13. LA FAMILIA EN CRISIS
Una institución natural
Hay dos tipos de relaciones sociales que superan a todas las demás en el orden natural: la sociedad conyugal y la sociedad civil. Antes que ciudadano, el hombre es miembro de una familia. Por eso, la familia es, sin duda, la tradición más antigua de la humanidad. Es, además, el único Estado voluntario que crea y ama a sus ciudadanos, capaz de sobrevivir a todos los avatares de lo que solo es historia política. Si la humanidad no se hubiera organizado en familias, tampoco hubiera podido organizarse en naciones.
Naciones Unidas declaró 1994 Año Internacional de la Familia. Se pretendía recordar algo casi evidente: que la familia no es una mera institución biológica destinada a transmitir y conservar la vida. Que es mucho más. Que el sexo es un instinto que produce una institución con múltiples aspectos que no son sexuales. Porque la familia, como ha escrito Chesterton, incluye adoración, fiesta, justicia, decoración, solidaridad, educación, libertad, descanso. Si el sexo es la puerta de esa casa, la casa es mucho más grande que la puerta.
Sin familia, la especie humana no es viable, ni siquiera biológicamente. Un niño, una anciana, un hombre enfermo, no se valen por sí mismos y necesitan un hogar donde poder vivir, amar y ser amados, alimentados y cuidados. El hombre es un ser familiar precisamente porque nace necesitado.
Aunque hoy se cuestione, la familia aparece como naturalmente estable y monógama, de acuerdo con los sentimientos naturales de sus miembros más débiles: los niños a duras penas soportan la separación de sus padres. La humanidad descubrió muy pronto que el amor, la unión sexual, el nacimiento de un hijo y su crianza y educación solo son posibles si existe una institución que sancione la unión permanente de un varón y una mujer: el matrimonio. La fuerza del impulso sexual es tan grande y la crianza de los hijos tan larga que, si no se instituye una unión de los esposos con estabilidad y exclusividad, esas funciones no son posibles, y la misma estabilidad social se vería comprometida.
Padres e hijos
El hombre y la mujer presentan una mutua y admirable complementariedad: son distintos entre sí, pero mutuamente necesitados desde las profundidades del cuerpo hasta las cimas del alma. Para que esa unión sea positiva, ambos han de aceptar la obligación de un contrato protector de la familia, entre otras cosas porque los hijos necesitan el tiempo, el dinero, los conocimientos y las energías de sus padres.
Todo ser humano es siempre hijo, y esa condición es tan radical como el hecho de ser varón o mujer. Ningún niño nace de la tierra, como las plantas, y tampoco en soledad, sino en los brazos de sus padres: nace para ser hijo. Por tanto, la filiación, la dependencia de origen, es una característica fundamental de la persona.
«Ser padre y ser madre, escribe R. Yepes, es el modo natural más normal de prolongar el ser varón y mujer. Ambas cosas conllevan una dignificación de quienes lo son; les hace ser más dignos porque supone haber sido origen de otros seres humanos. La única superioridad natural y permanente que se da entre los hombres es esta: la que un padre y una madre tienen respecto de sus hijos. Aunque a partir de la juventud sea solo una autoridad moral, y ya no una tutela física, se conserva siempre: los hijos veneran a los padres siguiendo una inclinación natural, que lleva a reconocer el don de la vida, y todo lo necesario para llegar a ser personas maduras lo han recibido de ellos. A este sentimiento los clásicos lo llamaban piedad, y significa reconocer la dignidad de aquellos que son mi origen, honrarles y tratar de colmar una deuda impagable: la propia existencia» (Ricardo YEPES, Fundamentos de Antropología).
La experiencia de un psicólogo: Urie Bronfenbrenner, psicólogo de la Universidad de Cornell, afirmó en cierta ocasión: «Para desarrollarse, un niño necesita de la dedicación sacrificada e irracional de uno o más adultos que le cuiden y compartan su vida con él». Cuando le preguntaron qué entendía por «dedicación irracional», respondió: «¡Tiene que haber alguien que esté loco por el chico!».
Familias, parejas y rupturas
Puesto que la familia es la célula de donde nace la sociedad civil, la ruptura del vínculo conyugal ataca a la misma raíz de la convivencia humana. Esto es bien sabido, pero ello no impide que, en muchas democracias avanzadas, las grietas abiertas por el individualismo amenacen con el desmoronamiento de la familia. Porque, cuando se absolutizan los derechos individuales, es muy difícil mantener un compromiso. Ahora, dice Allan Bloom, en la lógica de la libertad desvinculada, ya no son los hijos los que se marchan, sino que son los padres quienes los abandonan.
Esta lamentable situación presenta importantes deterioros previos. Además de matrimonios y familias, hoy abundan las parejas: esa amistad que incluye «sexo seguro» y dudosa intención de convertirse en relación definitiva. Se convive mientras vayan bien las cosas, al tiempo que se mantienen proyectos vitales independientes. Y cuando el «sexo seguro» falla, es frecuente justificar la «interrupción» del hijo engendrado apelando al trastorno psicológico. La vida que viene en camino no es una hermosa visita, sino una anomalía que hay que eliminar, un fallo que hay que subsanar.
El «sexo seguro» forma parte de una cultura que ve en la fecundidad un peso insoportable: el primer hijo rompe el equilibrio de la pareja, supone un gran compromiso y siempre complicará una separación posterior; su educación es cara y sacrificada, y el tiempo de los padres, muy escaso. Por eso la familia se ha convertido, en muchos casos, en una simple relación temporal de pareja, donde los hijos encajan con mucha dificultad en los resquicios de una actividad profesional competitiva y absorbente.
El planteamiento individualista de la vida social y la cultura del sexo seguro han hecho triunfar la psicología de la separación. Y así, ya desde el principio, las energías que se debían emplear en la empresa común se agotan en la preparación para la ruptura.
William J. Bennett, desde su amplia experiencia como Secretario de Educación y Comisario Nacional del Plan contra la Droga, después de reconocer que «demasiados chicos norteamericanos son víctimas del fracaso parcial de nuestra cultura, de nuestros valores y de nuestras normas morales», llega a la siguiente conclusión: «Debemos hablar y actuar en favor de la familia. Buscar sustitutos viables cuando no haya más remedio, pero apoyar a la familia y ponerla en primer lugar. Después de todo, la familia es el primer y mejor ministerio de sanidad, educación y bienestar».
A continuación explica que sus cargos públicos le han permitido conocer y estudiar todo tipo de familias. «Cuando una familia funciona, generalmente los chicos funcionan también. Pero actualmente hay demasiadas familias norteamericanas que no funcionan bien. Cuando la familia fracasa, tenemos obligación de intentar suplir con buenos sustitutos, como los orfanatos. Pero nuestras mejores instituciones sustitutivas son, respecto de la familia, lo que un corazón artificial respecto de un corazón auténtico. Puede que funcionen. Incluso puede que funcionen mucho tiempo. Pero nunca serán tan buenas como aquello a lo que sustituyen. ¿Por qué? Porque el amor de un padre y de una madre por su hijo no puede ser fielmente reproducido por alguien que cobra por cuidar a ese niño, aunque sea una persona muy eficiente» (W. J. Bennett, Conferencia en la Universidad de Notre Dame, Indiana, 1990).
Como todo lo humano, la familia es una organización con defectos reales, pero es una ilusión pensar que existen sustitutivos mejores. Es la biología quien obliga a la mujer a descansar tras su maternidad. La ley puede prescribir, dice Chesterton, que se igualen los pezones masculinos a los femeninos, pero seguirán sin dar leche. Es la misma Naturaleza la que proporciona a los padres niños muy pequeños que requieren que se les enseñe no cualquier cosa, sino todas las cosas. Los niños no necesitan aprender un oficio, sino que se les introduzca a un mundo entero. Si alguien dice que es una tarea agotadora, tiene razón. Pero la humanidad ha pensado que valía la pena echar ese peso sobre las familias para defender un mundo habitable.
Una conclusión de Chesterton: La importancia vital de la familia se manifiesta en los lazos de la sangre y en los lazos de la lógica. Si Ricardo o Susana desean destruir su familia porque no ven para qué sirve, harían mucho mejor en informarse antes. No tienen derecho a destruirla, ni siquiera a pensarlo, hasta que hayan visto para qué sirve. Si vemos una valla y una puerta en medio de un camino y no vemos su utilidad, lo inteligente no es echarlas abajo. La puerta y la valla no crecieron ahí sin más, ni las levantaron unos sonámbulos o unos fugitivos. Alguna persona tuvo alguna razón para pensar que sería bueno levantarlas (Chesterton, El amor o la fuerza del sino, Rialp).
Consecuencias
Si hoy se multiplican las familias rotas, ¿con qué se sustituirá esa relación básica, desmantelada en nombre de libertades pretendidamente absolutas? Si el divorcio va suprimiendo los dientes de nuestros engranajes sociales, al final nada podrá encajar.
El caso norteamericano es un buen botón de muestra. Sus últimos presidentes están perplejos. En la patria de las libertades, el homicidio se ha convertido en la primera causa de muerte entre adolescentes. En Nueva York, el 20 por 100 de los estudiantes acude al instituto con armas de fuego. Y en muchas ciudades, más de la mitad de los crímenes corren a cargo de jóvenes que se matan en guerras de bandas, sobre todo en los barrios negros. Según el presidente Clinton, es intolerable que 37.000 norteamericanos mueran a tiros cada año, y que 160.000 niños permanezcan cada día en sus casas para evitar el peligro de ir a la escuela: «Si no hacemos algo para combatir esta situación, el crimen, las drogas y la violencia que azotan nuestro país acabarán por destruirnos».
En las últimas décadas, los altos consejeros presidenciales han destinado muchos miles de millones de dólares a financiar programas sociales en favor de la juventud: había que librarla de la droga, del suicidio, del SIDA y de los 400.000 abortos anuales. Pero los dólares, tan eficaces en cuestiones tecnológicas, no han resuelto los problemas de los jóvenes. Incluso se han agravado. Los propios responsables de dichos programas reconocen que han intentado remediar una crisis espiritual con aspirinas.
En 1991, la revista The Economist publicaba un estudio sobre la necesidad de la familia estable para la prosperidad social y la renovación generacional sin traumas. En septiembre de 1995, la misma publicación anunciaba en portada The disappearing family. Las siete páginas dedicadas al análisis de la crisis familiar comenzaban destacando que, en muchos países occidentales, el miedo por el derrumbamiento de la familia ha llegado a ser una obsesión.
La interminable bibliografía sobre familias desunidas pone de manifiesto que los hijos apátridas presentan en todos los países unas secuelas uniformes. Allan Bloom los describe como extraños ante sus propios progenitores; sienten una profunda inseguridad; son personalidades inacabadas, dolientes bajo el peso de un prolongado resentimiento; tienen sed de seguridad y hambre de cariño.
Las rupturas familiares condicionan otros comportamientos desajustados. Es el caso, a nivel mundial, del millón anual de embarazos adolescentes, la mitad de los cuales terminan en aborto; de los tres millones de adolescentes que transmiten enfermedades sexuales; del aumento de hijos fuera del matrimonio; y de los tres millones de casos de abuso infantil denunciados anualmente. Entre los últimos escándalos aireados por The Washington Post, el porcentaje de nacimientos extramatrimoniales en Estados Unidos: 33 por 100. Al mismo ritmo de crecimiento, dentro de veinte años serían extramatrimoniales la mitad de los nacimientos.
Naturalmente, las tendencias no son ineludibles. Sin embargo, esta tendencia se refuerza a sí misma, entre otras razones porque en su causa suele estar la pobreza. Los hijos de jóvenes solteras tienen muchas posibilidades de ser pobres, y ya se sabe que la pobreza es aliada del desempleo, de la ignorancia, del abandono de la escuela, de la violencia doméstica y callejera, de las drogas y de la falta de salud. En su libro Riqueza y pobreza, George Gilder ha demostrado que la estabilidad familiar es la característica distintiva de los sectores sociales emergentes, mientras que la desunión y la promiscuidad son causa de marginación y decadencia.
Conclusiones
En 1990, William Bennett constataba que el Estado no es un padre ni una madre, y por muy poderoso que sea, jamás ha educado a un niño, y nunca lo hará. Después, reinventaba la pólvora al recordar que cuando las familias funcionan bien, generalmente los chicos también funcionan, y que los padres necesitan cierta autoridad y sabiduría para educar bien. En concreto, los padres deben hablar a sus hijos de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal, si no quieren que caigan en la vulgaridad o en la perversidad.
Sumergida en una crisis familiar sin precedentes, Norteamérica llega a la vieja conclusión de que la familia es la más amable de las creaciones humanas, la más delicada mezcla de necesidad y libertad. Se apoya en la reproducción biológica, pero su finalidad es la formación de personas civilizadas y felices. Es capaz de transmitir con eficacia valores fundamentales que dan sentido a la vida, y eso la hace especialmente valiosa en un mundo consagrado al pragmatismo.
No se pueden negar los casos difíciles, los que calificamos como tragedias. En cambio, hoy estamos en condiciones de afirmar que el divorcio no elimina la tragedia. La diferencia entre una tragedia sin divorcio y otra con divorcio consiste en que, dentro del matrimonio, la tragedia puede ser noble y ejemplar, como la de un soldado que cae luchando por su país. «Comparo el matrimonio», escribe Chesterton, «con la justicia, la libertad, el patriotismo, la democracia o cualquiera de los ideales humanos que a menudo han tenido que ser defendidos con las armas en una guerra. Los hombres siempre han sufrido por conquistar lo que entendían como felicidad. Y ahora hay que sufrir por defender el matrimonio, pues es un ideal y una institución a favor de la libertad de todos».
Otra de las conclusiones sugeridas por la actual crisis familiar puede resultar sorprendente. Siempre ha sido progresista poner la esperanza del mundo en la educación. Pero si eso es verdad, algunas conquistas del feminismo no son progresistas. Si la educación es una de las tareas más nobles, ¿por qué desearía alguna persona emanciparse de esa ocupación? ¿Qué sentido tiene decir que se libera a una mujer de la función más delicada del mundo? Y, si los primeros años de la vida son de una importancia capital, no podemos decir que la educación familiar no tenga una importancia capital. Cada palabra que se dice sobre las consecuencias de los hábitos desarrollados en la niñez se suma a esa demostración.
Poco hay que enseñar a una mariposa o a un pulpo, pero, si los seres humanos quieren alcanzar la madurez personal, deben estar bajo la protección de personas responsables durante largos años de crecimiento intelectual y moral. En este hecho evidente y natural descansa la familia, y todo intento de sustituirla equivaldría a la sustitución de los ojos, el corazón o los pulmones.
A. Vázquez: La clave del éxito
Antonio Vázquez ha presidido una institución educativa de ámbito nacional. Es especialista en orientación familiar y relaciones conyugales. En 1990 publicó Matrimonio para un tiempo nuevo, un libro clarificador que ya ha conocido varias ediciones. Sobre el contenido de dicho libro trata la entrevista concedida a ARVO, y la respuesta que reproducimos.
—¿Cuál es la raíz de la felicidad matrimonial y aquello que, por contraste, conduce al fracaso?
«Da la impresión, cuando se hojean revistas del corazón, de que la infidelidad es un gran logro que nos ha llegado a lomos de la democracia. Pero el tema es viejo, tenemos noticias de él desde hace miles de años. Que se lo pregunten al rey David. Hay que repetir una y mil veces que, si se quiere ser feliz, hay que ser fiel, y si se quiere ser muy feliz, hay que ser muy fiel.
No estoy elaborando teorías. Lo digo con la experiencia que recojo a mi alrededor y que cualquiera puede procurarse. Me pregunta usted por la raíz de la felicidad conyugal. Lo que no se puede hacer es partir de una situación viciada de raíz. Cuando hay miedo a lo irrevocable, cuando el “para siempre” repugna, cuando falta el coraje para arriesgar la vida a una carta, no se puede ser feliz. Lo leí en un artículo de prensa: “Un amor condicionado es un amor putrefacto”. Un amor “a ver cómo funciona” es un burdo engaño entre dos. Un amor sin condiciones puede fracasar, pero un amor con condiciones ni siquiera nace fracasado: no llega a nacer.
¿Que a veces resulta duro? Me hicieron pensar unas palabras de Goethe: “El matrimonio puede resultar incómodo: así lo creo, y así debe ser. ¿No estamos también casados con la conciencia, y no nos desembarazaríamos de ella gustosos a menudo? ¿No es la conciencia más incómoda de lo que pueda llegar a serlo ningún marido o ninguna mujer?”.
Es innegable que se pasan malos ratos. Unos pasan enseguida, otros duran más. Pero todos se superan cuando hay rectitud de intención y voluntad decidida de arreglarlo. La locura es no aguantar el mínimo disgusto y buscar la salida fácil —aparentemente— de resolver un problema creando otro mayor. Porque también es innegable que, cuando se toma esa salida, aunque uno no quiera verlo, crea problemas enormes a muchos otros; y casi siempre irreparables.
¿Hay veces que se ven todos los caminos cerrados y sin vía de arreglo? Cierto, y eso se da en la mayoría de los matrimonios. También en esos que van cogidos de la mano a la vuelta de cincuenta años de fidelidad. Esos también han tenido tramos en el camino en que nada veían y todo se les hacía duro. Pero lo soportaron; no pensaron que se habían equivocado y que lo mejor era romper el compromiso. Es muy importante estar y saber estar, aunque parezca que se está haciendo comedia. La noche también pasa y llega la aurora. No se puede estar siempre en éxtasis; hay que ser consciente de que las sequedades están para ser superadas. Si se triunfa, de nuevo vuelve el entusiasmo, el fuego. Pero para eso hay que saber estar, y no salir corriendo ante la primera dificultad, ni ante la tercera».
(A. VÁZQUEZ, Matrimonio para un tiempo nuevo, entrevista en ARVO, 157, septiembre 1995).