Siglo XVII, Viejo Continente

–«¡Larga vida al rey!».

Al oír aquel grito profundo y grave, Wrath, hijo de Wrath, tuvo el instinto de mirar a su alrededor en busca de su padre…, con la esperanza de que no hubiese fallecido y el gran legislador estuviese todavía con ellos.

Pero, claro, su amado padre seguía muerto y descansando en el Ocaso.

¿Cuánto tiempo más duraría esta triste búsqueda?, se preguntó Wrath. Era tan inútil, en especial cuando era él quien llevaba encima las vestiduras sagradas del rey de los vampiros, y cuando las fajas incrustadas de joyas, la capa de seda y las dagas ceremoniales adornaban su cuerpo. Sin embargo, a él no le importaban nada aquellas pruebas de su reciente coronación…, o tal vez era su corazón el que permanecía inmutable ante todo lo que ahora lo definía.

Querida Virgen Escribana, sin su padre él se encontraba tan solo, incluso a pesar de estar rodeado de gente que le servía.

—¿Mi lord?

Mientras recuperaba la compostura de su expresión, Wrath se giró. En el umbral de la cámara real se encontraba su consejero más cercano, cual columna de humo, aquella figura alta y delgada envuelta en ropajes oscuros.

—Es un honor saludaros —murmuró el macho, al tiempo que hacía una reverencia—. ¿Estáis listo para recibir a la hembra?

No.

—Desde luego.

—¿Damos, entonces, inicio a la procesión?

—Sí.

Cuando su consejero volvió a inclinarse y se retiró, Wrath empezó a pasearse por el salón forrado de paneles de madera de roble. La luz de las velas se agitaba gracias a las corrientes de aire que se colaban por las paredes de piedra del castillo y el fuego que chisporroteaba en la inmensa chimenea parecía ofrecer solo luz, pero no calor.

En realidad, no tenía deseos de tener una shellan, o compañera, como parecía inevitable que ocurriera. Para ello hacía falta amor y él no tenía amor que ofrecer a nadie.

Por el rabillo del ojo, Wrath vio un destello de luz y, para pasar el tiempo antes de que tuviera lugar su temido encuentro, se acercó a mirar las joyas que yacían desplegadas sobre el escritorio de madera tallada. Diamantes, zafiros, esmeraldas, perlas…, la belleza de la naturaleza capturada y retenida por oro forjado.

Las más valiosas eran los rubíes.

Al estirar la mano para tocar aquellas piedras del color de la sangre, Wrath pensó que era demasiado pronto para esto. El hecho de ser rey, este apareamiento arreglado, las miles de exigencias distintas que tenía que satisfacer ahora y sobre las cuales entendía tan poco.

Necesitaba más tiempo para aprender de su padre…

Cuando reverberó por el salón el primero de tres fuertes golpes, Wrath dio gracias por que nadie lo hubiera visto estremecerse.

El segundo golpe fue igual de fuerte.

Al tercero tendría que responder.

Wrath cerró los ojos y sintió que le costaba respirar a causa del dolor que atravesaba su pecho. Quería tener a su padre junto a él; esto debía ocurrir más adelante, cuando él fuera mayor, y no estuviera bajo la tutela de un cortesano. El destino, sin embargo, había privado a aquel gran hombre de un futuro que le pertenecía y, a su vez, había sometido al hijo a una especie de asfixia, a pesar de que tenía alrededor suficiente aire para respirar.

No puedo hacerlo, pensó Wrath.

Y, sin embargo, cuando cesó la reverberación del tercer golpe a los paneles de la puerta, Wrath enderezó los hombros y trató de imitar la forma en que su padre siempre hablaba.

—Adelante.

Al oír su orden, la pesada puerta se abrió de par en par y sus ojos se encontraron con un séquito completo de cortesanos, cuyas sombrías togas eran idénticas a la que usaba el consejero que los precedía a todos. Pero eso no fue lo que llamó su atención. Detrás del grupo de aristócratas venían otros individuos de tremenda estatura y ojos entrecerrados…, y esos fueron los que empezaron a cantar en un rugido concertado.

Honestamente, Wrath sentía miedo de la Hermandad de la Daga Negra.

Siguiendo la tradición, el consejero declaró con voz fuerte y clara:

—Mi lord, tengo una ofrenda que brindaros. ¿Me autorizáis a proceder con la presentación?

Como si aquella noble muchacha fuera un objeto. Pero, claro, la tradición y las normas sociales establecían que su propósito era la procreación y, en la corte, ella sería tratada como lo sería cualquier yegua premiada.

¿Cómo iba a hacer él esto? Wrath no sabía nada sobre el acto sexual y, sin embargo, si aprobaba a la hembra, tendría que afrontar aquella actividad en algún momento después de la medianoche de mañana.

—Sí —se oyó decir.

Los cortesanos entraron por la puerta en parejas y luego se separaron hasta formar un círculo alrededor del perímetro del salón. A continuación el canto se hizo más fuerte.

Los magníficos guerreros de la Hermandad entraron entonces en una especie de marcha, con sus formidables cuerpos cubiertos por vestiduras de cuero negro y armas que colgaban de distintos arneses. La cadencia de sus voces y el movimiento de sus cuerpos era tan sincronizado que parecían uno solo.

A diferencia de los miembros de la glymera, los guerreros no se separaron, sino que se quedaron hombro contra hombro, pecho contra pecho, en una formación cerrada que no permitía ver nada de lo que había entre ellos.

Pero Wrath podía sentir el aroma.

Y el cambio que sintió en su interior fue instantáneo e inmutable. En un abrir y cerrar de ojos, la naturaleza lenta y pesada de la vida dio paso a una aguda conciencia…, una conciencia que, a medida que los Hermanos se acercaban, fue madurando hasta convertirse en una sensación de irritación y agresividad que desconocía, pero que no estaba dispuesto a pasar por alto.

Al inspirar de nuevo, un poco más de aquella fragancia penetró en sus pulmones, su sangre y su alma. Pero lo que él estaba oliendo no eran los aceites con los que la hembra había sido frotada, ni los perfumes que habían aplicado a la ropa que cubría su forma. Era el olor de la piel que estaba debajo de todo aquello, la delicada combinación de elementos femeninos que él sabía que eran únicos y exclusivos de ella y nadie más.

La Hermandad se detuvo frente a él y, por primera vez, Wrath no sintió aquella sensación de reverencia por su aura letal. No. Mientras sus colmillos se alargaban dentro de su boca, sintió que su labio superior comenzaba a levantarse para lanzar un rugido.

Wrath llegó a dar incluso un paso hacia delante, dispuesto a acabar con aquellos machos uno por uno para poder llegar hasta lo que ellos le estaban ocultando.

El consejero se aclaró la garganta, como si quisiera recordarle a la audiencia allí reunida su importancia.

—Señor, el linaje de esta hembra os la ofrece para que tengáis la bondad de considerarla con miras a la procreación. En caso de que deseéis inspeccionar…

—Déjennos solos —gritó Wrath—. De inmediato —agregó, mientras se formaba a su alrededor un silencio de perplejidad que él no tuvo inconveniente en pasar por alto.

El consejero bajó la voz.

—Mi lord, si tuvierais la bondad de dejarme terminar la presentación…

El cuerpo de Wrath se movió por voluntad propia, girando sobre los talones hasta quedar frente a aquel macho.

—Largo. Ya.

Detrás de él se oyó una risita que provenía de la Hermandad, como si les gustara que aquel señorito fuera puesto en su lugar por el soberano. El consejero, sin embargo, no estaba contento. Pero a Wrath no le importó.

Tampoco había nada más de qué hablar: el cortesano tenía mucho poder, pero no era el rey.

Los machos de toga gris salieron del salón, haciendo venias, y luego quedaron solo los Hermanos. Ellos dieron de inmediato un paso al costado y…

En medio de ellos apareció una forma delgada y envuelta en ropajes negros de la cabeza a los pies. Comparada con los guerreros, la prometida era de talla mediana, de huesos mucho más delgados y complexión menuda, y sin embargo esa fue la presencia que lo sacudió.

—Mi lord —dijo uno de los Hermanos con respeto—, esta es Anha.

Con esa simple y más apropiada introducción, los guerreros desaparecieron y lo dejaron solo con la hembra.

El cuerpo de Wrath volvió a tomar el control, escudriñándola con sus caóticos sentidos, mientras daba vueltas alrededor de ella a pesar de que ella no se movía. Querida Virgen Escribana, Wrath no quería nada de esto, ni esta reacción ante la presencia de la hembra, ni el deseo que se arremolinaba ahora en su entrepierna, ni la agresividad que había mostrado ante los demás.

Pero, sobre todo, él nunca había pensado que…

Mía.

Fue como el estallido de un rayo en el cielo nocturno, algo que cambió su paisaje interno y grabó una cuchillada de vulnerabilidad en su pecho. E incluso con eso, Wrath pensó: «Sí, esto es lo correcto». El antiguo consejero de su padre realmente se preocupaba por sus intereses. Esta hembra era lo que él necesitaba para soportar la soledad: incluso sin ver su cara, ella lo hacía sentir la fuerza de su propio sexo, y aquella figura menuda y frágil lo llenaba por dentro, mientras que la necesidad de protegerla le ofrecía la prioridad y la concentración que tanta falta le hacían.

—Anha —dijo entre dientes, al tiempo que se detenía frente a ella—. Háblame.

Ahí hubo un largo silencio y luego la voz de ella, suave y dulce, pero temblorosa, entró en los oídos de Wrath. Cerrando los ojos, el rey sintió cómo se mecía sobre sus pies, mientras aquella voz resonaba a través de su sangre y sus huesos, el sonido más adorable que jamás hubiese escuchado.

Sin embargo, Wrath frunció de pronto el ceño al darse cuenta de que no tenía ni idea de qué era lo que ella había dicho.

—¿Qué has dicho?

Por un momento, las palabras que salieron de debajo de aquel velo parecieron no tener sentido. Pero luego su cerebro verificó una a una las sílabas:

—¿Deseáis ver a otra?

Wrath frunció el ceño pues no entendía. ¿Por qué querría…?

—No me habéis quitado nada de encima —oyó que ella respondía, como si él hubiese expresado en voz alta sus pensamientos.

Enseguida se dio cuenta de que ella estaba temblando y sus vestiduras repetían el movimiento, lo que explicaba aquel pesado tufillo a miedo que percibía en el olor de la hembra.

Estaba tan excitado que el deseo había nublado su conciencia, pero eso requería rectificación.

Así que Wrath se dirigió hacia el trono y levantó la inmensa y pesada silla de madera tallada para llevarla hasta el otro lado del salón, mientras sentía cómo su voluntad de que ella se sintiera cómoda le concedía una fuerza superior.

—Siéntate.

Ella prácticamente se desplomó sobre el sillón de cuero y cuando clavó sus manos enguantadas sobre los apoyabrazos, Wrath se imaginó sus nudillos poniéndose blancos, como si se estuviera aferrando a la vida.

Wrath se arrodilló frente a ella y levantó la vista para mirarla, mientras pensaba que, aparte de su intención de poseerla, lo único que deseaba era no verla asustada nunca.

Jamás.

‡ ‡ ‡

Bajo las múltiples capas de sus pesadas vestiduras, Anha se estaba asfixiando por el calor. O tal vez fuera el terror lo que cerraba su garganta.

Ella no deseaba este destino. No lo había buscado. Se lo cedería a cualquiera de las jóvenes hembras que tanto la habían envidiado a lo largo de los años: desde el momento de su nacimiento, se la habían prometido al hijo del rey como su primera compañera, y debido a ese supuesto honor, había sido criada por otros, enclaustrada y aislada de todo contacto. Educada en medio de un confinamiento solitario, no conoció el amor de una madre o la protección de un padre y creció a la deriva, en un mar de serviles desconocidos que la trataban como un objeto precioso y no un ser vivo.

Y ahora, en el momento culminante, en el momento para el cual había sido criada…, todos esos años de preparación parecían haber sido en vano.

El rey no estaba feliz: había expulsado a todos los que estaban en el salón en que se encontraban y no le había quitado ni uno solo de los velos que tenía encima, tal como debía haberlo hecho si quería aceptarla de alguna manera. En lugar de eso se paseaba a su alrededor, mientras la fuerza de su agresividad cargaba el aire.

Y lo más probable es que ella lo hubiese contrariado aún más con su temeridad. No se suponía que nadie le hiciera sugerencias al rey…

—Siéntate.

Anha obedeció y dejó que sus débiles rodillas se aflojaran bajo el peso de su cuerpo. Y aunque esperaba estrellarse contra el suelo frío y duro, cayó sobre un gran asiento acolchado que recibió su cuerpo cuando se desplomó.

El chirrido de las tablas del suelo le informaba de que el rey estaba otra vez dando vueltas a su alrededor, con aquellos pasos pesados y aquella presencia tan magnífica que ella podía percibir su tamaño aunque no pudiera ver nada. Mientras su corazón palpitaba y el sudor le bajaba por el cuello y los senos, ella esperaba el siguiente movimiento del rey…, y temía que fuera violento. Por ley, él podía hacer con ella lo que quisiera. Podía matarla o arrojársela a la Hermandad para que hicieran uso de ella. Podía desvestirla, quitarle la virginidad y luego rechazarla, con lo cual le arruinaría la vida para siempre.

O simplemente podía desvestirla y darle su aprobación, pero respetando su virtud hasta la ceremonia de la noche siguiente. O incluso, quizás…, tal como lo había imaginado en sus sueños más vanos…, él podría mirarla brevemente y recubrirla con regalos de telas suntuosas, lo que indicaría su intención de incluirla entre sus shellans, con lo cual su vida en la corte sería más fácil.

Había oído demasiadas cosas acerca de los cortesanos como para esperar un poco de amabilidad de su parte. Y era muy consciente de que, a pesar de que iba a aparearse con el rey, estaba sola. No obstante, si tuviera alguna dosis de poder, aunque fuera pequeña, tal vez podría apartarse de todo aquello hasta cierto punto y dejarles las maquinaciones sobre la corte y el reinado a hembras más ambiciosas y avaras que ella…

De pronto se detuvieron los pasos y oyó el quejido de las tablas del suelo justo delante de ella, como si él hubiese cambiado de posición.

Este era el momento y ella sintió cómo su corazón se congelaba, como si no quisiera atraer la atención de la daga de Su Majestad…

En un segundo sintió que le quitaban la capucha y una gran corriente de aire frío llegó hasta sus pulmones.

Anha se sobresaltó al ver lo que había frente a ella.

El rey, el soberano, el representante supremo de la raza vampira… estaba de rodillas frente a la silla que le había alcanzado para que se sentara. Y eso ya habría sido suficientemente impactante, pero, de hecho, su actitud aparentemente suplicante no fue lo que más la impresionó.

El rey era increíblemente bello y aunque había intentado prepararse para muchísimas cosas, nunca se le había ocurrido que podría encontrarse frente a una visión tan magnífica.

Tenía los ojos del color de las pálidas hojas de la primavera y estos brillaban como la luz de la luna sobre un lago mientras la observaba. Y su rostro era el más apuesto que hubiese contemplado en la vida, aunque tal vez ese no era ningún cumplido, teniendo en cuenta que nunca antes se le había permitido poner sus ojos en un macho. Y su pelo era tan negro como las alas de un cuervo y le caía por su ancha espalda.

Pero eso tampoco fue lo que penetró con más intensidad en su conciencia.

Lo que más la impactó fue la preocupación que vio en la expresión del rey.

—No tengas miedo —dijo él con una voz que era al mismo tiempo sedosa y áspera—. Nadie te hará daño jamás porque yo estoy aquí.

Anha sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos. Y luego su boca se abrió y brotaron estas palabras:

—Mi lord, no deberíais arrodillaros.

—¿Y de qué otra manera podría saludar a una hembra como vos?

Anha trató de responder, pero al sentirse observada de esa manera por el rey, su cabeza se llenó de confusión; este poderoso macho que se inclinaba ante ella no parecía real. Para asegurarse de una vez por todas de que sí lo era, levantó la mano y la movió buscando cerrar la distancia que había entre ellos…

¿Qué estaba haciendo?

—Perdonadme, mi lord…

Él atrapó su mano y el impacto de su piel contra la de él la hizo jadear. ¿O fueron los dos los que jadearon?

—Tócame —le ordenó él—. En donde sea.

Cuando él la soltó, ella puso su mano temblorosa sobre la mejilla de él. Estaba tibia y suave.

El rey cerró los ojos y se inclinó hacia delante, mientras todo su cuerpo se estremecía.

Al ver que él se quedaba así, ella sintió una oleada de poder; pero no era una demostración de arrogancia ni de ambición egoísta. Solo sentía que había logrado apoyar un pie en lo que hasta ahora parecía una caída sin fondo.

¿Cómo era posible algo así?

—Anha… —dijo él entre dientes, como si su nombre fuera una invocación mágica.

No se dijeron nada más porque todo el lenguaje parecía de repente innecesario; los discursos y las palabras eran incapaces de transmitir aunque fuera una mera idea, mucho menos una definición, del vínculo que los estaba uniendo.

Finalmente ella bajó los ojos.

—¿No deseáis ver más de mí?

El rey dejó escapar un rugido ronco.

—Te veré toda entera…, y eso no será lo único que haga.

El aroma de la excitación masculina se hizo más denso en el aire y, de manera increíble, el cuerpo de ella respondió enseguida a aquella llamada. Pero, claro, esa sensual agresividad de él estaba bajo el control de su particular voluntad: él no iba a poseerla de inmediato. No, parecía que iba a respetar su virtud hasta honrarla con una ceremonia de apareamiento apropiada.

—La Virgen Escribana respondió mis plegarias de forma milagrosa —susurró ella, mientras parpadeaba entre lágrimas. Todos esos años de preocupación y de espera, el yunque que había colgado durante tres décadas sobre su cabeza…

El rey sonrió.

—Si yo hubiese sabido que podía existir una hembra como tú, yo mismo le habría suplicado a la madre de la raza. Pero yo no tenía fantasías, y eso está bien. No habría hecho nada más que sentarme a esperar a que te cruzaras en mi destino, desperdiciando el tiempo.

Y con esas palabras el rey se levantó y se dirigió hacia un lugar donde había un montón de ropajes. Todos los colores del arcoíris estaban allí representados y ella había aprendido desde muy tierna edad a saber qué significaba cada color en la jerarquía de la corte.

El rey eligió para ella el rojo. El color más valioso de todos, la señal de que ella sería la favorita entre todas sus hembras.

La reina.

Y ese honor debería haberle bastado. Solo que al pensar en las múltiples hembras que él poseería, ella sintió que se le rompía el corazón.

Cuando el rey regresó a donde estaba ella, debió de percibir su tristeza porque preguntó:

—¿Qué te aflige, leelan?

Anha sacudió la cabeza y se dijo que no tenía derecho a sufrir por tener que compartirlo. Ella…

El rey negó con la cabeza.

—No. Solo serás tú.

Anha se estremeció.

—Mi lord, esa no es la tradición…

—¿Y acaso no soy el soberano de todo? ¿Acaso no puedo ordenar la vida y la muerte de mis súbditos? —Al ver que ella asentía, una expresión de dureza cubrió su cara e hizo que ella sintiera compasión por cualquiera que tratara de contrariarlo—. Entonces yo seré quien determine cuál es la tradición. Y solo tú serás para mí.

Las lágrimas volvieron a inundar los ojos de Anha. Ella deseaba creerle, y sin embargo eso parecía imposible, a pesar de que él la hubiese envuelto, todavía totalmente vestida, con seda del color de la sangre.

—Mi lord, me honráis —dijo ella, mirándolo a la cara.

—No lo suficiente —contestó él, y enseguida, con un movimiento rápido, atravesó el salón hasta una mesa sobre la que había un surtido de gemas preciosas.

El regalo de las joyas fue lo último en lo que Anha pensó cuando él le levantó la capucha, pero ahora sus ojos se sorprendieron con aquel despliegue de riqueza. Ciertamente ella no merecía esas cosas. No hasta que le diera un heredero.

Lo cual, de repente, ya no parecía una tarea tan difícil.

Cuando el rey regresó a su lado, ella se sobresaltó. Rubíes, tantos que no pudo contarlos; de hecho, se trataba de una bandeja entera…, entre los que se encontraba el anillo saturnino que, según sabía, siempre había adornado la mano de la reina.

—Acepta estas y confía en mí —dijo el rey, al tiempo que volvía a postrarse a los pies de ella.

Anha sintió que la cabeza le daba vueltas.

—No, no, estas son para la ceremonia…

—Ceremonia que tendremos aquí y ahora —dijo, al tiempo que le tendía la mano—. Dame tu mano.

Anha sintió cómo le temblaban todos los huesos mientras le obedecía y dejó escapar un gemido cuando el rubí saturnino se enroscó alrededor del dedo corazón de su mano derecha. Al mirar la gema, vio cómo la luz de las velas se reflejaba contra sus múltiples caras, centelleando con la misma belleza con que el amor enciende el corazón desde dentro.

—Anha, ¿me aceptas como tu rey y compañero, hasta que lleguen ante ti las puertas del Ocaso?

—Sí —se oyó decir ella con sorprendente fuerza.

—Entonces yo, Wrath, hijo de Wrath, te tomo como mi shellan, para protegerte y cuidarte a ti y al hijo que podamos tener, con la misma certeza con que cuidaré de mi reino y sus ciudadanos. Serás mía para siempre. Tus enemigos son mis enemigos ahora, tu linaje se mezclará con el mío y solo conmigo compartirás tus amaneceres y anocheceres. Este vínculo nunca será deshecho por ninguna fuerza interna o externa… y —ahí hizo una pausa— a lo largo de todos mis días habrá una y solo una hembra para mí y tú serás la única reina.

Y con esas palabras levantó la otra mano y los dos entrelazaron todos sus dedos.

—Nadie nos separará. Nunca.

Aunque Anha no lo sabía en ese momento, en los años futuros, mientras el destino seguía su camino transformando el presente en historia pasada, regresaría a este instante una y otra vez. Más adelante reflexionaría sobre cómo esa noche los dos estaban perdidos y el hecho de verse el uno al otro fue lo que les dio la fuerza necesaria para seguir adelante.

Años más tarde, mientras dormía al lado de su compañero en su cama matrimonial y lo oía roncar suavemente, ella sabría que lo que le había parecido un sueño había sido en realidad un milagro viviente.

Y mucho más tarde, en la noche en que ella y su amado fueron asesinados, cuando sus ojos se aferraron al rincón donde había escondido a su heredero, su futuro, la única cosa que era más grande que ellos dos…, ella pensaría en que todo esto estaba predestinado. Tanto la tragedia como la fortuna, todo había sido prefigurado y había comenzado ahí, en ese instante, cuando los dedos del rey se entrelazaron con los suyos y los dos se fundieron el uno en el otro para toda la eternidad.

—¿Quién se ocupará de ti esta noche y el día antes de la ceremonia pública? —preguntó el rey.

Ella no quería dejarlo.

—Debo regresar a mis aposentos.

El rey frunció el ceño. Pero luego la soltó y se tomó un tiempo para adornarla con los rubíes hasta que las joyas quedaron colgando de sus orejas y su cuello y sus dos muñecas.

El rey tocó la piedra más grande, la que colgaba sobre el corazón de ella y, cuando sus párpados se cerraron, ella supuso que él debía de estar pensando en algo erótico: tal vez la estaba imaginando sin ropa, sin que nada más que su piel constituyera el marco de aquellas joyas doradas de destellos diamantinos que soportaban esas increíbles gemas rojas.

La última pieza del conjunto era la corona misma y el rey la levantó de su bandeja de terciopelo y se la puso sobre la cabeza, antes de sentarse para contemplarla.

—Tú brillas más que todo eso —dijo.

Anha se miró. Rojo, rojo, por todas partes, el color de la sangre, el color de la vida misma. De hecho, no podía imaginar el valor de las gemas, pero no era eso lo que la conmovía. En ese momento, él le estaba rindiendo unos honores legendarios y, mientras pensaba en eso, Anha deseó que algo así pudiera mantenerse entre ellos para siempre.

Sin embargo, eso no sería posible; y a los cortesanos no les iba a gustar nada de esto, pensó después.

—Te llevaré a tus aposentos.

—Ay, mi lord, no deberíais molestaros…

—No hay nada más que me interese esta noche, te lo aseguro.

Ella no pudo contener una sonrisa.

—Como deseéis, mi lord.

Solo que Anha no estaba segura de poder ponerse de pie con todas aquellas…

En efecto, Anha no logró levantarse y el rey corrió a agarrarla entre sus brazos, alzándola del suelo como si no pesara más que una paloma.

Y enseguida atravesó el salón, abrió la puerta cerrada de una patada y salió al pasillo. Allí estaban todos; el corredor estaba lleno de aristócratas y miembros de la Hermandad de la Daga Negra, ante lo cual Anha giró instintivamente la cabeza contra el cuello de Wrath.

Mientras la educaban para entregársela al rey, siempre se había sentido como un objeto, y sin embargo, esa sensación se había desvanecido al encontrarse a solas con él. Pero ahora, expuesta a las miradas invasivas de los otros, volvía a desempeñar ese papel y se sentía vista como una posesión y no una igual.

—¿A dónde vais? —preguntó uno de los aristócratas al ver que el rey pasaba de largo sin saludarlos.

Wrath siguió caminando, pero era evidente que aquel cortesano no iba a permitir que lo privaran de lo que ni siquiera era su derecho.

El macho se plantó entonces en el camino del rey.

—Mi lord, es costumbre que…

—Yo la cuidaré en mis propios aposentos esta noche y todas las demás.

La sorpresa cubrió aquel rostro afilado y encogido.

—Pero, mi lord, ese honor solo le corresponde a la reina, y aunque vos hubierais poseído a esta hembra, no será oficial hasta…

—Nos hemos apareado propiamente. Yo mismo realicé la ceremonia. Ella es mía y yo soy suyo y estoy seguro de que no queréis interponeros en el camino de un hombre enamorado y su hembra; mucho menos en el del rey y la reina, ¿verdad?

Se oyó un sonido de dientes que entrechocaban, como si alguien hubiese abierto la boca involuntariamente y la hubiese vuelto a cerrar enseguida con prisa.

Al mirar más allá del hombro de Wrath, el macho vio las sonrisas de los Hermanos, como si los guerreros estuvieran de acuerdo con la actitud agresiva del rey. ¿Y los otros togados? Tampoco tenían cara de aprobación. Más bien de impotencia, súplica y rabia sutil.

Ellos sabían quién tenía el poder y sabían que no les pertenecía.

—Deberíais ir acompañado, mi lord —dijo uno de los Hermanos—. No por costumbre, sino por los tiempos que corren. Incluso en esta fortaleza es adecuado que la Primera Familia esté custodiada.

El rey asintió después de un momento.

—Está bien. Seguidme, pero… —dijo y su voz se volvió más un ronquido— no debéis tocarla de ninguna manera. Si lo hacéis, os arrancaré ese apéndice que representa una ofensa física para ella.

Una sensación de respeto verdadero y cierto afecto suavizaron la voz del Hermano:

—Como deseéis, mi lord. ¡Hermandad, venid!

De inmediato las dagas salieron del arnés que cruzaba sus pechos y sus afiladas hojas negras resplandecieron con la luz de las antorchas que bordeaban el pasillo. Mientras los dedos de Anha se clavaban en las preciosas vestiduras del rey, los Hermanos soltaron un grito de guerra y levantaron las dagas sobre su cabeza.

Con una coordinación que habían alcanzado después de pasar muchas horas juntos, cada uno de los grandiosos guerreros se puso de rodillas formando un círculo y enterró la punta de su daga en el suelo.

Bajando la cabeza, dijeron luego al unísono algo que ella no pudo entender.

Y sin embargo toda aquella retahíla era para ella: los guerreros le estaban jurando lealtad como su reina.

Eso era lo que iba a suceder a la noche siguiente, en frente de la glymera, pero ella prefería que hubiera ocurrido aquí. Cuando los guerreros levantaron la mirada, brilló un destello de respeto que iba dirigido a ella.

—Tenéis toda mi gratitud —se oyó decir entonces Anha— y todo mi respeto para vuestro rey.

En segundos, ella y su compañero quedaron rodeados por aquellos tremendos guerreros que, después de aceptar su gratitud, comenzaron a trabajar de inmediato. Flanqueado por todos los lados, tal como ella había estado cuando iba a serle presentada, Wrath prosiguió su marcha.

Más allá del hombro de su compañero, a través de la barrera que formaban los Hermanos, Anha vio cómo iba quedando atrás el grupo de cortesanos, a medida que ellos se alejaban por el pasillo.

El consejero que estaba al frente, con las manos sobre las caderas y el ceño fruncido, no parecía nada feliz.

Anha sintió un estremecimiento de miedo.

—Shh —le susurró Wrath en el oído—. No te preocupes. Seré gentil contigo ahora.

Anha se sonrojó y volvió a hundir la cabeza contra el grueso cuello del rey. Él tenía la intención de poseerla tan pronto llegaran a su destino y su cuerpo sagrado entraría dentro del de ella para sellar visceralmente su unión.

Anha se sorprendió al ver que ella también lo deseaba. Inmediatamente. Con brutalidad…

Y sin embargo, cuando estuvieron de nuevo a solas, acostados en una fantástica cama de plumas y seda…, Anha agradeció que él fuera tan paciente y gentil como había prometido.

Esa fue la primera de las muchas, muchas veces en que su hellren no la decepcionó.