«Fue sorprendente hallar una ciudad tan extensa en un lugar que, al menos a mí, me pareció muy remoto», escribía Somerset Maugham alrededor de 1920 en su estupendo libro de viajes por China. Y esa misma sensación, que estás muy lejos de todo, puede tenerla el viajero de hoy —en mi caso, por ejemplo— en muchas urbes del país. Desde que salimos de Chengdu en tren, habíamos tardado veinticuatro horas en llegar a nuestro destino, Lijiang, y cruzado montañas, ríos, cañones, valles, acantilados... Parecía que viajásemos en busca de los solitarios confines del mundo y hete aquí que, de pronto, nos encontrábamos con una ciudad de un millón y medio de habitantes.

La previsora Xiao tenía ya reservado alojamiento en un hotel de la ciudad vieja, el Panba Youth Hostel, y la verdad es que había acertado de pleno: barato, en un rincón tranquilo del centro y con habitaciones individuales estupendas. La mía daba a una terraza desde la que divisaba los tejados curvados del barrio antiguo de Lijiang y, más allá, una cordillera nevada que formaba un circo de cumbres alrededor de la ciudad, sobre las que sobresalía la torturada figura de la Montaña Nevada del Dragón de Jade. Es una montaña elusiva, la más alta en muchos kilómetros a la redonda y casi siempre oculta, como una virgen púdica, tras un velo de nubes y de boira. Aquel día se mostró, provocadora, coqueta bajo el sol, durante algo más de media hora; y luego se ocultó entre las sábanas de su lecho de brumas. No volví a verla ni un solo día más.

Al amanecer de la siguiente jornada, a 2.400 metros de altitud, respirando el aire limpio que venía de las serranías y rodeado por la placidez de la mañana, me sentía mejor que ningún otro desde que pisé China. Y Lijiang, claro, me había enamorado.

 

 

El barrio viejo de Lijiang, rehabilitado hace unos años, forma un tejido de calles estrechas y pequeños canales, una treintena, que han hecho que se conozca a la ciudad, en los folletos turísticos, con el nombre de «la Venecia de China». ¡Qué derroche de ingenio el de los autores de folletos! Es lo mismo que cuando llaman a Amsterdam «la Venecia del norte». La ciudad italiana es única en su género y, aunque Lijiang es una urbe hermosa, las obras arquitectónicas y la estrechez de los canales no alcanza ni de lejos la grandiosidad veneciana. Pero en Lijiang, al menos, chisporrotean todavía las brasas de la China tradicional, cegadas por el maoísmo en casi toda la geografía del país.

En la ciudad vieja abundan los pequeños comercios y restaurantes, el turismo interior abarrota las calles durante todo el año y los extranjeros como nosotros, lo mismo que sucedía en Chengdu y en el monasterio de Xining, éramos constantemente fotografiados. En China hacen furor las cámaras digitales y los teléfonos móviles.

A la salida de la ciudad, un tipo cobraba por dejarte retratar con un águila gigantesca de plumaje marrón. Nunca he visto un ave tan grande. Le pagué el equivalente a dos euros por fotografiarme con el pájaro en la mano. La verdad es que imponía tener un bicho semejante con las garras sujetándose a tu muñeca y el pavoroso pico apuntando hacia tu rostro cuando te miraba con sus temibles ojos negros, inhumanos. Claro está que el hombre me puso un guante por si acaso.

Pero al salir del recinto de la ciudad tradicional, en el que habitan cerca de cincuenta mil personas, la China nueva, caótica y ruidosa se arrojó sobre nosotros. Comimos un buen filete, algo tan difícil de encontrar en el país como las bebidas frías. Luego, tratamos de volver en taxi al hotel, para descansar un poco. Pero los taxistas chinos no son gente agradable, precisamente. O no paran, o se niegan a llevarte cuando les dices tu destino, o simplemente no te entienden y se largan. No son muchos en las ciudades y no les falta nunca trabajo, la verdad.

Tuvimos que regresar andando. En la calle principal, Minzhu Lu, una gran estatua de Mao Tsé Tung, sonriente, indicaba con el brazo extendido el camino hacia el futuro.

Cayendo la tarde, picamos algo en un pequeño comedor de la vieja ciudad. Y preparamos las siguientes etapas del viaje. Pensábamos ir, claro está, a la Garganta del Salto del Tigre, uno de los lugares más espectaculares de la geografía del Yangtsé. Y también teníamos intención de visitar, en la frontera tibetana, Shangri-La, un sitio surgido de la imaginación de un escritor y convertido, por las autoridades chinas, en una geografía real. Así es el mundo: ya lo explicaré después con detalle.

Yo tenía mucho interés en escuchar esa noche un concierto en la ciudad vieja, que ofrecía una orquesta de la comunidad naxi, una etnia china de cultura muy peculiar, asentada en las regiones que rodean Lijiang. Pero a Xiao y Pere no les apetecía. Yo empezaba a olfatear algo.

Antes de separarnos, le comenté a Xiao:

—No nos has contado nada sobre refranes y cuentos populares de tu país.

—Anda, suelta alguno —apoyó Pere.

—Os diré uno muy conocido. En los cuentos bonitos, la princesa besa a una rana y ésta se convierte en príncipe.

—Ese cuento también existe en Europa —dije.

—El chino no termina ahí. Aquí continúa diciendo que, en la vida real, la princesa besa al príncipe y éste se convierte en rana.

—Eso es un cuento chino —dijo Pere.

Xiao nos miró extrañada.

—Eso he dicho.

Se lo explicamos. Y rió con ganas.

—Es para cagarse —concluyó Xiao—, porque China es siempre como decís: un cuento chino.

 

 

Encontrar algo en China, preguntando en una oficina de información turística, resulta tan insólito como tratar de meter un cerdo vivo en una caja de zapatos, un intento imposible: primero, porque no cabe; y segundo, porque no se deja. Los empleados y empleadas de las oficinas que existen en el país, fuera de Pekín y Shangai, sólo hablan chino. Y si te empeñas en hacerte entender, se cabrean contigo. Así que, en el quiosco de información de la plaza central de Lijiang, me mandaron al infierno, por gestos, cuando insistí en saber dónde se celebraba el concierto de música naxi.

Xiao y Pere se habían largado y yo recorrí las calles, preguntando a la gente. «Naxi, naxi», insistía. Y todos me miraban como quien miraría en Barcelona a un chino que preguntase a voces en dónde podía asistir a una corrida de toros.

Al fin, un matrimonio joven, que hablaba un inglés más o menos inteligible, me llevó hasta un recodo de la calle principal, la vía de Dong Dajie. Era una suerte de pequeño teatro. Pero esa noche no había actuación, sino que el concierto se celebraba al día siguiente. Saqué entrada.

Era una noche fresca y las calles presentaban un aspecto animado. Y paseando sin prisas, perezosamente, reflexioné sobre algo en lo que ya había reparado, un rasgo muy común en toda China: el afán por la decoración. Los chinos lo adornan todo, desde un caramelo a un calzador y hasta el pretil de un puente. Pero todo cuanto decoran es repetitivo y un punto kitsch. Y a la postre produce, como juzgaba Somerset Maugham, un cierto hastío.

Sobre todo, abundaban las estatuas de leones, como en cualquier lugar del país. Son tantos y tan horrorosos, que llegué a detestarlos a lo largo del viaje. Los hay amenazantes, otros sonrientes y algunos componiendo muecas burlescas. En una geografía en donde no existen ni existieron jamás leones —que yo sepa—, siempre hay felinos de esta estirpe, labrados en piedra o escayola, sentados de dos en dos y vigilantes, junto a las jambas de las puertas de los edificios oficiales, en las entradas de las ciudades, en las antiguas fortalezas, en los templos, en los comercios modernos, en las oficinas bancarias, en las casas nobles, en los supermercados... Los he visto en los Chinatown de Vancouver o Nueva York, en los restaurantes chinos del madrileño Lavapiés, en Barcelona, en París, en el Soho londinense e, incluso, en la puerta de una base científica de las islas Svalbard, cerca del Polo Norte.

Y si no hay leones, cosa rara, los chinos ponen en su lugar, primero, dragones; después, serpientes; y al fin, flores. No sé qué es peor.

Los chinos antiguos refinaron el arte de la decoración, como los japoneses. Pero hace más de medio siglo, llegó al poder un tipo que odiaba el arte, aunque presumía de poeta: Mao Tsé Tung. Durante los años que duró su omnímodo dominio del país, arrasó con decenas de miles de obras artísticas y, sobre todo, terminó con el delicado buen gusto tradicional del arte chino.

Sólo dejó a los leones.

 

 

El siguiente día lo dedicamos a organizar los viajes desde Lijiang, primero, a la Garganta del Salto del Tigre y, después, a Shangri-La. Y Xiao y Pere me sorprendieron con una propuesta. A los dos les gustaba el montañismo: ¿por qué no dedicábamos una semana a caminar por las altas cumbres que rodean Shangri-La?

A mí nunca me ha apasionado subir cuestas, ni siquiera cuando era joven y andarín. De modo que quedamos en separarnos en Shangri-La. Ellos se irían a trepar y yo a una ciudad que me interesaba, Dali, no muy lejos del Yangtsé. Nos encontraríamos siete u ocho días después en Chongqing, a la vera del gran río.

Xiao se quedó una buena parte del día en el hotel organizando las siguientes jornadas del viaje con su extraordinario manejo de internet. Y Pere, un apasionado de la fotografía, tampoco salió, atareado con su archivo en el ordenador portátil.

Mi olfato casi me hablaba, cotilleaba en mi oído. Tenía la sensación de que los compañeros de viaje ya no éramos tres, sino dos más uno.

 

 

Los naxi son una pequeña comunidad, con cultura y lengua propias, de origen tibetano, que habitan en la región de Lijiang desde hace más de quince siglos. En la actualidad la forman cerca de trescientos mil individuos. Es una cultura marcadamente matriarcal que, incluso, se hace presente en el idioma: cuando una palabra para denominar un objeto tiene un sufijo femenino quiere decir que es un objeto grande, mientras que si el sufijo es masculino significa que la palabra remite a un elemento más pequeño. Su escritura es pictórica, la única que sobrevive en el mundo, esto es: no usa letras, sino símbolos y dibujos. Pero, sobre todo, su música de orquesta, con una antigüedad de mil quinientos años, es considerada como la más refinada de China y recoge en sus canciones poemas de la época de las dinastías Tang (entre los años 618-907) y Song (960-1279), en las que brillaron especialmente las artes.

La razón por la que la música naxi ha llegado hasta el presente tal y como fue concebida hace siglos no es otra que el sentimiento pacifista de la vida que tiene este pueblo. Cuando los emperadores chinos de antaño desataban campañas de conquistas en las regiones de Yunnan, los naxi se rendían siempre y los militares les dejaban en paz. Incluso cuando el temible Kublai Khan invadió la zona con un poderoso ejército que incluía mil doscientos carros de guerra, los naxi le ofrecieron sumisión de inmediato y el rey mongol pasó de largo. Así, Lijiang ha permanecido más de mil años aislada y en paz, cerrada a las influencias exteriores. Según afirmaba un especialista en música oriental, la música naxi tiene tanto que ver con la clásica china como el jazz con la música de la Grecia clásica, de la que lo ignoramos todo.

La religión naxi tiene su origen en el confucianismo y se practica el chamanismo. Su filosofía vital rechaza las prisas y la velocidad del progreso, el empeño tan chino por «matar el tiempo». En su libro Forgotten Kingdom, Peter Goullart, un médico taoísta de origen ruso, estudioso de su cultura, escribe:

 

En el bonito valle de Lijiang, el tiempo tiene un valor diferente. Allí es un amigo gentil y un profesor confiable [...] No es verdad que estemos tan ocupados como para no percibir la belleza y la bondad de este bendito valle. Hay tiempo para todo. La gente en la calle interrumpe su marcha para admirar un ramo de rosas o para asomarse a las aguas claras de un canal. Los campesinos se detienen en sus tareas para contemplar el siempre cambiante rostro de la Montaña Nevada de Jade...

 

Durante la Revolución Cultural decretada por Mao Tsé Tung en 1966, un período de terrible represión política, uno de los grandes patriarcas naxi, el musicólogo Xuan Kue, pasó varios años en prisión y en campos de trabajo por dos curiosos delitos, que no iban más allá de la mera ironía: el primero, el recibimiento a un grupo de tropas maoístas con una marcha militar de Schubert; y el segundo, sostener en público la tesis de que la fama de Mao no alcanzaría nunca a ser la de Jesucristo.

Lijiang pasa por ser la ciudad china en donde el nivel de suicidios es más alto y, sobre todo, entre los naxi. Lo curioso es que ellos lo consideran algo así como una tradición de la que se sienten orgullosos, según ha contado el antropólogo austríaco Joseph Rock, el mayor especialista en la cultura de esta etnia. La moral naxi es muy relajada en cuestiones amorosas y permite apasionados amoríos a sus jóvenes desde muy pronta edad. Y de las pasiones desatadas provienen los desamores desaforados. Y el desamor provoca el suicidio. Los jóvenes suicidas se van a algún lugar apartado, a menudo a la Montaña Nevada del Dragón de Jade o a un lago solitario cercano a la ciudad, dejan escrita una carta o una poesía explicando su decisión y toman una pócima de aceite mezclado con una planta venenosa, el acónito: una receta inventada hace siglos por los chamanes naxi. Es un brebaje que paraliza la laringe, con lo cual los suicidas no pueden gritar y mueren en silencio, sin que nadie acuda en su ayuda. Cuando los familiares alertan sobre la desaparición de los jóvenes, los chamanes saben bien los sitios en donde hay que ir a buscarlos.

 

 

El teatro naxi de la ciudad vieja no era muy grande. Entre el patio de butacas y el anfiteatro no habría más allá de trescientas plazas, que enseguida se llenaron, a pesar de que los precios de las entradas eran altos para el nivel de vida chino: entre los quince y veinte euros al cambio.

A las ocho en punto salieron los músicos al escenario. Conté treinta, todos ellos con instrumentos tradicionales naxi. Lo que daba un carácter peculiar a la orquesta era la edad de los intérpretes: la mayoría superaban de lejos los sesenta años y al menos una decena pasaban de largo de los setenta. Sólo había cuatro mujeres, todas ellas jóvenes. Los músicos vestían túnicas rosadas o azuladas con brocados en el pecho.

Al ocupar sus asientos, una mujer tomó un micrófono en un lado del escenario y, primero en chino y luego en inglés, dio algunas explicaciones sobre la música tradicional naxi y sobre los intérpretes. Por ella supimos que el más anciano de los músicos, que tocaba una especie de xilofón que apoyaba en vertical sobre una suerte de atril, tenía ochenta y tres años. Explicó después en qué consistía la pieza que iba a tocarse para abrir el concierto. En las sucesivas composiciones interpretadas en el curso del concierto, la mujer volvería a salir previamente para comentar su origen y su sentido. La mayoría de las piezas eran instrumentales y sólo algunas, cantadas por las mujeres.

Todo empezó como un arrullo de viejas voces que parecían surgir de otras edades y que iban creciendo, como cuando uno camina hacia la catarata de un río y comienza a oír el rumor del agua lejana, un rumor que va ascendiendo conforme te acercas, hasta convertirse en un bramido. Sonaron golpes de tambor, un gong, una campanilla, y la orquesta arremetió de pleno con la composición. Era un sonido de corte clásico, diferente a otras músicas orientales.

Sentía una inmensa emoción, una emoción imprevista, como si la música me trasplantase cientos de años atrás en el tiempo. Escuchaba lo mismo que escucharon otros hombres mil quinientos años antes y mi emoción tenía mucho que ver con mi conciencia de ser humano muy vivo en un hermoso mundo.

El memorable concierto duró hora y media. Los espectadores aplaudimos a rabiar y yo casi más que ningún otro. Cuando abandonábamos la sala, en los altavoces comenzó a sonar un coro que interpretaba... ¡el Mesías de Haendel!

 

 

Habíamos salido de Lijiang a eso de las nueve de la mañana, en una pequeña furgoneta alquilada por Xiao que conducía una mujer de mediana edad. Y cerca de las once, desde un mirador de la montaña, entre la calima, veíamos las curvas del Yangtsé, abriéndose paso en un cerrado valle cercado por las cumbres de la cordillera de Mianmian. Parecía una gran anaconda de parda piel. Luego, la carretera descendió bruscamente y, al poco, nos encontramos a la vera misma del gran curso de agua, que fluía sereno, con mansedumbre, entre campos en donde refulgía el verdor del maíz.

A la altura del pueblo de Shigu, nos acercamos al embarcadero para contemplar uno de los más singulares perfiles del río, la enorme curva de noventa grados que, en un espacio de apenas trescientos metros, gira súbitamente de sur a norte. El lugar es una verdadera extravagancia de la naturaleza, una suerte de broma geológica. El río desciende hacia el sur, sin sobresaltos, por un ancho valle de plácida geografía, ya en la provincia de Yunnan. Y de pronto, al arrimarse a una colina solitaria en forma de cono, gira alrededor de ella, como si quisiera abrazarla, para poner de inmediato rumbo al norte. Más que un río, parece un trazado de Fórmula 1.

El día era cálido y el aire calimoso. Permanecimos allí un rato, tomando un refresco en un chiringuito de la orilla. Una garza blanca, esa ave acuática con forma de dardo, cruzó veloz sobre la superficie del Yangtsé. Y al verla, reparé en un hecho curioso: que en China apenas hay pájaros. La explicación del asunto es política: en 1962, cuando Mao Tsé Tung dictó la reforma económica conocida como el Gran Salto Adelante, una de las medidas que decretó para mejorar la producción agrícola fue tratar de extinguir a todos los pájaros del país, que se comían una buena parte de la cosecha anual china. Millones de aves perecieron. Y el resultado de tan ingeniosa decisión fue una explosión demográfica de los insectos, que se zamparon las cosechas que antes se comían los pájaros.

Contemplé a la garza como si se tratara de un superviviente del Holocausto.

Y seguimos viaje por el valle, en paralelo al río, rumbo a la Garganta del Salto del Tigre.

 

 

La carretera ascendió y se estrechó abruptamente. De pronto, marchábamos por el borde de un desfiladero y abajo, en el fondo del abismo, el río se retorcía, redoblaba su vigor, entre los recios murallones de piedra que oprimían su curso. Llevábamos las ventanillas abiertas para escuchar sus pavorosos rugidos. Por el cielo volaban nubes oscuras que se abrían y cerraban al paso del sol.

Aparcamos en una ancha explanada en la ladera de la montaña. Allí abajo, el agua se retorcía, pugnando consigo misma, y el Yangtsé, enfurecido, hervía en remolinos salvajes, lanzaba al aire gigantescos borbotones de agua terrosa, se restregaba contra las paredes de piedra, escupía olas que se quebraban en el aire. Rabioso ante el angosto paso que formaba la garganta, el río parecía querer destruir a la montaña. Y piedra y agua luchaban, como dos púgiles, por imponerse el uno al otro, inútilmente. Toda la fuerza primitiva de la naturaleza y su íntima violencia encontraban su mejor retrato en la Garganta del Salto del Tigre. Estremecía observar el furor salvaje del río y escuchar al mismo tiempo su sostenido y tenebroso grito. Las cumbres, desde más de tres mil metros de altura, contemplaban asombradas aquel combate sin triunfador posible que, desde millones de años atrás, libraban la piedra indomeñable y el agua enfurecida.

Quizá, cuando hayan transcurrido otros cuantos millones de años, resulte al fin un vencedor en esa terrible lid. Si yo tuviera que apostar por uno, lo haría por el agua.

Porque el agua es invencible.

 

 

Los rápidos del Salto del Tigre del Yangtsé son los más peligrosos del planeta y es imposible que puedan cruzarse en barca, practicando eso que en inglés llaman rafting. Si alguien lo ha intentado, ha muerto. Como han muerto numerosos montañeros de los que recorren cada año a pie el sendero que se tiende en la ladera de la montaña, casi todos por causa de desprendimientos de tierra.

Desde que el río entra en la garganta, recorre 22 kilómetros de rápidos entre murallones abisales y su desnivel desciende cerca de trescientos metros. El nombre, Hutiao Xia, traducido del chino como Garganta del Salto del Tigre, viene de una leyenda antigua: al parecer, un cazador perseguía a la fiera y el animal, en su huida, se topó con los rápidos. Y saltó al otro lado por el punto más estrecho de la garganta, algo más de quince metros, logrando burlar al hombre que trataba de matarlo.

Hasta hace poco, a los extranjeros les estaba prohibido visitar el lugar, pero hoy se ha convertido en una atracción turística y quien quiera descender hasta casi la orilla del agua debe pagar entrada.

 

 

Para bajar desde la explanada del aparcamiento hasta los rápidos, los ingenieros han construido hace unos años una serie de plataformas a las que se llega por escaleras de madera y pequeños puentes que van sorteando, en zigzag, los escollos naturales y las hendiduras de la roca. Calculé que habría una distancia de un kilómetro, más o menos, en el recorrido, con más de medio millar de escalones y ocho o diez plataformas. En caída libre, la distancia entre el aparcamiento y el río podría ser de unos trescientos metros.

Media docena de palanquines, techados, por si llovía, y asientos forrados de terciopelo rojo, ofrecían transporte a los turistas más viejos por 150 yuanes, alrededor de 20 euros al cambio. Los porteadores eran en su mayoría hombres muy delgados, nervudos y musculosos.

Debo de tener un cierto aire de viejo fatigado porque varios de ellos se acercaron a mí, mientras que ni a Pere ni, por supuesto, a Xiao les prestaron atención. Descender por las escaleras era muy sencillo y nada cansado, de modo que rechacé sus ofertas, a pesar de que trataban de regatear rebajando sensiblemente el precio.

Abajo, en la terraza sobre los rápidos, el ruido era atronador, y el espectáculo del agua saltando resultaba terrorífico. Los remolinos arremetían contra las paredes de piedra caliza y de granito y el río parecía un fiero y temible animal que se revolvía con intención asesina contra un mundo que lo aprisionaba. En la otra orilla, en un hueco de la roca, la estatua de un tigre recordaba el salto del mítico felino que escapó del cazador saltando de una orilla a otra del gran Yangtsé.

Nos fotografiamos con turistas chinos, sobre todo con muchachas que reían alborozadas al posar con Pere y conmigo. Me ha encantado siempre sentirme centro de atención.

Regresábamos. Y miré con pavor el medio millar de escalones que me esperaban. No es lo mismo bajar que subir, sobre todo cuando acabas de cumplir los sesenta y ocho años.

En ese momento se me acercaron dos porteadores con su palanquín, ofreciéndome sus servicios.

—Pregúntales cuánto piden —dije a Xiao.

Xiao tradujo y uno de ellos, supongo que el jefe, me miró la barriga antes de responder.

—Doscientos yuanes —dijo Xiao sin contener la risa.

—Pero arriba eran ciento cincuenta...

—Sí, pero no es lo mismo bajar que subir.

Y siguió riendo a carcajadas.

Xiao regateaba y el hombre no cesaba de señalar mi barriga.

—¡Ay, que me parto el culo! —exclamó Xiao.

Al fin, el trato quedó en ciento sesenta yuanes.

Un muchacho recién salido de la adolescencia tomó las dos varas delanteras mientras el otro, el jefe, se hizo cargo de las dos traseras. Yo me acomodé en el cojín. Y de tal guisa comenzamos a subir las escaleras. Pere me iba haciendo fotos, Xiao corría a mi lado muerta de risa.

—Ay, tío Javier, tío Javier... si te vieras.

Había decidido bautizarme como «tío Javier» y así siguió llamándome durante el resto del viaje. Me sentía ridículo con un aspecto que imaginaba parecido al de un viejo Buda en parihuelas.

El chico que viajaba delante jadeaba y la camiseta le chorreaba a los pocos minutos de comenzar la ascensión. Oía el resuello del hombre que se esforzaba a mis espaldas. Descansaban cada dos plataformas, agotados. Pero renovaban fuerzas y volvían a cargar con mis casi noventa kilos.

Dos sentimientos se cruzaban en mi ánimo: el de la vergüenza por participar en aquella ceremonia de humillación y desigualdad social, y el del consuelo por saber que ayudaba a dos personas menesterosas a ganarse la vida.

De pronto yo era como los europeos que viajaban por la vieja China, la China de los culis, de los desafortunados ganapanes que cargaban a los viajeros en sus palanquines o en sus rickshaws. Recordé un texto del viaje a China de Somerset Maugham en donde escribe sobre aquellos desafortunados, más o menos alrededor de 1920:

 

Se les ve ancianos y con el cuerpo sin grasa, la piel delgada cubriendo los huesos, el rostro arrugado como el de los monos, con escaso pelo canoso, viajando hacia una tumba en donde ya, finalmente, podrán descansar. Corren con la vista mirando al suelo para elegir el lugar mejor en donde poner los pies, con ansiedad y tensión. Su esfuerzo resulta opresivo. Producen compasión, pero eso no sirve de nada. El hombre, en China, es un animal de carga.

 

Luego, Maugham incluía en su libro un texto sobre ellos extraído de un libro de un místico chino cuyo nombre no citaba:

 

Vivir abrumado por el desgaste de la vida, pasar sobre ella con rapidez, sin poder detenerse y detenerla, ¿no es algo atroz? Trabajar sin tregua y vivir sin extraer placer de la vida, fatigado siempre, y abandonarla de repente sin entender nada de cuanto ha sucedido, ¿no es un motivo para la más grande tristeza?

 

¿Hablaba de los culis o del ser humano en general?, me pregunto ahora.

Y yo era de pronto, aquella tarde en la Garganta del Salto del Tigre, como aquellos viajeros occidentales insensibles, o como los emperadores y nobles mandarines a los que servían millones de infelices culis cuya vida no era más que un triste tránsito hacia la muerte.

Pero al mismo tiempo, me llamaba la atención la indiferencia con que nos contemplaba la gente que subía a pie. Muchos ni siquiera se apartaban para dejar pasar a los dos pobres hombres que cargaban con mi sobrepeso europeo. Y pensé que el sistema de clases, la jerarquía que separa al rico del pobre, sigue vivo en China, está anclado en el corazón de la sociedad, por más que, entre el sistema medieval y la moderna China, hubiera en medio una revolución comunista. El señor será siempre señor: noble de cuna o dirigente de partido; y el lacayo, lacayo. Y todos mirarán el sufrimiento con indiferencia: más aún si es ajeno.

Llegamos arriba. Les di a los hombres los 200 yuanes que pedían al principio y Pere añadió otros 40 de propina. Estaban felices. Charlamos un rato con ellos y nos hicimos fotos juntos.

El joven que sujetaba las varas delanteras del palanquín se llamaba Wang Gui Wu, acababa de cumplir los diecinueve años y, recién terminado el bachillerato, estaba tratando de ahorrar dinero durante el verano, subiendo y bajando turistas en el Salto del Tigre, para poder pagarse la universidad. El que cargaba detrás de mí tenía cuarenta y cuatro años, su nombre era Wang Jian Rong y era el dueño del palanquín. Los dos vivían en la vecina aldea de Longfan y hacían entre cinco y seis viajes de subida y bajada cada día.

Terminaban reventados.

 

 

Todo es posible en la China de hoy y a Shangri-La, un místico y mítico lugar imaginario, los chinos lo han convertido en una ciudad real. En 1933, el escritor inglés James Hilton publicó una novela titulada Horizontes perdidos (Lost Horizon), en donde cuenta la historia de cuatro viajeros que sobreviven a un accidente de aviación en las montañas del sudoeste de China. Los hombres son acogidos en la ciudad de Shangri-La, en el valle de la Luna, al pie de una montaña de forma piramidal llamada Karakul. En Shangri-La todo el mundo es feliz y la gente vive muchísimos años, siempre al margen de todos los problemas del mundo. Es la metáfora de la Arcadia feliz, el paraíso perdido.

La novela, un best seller de su tiempo, se llevó al cine con gran éxito, bajo la batuta de Frank Capra. Y la gente comenzó a buscar Shangri-La, que Hilton situó en las cercanías del Tíbet y en la provincia de Yunnan. Varias ciudades chinas se postularon como el lugar descrito por el novelista inglés, quien, por cierto, jamás visitó China. Y al fin, un grupo de geógrafos chinos determinaron en 1997 que el lugar estaba en el distrito tibetano de Dêqên, dentro de la provincia de Yunnan, en donde se encuentra un monte llamado Kawa Karpo, parecido al descrito por Hilton. La ciudad, para los investigadores, no podía ser otra que Zhongdian, situada a más de 3.300 metros de altitud.

Y en 2002, solemnemente, se cambió el nombre a la ciudad y pasó a llamarse Shangri-La. Incluso se construyó un aeropuerto con el mismo nombre.

Y el turismo se multiplicó y la ciudad, que era bastante pobre, cuenta con varios hoteles de lujo. Hoy la habitan 130.000 personas, la gran mayoría de origen tibetano, y sigue creciendo sin parar.

 

 

Viajamos hacia el norte, rumbo a Shangri-La, por altas mesetas sembradas de campos feraces, regadas por ríos de aguas claras, con hileras de grandes montañas nevadas que cerraban el paisaje. El aire era muy fresco y llovía en ocasiones. Xiao miraba por la ventanilla del coche y nos decía:

—Nunca pensé que en mi país hubiera algo tan bonito.

—¿Vas a dejar de ser española y volverte otra vez china? —le preguntó Pere.

—Eso no... China puede ser bonita, pero los chinos, no. Sobre todo los hombres: son unos capullos.

En verdad era un paisaje bellísimo, grandioso. Y se hacía aún más bello conforme nos acercábamos a Shangri-La.

Pero ¿por cuánto tiempo? Las trazas de grandes obras asomaban de cuando en cuando: gigantescos pilares para tendidos ferroviarios de alta velocidad, excavadoras que rasgaban la tierra para anchas autopistas... Shangri-La dejará de ser muy pronto un horizonte perdido.

Entramos en la ciudad, una amplia y larga avenida recta con edificios de viviendas aún sin habitar, algo muy frecuente de encontrar en los arrabales de las ciudades del país. En China se construye sin cesar, pensando en un futuro próximo de muchos más millones de habitantes. No hay «burbuja inmobiliaria» en China, sino un gigantesco globo que va camino de ser casi terráqueo.

Nuestra conductora nos dejó en el International Youth Hostel y emprendió regreso a Lijiang. Anochecía y nos fuimos a echar una ojeada a la ciudad. De camino, paramos en un bar para tomar una cerveza. Y mientras Xiao salía a la calle para realizar algunas llamadas, Pere me hizo una confidencia:

—Creo que voy a tener algo con ella.

—¿Y su lesbianismo...?

—El otro día me dijo que le gustaban los extranjeros. Y más aún, si eran mayores...

—Y a ti, ¿te gusta?

—Mucho. Voy a ver qué pasa en los próximos días.

Tenían pensado ir a practicar montañismo durante unas jornadas, en tanto yo me iría a Dali, una ciudad al sur de Lijiang.

—Suerte —dije.

Shangri-La resultaba sorprendente desde el primer momento, reluciente bajo el neón y la poderosa luz de las farolas. Las tiendas tradicionales tibetanas, humildes y algo desastradas, alternaban con comercios modernos en donde se ofrecía ropa de reputadas firmas occidentales, concesionarios de coches japoneses, relojes de conocidas marcas suizas y numerosos locales de venta de teléfonos móviles y ordenadores. El pasado viajaba ya, irremisiblemente, a lomos del futuro.

Reparé en que, en los grandes anuncios luminosos, los modelos, tanto los hombres como las mujeres, eran por lo general europeos.

—Los chinos somos muy feos y lo sabemos —dijo Xiao cuando le pregunté sobre ello.

—Tú no eres fea —protestó Pere—, sino todo lo contrario.

Comenzaba el cortejo.

Oímos una música que venía del centro de la gran plaza. Y naturalmente, acudimos a su llamada. En la vasta explanada peatonal más de doscientas personas formaban un enorme corro y danzaban al ritmo de una dulce y cadenciosa melodía. La mayoría eran mujeres y muchas de ellas vestían la ropa tradicional tibetana.

La danza y la música me recordaron de pronto a la sardana. Se lo dije a Pere.

—Pues qué pena, porque tengo una barretina en la bolsa —comentó—. Me la podía haber puesto esta noche.

—¿En serio?

—La traje para darte una sorpresa en la Diada, querido madrileño; pero queda casi un mes todavía.

Me acerqué a hacer unas fotos a un grupo de jóvenes. Y un muchacho, con cortesía y por medio de gestos, me indicó que no quería ser retratado. Luego se dirigió a Xiao.

—Te pide que, por favor, no le hagas fotos —tradujo ella—; porque es muy feo.

Asentí. Realmente, el chico era poco agraciado.

—¿Lo ves? Los chinos somos feos y lo sabemos.

—Tú no, Xiao —repitió Pere.

El cortejo se encaminaba a la danza nupcial.

 

 

Nos separamos. Xiao y Pere se iban a las montañas y yo a Dali, al sur de Lijiang. Nos encontraríamos nueve o diez días más tarde en Chongqing, de nuevo junto al Yangtsé. Pere es un hombre muy previsor y siempre lleva repuestos para todo. De modo que me prestó uno de sus dos teléfonos móviles —yo nunca llevo en mis viajes— para comunicarles en dónde les esperaba al llegar a Chongqing.

—Feliz viaje de novios —le dije a Pere, casi al oído, al abrazarle en la despedida.

—Menos cachondeo —contestó.

Tardé cuatro horas en autobús hasta Lijiang, adonde llegué a eso de las dos. Me dirigí sin dilación a la estación de trenes: a las tres y media salía uno hacia Xiaguan, la parada más próxima a Dali. Saqué billete de segunda clase: siempre lo hago, incluso en trenes baratos como era aquél, porque es más fácil relacionarse con la gente en las clases inferiores que en primera.

Es como la vida misma: resulta más sencillo hacerse amigo de un pescador o de un campesino que de un rey o de un banquero. Los primeros, además, te dan tema para escribir; y los segundos no te dan casi nunca nada: si acaso, te quitan.

De modo que seis pasajeros viajábamos en un viejo vagón por un territorio muy montañoso y abundante en bosques, a bastante altitud, junto a cultivos de tabaco y maíz, cruzando muchas pequeñas poblaciones, sorteando abisales barrancadas y atravesando numerosos túneles. El joven que se sentaba frente a mí sabía inglés y quería irse a vivir a Australia. Se llamaba Lee.

—Muchos chinos están volviendo de la emigración ahora que el país empieza a tener dinero —me dijo—. Pero yo quiero recorrer mundo antes de morir.

Volvían a verse tumbas en los campos de cultivos. Dos horas y media después llegábamos a Xiaguan.

Dali está a algo más de veinte kilómetros de Xiaguan y me incorporé al pasaje de un taxi colectivo de las decenas de ellos que se ofrecían en la explanada de la estación, pagando unos seis euros al cambio. A las siete de la tarde entrábamos en la vieja ciudad amurallada. Un cielo teñido de grotesco color magenta cubría el circo de rotundas montañas que cercaban Dali, riscos de apariencia terrible, como titanes de antaño.

 

 

Dali es una ciudad situada a 1.900 metros de altitud, amurallada, muy antigua, de edificios bajos con tejados cóncavos, torres de vigilancia en los cuatro puntos cardinales, algunos templos budistas y una iglesia católica. En la calle principal, Renmin Lu, peatonal, abundan los restaurantes, los bares, las tiendas de artesanía y los pequeños hostales. Me alojé en uno de ellos, sencillo y barato.

Durante los años setenta y ochenta del pasado siglo, Dali fue un destino hippy en el camino al Tíbet. Y esa noche, al salir a la calle, desde algunos cafés emanaba el inconfundible olor anisado de la marihuana. Había más europeos que en Lijiang y me llegaba otro tufo: el de leve impostura que en mí levantan las ciudades del, por llamarlo así, «circuito alternativo». Nunca me ha gustado el universo hippy. Entre otras cosas porque pienso que son gente que se ducha poco y porque, a menudo, si eres algo ingenuo, utilizan su llamativa filosofía transgresora para sacarte los cuartos o tratar de tirarse a tu chico o chica.

De las ciudades te enamoras o te desenamoras como de las personas: casi a primera vista y sin reconocer las razones. ¿Para qué preguntarse por ello? Yo no me enamoré de Dali ni a primera ni a segunda vista.

Dali se arrima a la esquina inferior del lago Erhai, cuyo nombre significa «lago en forma de oreja», que cubre una superficie de 250 kilómetros cuadrados. Allí se crían numerosas especies de peces, sobre todo carpas negras, y dos tipos de crustáceos: uno semejante al cangrejo de río europeo y otro parecido al cangrejo de mar, pero muy pequeño de tamaño.

Entré en un restaurante y pedí cangrejitos de los redondos, como los marinos. Y al día siguiente sufría una diarrea imponente.

Era otra poderosa razón para no amar a Dali.

 

 

Había olvidado meter en mi botiquín de viaje un medicamento antidiarreico. De modo que busqué una farmacia, de las que en China hay de dos tipos: la de medicina tradicional y la de medicina occidental. Yo me fío más de la segunda. Así que indagué por una de ellas después de tomarme un té en el hotel. Tuve suerte: había botica cerca de mi alojamiento, según me indicó la recepcionista, que sabía bien inglés.

Pero los dependientes de la farmacia no conocían otra palabra inglesa que no fuera «yes». De manera que tuve que informarles con señas y gestos sobre mi problema. Debí de hacerlo con mucha precisión porque la clientela, una decena de personas, se lo pasaron bomba, sin cesar de reírse, como quien asiste a una comedia. El remedio, por otra parte, resultó estupendo. Pero después de todo, ¿qué te importa hacer el ridículo durante unos minutos, ante gente que no conoces y que no volverás a ver en lo que te queda de vida, si eso te sirve para arreglar las tripas?

Esa noche me quedé en hotel, a la espera de que el medicamento hiciera su efecto. Leía un libro estupendo, sobre la naturaleza dura de Irlanda: Deseo, escrito originalmente en gaélico por Liam O’Flaherty.

Cuando sentía un retortijón, maldecía de cuando en cuando a los frágiles crustáceos de la cena de la noche anterior. Estaba seguro de que, si me hubiera comido una gaviota cruda y sin desplumar del condado irlandés de Galway, no me habría sentado peor que los delicados cangrejitos del lago Erhai.

 

 

Por la mañana, llovía. En el comedor del hostal desayunaba un occidental de aspecto llamativo: un hombre fuerte, de largos cabellos rubios, barbado y vestido con un mono azul de trabajo. Le miré curioso, sonrió y se vino como un tiro a mi mesa.

Resultó ser español, granadino; se llamaba Sión Duque y tenía cuarenta y ocho años. Me dijo que llevaba veinte en Oriente, los últimos diez en China. Antes había vivido en Japón y Corea del Sur. Hablaba siete idiomas y era de naturaleza expansiva. No parecía un tipo vulgar, desde luego. Se dedicaba a la pintura.

Como no cesaba de llover, nos quedamos un rato charlando. Sión era un conversador ameno, abierto a contarte cualquier cosa sobre la que le preguntaras.

—Los chinos no se parecen a nadie —me dijo—. Y menos a los japoneses y a los coreanos, que tienen entre ellos más cosas en común. Los japoneses llaman a los chinos «arroz y paja», que quiere decir más o menos tontos. Pero no es así: más bien son laboriosos, saben ganar dinero y quieren comerse el mundo. En los últimos cinco años han construido trescientos nuevos aeropuertos. Hay ya millones de millonarios aquí y la clase media crece sin cesar, mientras que la miseria va desapareciendo. En Shangai y Pekín encuentras más Ferraris en las calles que en cualquier otra ciudad del mundo. A los chinos les gusta el lujo y, sobre todo, les encanta exhibirlo. Y ya ves, todo viene de un sistema comunista...

—Una rara mezcla, ¿no?

—Bueno... me corrijo a mí mismo. No viene todo del comunismo ni es el resultado del capitalismo puro. Este país es, sobre todo, hondamente nacionalista.

—¿Te has integrado?

—Imposible. Los chinos son muy desconfiados. No sé si lo son desde siglos atrás... Pero la Revolución de Mao les enseñó a delatarse entre ellos: hijos a padres, hermanos a hermanos... Y son muy interesados. Una familia china es como un banco, siempre priman los intereses económicos, por encima de los afectivos. Antes que nada, aquí lo que importan son las apariencias, el prestigio social. Un chino puede tener una fábrica y robar a sus empleados y estafar a los competidores... pero si nadie protesta, aunque se sepa, su prestigio social se mantiene incólume. Un hijo puede robar a su padre y el hecho lo admitirá todo el mundo si no hay escándalo. Pero si surge el escándalo, el prestigio se esfuma y el hombre que eras ha perdido la cara, «has lost the face». La sociedad te rechaza entonces... No, no tengo muchas relaciones. Japón es más parecido a nosotros y los japoneses son más educados: han absorbido mejor a Occidente, integrándolo a su cultura. Los chinos no han integrado nada mientras destruían su cultura ancestral. Son zafios, poco cultivados.

—¿Y qué haces aquí?

—La vida es más barata. En Dali pinto bien y el clima me gusta, aunque casi toda mi obra la vendo en Corea y en Japón. Y no me importa estar solo. Quizá me vaya pronto, en todo caso.

—¿A España?

—Seguiré por Asia. Y quizá vuelva a Japón. Me gustan los japoneses. Yo siempre digo que, si le das una cucharilla a un japonés, te hace un ordenador. Si se la das a un coreano, la pondrá debajo de la pata de una mesa para que no cojee. Y si se la das a un chino, se hurgará en la oreja con ella para limpiársela.

—Muy limpios no parecen... eso de escupir en la calle, por ejemplo.

Sión se rió con ganas.

—El otro día, comentándole a un chino esa costumbre de escupir a toda hora y en todo lugar, me dijo que lo que sucede es que ellos tienen un concepto diferente de la limpieza —me explicó.

—¿Conquistarán el mundo?

—No creo. No saben seducir. Y sin seducción, nunca hay conquista.

 

 

Esa noche me sentía bastante mejor y había cesado de llover. Salí con Sión a dar una vuelta. Y cené algo de arroz blanco.

Caminábamos por un barrio popular. El granadino saludaba a la gente. Y daba algunas monedas a los pobres. Se detuvo ante un mendigo ciego, charlaron un rato y me lo presentó.

—Anda, estréchale la mano —me animó—. A los pobres no sólo hay que darles, hay que hablarles: a veces, lo necesitan más que el dinero.

—Pareces un misionero, Sión.

—No creo en Dios. Pero si no fuera pintor, sería misionero.

Seguimos camino.

—Ese mendigo es un ejemplo para comprender lo que es China. El hombre tenía un buen trabajo, mujer e hijos. Y de pronto, se quedó ciego. Y la mujer y los hijos le echaron de la casa porque ya no era útil. Éste es el único país del mundo en donde, cuando los matrimonios se separan, pleitean para no quedarse con los hijos. ¿Qué haría una mujer de treinta o treinta y cinco años, separada y con dos hijos? Ya nadie la querría como esposa. Y para un hombre serían un estorbo. Casi todos los niños chinos crecen sin cariño. Y si no lo reciben de niños, no lo dan de mayores. En este país no existe la amistad, no existe casi el amor; existe la relación comercial.

Era una pintura muy negra, goyesca casi, la que me dibujaba Sión.

—Mao Tsé Tung lo pervirtió todo en nombre de una utopía de justicia —concluyó—. Y ahora, pregúntate: ¿qué es la justicia? Ni los más grandes pensadores saben hoy explicárselo.

El barrio «rojo», el barrio de los prostíbulos, tenía luces tenues y, en las puertas abiertas a la calle, las meretrices sonreían cuando pasabas delante y mirabas al interior. Pero ninguna salía a ofrecerte sus servicios.

—Quienes negocian son los chulos —dijo Sión—, a los que en China llaman «patos». Las pobres mujeres son simplemente esclavas.

 

 

Tomé un autobús hasta Panzhihua, buscando de nuevo las orillas del Yangtsé. Fue un viaje fatigoso, circulando durante más de siete horas por una carretera endemoniada, hostil a los riñones y al cóccix. Dormí en el primer hostal que encontré más cercano a la estación de autobuses y, temprano en la mañana, compré billete para seguir río abajo en busca del lugar en donde Mao Tsé Tung cruzó el Yangtsé durante la famosa Larga Marcha, uno de los grandes hitos de la historia del país, el episodio en donde comenzó a cincelarse la China de hoy.

La estación era un caos en esa hora, un desorden colosal. Nadie respetaba las colas, todos se saltaban los turnos, entrábamos en los vehículos en turbamulta. Volvía a sufrir las consecuencias de una característica esencial de los chinos: la mala educación. Y me abrí paso a codazos entre la gente que me miraba con cierto asombro.

Y se asombraban ante mi súbito malhumor por un hecho sutil: no es que los chinos sean maleducados; lo que sucede es que carecen de educación, que no es lo mismo. Y si respondes a ello con cabreo, no logran entenderlo.