Al dejar atrás la aduana y entrar en el gran vestíbulo del aeropuerto de Pekín, entre la multitud de gente, vi a una persona de baja estatura que me hacía señas y daba alegres saltitos, sonriendo con alborozo. Vestía una camiseta de la selección española de fútbol, su pequeña melena estaba cortada a tazón, gastaba gafas de miope y en su rostro punteaba un acné juvenil. Podía parecer un chico adolescente. Pero no: era una chica. Se llamaba Xiao Yishuang, tenía veintisiete años y era la persona que habíamos contratado como intérprete y guía para nuestro viaje por China.

Corrió hacia mí y me dio dos besos.

—Soy Xiao —dijo.

—¿Cómo me has conocido?

—He buscado fotos tuyas en internet. Hay muchas. ¿Eres muy famoso?

—No tanto.

Se tocó la camiseta.

—¿Has visto?... La Roja.

—¿Ha llegado Boix?

Señaló hacia atrás.

—Está allí sentado.

Pere Boix, mi compañero de viaje, había aterrizado tres horas antes, proveniente de Zurich, donde pasa una buena parte del año, mientras que yo llegaba de Londres. Pere, algo más joven que yo, es amigo mío desde mucho tiempo atrás y su empeño y tenacidad me habían convencido de emprender viaje con él por China. Yo había estado en el país en dos ocasiones anteriores, en breves viajes periodísticos, una en el año 1978 y otra en 1987; pero ahora se trataba de recorrerlo en el curso de un par de meses. Nuestro interés, sobre todo —o casi diría que mi interés en particular—, era navegar todo lo posible el río Yangtsé, el cuarto curso de agua más largo de la Tierra, tras el Amazonas, el Nilo y el Missouri-Mississippi. Tengo una especie de fijación con los ríos, aunque nunca seré capaz de explicar bien por qué. Creo que, más que nada, me comunican una sensación profunda de vitalidad: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar...».

Comenzaba un intenso y largo viaje, en el que, además, nacería una historia de amor.

Pero todo a su tiempo.

 

 

Salimos del aeropuerto en taxi a una ancha y recta avenida. El primer encuentro con Pekín, veinticinco años después de mi última visita y treinta y cuatro desde la primera, me ofrecía el paisaje de una ciudad muy distinta a la que yo recordaba. El tráfico era agobiante y avanzábamos rodeados de vehículos. En mi primer viaje, a poco de terminar la llamada Revolución Cultural, el último coletazo del maoísmo,1 no existían los automóviles privados y la gente se desplazaba en vetustos autobuses de fabricación rusa, o en carromatos, o sencillamente andando. Después de treinta años de comunismo, Pekín era entonces una urbe pobre, de extensos barrios con casas humildes y bajas, muchas de ellas de madera; una ciudad abrumada por la marea del afán de igualitarismo social.

Nueve años después de aquel primer viaje, volví a Pekín y encontré una ciudad invadida por millones de bicicletas, una suerte de plaga de insectos de metal que rodaban por todas partes: calles, aceras, parques... Ibas caminando por la ciudad y a tu alrededor sonaba sin cesar el tintineo de sus timbres. Entre las muchachas de entonces se habían puesto de moda las minifaldas y, al contemplarlas dándole a los pedales, aprendías mucho de los gustos en lencería de las chinas: en ese tiempo predominaban la sencillez del algodón y el color blanco.

Ahora veía numerosos vehículos particulares de reciente matriculación, en su mayoría japoneses, y autobuses modernos y potentes. A los lados de la ancha avenida, de doble dirección y con varios carriles en cada banda, crecían altos edificios de viviendas y en la lejanía punteaban los rascacielos. Y entrando ya en el cogollo de la ciudad, la autopista se convertía en una red de puentes y amplias avenidas que salían hacia los cuatro puntos cardinales, como una pesadilla de la Metrópolis de Fritz Lang. Y no se veían bicicletas por ninguna parte.

 

 

Nos llevó más de una hora llegar al hotel, un confortable hostal en el distrito de Dongcheng, dentro de lo que llaman el «segundo anillo» o «segundo cinturón» de la ciudad, que probablemente se corresponda con lo que hace más de un siglo se conocía como la «Ciudad China». A finales del XIX, el centro de Pekín lo ocupaban cuatro zonas o «ciudades» separadas por murallas: la Ciudad Prohibida (sede de los emperadores y de su servicio), la Imperial (corte y nobles), la Tártara (administrativos, ricos comerciantes, extranjeros, embajadas...) y la China. Esta última era un barrio popular de casas bajas, poco higiénico y muy pobre.

Hacía calor y, bajo el cielo marrano y gris, el aire parecía pringar. La contaminación casi se masticaba.

 

 

El aspecto de la zona resultaba algo provinciano, lo que sin duda le confería encanto. Creo que el de Dongcheng debe de ser de los pocos distritos de la capital que aún conserva un cierto aire a lo que pudo ser el Pekín anterior a las hondas reformas maoístas e, incluso, quién sabe, anterior a la devastación que supuso la revuelta de los bóxers (1899-1901). A mí me recordaba las descripciones que, en esos días, trazaba Pierre Loti en su libro Los últimos días de Pekín —en donde relata la ocupación por fuerzas extranjeras del territorio chino, conquistado primero por los bóxers chinos a comienzos de 1900, ocupado poco después por una fuerza multinacional y en buena parte destruido en aquellos meses por ambos contendientes—: casas de madera de una planta alzadas en laberínticos callejones, sin aseos propios ni agua corriente; comercios pequeños que exhiben sus productos en la vía pública; comedores al aire libre; olores a especias y a fritanga en aceite de girasol, tufo a soja y a pescado viejo... los rescoldos de la ciudad antigua y abigarrada que sin duda han de apagarse en pocos años por el empuje del imparable desarrollismo que vive China. Escribía Pierre Loti, nombre literario de Louis Marie Julien Viand, en aquellos días:

 

Callejuelas siniestras, ahora dormidas... En intramuros, todo son ruinas y escombros... consecuencia del deterioro, de la desintegración de esa China que es treinta siglos más vieja que nosotros.

 

 

La revuelta de los bóxers constituye uno de los episodios más sangrientos de la historia de Pekín y fue, en buena medida, un conflicto xenófobo, desatado a causa del maltrato que históricamente había sufrido China por parte de las potencias occidentales y el vecino Japón. Los abusos al inmenso imperio oriental explica, de alguna manera, por qué Mao Tsé Tung, que recuperó el orgullo de su pueblo tras su victoria en la guerra civil de 1927-1950, sigue siendo venerado como un héroe en el país; y la reacción a ese maltratamiento en cierto modo se representa físicamente, en mi opinión, en la aspereza con la que las comunidades chinas del mundo se aíslan de las otras en sus «chinatowns». La china fue durante siglos una civilización que se creyó a sí misma superior a las otras, considerando a los extranjeros como «bárbaros». Y ese orgullo, herido durante centurias, convierte a los pobladores de sus inmensos territorios en una nación cerrada en gran parte a todo lo extranjero, acomplejada y altiva al mismo tiempo. El carácter de la China actual es en cierto modo el espejo en donde se miran muchas viejas cicatrices.

A mediados del siglo XIX, China era un vasto mercado consumidor del opio que Inglaterra importaba de la India y la adicción de sus habitantes a la droga diezmaba la población. Así, cuando la dinastía manchú de los Qing quiso prohibirlo, Londres envió a sus soldados para imponerlo y, tras vencer a las tropas de Pekín en dos sucesivas contiendas, llamadas Guerras del Opio, obligó al poder imperial (a la entonces emperatriz regente, la singular y enigmática Cixi o Tseu-Hi, apodada «la Dama Dragón», que había usurpado el trono a su sobrino Guangxu) a firmar una serie de acuerdos comerciales, que fueron conocidos desde entonces como «los tratados desiguales», fechados entre los años 1858 y 1898. A esa ristra de vejaciones se unió una severa derrota militar infligida a los chinos por Japón en 1895, país que, tras aquel conflicto bélico, se unió a las naciones occidentales en la política de explotación comercial de los territorios del imperio de los Qing. En Pekín y otras ciudades importantes se crearon una serie de áreas restringidas, denominadas «concesiones» o «delegaciones», que eran en realidad posesiones extranjeras, con murallas y policía propia, embajadas que actuaban como pequeños gobiernos y con libertad absoluta para comerciar y establecer sus propias vías de comunicación. Los nativos sólo podían entrar en las concesiones como sirvientes y con pases extendidos por las embajadas occidentales, trabajando en condiciones miserables para los señores de Occidente. Los países que gozaban de estos privilegios eran Inglaterra, Francia, Italia, Holanda, Estados Unidos, Rusia, Alemania y Japón. La emperatriz regente Cixi vivía encerrada en la Ciudad Prohibida de Pekín, desprovista de poderes efectivos sobre las embajadas extranjeras, en tanto que éstas compartían una extensa zona de la llamada entonces Ciudad Tártara, que rodeaba la Ciudad Imperial y la Ciudad Prohibida.

Otro elemento que acrecentaba la humillación del imperio lo constituía la entrada en el país de numerosos misioneros occidentales cristianos —católicos y protestantes— cuyas creencias se extendían con rapidez y eran contempladas con gran aversión por los sectores chinos defensores de la tradición y por una amplia mayoría del pueblo.

El movimiento bóxer surgió en 1898 en el norte del país como rechazo a Occidente, al cristianismo y al poder imperial de los Qing. Los bóxers (en inglés «boxeador») eran una suerte de secta, los Yihetuan («puños rectos y armoniosos»), practicantes de un ritual de artes marciales que, en su creencia, los hacía inmunes a los disparos de armas de fuego. Xenófobos y tradicionalistas, los bóxers extendieron rápidamente su rebelión y, pronto, la emperatriz Cixi buscó su alianza, para utilizarlos como fuerza de choque, junto con su pequeño ejército, contra las delegaciones de Occidente y contra las misiones cristianas. Numerosos clérigos occidentales fueron asesinados en las semanas que siguieron al inicio de la rebelión. Y en su imparable avance hacia Pekín, los rebeldes mataron a decenas de miles de personas, violaron a miles de mujeres y saquearon e incendiaron muchas ciudades y aldeas.

En junio de 1900, los bóxers llegaron a la capital y sitiaron el barrio de las delegaciones. Todos los pequeños contingentes armados occidentales, rusos y japoneses se unieron en la defensa de su territorio pekinés, en el sudeste de la Ciudad Tártara. Únicamente quedó aislada la concesión alemana, que estaba alejada de las otras delegaciones extranjeras. El día 20, el embajador alemán, el barón Clemens von Ketteler, resultó asesinado en las proximidades de su oficina por un bóxer.

La reacción al asesinato tardó pocos días en producirse y las potencias con representaciones comerciales en China declararon la guerra al país. Una fuerza militar multinacional compuesta por 54.000 hombres, a las órdenes del general británico Alfred Gaselee, partió de inmediato hacia el gran imperio de Oriente. Formaban parte del contingente soldados japoneses, rusos, británicos, franceses, estadounidenses, alemanes, austrohúngaros e italianos, a los que se unieron 5.000 hombres de unidades militares chinas contrarias a los bóxers.

La fuerza desembarcó en el puerto de Tianjin el 14 de julio y alcanzó Pekín, tras una marcha de ciento veinte kilómetros, el 4 de agosto. De inmediato, liberaron a los sitiados del cerco y las tropas atacantes se desplegaron por toda la ciudad, en una violenta represión que produjo miles de víctimas. La emperatriz huyó a Xi’an y Pekín fue saqueada por los invasores.

Hasta el mes de septiembre de 1901, cuando se firmó el tratado de paz —o de rendición de China—, los soldados de la fuerza multinacional actuaron a su antojo por todo el territorio del imperio, violando a mujeres, asesinando a gente e incendiando y pillando cuanto de valioso habían dejado tras de sí los bóxers. No hubo piedad. El káiser alemán Guillermo II, en julio de 1900, había dirigido estas palabras a su tropa expedicionaria: «Vais a combatir contra una potencia bien armada. Pero deberéis vengar no sólo la muerte de nuestro representante, sino también aquellas de numerosos alemanes y europeos. Cuando encontréis al enemigo, ¡destruidle! ¡Que no haya cuartel, que no haya prisioneros! ¡Que los que caigan en vuestras manos queden a vuestra merced! Hace mil años, los hunos del rey Atila se forjaron una fama que perdura hoy todavía en la memoria y en las leyendas. ¡Que el nombre de los alemanes adquiera en China la misma reputación, de tal forma que ningún chino se atreva jamás a mirar a un alemán con desprecio!».

Su orden se cumplió y la vieja China, humillada durante décadas por los extranjeros y herida por sus hijos bóxers, casi se extinguió para siempre en la feroz hoguera de la guerra de 1900.

Escribía Loti entonces:

 

Parece que acaba de consagrarse de una manera irremediable el hundimiento de Pekín, que es tanto como decir el hundimiento de un mundo... Pekín desfallece, su prestigio ha caído, su misterio termina de esfumarse.

 

Tras los acuerdos de paz, la emperatriz regente Cixi regresó a Pekín, en donde siguió ocupando el trono hasta su muerte, en 1908. Unos años antes, murió su sobrino, el legítimo emperador Guangxu, al parecer envenenado por orden de la Dama Dragón. Tras la revolución de 1911-1912, China pasó a ser una república.

Hay una superproducción de Hollywood, de 1963, dirigida por Nicholas Ray, que recuerda aquel conflicto: la película 55 días en Pekín, donde, como siempre, un agresivo Charlton Heston casi se sale de la pantalla, de mero chulo patriotero, y en la que lo único notable es esa preciosidad de mujer que fue Ava Gardner.

Tengo la impresión, en todo caso, de que a los chinos de ayer y de hoy no les complace en absoluto la película de Ray, ni siquiera en las secuencias en que asoma Ava. Si yo fuera un niño chino, aplaudiría las escenas en donde atacan los bóxers, con el mismo fervor con que aclamaba en los cines de sesión continua del Madrid de mi infancia al Séptimo de Caballería cuando cargaba contra los sioux.

Hoy, ya no tengo a quien aplaudir.

 

 

Pierre Loti era un capitán de fragata de cincuenta años, al servicio de la Armada francesa, cuando viajó a China en la expedición punitiva a bordo del acorazado Redoutable. Su rango militar le facilitó un observatorio privilegiado de la guerra y le permitió también asistir como testigo a numerosas negociaciones con los chinos tras el fin del conflicto.

Loti escribió un diario de su peripecia, que se publicó en forma de crónicas en el periódico Le Figaro en veintinueve entregas, entre mayo y diciembre de 1901. El escritor, leal a su vocación, no ocultó los horrores desatados por todos los contendientes. Y dibujó un tétrico retrato de un país arrasado. Por ejemplo, al pasar las tropas invasoras por Tong-Ycheu, la llamada «ciudad de la Pureza Celestial», camino de Pekín, Loti escribe en el mes de octubre:

 

Es una ciudad fantasma, todo son ruinas y cascotes... Las casas, con las ventanas y las puertas reventadas, dejan entrever un interior lamentable, en el que está todo hecho jirones, roto, despedazado como por capricho. Y en la tupida polvareda que levantan el viento del norte y el trasiego de nuestros hombres, flota una insoportable fetidez de cadáver... Durante dos meses, las ansias de destrucción, los frenesíes asesinos se ensañaron con esta malhadada ciudad... En un principio pasaron por ella los bóxers. Llegaron luego los japoneses, unos soldados heroicos a los que no querría criticar, pero que destruyen y matan como hacían antaño los ejércitos bárbaros. Menos aún querría criticar a los rusos; mas enviaron aquí a los vecinos cosacos de Tartaria, unos siberianos medio mongoles, todos ellos guerreros admirables en el frente pero que todavía entienden las batallas a la manera asiática. Llegaron también los crueles jinetes de la India, mandados por Gran Bretaña. América dio suelta a sus mercenarios. Ya no quedaba nada indemne cuando aparecieron los italianos, los alemanes, los austríacos y los franceses... El horror aumenta con la soledad, con el silencio... No hay nadie en las largas calles devastadas... Los cuervos graznan en el silencio. Unos perros horrendos, ahítos de cadáveres, huyen frente a nosotros, con la panza abultada y el rabo entre las patas... En uno de los patios en los que acabamos de entrar, un perro sarnoso se afana en tirar de algo, en extraerlo de debajo de las pilas de platos rotos: es el cadáver de un niño que tiene el cráneo abierto. Y el perro comienza a comer lo que resta de carne putrefacta en las piernas de la criatura muerta... El sol está ya muy bajo y, como cada tarde, el viento arrecia; nos estremece un frío repentino: las casas vacías se llenan de sombras.

 

Días después, dentro de los muros de la Ciudad Imperial en donde se hospedaba, Loti contempló uno de esos instantes únicos en la historia que pocos tienen el privilegio de disfrutar:

 

... esta Ciudad Imperial era uno de los últimos refugios de lo desconocido y lo portentoso sobre la tierra, una de las últimas avenidas de la humanidad más secular, incomprensible para nosotros e, incluso, casi un poco mítica.

 

Y añadía:

 

Diríase que estamos en una ciudad fantasmagórica, sin asiento real, posada en una nube; una nube espesa en la que se mueven, inofensivos, una especie de borregos gigantes con el cuello agrandado por vellones rojizos. Por encima del increíble polvo refulge una claridad blanca y dura, resplandece la luz de China fría, penetrante, que detalla las cosas con un rigor incisivo. Todo lo que se aleja del suelo y del gentío se concreta gradualmente, cobra poco a poco en el aire una nitidez absoluta.

 

 

Salimos a dar un paseo cerca del mediodía. Las calles eran estrechas y abundaban los bares y pequeños restaurantes, de modo que los coches se abrían paso con lentitud entre las mesas en donde la gente bebía zumos y cerveza. Las motos eléctricas, por decenas, pasaban a nuestro lado sin hacer el más mínimo ruido, lo que no dejaba de ser peligroso para nuestra integridad si no estábamos atentos a los timbrazos. Por la noche, esos pequeños velomotores podían darte un disgusto con mayor facilidad que durante el día, ya que, para ahorrar batería, casi ninguno llevaba luz.

En las ciudades de China, la preferencia jamás es del peatón y los agentes de la policía de tráfico parecen figuras decorativas. La única policía china que se toma en serio su trabajo es la política, mientras que la encargada del tráfico parece tener normas no escritas un poco parecidas a las africanas: la preferencia es siempre del más grande, como en la selva. El primero que tiene paso es el camión o el autobús, luego siguen el automóvil y la moto eléctrica, y el último es el peatón. Los semáforos en rojo se han hecho para saltárselos y las motos pueden circular como gusten por las aceras. No hay pasos de cebra, imagino que porque no hay cebras, que desde luego tendrían preferencia sobre los peatones.

Poco después de mi regreso, un amigo me dijo, ya en España, que acaban de instalar los pasos de cebra en las ciudades. Pero en vez de dar mayor seguridad a los peatones, han multiplicado los riesgos: como ningún vehículo respeta los pasos, peatón que se confía equivale a peatón arrollado. El número de víctimas de accidentes de tráfico ha aumentado.

—Dos amigos míos han muerto atropellados en los últimos meses —comentó Xiao.

Nos habíamos sentado al aire libre a beber unas cervezas y a picotear algo parecido a unos pinchos morunos, unos tchuar. Teníamos suerte: por lo general, en China, las bebidas se toman a temperatura ambiente y encontrar una cerveza fresca —en chino, inergzhein píjiu, que suena algo así como «binda piyiau»— resulta casi milagroso. Incluso hay locales en los que, si pides un vaso de agua, te lo sirven caliente. Así que, en las siguientes semanas, al buscar lugares en donde comer o cenar, lo primero que preguntábamos no era por el menú, sino si tenían bebidas frías.

Alrededor, en otras mesas, había grupos de hombres que jugaban a las cartas o al ajedrez chino o a una especie de dominó, mientras comían ingentes cantidades de cacahuetes. Guardo la impresión, meses después de mi viaje por el país, de que los chinos se pasan el día comiendo.

Las casas del barrio se alzaban sobre ladrillos o habían sido construidas con listones de madera, y abundaba la ropa tendida en muchos balcones y ventanas. Eran viviendas viejas, sin aseos, por lo que en la calle había numerosos baños y váteres públicos. Olía a fritanga de cordero y de pescado. La mayor parte de los peces eran de río, pero en algunos bares vendían almejas y chirlas.

El calor apretaba y la mayoría de los hombres caminaban con chancletas, en pantalón corto y camiseta sin mangas. Llamaba la atención que muchos de ellos se recogieran la camiseta hasta las tetillas, mostrando al aire la barriga.

—Antes no lo hacían —dijo Xiao—. Pero lo han puesto de moda los rumanos. Hay muchos rumanos en Pekín.

Empezó a desagradarme un hábito muy extendido en el país: escupir en la calle. El de los chinos no es un escupitajo normal, sino que se regodean en la suerte. Elaboran el material con primor, sonoramente, forzando la garganta, mezclando en la boca las mucosidades y la saliva que van a componer el esputo. Y luego lo arrojan con deleite en donde les pilla bien.

El asunto de los gargajos no es nuevo, sino que parece formar parte de las tradiciones chinas. Los escritores británicos Christopher Isherwood y W. H. Auden viajaron al país en 1938 para escribir crónicas sobre la guerra sino-japonesa y, a su regreso, seis meses después, publicaron un libro conjunto que titularon Viaje a una guerra, en el que Isherwood escribía una relación en prosa y Auden aportaba versos. En su texto, el primero relataba uno de sus desplazamientos por el país a bordo de un tren:

 

Había un elegante vagón-restaurante con plantas en las mesas, en donde pasábamos casi todo el día. Sólo tenía un inconveniente: la escasez de escupideras. Dos de las cinco que había estaban detrás de nuestros asientos y los pasajeros las utilizaban constantemente, carraspeando antes con un entusiasmo muy poco apetecible. Por lo visto, en China los niños aprenden a escupir a los dos años y jamás pierden la costumbre. Incluso altos funcionarios del gobierno que conocíamos expectoraban y escupían sin la menor contención.

 

La periodista norteamericana Martha Gellhorn, que en 1941 viajó a China con su marido Ernest Hemingway para trabajar como reportera sobre la segunda guerra sino-japonesa, escribió también sobre la costumbre del esputo: «¿Por qué tienen que escupir tanto? ¡No se puede poner un pie sin pisar un enorme pegote viscoso! ¡Y todo apesta a sudor y heces!».

Por otra parte, hay que tener cuidado con los escupitajos en las calles de las ciudades chinas, porque en un descuido del lanzador te pueden alcanzar.

—Han intentado prohibirlo con multas, pero no hay manera —dijo Xiao notando nuestro desagrado—. El gobierno domina el país políticamente, pero no controla la saliva. A mí me da tanto asco como a vosotros.

 

 

Xiao era muy delgada, de carita redonda y labios muy finos. Había aprendido español en la universidad y luego viajado a España y recorrido parte del Camino de Santiago.

—Detesto China; yo creo que soy española. Lo que más me gusta en el mundo es el jamón.

Hablaba con algunos errores de sintaxis, pero manejaba un rico vocabulario. Y le divertía utilizar argot. Tenía una manera muy china de relacionarse: con ingenuidad, desparpajo y, en cierto modo, algo de impudor.

—A mí me gustan las mujeres —nos dijo de pronto—. Soy bollera; ¿se dice así en español?

—Creo que es una expresión algo despectiva —respondí perplejo.

—Lesbiana, entonces.

—Mejor.

—Al principio creí que era bisexual. Sólo he tenido un novio, el que me desvirgó; pero luego me di cuenta de que no me gustaban los hombres.

Pere y yo estábamos pasmados.

—¿Y es cierto que los chinos tienen el sexo muy pequeño? —le preguntó mi amigo.

—No sé: mi novio era serbio. A mí los hombres chinos no me gustan nada, son muy machistas, sucios y groseros. Si no fuera lesbiana, estaría con un extranjero: un español... Ahora no tengo pareja, de todos modos, la chica con la que vivía me dejó por otra.

—¿Y cómo tratan aquí en China a los homosexuales? —pregunté.

—Muy mal, te sientes muy perseguido. En mi familia ya se han hecho a la idea, después de no haberlo aceptado durante años. Es una de las razones por las que me fui muy pronto de mi casa y de mi ciudad. Mis padres ya sólo me piden que nuestros vecinos y familiares no se enteren de que soy lesbiana. Pero a mí me da igual.

Xiao era de Changde, una ciudad del sur.

—Changde es muy sucia, está muy contaminada.

—¿Tanto como Pekín?

—¡Mucho más! Yo nunca había visto el cielo azul hasta que salí de mi ciudad. Y tenía dieciocho años cuando me marché. Aquí, en Pekín, cuando sopla viento en invierno, a veces ves el cielo azul.

—¿Hace mucho que no vas a tu casa?

—Cinco años. No quiero a mi padre. Pegaba mucho a mi madre, tenía amantes... Mi hermana pequeña también está en Pekín. Le pasa como a mí: no soporta a mi padre.

—¿Y a qué se dedica tu padre?

—Es periodista y escritor. También hace poesía. ¿Creéis que se puede ser poeta y pegar a tu esposa?

—Hay poetas muy brutos —respondí—. ¿No hay leyes en China contra los malos tratos?

—Las hay, pero los jueces y los policías dan siempre la razón a los hombres. Me gusta España, porque no es machista.

—Bueno... ¿eso...? —dijo Pere.

No era muy benévola la pintura que Xiao trazaba de su patria. Pero ella, con su jovialidad, su franqueza y la leve melancolía que transmitían sus juicios y su tono de voz, ya nos había conquistado en aquella primera jornada.

Los chinos ponen el apellido por delante del nombre. Xiao es un apellido muy común, como Martínez o como Smith, y Yishuang viene a significar algo así como «estar alegre». Y Xiao —así la llamamos todo el tiempo— intentaba estar alegre a todas horas.

Y trataba también de hacernos la vida agradable a Pere y a mí. La cara más amable de Asia tiene para mí un nombre: Xiao.

 

 

Era viernes y, por la noche, las calles se poblaron de gente ávida de tomar el fresco, aunque no había nada de frescor en el aire, sino un ambiente caluroso, espeso, como si el cielo sudara.

Fuimos a dar un paseo por Donghzimenwai Dajie, una de las vías principales del barrio de Dongcheng. Era una avenida populosa y vivaz, llena de restaurantes iluminados con alegres farolas de papel de color rojo que competían a esa hora, todavía, con el sol del verano, y anchas aceras arboladas en donde servían cenas al aire libre. Dice Loti:

 

A través de una nube de polvo y entre las motas luminosas del sol, se ven, hasta perderse en lontananza, el espejo de los dorados, las muecas de dragones y quimeras...

 

Y concluye posando su mirada en la gente:

 

¡Pero cuán inimaginables e indescifrables son para nosotros esta vida, esta agitación, todo este fasto chino! ¡Qué abismos de disparidad hay entre su mundo y el nuestro!

 

La clientela era muy numerosa y la gente se sentaba en pequeñas banquetas y comía pipas de girasol junto a las terrazas mientras esperaba ser llamada por los camareros cuando una mesa se quedaba vacía. Aguardamos nuestro turno y, en un local que se anunciaba como Mr. Shi’s en caracteres latinos, tomamos pato laqueado y cerveza. El precio de los tres servicios supuso, al cambio, siete euros. China era un país de precios muy bajos en esos días, a excepción de los vuelos interiores y de los viajes en trenes de alta velocidad.

Seguimos nuestro paseo. El tráfico era muy intenso y los coches de grandes marcas se mezclaban con los taxis, las motocicletas y los rickshaws tirados por velomotores. La gente que caminaba por las aceras de la avenida era en su mayoría jóvenes, chicos y chicas vestidos a la moda occidental, ellas con cortísimas minifaldas y escotes voluptuosos que, de nuevo, nos ilustraban sobre los gustos de las muchachas chinas en lencería: en esta ocasión, predominaba el satén sobre el algodón, el negro sobre el blanco y los encajes sobre la tela sin adornos.

Reparé en que, aparte de los restaurantes y bares, los únicos establecimientos abiertos en la hora tardía eran peluquerías. Abundaban. Y casi todas estaban repletas de clientes. El aire del barrio resultaba un punto kitsch. Pekín y, por extensión, casi toda China, resulta, por lo general, a ojos occidentales, muy kitsch.

Un viejo caminaba renqueante delante de nosotros y un joven, que se cruzó con él, le dijo algo y el viejo alzó el bastón amenazante. Xiao rió con ganas.

—¿Qué le ha dicho el joven al anciano? —preguntó Pere.

—Le ha dicho: «¡Eh, amigo! ¿Todavía no te has muerto?».

—Pues no le veo la gracia. Yo le habría abierto la cabeza de un bastonazo.

Cerramos la noche en un bar muy del gusto de Xiao: el Modernista (se escribía así, en español), en un barrio muy populoso, también en el interior del «segundo anillo» de Pekín. Los dueños eran una muchacha española, otra china y un joven italiano.

—Yo aquí me siento en mi casa —dijo Xiao—. Es como si estuviera en España... A veces viene una chica que me gusta mucho. Hablamos. Pero yo no le gusto... no le gusto a casi nadie.

 

 

No teníamos intención de quedarnos mucho tiempo en Pekín. Pere había estado en la ciudad un par de años antes y yo, como he dicho, en dos ocasiones. Y en ninguna de ellas me gustó demasiado. Y ahora, todavía menos, con la contaminación disparada, un tráfico caótico y un calor agobiante. De modo que el lunes siguiente partimos hacia el lejano noroeste.

Nuestra idea era llegar hasta la ciudad de Golmud, muy próxima a la frontera del Tíbet, en cuyas montañas septentrionales nace el Yangtsé. Por esos días, la entrada de extranjeros en el Tíbet estaba prohibida, algo que sucede muy a menudo a causa de los disturbios que con frecuencia provocan los monjes tibetanos, opuestos a la presencia china en la provincia y deseosos del regreso del exilio de su líder político-religioso, el Dalai Lama. Las autoridades chinas no se explican cómo los tibetanos no los quieren, por lo general, y prefieren mantenerse en un sistema digno del medievo, en tanto que los tibetanos no quieren ver a un comunista (ahora ya habría que decir un comunista-capitalista) ni en pintura.

Un periodista americano escribió una vez: «Hasta que no se queme a lo bonzo el último monje tibetano, China tendrá un problema en el Tíbet». Y todos los meses se quema alguno que otro. Y cada vez que eso sucede, China cierra el Tíbet a los extranjeros. De modo que el Tíbet no está casi nunca abierto.

No obstante, queríamos tratar de llegar hasta las fuentes. Y el lugar más próximo era Golmud, en la provincia de Qinghai. Xiao, que era una superdotada para el manejo de la informática, se puso a la tarea con su iPhone y Google.

 

 

La turbia mañana de aquel lunes de principios de agosto, la estación del Oeste de Pekín se asemejaba a un hormiguero atareado en una mudanza de domicilio. Era un edificio enorme, catedralicio, de dos plantas, con decenas de vías en la parte inferior y grandes vestíbulos y desmesurados pasillos que, en aquel momento, acogían a miles de personas apresuradas cargadas de maletas y de bolsas de viaje.

Los transportes chinos siempre van llenos y encontrar billetes suele ser una empresa complicada, cuando no imposible. Pero Xiao se había ocupado, unas semanas antes de nuestra llegada, de sobornar a alguien de la oficina de despacho de billetes y contábamos con tres literas reservadas en la segunda clase, en un compartimento de seis plazas. Cada billete tenía un precio de unos sesenta y cinco euros al cambio, que se transformaron en alrededor de noventa tras la «mordida».

Nuestro tren salía a las tres y llegamos a la estación con una hora por delante. Nos sentamos a comer unos raviolis en un pequeño local.

—Cuéntame un chiste chino, Xiao —le pedí.

Se rió.

—No lo entenderías... Los chistes chinos son muy diferentes de los españoles.

—Da igual, cuéntame uno.

—No os va a hacer gracia.

—Venga, Xiao, suelta el chiste —insistió Pere.

—Bien... Van dos tomates andando por la calle y uno empieza a ir más deprisa que el otro y, cuando ya se ha alejado mucho, el de atrás le grita: «¡Eh, no corras tanto!». El primer tomate lo espera, siguen andando y otra vez pasa lo mismo: que el primero se adelanta mucho y el otro tiene que gritarle para que lo espere. Y así hasta que, a la quinta vez, el primero se vuelve y le dice al otro: «Pero ¿no sabes que los tomates no podemos hablar?»... Ése es el chiste.

Pere y yo nos miramos atónitos.

—Ya os dije que no os iba a hacer gracia —añadió Xiao—. ¿Qué os ha parecido?

—Muy inglés —respondió Pere.

—En España lo contamos con melones, es más gracioso —contesté—. Verás: van dos melones andando y uno se adelanta al otro...

Xiao se rió con ganas. Y yo me acordé de un pasaje del libro de Martha Gellhorn en el que habla de su viaje a China:

 

Estoy segura de que la barrera entre las razas —blanca, negra, marrón, amarilla— no se debe sólo a un prejuicio por el color y la disparidad de costumbres y valores. Se debe en gran parte al aburrimiento, el verdadero asesino de las relaciones humanas. No nos reímos con las mismas bromas. Nos aburrimos entre nosotros soberanamente. Siempre que veía a los chinos reír juntos decía al intérprete: «Traduce, por favor, rápido, rápido», para entender la broma. Al oír la traducción, me refugiaba en una sonrisa de desconcierto. ¿De qué demonios se reían aquellos bobos?

 

No da la impresión de que la periodista fuera una mujer muy tolerante. Hemingway decía de ella, como la propia Gellhorn anota: «Martha adora a la humanidad, pero no soporta a la gente».

 

 

Partió el ferrocarril, un viejo armatoste de los años ochenta del pasado siglo, corriendo a trompicones entre edificios feos, manchados del hollín acumulado durante más de cien años por el paso de trenes movidos por carbón. El cemento de las fábricas y los edificios de viviendas rodeaba el tendido de las vías. Una calima espesa, contaminada, abrazaba al convoy. No había otro paisaje que los sucios arrabales de la ciudad bajo el cielo de moho, chimeneas que arrojaban humo muy negro, fábricas mugrientas, nada de campo libre, abierto, como si Pekín no fuera a terminarse nunca. De vez en cuando, entre la bruma, asomaba el perfil humillado de una colina de carnes abiertas en canal, un futuro túnel para el tren de alta velocidad.

El vagón se dividía en diez o doce compartimentos de seis literas, todos ellos sin puertas, junto a un pasillo en donde se alineaba una veintena de trasportines pegados a las ventanillas. No existía división de cabinas en función del sexo, todas eran comunes, la mayoría de ellas ocupadas por bulliciosas familias. Las literas parecían cómodas, a pesar de las colchonetas de plástico. Por fortuna, había aire acondicionado, lo que me producía un verdadero alivio pensando en la noche. El final de cada vagón contaba con un servicio: en uno de los extremos, un cubículo con lavabo y un plato de metal para evacuar aguas menores; y en el contrario, un «retrete turco», esto es: una placa con dos pequeñas plataformas en forma de pie humano y un agujero redondo algo más atrás. La puntería parecía esencial en ambos casos.

También había un grifo, al fondo del vagón, que servía agua caliente potable.

Viajábamos hacia el sur y, una hora y tres cuartos después de la partida, el tren se detuvo en la estación de Shijiazhuang. Para entonces, ya habíamos trabado amistad con las dos familias con las que compartíamos parte de nuestra cabina y que ocupaban por completo la vecina. Era un cisco aquel viaje. Nuestros compañeros trataban de informarnos sobre sus vidas, su país, su comida, sus costumbres... nosotros no parecíamos importarles mucho. Xiao se multiplicaba para traducirlo todo, ayudando además a explicarse a uno de los jovencitos chinos, que afirmaba hablar en inglés. En realidad, el chico no sabía casi nada, pero sus padres intentaban por todos los medios que le escuchásemos, mientras asentían con la cabeza, solemnes y orgullosos, cuando nos preguntaba una vez tras otra: «Where do you come from?» o «What time is it?» o «What is your name?».2

Yo le dije en una ocasión: «My tailor is rich, my tailor is not rich. Is your tailor rich?».3 Y me miró estupefacto.

La luz asustada y temblorosa de la tarde creaba un velo de niebla entre los murallones de un paisaje de fábricas mudas, cuyas tapias formaban una suerte de presidio alrededor del tren.

Xiao se lo estaba pasando en grande y se reía sin cesar. Me dijo:

—¿Sabes lo que me ha preguntado este hombre?

Y señaló a un tipo con aire de ser el pater familias del grupo que nos acompañaba.

—En China puedo esperarme cualquier cosa —respondí, inopinadamente, casi adaptado ya al mundo nuevo que se iba abriendo delante de mí.

—Me ha preguntado si soy chico o chica. Y le he dicho que chica. Y luego me ha preguntado si tengo alguna relación amorosa con uno de vosotros dos.

—¿Y qué has dicho?

—Que me gustan las chicas.

—Pregúntale de mi parte si a él le gustan los hombres.

—Eso no se le puede preguntar nunca a un hombre chino.

 

 

Ahora ya se veían, dos horas y media después de dejar atrás Pekín, algunos campos de cultivo. Entrábamos y permanecíamos dentro de túneles tenebrosos que hendían las entrañas de inmensas montañas pétreas, a veces durante casi media hora, lo que me producía la impresión de que viajásemos en un suburbano en lugar de hacerlo en un tren. Y el mundo alrededor, cuando emergíamos del Averno, mostraba una fisonomía irreal, como si fuésemos los personajes de un absurdo cómic. Grandes edificios de viviendas sin habitar aparecían en medio de una planicie y, también, sobre una colina parda, asomó la gigantesca estatua en bronce de un jinete, quizá un guerrero mitológico o un emperador de antaño.

La tarde se deshilachaba mientras viajábamos entre flacos poblados de casas humildes, cutres cultivos de maíz, desgarbadas chimeneas arrojando humo negro, fábricas y más fábricas de quién sabe qué, tierra horadada por las obras humanas, naturaleza malherida, aire enfermo, cielo guarro, galpones vacíos con tejados de uralita oxidada, tierras acuchilladas por las excavadoras, hondonadas estériles, y ciclópeos puentes a medio construir, portentosas autovías a medio construir, titánicas estaciones a medio construir... Cruzábamos junto a los últimos vestigios de la China moribunda y atisbando el perfil de la China asilvestrada del futuro a medio construir.

Anoté el nombre de una estación, Yangquan, en la que apenas nos detuvimos tres minutos. Un consejo: si van a China y leen este relato, no se detengan en el lugar. Nosotros permanecimos tres minutos en la estación y olía a veneno.

Xiao se divertía hablando en argot español.

—Mi país es feo de cojones —dijo mirando a través de la ventanilla.

 

 

La noche, a bordo de un viejo tren chino —muy pronto ya no quedará ni uno solo de los antiguos—, es una vivencia que tiene que ver muy poco con una noche en cualquier otro lugar del planeta. Es tan diferente como desagradable, tan exótica como perruna, tan sorprendente como desquiciada. Lo peor de los chinos es que han viajado tanto por el mundo que se han mostrado al mundo tal y como son. Y por esa razón son, sobre todo, tremendamente previsibles. Uno espera encontrarlos en su tierra distintos a como se muestran en otros países. Y no es así. Exportan tal cual es, y a veces con orgullo, su manera de ser.

Entre otras cosas, la mayoría no tiene mucho interés en conocer a alguien que no sea chino.

A excepción de Xiao, que me dijo un día:

—Los chinos no quieren aprender. Y no es porque piensen que lo saben todo; es porque piensan que los otros pueblos no saben nada.

—¿Y tú?

—Ya te lo he dicho: nací china, pero pienso que soy española. ¿Crees que voy de culo?

—Sin duda.

 

 

Cayó la noche y era la hora de cenar. A veces, pasaba un carrito, arrastrado por una camarera, que ofrecía alimentos y bebidas. La gente iba y venía por el pasillo del vagón, llevando consigo unos extraños tarros de plástico coloreados. Xiao me explicó que contenían pasta seca y que, al añadirle agua muy caliente, casi hirviendo —la que se obtenía en el grifo del fondo del vagón—, se convertían en fideos con una salsa muy picante.

Llegaron los revisores pidiendo a gritos los billetes. Y me quedé pasmado cuando apartaron a los niños y comenzaron a medirlos en relación a una marca de altura grabada en un extremo del vagón.

—Los niños viajan gratis según su estatura, no según su edad. Si miden de 1,20 metros para abajo, van gratis. Y hasta 1,50, pagan la mitad —me explicó Xiao.

—¿Y cuánto paga un joven de 1,90?

—Nada: el gobierno apoya que aumente la talla de la población. Por ejemplo, se sentía muy orgulloso de nuestro jugador de baloncesto Yao Ming, que medía 2,28 y fue uno de los mejores jugadores de la NBA hasta que se retiró.

 

 

Por la noche apagaron el aire acondicionado y hacía mucho calor. El ruido era constante: toses, charlas a voz en grito, llantos de niños y el recio tracatrá del tren. Busqué el cubículo de aguas menores del extremo del vagón. Un pasajero debía de haberlo confundido con el de aguas mayores y el lugar resultaba asqueroso y hediondo.

Cuando salí, una empleada impertérrita entró y procedió a la ingrata tarea de limpiar el lugar. Intenté explicarle, por señas, que yo no era el responsable de la guarrería, pero no me hizo ningún caso. Volví al cubículo por la mañana y, de nuevo, otro pasajero se había equivocado de escusado. Esta vez no se veía a ninguna mujer de la limpieza por los alrededores. Pero cuando intenté explicarle, por señas, al pasajero que esperaba al otro lado de la puerta, que yo no era el responsable de la cochinería, se rió con ganas y ocupó sin dilación mi puesto.

A las siete y media de la mañana un revisor atravesó el pasillo haciendo sonar una campanilla y pregonando a voces la hora y la estación a la que llegábamos. Una empleada recogía los plásticos de los cubos de basura en donde la gente había arrojado las sobras de comida. Y otra se ocupaba de retirar las sábanas y las fundas de las almohadas.

La mañana se teñía de una luz mezquina y el tren avanzaba, muy despacio, entre campos yermos y colinas peladas. La tierra tenía un color arcilloso. Entrábamos en Lanzhou, fin de trayecto, y las primeras casas eran viejas, miserables, polvorientas... En las paredes de algunas montañas había viviendas trogloditas.

En Lanzhou compramos billetes de segunda clase para el tren que, una hora y media más tarde, partía hacia Xining, la capital de la provincia de Qinghai. Nos quedamos a esperar en el andén. La mañana era fría y el aire espeso.

Nuestro vagón tenía dos filas de asientos con un pequeño pasillo en medio y algunos viajeros iban de pie. Reparé en la gran variedad étnica del pasaje: mayoría de huans (chinos), pero también tibetanos, huis (chinos musulmanes), urgures (musulmanes de origen turco) y algún que otro mongol.

Marchábamos siguiendo la línea de un tren de alta velocidad que sustituiría en breve al viejo trasto que nos conducía a Xining. A nuestro alrededor se alzaban pilares gigantescos de cemento, se abrían hondos agujeros en las montañas, un paisaje de feos desmontes se tendía hacia la lejanía oscurecida por la contaminación y el río Amarillo discurría aburrido entre las obras, teñido de un color verde moco... Luego asomaron altos edificios de viviendas sin terminar, una futura gran ciudad deshabitada todavía, como si China estuviese creándose de nuevo en aquellas regiones del norte, en un parto polvoriento.

Me asusté un poco. Porque China asusta. Por lo general, los chinos son solícitos, amables, ingenuos y a menudo tímidos. Sin embargo, asustan como civilización en marcha.

Viajando por este país, uno siente que tardarán siglos en llamar a nuestra puerta. Pero llegarán por millones, en avalancha, y quizá nos barran para siempre de la historia. Me consuela pensar que yo no estaré aquí para verlo.

 

 

No entraba en nuestros planes quedarnos en Xining más del tiempo justo para enlazar con un tren hacia Golmud. Pero no había billetes hasta el mes siguiente y, ni siquiera tratando de sobornar al empleado, pudimos hacernos con ellos. La única posibilidad era el avión, pero ninguna agencia de viajes tenía plazas hasta tres días después. De modo que debíamos quedarnos en Xining, una ciudad «pequeña», según las guías —sólo dos millones de habitantes—, pero que ostenta el récord de ser la segunda más polucionada del país.

Su nombre es idílico, pues significa «Paz en el Oeste», aunque en su territorio se libraron numerosas guerras entre mongoles, tibetanos y chinos, y por sus tierras cabalgó haciendo de las suyas —le encantaba quemar vivos en la hoguera a sus enemigos— el temible Genghis Khan, señor del imperio mongol. Durante dos mil años, la ciudad formó parte de la Ruta de la Seda y, al parecer, Marco Polo pasó por aquí. Xining acoge a diferentes etnias en estos días, que hablan sus propias lenguas, aunque predomina el mandarín, idioma mayoritario en China. Un tercio de sus pobladores son musulmanes, de las etnias hui, salgar y urgur. Su principal industria es el carbón.

Llegamos a las doce a la estación central. Xiao ya había localizado y reservado un hotel con su iPhone, un Youth Hostel de los que tanto abundan y, a muy buen precio, en el país. Comimos una fondue china y nos fuimos a dar una vuelta por la ciudad.

El aire era irrespirable. Pero al menos, debido a los más de dos mil metros de altitud, hacía bastante fresco. Grandes avenidas cruzaban el centro de Xining y las calles rebosaban de gente, aunque el tráfico era escaso. Abundaban los monjes tibetanos, con sus llamativos mantos del color del pimentón, y eran muy numerosos los hombres que se cubrían con turbantes. Esa tarde nos acercamos a la Gran Mezquita Dongguan, un edificio desangelado y grandullón, en cuyo patio casi medio centenar de hombres charlaban entre ellos, sentados en alfombras y fumando sus pipas de agua. De cuando en cuando, oraban: en todas las religiones, Dios es un buen pretexto para trabajar lo mínimo posible.

Cenamos en un chiringuito unos raviolis de carne de buey, a dos euros por cabeza al cambio, y regresamos pronto al hotel. Llegando, se nos acercaron dos chicas muy jóvenes y guapas. Nos pedían dinero por medio de señas. Xiao habló con ellas un par de minutos y, al fin, se fueron.

—¿Qué querían? —preguntó Pere.

Xiao se reía.

—Eran putas.

Rió ahora con más ganas.

—Y se creían que yo era un tío.

—¿Y qué les has dicho?

—Que ninguno de los tres tíos teníamos ganas.

Rió más todavía e hizo uso, otra vez, de su manejo del argot:

—Pero una de ellas me «ponía».

 

 

Xining resultaba de una fealdad apabullante. Y a ciertas horas, cuando la industria de la ciudad estaba en plena ebullición y el viento no soplaba, sentía que podía ahogarme respirando el aire. La última mañana allí lloviznaba, el agua nos manchaba la piel y olíamos a una mezcla de carbón y gasóleo. Estábamos hartos de la ciudad, hartos de China. Decidimos ir a visitar un monasterio tibetano que se alza a unos veinticinco kilómetros de la ciudad, el Ta’er Si, construido en el siglo XVI: tal vez tratábamos de huir del presente yendo en busca del pasado.

El monasterio era una suerte de ciudadela llena de templos y, en aquel día, atestada de turistas chinos. El turismo interior se ha convertido en los últimos años en un fenómeno de masas. Todos los chinos quieren conocer China. Y el tránsito en el país, de arriba abajo, de abajo arriba y de lado a lado, es incesante. En cualquiera de las grandes ciudades hay pequeñas oficinas de viajes para orientar a los visitantes, pero resulta curioso que en casi ninguna de ellas existan folletos en inglés y que los empleados no hablen otra lengua que no sea el mandarín o el dialecto local.

Los turistas chinos nos pedían hacerse fotos con nosotros, de la misma manera que los turistas occidentales quieren, cuando van por ejemplo a África, hacerse fotografías con los masais. La diferencia, no obstante, entre África y China era que Pere y yo no cobrábamos, sino que posábamos encantadoramente sonrientes.

Xiao se apartaba: le avergonzaba aquello, ignoro por qué razón. Mientras Pere y yo disfrutábamos del juego, ella movía la cabeza.

—Cada uno a su bola —dijo en una ocasión, con aire molesto, mientras la animábamos a posar con nosotros.

Pero el juego terminó cuando se acercó un grupo de monjes tibetanos, vestidos con sus mantos pimentoneros. Entre estas gentes, lavarse es una costumbre de signo diabólico, aunque no crean en el diablo. A ellos les va la meditación, no la ducha. Y al arrimarse para la foto, el tufo a sobaco de tigre que desprendían sus axilas casi nos provocó el desmayo.

Huimos del monasterio de Ta’er Si escapando del pasado y en busca del futuro. El olor de la contaminación presente era más soportable que el de la axila vieja.

 

 

Pere estaba a punto de enfermar de odio a China allí en Xining. En el Youth Hostel el horario de ducha, cuando calentaban las calderas, era de seis de la tarde a diez de la noche. Pero aquel día se había acabado el agua a las ocho y media y nosotros llegamos tarde. El problema no era el sudor, puesto que el tiempo era fresco, sino la contaminación: una especie de babilla se posaba en tu piel, como el rastro de un caracol. Y un olor a cadáveres quemados se metía en tus narices mientras el polvo de un crematorio de materias deletéreas se depositaba sobre tu pelo.

La mañana siguiente, temprano, fui con Xiao a recoger los billetes de avión que había reservado por internet. Por alguna razón, teníamos que retirarlos en persona, en lugar de ir directamente al aeropuerto con el número de reserva.

No sé si la burocracia es una herencia del pasado en China o un legado del comunismo clásico. Los funcionarios tienen un papel importante en el país, tan importante como el que tienen las fotocopias, el estampado de sellos, el viaje de un papel que corre de negociado en negociado, las ventanillas en donde se posa el formulario, el registro de entradas y salidas de documentos... Nadie puede asomarse a una oficina del gobierno, e incluso a un banco, ignorando que son unas cuantas horas las que le esperan por delante para concluir con su gestión.

Salimos cerca del mediodía con los billetes en el bolsillo. El tráfico era abrumador esa mañana, de modo que decidimos comer algo ligero antes de volver al hotel al encuentro de Pere. Mientras almorzábamos, oímos un sonoro frenazo y luego el ruido de un choque. Dos coches se habían estrellado el uno contra el otro delante de nuestro restaurante: no era nada grave, pero sí llamativo. Los dos chóferes bajaron de sus vehículos y se enzarzaron en una suerte de blanda pelea, en la que, en lugar de atacarse, parecían más bien huir el uno del otro.

—Un leve accidente —le dije a Xiao.

La chica tenía el ánimo flojo esa mañana.

—La vida en China es un accidente diario —respondió.

—¿Te pasa algo, Xiao?

—En mi país no se vive, se sobrevive.

—No es para tanto... un simple choque de vehículos.

Los dos conductores se habían animado y se insultaban a gritos, dándose empellones, mientras la gente se interponía entre ellos. Era una suerte de comedia. Nadie quería matarse pero ambos simulaban estar dispuestos a hacerlo. Me recordaba a España, en donde también la gente se grita sin matarse.

—Detesto a los hombres chinos —dijo Xiao.

—No va a pasar nada, no te apures.

—¿Conoces un programa de la televisión española que se llama Un país para comérselo? Es de gastronomía.

—No veo mucho la televisión, Xiao.

—Aquí habría que hacer uno que se llamara Un país para cagárselo.

—¿Qué daño te ha hecho China, Xiao?

—Muchas cosas malas, Javier. ¿Sabes que aquí no se pueden tener dos hijos salvo en situaciones excepcionales?

—Algo he leído.

—Una situación excepcional es que tu primer hijo sea declarado subnormal. Mi padre quería un chico y yo nací chica. De modo que él decidió que yo fuera considerada subnormal para poder tener el segundo hijo, por si tenía suerte y era varón. Y me examinaron para declararme tonta, incluso me aplicaron un electrochoque. Mi padre lo consiguió y fui declarada tonta... Así que pudo tener otro hijo. ¡Y nació mi hermana! ¡Que se joda! Pero, desde entonces, toda mi vida he tenido complejo de tonta... Me estaba acordando de ello cuando esos dos idiotas se peleaban en la calle.

—Tú eres cualquier cosa menos tonta, Xiao.

Volvimos en taxi hasta el hotel en busca de Pere. Todos queríamos irnos de Xining, la ciudad pestilente y vacua. Cruzamos un largo puente sobre el río Amarillo, que bajaba revuelto y del color del chocolate. Sentados en el suelo, en las largas aceras que se tendían bajo los pretiles, decenas de obreros especializados esperaban que alguien se acercase a contratarlos. El comunismo-capitalismo chino tiene estas cosas.

Y al día siguiente volamos a Golmud.