurre decir que te quiere, te sentirás un hombre de honor que debe casarse aunque al acostarse contigo te haya engañado diciéndote que ya no era mujer de Bautista.» Rebeca fue la que habló pero con palabras muy diferentes a las que Fidel suponía. Éste se sorprendió mucho con el detalle de que jamás había contemplado un destello tan fiero, tan iracundo, como el que relampagueó en la mirada de esa mujer. «Si ustedes han organizado este melodrama —dijo Rebeca con rabioso aplomo— a propósito de avergonzarme, se equivocan por completo. No tengo de qué avergonzarme —agregó con la vehemencia de quien es víctima de un error judicial que la llevara injustamente al cadalso—; Bautista tenía seis largos meses de ausencia —su tono se hizo ligeramente íntimo, casi ligeramente insinuante—, y una también es un ser humano, ¡qué caray! Son cosas muy naturales. Si Bautista lo entiende así, yo no tengo inconveniente, porque lo quiero, en que continuemos nuestra misma vida de siempre.»
Había dicho: «Porque lo quiero». Porque lo quiero. ¿Podrían llegar Fidel y Julia a encontrarse en una situación de igual naturaleza? ¿En una abominable situación de «porque lo quiero» y de «seis largos meses de ausencia»? Intentó seguir leyendo en la hoja de papel, y al advertir que la vela temblaba la despabiló meticulosamente, pero sin darse cuenta de lo que hacía.
«Problema del camarada Gregorio Saldívar, actualmente en Acayucan.» Pausa. Rebeca. Julia. Porque lo quiero. Seis largos meses de ausencia. Leyó: «… este camarada fue enviado a la región de Acayucan con el propósito de organizar a los campesinos». Se agregaba ahí que Gregorio no comprendía la política del Partido, que sus defectos eran los de un intelectual pequeñoburgués y que, en términos generales, «abrigaba la propensión a forjar teorías por su cuenta, con grave peligro para la pureza de la doctrina y la claridad de los principios».
La lectura de este párrafo tuvo un efecto sedante y placentero sobre el ánimo de Fidel. «Muy justo, muy justo», se dijo con una idea más que satisfactoria con respecto a su propia persona. «Hay un destino que cada quien otorga a su vida y del que no debe permitir que se le aparte.» Gregorio no sabía darse ese destino. Era un intelectual, un lamentable intelectual agobiado por las dudas y la incertidumbre. «Un intelectual típico», exclamó Fidel con la más rotunda de las convicciones y encogiéndose de hombros.
Recordaba cuando se conocieron, en circunstancias por demás originales. Fue después de un mitin, en la Plaza de Santo Domingo, que la policía disolvió a fuerza de garrotazos y gases lacrimógenos.
Fidel había sido el último orador y se las ingenió como pudo para escapar, a través de las calles más transitadas y que ofrecían por ello oportunidad mejor de perderse entre la multitud. Pudo advertir, sin embargo, que la figura gallarda y bien proporcionada de un hombre con un bulto bajo el brazo lo seguía con insistencia.
Fidel procuró escabullirse hasta que pudo entrar a un café de chinos donde se sintió a salvo de aquel individuo.
Se sentó ante una mesa en uno de los ángulos del establecimiento desde los cuales se dominaba la calle. Por encima de la caja registradora, tras de la cual veíase la figura de un viejo chino anémico y de triste aspecto, colgaba en la pared un calendario con un gracioso cromo en el cual se veía a una mujercita pequeña, semidesnuda, de cuerpo sonrosado y de una sonrisa a la par ingenua y aquiescente, en medio de almendros en flor. Junto al calendario otro cromo mostraba una escena del ataque de la flota japonesa al puerto de Hong Kong, y las figuras de los oficiales que defendían la plaza estaban marcadas con una cifra rodeada por un círculo, sin duda para indicar sus nombres al pie del grabado, en el cuadro que se destinaba para ello y donde a cada cifra correspondían unos signos abstrusos e inexplicables. En la parte superior del cromo, dentro de un óvalo, Fidel reconoció las figuras del doctor Sun Yat-sen y del generalísimo Chang Kai-chek.
Pero he aquí que de pronto reapareció su perseguidor. Vestía un traje viejo y lustroso y en lugar de corbata llevaba al cuello un lazo negro anudado con mucho descuido. Su aspecto no era el de un policía y Fidel se tranquilizó inmediatamente.
El hombre se dirigió a Fidel sin vacilaciones y tomó asiento en la silla de enfrente después de haber colocado sobre la mesa el bulto que llevaba.
—Perdóneme —dijo con mucha desenvoltura—, pero creo que es usted a quien debo devolver esto —y señalaba el bulto—; me lo dio a guardar una muchacha segundos antes de que la aprehendiera la policía.
Fidel miró el paquete con inquietud, reconociendo, gracias al papel en que estaba envuelto, uno de los paquetes de propaganda que se habían destinado para el mitin de Santo Domingo.
—Puede confiar en mí —agregó el desconocido—, no pertenezco a la policía. Soy estudiante de pintura y me llamo Gregorio Saldívar.
Fidel lo consideró atentamente y a cada momento con más inquietud. —¿Qué señas tenía la muchacha? —preguntó—. Gregorio hizo una descripción en detalle agregando que la muchacha llevaba un suéter «con franjas sepia, café oscuro y rojo». Fidel tuvo un estremecimiento de desagrado y contrariedad. —¿Está seguro de que fue detenida? —preguntó ansiosamente, y después de la respuesta de Gregorio permaneció callado durante largos instantes. «Entonces es Julia —pensó preocupado—, pero lo idiota es que la pongan presa en las condiciones en que está, con tres meses de embarazo.»
Quiso despedir de la mejor manera posible a Gregorio, pero éste no daba indicios de querer retirarse. —En realidad —confesó Gregorio— hace mucho tiempo que ando tras de ustedes, sin poderlos localizar. Lo que deseo es ingresar al Partido Comunista. Estoy seguro que usted podrá ayudarme.
Se enfrascaron en una larga discusión de orden teórico, y a Fidel le causó una impresión muy viva el caudal de conocimientos de Gregorio, y aún hoy no olvidaba las opiniones que en aquel entonces expuso.
—Considero que usted parte de una confusión extraordinaria —le había dicho Gregorio a cierta altura de la polémica, pues el arranque de su amistad, como más tarde el trato que los mantuvo unidos, no obstante la diversidad de puntos de vista, tuvo su origen en la polémica de aquella noche y en la insistencia con que tan a menudo volvían a revivirla cada vez que se presentaba la oportunidad.
—Una confusión —proseguía Gregorio— que puede llevarlo a la tiranía o al suicidio.
Para ocultar su alarma, Fidel esbozó una lamentablemente falsa sonrisa de superioridad, como si las palabras de Gregorio no pudieran alcanzarlo, pero en el fondo con miedo de que aquél tuviera razón.
En lo alto del muro la china desnuda sonreía con su gracia incitante.
—Porque usted —prosiguió Gregorio entonces— tiene una imagen acabada, concluida, casi se diría perfecta, del hombre. Se ha encariñado usted con esa imagen y no la cambiaría por nada del mundo. Es más, si se le arrebatara, usted consideraría que su vida ha perdido toda la razón de vivirse. Eso es maravilloso y digno de los mejores aplausos. Pero se olvida de que ese hombre en el que usted cree y por el cual lucha sin descanso (y no sin romanticismo también, es preciso que lo reconozca) no es otra cosa que un hombre aún no comprobado por la experiencia, sino apenas un hombre construido en el laboratorio, con la ayuda de no sé qué probetas, matraces y astrolabios filosóficos, sociológicos y demás.
El cuerpo sonrosado de la china parecía tener una frescura sedante y perfumada bajo la tibia sombra de los almendros y los ojos del doctor Sun eran a cada momento más inteligentes y llenos de bondad.
—Es decir —continuaba Gregorio su exposición—, usted ha reunido todos esos datos históricos, biológicos, sociales, evolutivos, atávicos, digamos también éticos (y si no los ha reunido sabe que existen sin duda alguna), de los que puede deducirse con la aproximación más honrada posible lo que es el hombre, a semejanza como los astrónomos, por medio de deducciones matemáticas, pueden establecer la existencia de un planeta que por lo pronto no será visible con ninguna clase de aparatos sino tan sólo por medio del conocimiento puro.
Gregorio se había echado hacia atrás en su silla, para juzgar el efecto de sus palabras.
—Pero —añadía con aire maligno—, en tanto que usted conoce al hombre, ignora casi en absoluto lo que son los hombres vivos que lo rodean, y pretende entonces manejarlos como entidades abstractas, sin sangre, sin pasiones, sin testículos, sin semen. Si usted llegase a obtener el poder, ¡y Dios nos libre de ello!, se convertirá en un tirano espantoso, y si, por otra parte, llegase a mirar a los hombres un poquito más humanamente, terminaría, a mi juicio con muy buen criterio, por pegarse un tiro.
Todo este discurso de Gregorio había sido la réplica a una sola frase de Fidel: —No me importan los problemas de la moral individual —fueron sus palabras—, en tanto no constituyan un obstáculo para llegar al fin. Los hombres pueden ser todo lo miserable, ruin y bajo que usted quiera, pero —y esto lo había dicho sin gran convicción— ya dejarán de serlo cuando se transforme la sociedad.
Después del discurso de Gregorio, Fidel buscaba el argumento eficaz para refutarlo, pero no podía acertar con los conceptos.
—De cualquier manera —dijo débilmente—, aunque ese planeta del que usted habla sólo pueda percibirse por medio del conocimiento puro, si una clase de tal conocimiento existe, usted no podrá negar que el planeta en cuestión tiene un sitio preciso en el espacio.
Gregorio se encogió de hombros. —Da igual —dijo por toda respuesta.
La discusión había terminado a las tres de la mañana, en una esquina, después de que horas antes los habían corrido del café.
«Un intelectual típico», dijo nuevamente Fidel a tiempo que sacaba la hoja de la máquina de escribir para leerla con detenimiento.
Julia levantó el rostro de entre sus brazos y al mirarse el ramo de zempaxúchitl en una mano se lo ofreció a Ciudad Juárez con un ademán triste.
—¡Pónselo a la niña en el pecho! —le suplicó con voz doliente.
Después de obedecer y como si sólo hubiese esperado este momento de la reacción de Julia, Ciudad Juárez se acomodó en un rincón y al poco tiempo dormía con un sueño plácido y feliz.
Fidel se volvió hacia Julia después de girar en redondo sobre su silla.
—¿Te sientes en condiciones de ayudarme? —le preguntó—. Te quiero dictar una carta para Gregorio ordenándole que regrese inmediatamente de Acayucan…
—Sí —musitó Julia—, pero antes quiero que hablemos —y tomó una silla para sentarse frente por frente de Fidel.
Éste la miró con gran extrañeza al mismo tiempo que con una especie de terror.
—¿De qué se trata?
Julia hizo una mueca indeterminada.
—De nosotros dos —repuso en un tono muy triste—. He resuelto que nos separemos para siempre. Creo —su voz pareció vacilar—, creo que he dejado de quererte…
Fidel nunca había sentido nada como aquello. «La misma cara que Bautista», pensó de su propio rostro, «cuando el asunto de su mujer». Sentía un latir furioso del corazón y al mismo tiempo un enorme frío en las extremidades, acompañado de la seguridad de que sus ojos estaban muy abiertos y con el aire de un tonto.
—No lo comprendo —balbuceó—, pero tú eres libre de hacer lo que quieras.
Hizo una pausa.
—Permíteme un momento —dijo, y salió a la azotehuela para respirar un poco de aire.
Al poco tiempo Julia escuchó que lanzaba una maldición a tiempo que regresaba al cuarto con un paquete entre las manos.
—¿Te fijas? —dijo Fidel con voz indignada mostrando el paquete—. ¡Ahora me explico la borrachera de este imbécil! ¡Se gastó el dinero con que debía ser puesto el periódico en el correo!
En efecto, el paquete que Fidel mostraba en las manos debía haber sido enviado muchas horas antes, a provincias, con el dinero que iba a servir para el entierro de la niña muerta.
Pero Fidel se sentía tan enormemente solo y abatido que no tuvo fuerzas para reprender a Ciudad Juárez.