El tren de alta velocidad nos llevó de regreso a Wuhan, adonde llegamos a eso de las doce del mediodía, justo el tiempo para comer algo y enlazar con un nuevo tren rumbo a Nanking, que partía a la una y cuarto. No había un solo asiento libre en nuestro vagón de clase turista, un moderno compartimento de los que ya cuentan con wifi, de modo que más de la mitad de los pasajeros viajaban trasteando con internet.
—Nunca hay una plaza libre en ninguno de vuestros transportes —le comenté a Xiao—. ¿Tanto viajáis los chinos?
Se rió y me respondió guasona:
—No. Lo que pasa es que, en China, hay chinos para llenarlo todo.
Nunca viajo con aparatos electrónicos, ni ordenadores, ni iPhone, ni tampoco eBook, quizá por un romántico empeño en sentirme como los antiguos trotamundos. Y mientras otros juegan a matar marcianos, a hacer solitarios, a resolver crucigramas, a enviar correos, a enredar con Google, a consultar la Wikipedia, a organizar fotografías, a leer un libro digitalizado, a ver películas o a escuchar música, yo disfruto viendo el paisaje humano y el que se tiende a los lados del camino.
Ahora atravesábamos campos muy feraces con cultivos de cereales, valles inmensos, grandes estanques de agua reservada al riego, y fábricas, centrales térmicas, pueblos y ciudades populosas. El oriente chino es la zona más poblada del país, quizá por tratarse de la menos montañosa de todas las regiones.
Salió el sol de pronto y la vida pareció alegrarse alrededor del tren. ¡Cuán importante es el sol! Sentí que cambiaba de continente, de planeta, de galaxia...
Entramos en Nanking a las cinco y diez de la tarde, con absoluta puntualidad sobre la hora prevista. Pero hubimos de hacer más de media hora de cola para tomar un taxi. Varios chinos trataron de colarse, como siempre sucede en el país, no importa que sea en un supermercado, en la fila de entrada en un avión, en la puerta de un museo... Lo mejor del asunto es que, cuando le reprochas al caradura en cuestión lo que trata de hacer, te mira con cara de incomprensión, como si su actitud fuera lo natural y no la tuya.
Ocurre algo parecido si te detienes delante del escaparate de un comercio en donde se exhibe un objeto que llama la atención por bello o por insólito: llega un chino y se te coloca justo delante, tapándote la visión.
A menudo, en las ciudades de China, tenía la impresión de que la gran mayoría de sus habitantes pertenecían a una tribu salvaje bajada de súbito de las montañas y carente todavía de normas de urbanidad.
Después de padecer un atasco de tráfico de más de una hora, el taxi nos dejó en un hotel cerca de la plaza de la Rotonda, en el centro de Nanking, una urbe de ocho millones de habitantes. La noche ofrecía una temperatura muy agradable cuando salimos a dar un paseo. Las avenidas eran anchas y arboladas por airosos plátanos. Si Wuhan es la ciudad de los sauces llorones, Nanking es la de los plátanos.
Pero las pequeñas motos eléctricas, silenciosas y sin luces, que pasaban a nuestro lado saltándose los discos y rodando por las aceras, ponían en peligro nuestra integridad física.
Por la mañana, el cielo se mostraba encapotado, teñido de un feo color gris, como de ceniza, y el aire nos abrazaba con humedad caliente. Pere se quedó en el hotel para dedicar unas horas a su afición favorita: las inversiones en bolsa. Yo me fui con Xiao a los muelles del Yangtsé, empeñado aún en encontrar algún barco con el que seguir viaje hasta Shangai. Inútil afán: no existían buques ni transbordadores que realizasen el recorrido.
Cruzamos en el ferry a la otra orilla, un breve trayecto de unos siete minutos. Las aguas bajaban muy sucias y de un lado al otro del río iban y venían grandes gabarras, cargadas con tanto peso que sus bordas llegaban casi a rozar el agua. El barrio de la ribera contraria se llamaba Pukou y era mucho más pobre que el del centro de Nanking en donde nos alojábamos. Los taxis escaseaban en la zona y, por el contrario, abundaban numerosas mototaxi, como modernos rickshaws, con una pequeña cabina capaz a duras penas de alojar a dos viajeros.
Nos acercamos a la antigua estación de Nanking Norte, un viejo edificio fuera de uso y rescatado de una probable demolición gracias a que alguna autoridad lo consideró como parte del Patrimonio Artístico Nacional, según rezaba un cartel en su fachada. Siempre me ha atraído el aire pretérito de las viejas estaciones ferroviarias abandonadas, las vías muertas que ya no se utilizan, los vagones desechados y las locomotoras inservibles. La estación había sido clausurada en 1949 y continuaba en espera de rehabilitación. Me recordó al trágico escenario del final del más famoso libro de André Malraux, La condición humana, que transcurre durante la matanza de comunistas en Shangai en abril de 1927, y que es, en mi opinión, una de las mejores novelas del siglo XX.
A la tarde, el cielo mostraba una faz entristecida y caía un liviano sirimiri sobre la ciudad, una especie de silencioso llanto. Íbamos a visitar uno de los lugares más tenebrosos de China, el Salón Conmemorativo de las Víctimas de la Masacre de Nanking, y parecía que el cielo, adivinando nuestras intenciones, quisiera acompañarnos con sus lágrimas.
Hasta el Holocausto hitleriano, nunca en la historia humana se había producido una matanza de tal calibre. Y menos aún, en tan corto espacio de tiempo. Fue en diciembre de 1937, a poco de comenzar la segunda guerra sino-japonesa: en siete u ocho semanas, más de 300.000 chinos, en su mayoría civiles, fueron asesinados por el ejército japonés.
Nanking ha construido un memorial y una suerte de museo para mostrar al mundo aquel horror, con fotografías de las matanzas, esqueletos conservados en urnas tal y como se encontraron meses después de la carnicería, armas empleadas para los asesinatos y todo tipo de recuerdos de los luctuosos hechos.
Nadie sale indiferente del salón que recuerda la masacre. Muchos soldados japoneses se fotografiaban asesinando, mientras reían. Enviaban las fotos a sus casas, a sus padres y a sus hermanos, para ilustrar sus hazañas guerreras al servicio de la patria. Y allí, en el memorial de Nanking, están muchas de esas estremecedoras imágenes que tanto dicen del corazón del horror, de las conradianas tinieblas.
Uno de los aspectos más terribles de la masacre de Nanking es que, durante décadas, quedó en el olvido. Por razones políticas. Al término de la Segunda Guerra Mundial, los comunistas de Mao Tsé Tung y los republicanos de Chiang Kai-shek se enfrentaron, como ya he contado, en una guerra que concluyó con el triunfo de los maoístas en 1949. Y de inmediato, comenzaron a competir por el comercio con Japón, un país de economía emergente y, súbitamente, amigo de Estados Unidos, su vencedor en la guerra mundial. Washington, metido de lleno en la Guerra Fría con la URSS, quería aliados importantes. Y uno de ellos era Japón. Así que tampoco le interesaba a Washington hablar de Nanking. Mientras Israel exigía a Alemania todo tipo de reparaciones por el Holocausto, las dos Chinas callaron y también Estados Unidos. Y las víctimas de la masacre de Nanking no fueron tenidas en cuenta, al contrario que las víctimas judías del Holocausto nazi.
Pasaron seis décadas de silencio hasta que, de súbito, en 1997, una joven periodista chino-americana, Iris Chang, nacida en Illinois, hija de dos profesores chinos exiliados y nieta de dos supervivientes de la masacre de la ciudad, publicó un libro que conmovió al mundo: The Rape of Nanking: The Forgotten Holocaust of World War II, nunca editado en español.
Los datos eran espeluznantes. La masacre de Nanking sobrepasaba las cifras de matanzas masivas de toda la historia anterior. Cuando los romanos conquistaron Cartago, degollaron a 150.000 habitantes. La Inquisición española no llegó a 200.000 ejecuciones en varios siglos. Las calaveras con que se construyeron torres en Siria, tras las matanzas del mongol Tamerlán en el año 1400 en la India, alcanzaron el número de 100.000... Pero en Nanking, murieron asesinadas, en siete semanas, a bayonetazos, quemadas vivas con gasolina, de disparos en la nuca, degüello, decapitación y fusilamientos, más de 300.000 personas, de ellas 260.000 no combatientes. Cerca de 80.000 mujeres, entre los once y los ochenta años, fueron violadas, y la mayoría de ellas asesinadas después.
Comparemos cifras:
En los casi seis años que duró la Segunda Guerra Mundial, las bajas civiles de Gran Bretaña fueron 61.000; Francia tuvo 108.000, y Holanda, 242.000.
Las víctimas del Holocausto judío decretado por Hitler alcanzaron el número de seis millones, en varios años. Las de Stalin, casi los cuarenta, también en varios años.
En el gran bombardeo aliado sobre Dresde, murieron 60.000 personas. Los bombardeos americanos sobre Tokio provocaron 120.000 víctimas mortales. En Hiroshima, con la primera bomba atómica, perecieron 140.000 personas y, en Nagasaki, con la segunda, 70.000.
En Nanking, en siete semanas, ya he dicho, entre 300.000 y 350.000. Durante la guerra sino-japonesa, que oficialmente duró ocho años, de 1937 a 1945, los japoneses mataron a más de diez millones de chinos.
Mao, Chiang, Japón y Estados Unidos quisieron olvidar y enterrar aquella tragedia por razones de estrategia política. Pero gracias a la joven periodista Iris Chang conocemos hoy la historia de una de las mayores salvajadas perpetradas por la raza humana.
Todo ello fue planeado minuciosamente por Tokio. Y sin embargo, muchos de los responsables japoneses de aquellos actos, además de un buen número de prominentes historiadores y políticos del país, han negado sistemáticamente durante décadas que lo ocurrido en Nanking sucediera realmente.
En los años veinte y treinta del pasado siglo, Japón estaba hundido en la depresión económica y soplaban feroces vientos nacionalistas que proponían el expansionismo como única salida para un país que se creía llamado a ser el dueño de un gran imperio en el área del océano Pacífico. El primer territorio en donde el gobierno de Tokio decidió comenzar su expansión fue Manchuria, en el norte de la China continental. En septiembre de 1931, tropas niponas ocuparon la región, bajo el pretexto de un incidente ferroviario, e instalaron en el poder un gabinete títere. El Kuomintang, que dirigía Chiang Kai-shek, con una estructura militar débil y empeñado en la conquista de grandes regiones del país contra señores de la guerra en el norte y los comunistas en el sur, fue incapaz de responder a la agresión.
Los sentimientos antijaponeses crecieron de inmediato y al año siguiente una multitud, en Shangai, atacó a cinco monjes budistas nipones, de los que uno murió. La respuesta de Tokio fue brutal: bombardeó Shangai y mató a decenas de miles de civiles. En todo el mundo se alzó una ola de protesta contra Tokio, a la que Japón respondió retirándose de la Sociedad de Naciones en 1933.
En julio de 1937, Japón decidió conquistar por completo China. Y de nuevo, utilizando el pretexto de un incidente fronterizo en Manchuria, atacó por el norte. La región de Pekín, que entonces no tenía gran significado político ni económico, cayó pronto en sus manos. Su siguiente objetivo fundamental era la toma de Shangai, la ciudad más importante del país.
La lucha fue mucho más dura de lo que esperaban los japoneses. Los ataques contra la ciudad comenzaron en agosto y, para rendirla, las tropas invasoras hubieron de combatir casa por casa, hasta derrotar a un ejército que le doblaba en número pero que era muy inferior en material bélico y en preparación militar. En noviembre, Shangai estaba en manos japonesas. Las tropas chinas de Chiang Kai-shek se retiraron a Nanking, por entonces la capital política del Kuomintang.
Japón era un Estado militarista, con sus jóvenes crecidos en el bushido, el código ético de los guerreros samurái. La filosofía nacional en ese momento tenía una cierta semejanza a la del «destino manifiesto» de Estados Unidos, con la diferencia de que, mientras que, en 1939, Estados Unidos no pretendía conquistar nuevos territorios, Japón se veía «destinada» a expandirse con la anexión de otras naciones de Asia, entre ellas China.
Al ver a las fuerzas chinas oponer tan vigorosa resistencia en Shangai, mucha más de la que Tokio había previsto, el ejército imperial nipón se sintió en cierto modo humillado. Y marcharon hacia Nanking dispuestos a llevar a cabo una cumplida venganza. Al frente de las tropas iba el veterano general Iwane Matsui, tenido por el emperador como el mejor de sus militares. Otro de los generales que comandaba los ejércitos del Imperio del Sol era Nakajima Kesago, un «sádico y pequeño Himmler», como lo describió un historiador, «un especialista en intimidación y torturas».
La filosofía que movía a los tres ejércitos japoneses que marchaban hacia Nanking era tan vieja como el arte de la guerra: vencer en la batalla y destruir después la moral enemiga por medio del terror. En el camino a Nanking, las tres columnas no se anduvieron con contemplaciones: todas las pequeñas comunidades que encontraron a su paso fueron destruidas, todos sus habitantes asesinados, las mujeres violadas antes de ser acuchilladas a bayoneta y los campos de labor quemados.
Antes de alcanzar Nanking, el 19 de noviembre llegaron a Suzhou, una bella ciudad de la que se decía que «si en el cielo está el Paraíso, en la Tierra está Suzhou». Los japoneses la ocuparon durante varios días y la redujeron casi a cenizas, quemando sus templos y palacios y violando a miles de mujeres. Antes de la llegada de los invasores, la ciudad contaba con 350.000 habitantes. Miles murieron y muchos otros miles lograron escapar: cuando los japoneses siguieron su avance hacia Nanking, en Suzhou sólo quedaban quinientos ancianos.
Un corresponsal de guerra inglés, que pasó unos días después por la vecina ciudad de Sungchiang, también arrasada por los nipones, escribió:
Las calles desiertas y humeantes presentan un escalofriante espectáculo, las únicas criaturas vivas son los perros, que pueden darse verdaderos festines con los cadáveres humanos. De una población de 100.000 habitantes, sólo encontré a cinco ancianos, refugiados en una misión francesa, que lo único que hacían era llorar.
El 7 de diciembre de 1937, las tropas japonesas alcanzaban las viejas puertas y murallas de Nanking, la capital del Kuomintang. El general Iwane Matsui, tuberculoso, tuvo un agudo brote de su enfermedad y se retiró a Shangai por unos días para recuperarse. Hay historiadores que afirman que era un soldado escrupuloso y que detestaba las crueldades de la guerra. E incluso él mismo llegó a afirmar, al final de la contienda, que no tuvo noticia de la masacre de Nanking hasta después de que ésta se produjera.
Sea como fuere, para sustituirle en el mando de las operaciones y volando directamente desde Tokio, llegaba el príncipe Asaka Yasuhiko, tío del emperador Hirohito, que ostentaba el rango de teniente general. El asalto quedaba en manos de Asaka y del sádico general Nakajima Kesago.
Antes de que comenzase el asalto a la ciudad, la primera orden del príncipe fue terminante: «Matad a todos los prisioneros». Meses antes, el propio emperador Hirohito ya había cursado instrucciones secretas a sus tropas para que, en el caso de guerra con China, no se aplicasen los acuerdos humanitarios de la Segunda Convención de Ginebra, referida al trato a los prisioneros de guerra.
Ponía enfermo recorrer las salas del memorial de la masacre. Las fotos resultaban aterradoras, a sabiendas, sobre todo, de que muchas de ellas habían sido tomadas por los propios japoneses: un soldado nipón decapitando a un soldado chino con el sable de samurái mientras sus compañeros ríen asistiendo al espectáculo; infantes nipones entrenándose en ataques con bayonetas, clavándolas en el pecho de prisioneros con las manos atadas a la espalda; mujeres desnudas y con las piernas abiertas, mostrando el sexo sangrante, asesinadas tras la violación por un colectivo de soldados japoneses; decenas de cadáveres de civiles arrojados a las orillas del Yangtsé; gente lista para ser quemada viva; niños ensartados a bayonetazos... y una sala de proyección en cuyo suelo, bajo una gran cristalera, se mostraba, abierta, una estremecedora fosa común llena de huesos de asesinados. Los carteles de todas las salas estaban escritos en chino, inglés y japonés.
Miles de chinos visitan a diario el memorial. En ocasiones, lo hacen grupos de japoneses, que se arrodillan, rezan y lloran ante la mirada fría de los chinos. Muy pocos occidentales se acercan hasta allí y el lugar apenas ocupa media página en las guías turísticas extranjeras de China.
Xiao, Pere y yo nos fuimos a cenar con desgana a un restaurante vecino. Por la noche, cerca del hotel, los dejé y me senté en un bar a beber hasta cansarme. Quería emborracharme, un asunto bastante más inocuo que la guerra. Me acordé, mientras bebía, de que la Convención de Ginebra, cuando se formó por primera vez, se planteó como objetivo «humanizar la guerra».
Pero ¿es posible humanizar algo tan inhumano como la guerra?, me dije con el tercer whisky delante de mí.
Con el cuarto whisky en la mano, cambié la pregunta por otras: ¿es que hay algo más humano que la guerra?, ¿hay algo más humano que el horror?, ¿cuál es el hondo significado del verbo «humanizar»?, ¿no es acaso, en su esencia, una expresión ambigua?
Corazón de tinieblas.
El bar se llamaba Latino y un cantante chino, con voz horrorosa, comenzó a interpretar canciones de Sinatra.
Fue el 7 de diciembre cuando los japoneses rompieron las defensas chinas y entraron en Nanking. Componían un ejército de cincuenta mil hombres, bien armados y mejor entrenados. En la ciudad, en ese momento, había medio millón de civiles y noventa mil soldados chinos, mal armados y sin demasiado espíritu de lucha. El gobierno en pleno, con Chiang Kai-shek a la cabeza, había huido días antes hacia Wuhan.
Y los soldados chinos se rindieron en pocas horas sin apenas oponer resistencia. Se entregaban por miles a compañías de no más de cien hombres. Se dejaban atar las manos a la espalda, ni siquiera trataban de huir. Para los soldados japoneses, educados en la cultura samurái, que priorizaba el suicidio a la rendición, aquello resultaba insólito.
En su libro sobre la masacre, Iris Chang recoge un texto con las órdenes precisas del alto mando militar japonés: «Todos los prisioneros de guerra deben ser ejecutados. Método de ejecución: dividir los prisioneros en grupos de doce y matarlos a tiros separadamente».
El príncipe Asaka, con peculiar conmiseración, pensaba que, no pudiendo alimentar a tanto prisionero, mejor era matarlos que dejarlos morir de hambre. Por su parte, el «carnicero» Nakajima Kesago expresó algunos problemas técnicos en un informe en donde se leía: «Matar a decenas de miles de prisioneros es muy difícil, incluso si están desarmados... Sería desastroso si se rebelaran».
En los tres días siguientes a su victoria, todos los prisioneros fueron ejecutados en grupos de varios centenares. Se los llevaba a lugares alejados del centro, con las manos atadas a la espalda; sin que se dieran cuenta, eran rodeados por un arco de ametralladoras en horas nocturnas, de espaldas al río o a un terraplén o a un empinado cerro, y al amanecer, cuando apenas despertaban de un incómodo sueño, las ametralladoras disparaban sobre ellos. Cuesta trabajo imaginar un escenario semejante de pavor y de histérico griterío. Luego, los soldados japoneses recorrían el área de la ejecución y, uno por uno, acuchillaban los cuerpos con sus bayonetas. La mayoría de los cadáveres eran arrojados al Yangtsé, pero a aquellos a los que se asesinaba en terrenos baldíos tierra adentro, se les rociaba con gasolina para quemarlos.
Unos cincuenta mil soldados chinos murieron en esos tres primeros días.
En los siguientes, muchos otros que habían logrado esconderse fueron capturados en pequeños grupos. Los soldados japoneses se divirtieron con ellos, torturándolos, decapitándolos, quemándolos vivos por el sistema de atarlos, enterrarlos hasta medio cuerpo y, rodeados de ramas y maderos, prenderles fuego.
Terminada la tarea meramente «militar», les tocaba el turno a los civiles.
El día 13 comenzaron las matanzas de civiles, desprotegidos tras la masiva rendición y el casi total exterminio del ejército chino. Los japoneses recorrían las calles de la ciudad matando a todos cuantos encontraban en las calles, niños y ancianos incluidos, pero reservando a las mujeres. Las caravanas de civiles y de soldados heridos que intentaban escapar de Nanking huyendo por las carreteras hacia el norte y el oeste, fueron ametralladas. Los soldados disfrutaban practicando el tiro al blanco contra quienes corrían a campo abierto tratando de salvar la vida.
Las calles se llenaron de muertos. Y las viviendas particulares fueron registradas sin excepción. Casa por casa, los japoneses ordenaban que se abrieran las puertas para recibir a su ejército victorioso. Cuando sus habitantes las abrían, los soldados disparaban.
Todas las tiendas y almacenes de Nanking fueron saqueados.
A los hombres que eran capturados vivos, aunque no fueran soldados, se les llevaba en grupos a la orilla del Yangtsé y se les formaba en hilera. Los japoneses procedían entonces a decapitar a los de la primera hilera y obligaban a los de la segunda a arrojar los cuerpos al agua. Y repetían la operación: los de la tercera hilera arrojaban a los decapitados de la segunda al río...
Literalmente, durante aquellos días las aguas del Yangtsé descendían rojas de sangre, como, según Homero, bajaba el Escamandro en los días de la guerra de Troya.
Y llegó el turno de las mujeres: muchas de ellas hubieran preferido, seguramente, nacer hombres.
Contaba un soldado japonés años más tarde: «Daba igual la edad que tuvieran, ninguna podía escapar a la violación. Las buscábamos por todos los barrios y, luego, cada una de ellas era entregada a grupos de quince a veinte soldados para que abusaran de ellas a su antojo».
Muchos creían que violar a las vírgenes les haría más valientes en las batallas, por lo que las niñas eran las más codiciadas. A menudo, los soldados se fabricaban amuletos con el vello púbico de sus víctimas, en la creencia de que sus poderes mágicos les protegían de las balas.
Oficialmente, el ejército japonés tenía prohibida la violación de mujeres. Pero tal orden no funcionó jamás en la guerra sino-japonesa. En la práctica, este mandato tuvo un efecto devastador: la policía militar, en lugar de perseguir a los violadores, les animaba a matar a las mujeres, por la sencilla razón de que los muertos no hablan.
Un soldado japonés escribió años después: «No teníamos sentimiento de culpa. Quizá, mientras las violábamos, las veíamos como mujeres. Pero cuando las matábamos, nos parecían cerdas».
La mañana del 17 de diciembre, las matanzas y violaciones cesaron durante dos días. El general Iwane Matsui, general en jefe de las operaciones en China, se había repuesto de su ataque de tuberculosis y desfiló por la avenida principal del Nanking conquistado entre los vítores de sus tropas. Los soldados, desde el día anterior, habían limpiado de cadáveres las calles de la ciudad y la policía militar tenía órdenes de impedir nuevas violaciones. Por la tarde, durante el banquete celebrado en honor del general, Matsui comenzó a recibir noticias de lo que había sucedido en la ciudad durante los días anteriores.
El día 18, dicen que Matsui se mostró deprimido ante sus ayudantes. Y esa tarde, durante una ceremonia fúnebre celebrada en honor de los soldados japoneses muertos en Nanking —apenas unos centenares—, reprendió severamente a los oficiales que asistían al oficio.
Matsui abandonó Nanking el 19, viajando en barco hacia Shangai. Antes de partir, ordenó al príncipe Asaka: «La disciplina y la moral deben ser mucho más estrictas a partir de ahora. Cualquiera que observe una conducta contraria a la moral y a la disciplina debe ser seriamente castigado». En Shangai, le confesó al corresponsal de The New York Times que «hoy, el ejército japonés es probablemente el más indisciplinado de todo el mundo».
Cuando concluyó la guerra, Matsui declaró que, en el oficio fúnebre de Nanking, había llegado a llorar mientras reprendía a sus oficiales. Y que muchos de ellos se rieron al ver sus lágrimas.
Pero ¿por qué Matsui se fue de Nanking en lugar de quedarse al mando de las tropas y detener los horrores? Eso se preguntó, entre otras cosas, el tribunal que le juzgó por crímenes de guerra al finalizar el conflicto bélico.
Las matanzas y violaciones continuaron sin detenerse hasta casi finales de enero de 1938, entre siete y ocho semanas después de la conquista de la ciudad. Para entonces, el mundo ya tenía noticias de los horrores de Nanking y Tokio cortó por lo sano. Pero Nanking enseñó a los japoneses que había que satisfacer la sexualidad de sus soldados para que respondieran con más brío en el combate, de modo que, en 1938, el gobierno nipón puso en marcha una política llamada de «facilidades para el confort sexual». Y empezó a ensayarla en las afueras de Nanking. El programa consistía, sencillamente, en secuestrar mujeres en los territorios que sus ejércitos ocupaban en Asia, internarlas en burdeles y destinarlas al uso de sus soldados. Se calcula que, en total, esta política afectó a cerca de doscientas mil mujeres, capturadas en Indonesia, China, Corea y Filipinas. Los japoneses llamaban irónicamente a estas esclavas sexuales «váteres públicos» y muchos miles de ellas se suicidaron, o murieron por enfermedades venéreas, o asesinadas cuando ya no eran útiles. Hasta hace pocos años, el asunto no vio la luz. Sólo cuando algunas de aquellas mujeres decidieron contar su odisea y pedir indemnizaciones por sus sufrimientos, el mundo tuvo noticia de la tragedia. Y Japón pagó.
Con la masacre de Nanking sucedió algo parecido: a partir de 1949, se echó tierra sobre el asunto con la complicidad de Estados Unidos y de la propia China, interesadas en la alianza y en el comercio con el nuevo Japón. Tokio respiró aliviado y negó los hechos.
Pero la periodista Iris Chang no se rindió, como ya he contado, y para escribir su libro, en la década de los noventa del pasado siglo, entrevistó a supervivientes, consultó documentos y, sobre todo, encontró los diarios de John Rabe, vitales para su investigación. Rabe era un ciudadano alemán, de ideología nazi, que trabajaba para la compañía Siemens en Nanking desde 1931. Cuando la ciudad cayó en manos japonesas y comenzaron las matanzas, él y otros occidentales, casi todos diplomáticos, crearon un área internacional de cuatro kilómetros cuadrados en donde acogieron a cerca de doscientos mil chinos, casi todos civiles. El propio Rabe creó en los jardines de su casa un campamento en donde refugió y dio de comer a seiscientos, todos los que cabían. Los otros occidentales le nombraron presidente del comité internacional para la defensa de los refugiados de Nanking precisamente por ser nazi, ya que suponían que podría ejercer mayor influencia ante las autoridades japonesas, a causa de su ideología.
Rabe es conocido como «el Oskar Schindler de Nanking» o también, entre los chinos, como «el alemán bueno de Nanking». Murió en la indigencia, en 1950. No obstante, Iris Chang publicó sus diarios un año después de que su propio libro viera la luz. Y gracias a los dos relatos, Japón hubo de reconocer los hechos y pedir oficialmente perdón.
La joven periodista se suicidó de un disparo en la boca en California, en el año 2004, a los treinta y seis años de edad. Sufría una fuerte depresión, se dice que a causa de los horrores que descubrió en su investigación sobre The Rape of Nanking. Tanto ella como John Rabe tienen sendas estatuas en la ciudad.
El «sádico» Nakajima Kesago murió en 1945, al poco de terminar la guerra, y no pudo ser juzgado. El príncipe Asaka Yasuhiko, como toda la familia imperial japonesa, fue exonerado de cualquier cargo por sus responsabilidades en la guerra por decisión del general MacArthur, que entre 1945 y 1951 ocupó el cargo de comandante supremo de las Fuerzas Aliadas en el Japón derrotado y ocupado. Asaka murió en 1981: en su casa, rodeado de su familia, como un venerado y dulce abuelo que contaba batallitas a sus nietos, a los noventa y tres años de edad.
El general Iwane Matsui fue juzgado por el Tribunal Penal Internacional para el Lejano Oriente, creado al final de la Segunda Guerra Mundial en paralelo al de Nuremberg. Se le declaró culpable de complicidad en la matanza de Nanking y fue ahorcado en diciembre de 1948.
El poeta inglés W. H. Auden escribió en 1944:
Y los mapas pueden marcar con exactitud los lugares
en donde la vida es ahora un infierno:
Nanking; Dachau.1
No obstante, y a pesar de su vibrante verso, el libro que hizo Auden en colaboración con Isherwood, Viaje a una guerra, del que ya hablé antes, resulta bastante frívolo si se piensa en los horrores de Nanking. Mientras estaban en Hangzhou, en abril de 1938, o sea, tan sólo tres meses después de la masacre, escribe Isherwood:
El buen tiempo favorece los ataques aéreos de día y de noche. Los japoneses no son sólo un peligro, sino una verdadera lata. Cuando Auden y yo vamos de compras a diferentes sitios de la ciudad, tenemos que señalar de antemano un punto de reunión de emergencia, ya que casi nunca se puede regresar al consulado y la alternativa es una hora de solitario aburrimiento en un portal o en un café, esperando que suene la señal de «todo despejado». Los ataques nocturnos son peores, con sus falsas alarmas e interminables retrasos. En dos ocasiones no pudimos dormir nada. He colocado la cama en la terraza para ver los aviones sin necesidad de levantarme [...] Contemplo el cielo con tal concentración que me da la impresión de que también las estrellas se mueven. Las veo bailar delante de mí mucho después de cerrar los ojos, en un irritado e inútil empeño por recuperar el sueño.
Hangzhou y Nanking están sólo a unos trescientos kilómetros de distancia.
También es preciso decir que Isherwood no tenía, ni mucho menos, la categoría de Auden como escritor. Este último era un brioso autor homosexual, mientras que el primero tenía cierta tendencia al exhibicionismo de su condición sexual. Compartieron cama unos años, pero no talento.
Hubo otros famosos corresponsales en la guerra sino-japonesa: Robert Capa, el gran fotógrafo fundador de Magnum, por ejemplo, que se sintió bastante frustrado con el trabajo que llevó a cabo en China a causa de la censura impuesta a la prensa por Chiang Kai-shek. Y Martha Gellhorn, a quien acompañó a regañadientes el que por entonces era su marido, el novelista Ernest Hemingway.
A Martha no le gustó nada China: «Me pareció que ser chino era una pura condena. Ansiaba escaparme de aquello en lo que me había metido: la miseria, la mugre y la desesperanza milenaria, y la claustrofobia que me producía aquel enorme país [...]. Lo cierto es que en China no soportaba nada». Hemingway, que iba de consorte en el viaje y que apenas escribió nada sobre la guerra, le decía a menudo: «¿No querías venir a China? Pues aguanta». En su libro Cinco viajes al infierno, Martha se ríe a menudo de sí misma.
Martha entrevistó a Chiang Kai-shek y lo describe así: «Era delgado, de espalda recta; impecable con su sencillo uniforme gris, parecía embalsamado. No me gustaba, pero más bien me daba pena: no tenía dientes. Al contárselo más adelante a un gerifalte de la embajada estadounidense, éste celebró el honor que se nos había concedido: ser recibidos por el Generalísimo sin sus dientes postizos».
Por el contrario, la corresponsal americana quedó impresionada con el comunista Zhou Enlai, segundo de Mao Tsé Tung, a quien conoció en Chongqing cuando éste vivía en la clandestinidad: «Era la primera vez que nos sentíamos cómodos con un chino y nos reíamos de las mismas bromas [...] Estaba sentado en una pequeña celda austera, con su ropa anodina, y era alguien. Si él era la muestra de los chinos comunistas, entonces el futuro era suyo. Aquel hombre fascinante me tenía tan cautivada que, si me hubiera dicho “toma mi mano y te llevaré a la cúpula del placer”, le habría pedido un minuto para recoger mi cepillo de dientes e irme con él».
He conocido muchas jóvenes periodistas, e incluso alguna escritora, que querían ser como la Gellhorn. No es fácil: tenía mucho talento como reportera y una feminidad radical, unida a un orgulloso feminismo, que jamás ocultaba. Y al parecer, era dueña de unas piernas largas y preciosas que, según Hemingway, «parecían nacerle de los hombros».
Tenía un pequeño problema, sin embargo: como muchos ingleses y norteamericanos, estaba convencida de que quien no supiera hablar un buen inglés era una persona poco inteligente.
O sea: quizá Aristóteles le hubiera parecido un imbécil y Charlton Heston un intelectual de altura.
Nos quedamos un par de días en Nanking haciendo turismo, visitando lo que resta de las antiguas murallas, que tienen un aspecto indestructible e infranqueable, con una larga sucesión de muros y de fosos. La puerta de Zhonguamen es la mejor conservada, no lejos del río Qinhuai, un afluente del Yangtsé que atraviesa parte de la ciudad.
Dentro del templo de Confucio, en donde enseñaba su ciencia el maestro de la filosofía china —quien por cierto era contemporáneo de Aristóteles—, actuaba, por alquiler, en un salón con bancos corridos, un grupo de músicos que interpretaban piezas con instrumentos tradicionales. Tenían una lista de precios y ningún visitante parecía interesado en contratarles. De modo que decidimos escucharles y escogimos el «Himno de la Alegría» de Beethoven, por el equivalente a cinco euros. Al minuto, todos los bancos se llenaron de curiosos, con nosotros en la fila de preferencia, porque a los chinos, como a los barceloneses y a los madrileños, les encanta ir de gorra.
Pero no nos arrepentimos, de todos modos: sonaba muy dulce, en los delicados instrumentos orientales, aquella recia música alemana.
Por la noche, cenamos al aire libre una suerte de macarrones con salsa picante, y, por fortuna, con cerveza fría. En una mesa cercana, una pareja joven discutía a gritos. De pronto, ella se levantó llorando y escapó del hombre. Él la siguió, juntando las manos, suplicando.
Pere movió la cabeza.
—¿Qué pasaba? —preguntó a Xiao.
—Ella le acusa de haber estado con otra. Y él dice que no es cierto.
—De todas maneras, yo no soporto que las mujeres lloren en una discusión —agregó Pere—. Es una forma de ganar terreno al hombre en condiciones desiguales.
—Yo nunca me aprovecho de mi condición femenina —señaló Xiao.
Sonrió antes de añadir:
—Claro que no tengo mucha condición femenina.